martes, 29 de noviembre de 2016

DISPARATES / 159

EDWARD ALBEE: ¿QUIÉN TEME A VIRGINIA WOOLF?

Desde el 15 de este mes existe en Sheridan Square, en Nueva York, una placa conmemorativa dedicada a la Circle Repertory Company, que estuvo en activo entre 1969 y 1996 y que fue, además de una escuela de talentos de la que salieron algunas estrellas de Hollywood, uno de los centros principales de la renovación del teatro americano. Como homenaje a otro de esos renovadores, Edward Albee, se celebrará el próximo martes un acto en el August Wilson Theatre, en la esquina de la calle 245 Oeste con la calle 52. Albee, autor de ¿Quién teme a Virginia Woolf?, y uno de los mayores dramaturgos estadounidenses del siglo pasado, escribió más de una treintena de obras para la escena, recibió en tres ocasiones el Premio Pulitzer y en dos el Tony, y falleció el pasado septiembre a la edad de ochenta y ocho años.

Sin nombre ni apellido, nuestro autor nació en Washington en 1928, y con dos semanas de vida fue entregado en adopción a Reed A. Albee, que lo llevó al pueblo de Larchmont, al noreste de Nueva York. Su padre adoptivo era a su vez hijo del empresario de vodevil Edward Franklin Albee, hombre de éxito y déspota creador de un sindicato de artistas que Groucho Marx comparó con la Gestapo, y que dejó a su muerte una considerable fortuna. Su nieto adoptivo, destinado a convertirse en el futuro en continuador de los negocios y las estrategias empresariales del abuelo, resultó ser un rebelde que en pocos años consiguió ser expulsado de la escuela secundaria y de una academia militar, y más tarde también del Trinity College, en Hartford, por ausentarse de las clases y por su negativa a asistir a los actos religiosos. A causa de las perennes discordias con sus padres adoptivos nuestro autor pasaba más tiempo con la familia de Delphine Weissinger, joven con la que se comprometió brevemente, compromiso frustrado por la marcha de ella a Inglaterra. Por fin, Edward Albee se fugó de casa y se instaló en Manhattan, en el Greenwich Village. “Ni ellos sabían ser padres ni yo tampoco sabía ser hijo”, declaró mucho más tarde en una entrevista. Curiosamente, este deplorable alumno iba a ser con el tiempo profesor de la Universidad de Houston, donde impartió cursos de escritura teatral.

En Greenwich Village, Albee desempeñó diversos trabajos y escribió su primera obra dramática, The Zoo Story, a la que enseguida sucedieron The death of Bessy Smith y The Sandbox. Su consagración, sin embargo, llegaría en 1962 con el estreno de Who’s afraid of Virginia Woolf?, obra que estuvo en cartel casi dos años en el Billy Rose Theatre, y sobre todo con la versión cinematográfica de la misma, que, dirigida por Mike Nichols, protagonizaron cuatro años después Elizabeth Taylor y Richard Burton. A ella seguirían A delicate balance, una adaptación musical de Desayuno en Tiffany’s, y, ya en nuestro siglo, The goat or Who is Sylvia? Homosexual que se percató de su condición ya a los doce años, Albee mantuvo una relación con el dramaturgo y guionista Terrence McNally, y más tarde con el escultor Jonathan Thomas. El primero de ellos, en un discurso a la League of American Theatres and Producers, hizo una declaración que sin duda suscribió nuestro autor: “Creo que el teatro nos enseña qué somos, lo que es nuestra sociedad y hacia dónde vamos. No creo que el teatro pueda resolver los problemas de la sociedad, pero sí es capaz de proporcionar un foro para las ideas y los sentimientos que pueden llevarla a sanar y a transformarse a sí misma”.

A la cruda exposición de los conflictos, en el seno de nuestro mundo moderno, que son propios de un ámbito privado, el del matrimonio, está dedicada ¿Quién teme a Virginia Woolf?, obra que como es sabido supuso una conmoción en Broadway y en el teatro americano. Con cerca de tres horas de duración, este drama negro e intimista describe la crisis de un matrimonio de mediana edad, el formado por Martha y George, a través de las inquinas, las humillaciones y los desengaños acumulados a lo largo de veinte años, los cuales estallan una noche ante los ojos del espectador y los de una joven e inocente pareja que ha sido invitada a cenar. Dividida en tres actos, su título alude a la célebre canción de Disney ¿Quién teme al lobo feroz?, transmutada aquí en atención al estatus social de los cultivados protagonistas, una hija de un rector universitario y un profesor.

