martes, 31 de enero de 2012

VARIACIONES / 1


AMOR Y MUERTE DE UN ENANO

En los tratados clásicos, la invención y la ejecución, combinadas, son la clave que dan la medida de un talento artístico. Mientras que la última de ellas parece ser un asunto que atañe principalmente a la técnica, a las virtudes adquiridas pacientemente con el esfuerzo, la primera es por el contrario más bien un don, una indisciplina en la que no es preciso ejercitarse, ya que interviene en la vida del artista como la gracia lo hace en la del creyente, de manera un tanto arbitraria y misteriosa, como algo que de hecho no es posible alcanzar, aunque sí merecer. El mismo Mozart, que llegó a la cima de todos los géneros musicales, pero que no los inventó, recibe con frecuencia de los estudiosos la consideración de ejecutor, la cual parece estar un poco por debajo de la consideración de inventor que los mismos estudiosos, con justicia, atribuyen a Haydn. Quizá porque se comprendió pronto que no todos podemos ser inventores (ni siquiera Mozart) apareció alguna vez el arte de la variación, noble práctica comúnmemente aceptada y reconocida en la creación musical, aunque no tanto en la literaria, pese a que la totalidad de los argumentos de la literatura moderna bebe en unas amplias fuentes, repletas ya de variaciones sobre temas idénticos, que en Occidente van desde el Antiguo Testamento y la mitología greco-latina hasta el Quijote.

Un ejemplo muy querido entre nosotros por distintos motivos y con una larga y admirable tradición es el del enano enamorado de la doncella, eventualmente transmutada ésta en princesa, tema recurrente y de final trágico ya predecible desde sus moralistas inicios, hermano del tema inagotable de la bella y la bestia, el cual, aparte de la desigualdad física, tiene la facultad de presentar a lo crudo (si bien muchas veces simbólicamente) la imposibilidad absoluta del amor a causa de otras desigualdades, empezando por la muy influyente desigualdad social. Las invenciones literarias que la música tomó prestadas con el propósito de hacer con ellas variaciones, que a menudo sirvieron para divulgar las obras en las que tenían su origen, abastecieron también al cine y en muchos casos volvieron a la literatura transfiguradas y enriquecidas, a fin de crear con ellas nuevas variaciones que quizá algún día volvieron (o volverán) a expresarse con música.

Un enano con su correspondiente amor imposible aparece ya perfilado psicológicamente en El Rey Bohusch, uno de los Relatos de Praga que Rainer Maria Rilke escribió en 1898 y que publicó al año siguiente. El enano es un ser inocente que, tras la muerte de su padre, ha crecido (aunque no mucho) en estado silvestre, como los lirios de los valles. Su repulsiva fealdad le ha impedido toda socialización y castrado por tanto las facultades humanas que en él se dirigen hacia el exterior, desarrollando a cambio sus facultades espirituales hasta dotarle de una hipersensibilidad enfermiza. Su aislamiento le confiere un aire aristocrático que él mismo ignora; el muro defensivo tras el que se refugia, ya que no hay otra escapatoria, crece a lo alto y a lo ancho: el enano tiene ya algo de insolente. Poco versado en las cosas del mundo, su única y desesperada salida al exterior, como es natural, traerá consecuencias desastrosas para él y para otros.

En Colonia, en mayo de 1922, Otto Klemperer, que no tenía nada de enano y que fue todavía durante unos años gran apóstol de la nueva música que surgió en aquella edad dorada hasta la ruina cultural (anuncio de otras ruinas) iniciada en 1933, estrenó Der Zwerg, o El cumpleaños de la Infanta, ópera en un acto del austríaco Alexander von Zemlinsky. Que el libretista, George Klaren, se inspirase en un relato de Oscar Wilde no impide que se trate de una nueva variación sobre el tema que ya había redondeado Rilke en su Rey Bohusch. Y es probable que al compositor le rondara en la cabeza, en lugar de la de una infanta española, la imagen de aquella Alma a la que amaron todos los hombres que eran alguien en la Viena de su época. Esta vez el enano (el propio Zemlinsky) debe experimentar su enamoramiento, su deseo de expandirse y su fracaso en un palacio real, rodeado del séquito que acompaña a la dulce y cruel infanta, para quien él es apenas un bufón. Su muerte se producirá ante el espejo en el que por primera vez ve reflejada su espantosa imagen, lo cual cuadra muy bien con unos tiempos que también andaban agitados a causa del psicoanálisis.

Hoy la desigualdad social tal vez carece del peso que tuvo en las muy jerarquizadas Praga y Viena de entonces, pero en su lugar han surgido otras desigualdades que pueden dar pie a nuevas variaciones sobre el tema del enano y la doncella: la desigualdad racial, religiosa, étnica... y tecnológica, como ya sugirió el inglés Harrison Birtwistle al revisar el tema en 1994, cuando convirtió a su enano en un gigante exótico, nada menos que King Kong, enano cibernético (igual que todos nosotros) que debe encontrarse en el ordenador con the second Mrs. Kong.

Variaciones escritas por Bach, Beethoven, Brahms y tantos otros han hecho de éste un genero respetado en el ámbito musical, cosa que no ocurre en la literatura, donde se sospecha que la variación está peligrosamente cerca del plagio. Pero no es posible negar la creatividad y la invención que puede alcanzar el en apariencia humilde arte de la variación, ya que lo cierto es que nuestras bellas artes viven desde hace siglos de préstamos mutuos, conexiones subterráneas y lugares comunes que no empobrecen, sino todo lo contrario, nuestra memoria y nuestra cultura. Acaso los antiguos tratadistas no captaron la sutileza de la invención que hay en la ejecución, y viceversa. Nuestros temas no se crean ni se destruyen: se transforman. Lejos de agotarse, en palabras de Rilke, “parecen ser como aquellos que se separan, que siguen haciéndose señales pero ya sin reconocerse”.

LECTURA POSIBLE / 22


A SANGRE Y FUEGO, DE MANUEL CHAVES NOGALES

Publicado por primera vez en 1937 por la editorial Ercilla de Chile y, en su traducción inglesa, por Doubleday en Nueva York y Heinemann en Londres, A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España no se imprimió en España hasta 2001 (curiosamente en la colección “Relecturas” de Espasa Calpe), y del mismo nos llegó el año pasado una nueva edición en Libros del Asteroide.

Que un libro escrito por un exiliado tarde más de setenta años en llegar a las librerías españolas es un hecho que no llama la atención en nuestras letras. Peor suerte ha corrido en su patria la importante obra de Blanco White, cuyos libros sólo ahora empiezan a ser conocidos entre nosotros, más de doscientos años después de que fueran escritos. Como Blanco, Chaves Nogales era sevillano y su exilio le condujo también a la capital inglesa, donde murió prematuramente (sólo tenía cuarenta y seis años) en 1944. Fue periodista desde muy joven, primero en El Liberal que se publicaba en Sevilla y después en Madrid, donde colaboró en El Heraldo, ABC, Estampa, La Gaceta Literaria y en el azañista Ahora, del que fue director. Convertido un poco por casualidad en uno de los fundadores del reporterismo moderno, Chaves Nogales viajó en avión a la URSS, de lo que dejó constancia en Un pequeño burgués en la Rusia roja (1929) y en la novela El maestro Juan Martínez, que estaba allí (1934). Exiliado en París en 1937, presenció en vivo la catastrófica caída francesa y los efectos de la guerra relámpago, de los que dejó una muy interesante narración en La agonía de Francia (1940), acontecimientos tras los que debió continuar su exilio en Londres, donde colaboró con el Evening Standard y la BBC.

Los nueve relatos que componen A sangre y fuego, a diferencia de lo que sucedió con la crónica de la guerra civil que hicieron otros exiliados como Max Aub y Arturo Barea, quienes redactaron la mayor parte de su obra en los años 40 y 50, fueron escritos durante la propia contienda, como corresponde a quien era ante todo un periodista, por lo que carecen del aliento literario que sí encontramos en los autores citados, un aliento que estos relatos no necesitan y que es sobradamente compensado con su inmediatez, la cual otorga a este libro la fuerza y el dramatismo que son propios del reportaje periodístico, un tono por cierto que en las mejores páginas de Chaves Nogales anticipa a otro cronista de guerra: Vasili Grossman. Como la de éste, la prosa de Chaves Nogales está privada voluntariamente de artificios, y, también como la de Grossman, está originada en la convicción de haber conocido de primera mano unos hechos históricos, hechos en los que han salido a la luz lo mejor y lo peor de que es capaz el ser humano. Así, en efecto, los acontecimientos se presentan no ya sin adornos, sino carentes de todo intento de justificación moral.

Pero a diferencia de Grossman aquí Chaves Nogales no nos deja ver ni siquiera un atisbo de otro tipo de justificación, por ejemplo ideológica, y más bien sus héroes parecen haber sido dominados por un simple espíritu homicida, cainita para ser exactos, que no permite adivinar ningún propósito, ningún objetivo, más allá del puro y primitivo ejercicio de la violencia. Hay en estos relatos páginas sobrecogedoras en las que todos sus protagonistas son verdugos y a la vez víctimas, hombres (pocos) que actúan impulsados por unas convicciones que sólo difícilmente pueden congraciarse con la brutalidad de la guerra, y muchos que, en un bando como en otro, pues aquí el autor no establece diferencias, obedecen sólo a su propio instinto.

