martes, 26 de noviembre de 2013

LECTURA POSIBLE / 125

CHRISTOPHER MORLEY Y SUS LOCOS LIBREROS

Hay una buena literatura ligera como también ocurre en otros ámbitos, por ejemplo en la música, y una parte importante de la misma se ha escrito en Estados Unidos. Mark Twain tiene algo de culpa en ello, aunque posiblemente las razones profundas sean más complejas. Muchos de los emigrantes que se establecieron en Norteamérica eran de origen protestante, y por tanto en gran medida lectores de la Biblia, lo que en los países donde predomina alguno de los cultos derivados de Lutero ha servido históricamente, a la gente sencilla, como iniciación a la lectura. Además, no pocos de estos emigrantes tuvieron que familiarizarse con la lengua inglesa a través de los libros. El espíritu democrático de los pioneros, como ilustró cumplidamente Willa Cather, resultó propicio a una literatura, e incluso a una filosofía, de carácter accesible y exenta de las clasistas complejidades al uso en Europa, donde mayormente se escribía para los ya iniciados. La literatura doméstica llegaba al lector generalmente por medio de las bibliotecas públicas y los periódicos, y más tarde de libros que debían exhibirse en las estanterías de los hogares, como signo de éxito social. Esta historia épica de la introducción de la literatura en Norteamérica es la que narra Christopher Morley en sus primeras obras, La librería ambulante y La librería encantada, dos clásicos de la novela ligera estadounidense que ha publicado entre nosotros la editorial Periférica.

Morley nació en 1890 en Pensilvania, hijo de un profesor de matemáticas y una violinista. Estudió historia moderna y después de graduarse empezó a trabajar como lector en la editorial Doubleday, que por aquel entonces publicaba en América los libros de Somerset Maugham y Joseph Conrad. Es en 1917 cuando inicia su carrera como periodista, primero en Nueva York y luego en Filadelfia, y publica su primera novela, cuyo éxito le animó a escribir una secuela que se publicó dos años más tarde. Hoy es recordado sobre todo por su novela Kitty Foyle, editada en 1939 y que dio lugar al año siguiente a una oscarizada adaptación cinematográfica (Espejismo de amor se tituló en España) protagonizada por Ginger Rogers.

Nuestro prolífico autor publicó más de cien títulos, entre novelas, ensayos y libros de poesía. Su veneración por la obra de Conan Doyle le llevó a fundar un club de lectura, “The Baker Street Irregulars”, fue productor de teatro y uno de los promotores del popular “Book of the Month Club”. Murió en 1957, en Nassau, donde unos años después se creó un parque que todavía hoy lleva su nombre. Tras su muerte, los periódicos de Nueva York publicaron el último mensaje que dirigió a sus amigos y lectores: “Leed, todos los días, algo que nadie más esté leyendo. Pensad, todos los días, algo que nadie más esté pensando. Haced, todos los días, algo que nadie más sería tan tonto como para hacerlo. Es malo para la mente ser continuamente parte de la mayoría”.

Las novelas de Morley no están muy alejadas del ambiente y las intenciones que en esos mismos años dieron celebridad a O. Henry y Noel Coward, quienes de hecho crearon un estilo que hasta hoy es propio de la literatura americana. De esta novelística urbana de la que no están excluidos el romance ni las cuestiones sociales, así como el humor y la crítica de costumbres, desentona en cambio la primera obra de Morley, La librería ambulante, pero sólo porque es la única de las suyas que transcurre en el ambiente ingenuo y rural de la vieja América.

Su protagonista es Helen McGill, que además es la narradora. Helen es la gorda y solterona hermana de Andrew, granjero que se ha convertido en hombre de letras y que ha obtenido cierto reconocimiento por un par de libros de asunto más bien moralista y pastoril, un poco a imitación de la vieja literatura de Nueva Inglaterra. Helen se queda en la granja zurciendo calcetines y criando gallinas mientras su hermano marcha a Nueva York para tratar con editores y gentes del mundo literario. Más tarde incluso deja desatendida la granja para recorrer la campiña, en la que espera encontrar inspiración para su obra. Helen, contrariada por la conducta de su hermano, se dedica a destruir la correspondencia que éste recibe sin siquiera leerla, hasta que un día aparece en la granja Roger Mifflin, librero ambulante. Éste lleva años recorriendo el país con su carromato cargado de libros y su perro. El hombre también ha sido víctima de la enfermedad libresca, y decidido a trasladarse a Brooklyn para escribir un libro ha resuelto vender su carromato con los volúmenes que contiene. Horrorizada por la idea de que Andrew se deje engatusar por el librero, ella misma compra el carromato con sus escasos ahorros y anuncia su decisión de convertirse en librera ambulante.

