viernes, 10 de febrero de 2012

VARIACIONES / 10


REIMANN VISITA A CELAN
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Desde que el romántico Schubert, y más tardíamente Wolf, frecuentaron a los poetas de su tiempo, o de poco antes, siendo huéspedes asiduos de sus construcciones líricas, sus efusivas baladas en las que había lamentos por la pérdida de la amada, nostalgias y jubilosas exaltaciones de la Naturaleza, no muchos poetas han merecido tanto la atención de la música como Paul Celan. Pero si aquéllos tenían temas que eran propicios a los ámbitos en los que se leían y se interpretaban musicalmente sus obras (el salón burgués, el café), más difícil sería precisar los ámbitos de este poeta que sufrió todas las heridas del siglo XX y al que Aribert Reimann ha dedicado una parte considerable de su obra.

Quien, con el ánimo de hacer música, intima con la producción de un poeta es un privilegiado al que se le revelarán misterios que permanecen ocultos para el que es modestamente sólo un lector, quizá incluso un lector apresurado y de seguro ocasional, como parecen exigir la existencia moderna y la, así llamada, literatura rápida de hoy. Sin embargo, quien merece tal privilegio deberá arriesgarse también a no salir indemne de la lectura y a sufrir en carne propia las heridas del poeta. Que a Reimann no le asusta el riesgo, y que no está interesado en poner cataplasmas en los lugares más lacerados de la poesía, es algo que se comprende al escuchar su Rey Lear, obra huraña, magnífica y violenta, como eran las palabras que Shakespeare escribió. Poner música a una letra es más que apropiarse de la frase, de una prosodia o de un ritmo: es ir hasta la raíz no sólo de lo dicho, sino también, y sobre todo, de lo sentido, por lo que no es extraño que este mismo compositor que aparece furioso en Shakespeare se nos presente con un carácter del todo cambiado en su Tarde, la obra que Reimann creó sobre textos de Juan Ramón Jiménez y que pudo escucharse hace unos años en el Festival de Canarias. La música, pues, ya existía antes del compositor, el cual debía ser capaz de escucharla por primera vez, buscarla en los vericuetos, las retahílas y los silencios del poeta.

Celan nació en la frontera, en uno de esos territorios europeos que responden a una incansable volubilidad geográfica sin dejar de ser nunca remotos y poco accesibles. Czernowitz, Cernovitsi, Cernauti o Chernivtsi, unas veces rumana, otras veces soviética, y ahora por fin ucraniana, se encuentra en la región de Bucovina, el país de las hayas, al noreste de los Cárpatos. También el apellido del poeta, Antschel o Ancel, obedece a la misma movilidad geográfica, si bien él, para evitar futuros equívocos, se hizo reconocible a sí mismo con el anagrama Celan. Todo lo dicho hasta aquí vale para su poesía: una poesía fronteriza, multicultural, judía y germánica, romana y eslava, a veces casi otomana. La confrontación, por lo demás, ya estaba servida en casa, en la que había un padre sionista y nacionalista y una madre apasionada por la literatura alemana. Con sólo trece años, Celan renunció a sus estudios en hebreo, se hizo socialista y, junto a otros estudiantes, apoyó la causa de la República en una lejana guerra que tenía lugar en España. También en un sentido bélico, mucho antes de la traída y llevada globalización, la geografía resultaba ser muy poco fiable, y aquella guerra del otro extremo de Europa no tardaría en llegar a su Bucovina natal. Celan, que para entonces ya había iniciado sus estudios de medicina en la Universidad de Tours, regresó a tiempo de encontrar su ciudad ocupada por los nazis. Poco después sus padres fueron enviados a campos de exterminio, de los que no volvieron, y él mismo a un campo de trabajo. Tras una escala de tres años en Bucarest, marcha a Viena, donde pronto empieza a ser conocido en los círculos literarios. En 1948 Celan se nos aparece en París como un ciudadano francés que da clases de alemán y que, con su boda con la pintora Gisèle Lestrange, ha emparentado con la aristocracia, nada menos, al tiempo que mantiene lo que se llama una relación ilícita con la poetisa Ingeborg Bachmann. Otra vez el poeta se encuentra en la frontera, usuario de esa estrecha vía que separa lo que está y no está permitido y que pasa también entre la vida y la muerte, bordeando a ratos la locura. En esos años Celan intenta suicidarse, es ingresado en clínicas psiquiátricas y mantiene una abundante correspondencia con su esposa y su hijo. Para entonces ya era el poeta más importante en lengua alemana, además de un fiel traductor de Rimbaud y Cioran. Heredero de George Trakl y Gotfried Benn, fue siempre un vanguardista en el que se mezclaron los ideales caballerescos, y la mística judía, con el surrealismo, siempre con un dominio excepcional del lenguaje poético que con los años se depuraría hasta convertirse en monosilábico, a menudo críptico, intraducible. Hacía años que Celan había empezado a beber la “leche negra de la madrugada”, mientras sus temores y obsesiones, y acaso alguna esperanza, se elevaban como el humo de las chimeneas de los hornos crematorios, hacia un lugar en el que “no se yace cómodo”. Sus últimos poemas, nunca escritos, son los que llevaba en la cabeza un día de 1970, cuando se arrojó al Sena desde el puente Mirabeau.

Aribert Reimann ha penetrado en las oscuridades de Celan y las ha traducido para nosotros, como también ha hecho con las de García Lorca (La casa de Bernarda Alba) y Kafka (El castillo). De los compositores activos en la segunda mitad del siglo XX, quizá sólo Henze le es comparable en la búsqueda tenaz de la palabra, no importa en qué idioma, aunque no de cualquier palabra, pues como el propio Reimann escribió con motivo del estreno de su ópera El castillo, “no hago de cualquier texto una melodía, necesito que las palabras hagan sonar música en mi interior”.
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Reimann: Engführung para tenor y piano, sobre textos de Paul Celan.
Ernst Haefliger, tenor
Aribert Reimann, piano

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