El primer acto, titulado Diversión y juegos, nos muestra a los personajes principales recibiendo en su casa a la joven pareja formada por Nick (también profesor) y Honey. Mientras corre el alcohol, Martha y George se enredan en una trifulca verbal que escandaliza a los jóvenes, que tímidamente hacen intención de largarse. Las diferencias de origen y de nivel económico hacen su aparición cuando Martha relata a los jóvenes un episodio en el que avergonzó a su marido ante su padre, escena que se resuelve con un disparo efectuado por George con una escopeta de juguete. El acto concluye con Honey corriendo al baño al borde del vómito.

El segundo acto se titula Noche de Walpurgis, en alusión satírica a su equivalente en el Fausto de Goethe. La asamblea de brujas a la que asistimos ahora, sin embargo, está presidida por las amargas querellas matrimoniales de los protagonistas y el alcohol. Ambos hombres se encuentran en el exterior de la casa, dedicados en principio a hablar pacíficamente de sus respectivas esposas. Según Nick, resulta que la suya padece un embarazo psicológico, a lo que George replica con un relato de juventud, cuando uno de sus compañeros de clase disparó accidentalmente a su madre, causándole la muerte. El mismo compañero de clase mató el verano siguiente a su padre, también accidentalmente, quedando a continuación sin habla. Llegados a la cuestión de concebir o no concebir hijos, los dos hombres terminan por discutir e insultarse. Después vuelven al interior para reunirse con las mujeres. Tras un baile erótico de la pareja protagonista, Martha cuenta el tortuoso argumento de una novela que escribió su marido –la historia de un niño que asesinó a sus padres–, novela que no se publicó porque así lo ordenó su propio padre, a lo que sigue una reacción violenta de George. Tras calmarse los ánimos, éste hace blanco de sus sátiras a la pobre Honey, que por segunda vez corre a vomitar al baño. El desenlace de este acto ofrece dos versiones: en la primera, Martha se insinúa a Nick, y ante su perplejo marido ella y el joven suben las escaleras en dirección al dormitorio. Hasta 2005, Honey volvía porque creía haber oído el timbre de la puerta, encontrando solo a George, momento que éste aprovechaba para informarle de que su hijo imaginario había muerto. En la “edición definitiva”, sin embargo, el acto concluye antes del regreso de Honey.

El exorcismo es el título del tercer acto. En su inicio, Martha aparece sola, gritando a los demás y recibiendo luego a Nick. George aparece con un ramo de flores y gritando las palabras “flores para los muertos”, invocando así una escena de Un tranvía llamado deseo. A continuación Martha y George se unen para insultar a Nick, recriminándole que poco antes, en el piso superior, no hubiera podido tener relaciones sexuales con ella porque estaba demasiado borracho. A esto sigue un enigmático episodio –un nuevo juego– en el que George anima a su esposa a hablar de su hijo común. Ella “recita” momentos de la crianza de su hijo, del que alaba su belleza y talento, mientras George, por su parte, lee versos del Libera me de la misa de difuntos, y finalmente Martha le acusa de haber arruinado su vida. Pero todavía entonces George le informa de que esa tarde un mensajero de Western Union había traído un telegrama según el cual su hijo acababa de matarse. Horrorizados y compadecidos, los jóvenes se marchan. Devueltos a su soledad, George canta con voz queda: “¿Quién teme a Virginia Woolf?”, y ella le responde: “Yo, George, yo”.

Existen varias lecturas posibles del texto de Albee, siendo tres de ellas, como se ha ocupado de señalar la crítica, la confrontación entre realidad y fantasía, invocada ésta última por los protagonistas para hacer más soportable aquélla; el juego de imágenes reflejadas en el que los protagonistas se ven a sí mismos de jóvenes, todavía ingenuos y optimistas, a través de Nick y Honey; y por último la implacable crítica dirigida aquí contra la familia convencional americana, cuya feliz fachada ocultaba ya por entonces un campo de ruinas. Otras lecturas más complejas remitirían al psicoanálisis, a los trastornos de la conciencia y a la propia historia de la gran nación americana. El lobo feroz del cuento no es sino el miedo a vivir la vida sin falsas ilusiones, ni autoengaños ni juegos, un miedo universal que flota en el ambiente de toda la obra y que seguramente explica su éxito más allá de Estados Unidos. A dicho éxito contribuye también el clasicismo de esta pieza sobriamente respetuosa con la unidad de espacio y tiempo, y ello a pesar de los dos nefastos intermedios con que se representa a veces, siguiendo la pauta de la producción que se estrenó en Broadway. Dicha producción contó con intérpretes reconocidos como Uta Hagen, en el papel de Martha, y Arthur Hill como George. En 1963 la compañía Columbia lanzó al mercado una grabación de la obra en cuatro discos de larga duración, habiéndose publicado la edición en disco compacto hace ahora dos años.

