martes, 28 de octubre de 2014

LECTURA POSIBLE / 165

UN HOMBRE AL MARGEN, DE ALEXANDRE POSTEL

Raramente nos encontramos con una novela que aborde un tema estrictamente contemporáneo con lucidez crítica y con el objetivo de intervenir en el debate acerca del mismo. Esto, que fue frecuente en la literatura anglosajona, apenas parece ya tarea del escritor. Las complejidades de nuestra realidad, por no hablar del lugar sumamente precario que las letras ocupan en ella, exigen especialización y buenos reflejos, lo que implica que la actualidad ha quedado circunscrita al espacio del reporterismo, el cual puede permitirse cotidianamente (“en tiempo real”, como se dice ahora) revolver en los basureros de la postmodernidad, interpretar la gramática de las leyes y transitar los sombríos caminos que hay entre la verdad y la apariencia. Sucede que la fabulación, instrumento principal del novelista, requiere tiempo para ser construida, y además aspira a ser general. En ese período de lenta decantación, de maduración de las ideas novelísticas, el escritor se aleja de su tiempo, a veces más de lo que quisiera, para ingresar en un campo ideal que es el de la pura ficción.

Lo que llamamos los buenos reflejos, la capacidad para escribir sobre un presente cambiante, en proceso, no es uno de los atributos que se esperan del novelista, lo que quizá sea hoy una de las causas, no la menor, del creciente distanciamiento entre éste y el público, y, de paso, de las menguantes ventas de libros. Pues si la literatura, como creen los ejecutivos de los grandes grupos de comunicación, no es más que pura evasión y entretenimiento, habrá que admitir que tropieza en nuestra sociedad con una competencia feroz, la cual, por la vía de la televisión e internet, está relegando a la lectura a un margen, a un espacio periférico, del que es probable que ya no pueda volver.

El debutante Alexandre Postel (Colombes, 1982) ha colocado a la novela en el centro del debate social, demostrando con ello que el género no ha perdido sus buenos reflejos de antaño, y lo ha hecho con Un homme effacé, que publicó Gallimard y que el año pasado recibió el Premio Goncourt a la primera novela. Ha sido traducida entre nosotros por la editorial Nórdica con el título de Un hombre al margen.

Postel, hijo de francés y madre británica, estudió en la École Normal de Lyon y es en la actualidad profesor de literatura en París. Su doble ascendencia cultural no es ajena al argumento y al desarrollo de la que hasta ahora es su única novela, con la que, más allá del éxito y la favorable recepción de la crítica, ha intentado conseguir un objetivo que resulta exótico en las letras actuales en cualquier idioma: el de, según sus palabras, “continuar en una forma de transparencia vis-à-vis con uno mismo”, transparencia por la que el autor rechaza impostar su propia voz, componiendo con su obra un cuadro en el que caben no pocas sugerencias acerca del estado de cosas de nuestra época. Así, el material utilizado en Un hombre al margen es el que se cree privativo de la prensa (y lo que es más: de la prensa sensacionalista), sin que por ello deje de tener aquí un tan riguroso como eficaz tratamiento literario.

En un país no identificado, que podría ser Francia, el protagonista de la novela, Damien North, se nos aparece como un solitario profesor de filosofía. El hombre vive en una casa con jardín de un distrito urbano de clase media, y sus escasos intereses, desde el fallecimiento de su esposa, y no teniendo descendencia, vienen a ser básicamente la filosofía de Descartes y la jardinería. La breve biografía resumida aquí de un hombre corriente no parece prometer grandes acontecimientos, y sin embargo contiene ya todos los gérmenes del drama de Damien North, que estará cerca de convertirse en tragedia. Ya de entrada ser profesor de filosofía en nuestros días es una rareza que emparenta al personaje con los alquimistas e iluminados medievales, pero sucede además que en su condición de persona solitaria North se convierte en el acto en propietario de una vida privada que, por ser desconocida para el resto del mundo, resulta sospechosa. En efecto, en unos tiempos dominados por el reality show, el miedo al vecino y al transeúnte, el cotilleo más desenfrenado y el exhibicionismo que hasta extremos inauditos facilita internet, nuestro mediocre e incauto personaje se convierte sin saberlo en víctima potencial de una renovada e implacable inquisición. Sucede así que un buen día, como el protagonista de El proceso de Kafka, es detenido por dos policías que se presentan en su casa. Y al contrario de lo que le sucedía a Joseph K., que no llegaba a conocer la acusación que pesaba sobre él, nuestro North sabrá de inmediato que la suya es una de esas acusaciones que en el mundo de hoy lleva aparejada la condena: pedofilia.

La palabra en sí, de hecho, es ya una condenación, la cual aparta bruscamente al detenido de la comunidad de las personas respetables y casi de las vivientes, como si, en trance de muerte civil, se le hubiera enviado a un limbo creado expresamente por consenso de toda la humanidad. No tarda el detenido en ser abandonado por el magro número de sus relaciones: la familia, representada por un lejano hermano que sólo se da a conocer por teléfono; y sus colegas de la universidad, todos ellos demasiado ocupados con las intrigas previas a la designación del próximo decano. Ninguno de ellos pone en duda su inocencia, al menos de palabra, pero el vacío que se hace a su alrededor deja clara la generalizada convicción de su culpa. Ésta, que ha sido probada mediante la infalible intervención de la informática y de internet, contiene una lógica que parece desprenderse irónicamente del admirado Descartes: centenares de archivos con contenido pedófilo fueron descargados por el ordenador de North, a cuya IP ha tenido acceso la policía; ergo: es culpable. El malicioso North es juzgado y condenado. La continuación de sus desventuras, como las del inocente Conde de Montecristo, la vivirá en presidio.

Poco importa que North sea o no inocente, a pesar de las dudas al respecto que, mientras tanto, puedan asaltar al lector y que en última instancia actúan como intrigante hilo conductor de la novela. Y tampoco el libro que comentamos trata a fondo el tema de la pedofilia, aunque deja caer aquí y allá suficientes pistas que podrían mover al lector a revisar sus estereotipos sobre el tema. El libro nos habla del derecho a la intimidad y a la vida privada, y de las formas modernas en las que tales derechos, hoy más reconocidos y admitidos que nunca, son paradójicamente cuestionados, acosados y finalmente vencidos por una sociedad legalista y judicializada, pacata y universalmente sometida a la fe en el dios mayor de la informática. A ese dios le corresponde una verdad que no es más que apariencia, lo que no impide que sea tenida por verdad. Ello explica la frase de La Rochefoucauld que abre la novela: “No hace tanto bien la verdad en el mundo cuanto daño hacen las apariencias”.