A partir de aquí Helen relata su aventura como vendedora de libros, acompañada por el caballo y el perro que pertenecieron a Mifflin, y a trechos también por éste, que durante el resto de la novela intentará tomar un tren con destino a Nueva York. Por el camino, esta rara especie de Quijote y Sancho trabarán amistad y algo más, convertidos en fugados a los que a todo trance persiguen el burlado hermano y las autoridades. No falta el encuentro con unos bandidos desalmados a los que el pequeño y arrojado Mifflin tratará de poner en su sitio, ni un segundo encuentro, esta vez con el ofendido hermano, que como es natural acabará con ambos hombres de letras enfrascados a puñetazos. No es necesario decir que la historia, que se lee con una sonrisa, tiene final feliz.

La secuela, La librería encantada, transcurre ya en Brooklyn, convertidos los locos libreros en marido y mujer. El Parnaso ambulante es ahora un Parnaso doméstico en el corazón de la gran ciudad, agudo contraste al que se añade el hecho de que nos encontramos al término de la Gran Guerra, un tiempo repleto de novedades técnicas y de mudanzas en las costumbres. Si Morley acertó plenamente en la primera novela de la saga en su descripción de la Norteamérica rural, aquí su mérito no es menor, lo que sirve para añadir a la trama y a las rocambolescas peripecias de los libreros la aparición de diversos personajes no menos estrambóticos, pobladores de ese Brooklyn que dejaba por entonces de ser una especie de pueblo añadido a la urbe para ser definitivamente engullido por ésta. El relato adquiere aquí la forma de lo que hoy en el medio televisivo se llama una sitcom por la que circulan disparatados personajes, entre ellos un libro de Carlyle que parece haber cobrado vida propia; así como Titania, la joven empleada, su excéntrico padre y su inefable pretendiente, el agente de publicidad Aubrey; sin olvidar a los miembros del “Club de la Mazorca”, verdadera asamblea de libreros en la que se discute sobre todo lo imaginable.

La desaparición del libro mencionado derivará en una intriga policíaca y política en la que estarán implicados diversos supuestos espías alemanes, aunque aquí lo sustancial, de nuevo, vuelve a ser la aventura de la pareja protagonista, una aventura que es ahora intelectual y que da pie a Mifflin para explayarse acerca de los temas más variados, en especial, claro está, los libros y los libreros: “Sólo compro libros que considero que tienen una razón suficiente para existir. Mientras el juicio humano sea capaz de discernir, intentaré mantener mis estanterías libres de basura”, dice este genuino librero, para quien “no hay nadie más agradecido que un hombre al que le has recomendado el libro que su alma necesitaba sin saberlo”. De su conversación se desprenden sugerentes ideas acerca de los libros, la guerra y la relación de ésta con aquéllos, y sobre todo acerca de la función del personaje del librero, que no es sólo un vendedor de libros: “Y déjeme decirle que el negocio de los libros es muy distinto a otros. La gente no sabe que quiere los libros. Usted, por ejemplo. Basta con mirarlo un instante para darse cuenta de que su mente padece una tremenda carencia de libros y, sin embargo, ahí sigue, dichosamente ignorante. La gente no va a ver a un librero hasta que un serio accidente mental o una enfermedad los hace tomar conciencia del peligro. Entonces vienen aquí”.