¿Quién teme a Virginia Woolf? se estrenó en España en 1966, en el madrileño Teatro Goya. De aquella producción dirigida por José Osuna e interpretada por Mari Carrillo y Enrique Diosdado se dijo en ABC que “la osadía del autor puede parecer derrotista, cuando es la osadía de un valiente; puede parecer inmoral, cuando es un puro gemido amoroso; puede parecer destructiva, cuando es, o quiere ser, una grave y triunfal operación quirúrgica”. Y el mismo crítico, Enrique Llovet, tras emparentar la obra con el teatro del absurdo y encarecer los méritos de la actriz protagonista –“tierna, patética, terrible e infantil” –, añadió que la obra era “de las más angustiosas, más polémicas, más agrias, pero también más hermosas del actual teatro”.

El mismo año del estreno madrileño llegó a las pantallas la adaptación cinematográfica, que, aún más que la teatral en Broadway, iba a conmover a la industria de Hollywood. El lenguaje del film, considerado como “indecente”, acarreó a los productores no pocos problemas con la censura, la cual, en una lectura previa, eliminó gran parte de sus diálogos. En contra de la costumbre habitual en esos años, el director Mike Nichols se negó a rodar tomas alternativas con textos que resultaran aceptables para la censura, poniendo a ésta en la situación de tener que prohibir la película en su totalidad. A resultas de ello, la versión para el cine de ¿Quién teme a Virginia Woolf?, junto a Blow-Up, la película de Michelangelo Antonioni que se estrenó ese año, fueron las primeras que se distribuyeron mediante un nuevo sistema de calificación –que aún perdura– ideado por la Motion Picture Association of America, tras abolir el viejo código de producción de Will H. Hays.

La compañía citada al principio, la Circle Rep, para la que nunca escribió Edward Albee, y en la que se formaron actores como William Hurt, Christopher Reeve, John Malkovich y Demi Moore, fue solo uno de los efectos de esta nueva dramaturgia americana de la que participó nuestro autor, quien acertó a incorporar al expresionismo de Eugene O’Neill y al realismo de Arthur Miller el impulso de nuevas corrientes europeas que al otro lado del océano crearon un teatro pero también un público, y una fisura crítica por la que se iban a introducir las vanguardias y los experimentos de los años sesenta y setenta, un período de bulliciosa creatividad sin el que sería imposible entender aquel teatro y el nuestro.

martes, 15 de noviembre de 2016

DISPARATES / 158

JORGE ALEMÁN Y MARK FISHER: IMAGINANDO EL FIN DEL NEOLIBERALISMO

Cuenta Mark Fisher que tradicionalmente los líderes del laborismo británico se veían obligados a inventarse un pasado obrero. En lugar de ello, el ex primer ministro laborista Gordon Brown declaró en una ocasión ante los magnates de la Confederación de la Industria Británica que él llevaba “los negocios en la sangre”, pues su madre había sido directora de una compañía y en consecuencia en su casa los negocios estaban “en el aire”. Más tarde, la aludida, la señora Jessie Elizabeth Brown, tuvo que reconocer públicamente que nunca había dirigido nada, y que sólo había realizado algunas actividades administrativas ligeras en una pequeña empresa familiar.

Se refirió Goethe alguna vez a una interioridad humana que era universal y a la vez privada y a la que llamó “ciudadela inexpugnable”. Era acaso el lugar que en otro tiempo se solía llamar alma y en el que habitaban un yo exclusivo atravesado por pulsiones que sólo se desvelarían tiempo después, mediante el psicoanálisis, y un común denominador que vendría a ser, si puede decirse así, nuestra esencia antropológica. Lo que caracterizaba principalmente a este lugar íntimo era su naturaleza inexpugnable, la cual podía salvaguardar su integridad frente a los amenazadores poderes de la economía y de los sistemas políticos y sociales. La misma ciudadela que se encontró con las grandes religiones y que pudo sobrevivir a los totalitarismos del siglo XX se halla ahora, en los inicios de la era de Donald Trump y Marine Le Pen, en peligro inminente, acechada como está por una revolución imprevisible que después de modificar las condiciones de vida de las personas muestra también la pretensión, y la capacidad, de alterar aquello que en nosotros es constitutivo de la especie, que es insustituible y que venía siendo el domicilio, entre otras cosas, de nuestra manera de entender la vida, la muerte y el deseo.