Como le sucedió al Conde de Montecristo, las desventuras de North continuarán después de su salida de la cárcel, después de “soltarle”, como dice un personaje, lo que no es lo mismo que volver a la libertad. Esta palabra tiene para nosotros un sentido tan impreciso como utópico, y para el pobre North no pasa de ser una leyenda. Esa pretendida “libertad” es el terreno de juego en el que disputan lo falso y lo verdadero, y en el que los vecinos, la policía, la prensa, los abogados y los jueces suelen tomar por cierto lo que no es. Como el propio North explica: “Entre lo falso y lo verdadero hay un espacio que es el de la apariencia de lo verdadero. Es el espacio de la impostura, de la seducción, de la opinión, y también de la necedad”. Igualmente North explica esa presencia de lo que no es manifiesto por medio de la óptica y de lo que se llama “persistencia retiniana”, en virtud de la cual el ojo humano tiene la capacidad de rellenar la imagen que falta entre una anterior y otra posterior. Esa desaparición momentánea de la imagen del sujeto no impide al ojo verificar su conducta. La capacidad de borrar el propio rastro, esa imagen que no existe pero que nos imaginamos, es quizá lo único que distingue al hombre del resto de los animales, pero para no perder el rastro, escribe el narrador, “se ha producido una espectacular inflación de archivos: actas notariales, registros de estado civil, documentos de identidad, facturas, operaciones bancarias, telefonía móvil, discos duros, páginas web, cámaras de vigilancia, vídeos de aficionados…” Nunca el hombre humilde y desconocido dejó tras de sí tantos rastros indelebles, registrada e inmortalizada así su miserable existencia como si fuera la de un gran estadista o una estrella de cine. Desde nuestras búsquedas en Google hasta nuestro paso accidental por una esquina, todo queda registrado en alguna parte, por si acaso. La pequeña verdad de la que es portador y depositario cada individuo está indefensa ante las verdades mágicas y supremas de la red consagrada a dejar constancia de su paso por el mundo, “la Red inmaterial, infinita, imponderable”, como dice el protagonista de la novela. A esa verdad pertenecen también los inevitables miembros del equipo psicológico encargado de medir el “índice de desviación” del delincuente durante su estancia en prisión. Y no menos que ellos el comisario Estange, legítimo aficionado al voyeurismo que acabará por preguntarse: “¿A lo mejor bastaba con fijarse en las cosas para descubrir por doquier la violencia y el crimen? ¿Existía la bondad en el mundo? ¿O era él, Estange, quien no era ya capaz de verla?”

Contemplar el mundo como si nuestro ojo fuese una cámara de vigilancia incita al crimen. Éste llegará tarde o temprano, pues esperamos verlo. Acaso sea este abuso de la vigilancia uno de los peores males de nuestro tiempo, perseguidor como es y destructor de la libertad de la vida privada. La novela de Postel indaga con honestidad en la suma de ficciones que constituye nuestra verdad social y jurídica. Reflexión polémica, oportuna y excelentemente hilvanada que nos muestra la verosímil caída en desgracia de un hombre vulgar, cosa que puede ocurrir en tiempos en los que la ley exige del individuo algo más que ser inocente.

martes, 21 de octubre de 2014

LECTURA POSIBLE / 164

LA CASA DEL HAMBRE, DE DAMBUDZO MARECHERA

Difícilmente el amor a las letras tuvo alguna vez un inicio más precario. Rebuscando en el vertedero de los hombres blancos, cada día, al salir de clase, unos niños negros reunieron una biblioteca formada por la Enciclopedia para niños de Arthur Mee, un compendio de alabanzas del Imperio Británico y de su política colonial; tebeos a todo color de Superman y de Batman y las aventuras de Tarzán. Aquellos niños construyeron su biblioteca con barro, chapa y cartones, y, sirviéndose de una vieja máquina de escribir, llevaron meticulosamente el registro de los libros que rescataban de la basura. Más tarde Dambudzo Marechera anotaría que, como escritor, “lo que me ha influido hasta la desesperación más absoluta ha sido la humanidad obstinada, aunque embrutecida, de aquellos con los que crecí. Sus vidas, cómo se estremecían ellos con los golpes que nos asestaban a diario en los guetos”.

Marechera nació en Rodesia (actual Zimbabue), hijo del empleado de un depósito de cadáveres. Aprendió a leer y escribir en una misión católica, en la que tuvo frecuentes conflictos con sus profesores, y por medio de una beca accedió a la Universidad de Rodesia, de la que fue expulsado por su participación en las revueltas estudiantiles que tuvieron lugar en ese país en 1973. Con una nueva beca viajó a Inglaterra para ingresar en el New College de Oxford. Allí los profesores elogiaron su talento, aunque no su conducta. Aficionado en exceso al alcohol, frecuentemente envuelto en peleas, alumno absentista, Marechera fue diagnosticado como esquizofrénico, tras lo cual intentó prender fuego a la universidad. Al negarse a recibir tratamiento, fue expulsado.

Este hecho supuso algo más que su exclusión del mundo académico. Durante años Marechera fue en Londres un vagabundo, detenido alguna vez por posesión de marihuana y miembro de una comunidad okupa en Tolmers Square, cerca del Regent’s Park. Instalado más tarde en una tienda de campaña a orillas del río Isis, concluyó esta Casa del hambre que sería publicada en 1978 por la editorial Heinemann, y que recibió al año siguiente el Premio Guardian a la primera novela. En la ceremonia de entrega de dicho premio apareció achispado y vestido con un poncho rojo. Tras hacer añicos parte de la vajilla y dedicar a los presentes algunas palabras que estos no consideraron de buen gusto se marchó, olvidándose de recibir el premio. Publicaría dos novelas más: Black Sunlight, en 1980, y The Black Insider, que vio la luz, ya de manera póstuma, diez años más tarde. Es autor igualmente de un volumen de obras de teatro y del libro de poemas Cemetery of mind, que se publicó también póstumamente. De Marechera se han traducido al castellano los tres relatos que componen Hombrespez (Ediciones Franz, 2013) y la novela La casa del hambre, que ha publicado este año la editorial Sajalín.