Al margen de la intriga en materia de espionaje, muy propia de la época en que Morley escribió su novela y de la paranoia reinante entonces en Estados Unidos con respecto a los ciudadanos de origen alemán, esta obra, como la anterior, constituye un sincero, a la vez que humorístico e incisivo homenaje a los libreros, ese gremio amenazado hoy por Amazon y similares al que tanto debemos autores y lectores. A ellos está dedicado este delicioso díptico, que hoy ha vuelto a ponerse de inesperada actualidad. Para decirlo con palabras de Morley: “Traedme aquí al gordo marroquinero para reencuadernar el volumen y ponerlo en su lugar de honor en mis estanterías: pues mi libro prestado me ha sido devuelto. Ahora, por tanto, tendré que devolver algunos de los libros que yo mismo he tomado prestados”. Frase que ilustra un modo de entender la cultura y la puesta en común de la misma, así como el sentido de estas páginas de amor, de amor a la literatura.

martes, 19 de noviembre de 2013

DISPARATES / 90

EL DISCURSO DE LA AUSTERIDAD DESDE UN TRONO DE ORO

Ruth Hardy*

En un banquete de Estado en honor del nuevo alcalde, David Cameron, primer ministro británico, pronunció este lunes un discurso que se centró en su compromiso con la causa de la austeridad permanente. Cuando le tocó hablar, se levantó de su trono de oro para leer sus notas, que se encontraban sobre un atril de oro.

Casualmente, resulta que yo también estaba presente en el banquete, así que pude oír por mí misma las noticias sobre la reducción permanente del gasto público. Por desgracia, no estaba en el banquete como un dignatario, un diplomático extranjero, un magnate de la industria, o como director de una empresa importante de la ciudad. Yo estaba allí para hacer un servicio. Inicialmente, el contraste entre el discurso y el lugar desde el que se pronunció casi parecía demasiado ridículo para emocionarme. Pero en realidad lo que refleja la actitud de Cameron hacia aquellos para los que afirma trabajar, es escalofriante.

Yo trabajo por la noche y los fines de semana para una “agencia de eventos”. La agencia es grande, y el horario es flexible, lo que me permite combinar este trabajo con mi ocupación principal como becaria en una empresa. Es difícil, y ya han pasado dos meses desde que estoy en un estado de semi-agotamiento. Dicho esto, en realidad los eventos para los que trabajo suelen ser interesantes, si bien en este caso el banquete en Guildhall lo fue aún más. Aunque, como ya dije a uno de mis colegas: “¡Solo porque Boris Johnson era el alcalde acepté trabajar!”.

Los invitados disfrutaron de una recepción con champán antes de que les sirviéramos los entremeses (hongos británicos), un plato de pescado y carne de lomo como plato principal, todo regado con vino, por supuesto. Durante la pausa que precede al postre, con el café, el oporto, el brandy y el whisky, Cameron hizo su discurso. Habíamos despejado el piso inferior de los vahos de la cocina, con el fin de pulir los cubiertos. En ese momento, la mayoría de nosotros estábamos agotados. Servir debidamente la mesa requiere fuerza física, y yo no soy la única que debe combinar dos o tres puestos de trabajo. El contraste entre los dos mundos era sorprendente, y algún compañero señaló que la situación recordaba una escena de Downtown Abbey [serie de moda en la televisión inglesa].

Tal vez Cameron no entendió la ironía, o quizá había olvidado al ejército de servidores, trabajadores de mantenimiento, cocineros, camareros y demás servidumbre que también estuvo presente en el banquete. Tal vez pensó que toda la gente rica que estaba en el comedor comprendía la necesidad de la austeridad. Tal vez no se le ocurrió que este mensaje probablemente no sería tan fácilmente comprendido por quienes no habíamos ido allí a disfrutar de una comida de cuatro platos. Tal vez se había olvidado de aquellos de nosotros, los discapacitados, los trabajadores, los parados, a los que la austeridad produce un efecto catastrófico.

En su discurso, Cameron habló de un “estado más ágil, más eficiente y menos costoso”. Dijo que la austeridad podría ser una política de Estado de carácter permanente, una manera de hacer recortes en los excesos administrativos de algunos servicios públicos. Todo ello se enmarca en el contexto de las difíciles condiciones de vida actuales –una reducción al mínimo de los gastos del Estado, justificada porque “ese gasto sale de los bolsillos de los mismos contribuyentes, cuyo nivel de vida queremos ver mejorar”.

En cambio, por supuesto, no dijo una palabra acerca de los cambios que afectarán al banquete pagado por el Estado en el que el primer ministro hablaba.  Tal vez el año que viene haya sólo tres platos, o se elimine el vino de postre sin piedad.