De lo anterior es buen ejemplo el primer relato, ¡Massacre, massacre!, ambientado en la retaguardia madrileña, en el que Chaves Nogales hace una descripción de los bombardeos que sufría la ciudad y de las represalias que seguían a estos. En La gesta de los caballistas el autor nos traslada abruptamente de escenario, llevándonos a la Andalucía que él conocía muy bien, y en la que nos muestra a unos terratenientes a caballo realizando su particular caza del hombre. El tema de la llamada “quinta columna” aparece en algunos de estos relatos, especialmente en Y a lo lejos, una lucecita, que vuelve a conducirnos al Madrid asediado. Otro tema recurrente es el de los oportunistas y aventureros que en el caos originado por la guerra encuentran la ocasión para realizar sus crímenes, como sucede en La columna de hierro. Sin embargo, las páginas más conmovedoras de Chaves Nogales son las que consagra a describir el heroísmo de algunos de sus personajes, un heroísmo absurdo, casi suicida, como sucede en Bigornia, narración protagonizada por un “ogro jovial y arrabalero”, un trabajador metalúrgico que, tras participar en la toma del Cuartel de la Montaña, se ve convertido de pronto en conductor de un tanque con el que atravesará las líneas enemigas. Este relato, acaso el mejor del libro, contiene por sí solo toda la visión que Chaves Nogales alcanza a tener de la guerra, incluyendo su no pequeña dosis de horror pero también de humanidad, una humanidad desprendida, generosa en su inútil sacrificio.

Este libro nos proporciona una perspectiva, una entre las muchas posibles, de nuestra guerra civil. Posiblemente hubo en ella mucho más de lo que el autor nos cuenta, pero hay que conceder a estas páginas el mérito de no callar nada de lo que el autor sabía. Carente como se ha dicho de grandes ambiciones literarias, y apegado al más puro y llano oficio periodístico, el libro entronca, y precisamente por eso, con la noble y endémica prosa tremendista que se desplegó en nuestras letras en las primeras décadas del siglo pasado. Un tremendismo que se desprende de la realidad de los hechos narrados, en los que “cada uno de sus héroes tiene una existencia real y una personalidad auténtica”, como explica el autor en el prólogo que escribió para la edición de 1937. En ese mismo prólogo Chaves Nogales se declara con razón más testigo que autor, pues desde su exilio, en el que “España y la guerra están tan próximas, tan actuales, tan en carne viva, cuento lo que he visto y lo que he vivido más fielmente de lo que yo quisiera”.

domingo, 29 de enero de 2012

DISPARATES / 26


ANGELOPOULOS Y EL PAISAJE

Por una de esas anomalías propias de nuestro tiempo y condición, sucede que la visibilidad de un artista, o de un creador en general, está sujeta a imponderables que oscilan entre las subidas y bajadas de la Bolsa, las novísimas técnicas de marketing y el tráfico rodado. Parece así que el artista no trasciende, no es ni siquiera artista, si no dispone de un eficiente gabinete de prensa, si no sabemos nada de su vida privada, si no sonríe a la cámara, si no dispone de una legión de agentes, productores y productores asociados, todos ellos bien provistos de inevitables avales bancarios.

Carecer de todo eso es lo mismo que esconderse. El artista que así tolera su propia devaluación, que se limita a ser persona pública cuando da a conocer su arte, el cual ha sido concebido y gestado arduamente, en silencio, a la manera en que un paisaje se revela en la niebla, se coloca sin quererlo al borde de una inexistencia prematura, la cual puede ser fácilmente aniquilada por alguno de esos vehículos que hoy nos conducen a la muerte más deprisa, más eficientemente, como es debido.

No sé qué dirán las enciclopedias del futuro de Theo Angelopoulos, pero ahora se me antoja que hemos perdido al último director de cine europeo, el único que nos quedaba. Y es que nuestro sur de Europa, que ahora, como han decretado, vuelve a ser pobre, no puede permitirse tales lujos, igual que en España no pudimos permitirnos a Buñuel y por eso lo enviamos al exilio.

Aunque no estuve presente, deduzco por las noticias que nos han llegado que la muerte del cine europeo ocurrió en un solo plano secuencia y a cámara lenta. En primer lugar el travelling hacia delante que esta vez no llevaba sobre los raíles una cámara, sino una mortífera motocicleta japonesa; después la espera de una ambulancia que no llegaba, ya que todo esto sucede en un país pobre; quizá nevaba; y después nada, un fundido en negro.

Otros más jóvenes y guapos, que creen que el cine no es eso, registran en sus cuentas bancarias y en sus paraísos fiscales las ganancias diarias del negocio, desde que el cine no existe. Ellos han inventado otra cosa que tiene que ver con centros comerciales, grandes aparcamientos, refrescos y palomitas, además de con el control de la distribución de las bazofias que ellos mismos producen, y que además exhiben en salas que son suyas, o de un primo lejano. Y por si fuera poco, puesto que en el gobierno también hay un primo, tienen la SOPA y la PIPA, es decir, toda la impedimenta necesaria para repantingarse en sus salas oscuras, donde podrán echar un sueñecito, igual que si estuvieran en casa. Que les aproveche. Y que disfruten ellos de eso que llaman cine.

Theo Angelopoulos dijo una vez: “No elijo las historias. Ellas me eligen a mí”. Como la muerte.

_________________________________________

Adagietto de la Sinfonía No 5 de Gustav Mahler

Charleston Symphony Orchestra

David Stahl

viernes, 27 de enero de 2012

MÚSICAS IMAGINARIAS / 10


LORENZO DA PONTE

Al final del siglo XVIII, en la Europa en la que el arte estaba sometido al gusto y al capricho de unas cabezas bienpensantes que oscilaban entre el puro feudalismo y los ideales de la Ilustración, y mientras algunas de esas cabezas empezaban a rodar, surgieron personajes para los que la revolución consistió en hacer buen uso del provechoso talento de sobrevivir y que convirtieron sus vidas en novelas o en óperas bufas, tales como Lorenzo Da Ponte. Esta voluntad de sobrevivir a pesar de los reveses de la fortuna, que a Da Ponte le permitió alcanzar la muy respetable edad de ochenta y nueve años, hizo de su existencia una sucesión de reencarnaciones que le llevarían a ser desde tahúr en Venecia hasta bibliófilo en Nueva York, pero no a olvidar su condición, presente en cada uno de sus avatares, de hombre de teatro.

La longeva existencia de Da Ponte (que se había iniciado cuando aún Handel estaba en activo, y que concluiría sólo un año antes de que Verdi estrenara su primera ópera) le hizo ser testigo de un período capital de la historia de la música, lo que, en el ámbito de la ópera italiana, se traduce en una posición intermediaria entre las obras de Alessandro Scarlatti y las de Gioachino Rossini. Por otra parte, la incansable actividad de Da Ponte dio como resultado una abundante y variopinta producción de la que hoy solamente es recordada, junto a sus Memorias, la encaminada al teatro musical, y sobre todo sus libretos para Mozart: Le nozze di Figaro, Don Giovanni y Così fan tutte.

Emmanuel Conegliano nació en 1749 en la pequeña judería de Ceneda (hoy Vittorio Veneto). En 1763, mediante una solemne ceremonia celebrada en la catedral de Ceneda, la cual incluyó disparos de cañón, un concierto de campanas y fuegos artificiales, la familia Conegliano se convirtió en pleno, de lo que quedó constancia en un opúsculo titulado Distinta narrazione del solenne Battesimo conferito nella Cattedrale di Ceneda ad un padre, e tre figli del ghetto di detta città nella giornata del 29 agosto 1763. Desde ese día Emmanuel Conegliano pasó a la historia, adoptando el nombre del obispo que presidió el acto: Lorenzo Da Ponte.

Inmediatamente el joven ingresó en el seminario de su ciudad, resultando ser desde el principio un alumno rebelde y obstinado, al que sus maestros no negaban sin embargo una clara predisposición para la literatura (escribía versos a imitación de los sesudos poetas de la época y al parecer disponía de una formidable memoria). Al acabar sus estudios, y tras recibir las órdenes en 1773, marchó a Venecia contratado como preceptor por una familia aristocrática. Pero la existencia que se le presentaba no atrajo ni por un momento el interés de Da Ponte. Dedicado en la bulliciosa y cosmopolita Venecia a las pasiones amorosas y al juego, y atraído ya poderosamente por el teatro, que no tardó en trasplantar a su propia vida, empezó a crearse una fama de libertino que le perseguiría a Treviso, a cuyo seminario acudió para enseñar latín y retórica. Aquí, por si fuera poco, cuando se le encargó que expusiera el tema anual para la academia de la ciudad, tuvo la ocurrencia de proponer una tesis que derivaba de Rousseau (autor prohibido por aquel entonces) referida a las restricciones que la sociedad imponía a la libertad del individuo. El resultado previsible fue el de su expulsión de la enseñanza. Que los enemigos de Da Ponte poseían una mente inquisitorial, pero también que no eran lerdos, es algo que queda claro en las muy significativas reflexiones que hicieron en el proceso que se siguió contra él, en el que se afirmó que “poseía el raro talento de escribir bien, pero también el de pensar mal”, y que “prefería retornar a vivir en las selvas de América, donde no hubiera leyes inmutables y donde nadie tuviera la tierra bajo su propio dominio, y donde a todos les fuera dado un justo derecho y un justo poder”, reflexiones todas ellas que, con seguridad, debieron agradar al perturbador ex maestro de retórica.

Instalado de nuevo en Venecia, Da Ponte se puso esta vez al servicio como profesor particular de un aristócrata, Giorgio Pisani, personaje de ideas semejantes a las suyas y casi tan peligroso como él. De hecho, Pisani, que estaba enfrentado a toda la oligarquía veneciana, no tardó en ser arrestado, siendo Da Ponte desterrado acto seguido de Venecia “y de todas las otras ciudades, tierras y lugares del Serenissimo Dominio, terrestres o marítimos, en naves armadas o desarmadas, por quince años”. El proscrito Da Ponte huyó a Goritzia, territorio que pertenecía a Viena y donde también había encontrado refugio su íntimo amigo y compañero de francachelas venecianas Giacomo Casanova.