“Cogí mis cosas y me fui” es la frase que abre esta novela que es también una colección de relatos, ambientados en parte en Rodesia y en parte en Londres. El libro está escrito bajo el efecto de las impresiones recibidas por el autor en Oxford y por la naturaleza de su vida callejera en la capital del imperio. Aquí, tras el “éxito” de su primera novela, tuvo encontronazos con su editor y también con sus compatriotas emigrados, quienes le expulsaron en varias ocasiones del Centro Africano de Londres. También, según parece, se casó con una joven blanca, de la que se separó tras una excursión de cinco días por Gales. La casa del hambre, como el resto de las obras de Marechera, posee una compleja y dislocada estructura en la que pueden reconocerse un texto principal, de unas cien páginas, y una docena de textos, algunos de los cuales pueden considerarse relatos, mucho más breves. Estos, en su mayor parte, parecen esbozos de otras tantas historias secundarias que por algún motivo el autor no quiso desarrollar ni tampoco incluir en el cuerpo principal de la novela. En estos textos, junto a un hilo narrativo que se sigue aquí y allá, con abundantes digresiones y saltos temporales y espaciales, de Londres a Rodesia, aparecen rasgos de una literatura que podría ser autobiográfica, si no fuera porque ésta es a menudo imprecisa o abiertamente contradictoria. Así, por ejemplo, abundan las alusiones al padre y a su prematura muerte, “atropellado por un tren del siglo XX”, o “que había vuelto a casa con un cuchillo clavado en la espalda”, o “cuyo cuerpo había sido encontrado en el depósito de cadáveres del hospital acribillado a balazos”. En realidad, más que verosimilitud, especulación filosófica, reflexión política o sentido espacio-temporal, lo que puede encontrarse en estas páginas es un torrente disgregado de ideas, de acontecimientos y personajes, torrente que si aquí es homogéneo es en virtud del principio más constante del relato: la violencia.

“Mi mente es tan caótica porque cada escalón devora al que lo precede”, escribe Marechera. “Y ¿adónde nos conduce esta grandiosa escalera en la que todo devora todo lo demás?” El propio autor no sabe la respuesta, de modo que en una escena determinada que podría ser propia del presente en el que escribía, en Londres, aparece de pronto la evocación de otra sin relación aparente, por lo general referida a su infancia en Rodesia, la cual, tras cruzar por su mente como una ráfaga, nos devuelve a la escena anterior, o no. En ningún caso esas referencias al pasado aparecen teñidas de nostalgia o de folclore étnico, ni siquiera cuando en el texto se inserta alguna narración pretendidamente tomada de la tradición oral. Aquellos personajes del gueto, en la Rodesia segregacionista dominada por el hombre blanco, son seres en la miseria a los que “nadie puede culpar de sus almas hambrientas”, seres pertinaces de la casa del hambre “donde te arrebatan cualquier pizca de cordura como un pájaro le arrebata la comida a sus propias crías”. Y sin embargo, en esa tétrica atmósfera de privaciones, de enfermedades venéreas, de peleas, de terror a la policía y en general al hombre blanco, en medio de la violencia a menudo sin sentido en la que la negritud se devora a sí misma, despunta un impulso sin forma ni destino, un impulso que no es sino de “la libertad que ansiábamos, tal y como ansiábamos la maría, la cerveza, los cigarrillos o la vida después de la muerte, tan viva en nuestro aliento y en nuestros dedos que nos embriagaba incluso antes de haberla encontrado”.

Casi toda la novela gira en torno a esa violencia material y al ideal, paralelo, de una libertad difusa e inexpresable. A este conflicto intentaría responder Marechera en su segunda novela, la mencionada Black Sunlight, que viene a ser una reflexión visceral y a la vez intelectual sobre el anarquismo. A excepción de los episodios relativos al movimiento estudiantil de los años setenta, que fue severamente reprimido por la policía blanca, no se aprecian en La casa del hambre indicios de la superación del conflicto, y más bien da la impresión de que la rebeldía de los personajes se orienta hacia objetivos aleatorios, casi siempre hacia ellos mismos. Ese tenaz principio autodestructivo deviene en invocación de “aquellos héroes negros”, idea que aparece como leitmotiv y que, en uno de los episodios de la novela, permite al autor aludir a los rastas como “la Resistencia, ni más ni menos”, una resistencia que lo es “a todo lo que degrada al hombre, a todo lo que trata de apagar el vínculo entre la humanidad y su herencia, a todo lo que, desde el alma humana, conduce a la avaricia, a la crueldad, a la indiferencia”.

El verbo de Marechera es de una gran riqueza y denota un profundo conocimiento de la literatura, en especial en lengua inglesa. Sus metonimias y abracadabras poéticos resultan perturbadores, inspirados y precisos, por mucho que vayan de la mano de una prosa por lo general encendida y furiosa. Así, una nube de moscas procedente de unos servicios públicos “canturreaba el Aleluya de Handel”, lo cual constituye una fotografía casi perfecta de la condición humana. La vida, por otra parte, es “una tela de araña, salpicada de diminutos cadáveres de genialidades”. Igualmente, cuando relata las torturas a las que fue sometido por la policía blanca, el narrador afirma que “me rasgaron el velo descolorido de mi cordura”.

La conquista de este lenguaje que evoca a Arthur Rimbaud y a James Joyce no fue fácil para nuestro autor, a quien el novelista inglés China Miéville ha definido recientemente como “poeta punk, solipsista, gótico, modernista y filósofo”. En efecto, cuenta Marechera que tras la muerte de su padre fue expulsado junto a su madre y sus ocho hermanos de la casa del gueto en la que vivían. Mientras tanto, tuvo que abandonar la escuela. Sufrió entonces un episodio de tartamudez que duraría tres años, y que le enseñó “a desconfiar del lenguaje, una desconfianza esencial para un escritor, sobre todo para uno que escribe en una lengua extranjera”. Pues la primera lengua de Marechera era el shona. “Cuando hablaba”, explica, “mi discurso tomaba la forma de una discusión interminable entre dos partes: una se expresaba siempre en inglés y la otra siempre en shona. Al mismo tiempo, me consideraba a mí mismo algo indistinto y, a la vez, independiente de ambas culturas”. Sin embargo, el shona formaba parte del gueto del que quería escapar, y el inglés le sirvió de pasaporte. Él fue, por tanto, “un alumno y un cómplice entregado a la colonización de mi propia mente”. Para Marechera, el modo en que se produjo la adopción de su lenguaje literario es la causa de su uso experimental del inglés, al que siempre intentó “dar la vuelta, tratarlo brutalmente hasta convertirlo en una forma maleable que sirva a mis propósitos”. Además, “para un escritor negro, la lengua es muy racista: hay que librar batallas desgarradoras y batirse en espeluznantes duelos a machete… A las feministas les pasa igual. El inglés es de hombres… Esto puede implicar deshacerse de la gramática, desbaratar la sintaxis, minar las metáforas desde dentro, tocar el tambor y los címbalos del ritmo, crear cámaras de tortura de ironía y sarcasmo, hornos de gas con una resonancia negra ilimitada”. Cosas todas ellas de las que esta novela es un desafiante ejemplo, coronado airosamente por María R. Fernández Ruiz, traductora de la edición castellana.

