martes, 30 de septiembre de 2014

LECTURA POSIBLE / 162

STEFAN ZWEIG O EL SUEÑO DE LA CULTURA EUROPEA

A la memoria de Jaume Vallcorba

“Algunas personas, poco a poco, vislumbraron que había aparecido algo completamente distinto, algo que nos afectaba a todos, una obra europea, una obra que no tenía que ver con los italianos o los franceses ni con una determinada literatura, sino con nuestra nación común, con nuestro destino europeo”. Estas palabras las escribió en 1926 Stefan Zweig a propósito de la novela Jean Christophe, obra monumental en diez volúmenes que se publicó entre 1904 y 1912. Las fechas referidas son importantes, ya que el significado que esta novela francesa con protagonista alemán pudo tener en el momento de su publicación ya era otro cuando Zweig escribió su ensayo sobre el autor de la misma, Romain Rolland, después de la Gran Guerra y en un período caracterizado por el militarismo de un lado y de otro y por el auge del nazismo.

En este ensayo el autor vienés describió, casi a la manera de una conversión bíblica, el momento en que a Rolland se le reveló la naturaleza de su misión intelectual y moral como miembro de una generación de europeos atenazados entre dos guerras. Cuenta Zweig cómo en Francia se extendía el sentimiento de revancha por la derrota sufrida en 1871, un sentimiento que no era compartido por el estudiante de la École Normale que era entonces Rolland, quien a diferencia de muchos de sus compatriotas soñaba con una Europa unida por el cultivo del arte y del espíritu. En esos años aparece un libro de Tolstói, “el hombre más auténtico y noble de su tiempo”, en el que condenaba a Beethoven, y de paso a Shakespeare, como malos educadores del pueblo, inductores de la sensualidad y del individualismo. Dolido por estos juicios, los cuales entraban en contradicción directa con sus ideas acerca del papel unificador de la cultura, el joven y desconocido Rolland escribió a Tolstói una carta polémica, apasionada, en la que por primera vez manifestó sus opiniones acerca de la función del arte y de los intelectuales. Sorprendentemente, tras unas semanas de espera, la carta obtuvo respuesta, casi cuarenta páginas escritas en francés y encabezadas con las palabras: “Querido hermano”.

El episodio aquí descrito nos ilustra acerca de dos aspectos esenciales de la vida y la obra de Zweig. Pues si ciertamente desde la lectura de esa carta Rolland comprendió la necesidad de una alianza de la cultura europea contra la barbarie, y el papel que él mismo debía desempeñar en la misma, Zweig no tardó en sentirse llamado a ser el continuador de lo emprendido por aquél, autodesignado como guía intelectual de un europeísmo al que iba a tocarle enfrentarse a unos tiempos difíciles de los que el propio Zweig no saldría indemne, ni siquiera vivo. Por otra parte, lo escrito por el vienés acerca de la relación epistolar entre Rolland y Tolstói es significativo de un rasgo notable de su carácter: su mitomanía, su gusto por lo que llamaba “los momentos estelares de la humanidad”, una afición que le llevó a coleccionar gran cantidad de manuscritos de músicos y escritores, del pasado y del presente, y en los que buscó denodadamente la magia, el milagro de la inspiración que había hecho posible que sobre un papel en blanco hubiera surgido una sonata de Mozart o un poema de Goethe. Gran parte de lo escrito por Zweig iba a referirse a esos “momentos estelares”, casi siempre con una fruición teñida de romanticismo, a menudo olvidándose de la precisión histórica, pues su fin no era el rigor, sino más bien el estímulo del espíritu, la contribución al despertar de las conciencias, todo ello de un modo ameno que pudiera atraer a los públicos más amplios, descubridores así del valor y del modo en que opera la creación artística. De ahí proceden muchas de sus biografías noveladas, las cuales le dieron más celebridad que sus relatos y novelas y acabaron por convertirse en un género literario que le era propio.

Entre los textos que, con mayor o menor extensión, dedicó Zweig a estos personajes de la cultura europea, hubo algunos acerca de héroes de su educación sentimental de los que sólo se atrevió a escribir algo después de su muerte: son los casos de Gustav Mahler y Joseph Roth, habitantes como él de aquella geografía vienesa que no tardaría en formar parte del “mundo de ayer”, y muy pocos (de hecho sólo dos) que aún vivían cuando se refirió a ellos: el ya mencionado Rolland y Sigmund Freud, “dos personas a las que debo mucho”, según escribió, y a las que aún podría añadirse una tercera: Albert Einstein, al que dedicó su libro La curación por el espíritu y con el que se encontró en Berlín en 1930, en una época en que el físico estaba comprometido, junto a otros intelectuales, en la construcción de un frente común de socialdemócratas y comunistas contra el fascismo. Si no escribió acerca de él fue seguramente porque el campo de sus investigaciones le resultaba del todo impenetrable.

Esta Europa que se perfila en el conjunto de la obra de Zweig carece de fronteras y de políticos profesionales, así como de reyes, ministros y presidentes de repúblicas, y con más razón de las gentes del reino del dinero. Lo que une a Europa es el “respeto estremecido que sentimos por el genio”, promesa de un mundo humanizado que él tuvo que ver, según escribió alguna vez, “cómo se desvanecía en el horizonte como una eterna quimera”. Ese mundo lo creyó Zweig posible hasta un episodio que habría podido incluir en un hipotético volumen sobre los momentos nefastos de la humanidad, cuando en febrero de 1934 su casa de Salzburgo sufrió un registro policial “en busca de armas”. Inmediatamente emigró a Inglaterra, dejando atrás muchos de sus papeles, su valiosa colección de manuscritos, sus amigos y sus libros ya editados, los cuales, prohibidos, se consumían en almacenes de Viena y Berlín. Nunca recuperaría nada de lo que abandonó entonces, siendo éste uno de los motivos de la gran nostalgia que le acompañó en su accidentado exilio, primero en Londres y después en Brasil, en Petrópolis.

A que ese exilio fuera accidentado contribuyó la malicia del nacional-socialismo. En octubre de 1933 se publicó una “Declaración del departamento del Reich para el fomento de la literatura alemana” que incluía una carta privada de Zweig a su editor, en la cual se quejaba de que la revista Die Sammlung, que publicaba en el exilio Klaus Mann, excluyera de su contenido el material literario, dando preferencia a los artículos de carácter político. La publicación de esta carta fue interpretada por los exiliados como un intento de Zweig de congraciarse con las autoridades, lo que fue causa de la desconfianza de la que se le rodeó cuando él mismo debió marchar al exilio. Un exilio, pues, que este hombre, para quien la patria eran sus amigos y colegas escritores, debió sufrir doblemente.