El famoso seductor tenía entonces casi cincuenta años (Da Ponte apenas veinticinco), y es de suponer que en esos años ya estaba dándole vueltas a su autobiografía, que escribiría en francés y en la que relataría, además de los consabidos enredos amorosos, su fuga de la prisión veneciana y sus vicisitudes como espía. Casanova aconsejó a su joven amigo, con el que se cartearía durante muchos años, que se alejara de Venecia, y Da Ponte, siguiendo su consejo, se trasladó a Dresde, recalando finalmente en Viena en 1781. De todas las reencarnaciones dapontianas iba a ser esta, la vienesa, la que le daría justa fama.

El teatro en Italia se había renovado considerablemente a lo largo del siglo, pero se trataba de una renovación que sólo últimamente había empezado a tener consecuencias en la ópera. En el momento en que Da Ponte llegó a Viena, y desde hacía medio siglo, el dueño de la ópera italiana, en lo que concierne a la parte literaria, era Pietro Metastasio. En su calidad de poeta de la corte imperial de Viena escribió gran cantidad de libretos, de los que muchos fueron puestos en música en repetidas ocasiones. Sólo una de sus obras, Artaserse, conoció hasta ciento siete versiones musicales. Por lo demás, la nómina de compositores que utilizaron sus libretos incluye a Vivaldi, Jommelli, Gluck, Hasse, Cimarosa y Mozart. Pero entretanto se habían ido abriendo camino en los escenarios de ópera las obras de Carlo Goldoni, que eran enormemente populares y que oponían al rigor formal y a la seriedad de los temas mitológicos de Metastasio un carácter decididamente cómico, a menudo mordaz, y unos temas extraidos de la vida cotidiana. Galluppi, Haydn, Paisiello y también Mozart pusieron música a textos goldonianos, y era ésta la tendencia predominante cuando Da Ponte se decidió a escribir sus propios libretos.

Da Ponte encontró en Viena un ambiente favorable a la ópera. Es sabido que el emperador José II era algo más que un aficionado a la música (tocaba la viola, el violonchelo y el clavecín), además de ocuparse personalmente del teatro de la corte. En todo caso, la ópera italiana vivía en la capital del imperio un período particularmente brillante: Antonio Salieri era desde 1774 el maestro de capilla (en 1778 iba a recibir la invitación de inaugurar con una obra propia un nuevo teatro en Milán, la Scala), y Mozart, que ya tenía un nombre en la corte, estrenaría en 1782 una obra que no era propiamente una ópera italiana pero que tenía su origen en la ópera bufa y en la opéra-comique: Die Entführung aus dem Serail (El rapto en el serrallo). A esta obra, que “oscureció todo lo demás”, según Goethe, iba a suceder el año siguiente la que se cree que fue la primera colaboración entre Da Ponte y Mozart: Lo sposo deluso, ossia Le rivalità di tre donne per un solo amante.

No se sabe con certeza si Da Ponte escribió el libreto de Lo sposo deluso, ópera en la que Mozart trabajó durante 1783 después de interrumpir la composición de L’Oca del Cairo y que, como ésta, quedaría inconclusa. Sin embargo, y aunque inacabadas (seguramente a causa de la debilidad de sus libretos), ambas óperas preludian ya, tanto en lo musical como en lo dramático, el gran acontecimiento que tres años más tarde iba a suponer el estreno de Le nozze di Figaro.

Tanto la Oca como el Sposo, en efecto, tenían la pretensión de ser ya comedias vertiginosas a las que no debía ser ajeno un aire burlesco en el que cabían por igual la crítica de costumbres y el disparate. La música de estas obras, a veces sólo esbozada, incluye páginas que anticipan lo que será Le nozze, y, además, entre los intérpretes que Mozart consideraba idóneos para los principales papeles, y cuyos nombres escribió en los márgenes de la partitura del Sposo, figuraban los de Francesco Benucci y Nancy Storace, futuros Fígaro y Susana.

Un año antes, Giovanni Paisiello, que desde 1776 era maestro de capilla en la corte de Catalina la Grande en San Petersburgo, había estrenado Il barbiere di Siviglia, ossia la precauzione inutile, sobre la comedia del mismo nombre de Pierre Augustin Caron de Beaumarchais. La ópera tuvo un éxito inmediato en toda Europa, por lo que no es extraño que Mozart, al tener noticia de que el comediógrafo francés había escrito una segunda parte titulada Le Mariage de Figaro ou La folle Journée, que se había estrenado en París en 1784, se decidiera enseguida a ponerle música.

Para entonces Da Ponte era el protegido de Salieri y el libretista de una ópera de éxito, Il burbero di buen cuore, de su amigo Vicente Martín y Soler, quien, después de su afortunado paso por Nápoles, empezaba a competir en Viena con el mismo Mozart. Según se lee en sus memorias, Da Ponte conoció a éste en casa del barón Wetzlar, no tardando el salzburgués en preguntarle si estaría dispuesto a escribir un libreto sobre Le Mariage de Figaro. La idea, sin embargo, tropezaba con un importante obstáculo: unos días antes, el emperador había prohibido a la compañía del teatro alemán la representación de la comedia de Beaumarchais, a causa de su carácter licencioso. El propio barón Wetzlar se ofreció a pagar un dinero para que la ópera, si no en Viena, pudiera representarse al menos en París o Londres, pero este arreglo no fue necesario. Si hay que creer lo que cuenta Da Ponte en sus memorias, solamente a sus gestiones con el mismo emperador se debería el que la ópera, que fue compuesta por Mozart en seis semanas, llegara a estrenarse. Parece ser que Da Ponte consiguió embaucar al emperador dándole a conocer algunas de las arias compuestas por Mozart, a la vez que le convencía de que su versión para la ópera, convenientemente recortada, carecía de todos aquellos episodios que podían resultar “disolventes”. José II en persona acudió a uno de los ensayos generales, hecho insólito que supuso un respaldo definitivo para la obra.

Conviene aclarar, en cualquier caso, que si Le nozze pudo estrenarse finalmente en Viena se debió exclusivamente al cambio de atmósfera que supuso la subida al trono de José II después de la muerte de su madre María Teresa. El nuevo emperador había alentado diversas reformas, tales como la abolición de la tortura judicial, el cierre de monasterios y la imposición de restricciones a la censura, la cual había gozado hasta entonces de un poder casi omnímodo. Tales reformas, como es natural, le ganaron la antipatía de la aristocracia y el clero; en cambio, según escribió Robbins Landon, “los campesinos, las personas cultas, los comerciantes, los judíos, los protestantes, los oprimidos y los pobres, le consideraban un dios”. Quizá fueron precisamente esas reformas las que evitaron que en Viena se repitiera una insurrección como la que poco después iba a producirse en París. Por lo demás, aquel ambiente de permisividad no solamente fue propicio para la música, sino también para la literatura e incluso la filosofía, campos en los que Viena había quedado rezagada con respecto a las otras metrópolis europeas durante el mandato de María Teresa.

Desde el principio, Mozart concibió Le nozze di Figaro como la continuación de Il barbiere di Siviglia, con lo que esperaba que su obra se beneficiara del éxito que tuvo la de Paisiello. Además, como la ópera iba dirigida a un público que ya conocía los antecedentes de la historia, Da Ponte pudo condensar al máximo la acción, y, como consecuencia de ello, la ópera superó en vivacidad, frescura y enloquecimiento colectivo al modelo de Beaumarchais. Sin embargo, por encima de su espontaneidad, y hasta de las melodías de sus arias y de las escenas de conjunto, es posible que el rasgo más característico de Le nozze sea la humanidad de la que, en letra y música, están cargados sus personajes, rasgo que tiene si cabe más mérito al estar enraizados estos en las máscaras y las caricaturas de la commedia dell’arte. El gran éxito del día del estreno, que obligó al emperador a dictar una ordenanza prohibiendo que en las sucesivas representaciones se repitieran los números de conjunto, obedeció tanto a la inspiración de la música como al hecho de que el público de aquel tiempo empezara a reclamar una verdadera caracterización psicológica de los personajes, que en este caso mostraron en la escena por primera vez los conflictos sociales del momento, motivados por los privilegios que aún creía poseer la aristocracia y por la ascensión de una nueva clase que reclamaba también sus derechos.

Beneficiario de esa nueva atmósfera, y convertido para entonces en poeta de la corte, Da Ponte escribiría en los años sucesivos (además del de Don Giovanni y el de Così fan tutte) nuevos libretos para Salieri y Martín y Soler: para el primero, Il ricco di un giorno (1784), Axur re d’Ormus (1788), que era en realidad una reelaboración de la muy celebrada, y todavía hoy considerada la mejor ópera de Salieri, Tarare, sobre una pieza de Beaumarchais, y los libretos de Il Talismano (1788), Il pastor Fido y La Cifra (ambos de 1879); y, para el segundo, el de la recientemente recuperada Una cosa rara (1786), adaptación libre de una comedia de Vélez de Guevara, y L’arbore di Diana (1787).

Ninguno de esos libretos, ni por supuesto la música que se escribió para ellos, alcanzó la categoría de Le nozze, aunque sí un éxito transitorio que encumbró todavía más a Da Ponte. Éste, que no había cumplido aún los cuarenta años, había adquirido un grado de respetabilidad inimaginable unos pocos años antes, y que sólo puede entenderse en el contexto de lo que el teatro representaba en la corte de José II. De hecho, no sólo se trataba de una “representación” artística, sino también política y moral. Por eso no es raro que el propio emperador supervisara la producción de los nuevos montajes (llegando, en el caso de Le nozze, a restituir a la partitura un ballet que había suprimido el conde Orsini-Rosenberg, director de la Ópera de la corte), encontrando la forma de compatibilizar estas actividades con las que requería el Estado. Da Ponte encontró en esos años el ambiente más apropiado para la exhibición de sus dotes de hombre teatral. Y aún le quedaban por escribir los libretos de Don Giovanni y Così fan tutte.