El neoliberalismo ha irrumpido en la subjetividad humana para operar en ella una ingeniería que si por una parte obedece a intereses que sólo conocen el corto plazo por otra es, en cambio, de largo alcance. Y no puede ser de otra forma, ya que su acción depredadora persigue a toda costa el beneficio inmediato y, tras poner fecha de caducidad a la civilización humana tal como la conocemos, aspira a fundar una nueva racionalidad, para lo que requiere que la lista de las materias primas explotables y limitadas que ofrece la naturaleza, a las que en su tiempo se sumó la renovable materia humana en tanto que fuerza de trabajo, se amplíe con el potencial consumidor de cada sujeto, potencial convertido también en mercancía y que ya es el único anhelo que el hombre debe tener bajo el capitalismo: ello implica una explotación intensiva de sus deseos, sus aspiraciones secretas, su lenguaje y sus sueños. Sin embargo, como ha podido afirmar Jorge Alemán en su último libro, quedan todavía esferas de la subjetividad a las que la ideología neoliberal no ha tenido acceso, de lo que se deduce que por ahora “el crimen no es perfecto”, y también que la necesaria emancipación del hombre es hoy condición para su supervivencia.

Nacido en Buenos Aires en 1951, Jorge Alemán es madrileño desde 1976. Psicoanalista y poeta, en su ciudad de adopción fundó una revista lacaniana, Serie Psicoanalítica, y en la actualidad es docente del Nuevo Centro de Estudios Psicoanalíticos. Su obra, asociada a la de Slavoj Žižek y Ernesto Laclau, es extensa, e incluye títulos como Lacan en la razón posmoderna (2000), Derivas del discurso capitalista (2003) y Para una izquierda lacaniana (2009), trabajos a los que se añaden diversos libros de poesía en los que, como lacaniano que es, el autor muestra que lo escrito no tiene por qué remitir necesariamente a su significante inmediato, lo que abre un camino a la subjetividad y a su lengua. Pues ahora sabemos que la condición humana está triplemente marcada por la existencia sexual, hablante y mortal. Del sujeto en cuya construcción quiere intervenir el capitalismo, y de las formas de la nueva racionalidad que éste impone, trata en su libro mencionado más arriba, Horizontes neoliberales en la subjetividad, que ha publicado la editorial argentina Grama hace unos meses.

La obra de Alemán se despliega en torno a dos ejes: el de Lacan y el de un cierto postmarxismo, en busca de una complementariedad no siempre fácil entre el sujeto y lo colectivo. Si el psicoanálisis trae “malas noticias” al pensamiento tradicional de la izquierda, en tanto que en el sujeto maniobran pulsiones que chocan con la razón, dicho sujeto no puede simplemente ser ignorado por un pensamiento emancipatorio. Es en esa tensión en la que se localiza la fuerza creativa de la izquierda lacaniana, como explicó nuestro autor en su libro de 2012 Soledad: Común, en el que mostró cómo la subjetividad, la ciudadela invocada por Goethe, más allá de ser un espacio postmoderno y aislado de lo colectivo, podía converger con la política. La comprensión por parte de Alemán de que el hombre no es como querría la izquierda clásica implica una crítica radical del marxismo, el cual no supo reflejar en su pensamiento la importancia de la subjetividad del individuo. Ha sido, en cambio, el capitalismo el que ha comprendido que su fuerza no radicaba solamente en la explotación de la fuerza de trabajo, sino también, paralelamente, en la apropiación de la subjetividad: “El neoliberalismo, que es una mutación del capitalismo, se caracteriza por ser una gran fábrica de subjetividades”. El hombre neoliberal, empresario de sí mismo, endeudado, identificado con el modelo del “triunfador”, lector de libros de autoayuda, no es feliz ni puede serlo, ya que es reo de una lógica en la que una y otra vez se ve superado, incapaz como es de dar la talla. Prueba de esto último son las “irrupciones igualitarias” que periódicamente se producen en defensa de los derechos humanos, los de la mujer y los servicios públicos, “experiencias de lo común”, según las llama Alemán, que en España dieron lugar al 15 M y a la aparición de Podemos.

Dichas experiencias, según nuestro autor, constituyen un “retorno de lo reprimido”, de aquello que el poder dominante creía enterrado, y por tanto de una subjetividad todavía autónoma. Esta reaparición de lo reprimido se produce en un momento de la Historia en que a los viejos y agoreros anuncios de apocalipsis ha sucedido uno del que sabemos que es verdadero, que podrá diferirse indefinidamente, pero que ocurrirá con certeza como ya predijo Lacan al referirse a la consunción a la que se encaminaba el capitalismo. Es este período de consunción en el que el capital adopta un nuevo modelo de acumulación primitiva caracterizado como “expolio y desposesión”, según lo ha definido el antropólogo David Harvey, el que determina nuestro presente.