En Petrópolis Zweig redactó un bello libro sobre el país que le acogió: Brasil, un país de futuro; su autobiografía, que tituló El mundo de ayer; y el último de sus textos biográficos, Montaigne, el cual incluye las habituales inexactitudes de las biografías escritas por Zweig a la vez que constituye uno de los testimonios más sinceros debidos a su pluma acerca del modo en que se veía a sí mismo y de cuál debía ser la naturaleza de los intelectuales en una Europa entonces dominada por el odio y la guerra. A propósito de Montaigne, y de sí mismo, escribe: “Sólo quien en su propia alma agitada haya vivido una época donde, por la guerra, la violencia y las ideologías tiránicas, haya visto amenazada su vida y, dentro de esa vida, la sustancia más preciosa, que es su libertad individual, sólo alguien así sabe todo el coraje, toda la honradez y decisión que se requiere para permanecer fiel a su ‘yo’ más íntimo en tales tiempos de estolidez de rebaño”. Este Montaigne que ahora sirve de modelo a nuestro autor es el sucesor de otros que han manifestado a lo largo del tiempo su rebeldía y firmeza de convicciones en un entorno hostil: Paracelso, Castellio, Erasmo, personajes respecto a los cuales escribió para poner en evidencia ese “yo” en conflicto consagrado “a la custodia, a la defensa de la trinchera más íntima, que Goethe llamaba ‘ciudadela’, y a la que nadie permite el acceso. Pues sólo quien se mantiene libre frente a todo y contra todos aumenta y preserva la libertad del mundo”.

Y también Montaigne, como el propio Zweig, se vio atraído al final de su vida por la política, cosa a la que ambos accedieron de mala gana y que dio pie a éste a enumerar, a modo de tabla de la ley, las libertades que debían ser preservadas a toda costa en la ciudadela del yo, que servirían para excluir todo “cuanto estorba, molesta y limita al individuo”: estar libres de vanidad y orgullo (“quizá lo más difícil”, anota Zweig); libres de temor y esperanza, de fe y superstición; libres de las costumbres, “pues ellas nos ocultan el verdadero rostro de las cosas”; libres de ambiciones y codicia; libres de la familia y del entorno, “ya que somos nosotros los señores de nuestro destino, los que damos a las cosas color y rostro”; y, por último, libres para la muerte, “porque si la vida depende de la voluntad de otros, la muerte en cambio depende sólo de la nuestra”, frase propia a la que añade otra de su biografiado: “La plus volontaire mort est la plus belle”. Frases ambas que bien pueden leerse como la despedida de este hombre que se suicidó pocas semanas después, en febrero de 1942.

La abundante obra ensayística de Zweig compone un cuadro fascinante de su época y del sueño de la cultura europea, “que no es cosa de hoy ni de mañana”, cuadro al que tras muchos años de olvido tiene acceso hoy el lector en castellano gracias a la atención que le viene prestando la editorial Acantilado, a cuyo fundador, recientemente fallecido, está dedicado este artículo.

Zweig supo ver la disensión y las bajas envidias que amenazaban a dicha cultura, las cuales desembocaron en esa “verdadera guerra del Peloponeso” que fue el fascismo y la guerra, responsables de una decadencia de la que, como él anunció, se beneficiarían otros. Hoy este legado de Europa, repartido en toda la obra de Zweig, incluyendo su narrativa, sigue en plena vigencia, como anticipo de un humanismo que se nos antoja todavía tan lejano como deseable.

martes, 23 de septiembre de 2014

LECTURA POSIBLE / 161

JOSÉ SARAMAGO Y MARGUERITE DURAS: OBRA COMPLETA

Desde que en 1991 el gobierno vetó sin miramientos la presentación de la novela El Evangelio según Jesucristo al Premio Literario Europeo, la relación de Saramago y su legado creativo con Portugal ha entrado en un proceso de normalización que parece idílico. Hoy la Fundação José Saramago se encuentra cerca de la Praça do Comércio, en uno de los pocos edificios de la zona que sobrevivió al terremoto de Lisboa de 1755. La Casa dos Bicos en la que se aloja es una construcción renacentista de principios del siglo XVI cuya fachada asimétrica sigue modelos italianos, y que fue erigida en las llamadas Portas do Mar, sobre los restos de la muralla romana. La institución fue creada en 2007, y reúne en la exposición José Saramago, a semente e os frutos abundante material que evoca la vida y la obra del escritor de Azinhaga, así como una colección de primeras ediciones y un espacio en el que se desarrollan actividades culturales. El antiguo edificio fue rehabilitado con mimo para servir a sus nuevas funciones, a lo que no ha sido ajena Pilar del Río, quien alterna temporadas en Lanzarote con otras frecuentes en Lisboa, adonde acude para supervisar las actividades que se celebran en la fundación que lleva el nombre de quien fue su marido.

Igualmente a Pilar del Río se debe que no haya sido renovado el contrato ya casi mítico que unía el legado de Saramago a la editorial Caminho (grupo Leya), el cual expiraba a principios de este año, lo que sorprendió no poco en los círculos literarios portugueses. A dicha editorial, que ha publicado sus novelas durante treinta y cinco años, “a fin de reforzar la visibilidad de la vasta obra” del autor, y de que ésta “perdure el máximo tiempo posible”, ha sucedido ahora Porto Editora, que en un tiempo récord está poniendo en las mesas de novedades de las librerías las obras completas de Saramago, en nuevas y cuidadas ediciones cuyos títulos autógrafos de la portada corresponden a amigos del escritor y a personajes contemporáneos de la cultura portuguesa, desde Eduardo Lourenço y Júlio Pomar hasta Dulce Maria Cardoso. Los primeros nueve títulos de la colección estaban listos ya en mayo para ser presentados en la Feira do Livro de Lisboa: A caverna, A noite, A viagem do Elefante, As intermitências da morte, As pequenas memórias, Ensaio sobre a lucidez, História do Cerco de Lisboa, Manual de pintura e caligrafia y O homem duplicado. Títulos a los que desde esa fecha han seguido Os poemas possíveis, Os apontamentos, Provavelmente alegria, Levantado do chão y Memorial do Convento. Faltan algunas novelas, entre ellas la que motivó en 1991 las críticas del gobierno contra Saramago y la escapada de éste a Lanzarote, así como una parte considerable de su teatro, su poesía, sus crónicas y su recopilación autobiográfica, que se publicó originariamente en dos volúmenes. Todo ello aparecerá en breve. Y es que hasta que Porto asumió este empeño editorial no nos habíamos percatado de la extensión de la obra de Saramago. Ni de su extensión ni de su diversidad.