“Cogí mis cosas y me fui”, decía más arriba. La misma frase podría ser el lema de la existencia de nuestro autor, el cual regresó a Rodesia, convertida ya en Zimbabue, para asistir al rodaje de la versión cinematográfica de La casa del hambre. Es difícil imaginar cómo tal texto podría llevarse a la pantalla, y lo mismo debió sucederle a Marechera, cuyas disensiones con el productor y el director acabaron por frustrar la filmación. Marechera pasó sus últimos años como vagabundo en Harare, escribiendo en las calles y en los rincones, intentando justificar su oficio de novelista a pesar de la miseria y de la cruda realidad que la guerra había dejado a su paso. “Debe haber una tensión sana entre un escritor y su país”, escribió. Murió a causa de una neumonía, tras habérsele diagnosticado el SIDA, en 1987, a la edad de treinta y cinco años.

En uno de los tormentosos párrafos de La casa del hambre se lee: “El viejo murió aplastado bajo las ruedas del siglo XX. Sólo quedaban manchas, manchas de sangre y pedazos de carne, después de que lo atropellara, devorándolo. Lo mismo le está ocurriendo a mi generación. No, no es que odie ser negro. Es que estoy cansado de decir que es maravilloso. No, no me odio a mí mismo. Estoy cansado de la gente que se destroza los nudillos en mi mandíbula. Estoy cansado de darme con el cerebro en el umbral de la puerta. No sé. Nada ocurre exactamente según lo previsto. Un sarcasmo cruel gobierna nuestras vidas”.

martes, 14 de octubre de 2014

LECTURA POSIBLE / 163

LOS VIAJES DE ÉRIC FAYE

En mayo de 2008 los periódicos japoneses informaron de un episodio acontecido en una vivienda de las afueras de Nagasaki, propiedad de un hombre soltero, cercano a los sesenta años de edad y de profesión meteorólogo. Este hombre había tenido la sensación de que alguien ocupaba la casa en su ausencia. Tras comprobar que algún objeto había cambiado de lugar y que se esfumaban los yogures de la nevera, el hombre adoptó la costumbre de cerrar con llave la puerta de la vivienda antes de ir al trabajo, cosa que no había hecho antes. Al persistir, e incluso acentuarse, la convicción de que una persona desconocida (pues el meteorólogo no creía en fantasmas) seguía cambiando las cosas de lugar y vaciando su nevera, adquirió e instaló en la cocina una webcam a la que accedería desde el ordenador de su trabajo. Desde allí, en efecto, en los ratos libres que le dejaban las altas y bajas presiones, pudo observar su cocina como si fuera el escenario de un reality show. Allí estaban sus inmóviles objetos familiares, vistos ahora de otra forma, de pronto víctimas inconscientes de un arduo fisgoneo, como sucede en los morbosos programas de telerrealidad. El hombre ya empezaba a sentirse ridículo y a dudar de su salud mental cuando un día, en la pantalla de su ordenador, vio que en la cocina aparecía una sombra. Alguien abría la nevera, escogía un yogur y se sentaba a comérselo mirando hacia la ventana. Era una mujer.

La historia es de las que sólo pueden ocurrir en la realidad, pues a la ficción se le exigen una lógica y una verosimilitud que aquélla, casi siempre, ignora. La mujer llevaba un año viviendo en un armario de la casa del meteorólogo, durmiendo acuclillada y saliendo de su habitáculo sólo cuando el propietario estaba ausente. Era una desempleada que un día había recibido una orden de desahucio; con sus cincuenta y ocho años, le resultaba imposible encontrar trabajo. La suya no era sólo una historia de miseria, sino también de soledad, soledad de esa gente mayor a la que se refería no hace mucho la directora del Fondo Monetario Internacional, quien afirmó que los viejos de hoy viven demasiado. Paradójicamente los hombres y mujeres de los países desarrollados son ahora viejos inservibles y desechables a una edad cada vez más temprana, al mismo tiempo que, sobre todo en Japón, el límite de la existencia por el otro extremo se amplía hasta alcanzar edades bíblicas. En ese país el número de centenarios se acerca, en efecto, a los cuarenta mil, habiendo sido poco más de cien hace medio siglo. La vejez dura ya toda una vida.

Dos años después de que los periódicos aireasen la noticia, el autor francés (nacido en Limoges en 1963) Éric Faye narró la historia del meteorólogo y la mujer del armario, y le puso por título Nagasaki. La novela recibió el premio de ese año de la Academia Francesa y es por el momento el único de sus libros traducido al castellano. Titulada La intrusa, fue publicada por la editorial Salamandra el año pasado. Faye, autor prolífico de novelas, relatos y ensayos, además de fotógrafo, ha escrito entretanto algunos nuevos libros, entre ellos Somnambule dans Istanbul (Editions Stock, 2013) y Malgré Fukushima (Corti, 2014).

La historia de La intrusa está narrada por uno de sus protagonistas, el meteorólogo, en cuya crónica se insertan algunos artículos tomados de la prensa y una carta que le envía la mujer del armario, con la que se cierra el relato. ¿Podría ser acaso esa extraña mujer que él observa a través de la pantalla del ordenador, que vive en su casa, que usa su tetera, que se come sus yogures y se bebe sus zumos, la compañera que él no ha sabido guardar y con la que compartiría sus últimos y tal vez muchos años? ¿Y él, lo sería para ella? “La crisis deja a la gente un poco más sola”, escribe el narrador. “¿Qué significa ya ese ‘nosotros’ que surge en las conversaciones cada dos por tres? El ‘nosotros’ se muere”. Y añade: “En lugar de agruparse alrededor de un fuego, los yoes se aíslan, se espían. Cada cual cree que saldrá mejor librado que el vecino, y puede que eso también sea el final del ser humano”. Y la mujer del armario escribe en su carta: “¿Qué me faltaba? Por la noche, cuando me iba a dormir, siempre me venía a la cabeza la misma idea: todo esto es una broma. Una gran farsa. Tarde o temprano me darán explicaciones, me pedirán disculpas y sabré. Todos sabremos. Está previsto, pero ignoramos cuándo”.

Del mismo modo que la mujer del armario de La intrusa es invisible para el meteorólogo y también, hasta que aparece al final del relato, para el lector, igualmente invisibles son muchos de los episodios que este viajero que es Faye ha registrado en sus libros, desde Albania hasta el Océano Ártico y desde Estambul a Japón. Otros dos títulos, por su parte, nos muestran un trecho del camino literario, que es a la vez político, seguido por Faye: Dans les laboratoires du pire (1993) es un ensayo sobre las contrautopías del siglo XX, desde Orwell y Huxley hasta Ray Bradbury; mientras que en Le Sanatorium des malades du temps (1996) confronta a diversos personajes de Thomas Mann, Dino Buzzati y Julien Gracq en lo que viene a ser una pesquisa de los males morales de nuestro tiempo. Una relación especial es la que nuestro autor mantuvo en sus inicios con el escritor albanés Ismail Kadaré, protagonista de dos de sus libros, un ensayo y una colección de entrevistas, y del que ha vuelto a ocuparse recientemente en Nous aurons toujours Paris (2009).