A ilustrar este mismo presente desde una perspectiva que armoniza con la anterior dedicó el autor británico Mark Fisher su libro Capitalist realism. Is there no alternative?, que apareció en Inglaterra en 2009 y que ha sido traducido este año por la editorial argentina Caja Negra.

Mark Fisher nació en 1968 y estudió filosofía en la Universidad de Hull. Tras pasar unos años en la de Warwick, donde fue miembro fundador de la Cybernetic Culture Research Unit, creó “k-punk”, un blog consagrado a la teoría cultural que acabó por convertirse en una referencia para filósofos y gentes de la cultura popular, especialmente en el campo de la música. Fue uno de los fundadores de la editorial Zero Books, influyente “grupúsculo con un pie dentro y otro fuera de la academia”, y director adjunto de la revista de música de vanguardia The Wire. Ha escrito tres libros: The resistible demise of Michael Jackson, que se publicó en 2009 y del que existe edición en castellano (Jacksonismo. Michael Jackson como síntoma, Caja Negra, 2014); Ghosts of my life: Writings on depression, hauntology and lost futures (2014) y este Realismo capitalista que ahora comentamos. Actualmente Fisher es profesor en el Centre for Cultural Studies de Goldsmith, en la Universidad de Londres.

Ha dicho Slavoj Žižek acerca de este libro que “es simplemente el mejor diagnóstico del dilema que tenemos”. Y también que en él, “a través de ejemplos de la vida cotidiana y la cultura popular, [el autor] nos entrega un despiadado retrato de nuestra miseria ideológica”. El libro viene a ser un muestrario práctico de las consecuencias de esa aludida irrupción del neoliberalismo en la subjetividad, al que Fisher da el nombre de “realismo capitalista”. Este realismo que se expresa mediante la afirmación tatcheriana de que “no hay alternativa” es responsable de que hoy nos resulte más fácil, según palabras de Žižek, “imaginar el total deterioro de la Tierra y de la naturaleza que el derrumbe del capitalismo”, lo que nos ubica en una atemporalidad, un presente continuo en el que “se nos prohíbe el futuro, secuestrando la esperanza e instaurando la imposibilidad de concebir otro escenario cultural y sociopolítico”. Tal abolición de la temporalidad y de la percepción humana “del cambio” ha sido relacionada por otros autores, manifestando así el desespero de los asalariados sometidos a un ciclo sin fin de contratos precarios, o el de los “emprendedores” sojuzgados por la tenaza interminable de la competitividad y la deuda, con la lógica de los campos de concentración, una lógica de la que se han hecho cómplices la socialdemocracia y el neolaborismo.

Guiándose a través de películas, series de televisión y géneros musicales contemporáneos, el autor indaga en la dualidad típica del neoliberalismo entre disciplina y control, entre negatividad y el modo en que la ideología capitalista incorpora plácidamente en su interior al anticapitalismo, y desemboca, al hilo de su propia experiencia como profesor en un instituto, en la problemática relación existente en la actualidad entre educación y salud mental, punto de tensión que muestra los usos de una burocracia en la que el profesorado mismo debe ser parte del régimen de vigilancia que la mercantilización del sistema educativo promueve. La atemporalidad a la que están sometidos los seres humanos en su condición de consumidores y usuarios constituye una inercia de la que está excluida lo nuevo, suscitando así una angustia que deriva en una oscilación bipolar: de la esperanza en un “mesianismo débil”, de que existe algo nuevo por venir, a su caída, y por tanto a la convicción de que no hay nada nuevo que pueda ocurrir nunca más. Culturalmente, esto alimenta la nostalgia y el revival, pero en la medida en que la tradición sólo es tal si aparece contrapuesta a lo nuevo la consecuencia es que el agotamiento de lo nuevo nos priva hasta del pasado: “La tradición pierde sentido una vez que nada la desafía o modifica”. Y Fisher concluye: “Una cultura que sólo se preserva no es cultura en absoluto”.