Estas obras completas en trance de ser publicadas incluyen además una novedad, un texto inédito que acaba de ver la luz y que se presentará el 2 de octubre próximo en el Centro Cultural de Belém, acto en el que participará entre otros invitados el juez Baltasar Garzón. El libro se llama Alabardas, alabardas, espingardas, espingardas, título que según el editor está inspirado en versos de Gil Vicente. La novela tiene como protagonista a un empleado de una fábrica de armas que experimenta un conflicto moral entre su pacifismo innato y su oficio. El texto inacabado, que al parecer pertenece a la última época de Saramago, consta de tres capítulos a los que acompañan numerosas anotacionaes, las cuales permiten conjeturar cuál habría sido el desarrollo ulterior de la trama. Ilustrado con inspirada fantasía por Günter Grass y prologado por el cántabro Fernando Gómez Aguilera y Roberto Saviano, este libro, que constituye el mayor acontecimiento de la actual rentrée literaria portuguesa, será igualmente presentado en el llamado Braço de Prata, antigua fábrica de armas y hasta no hace mucho espacio abandonado entre los terrenos de la Expo 98 y la estación de Santa Apolonia, ahora reconvertido milagrosamente en uno de los centros culturales más activos de Lisboa.

La actualidad de Saramago se nos aparece hoy estrechamente vinculada a la geografía de la capital de su país, el mismo que una vez le fue ingrato. Dicha vinculación es en el presente una de las formas que adopta su bien conocida voluntad de “intervención cívica”, a la que se refirió en numerosos textos y entrevistas y que constituye la razón de ser de la modernidad de su obra. Pues este hombre comprometido, militante del Partido Comunista, afirmó en varias ocasiones que “nosotros, que nos llenamos la boca con la palabra humanidad, no hemos llegado todavía a eso, no somos seres humanos”. Quizá esta sencilla frase resuma gran parte, si no la totalidad, del aliento que impulsó su obra creativa, destinada a ser un estímulo, y a la vez un puente, entre nuestra existencia contemporánea y una humanidad futura.

Paralelamente a las obras de Saramago han aparecido en Francia los volúmenes tercero y cuarto con los que La Pléiade (Gallimard), en el año del centenario de su nacimiento, concluye la edición de las obras completas de Marguerite Duras. La autora francesa también dispone de una institución encargada de velar por su legado, la Association Marguerite Duras, que fue fundada en 1997 en el municipio de Duras (Lot-et-Garonne), en cuyas cercanías vivió la escritora dos años siendo niña. La Asociación organiza cada año en el imponente château de la ciudad, en mayo, “les rencontres de Duras”, unos encuentros que se desarrollan durante tres días y en los que se ofrecen conferencias, películas, obras de teatro y exposiciones. Animador permanente de estas jornadas es Jean Mascolo, hijo de Duras y director de la editorial Benoît Jacob, que entre otras cosas tiene a su cargo la distribución de los films en los que participó su madre. Actualmente en la sede de la Asociación se ofrece una exposición de fotografía, Marguerite Duras, un sìecle de présence, que se completa con la proyección del film de Michelle Porte Une maison un écrivain, Marguerite Duras l’imaginaire des lieux.

La Pléiade se ha tomado con calma la publicación de las obras completas de esta autora, cuyos dos primeros volúmenes aparecieron en 2011, a los que se unen los dos aparecidos este mismo mes y que vienen a culminar un ciclo que, como el de Saramago, se desenvuelve en todos los géneros literarios, y también, en el caso de Duras, en el cine. Como novedad, estos volúmenes revelan al lector diversos textos y documentos poco conocidos, así como gran cantidad de contribuciones críticas de especialistas en la obra de la autora de El amante. La edición ha corrido a cargo de Gilles Philippe, profesor de la Sorbona y autor de importantes ensayos sobre la literatura francesa. A él se deben igualmente los prefacios que abren los volúmenes primero y tercero de esta edición, dedicado aquél a la obra escrita por Duras hasta 1973 y éste al período 1974-1995.

En uno de sus textos recuerda Philippe la célebre frase de William Faulkner en Las palmeras salvajes: “Entre el dolor y la nada, elijo el dolor, ¿y tú?”. Y añade: “Él (el personaje de Faulkner) opta por la nada a causa de su odio al compromiso. En cambio, ella (Duras) prefiere el dolor, sin duda porque la nada, al final, es un compromiso aún más fuerte”. Para el responsable de la edición que comentamos, este dilema es una constante en toda la producción y el pensamiento de Duras, un dilema que aparece ya en 1958 en Moderato cantabile, relato en el que sus protagonistas, dominados por la pasión, llegan al asesinato, en el que no encuentran más que el vacío. De igual modo en 1964, en Le ravissement de Lol V. Stein, una mujer desposeída de su amante quiere asistir a una escena amorosa de la que ella está excluida. Perpleja, descubre la incomparecencia de los esperados celos. Pues sucede que, en su intento de conocer el dolor, Lol encuentra la nada. Y todavía en Hiroshima mon amour la protagonista está habitada por la nostalgia del sufrimiento experimentado antaño por su amado: “Al igual que usted, yo también he intentado luchar con todas mis fuerzas contra el olvido. Al igual que a usted, se me olvidó. Al igual que usted, yo quería tener una memoria inconsolable, una memoria hecha de sombras y de piedra”.

La producción literaria y fílmica de Duras es un intento de llenar esos vacíos, esos olvidos. Se diría que los deseados “sentimientos reales” que persigue se encuentran sobre todo en sus recuerdos de Indochina, en la épica lucha de su madre en Un barrage contre le Pacifique y en la precoz aparición en su vida del amor y el sexo. El progresivo debilitamiento de estas impresiones juveniles abre el camino al dolor, el cual sin embargo no es tan malo como la ausencia de todo sentimiento. Estos volúmenes nos ofrecen la posibilidad de redescubrir a una Duras despojada de su entorno, de su mitología, una mujer que eligió la soledad como condición de la escritura y que sin embargo creó una obra eminentemente colectiva.

Y también en el caso de Duras la aparición de sus obras completas coincide con la de un inédito, esta vez bajo la forma de una entrevista que nos ilustra directamente acerca de su pensamiento y de sus opiniones acerca de algunos de los temas que constituyeron su escritura: el deseo, la homosexualidad, el incesto, la prohibición de escribir, el cine, la modernidad y la ausencia de Dios. El libro, testimonio de un encuentro en 1981 en Trouville durante la filmación de un documental sobre la escritora, se titula Le Livre dit y, en edición de Joëlle Pagès-Pindon, ha sido publicado este año por Gallimard.

Por otra parte, a la celebración del centenario del nacimiento de la autora francesa se ha sumado entre nosotros la editorial palentina Menoscuarto con la reedición de El parque, una de sus novelas mayores, en la excelente traducción de Carlos Barral.