La variada actividad literaria de Faye incluye además narraciones de carácter fantástico y de anticipación, las cuales participan de una personal e irónica visión de lo absurdo cotidiano, una mirada que tiene su origen en Kafka, acerca del cual dirigió un número monográfico de la revista Autrement, y de lo que acaso su más cumplida muestra sea la novela Un clown s'est échappé du cirque (2005). En esta jocosa crítica del mundo del trabajo y del neoliberalismo se lee: “¿Habrá descubierto finalmente nuestro hombre el secreto de la enorme máquina de lucro que lo ha convertido en un mamífero rentable, eficiente y dócil? Aun así, este mamífero no tiene más que un sueño: escapar del circo”. Sucede que, más allá de sus frecuentes aproximaciones a Oriente, la Mitteleuropa de Kafka, Rilke, Márai, Kundera y el propio Kadaré es la madre nutricia de la obra de nuestro autor, la tarjeta de identidad genética que le permite abordar lo que se oculta bajo la asepsia de la apariencia y a la cual se incorporan imágenes, paisajes humanos entrevistos aquí y allá, reveladores de significados a menudo sorprendentes que nos ilustran acerca de nosotros mismos.

A ello está dedicada la mayor parte de su ya extensa colección de libros de viajes. Son libros atípicos en los que no se encontrará nada parecido a una guía turística, a pesar de lo cual (o por eso) contienen mucho de lo propio de un lugar y de su gente, visto transversalmente por este viajero cuyo propósito es “capturar un poco de lo efímero y tratar de retenerlo”. El rasgo principal de estos libros, la mirada, está presente también en el resto de su obra. Es una mirada fotográfica, lo que no debe resultar extraño en quien ha ilustrado algunos de sus libros con fotografías propias, una sucesión de instantáneas cuyo valor no reside en aquello que se reproduce, sino en su calidad de objeto interiorizado, emotivo.

Buen ejemplo de ello es Somnambule dans Istanbul. Faye escribe: “Siendo niño, a veces era sonámbulo y me levantaba en plena noche para dar unos pasos en estado de trance. El sonámbulo tiene miedo de sí mismo, al menos así lo recuerdo. Él está solo, vive unos momentos entre los hombres sin saberlo. Así puede ser el infierno, o una de sus filiales: despertarse con el turbio recuerdo de actos que no se quería realizar. Uno reanuda el contacto consigo mismo en un taxi, y en el contador hay algunos kilómetros de los que no se puede responder. Quizá sea ésta simplemente la definición de la vida: un largo trayecto por Estambul que, al día siguiente, no deja el menor rastro”.

Durante su trayecto el sonámbulo existe entre otros sin saberlo, y a la vez sin que los otros lo sepan, como le sucedía al personaje de La intrusa. Para escapar de su sonambulismo, el autor se interroga acerca de lo que define una identidad. “¿Los lugares?, ¿una lengua?, ¿o puede que más bien una época?” El Estambul imaginario que cartografía el viajero es aquí producto de los antagonismos entre Oriente y Occidente, pero también de la contemplación de espacios desolados que parecen haberse desprendido tanto de la Historia como de un presente “que se retira, de manera gradual, a los márgenes del mundo”.

Semejante a la anterior es la mirada que protagoniza Malgré Fukushima, Journal japonais. “De Wakkanai, el norte nevado”, escribe Faye, “hasta el extremo austral de Iriomote, no lejos de Taiwan, durante cuatro meses he intentado comprender esta coma gigantesca entre Eurasia y el Pacífico”. Al igual que en Estambul, gran parte de la experiencia de la que se alimenta el viajero es sensorial y principalmente se manifiesta a través del olfato. “Podríamos someter a los visitantes a una prueba a ciegas, los ojos y los oídos vendados. Apuesto a que adivinarían que se encuentran en Japón. Esto no quiere decir que un olor particular sea la firma del país, pues se trata de una confluencia de exhalaciones, ninguna de las cuales es desagradable”. A ello se añade el placer de descubrir la infinita gama de verdes del paisaje japonés, ya que “sin duda todos conocemos verdes en Europa, pero no al mismo tiempo”.

También estos libros de viajes son crónica de nuestra época, una época habitada, a despecho de la andrajosa telerrealidad, por una humanidad afirmativa, curiosa, enérgica y creativa. Este esplendor del mundo, que en el pasado ha sido celebrado por tantos autores, y que resulta ser hoy un tema en apariencia ajeno a nuestra modernidad, es uno de los componentes mayores de la obra de este autor, romántico tardío y artesano literario cuyos libros, como los lugares e historias que describe, esconden secretos para deleite de los que vengan después.

martes, 7 de octubre de 2014

VARIACIONES / 17

EFRAÍN HUERTA Y OCTAVIO PAZ, PROTAGONISTAS DE LA 42ª EDICIÓN DEL FESTIVAL DE GUANAJUATO

Considerado como el más importante de Latinoamérica, se inicia mañana, 8 de octubre, el Festival Internacional Cervantino de Guanajuato (México), que este año llega a su 42ª edición. El programa, que se extiende hasta el 26 de este mismo mes, incluye un homenaje a William Shakespeare, con motivo de los 450 años transcurridos desde su nacimiento, así como gran variedad de espectáculos, exposiciones y actividades pedagógicas. Además, en el ámbito literario, este año se evocarán la vida y la obra del poeta Efraín Huerta y de Octavio Paz, autores ambos de los que se conmemora su centenario.

La ciudad colonial de Guanajuato, “capital cervantina de América”, viene celebrando su festival desde mediados del siglo pasado, habiendo alcanzado en los últimos tiempos una relevancia internacional que lo convierte en uno de los más destacados en su género. La vocación cervantina del festival, que se remonta al origen del mismo, viene ilustrada este año con la interpretación al aire libre de diversos entremeses del autor de Alcalá, a lo que hay que añadir algunas charlas y mesas redondas en las que se examinarán las posibles correspondencias entre Cervantes y Shakespeare, en particular en torno al personaje de Cardenio, héroe quijotesco en el que como es sabido se inspiró también el autor inglés. La referencia a Cervantes estará presente igualmente en un proyecto musical que constituye una de las grandes novedades de esta edición del festival: la Academia Cervantina, espacio pedagógico que dará cabida a jóvenes instrumentistas latinoamericanos especializados en el repertorio de los siglos XX y XXI, bajo el magisterio del Ensemble Intercontemporain y el Cuarteto Arditti.