En 1786 el éxito de Le nozze di Figaro llegó a Praga, lo que tuvo el efecto de salvar de la bancarrota a la compañía que la representaba, que no era otra que la de Pasquale Bondini. Invitado por éste a presenciar su montaje, Mozart acudió a la capital bohemia, donde fue acogido triunfalmente. Bondini, a la vista de que la música de Mozart saneaba las cuentas de su compañía, ofreció al compositor cien ducados para que escribiera una nueva ópera, y al año siguiente, cuando Mozart regresó a Praga, llevaba consigo el nuevo libreto de Da Ponte: Don Giovanni, ossia Il dissoluto punito.

Mozart había dejado total libertad al libretista para la elección del argumento, y éste, que ese año se hallaba enfrascado en la redacción de dos nuevos libretos (Axur re d’Ormus para Salieri y L’arbore di Diana para Martín y Soler), al encontrarse con un nuevo encargo que ineludiblemente debía satisfacer en poco tiempo, acudió a una ópera que por entonces tenía un éxito discreto y que trataba un tema que debía resultarle cercano: Il convitato di pietra, con libreto de Giovanni Bertati y música de Giuseppe Gazzaniga. Tomando como punto de partida algunas situaciones de esta ópera, Da Ponte escribió su libreto en torno a la idea de un personaje que debía ser la encarnación del desprecio hacia el orden social e incluso hacia las leyes divinas, las cuales, sin embargo, acabarían arrojando sobre él el oportuno castigo. El tema iba a dar lugar a que Mozart escribiera una música muy distinta a la de Le nozze, aunque no menos genial, una música cargada de oscuros presagios pero a la vez llena de contrastes, como correspondía al libreto dapontiano, el cual pasaba rápidamente de lo siniestro (que acaba alcanzando su clímax en la escena de la estatua del comendador) a lo cómico (todo el personaje de Leporello), y finalmente a lo humano (Doña Ana y Doña Elvira). En realidad, Da Ponte no aclaró si su libreto era una comedia o una tragedia, y tampoco ayudó a aclararlo el hecho de que el final que se interpretó en Praga fuera modificado para la representación en Viena al año siguiente. El primer final era un sexteto de carácter moralizante que recalcaba la justicia del fin de Don Giovanni; el segundo, en cambio, carecía de todo sentido edificante, y consistía en la imagen del libertino arrastrado por el comendador a las llamas del infierno, sin más comentarios.

Probablemente Da Ponte, que ya había ensayado un libreto que carecía de antecedentes en Le nozze, ni siquiera se planteó la cuestión del género a que pertenecía su Don Giovanni. Que Da Ponte había considerado necesario dar alguna explicación acerca de las innovaciones de sus libretos lo prueba el prólogo que escribió para la primera edición de Le nozze, donde se refería expresamente a “nuestro deseo de dar una clase de espectáculo casi nueva al público”. Ya el prólogo en sí era una extraña innovación en los libretos de ópera. En cuanto a Don Giovanni, más bien parece que Da Ponte debió llegar por sus propios medios a una concepción expresiva que coincidía con la ya puesta en práctica en el teatro barroco español. El barroco, de donde al fin y al cabo procedía el asunto de Don Giovanni, había acostumbrado al público a la combinación en una misma obra de comedia y tragedia, y esto tanto por razones económicas, y hasta sociales, como por la sencilla necesidad de eludir la censura. Se juzgaba lícito mostrar eventualmente conductas licenciosas, a condición de que todos los conflictos se resolvieran felizmente, o lo que es lo mismo: cristianamente, por medio del arrepentimiento, o, en ausencia de éste (como ocurre con Don Giovanni), mediante un castigo público seguido de su correspondiente corolario moral. El propio Tirso de Molina, autor de El burlador de Sevilla, utilizó a menudo este recurso, aunque quizá quien más lo desarrolló fue Lope de Vega, admirado por Corneille precisamente por su habilidad para mezclar la comedia con la tragedia. En cualquier caso, el carácter innovador de Don Giovanni, con su feliz superación de los límites entre los géneros, se inscribía en la atmósfera de cambio que fue propia del fin del siglo XVIII.

Da Ponte estuvo presente en los ensayos de la ópera en Praga, dando allí los últimos retoques al libreto, pero no así en su estreno, que fue un gran éxito y le valió a Mozart el cargo de compositor de cámara de la corte. Quien sí estuvo en el estreno fue Giacomo Casanova, acerca del cual se ha especulado con respecto a una posible intervención suya en la redacción del libreto (a su muerte se encontraron entre sus papeles versiones alternativas de la célebre aria del catálogo de Leporello).

Tras la representación de Don Giovanni en Viena, José II encargó a Da Ponte un nuevo libreto, basado en hechos que al parecer realmente ocurrieron en la ciudad de Trieste. Esta vez no había ambigüedad en el tema, que fue tratado por Da Ponte con una frialdad que le sería reprochada y que haría que Così fan tutte, ossia la scuola degli amanti sufriera un olvido casi completo desde su estreno hasta principios del siglo XX. También en este caso se trataba de una ópera innovadora, ya que convertía un drama jocoso en un examen intelectual de la inconstancia y los desfallecimientos de la naturaleza humana. La amargura latente en el libreto y en la música se concentran alrededor de la figura del viejo filósofo, Don Alfonso, conocedor de los hombres y por tanto sabiamente descreído y pesimista. Por otra parte, es sabido que la leyenda de la envidia que Salieri sentía por Mozart partió del Così, cuyo libreto rechazó (decisión de la que más tarde se arrepentiría). En todo caso, con el Così no sólo terminó la colaboración de Da Ponte con Mozart: las representaciones de la ópera se suspendieron tras la muerte de José II, y el nuevo emperador, Leopoldo II, demostró desde el principio poca estima por la música. Da Ponte fue cesado y abandonó Viena, camino de otra de sus reencarnaciones.

La casualidad le llevó a la ciudad donde se desarrollaba su último libreto, a Trieste. Allí conoció a Anna Celestina Grahl, joven inglesa a la que apodaba Nancy y de la que ya no se separaría, desdiciéndose de su fama de libertino. En Trieste Da Ponte escribiría su única tragedia: Il Mezenzio, que se estrenaría el cinco de diciembre de 1791, el mismo día de la muerte de Mozart. En una situación financiera sumamente precaria, y por consejo de Casanova, que por entonces estaba escribiendo sus memorias, la pareja partió con destino a Londres, donde Da Ponte se asociaría a William Taylor, empresario del King’s Theater. Pero ninguno de sus libretos londinenses alcanzaría la entidad de los escritos en Viena (por cierto que uno de ellos es el de la ópera hoy recuperada La capricciosa corretta, ossia La scuola dei maritati, de Martín y Soler, una especie de remake del Così que se estrenó en 1795). Tras un viaje a su ciudad natal, Ceneda, de la que estaba ausente desde hacía más de veinte años, Da Ponte regresó a Londres, encontrando a su socio arruinado. Siguió un período en el que estuvo dedicado a múltiples actividades, desde tipógrafo hasta librero, pero tras ser arrestado varias veces a causa de las deudas, y nuevamente denunciado por sus acreedores, en 1805 huyó a América.

En Nueva York, Da Ponte emprendió una amplia actividad como periodista, traductor, editor, librero y empresario teatral. La cultura americana, desde luego, estaba muy alejada de aquélla de la que procedía, por lo que Da Ponte asumió, casi como una misión, la tarea de divulgar la literatura y la música italiana. Dio clases en el Columbia College, publicó sus Memorias, creó una especie de academia en la que se recitaban dramas y comedias escritas por él mismo, fundó una escuela en Sunbury (Pennsylvania), escribió un ensayo sobre Dante y tradujo el Gil Blas, todo ello además de dar a conocer en 1826 el Don Giovanni con la compañía de Manuel García.

En 1831 murió Nancy. Al año siguiente Da Ponte promovió una suscripción en Nueva York y Filadelfia para construir un teatro italiano, y, tras reunir seis mil dólares, el teatro se inauguró en 1833 con La gazza ladra de Rossini. Murió en agosto de 1838 en su casa de Spring Street, celebrándose su funeral en la catedral de Saint Patrick y siendo enterrado en el pequeño cementerio católico de East Eleventh Street, en una tumba anónima. Sus Memorias, casi la única fuente de información de algunos períodos de su vida, están llenas de inexactitudes y exageraciones. Sin embargo, entre las páginas que han merecido todo el crédito de los eruditos, se lee: “Creo que mi corazón está hecho de un material distinto al del resto de los hombres. Soy como un soldado que, empujado por el deseo de gloria, se precipita contra la boca del cañón, como un amante que se lanza a los brazos de la mujer que lo atormenta”.

__________________________________________________

Mi tradi, recitativo y aria del segundo acto de Don Giovanni

Lisa Della Casa

Filarmónica de Viena - Furtwängler

Salzburguer Festpiele (1954)

miércoles, 25 de enero de 2012

MÚSICAS IMAGINARIAS / 9


EICHENDORFF


La capital aportación que la literatura hizo a la música romántica alemana entre 1805 y 1808, cuando Achim von Armin y Clemens von Brentano, con la colaboración episódica de Eichendorff, recopilaron los textos de Des Knaben Wunderhorn, iba a unirse a la (quizá aún más importante) que el propio Eichendorff hizo en su calidad de cantor de la naturaleza. Su obra, escrita en su mayor parte en la atmósfera de la Restauración, se inscribe en el empeño de construcción teórica y práctica, y aunque fuese de manera tardía, de un romanticismo de carácter nacional (que en el caso de Eichendorff iba a adquirir un sesgo fuertemente católico) inspirado por igual en lo popular y en una concepción del mundo, en especial de la religión y de la autoridad, que procedía del barroco.