Otras veces, como sabemos, las obras completas tienen una función tan ornamental como innecesaria. Éstas, una ya concluida y otra todavía en marcha, constituyen otros tantos acontecimientos culturales que nos muestran en su plenitud a dos grandes figuras literarias, así como dos formas distintas y complementarias de concebir la escritura. Autores que son parte sustancial de nuestra modernidad y en los que queda todavía mucha literatura por descubrir.

martes, 16 de septiembre de 2014

LECTURA POSIBLE / 160

SIMONE, DE EDUARDO LALO. LA HISTORIA DE AMOR DEL ÚLTIMO PREMIO RÓMULO GALLEGOS

Es un hecho conocido que la industria editorial española no es hoy la misma de hace cincuenta años. A los editores amantes de la literatura de entonces han sucedido los actuales ejecutivos poseedores de algún master en marketing o mercadotecnia, gentes cuya buena reputación en las altas esferas de las multinacionales para las que trabajan es tan grande como su ignorancia literaria. El balance anual de resultados admite pocas alegrías y ningún riesgo, lo que explica “la estrechez de miras y los criterios rutinarios” que prevalecen en la industria de la edición, a los que se refirió Ignacio Echevarría hace algo más de un año en un artículo que fue muy debatido en algunos círculos.

El boom latinoamericano se gestó editorialmente en España, sobre todo en Barcelona, y dadas las circunstancias actuales podría estar ocurriendo que un nuevo boom contemporáneo pasara casi totalmente inadvertido entre nosotros. A paliar tal estado de cosas contribuyen con sus reducidos medios las editoriales independientes, por ejemplo Candaya, que ha publicado hace unos meses la muy interesante Anatomía de la memoria, novela del mexicano Eduardo Ruiz Sosa.

Desde la irrupción de los grandes nombres de la creación literaria latinoamericana hasta el momento presente han aparecido ya dos generaciones, rodeadas ambas mayormente de silencio. Los nombres de Damián Tabarovsky, Carlos Labbé y Martín Kohan, por citar sólo algunos, son prácticamente desconocidos, y ello sin que pueda negarse la extraordinaria vitalidad de una literatura que recorre el subcontinente de arriba abajo. De ese abandono del que son responsables los grandes grupos editoriales españoles se están beneficiando diversas editoriales latinoamericanas, especialmente argentinas, que desde hace años vienen reuniendo un catálogo de narrativa contemporánea en castellano que no tiene equivalente a este lado del océano. La irregular y a veces nula distribución en España de los libros de Adriana Hidalgo Editora,  Beatriz Viterbo y Corregidor no ayuda a facilitar el acceso a esta literatura, de la cual ahora nos ha llegado venturosamente Simone, novela del puertorriqueño Eduardo Lalo.

Lalo estudió en las universidades de Columbia y la Sorbona, y es profesor de la de Río Piedras, en San Juan, donde reside. Es autor de una obra difícilmente clasificable en la que conviven el ensayo, la narrativa, la poesía, la fotografía, el vídeo y otras formas de expresión artística. Su carrera literaria se inició en 1986 con el ensayo En el Burguer King de la calle San Francisco, al que sucedió en 1992 la colección de cuentos, poemas y monólogos Libro de textos. En 2006 recibió el premio Juan Gil-Albert de Valencia por su ensayo Los países invisibles, y el año pasado, por Simone, el prestigioso Rómulo Gallegos que se concede bianualmente en Caracas.

De Lalo podía leerse hasta ahora en España una sola novela, La inutilidad, título publicado originariamente en 2004 en San Juan y que fue reeditado en 2013 por la editorial argentina Corregidor. El mismo año de publicación y la misma editorial son los que corresponden a esta Simone, hasta ahora su última novela.

Si en la primera de ellas “la narración se expandía en la desolación introspectiva del desarraigo”, según palabras de la prologuista de Simone Elsa Noya, en la segunda “Lalo apuesta duro en su convicción de que toda literatura es exploración de la condición humana”. La inutilidad, de hecho, se nutre de dos ciudades, París y San Juan, y de un viaje de vuelta. No es novela que se inscriba en la muy extensa tradición literaria latinoamericana sobre el exilio, sino que más bien plantea la quizá aún más ardua cuestión del regreso, regreso que lo es a un lugar en el que nadie espera ni reclama al exiliado. Por el contrario, en Simone los pasos del protagonista se circunscriben a San Juan, ciudad a la que no deja de dirigir la mirada que es propia del foráneo, del extraño. En ambas novelas, pero sobre todo en la última, la aventura del protagonista está marcada por sus encuentros y desencuentros con personajes femeninos que forman parte de su educación sentimental e intelectual y que terminarán por conducirle a nuevos desarraigos.

La palabra novela debe tomarse de manera laxa cuando se trata de las obras narrativas de Lalo, a las que convendría más el calificativo unamuniano de nivolas. Ello sucede porque en estas obras se cruzan diversos géneros caros al autor entre los que figuran el ensayo (próximo a veces al sofisma), el diario (que puede tomar la forma de libro de viajes), la poesía y hasta cierta forma de reporterismo. Éste último es producto de una lúcida observación efectuada a pie de calle, observación distanciada y crítica que es propia del flâneur pero que a la vez persigue la interacción con ese exterior repleto de misteriosas insinuaciones, la participación en un mundo con el que el protagonista y narrador quisiera identificarse. Ahí se advierte una predisposición a que las reflexiones de carácter más o menos filosófico sean reemplazadas por verdaderas tramas narrativas en las que caben la implicación, la pasión y, por fin, la aventura.

Así ocurre en Simone. El libro empieza por ser una sucesión de reflexiones acerca de la necesidad de la escritura, pues el narrador reconoce “que aún sigo vivo y soy incontenible. (…) Para esto sirve escribir o leer y a eso he dedicado casi toda la vida. A veces, he conocido algo parecido a la gracia”. Este personaje dedicado a la introspección que es heredero y continuador del protagonista de La inutilidad va dirigiendo paulatinamente su mirada al exterior, a una ciudad de San Juan que recorre sin descanso y con la que mantiene una relación que es casi de exclusión y de hostilidad. El narrador toma nota de los detalles ínfimos de la ciudad y de su provincianismo, en su calidad de paisaje urbano intercambiable con cualquier otro. En él, “las emociones que se experimentan parecen salir de una línea de ensamblaje y conseguirse en cualquier sitio. Su distribución es masiva”. Así, su observación se desvía hacia los lugares que son signo de una sociedad globalizada más que de una genuina identidad, todo lo cual contribuye a fortalecer en él la sensación de exilio, de desamparo. Sin embargo, he aquí que de esa geografía inhóspita con la que apenas es posible establecer vínculos va a surgir un personaje empeñado en cambiar la vida del protagonista, y, de paso, en hacer que el monólogo de éste, sometido a sus propias limitaciones y a las de su ciudad, se convierta en novela.