Mediante el modelado preventivo de los deseos, las aspiraciones y las esperanzas por parte del realismo capitalista se ha colonizado la vida onírica y se ha operado una precorporación de aquellos rasgos subversivos, contestatarios, alternativos o simplemente independientes que llevaban aunque fuera en germen la posibilidad de “otra cosa”. Subsumida ésta por el neoliberalismo, se ha desatado una “plaga de la enfermedad mental que sugiere que el capitalismo es inherentemente disfuncional, y que el coste que pagamos para que parezca funcionar bien es en efecto alto”. Resulta de ello una “hedonia depresiva” que Fisher describe así: “Usualmente la depresión se caracteriza por la anhedonia, mientras que el cuadro al que me refiero no se constituye tanto por la incapacidad para sentir placer como por la incapacidad para hacer cualquier cosa que no sea buscar placer”. Existe un protocolo del entretenimiento que corre parejo al consumo perpetuo y que establece una relación indisoluble entre el sujeto y sus artilugios electrónicos y otros insumos, incluso cuando estos se apagan. La destrucción de la cadena significante que se deriva de ello define al esquizofrénico lacaniano, el cual queda reducido a la experiencia del puro significante material, a una serie de presentes puros en el tiempo sin relación entre sí. Ese vacío existencial es el que determina al sujeto del realismo capitalista.

La revolución neoliberal entra vertiginosamente en conflicto con todo lo humano, incluyendo al pensamiento conservador, aquella “cosmología racional” que pretendía ordenar la relación entre tiempo y espacio y que proclamaba la represión del deseo, la autoridad de la Iglesia, el sacrificio personal y la fidelidad entre padres e hijos, “toda una trama social que el capitalismo, una vez desencadenado, resulta capaz de destruir”, según explica nuestro autor citando a la ensayista Wendy Brown.

En esta época en que los líderes de lo que se autodenomina izquierda se inventan un pasado burgués, Mark Fisher afirma que “la larga y negra noche del fin de la historia debe considerarse una oportunidad inmejorable”, y que “partiendo de una situación en la que nada puede cambiar, todo resulta posible una vez más”. Por su parte, escribe Jorge Alemán que la lógica por una apuesta emancipatoria frente al neoliberalismo constituye un desafío a tres bandas: “En primer lugar, organizarse colectivamente sin sofocar la dimensión singular de la experiencia de cada uno; en segundo, vehiculizar a partir de la experiencia de lo político una transformación del sujeto en relación con lo real del sexo, la muerte y el lenguaje; y, en tercero, una tarea que corresponde a las nuevas experiencias populares de soberanía, las cuales deben aspirar a una nueva Internacional transversal al mundo de las corporaciones neoliberales y sus instituciones sometidas al capital”. Desafíos todos que hoy revisten carácter de urgencia y de cuyo cumplimiento depende el desafío mayor de la invención del futuro.

miércoles, 9 de noviembre de 2016

LECTURA POSIBLE / 225

IMRE KERTÉSZ: CONTRA LA LUCIDEZ Y OTRAS TRIVIALIDADES

El escritor se pierde en las palabras, que no son suyas, y lo que de verdad le pertenece es el silencio. Imre Kertész, autor nacido en Hungría aunque adoptado por Alemania, guardó silencio el pasado marzo, después de hacer frente a la enfermedad de Parkinson y a recurrentes estados depresivos durante algunos años. De sus menguantes apariciones públicas en ese tiempo nos quedan una entrevista para Die Welt en la que el autor se despachó a gusto contra su país natal y otra, nunca publicada, para el New York Times en la que se desdijo de todo lo escrito y dicho anteriormente acerca de Hungría. Sus últimos libros publicados fueron Dossier K (2006), una especie de entrevista en la que se interrogó a sí mismo; el volumen Cartas a Eva Haldimann (2009), que reunía su correspondencia de más de veinte años con dicha ensayista y traductora; y La última posada (2014), que ha aparecido este año en castellano y ha sido publicado, al igual que los anteriores, por Acantilado.

Nacido en Budapest en 1929, Kertész pertenecía a una acomodada familia judía, y tras la separación de sus padres fue a parar primero a un internado y más tarde a una “escuela especial” donde cursó sus estudios de secundaria. En aquellos tiempos tras la caída del imperio en que la judeidad no era una elección propia la misma le vino impuesta a Kertész, como a otros muchos, desde fuera. La infame estrella amarilla no era todavía físicamente visible en las ropas de los judíos, pero existía ideal o imaginariamente en las conciencias de quienes los rodeaban. Así, a la edad de catorce años Kertész fue deportado junto a otros judíos húngaros al campo de concentración de Auschwitz, y luego al de Buchenwald. El ser un adolescente un poco más desarrollado que otros le evitó la muerte inmediata, y registrado como “Kertész Imre, 16 años, trabajador”, se las ingenió para sobrevivir a duras penas hasta la liberación del campo por el ejército soviético en 1945.