La parte más nutrida del festival es la que corresponde a Shakespeare, protagonista de conferencias, proyecciones cinematográficas, conciertos y representaciones teatrales. Éstas últimas incluirán Coriolano, por la Compañía Nacional de Teatro, Giulio Cesare, pezzi staccati, por la compañía italiana Socìetas Raffaello Sanzio y el estreno de Descubriendo a Shakespeare, pantomima sin palabras a cargo de la compañía Ñaca-Ñaca. Junto al autor de Stratford-upon-Avon, y siguiendo la pauta marcada desde el año 2000, cuando se instituyó la costumbre de presentar como invitado a un país o una región de México, este año el protagonismo del festival lo comparte Japón, país del que se ofrecerá una amplia muestra de su milenaria cultura. Marionetas tradicionales, tambores taiko, teatro contemporáneo, danza y música clásica son sólo una parte de la oferta que, procedente del país nipón, podrá disfrutarse en diversos escenarios guanajuatenses.

Mención aparte merece la sección “Frontera(s)”, eje temático ideado con el objetivo de proceder a una reflexión amplia acerca de los límites territoriales, ideológicos, morales y económicos, así como también acerca de las fronteras (o la ausencia de ellas) en los géneros artísticos. En este contexto se representarán dos óperas, Viaje, una producción del propio festival con música del compositor Javier Torres Maldonado y libreto de la escritora Cristina Rivera Garza; y Paso del Norte, obra de Víctor Rasgado basada en la pieza teatral El viaje de los cantores, de Hugo Salcedo, en la que se describe un hecho real acontecido en 1987, cuando dieciocho emigrantes mexicanos que trataban de acceder a Estados Unidos quedaron atrapados en el vagón de un tren de mercancías. La trágica historia fue narrada por el único superviviente, y su tratamiento operístico, que ahora volverá a ponerse en escena, se estrenó hace tres años en Oaxaca.

A esta misma reflexión fronteriza contribuirá la interesante propuesta realizada conjuntamente por las compañías Teatro Línea de Sombra y Carabosse, mexicana y francesa respectivamente, que ofrecerán el espectáculo multidisciplinar Artículo 13, bajo la dirección de Jorge Vargas y Christophe Prenveille. El montaje, que pudo verse en diversos escenarios franceses hace dos años, y que integra una instalación y un documental, está basado en el artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y según sus responsables viene a ser un responso colectivo en memoria de los millones de personas que abandonaron su lugar natal y nunca llegaron a su destino, “quedando así en el limbo donde habitan aquellos que no están en ningún lado”. Complemento a estos espectáculos sobre la emigración serán tres conferencias que tendrán lugar en la Universidad de Guanajuato.

Intensa se presenta también la agenda literaria del festival de este año, elaborada en torno a las figuras de Efraín Huerta y Octavio Paz. Del segundo de ellos se presentará a los lectores el libro Viento entero (Conaculta), edición facsimilar del poema publicado originariamente en la India en 1965. El libro incluye textos de Conrado Tostado, Eliot Weinberger y Eduardo Vázquez Martín, tres grandes conocedores de la producción del escritor y diplomático mexicano. Acerca de esta obra el propio Paz escribió: “El poema es una sucesión de paisajes, situaciones y momentos –a la manera de un ‘renga’ (sucesión de haikus) japonés”, y es producto de dos acontecimientos en la vida del autor: su encuentro en París con Marie José Tramini, que se convertiría en su esposa; y el viaje que realizó por Afganistán y el norte de la India. “El encuentro con Marie José”, escribe Tostado, “es una detonación erótica que transfigura la poesía y la vida” del autor, quien escribió el poema de regreso a Delhi, donde cumplía funciones de embajador, aún fascinado por los paisajes afganos. Autopublicada por Paz en una época en la que no tropezaba con obstáculos editoriales, la predilección del autor por dicha obra obedece al “reconocimiento inmediato en Viento entero del inicio de un nuevo capítulo” de su obra poética, en la que a partir de aquí  pudo representarse cabalmente como poeta y como hombre. Homenaje a éste será también el estreno en el Teatro Principal de Guanajuato de una obra del inglés Michael Nyman, su Sinfonía nº 12, subtitulada Hablo de la ciudad. El compositor, que ha residido en México cinco años, contempla esta obra como parte del proyecto de una película en preparación sobre sus experiencias en ese país, la cual contará con textos de Octavio Paz.

No menos importantes son los actos dedicados a Efraín Huerta, uno de los grandes poetas mexicanos del siglo pasado cuya obra experimenta en la actualidad una revalorización que debería abrirse camino también más allá de México. A esa tierra de fuertes contrastes se refirió como “la temerosa y vibrante llanura de sombras que es nuestra patria”. De este poeta nacido en Silao (Guanajuato) hace ahora cien años, se presentarán el próximo jueves en la Biblioteca Armando Olivares cuatro volúmenes de reciente aparición: Poesía completa, El otro Efraín, Efraín Huerta, iconografía y El Gran Cocodrilo en treinta poemínimos, todos ellos editados por Fondo de Cultura Económica. Interesante novedad es el segundo de los títulos citados, antología de textos en prosa que ha sido realizada por Carlos Ulises Mata y que sirve para ilustrar dos aspectos poco conocidos de la obra del autor: su actividad como crítico cinematográfico y sus artículos políticos.

Debe recordarse que Huerta fue un activista de la izquierda latinoamericana, uno de los fundadores junto a Octavio Paz de la revista Taller y un genuino representante de la vanguardia literaria de los años cincuenta, como iniciador del movimiento “el cocodrilismo”, que dio a conocer en diversas revistas especializadas. Militante del Partido Comunista de México, el activismo de Huerta corrió paralelo a su progresivo interés por los movimientos vanguardistas, fuertemente influidos por la guerra civil española y el psicoanálisis. El propio autor se definió en uno de sus celebrados poemínimos: “Primero / que nada / me complace / enormísimamente / ser / un buen / poeta / de segunda / del Tercer Mundo”. Y Paz escribió: “A mi generación, que fue la de Efraín Huerta, le tocó vivir el crecimiento de nuestra ciudad hasta, en menos de cuarenta años, verla convertida en lo que ahora es: una realidad que desafía a la realidad… Con nosotros comienza, en México, la poesía de la ciudad moderna”.

Huerta, al que se conoció en vida como “el Gran Cocodrilo”, dedicó parte de su actividad de los años cuarenta y cincuenta a la crítica cinematográfica, en particular en la Revista Mexicana de Cultura, ocupación de la que no excluyó el humor y la ironía que eran propios de su obra poética, así como su frecuente “crítica a los críticos”. De esto último son buena muestra las palabras que escribió como réplica a algunos comentarios aparecidos en la prensa de México tras el estreno de Los olvidados, la película de Luis Buñuel: “Los reproches que los mexicanos hipócritas dirigen a Los olvidados”, escribió, “son precisamente eso: hipócritas. Hay que ver de frente la verdad de un país, y ésta es una de las misiones del cine, cuando se resuelve a afrontar los temas mexicanos. Presentar un México exclusivamente de charros y chinas poblanas, en serenatas de noche de luna, es falsear a México”.