Joseph Karl Benedikt von Eichendorff nació en 1788 en el castillo que su familia poseía en Lubowitz, cerca de Ratibor, en Silesia. Tras cursar estudios de Derecho y filosofía en Halle y Heidelberg, se trasladó a Viena (donde conoció a Friedrich y Dorothea Schlegel) y más tarde a Berlín. Alistado en 1813 en el ejército prusiano, que le concedió el grado de teniente, combatió a los ocupantes franceses, siendo gratificado al acabar la guerra con diversas sinecuras que le permitieron consagrarse a la actividad literaria. Ya antes de la guerra había escrito el relato Die Zauberei im Herbste (Magia otoñal), aunque realmente no se daría a conocer hasta la publicación en 1815 de la novela, escrita cinco años antes, Ahnung und Gegenwart (Presentimiento y presente), en la que, siguiendo los pasos de Goethe y su Wilhelm Meister, describió un mundo de nobles sentimientos, viajes y amoríos, todo ello ambientado en la época anterior a la insurrección antinapoleónica. Pero la primera obra que daría una duradera fama a Eichendorff fue Das Marmorbild (La estatua de mármol), que se publicó en 1819 en el Frauentaschenbuch (El almanaque de las damas), que dirigía el barón de la Motte-Fouqué.

La estatua de mármol incorporaba ya uno de los ingredientes principales del romanticismo acerca del que teorizó Friedrich Schlegel, y que él mismo se ocupó en divulgar junto a su hermano August Wilhelm desde la revista Athenáum: el barroco, y especialmente la obra de Calderón. El concepto que los Schlegel tenían del barroco, que habría de ejercer gran influencia sobre buen número de autores, desde Tieck hasta los hermanos Grimm, presentaba al romanticismo como un movimiento literario esencialmente cristiano que, partiendo de la Edad Media, habría alcanzado su apogeo en el Siglo de Oro español. No es raro, pues, que por esos años se hicieran abundantes traducciones al alemán (algunas de ellas del propio Eichendorff) de obras de Calderón, Cervantes y Lope de Vega. Esta fascinación por el barroco español, que aún compartiría Grillparzer, y que incluso llegaría hasta Hofmannsthal, hizo que los literatos de la época (entre los que no faltaron las conversiones al catolicismo) poblaran sus páginas con misteriosas voces de ultratumba, héroes sobre los que pesaba una idea del destino como necesidad religiosa y existencias abocadas por fuerzas ocultas y superiores a una conclusión moral. Pero junto a la obvia carga de misticismo de tales ideas, que iba a dar lugar a la obra de Novalis, el romanticismo alemán entrañaba un segundo ingrediente que le confirió un aire de ligereza y de serenidad de espíritu que encontró su máximo cultivador en Eichendorff: el amor a la naturaleza.

A la manera de Lope de Vega, que tenía afición a insertar en sus comedias tonadas que imitaban a los romances medievales, y que en algunos casos llegaron a ser tan populares como estos, Eichendorff adornó sus novelas con canciones que, por su forma y contenido, se confundían con las de origen popular recopiladas en Des Knaben Wunderhorn. Muchas de ellas, más tarde puestas en música, participan de aquellos “sentimientos placenteros al llegar al campo” que Beethoven había expresado musicalmente en 1808 en su sinfonía “Pastoral”. Así, en la obra más célebre y reeditada de Eichendorff, Aus dem Leben eines Taugenichts (Escenas de la vida de un tunante), de 1826, la carga moralizante queda en muchos momentos eclipsada por la relación ingenua y gozosa que su protagonista establece con la vida. Éste, un joven que decide abandonar su pequeña aldea para recorrer mundo, y que lleva como único equipaje un violín del que se sirve con frecuencia en las situaciones más dispares, resulta sentir una atracción irresistible por las praderas, en las que suele dormir, y por los árboles, a los que se encarama con cualquier pretexto. En medio, las andanzas del héroe permiten al autor describir las sencillas fiestas campesinas, en oposición a la existencia rígida e inaccesible de la nobleza. Entre los compositores que durante todo el siglo XIX se sintieron atraidos por la poesía y por la visión de la naturaleza de Eichendorff figuran Robert Schumann, Felix Mendelssohn y Hugo Wolf. Sin embargo, las dos obras hoy más célebres sobre textos de Eichendorff fueron compuestas en el siglo XX.

En 1921 Hans Pfitzner compuso la cantata Von deutscher Seele (Del alma alemana), que sería estrenada al año siguiente en la Philharmonie de Berlín. Dividida en dos partes, Mensch und Natur (Hombre y Naturaleza) y Leben und Singen (Vida y canción), se trata de una partitura monumental para solistas, coros, orquesta y órgano. El subtítulo de “cantata romántica” no es gratuito, y no alude sólo al texto de Eichendorff y al espíritu del mismo, sino también a la música. Es sabido que Pfitzner vino a ser en el panorama de su época el máximo representante de la reacción tradicionalista frente a las innovaciones de Busoni y, más tarde, de Schoenberg. Sin embargo, ni ese carácter conservador, ni su aparente colaboracionismo con los nacionalsocialistas explica de manera convincente el semiolvido en que hoy se encuentra su abundante producción, que incluye, además de la todavía hoy representada Palestrina (1917), otras cuatro óperas, además de la cantata Das dunkle Reich (El reino oscuro), a lo que habría que añadir varias obras sinfónicas y de cámara y un corpus liederístico que es de lo mejor en este género del siglo pasado.

Pero la fama musical de Eichendorff reside hoy en un solo poema. En 1946, trasladado a Suiza, cayó en manos de Richard Strauss Im Abendrot (En el crepúsculo), sobre el que escribió una música para soprano y orquesta que dedicó a su esposa, la soprano Pauline de Ahna. La pieza ya estaba concluida cuando, en 1948, en Montreux, Strauss decidió poner música a tres poemas de Hermann Hesse: Frühling (Primavera), Beim Schlafengehen (Al ir a dormir) y September (Septiembre). Unos meses más tarde Strauss moría en la localidad bávara de Garmisch Partenkirchen, sin haber escuchado estos cuatro últimos lieder. Más tarde, al editor londinense de Strauss, Ernst Roth, se le ocurrió que las cuatro piezas podían formar un ciclo unitario, y tal opinión se vio confirmada por el éxito obtenido el día de su estreno en Londres, en mayo de 1950, por Kirsten Flagstad y la orquesta Philharmonia, bajo la dirección de Wilhelm Furtwängler.

Un buen término para una vida musical y para toda una corriente romántica que había empezado a dar sus frutos un siglo y medio antes. Eichendorff había muerto en 1857, siendo considerado desde entonces como el creador literario del paisaje romántico alemán, un paisaje que descubre la paz interior del sentimiento cristiano, para el que lo temporal es sólo manifestación sublime de lo eterno. En ese paisaje, también el adiós a la vida llega amigable y serenamente, como una parte más de la naturaleza sumergida en lo divino. Así, Im Abendrot concluye: “¡Oh paz inmensa, tranquila! / ¡Tan profunda al crepúsculo! / Qué cansados estamos de vagar. / ¿No será esto la muerte?”













Im Abendrot.

Kirsten Flagstad – Georges Sebastian (1952)



Lisa della Casa – Karl Böhm (1958)



Elisabeth Schwarzkopf – George Szell (1964)

martes, 24 de enero de 2012

MÚSICAS IMAGINARIAS / 8


ZWEIG

El escritor Stefan Zweig, entonces apátrida, que veinte años atrás había gozado de la mayor popularidad en todo el mundo, y visto sus libros traducidos a todos los idiomas, había llegado a ser un perfecto desconocido en Europa cuando, en 1942, en su exilio brasileño, se quitó la vida. Pocos meses antes había dado término a sus memorias, que tituló Die Welt von Gestern (El mundo de ayer), y realmente en el ayer, para un pacifista convencido como él, habían quedado en esos años, ya en forma de sueños ilusorios, los ideales de una Europa armoniosa, gobernada por el entendimiento y la razón. Con el tiempo transcurrido cabría lamentar la impaciencia y la fatiga de este hombre que habría tenido que esperar sólo otros tres años para salvarse. Aunque también cabe preguntarse si se habría salvado.

En la vieja Centroeuropa, el proyecto ilustrado de emancipación universal, que entre otros muchos cautivó a Mozart, se había consumado sólo parcialmente a finales del siglo XIX, cuando nació Zweig. En lo que se refiere a los judíos, la mayor parte de ellos seguía hacinada en los ghettos de la Europa oriental; otros que se habían instalado en las metrópolis alemanas y austríacas lograron, al socaire de la bonanza económica de la segunda mitad del siglo, integrarse en una próspera burguesía que aspiraba al dominio económico, aunque para ella los puestos clave de la administración y del poder político estuvieran vedados. Esta nueva posición social invitó a los judíos a adoptar, en diferentes grados, la nacionalidad del país que les había acogido. Hofmannsthal, defensor a ultranza (mientras esto fue posible) del imperio de los Habsburgo, es un caso de sobra conocido de asimilación plena. Hubo incluso casos de asimilación más entusiasta, como el que por desgracia ofreció Ernst Lissauer, quien al iniciarse la Gran Guerra escribió un Canto de odio a Inglaterra que se hizo tristemente célebre. Como quiera que en algunos estados las leyes raciales seguían vigentes, y como por otra parte a la burguesía no se le permitía hacer carrera en la política, y difícilmente en el ejército, las cultas y acomodadas familias judías empezaron a producir con la mayor naturalidad, en lugar de ministros y generales, científicos, artistas y escritores, los cuales contribuyeron en gran parte al esplendor de esa edad de oro de la cultura vivida en Alemania y Austria en las primeras décadas del siglo pasado.

Freud y Schoenberg son buenos ejemplos de lo anterior, y también Zweig. Descendiente de una familia de Moravia, había nacido en Viena en 1881. El ambiente de amor a la música y a la literatura en el que creció le dotó de una mentalidad curiosa y abierta, más allá de estrechos prejuicios nacionales, haciendo de él un estudiante no muy destacado, pero un escritor sensible y cosmopolita. A sus diecinueve años, y siendo ya un admirador devoto de Hofmannsthal y Rilke, publicaría sus primeros poemas, reunidos en el volumen Silberne Saiten (Cuerdas de plata), a algunos de los cuales pondría música Max Reger. Para entonces Zweig ya formaba parte de la melomanía vienesa: muchos años más tarde aún recordaría con orgullo que había sido presentado a Johannes Brahms, y era un asiduo de los conciertos de Mahler y Busoni. Por esa época publicó un ensayo en el Neue Freie Presse, y empezó a introducirse en los círculos literarios de Viena.