Kertész regresó a Budapest, donde concluyó sus estudios secundarios en 1948, y se inició como traductor y periodista en la plantilla de la revista Világosság, que abandonó unos años más tarde. Ajeno al régimen impuesto en Hungría en la postguerra y a la correspondiente Asociación de Escritores, nuestro autor se ganó la vida como outsider dedicado a la traducción del alemán, y no fue hasta 1960 cuando se puso a redactar una novela que recogería su memoria y sus experiencias de los campos de concentración. Concluyó el libro en 1973, y fue publicado dos años después con el título de Sorstalanság (Sin destino). En principio, la novela fue mal acogida, y ello porque en la Hungría autodefinida entonces como socialista eran muchos los que tenían razones para no querer acordarse de lo sucedido. Fue el éxito internacional de Sin destino el que hizo posible que la obra empezara a ser apreciada en el país natal de su autor, donde llegó a ser incorporada por algún tiempo a los planes de estudio. Iba a convertirse en el libro más conocido de Kertész, y en 2005 fue adaptado al cine bajo la dirección de Lajos Koltai y con guión del propio autor. Éste, entretanto, había recibido el Premio Nobel.

Aunque suele olvidarse, Sin destino no es la única novela de Kertész, y a ella, formando una trilogía, sucedieron Fiasco (1988) y Kaddish por el hijo no nacido (1990). El resto de su producción incluye títulos como Diario de la galera, La lengua exiliada y Liquidación. Pocos de ellos son novelas, y la mayoría pertenecen a un género que combina el ensayo con el diario. Un carácter apenas diferente es el que posee La última posada, texto compuesto en cinco partes en el que se alternan un diario escrito entre 2002 y 2007 y las páginas que pudo completar de una novela, cuyo título debía ser el del libro que comentamos y que quedó inacabada a su muerte. El recorrido del diario contenido en este libro incluye algunos episodios importantes en la vida de nuestro autor, entre ellos la redacción de su novela Liquidación, la recepción del Nobel y el estreno del film citado más arriba. Sin embargo, el mayor número de páginas del mismo está dedicado a diversas consideraciones acerca del oficio de escritor, a consignar el deterioro físico propio de su edad avanzada y a comentar el estado de cosas en Europa y el mundo en estos turbios inicios de siglo y de milenio.

A diferencia de lo que con razón o sin ella se espera de una novela, es decir, que el carácter y las andanzas del protagonista faciliten al lector la tarea de identificarse con él, como sucede por ejemplo en Sin destino con su joven protagonista György Köves, por su propia naturaleza el diario nos remite a un yo pensante que no tiene por qué desbordar simpatía y ni siquiera coherencia. El Kertész de estos diarios es a veces, en efecto, un personaje atrabiliario y desconcertante, rasgos cuya naturaleza se desprenden acaso de sus muchas fobias personales y de la abusiva convicción que al parecer poseía (o le poseía) en estos años de ser el último representante vivo del judaísmo europeo. Se suma a ello la penosa relación que mantuvo con su patria y que había llegado al máximo extremo de intolerancia mutua en la época en que se escribía este diario, así como la difusa percepción de un nuevo hundimiento europeo, acompañado del antisemitismo habitual y que puede que no sea sino la continuación de un hundimiento previo, y, en general, la intuición de los males de nuestro tiempo, con el resultado de que “lo que hoy en día presentan como democracia poco tiene que ver con la res publica; más bien lo llamaría democracia del libre mercado. ¿No nos aguarda un fascismo discreto, con abundante parafernalia biológica, supresión total de las libertades y relativo bienestar económico?” A lo que nuestro autor añade: “Auschwitz es la expresión más fiel de la modernidad”.

No sin motivo, la nómina de títulos propuesta más arriba sugiere que, más que un fabulador, Kertész fue un incansable observador de sí mismo que no tuvo recato en llenar sus libros de opiniones propias sobre temas variados, a menudo de una manera tan apasionada como contradictoria. En último extremo, puede que su tema favorito no fuese otro que el de la muerte de la novela, óbito éste del que dejó constancia aquí y allá y que acompañó permanentemente sus cuitas de escritor no muy convencido de sus habilidades, novelista que durante largos períodos no cultivó la novela y que compensó su inseguridad creativa con reflexiones fragmentarias y, como él mismo decía, con trivialidades. De todo ello es buena muestra este libro en el que asistimos al espectáculo dramático de un autor de prestigio, reconocido con el Premio Nobel, que hacia el final de su vida se descubre a sí mismo “sin estilo”, y que al abordar el asunto de la que debería haber sido su última novela, de la que se dan aquí dos fragmentos, optó en el primero por el presente de indicativo y una frase corta y discontinua, y, en el segundo, por todo lo contrario, un pasado imperfecto que se desenvuelve en extensas frases repetitivas, musicales, neuróticas, de un modo que recuerda (demasiado) la escritura de otro autor centroeuropeo al que el estilo precisamente no le faltaba: Thomas Bernhard. La ruina, pues, de la novela, considerada aquí con plena consciencia, corre pareja a la ruina física y creativa de un autor, Kertész, que ya no se reconoce a sí mismo, ni dentro de sí ni en el mundo.