El director de FCE, Julio Trujillo, ha señalado en el periódico La Jornada que Huerta “es un poeta necesario en días como hoy, en los que vemos condiciones muy parecidas a las que existían cuando él escribía. El hambre, la desigualdad, el poder vertical sobre los mismos… Extraño su indignación, la esperanza que generaba, esas antenas que estaban puestas para defender alguna causa, para responder contra alguna injusticia”. Y añade: “Los tiempos reclaman un llamado a la sublevación poética que tanto y tan bien hacía Efraín Huerta, a la rebeldía, a volver a nombrar al amor y a rebelarse. La lección de Efraín es ésa, y también es de amistad, de solidaridad”.

Además de los libros mencionados, se presentará dentro del festival Los hombres del alba y permiso para el amor. Brevísima antología (Ediciones La Rana), nueva edición a cargo de Raquel Huerta-Nava de una de las obras mayores del autor. El homenaje que rendirá el Festival de Guanajuato a Efraín Huerta incluye una lectura colectiva y musicalizada de su poesía, acto que con el nombre de “¡A leer al Cocodrilo!” tendrá lugar en una de las plazas de la ciudad, frente a otro de los espacios que albergará algunos espectáculos del festival, el Teatro Juárez.

Gran parte de los actos programados tendrán lugar en las calles de Guanajuato, en el marco de la sección “Callegenera”, que incluye actividades para niños y jóvenes, entre ellos talleres de baile, la “semana hip hop” y diversos conciertos y representaciones, lo que constituye un capítulo de arraigada tradición en un festival ya plena y felizmente consolidado, potente dinamizador de las artes de sus país y reconocido en el mundo como uno de los acontecimientos culturales más atractivos en la lengua de Cervantes.

Descubriendo a Shakespeare
Paso del Norte
Artículo 13

miércoles, 1 de octubre de 2014

DISPARATES / 117

CATALUÑA: EL RUIDO Y LAS NUECES

No se me ocurre nada sobre Cataluña. Sencillamente: no tengo opinión. Todas las informaciones al respecto a las que puede accederse desde aquí, la áspera meseta a la que cantaba Elisa Serna, no pasan de lo monótono y de lo previsible. Es, como se suele decir, un sota, caballo y rey, sobre todo rey, lo que nos llega obstinadamente desde los dos partidos dominantes y los medios de comunicación, todos ellos (partidos y medios) propiedad de los bancos y transnacionales que ya conocemos. A ellos, por lo visto, no les gusta lo que sucede en Cataluña. Por otra parte, el vocerío, la amenaza con el Dios vengador del Antiguo Testamento y las plagas de Egipto que resuenan por aquí contrastan abiertamente con la tranquila indiferencia con que los actuales acontecimientos son contemplados por la mayoría de los catalanes, los cuales tienen otros problemas y cuya opinión, según me cuentan, oscila entre el “¿por qué no?” y el “a lo mejor”.

Es difícil, para los que sólo somos ciudadanos, formarse una opinión en un país en el que todo lo relativo a la política se esconde bajo un ruido tan estruendoso como turbio. Esa poca claridad, esa opacidad que son propias de una política que tiene algo más que déficits democráticos, ya es tradicional y no sorprende a nadie. Hace unos meses, por ejemplo, han cambiado a nuestro Jefe del Estado, no sabemos por qué, y seguramente nunca lo sabremos, cosa inconcebible en la mayoría de los países civilizados, y que aquí sólo fue tema de conversación durante un par de días. Igualmente, es muy posible que nuestro próximo gobierno sea una coalición de los dos partidos mayoritarios y hasta ahora irreconciliables, y tampoco sabremos por qué. Y sin embargo la gente opina, o cree que lo hace, fundando sus raquíticos argumentos en lo que ofrecen los tebeos que venden en los quioscos y a los que llaman “periódicos”, o en los humorísticos monólogos que tienen a bien soltar los comunicadores estrella de la televisión en horario de prime time.

Estas cosas me recuerdan al personaje de un relato que escribió Henry James hace más de cien años. Una señora de Estados Unidos, país donde nació esta epidemia de la libre opinión, afirmaba sin recato que había muchos temas, una infinidad de ellos, sobre los que no tenía el menor criterio, a pesar de lo cual dormía bien. Era una excéntrica esta señora, un anacronismo, una mujer que no comulgaba con la masa, y que antes de opinar sobre algo se molestaba en informarse, lo que, como muchos ya sabían entonces, no podía hacerse por medio de los periódicos. Para quienes la rodeaban, esta pobre señora no estaba al día, la conversación con ella resultaba difícil y fastidiosa, y siempre era de temer que le castigara a uno con su ironía o su sarcasmo. La epidemia de la que no se contagió el personaje de James presenta hoy rasgos catastróficos, y a los espacios físicos –sobre todo los bares– en los que antes se mostraban los infectados ha venido a añadirse ese nuevo espacio virtual que pomposamente recibe el nombre de “redes sociales”, donde todos –yo mismo– opinamos alegremente sobre la liga de piragüismo de Nueva Zelanda, sobre las probabilidades de que haya vida inteligente en la galaxia de Andrómeda, el porvenir de la física cuántica y las motivaciones e intenciones de nuestro Tribunal Constitucional. Uno, aun sirviéndose modestamente de ellos, no puede evitar pensar que estos tebeos, estos programas de máxima audiencia y estas redes son como los juguetes que los mayores dan a los niños para que les dejen en paz.

“Los estadounidenses son los seres mejor entretenidos del planeta”, escribió Neil Postman, “y también los peor informados”. Hoy, los que somos estadounidenses de segunda –sin derecho a voto– recibimos la diaria dosis de entretenimiento en nuestros propios países, sin necesidad de viajar al extranjero, y cuando por las mañanas nos miramos en el espejo mágico la bruja nos dice que somos los más guapos del lugar, los más demócratas y los mejor informados. Y nos gusta.

A falta de una opinión propia, por carecer de conocimientos acerca de lo que realmente sucede en los entresijos del poder, sobre todo económico, me atreveré a recordar aquí algunos hechos que quizá sirvan a alguien, junto a una información que merezca tal nombre, para formarse una opinión con respecto a Cataluña.