El protagonista recibe mensajes, papeles con textos escritos a mano que llegan hasta su soledad por los medios más inesperados, cuyas palabras resultan coincidir con las suyas y encontrar ecos en la intimidad de su pensamiento, y que son la prueba de la existencia de alguien naufragado como él, un “otro”. Al principio esos mensajes le resultan fastidiosos, después intrigantes, y por último despertarán en él el deseo inaplazable de conocer a su autor. Éste, que en sus primeras comunicaciones con el protagonista ha permanecido anónimo, termina por firmarlas con el nombre de Simone. “¿Cómo no ilusionarme con que el que envía los mensajes sea una mujer –una mujer de la que enamorarme– cuando los que me rodean producen textos como éste? ¿Cómo no esperanzarme con esta persecución de palabras? ¿Cómo no soñar con ese cuerpo desconocido que no será como estas voces que me asedian?” Los escenarios de la novela, un Starbucks, un Sushi Bar, pueden así contemplarse con una mirada distinta y ya enamorada, reclamando por ello del narrador una atención nueva e inagotable, convertidos en augur de la próxima aventura.

Cosa que sucederá, pues el autor de los mensajes, en efecto, resulta ser una mujer, una camarera y estudiante china, de nombre Li Chao, cuyo ejercicio de seducción intelectual dejará paso a una exaltada relación amorosa tan bella como triste (como según parece deben ser las historias de amor). Esa tristeza, la de la despedida, que parece estar ya inscrita en su nombre, se nos aparece acompañada aquí por la inmersión en un nuevo exilio, el de Li Chao, sometida a la esclavitud de sus parientes y a la vez ávida por obtener conocimientos, decidida a escapar del círculo cerrado en el que malvive su comunidad y a liberarse, proceso en el que se comprometerá su amado sin ser muy consciente del turbio universo en el que empieza a adentrarse.

Li Chao es una mujer fascinada por la obra de Simone Weil. En uno de sus mensajes se lee: “Más allá de cualquier esquema, vivía en lo que sería cada vez más un contacto entre almas. No estaba consciente del carácter carnal de la cotidianidad como tampoco lo era de las convenciones y ritos de las clases sociales. Así, aun en el plano social, Simone Weil podría percibirse como inhumana”. Dicho contacto entre almas, alcanzado por medio de la atención prodigada al otro, y que incluso podía prescindir de una relación física, constituye una nueva forma omniabarcadora de la vida, caracterizada, como descubre el protagonista, por el hecho de que “uno sabe que ama a alguien cuando teme por su sufrimiento”, lo que convierte al amor en “el intento imposible y fallido de proteger a alguien de su biografía”. Esta biografía se expresa en el caso de Li Chao por medio de la palabra escrita, la cual llega a adquirir la forma de un dibujo que pasará de sus rollos de papel a las calles de San Juan, convertida la ciudad misma en papel en blanco en el que su existencia, y la de su amado, deviene en arte callejero y fugaz, incorporado a las paredes, a los carteles, a los graffitis en los que la ciudad se muestra. Estos dibujos difícilmente descifrables, “en los que vibraba el testimonio de sus silencios”, ocultan y revelan a la vez el misterio de Li Chao, del cual el narrador tendrá que empaparse para tener un atisbo de sí mismo.

El libro incluye un recorrido por la vida intelectual de San Juan, lo que da pie al autor a sugerir audazmente un debate entre el mundo editorial español y la semicolonizada sociedad de los escritores latinoamericanos, un debate que se nos presenta a través de cierto personaje, Máximo Noreña, álter ego del propio Lalo confrontado en las páginas del libro a un antipático y presumido autor español de gira “por las provincias”. Debate, no está de más señalarlo, que sería saludable y necesario continuar algún día, cosa difícil entre nosotros en estos tiempos de miedos, servilismos y adhesiones incondicionales.

Simone es un excelente ejemplo de esa narrativa que hoy se sueña y se hace al otro lado del Atlántico y que en España, por las causas referidas al principio, en gran parte se ignora. Libro de una mente lúcida que sabe conducir al lector por complejas fabulaciones sin redobles de tambor y con una medida sutileza, y que nos guía por esa lejana y desconocida San Juan transmutada aquí en literatura.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

LECTURA POSIBLE / 159

HANS FALLADA, LOS HOMBRES CORRIENTES Y LOS HÉROES

Hans es una especie de Sísifo pasado por el tamiz de los hermanos Grimm. Este hombre con suerte que trabajó duramente siete años recibió como salario una pepita de oro tan grande como su cabeza, tras lo cual se puso en marcha para hacer un largo viaje, pues deseaba reunirse con su madre. En el camino se le ofrece la oportunidad de hacer negocio con su pepita de oro, la cual cambia por un caballo, éste por una vaca, la vaca por un cerdo, y el cerdo por un ganso, el cual, en el último trueque, se convierte en piedra de moler. Agotado por la caminata, Hans se detiene junto a un río, y, al inclinarse para beber, la piedra cae y se hunde sin remedio en el agua. Entonces se siente como el hombre más feliz bajo el sol, y liberado de todas esas inútiles cargas, sabiéndose afortunado por los buenos negocios que ha hecho durante el viaje, encuentra por fin a su madre.

En otro lugar, los hermanos Grimm cuentan la historia de la pastora de ocas. En ella, una reina envía a su única hija a una ciudad lejana, ya que la ha destinado a casarse con un príncipe. Para hacer su viaje, la joven recibe una criada, un caballo que habla y un pañuelo con tres gotas de sangre. Igual que le ocurrió a Hans con su piedra de moler, ella pierde el pañuelo al inclinarse para beber de un arroyo. Ahora bien, este pañuelo tenía propiedades mágicas que protegían a la muchacha de todo mal. La ambiciosa y maligna criada, entonces, la obliga a intercambiar sus ropas y sus funciones en la vida, así como a no revelar jamás su verdadera identidad. Llegadas al castillo, la criada se casa con el príncipe y la protagonista del cuento se convierte en cuidadora de las ocas del rey. Pasa el tiempo, y el viejo caballo, que tenía por nombre Falada, muere. La joven obtiene permiso para colgar su cabeza junto a una puerta del castillo, y con dicha cabeza conversa cada día, escuchando de ella siempre las mismas palabras: “¡Oh, joven reina, si vuestra madre supiera esto, su corazón se rompería en pedazos!” Las palabras del caballo Falada terminan por llegar a oídos del rey, y así, desvelada la superchería, la falsa princesa recibe su castigo y la cuidadora de ocas a su príncipe, que es lo que en los cuentos se llama “un final feliz”.