Tras doctorarse en filosofía, Zweig vivió un año en París y más tarde viajó a Inglaterra e Italia. En esos años trabó relación con el poeta Emile Verhaeren, con el que mantendría una estrecha amistad hasta la muerte de éste. Luego, a su regreso a Viena, entró en la nómina de una de las editoriales más respetadas de la época, la Insel Verlag, que había sido fundada por Alfred Walter Heymel, y donde, a partir de 1911, publicaría sus primeros relatos.

Pero ya estaba a punto de producirse la primera quiebra en la vida de Zweig. A sus treinta y tres años, la Gran Guerra iba a sorprenderle cuando ya tenía cierto predicamento en la cultura vienesa. Horrorizado ante el odio que se extendía por Europa, y ante el hecho de que sus amigos de Francia y Bélgica se hubieran convertido de la noche a la mañana en enemigos de su nación, y él de la de ellos, Zweig concibió una obra teatral de carácter pacifista, Jeremias, e hizo amistad con otros intelectuales que rechazaban la guerra, entre ellos Romain Rolland.

Al acabar la guerra, resultó que la nación de Zweig ya no era el pacífico e indolente imperio de los Habsburgo, sino una pequeña y vulnerable república (rodeada de otras pequeñas naciones que se odiaban entre sí) que se hallaba bajo la “protección” de Mussolini, y en la que reinaban el desempleo y la inflación. Buscando tranquilidad, Zweig se marchó a vivir a Salzburgo, y allí escribió las obras que enseguida le darían fama mundial: relatos como Angst (Miedo) y Amok, varias biografías y el ensayo Drei Meister (Tres maestros). El desahogo económico que iba alcanzando le permitió desarrollar entretanto una afición que ya cultivaba desde la infancia, la del coleccionismo, que si antes se había limitado a firmas autógrafas, cobró entonces una nueva forma: en un intento de comprender cómo otros habían afrontado el proceso creativo, Zweig llegó a reunir un importante número de esbozos manuscritos de escritores y músicos del pasado: galeradas corregidas por Balzac, poemas de Goethe, una primera versión de El origen de la tragedia de Nietzsche, y también fragmentos de las Bodas de Fígaro de Mozart, del Egmont beethoveniano y de las Canciones gitanas de Brahms, además de otras obras de Bach, Gluck, Schubert y Chopin. Por otra parte, en esos años su apacible retiro, a causa de los festivales, se había convertido en un atractivo centro cultural al que acudían artistas e intelectuales de toda Europa. Así, la casa de Zweig se convirtió en el alojamiento habitual de Thomas Mann, Franz Werfel, Richard Strauss, Alban Berg y Bruno Walter, entre otros muchos, durante sus visitas a Salzburgo.

Como explicó en sus memorias, el derrumbamiento del imperio había reforzado el cosmopolitismo de Zweig, haciéndole ver el patrimonio cultural de los europeos, y su estudio, como una empresa común. Así, no es extraño que dedicara una gran parte de su empeño a glosar las vidas de europeos ilustres, desde Haendel hasta Toscanini, con quien tuvo amistad. Pero rápidamente se acercaba la segunda quiebra en la vida de Zweig. Los nazis ya habían tomado el poder cuando Richard Strauss, tras la muerte de su libretista habitual, Hofmannsthal, decidió componer una nueva ópera, eligiendo a Zweig para la redacción del libreto. Cuando, en el verano de 1935, Die Schweigsame Frau (La mujer silenciosa) debía estrenarse en la Staatsoper de Dresde, ya estaba vigente el edicto según el cual no podía representarse ninguna obra en cuya realización hubiera participado un judío. La ópera, sin embargo, se estrenó, pero sólo gracias a la influencia y el prestigio de Strauss, quien sin embargo no pudo evitar que, por orden directa de Hitler, fuera suspendida después de la segunda representación. Tras esto, Strauss dimitió de su cargo de presidente de la Musikkammer del Reich, y Zweig se marchó a Inglaterra, primer paso del exilio que, poco después de empezada la guerra, le llevaría a Brasil.

Para entonces cualquier cosa que Zweig pudiera llamar patria había desaparecido. Por supuesto, ya no quedaba nada de aquella Viena de su infancia y juventud, la confortable y pacífica ciudad de los Habsburgo; pero tampoco de esa patria espiritual, europea, que él trabajosamente había formado a base de reunir amigos, libros y manuscritos: todo ese pequeño mundo tranquilizador estaba perdido o disperso, o requisado. Además sus libros estaban prohibidos en el Reich, que entonces, como es natural, incluía también a Austria. Se suicidó junto a su esposa, tomando una dosis de Veronal, después de redactar la que se considera su obra maestra: Die Schachnovelle (Novela de ajedrez): “Dejo un adiós afectuoso a todos mis amigos. Deseo que ellos puedan ver, todavía, la aurora que vendrá después de esta larga noche”. Pero, leyendo las obras, hoy imprescindibles, de este pacifista y amante de la libertad individual, y viendo el mundo que siguió a la caída del nacionalsocialismo (un mundo que todavía es el nuestro) es posible que a Zweig le quedara la duda de si esa aurora ha llegado.
__________________________________________________
.
Die Schweigsame Frau (La mujer silenciosa) Final del acto II.
Henry Morosus - Fritz Wunderlich
Aminta - Ingeborg Hallstein
Sir Morosus - Hans Hotter
(1960)

lunes, 23 de enero de 2012

MÚSICAS IMAGINARIAS / 7


HEINRICH HEINE

La amarga decepción que para la Alemania liberal, seguidora esperanzada de los acontecimientos parisinos de finales del siglo XVIII, supuso la Restauración (1815-1830) fue paralela a un retroceso en el terreno artístico que iba a dar lugar a la visión del mundo irónica, a veces sarcástica, que caracteriza la obra del exiliado Heinrich Heine. De éste, que es considerado el último heredero del romanticismo alemán, puede decirse que es uno de esos raros hombres de letras que ha dejado una duradera huella en la música, huella que puede rastrearse desde tres perspectivas: como renovador de la poesía alemana e inspirador de un corpus liederístico igualmente renovado; como melómano que incorporó sus opiniones y experiencias musicales a su obra literaria (con especial hincapié en las Noches florentinas); y, por último, como autor de una revisión narrativa de la leyenda del holandés errante, germen de la célebre ópera wagneriana.

Nacido en Düsseldorf en 1797, Heine pertenece a una época en la que, según palabras del príncipe Metternich, la vieja Europa se encontraba “al principio de su fin”, un momento de crisis en el que las aspiraciones de unidad nacional, y de una Constitución que pusiera fin al absolutismo, propiciando con ello la instauración de un Estado moderno, tenían que convivir con la cotidiana realidad de una Alemania dividida en treinta y nueve estados en los que la nobleza se aferraba a sus tradicionales privilegios, entre ellos los de dictar sus gustos en materia de poesía y música. Durante estos años el arte es aún un lujo aristocrático cuya función no es otra que la de mostrar la magnificencia de un príncipe y su corte, un arte, pues, decorativo, política y socialmente reaccionario, que se conciliaba mal con las inquietudes, revolucionarias en lo artístico y, en parte, también en lo político, de creadores como Beethoven, que iba a morir cuando todavía el fin de la Restauración parecía lejano, y del mismo Heine.

Como miembro de una burguesía ascendente que tropezaba con los viejos esquemas de la nobleza, y aún más: como judío que había disfrutado de la igualdad de derechos que, bajo la administración francesa, imperó en Renania hasta 1813, Heine tenía que encajar con dificultad en esa adusta sociedad Biedermeier fuertemente jerarquizada, y contraria a cualquier energía que despuntara en la línea del progreso, que dominaba en la Alemania de la época. Pero es que además Heine tampoco compartía el entusiasmo de su familia y de su clase por los negocios y por el establecerse socialmente a toda costa. Así, trasladado a Hamburgo, y bajo la tutela de su tío, el banquero Salomón Heine, el joven Heinrich aceptó sólo de mala gana el iniciar unos estudios de Derecho por los que no sentía el menor interés, pero que le sirvieron para introducirse en los salones literarios de Bonn, Göttingen y Berlín. En esa época empezó a publicar bajo seudónimo sus primeros poemas, que eran ya de tema amoroso y mostraban un rasgo que el poeta desarrollaría más tarde: su inspiración en las canciones populares, muy valoradas por los románticos de la Junges Deutschland (Joven Alemania). Fuera de esto, las expectativas que se abrían para Heine no pasaban de las de un gris doctor en jurisprudencia, con el obligado trámite del bautismo por medio, y por la necesidad de forjarse un lugar en la sociedad burguesa, una sociedad que ya entonces empezaba a detestar y de la que trataría de apartarse durante toda su vida.

En 1826 Heine, ya decidido a hacer una carrera literaria, inicia su relación con el que será su editor de siempre, Julius Campe, con el primer volumen de los Reisebilder (Cuadros de viaje), obra en prosa a la que sucederá un segundo volumen el año siguiente. Ya estos primeros libros alcanzaron gran éxito, aunque es sabido que la fama internacional de Heine se debe sobre todo a su poesía, y en concreto a Das Buch der Lieder (El libro de las canciones), que Campe publicó en 1827. Por la influencia que ejerció más allá del ámbito literario, y por el número de adaptaciones musicales que se hicieron de sus poemas, ya sólo este libro bastaría para otorgar a Heine un lugar en la historia de la música.