En primer lugar, hace tiempo que España se está separando de Cataluña, y no a la inversa. La cooficialidad del catalán –y de otras lenguas– que fue consagrada por la Constitución nunca ha tenido la menor repercusión práctica fuera de las provincias catalanas. Dicha cooficialidad aparece registrada entre nosotros con las mismas palabras que en las Cartas Magnas de Suiza y Canadá, por poner dos ejemplos, pero su aplicación difiere por completo. El catalán no se les aparece a los españoles como una lengua oficial del Estado –lo que es–, sino como “una cosa de ellos”, una jerga antiespañola y además imperialista. El absurdo de la política lingüística española se manifestó ya hace décadas cuando se envió a Bruselas una copia de nuestra Constitución, la cual, según las leyes vigentes, debía ir acompañada de ejemplares traducidos a todas las lenguas oficiales del Estado. Así, junto a la Constitución en catalán se envió una en valenciano y otra en mallorquín, todas iguales, lo que dejó perplejos a los funcionarios europeos. No han creído nuestros sucesivos gobiernos en el carácter plurilingüe del Estado, dejando estas lenguas en manos de unas minorías que han hecho un uso provechoso –para ellas– de las mismas. No se ha querido presentar el catalán, o el euskera, como una riqueza común de todos los ciudadanos. Esta politización del habla y la escritura, en particular en el ámbito educativo, ha constituido la piedra angular sobre la que los movimientos secesionistas, no sólo el catalán, han levantado una alternativa que resulta atractiva para muchos. A ello se suma la también aberrante política económica que los gobiernos centrales han aplicado a las comunidades autónomas. A la valenciana, que en tiempos fue mayormente de izquierdas, la conquistó el gobierno de Aznar por medio de un aumento continuado del presupuesto, lo que equivale a decir que se la compró con dinero, un dinero fácil que circuló masivamente, con los resultados que hoy son de todos conocidos. Del mismo modo, en los presupuestos generales para el 2015 a Cataluña se la castiga ahora con sólo un 9,5%, la mitad de la parte que corresponde a esta comunidad por su aportación al PIB. Hoy mismo la prensa española hace una lectura totalmente surrealista de este dato estadístico, presentándolo exactamente como lo contrario de lo que es. Ese 9,5 es el porcentaje más bajo de inversión estatal en Cataluña en los últimos diecisiete años.

Habría que hacer, en segundo lugar, una reflexión acerca de la manera en que el derecho a la autodeterminación es considerado desde el gobierno y los partidos mayoritarios. El procedimiento legal según el cual el parlamento de una región aprueba hacer una consulta que después debe ser refrendada por el propio parlamento ha sido válido en las últimas décadas para el gobierno español, que yo recuerde, en los casos de Lituania, Letonia, Estonia, Ucrania, Bielorrusia, Moldavia, Georgia, Croacia, Bosnia-Herzegovina, Macedonia, Kosovo, Eslovenia, Eslovaquia y diversos países asiáticos de la antigua URSS, entre ellos Uzbekistán y Kazajistán. Ninguna de estas naciones tuvo antes de ahora Estado propio, sus procesos de segregación obtuvieron el respaldo de nuestro gobierno y en todos ellos existen hoy representantes diplomáticos españoles. Si estos procesos de autodeterminación han sido dados por buenos, ¿por qué ahora el de Cataluña no lo es? ¿Sólo porque se trata de una región española? ¿Puede considerarse ésta una forma justa de aplicar las leyes?

En tercer lugar, España, como víctima de su propia historia y del consenso internacional que fue necesario para que el régimen anterior se perpetuase, sigue siendo hoy un país sin soberanía nacional y carente por completo de un proyecto de Estado que se pueda llamar propio. El margen de maniobra de nuestros gobernantes es mínimo y en muchas materias inexistente –hasta Pablo Iglesias ha reconocido ante un entrevistador que el objetivo de Podemos es construir un país “un poquito” mejor–, despojado como está de política monetaria y con un Banco de España que sólo trabaja para los especuladores, sin política exterior, ocupado por bases estadounidenses que dictan las necesidades de la defensa según sus intereses, sin política de inmigración, etc. No es para sorprenderse que la cosa pública en España se reduzca a la enumeración de los casos de corrupción y al “y tú más”: es que realmente ahí acaba todo. Así, ¿puede parecer anómalo que una región decida independizarse? Otra cuestión muy diferente es que los catalanes pudieran, llegado el caso, determinar y poner en práctica un proyecto nacional propio. La cuestión, más bien, es si ellos creen que tal cosa es posible. Si lo creen –y yo no dispongo de información suficiente para negar nada– deben al menos hacer uso del derecho a intentarlo.

A lo anterior cabría añadir un par de reflexiones mínimas. Nos han enseñado que todos los nacionalismos son por definición malos, contrarios a las libertades y a los derechos de los individuos y al progreso de los pueblos. Una mayoría de la así llamada izquierda española, y no digamos de la derecha, coincide en expresarse en estos términos, con independencia de que no se haya oído a ninguno quejarse cuando el gobierno español reconoció los procesos de autodeterminación de las naciones enumeradas más arriba. Sólo se quejan ahora. Resulta que para unos y otros es muy cómoda la actitud de declararse antinacionalista mientras guardan con celo su carnet de identidad, un carnet que les confiere derechos y libertades que otros no tienen, y lo que es más: que les negamos a muchos, por ejemplo a los africanos que tratan de pasar la frontera y se dejan la vida en las vallas de Ceuta y Melilla, o en las playas de Andalucía y Canarias. Muy poco nos acordamos de ellos cuando rechazamos que otros tengan derecho a un Estado, mientras nos beneficiamos de los privilegios que nos da el nuestro. Entre las hipocresías de nuestro tiempo, que merecerían la pluma de un Maupassant o un Zola, no es ésta la menor.

Cuando Cristina Fernández, presidenta de Argentina, comprobó que su Banco Central transmitía información confidencial a los especuladores financieros, destituyó al director, quien debía trabajar en beneficio de la nación y en realidad estaba realizando funciones de sabotaje contra el Estado. La destitución fue ampliamente divulgada por nuestros medios, acompañada de numerosos aspavientos y de las habituales calumnias. Sin embargo, aquél fue un envidiable acto de reivindicación nacional, necesario en estos tiempos en que un poder económico global extiende sus eficaces ramificaciones hasta el centro mismo de las instituciones. ¿Cómo frenar a ese poder global, si no es mediante gobiernos nacionales democráticos e independientes, es decir, soberanos? Si algo enseña el actual mapa del mundo, y las relaciones políticas y económicas que predominan en él, es que hay que revisar de arriba abajo el concepto de lo nacional, así como los valores que se le atribuyen. A esto, ni más ni menos, es a lo que ahora llaman “populismo”.

Con toda probabilidad Cataluña no va a ser independiente, aunque sigo sin escuchar un razonamiento plausible que lo impida. Lo que se oye, más bien, no pasa del barullo visceral y del ladrido. ¿A qué viene, pues, tanto jaleo? La dimensión de nuestra vieja España ha mermado mucho desde los tiempos de Felipe II, pero no hay que irse tan lejos. Cuando me enseñaron las provincias españolas, éstas incluían el Sahara, Ifni, Fernando Poo y Rio Muni. De esto da fe mi colección de sellos, que debe andar por alguna parte. Ahora son raros de encontrar, pero no creo que tengan ningún valor. Y duermo bien.