Estos cuentos nos ilustran acerca del carácter de un hombre llamado Rudolf Wilhelm Friedrich Ditzen, o por lo menos acerca de la manera en que él se veía a sí mismo, ya que, en recuerdo de los protagonistas de estos relatos, publicó los suyos con el pseudónimo de Hans Fallada. En realidad, más allá de su accidentada biografía, digna de una novela que Fallada no escribió, la elección del pseudónimo sirve para retratar a este hombre que en el negocio y el viaje de la vida se despojó de todo, y que, como la cabeza del viejo caballo muerto, dijo siempre la verdad.

Fallada nació en la ciudad hanseática de Greifswald en 1893, y murió en Berlín en 1947. De lo primero que se despojó Fallada fue de su padre, severo juez del Tribunal Supremo de Leipzig. A los dieciocho años, en un intento de despojarse de sí mismo, entabló con su único amigo, Hanns Dietrich von Necker, un duelo que tenía por finalidad el suicidio de ambos, en el que su amigo pereció y al que él sobrevivió con graves heridas. Juzgado por homicidio, se le ingresó en un hospital psiquiátrico. Alcohólico y morfinómano, Fallada pasó gran parte de su juventud en clínicas de desintoxicación, en las que empezó a escribir, dedicando sus períodos de libertad a trabajos esporádicos como consejero agrícola. Empleado en una empresa patatera de Berlín, fue condenado dos veces por desfalco, y en 1929, cumplida su condena, se casó. Con su esposa tuvo cuatro hijos, pese a vivir separados, ella con su madre en Hamburgo y él en Neümunster, donde trabajaba en la sección de anuncios de una empresa turística. Esta mujer, Anna Issel, serviría a Fallada de modelo para el personaje de Corderita, protagonista de su novela Pequeño hombre, ¿y ahora qué?

Estos breves años de tranquilidad en la vida de nuestro autor le fueron facilitados por Ernst Rowohlt, su editor, quien siguió confiando en él pese al fracaso de sus primeras novelas. Fue Rowohlt quien le aconsejó que se trasladara a las afueras de Berlín, y quien le proporcionó un empleo estable en su editorial. Producto de ello fue la novela mencionada más arriba, que convirtió a Fallada en un autor de enorme éxito de la noche a la mañana. Sin embargo, la buena estrella de Fallada, como tantas otras cosas, acabó en 1933.

En marzo de ese año las autoridades nazis le acusaron de actividades hostiles contra el Estado. Autor “indeseable”, Fallada abandonó Berlín y se instaló en Mecklenburgo, donde escribió un libro en el que narraba sus experiencias en prisión: Wer einmal aus dem Blechnapf frißt. Pese a sus críticas al régimen penitenciario, el libro pudo publicarse, ya que los hechos descritos en él ocurrieron antes del ascenso del nazismo. A continuación Fallada escribe diversas obras de entretenimiento con las que consigue ganarse la vida durante los años del nacional-socialismo y la guerra. En 1944 se separa de Anna, con la que poco después tiene una disputa durante la cual hace uso de una pistola, sin consecuencias para ella, pero con el resultado de que nuevamente el cincuentón Fallada es ingresado en una clínica psiquiátrica. En ésta escribió otra de sus novelas, El bebedor, y conoció a la veinteañera Ursula Losch, también morfinómana, con la que se casó poco antes del final de la guerra. Ambos se trasladaron a Feldberg, en la Selva Negra, donde él ejerció de alcalde a instancias del Ejército Rojo. De vuelta a Berlín, los Fallada se instalan en una casa con jardín del sector oriental, gracias a las gestiones del poeta y futuro ministro Johannes Becher, que en esos días acababa de fundar la Liga Cultural para la Renovación Democrática Alemana, de la que surgiría la editorial Aufbau. Para esta editorial escribió Fallada diversos libros, del último de los cuales, Historias de críos, estaba haciendo las correcciones previas a su impresión cuando, junto a su mujer, debió ser ingresado en el hospital de Pankov. Murió a las pocas semanas.

Fallada fue un autor “popular” situado por voluntad propia en las antípodas de la narrativa intelectual (la de Stefan Zweig o la de Thomas Mann) de aquel período cuyo fin coincidiría con el de la República de Weimar. No es accidental que su éxito se iniciara con los primeros años treinta, cuando Zweig y Mann, ya totalmente consagrados, se encontraban en vísperas de su exilio, y todavía a algunos años de la nueva narrativa que triunfaría en Alemania en la postguerra. Así, las novelas de Fallada se hallan en su mayor parte en medio de un paréntesis, el del nazismo, durante el que fue muy poco lo que pudo escribirse en Alemania. Esto y las continuas catástrofes de la existencia de su autor explican la singularidad de estas obras, cuya divulgación posterior se vio obstaculizada por dos razones: una, su naturaleza “popular”, propia de una literatura obrera de la que no iban a quedar restos después de 1945; y otra, por haberse visto en gran medida recluidas a la esfera de la República Democrática Alemana, cuya literatura tardó décadas en abrirse camino en Occidente. De hecho, el rescate de la obra de Fallada ha podido producirse sólo recientemente.

Esta obra, adscrita a lo que los críticos han llamado “Nueva Objetividad”, emparenta a Fallada con Alfred Döblin y con Erich Kästner (aunque sin las premisas experimentales de aquél, sobre todo en Berlín Alexanderplatz), y también con Dickens, Maupassant y Zola. Se trata de la obra de un autor que conoce bien la vida en la urbe de Berlín, ciudad mimada por la literatura; un autor que ha convertido en héroes a la gente de la calle.

Pequeño hombre, ¿y ahora qué? es la novela que dio a conocer a nuestro autor en 1932, y es tal vez, junto a la ya mencionada El bebedor, su obra más lograda. Esta novela es una historia de amor protagonizada por un hombre y una mujer de condición humilde enfrentados a una época tenebrosa. Cuenta la historia de Johannes y Emma (Corderita), una pareja que trata de prosperar en el caos político, económico y social de esos años. En último extremo, lo que se describe en ella es un caso modélico de descenso social, el del empleado Johannes, que pese a sus desesperados intentos por salir adelante se verá relegado a la categoría del lumpen, ese grupo formado por los trabajadores desempleados y la disminuida clase media del que se empezaba a nutrir ya el nacional-socialismo. El lector acompaña a estos personajes en sus ilusiones y miserias, mientras es testigo del desvanecimiento de un mundo y de sus gentes, mostrados aquí en su calidad de testimonio moral y psicológico, de documento captado a pie de calle, a la manera en que lo haría un reportero. “¿Cómo voy a poder mirar a nadie a la cara?”, pregunta el humillado Johannes una vez consumado públicamente su desclasamiento. A lo que la paciente y tenaz Corderita responde: “Puedes mirarme a mí, siempre, siempre”.