No es probable que ningún otro poeta, salvo Goethe, haya merecido tanto y tan continuamente el interés de los músicos. Casi todos los románticos, desde Schubert hasta Hugo Wolf, pasando por Schumann, Mendelssohn y Liszt, pusieron música a poemas de Heine; como también hicieron Richard Strauss, Reger, Rachmaninov, Grieg y Eisler, e incluso autores tan aparentemente alejados de la estética romántica alemana como Bridge, Ives y Castelnuovo-Tedesco. A este respecto, ha habido poemas especialmente afortunados cuyas distintas versiones bastarían para hacer una historia de la música (o al menos del lied) durante más de un siglo: del poema Schöne Wiege meiner Leiden hay contabilizadas veintisiete versiones; de Du bist wie eine Blume, treinta y dos; y de Die Bergstimme, ¡nada menos que cuarenta y tres!

Cabe preguntarse cuáles son los motivos de este interés tan general, que no sólo abarca al romanticismo, sino también a las escuelas nacionalistas y hasta a los rebeldes dodecafónicos, hacia la poesía de Heine. Hay que aclarar ante todo que para sus contemporáneos estas obras tenían un sentido diferente del que más tarde le adjudicó la crítica. Sus primeros lectores sólo vieron en ellas una continuación de la convencional estética romántica acerca de la que había teorizado August Wilhelm Schlegel, que fue profesor de Heine en la Universidad de Bonn. Se trataría, pues, de una nueva contribución a la muy extendida corriente en la que un poeta solitario expresa su melancolía y la añoranza de amores perdidos. Pero estas obras poseían disonancias que pasaron inadvertidas a sus contemporáneos, y no era sólo que Heine introdujera en ellas abundantes transgresiones a la estética tradicional, tales como la polirritmia, los extranjerismos y una gran variedad de elementos prosaicos y en apariencia antipoéticos, a lo que habría que añadir una lúcida autoironía, sino que además, y sobre todo, la melancolía a la que aluden es de una raíz muy diferente a la conocida hasta entonces. Estas poesías que se complacen en presentarse bajo formas sencillas, las cuales evocan a las canciones populares, utilizan los recursos que eran propios del lenguaje romántico, pero únicamente para trascenderlos, para ubicarse en un nuevo terreno en el que el verdadero protagonista es el Weltschmerz (el desgarro): “Querido lector, si quieres lamentarte del desgarro, harías bien en lamentarte de que el mundo se haya roto en dos partes. Y porque el corazón del poeta es el centro del mundo, se desgarra de modo lastimero en el momento presente. El que se vanagloria de tener el corazón intacto sólo admite tener un corazón provinciano y prosaico. Por el mío corrió el gran desgarro del mundo y por ello sé que los grandes dioses me han favorecido ante muchos otros, estimándome digno del martirio de ser poeta”. Un desgarro que no es otro que el que existe entre espíritu y materia, ideal y realidad; y también entre el individuo y una sociedad en permanente contradicción en la que lo viejo no acaba de desaparecer ni lo nuevo nace, y que muestra, por tanto, la decepción de un grupo social, pero sobre todo la del crítico. Un desgarro de carácter cosmopolita y universal que iba a abrir paso a una nueva idea de la poesía y que, precisamente por su carácter universal, tenía que reclamar la atención de la música. Un desgarro, en fin, “moderno” que ya empezaba a traspasar a los habitantes de las grandes ciudades cuyo yo íntimo debía ser una y otra vez sometido y aniquilado en razón de los intereses de la existencia burguesa, y el cual sólo podía expresarse “modernamente”, de un modo que, aun utilizando recursos de la más añeja literatura romántica, sigue siendo familiar para el lector (y el oyente) de hoy.

Tras el éxito del Libro de las canciones Heine volvió a la prosa de los Cuadros de viaje, cuyos volúmenes tercero y cuarto, de nuevo en la editorial de Campe, se publicaron entre 1829 y 1831. Pero en Alemania, pese a que era un autor ya plenamente reconocido, el porvenir de Heine resultaba incierto: sus últimos libros tropezaron con la censura, y el cuarto volumen de sus Cuadros de viaje había sido prohibido por las autoridades prusianas. Mientras tanto, la revolución de julio de 1830 representaba para Heine un fuerte estímulo, que en su caso se añadía a la atracción que desde siempre sentía por Francia. En busca de mejores aires para sí mismo y para su obra, Heine marcha al exilio.

La experiencia del exilio iba a ser para Heine semejante a la de muchos otros: unos primeros años de deslumbramiento hacia el mundo artístico parisino en los que aún esperaba que las ideas revolucionarias se extenderían a Alemania; luego, un deseo creciente de volver a su origen, frustrado por la comprobación de que Alemania se resistía a todo cambio. En suma, Heine iba a permanecer en París veinticinco años; allí trabó relación con escritores como Victor Hugo y Balzac, y con músicos como Berlioz y Bellini, pero también realizó un importante papel de mediador entre culturas, dando a conocer en Francia la filosofía de Hegel y divulgando en Alemania, por medio de sus colaboraciones en la prensa, los debates políticos franceses. Más tarde retornaría a su actividad poética, que en los años cuarenta adquiriría un carácter satírico, pero antes, entre 1833 y 1840, aparecerían sus tres únicos intentos de ficción en prosa: De las memorias del señor Schnabelewopski, Noches florentinas y El rabino de Bacherach.

En cierto sentido, estos relatos pueden considerarse una continuación por otros medios de la prosa episódica, fragmentaria, en ocasiones paródica (llena de digresiones y pasajes oníricos) de esa mezcla de autobiografía, ensayo y ficción que constituyen los Cuadros de viaje, obra que con razón fue juzgada por un crítico contemporáneo como la “revolución de julio” de la literatura alemana. Al menos en los dos primeros relatos, el del noble polaco Schnabelewopski y sus andanzas por Europa, y en los episodios que componen las Noches florentinas, las experiencias de índole personal abundan lo bastante como para que puedan ser considerados como autobiográficos, a pesar de que la voz de Heine se oculte aquí, como haría en el futuro, tras una máscara. A este respecto, es paradigmático Maximilian, el protagonista y narrador de las Noches florentinas. Sobre este personaje ha recaido un encargo: el de entretener con el relato de historias fantásticas, al estilo del Decamerón, a la enferma y postrada María, a la que al parecer le unen unas no bien definidas relaciones amorosas. Pero los relatos de Maximilian, aunque de carácter sensual, no se parecen en nada a las gozosas narraciones de Boccaccio, y más bien pertenecen a un romanticismo negro y tenebroso cargado de un sentimentalismo enfermizo. En la primera de sus narraciones, Maximilian evoca su amor hacia una estatua de Venus; en la segunda, la amada resulta ser una bailarina que fue dada a luz en la tumba. En medio se intercala el relato de otros amoríos del narrador: hacia otra estatua (ésta de Miguel Ángel); hacia la Virgen de un cuadro; hacia una nueva estatua, esta vez de una ninfa griega; y, por último, hacia el retrato de una mujer muerta siete años antes. Amores todos ellos gratos para Maximilian, en comparación con los de las mujeres reales, que, según afirma, “saben una forma de hacernos felices, y treinta mil de hacernos desgraciados”. En la transición entre la primera y la segunda noche, sin embargo, Maximilian parece conceder una posibilidad a la humanización de la mujer, la cual se produciría mediante la música, lo que da pie a Heine a evocar algunos recuerdos de sus músicos favoritos en aquella época, es decir: Rossini, Bellini y Paganini.

Maximilian, que ha ido esa tarde a la Ópera (adonde, según confiesa, suele ir más para ver que para escuchar), describe a María los rostros de las mujeres italianas, que, bajo la influencia de la música, expresan “con sobrecogedora verdad el espíritu que las habita y sus escalofriantes y mudos secretos”. Por lo demás, la música no afecta sólo a los corazones femeninos, ya que a juicio del narrador ésta es el alma y el tema nacional de Italia, una música que se ha hecho pueblo, a diferencia de lo que ocurre en el norte de Europa, donde “la música se ha hecho hombre y se llama Mozart o Meyerbeer”, con independencia de que lo mejor de esta música del norte, otra vez según la opinión del narrador, provenga también del aliento italiano. Esto último, que es cosa sabida al respecto de las óperas del salzburgués, en especial las de la trilogía con libreto de Da Ponte, no lo es tanto, quizá, en lo que se refiere a Meyerbeer, que en efecto vivió en Italia casi diez años (entre 1816 y 1825), período en el que que dio a conocer óperas como Il Crociato in Egitto, que se estrenó en Venecia en 1824. Como se ve, Heine, que fue de los primeros en incorporar a su obra temas de su más estricta contemporaneidad, fusionando la pura creación literaria con el reporterismo, aquí no hace sino mostar un panorama bastante fiel de la realidad musical de las primeras décadas del siglo XIX.

Pero en el terreno de la composición los mayores exponentes de esa facultad para dirigirse al corazón del oyente no son otros que Rossini y Bellini, representantes ambos del genio tal como éste era concebido por la sociedad romántica. Para Maximilian, que aquí se limita a transmitir las ideas de Heine, la suprema expresión de ese genio sería Rossini, que tuvo el acierto de abandonar la composición una vez había cumplido “su misión” (Rossini escribió su última obra para la escena francesa, Guillaume Tell, en 1829, ocho años antes de la publicación del relato de Heine). Por su parte, la temprana muerte de Bellini, sólo dos años antes, en 1835, encajaba en la imagen ideal del genio romántico. El autor de Norma aparece en la narración de Maximilian como un joven saludable, apocado y supersticioso: “un suspiro en escarpines” cuyo éxito con las mujeres no se contradecía con su torpeza en sociedad, causada al parecer por su mal dominio de la lengua francesa.