Y por ello escribe: “He entendido que esto se ha acabado. Final. No tengo fuerzas, no tengo ganas. ¿Adónde se ha ido todo, adónde?” Ese adónde que escribe Kertész es el limbo de las novelas no escritas, sin duda alguna las mejores, aquéllas a las que escuetamente les faltó un impulso, un grado más de fe en uno mismo o uno menos de depresión y de desesperanza hacia el mundo, faltas todas ellas que las convirtieron en innecesarias y fastidiosas, además de en causa del fustigamiento al que voluntariamente debe someterse el novelista que no las escribió. Además, el tiempo se le va a uno, sobre todo si es un Nobel, en estúpidas charlas, entrevistas y homenajes. He aquí la cuestión que es a la vez ética y vital que planea sobre el libro de Kertész, un libro (otro) que es una no-novela y por tanto un fracaso.

El enajenamiento de un novelista que no escribe y que termina por ver como inoportunos los recursos propios de su oficio es producto también del lugar literario que Kertész ocupaba en el imaginario simbólico europeo: el de un judío que no formaba parte de la literatura de su país pero que en cambio sólo podría escribir en la lengua de éste, en abierto conflicto con esa tradición que va desde Kafka hasta Celan y cuya única lengua posible era la alemana. “Mi desgracia es que escribo en húngaro”, anota Kertész en una de las entradas de su diario, de lo que si algo le consuela es que sus libros se traducen al alemán. Es ahí, en la traducción, donde el autor se encuentra con su yo, aunque sea un yo empobrecido en tanto que no es más que una traducción. Este exilio de la lengua supone un constante cuestionamiento de las facultades para la escritura, pero también de la posición vital del autor en el mundo, el cual es vislumbrado necesariamente como hostil. Honestamente, con la sinceridad íntima que permite un diario, Kertész se pregunta: “¿Para qué sirve este cuaderno de bitácora? ¿No lo he abierto para apuntar los últimos fondeaderos, para apuntar las últimas copas en las últimas paradas, para girar el timón rumbo al último puerto?” Pero no hay puerto al que llegar; la vida se consume antes, y todo lo que queda es la crónica del camino hecho.

Sólo fugazmente Kertész se salva de su desgarro, cosa que ocurre no por medio de la literatura, sino de la música. Nuestro autor mantuvo una larga amistad con el compositor György Ligeti y con el pianista András Schiff, húngaros como él pero que, a diferencia de él, tuvieron la suerte de expresarse en un lenguaje universal. Y sin embargo incluso aquí, en medio de esta fugacidad salvadora, aparece una escena de “irreconciliable contradicción” en la que otro pianista, Pierre-Laurent Aimard, es incapaz de interpretar la música a satisfacción del compositor, no por defecto de aquél, sino sin duda, como apunta nuestro autor, porque el creador de la música, como también le habría sucedido si lo hubiera sido del mundo, ya no se reconoce en su obra ni se siente capaz de entenderla. Tal es la alienación de la que no escapa el creador, quien en su intento de hacerse real a sí mismo a su imagen y semejanza no logra sino “quimeras de una creación chapucera”. Y es que el creador nunca llega verdaderamente a puerto, lo que no le exime de su obligación de “participar en este trabajo que no cesa”.

De un camino hecho a tientas, en su mayor parte fallido, es testimonio fiel La última posada, postrero libro de Kertész y acaso también de una época, lo que le otorga todas las virtudes, pero también los defectos, de una escatología que tras el ruido y la furia del apocalipsis se disolviera en el silencio. De las pocas certezas que éste nos deja Kertész anota la que mejor puede servir para comprenderle a él y a su obra, que “si en el curso de nuestra vida conseguimos crear algo de un orden superior, hemos de saber que se ha hecho realidad en circunstancias inconcebibles y a pesar de la resistencia permanente del mundo”.