También de carácter social, aunque en un sentido distinto, es El hombre que quería llegar lejos, novela de 1941 que no pudo publicarse hasta una década más tarde. El protagonista es Karl Siebrecht, muchacho que, llegado de la campiña, tiene el sueño de conquistar Berlín. La trama de la novela es la de ese ascenso social desde lo más bajo, por medio de una empresa de transportes cuyo auge cesará durante la Gran Guerra y que será refundada al término de ésta. La voluntad titánica del héroe le enfrenta a numerosos obstáculos, lo que permite al autor mostrarnos una perspectiva histórica de Berlín de largo recorrido, la cual abarca varias décadas que incluyen las consecuencias de la derrota de 1918, la crisis económica, el desempleo y la inflación. La lucha del personaje adquiere tintes épicos, pero también (no podía ser de otra forma tratándose de Fallada) adopta la forma de un progresivo despojamiento, lento y doloroso camino en el que irán cayendo los amigos y en especial la inolvidable Rieke, vigorosa niña-mujer en la que se advierten trazos de ese modelo femenino, dotado de infalible sentido práctico, de amor, humor y abnegación, que ya estaba presente en la Corderita de Pequeño hombre, ¿y ahora qué? “Los jóvenes habían encontrado algo parecido a un hogar, no en el barracón de la obra, sino uno en otro. Reconfortaba no luchar, confiar”, escribe el narrador, quien en las últimas páginas pondrá a su protagonista en la situación de hacer balance, interrogándole acerca del sentido, o el sinsentido, de su sueño.

Capítulo aparte en la producción de Fallada es Solo en Berlín, novela que se publicó en 1947 con algunos recortes y que sólo apareció íntegra en alemán hace tres años. Se trata de la obra más relevante del último período creativo de Fallada, escrita cuando residía en Berlín Este. La misma es producto de un encargo hecho al autor por el mencionado Becher, y su supervisión corrió a cargo de Paul Wiegler, uno de los fundadores de la editorial Aufbau. A manos de Becher había llegado el expediente de la Gestapo que reunía los materiales del proceso abierto en 1942 contra el matrimonio Otto y Elise Hampel, quienes desde 1940 y hasta el momento de su detención habían escrito y difundido en postales y cartas llamamientos a la resistencia contra el régimen nazi. Ambos fueron ejecutados. La historia de estas personas humildes, iletradas y anónimas, fue redactada en forma novelada por nuestro autor en unas pocas semanas, convirtiéndose en la ilustración más emocionante y veraz de lo que el propio Fallada expresó en un artículo titulado Sobre la resistencia, que sí existió, de los alemanes contra el terror de Hitler.

Crónica impresionante de la vida en Berlín durante el nazismo y la guerra, este libro se ha convertido en un auténtico bestseller desde el momento de su reedición. En él se lee: “Cada uno según sus fuerzas y su disposición; lo importante es oponerse”. Digna frase de conclusión para la carrera de un autor que se despojó de todo lo inservible, también en la literatura, y que tuvo por ejemplo la cabeza de un caballo que, aun muerto, decía la verdad.

lunes, 1 de septiembre de 2014

LECTURA POSIBLE / 158

JULIO CORTÁZAR Y CRISTINA PERI ROSSI. DOS CRONOPIOS EN LA INTIMIDAD

Nos recuerda Cristina Peri Rossi en algunos pasajes de este libro que Cortázar, además de ser admirado por sus lectores, era también querido, lo que no es muy común. Esa querencia particular obedecía a algo que había no sólo en su obra, sino también en la persona, la cual se transparentaba a través de aquélla, un lenguaje, un modo de ver el mundo, una percepción de lo cotidiano que sugerían una sensación de cercanía, de familiaridad. Esta sensación hoy todavía permanece, y por ello es preciso vencer una resistencia interior para asimilar el hecho de que se conmemore ahora su centenario, cosa que parece privativa de los animales sesudos de la literatura y la fauna intelectual, los académicos, los laureados, los nóbeles, los permanentes invitados a esos fastuosos atos solenes de los que él se burlaba, y con él la autora de este libro. Es cierto, sin embargo, que el martes pasado se cumplieron los primeros cien años del nacimiento de Julio Cortázar, cuentista, novelista y poeta.

Una envenenada transfusión de sangre, y una enfermedad contraída entonces y que aún no tenía nombre nos dejó sin Cortázar hace ahora treinta años, número redondo también éste que podría ser motivo de una conmemoración aparte. Por aquella época, en 1984, el autor argentino tenía tras de sí un amplio reconocimiento en ambas orillas del Atlántico (Rayuela había alcanzado unas respetables dos décadas de vida), y se nos presentaba como un autor joven e inmortal. Inmortal en sentido estricto, según nos recuerda Peri Rossi. A diferencia de otros autores del boom latinoamericano, de los que alguno sigue todavía en danza, no siendo ahora ni una sombra de lo que fue, todo indicaba en Cortázar una eterna juventud de la que es buen ejemplo su último libro publicado en vida, Deshoras, el cual incluía un relato al que dedica Peri Rossi uno de los textos de su libro. De este relato, Diario para un cuento, dice la autora con razón que es el “más experimental y vanguardista de los que escribió”. Y también: “Literatura sobre la literatura, escribir sobre la imposibilidad de escribir, un malestar y una seducción al mismo tiempo que otros escritores también han expresado”. Pero ninguno de ellos como Cortázar, añadimos nosotros, quien en las breves páginas de esta historia del traductor Elías y la prostituta Anabel nos dejó una recreación completa de su mundo: él, un perseguidor; ella, otra Maga, insertos ambos en ese realismo doméstico que convive con lo fantástico y en el que no faltan la nostalgia, la melancolía, la música, el humor y el juego, un juego cortazariano que es seña de identidad de su obra. Este relato tuvo además la propiedad y el gusto de convertirse en 1998 en admirable adaptación cinematográfica que es ejemplo de cómo debe tratar el cine a la literatura, pequeño milagro en el que la directora Jana Bokova tuvo como cómplices a un Germán Palacios en el que se reencarnó el autor de la historia y una grande y perturbadora Silke.