Pero el colmo del romanticismo, a juicio de Maximilian-Heine, no sólo por su música, sino también por su vida, o al menos por lo que se contaba de él, era Paganini, de cuya falsa muerte se informó en los periódicos en los mismos días de la verdadera de Bellini. En comparación con las existencias sin misterios de éste, asiduo visitante de los salones parisinos, y de Rossini, dedicado en su retiro dorado a los paseos y a la gastronomía, el violinista aparece como un ser aureolado por la leyenda, un personaje fantástico de quien no se cuenta nada que no sea inquietante, una especie de precursor de Nosferatu que “si no la sangre del corazón, quiere al menos sacarnos el dinero de los bolsillos”. De Paganini, en efecto, se decía que había ido a parar a galeras tras asesinar a una amante infiel, cautiverio del que se libró por medio de un pacto con el diablo, el cual había adoptado la forma de un escritor de comedias que le acompañaba a todas partes y que le transmitía sus infernales poderes cuando salía al escenario. Heine se encontró con él, y con su diabólico acompañante, en Hamburgo, y, si nos atenemos a la descripción que Heine hace del concierto que ofreció esa noche, cabe imaginar cuál sería el efecto que su persona y su dominio del violín ejercían sobre el público de su tiempo.

Para Heine, pues, la superioridad del arte musical residía en el hecho de que aunaba la sensualidad italiana a su facultad para dirigirse al espíritu, con lo que, junto a la poesía, venía a ser el remedio a ese “desgarro” que aquejaba al mundo: el de la separación entre materia e ideal. Por ser la música italiana la que predominaba en Europa, y muy especialmente en París, cuyos ambientes musicales fueron frecuentados por Heine en la misma medida que los literarios, resultaba que el París de las transformaciones revolucionarias en lo político, y a la vez musicalmente italianizado, se constituía en el complemento del pensamiento idealista alemán, conformando así una visión del mundo que debía servir de inspiración a una futura (y nunca vista por Heine) revolución alemana.

Los breves viajes que en 1843 y 1844 Heine iba a hacer a Alemania le sirvieron para constatar la existencia de una agitación social que conduciría a la efímera revolución de marzo de 1848. Pero Heine, sobre el que pesaba una orden de detención del estado prusiano, a causa de una de sus colaboraciones en Deutsch-Französische Jahrbücher, la revista editada en París por Karl Marx y Arnold Ruge, ya no volvería a visitar Alemania, a pesar de que la tuviera presente en el resto de su obra, en especial en Deutschland. Ein Wintermärchen (Alemania. Un cuento de invierno), libro en el que recogió sus impresiones de esas últimas visitas a su país natal. En lo sucesivo, los temas de Heine serían, por una parte, un ahondamiento de su crítica radical de la política alemana, empleando para ello la sátira y, en algunos casos, el panfleto, y, por otra, una exaltación del amor sensual, como ya había hecho Goethe en sus últimos años.
Alemania, entretanto, mantenía una actitud ambivalente hacia el exiliado Heine, actitud que, dicho sea de paso, ha subsistido hasta no hace mucho: aunque se valoraban sus poemas románticos, que como hemos visto fueron puestos en música durante todo el siglo XIX, la totalidad de su obra polémica, filosófica, política, e incluso parte de su obra poética, fue continuamente ignorada y silenciada, y hasta prohibida en pleno siglo XX, durante los años del Tercer Reich. Todo esto puede aplicarse también a los tres intentos de ficción en prosa que fueron redactados por Heine entre 1833 y 1840, a pesar de que estos relatos contienen un episodio que, aún en vida de Heine, iba a ser de la mayor trascendencia en la evolución creativa de otro artista alemán.

Richard Wagner ya había compuesto Rienzi, que fue concebida para la Ópera de París y que contenía suficientes atractivos para el público francés: marchas, ballets, romanzas y un espectacular final, todo ello en el estilo de la grand-opéra. Sin embargo, París rechazó la obra, que debió esperar a 1843 para ser estrenada en Dresde. Unos años antes, en el verano de 1839, en la travesía desde Könisberg hasta Londres, el barco en el que viajaba Wagner se vio envuelto en una tormenta que dejó en el compositor una profunda impresión. Wagner conocía el relato que Heine había hecho de la leyenda del holandés errante en De las memorias del señor Schnabelewopski, y juzgó que el tema se prestaba para revivir el drama y el sentimiento de tragedia inminente que experimentó durante la tormenta. El propio Wagner escribió el libreto en París, en 1841, y compuso la música en poco más de seis semanas, en Meudon, al año siguiente. La ópera se estrenó en la Hofoper de Dresde en 1843 con un éxito que hoy pervive.

Die Fliegende Holländer (El holandés errante, o El buque fantasma) no es todavía una de las obras de madurez de su autor, pero sí supone una ruptura con respecto a la estética de la grand-opéra y un notable paso adelante en la búsqueda de lo que a la vuelta de unos años sería el sello inconfundible de la música wagneriana. Ya hay aquí una clara tendencia a la desaparición de ciertos artificios de la ópera francesa e italiana y a la construcción de un continuum dramático sustentado sobre un reducido número de leit-motive que, desde la obertura, prefiguran todo el desarrollo musical de la obra. Sin embargo, la resolución convencional de algunos pasajes revela el estado todavía balbuciente en el que se hallaba el nuevo lenguaje wagneriano.

El relato que, sin venir muy a cuento, inserta Heine en el capítulo siete de las memorias de Schnabelewopski, un poco a la manera de las digresiones que son frecuentes en sus Cuadros de viaje, se inspira en una leyenda que estaba muy extendida ya en el siglo XV entre las poblaciones marineras del norte de Europa, y que se inspiraba a su vez en la leyenda del judío errante y en el mito de Ulises. En la narración de Heine, el capitán del buque fantasma es un holandés que, en medio de una tormenta, juró doblar un cabo aunque tuviera que navegar hasta el Día del Juicio. El diablo le tomó la palabra, condenándole a navegar eternamente hasta que fuera rescatado por la fidelidad de una mujer. A fin de encontrar a la mujer redentora, el diablo permitió al holandés tocar puerto una sola vez cada siete años. En el momento en que se nos presenta la historia, hay que suponer que el holandés ya lleva siglos navegando sin descanso, y que en ese tiempo, cuando se le ha permitido descender a tierra, ha encontrado a muchas mujeres, ninguna de las cuales, sin embargo, ha logrado liberarle de su triste destino.

De nuevo han vuelto a pasar siete años y el holandés hace amistad con un comerciante escocés al que vende diamantes y que, sugestionado por las riquezas del capitán fantasma, le ofrece su hija en matrimonio. La muchacha vive obsesionada por un retrato que representa al holandés errante: según la tradición, las mujeres de la familia deben guardarse del modelo, ya que el trato con él conduce a la muerte. Con el tiempo, esta prohibición ha despertado en la muchacha el deseo de ser ella quien libere de su maldición al holandés. Cuando éste aparece, preguntándole a la muchacha si le será fiel, ella, en efecto, responde: “Fiel hasta la muerte”. Más tarde, el hombre tratará de abandonar a la joven para evitar su sacrificio, pero ella se arroja al mar, con lo que cesa la maldición del holandés errante, hundiéndose su barco en los abismos del mar.

La ópera de Wagner es bastante fiel a la narración de Heine (aunque con una importante excepción), limitándose a poner nombre a cada uno de los personajes, no así al holandés, que, por ser un fantasma, carece de nombre: el comerciante escocés, transmutado por Wagner en noruego, es Daland; su hija, es Senta; y la nodriza de ésta, que le advierte del peligro de tratar con el holandés, es Mary. La excepción es la novedad de un personaje: Erik, el novio de Senta. Había dos razones para que Wagner introdujera a este personaje; una, de carácter dramático, ya que el amor de Erik acentúa el conflicto de Senta y hace que su decisión de entregarse al holandés sea más irracional; otra, de naturaleza exclusivamente musical, ya que en el esquema de Heine faltaba todo el aspecto lírico que correspondería a un tenor, como contrapunto a las voces oscuras de los otros personajes masculinos (de bajo en el caso de Daland y de bajo-barítono en el del holandés). Sin embargo, la inclusión de un tenor no deja de ser una concesión a los convencionalismos del género, y si es cierto que las páginas escritas por Wagner para Erik (los dos dúos con Senta y la cavatina) no desmerecen del resto de la obra, también lo es que precisamente esos pasajes permanecen anclados en una tradición de la que el autor se iría alejando progresivamente. Ante todo, El holandés errante viene a prefigurar el tema de la redención por medio del sacrificio, que sería recurrente en la obra futura de Wagner.

Pero El holandés no es la única ópera basada en un texto de Heine. Más tarde, la casi juvenil tragedia en un acto (la escribió con veinticinco años) William Ratcliff, una sangrienta historia romántica ambientada en Escocia, llena de duelos y locura, sería llevada a la ópera, sucesivamente, por Cesar Cui, Cornelis Dopper y Pietro Mascagni.

Eran los últimos años de Heine, que pasaría seis inmovilizado en la cama, paralítico y casi ciego. Con la ayuda de un secretario, sin embargo, escribiría aún algunas obras, entre ellas su Romancero, en el que reunió poemas escritos entre 1846 y 1851, y que conoció gran éxito antes de ser prohibido y quemado públicamente en Prusia. Pero la obra del moderno y cosmopolita Heine tendría una larga vigencia que alcanzaría a influir decisivamente sobre gran número de autores (entre ellos Bertolt Brecht) del siglo XX. Por lo demás, sus escritos en prosa, tanto los ensayísticos como los de ficción, han sido rescatados recientemente en Alemania, donde aún perdura la fascinación por esas imágenes “más incorruptibles y brillantes que las perlas”, según palabras de Hofmannsthal, de la poesía de Heine. El último poema del Romancero, Enfant perdu, concluye con estos versos: “Un puesto queda vacante. Las heridas se abren. / Si uno ha caído, los otros siguen avanzando. / Pero yo caigo sin ser vencido, y no se han roto / mis armas. Sólo mi corazón queda partido.” Heine murió en 1856 y fue enterrado en Montmartre.
_________________________________________________

El holandés errante (Balada de Senta)
Nina Stemme