En Julio Cortázar y Cris, que ha publicado la editorial Cálamo, cuenta Peri Rossi su relación con el autor de Rayuela, ofreciéndonos fragmentos de un diálogo interior nunca interrumpido y que aquí se alimenta de un texto principal, escrito en 2000 por encargo de Nuria Amat, al que completan otros textos más breves redactados posteriormente, casi todos concebidos en forma de carta. Cierto que estas palabras enviadas a no sabemos dónde carecen de respuesta, lo que acaso no impida que lleguen a su destino, como sucede con la correspondencia que se envía a las personas que mudan con frecuencia de domicilio. Un tal Julio anda por ahí, llevando su vida en estas páginas. El libro, mientras tanto, nos sugiere de primera mano algunas claves útiles para volver a leer a Cortázar, y nos llama la atención acerca de algunas obras, como el relato mencionado más arriba, que por distintas razones han tenido una divulgación inferior a sus méritos. Como no podía ser de otra manera, esta evocación lo es también “de los años fervientes, intensos y trágicos de América Latina”, así como de las influencias literarias que son perceptibles en la narrativa de Cortázar y que tal vez no sean bien conocidas por el lector español: las de Leopoldo Marechal y Felisberto Hernández. Del habla coloquial que utilizó el primero de ellos en su novela Adán Buenosayres, a la que dedicó una apasionada reseña en la revista de Francisco Ayala, y de las narraciones del segundo, uno de los fundadores de la literatura fantástica rioplatense, al que introdujo en Italia, obtuvo Cortázar no pocos procedimientos reconocibles en su propia obra.

Peri Rossi y Cortázar se conocieron en París en 1973. De él dice la autora que por entonces era un hombre melancólico, sentimiento al que no podían ser ajenos los recientes golpes de Estado en Chile y Uruguay, como tampoco el que él mismo no pudiera volver a su país. La relación entre estos dos exiliados iba a oscilar en la década siguiente entre París y Barcelona, en unos años en los que ambos escribirían algunos de sus títulos más celebrados, y en los que en el desolado panorama político latinoamericano comparecería la revolución nicaragüense, con la que Cortázar se comprometió activamente.

El libro no es una crónica rosa, a pesar de que se mencione la nómina de esposas y amantes de este seductor que fue Cortázar; o de que aparezca aquí y allá Corín Tellado, lectura que aquél frecuentaba; y ni siquiera a pesar de unas tetas que fueron vistas en una playa de Deià, en Mallorca, y que aparecieron acompañando un artículo de Interviú. Como libro que es de escritora, Julio Cortázar y Cris sugiere el funcionamiento de los procesos creativos y se adentra en las polémicas literarias que no faltaron en la vida de Cortázar, particularmente la que mantuvo en 1969 en las páginas del semanario Marcha con el colombiano Óscar Collazos, también él más tarde barcelonés de adopción. Por extraño que pueda parecernos hoy, a Cortázar se le acusó en su tiempo, sobre todo en Argentina, de ser autor “europeizante”, ajeno a los asuntos nacionales. Como si Cortázar, nacido en Bruselas y habitante muchos años de París, exiliado por obligación e implicado (de manera crítica, cuando era necesario) con las revoluciones de Cuba y Nicaragua, pudiera ser otra cosa que ciudadano del mundo, o como si la globalidad de éste fuese cosa sólo del siglo XXI. En alguno de los capítulos de aquella encendida polémica escribió: “Ya no hay nada foráneo en las técnicas literarias, porque el empequeñecimiento del planeta, las traducciones que siguen casi simultáneamente a las ediciones originales, el contacto entre los escritores, eliminan cada vez más los compartimentos estancos en que antaño se cumplían las diversas literaturas nacionales”. Consideración ésta que si hoy nos resulta obvia no lo era tanto en 1969, cuando la intelectualidad de muchos países iba en busca de unas imaginarias “raíces” que no eran en el fondo más que provincianismo.

Un interés añadido que posee este libro es el de llamar la atención acerca de una de las actividades menos conocidas de Cortázar, la de poeta. A la autora, en efecto, le dedicó tres ciclos de poemas que se publicaron póstumamente: Cinco poemas para Cris, Otros cinco poemas para Cris y Cinco últimos poemas para Cris. Son piezas de tema amoroso que comienzan con una cita de Yeats, y que, según Peri Rossi, “nacieron de la melancolía del deseo sexual insatisfecho y sublimaron la frustración convirtiéndola en belleza”. Al encuentro entre ambos se refiere Cortázar en estos versos con las palabras de Dante como un episodio ocurrido “ya mucho más allá del mezzo camin di nostra vita”, en alusión a sus casi sesenta años de edad, el doble de los que contaba la destinataria de los poemas. En uno de ellos se lee: “Creo que no te quiero, / que solamente quiero la imposibilidad / tan obvia de quererte / como la mano izquierda / enamorada de ese guante / que vive en la derecha”. Estos poemas escasamente conocidos fueron publicados en 1984 en el volumen Salvo el crepúsculo.

Los textos reunidos aquí constituyen un recorrido por las complicidades de estos dos escritores aficionados a los dinosaurios y los caleidoscopios, amantes de la ópera y el jazz, y naturalmente de los tangos de Susana Rinaldi y de Carlos Gardel, “que cada vez canta mejor”. La última vez que se vieron, nos dice la autora, fue en noviembre de 1984, cuando Peri Rossi escribía su novela La nave de los locos, y mientras él, poco después de la muerte de su segunda mujer, Carol Dunlop, tenía sobre su escritorio el inicio de dos nuevos relatos. “He roto muchos papeles inútiles, muchas cosas que no servirán. Hay que usar mucho la papelera. Cuando me muera, no quiero dejar cosas inacabadas o que no me gustaría ver publicadas”. De esos papeles que quedaron inéditos a su muerte sólo la novela El examen llegaría dos años más tarde a la imprenta.

El Cortázar que Peri Rossi nos muestra en estas páginas, en la intimidad, es “un hombre que combinaba con mucha armonía la filosofía de la Ilustración y de la Modernidad con el gusto por el inconsciente, el azar, los sueños y los símbolos”, una armonía que, como escritor, le permitió transgredir los límites del realismo y la razón, que es de donde procede el espíritu libertario de su obra. Y quizá sea ese sincretismo el que define a los cronopios, seres bien dotados para la felicidad a los que la muerte se les presenta como otro estadio del que a veces nos llegan “oscuros retazos, auras, extrañas comunicaciones”, según palabras de Peri Rossi. Por medio de este libro, ella comparte con nosotros mucho de lo vivido con Cortázar, y entre otras cosas la certeza de que “la curiosidad y el deseo son siempre jóvenes”. Así son también sus personajes, entre ellos aquella Anabel a la que aludíamos al principio y de la que un viejo amigo informa: “De Anabel no supe nada. Las chicas me dijeron que vivía en Norteamérica, pero alguien creyó ver a una mujer muy parecida caminando por las playas de Montevideo”. Playas a las que no estaría de más volver, quizá para comprobar lo mucho que el ejemplo moral y literario de Cortázar tiene que decirnos en estos tiempos.

Un fotograma de Diario para un cuento (1998)