Me pregunto cómo Cameron y su gobierno pueden hacer estas cosas. Aparte de la estupidez de invocar los recortes mientras se lleva un lazo blanco, ¿es que no ven que los recortes sociales se hacen sólo contra los más vulnerables de la sociedad? Él disfruta de un banquete, mientras que el número de personas que utilizan los comedores sociales se ha triplicado en el último año. Como alguien de mi turno me comentó: “Le molesta que se sirva comida gratis a quien de verdad la necesita”.

Como es obvio, el contenido político del discurso de Cameron es más importante que el lugar donde lo pronuncia, pero yo no creo que esto último sea irrelevante. Tengo un problema irresoluble con un hombre sentado en un trono de oro que nos da una conferencia sobre la reducción del gasto, como una versión moderna del sheriff de Nottingham vestido de etiqueta. Mientras tanto, a su alrededor, la insidiosa austeridad se extiende por el país en diversas formas, tales como “el impuesto de habitación” [bedroom tax], el incremento de las tasas de matrícula o el cierre de servicios públicos de los que dependen los más vulnerables.

Cada uno de nosotros tiene una sola oportunidad de llevar una vida digna de ese nombre, y las vidas de muchas personas están siendo arruinadas por los recortes. Si esta es la cruel y dañina realidad de la austeridad permanente, es nuestro deber informar al señor Cameron que no la queremos.
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* Ruth Hardy es periodista freelance, graduada en Filosofía por el King’s College de Londres y camarera. Puedes seguir su cuenta de Twitter aquí.
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Fuente: The Guardian

LECTURA POSIBLE / 124

ALEKSANDR BELIÁIEV Y LOS PIONEROS DE LA CIENCIA FICCIÓN RUSA

Que el futuro ya estuvo aquí, por así decir, es la paradoja que resume algo más de un siglo de ciencia y de la literatura a ella asociada. Los más que variados e influyentes (algunos de ellos aterradoramente influyentes) avances científicos logrados a inicios del siglo XX dieron lugar a un optimismo que permitió a muchos concebir a la ciencia como la impulsora principal del progreso humano. Otros no pensaron lo mismo. Los autores de los descubrimientos científicos, pese a su apariencia de chiflados, podían confiar entonces en que sus hallazgos tuvieran eco en la prensa; los pioneros que se atrevían a hacer uso de ellos, a veces con riesgo de sus vidas, se convertían en héroes populares; y el público podía ver cómo algunos de aquellos avances terminaban por tener una aplicación práctica que transformaba su vida cotidiana. El campo de la experimentación no tenía límites y se situaba en el universo conocido de las necesidades y los caprichos materiales, en lo que solíamos llamar “realidad”, un ámbito no virtual en el que espacio y tiempo eran susceptibles de ser modificados por la voluntad humana. Junto a los descubrimientos que llegaban a tener una presencia palpable en las sociedades desarrolladas, había otros, en su inicio igual de magníficos, que no pasaron de engrosar las atracciones de una caseta de feria. Y ambos sirvieron de argumento primero a la literatura, y después al cine, de ciencia ficción.

No es mucho lo que se conoce de los logros de este género en los últimos años de la Rusia imperial y en los inicios de la Unión Soviética. De aquéllos ha publicado la editorial Alba el volumen Pioneros de la ciencia ficción rusa, que contiene una selección de relatos efectuada por quien es también su traductor, Alberto Pérez Vivas, y que incluye obras de autores, algunos ignotos, como Alekséi Apujtin, Porfiri Infántiev, Valeri Briúsov y Serguéi Mintslov. Son relatos de desbordante imaginación, como cabe suponer, algunos de los cuales (lo que no era tan previsible) tienen derecho a figurar entre lo mejor que nos ha dado el género, y que, en mayor o menor medida, pueden adscribirse a las tres grandes corrientes de la ciencia ficción: la literatura de artefactos con propiedades maravillosas; la que tiene por tema el desarrollo de las facultades de la mente y los viajes espaciales. En uno de los relatos contenidos en este volumen se lee una frase que es elocuente acerca del sentido de los mismos y a la vez de ese optimista estado de ánimo, predispuesto al cambio y a la experimentación, que era propio de la época: “Mis convicciones, que yo consideraba inamovibles, se vieron pulverizadas o fuertemente sacudidas en sus cimientos”. Unas convicciones que afectaban a todos los aspectos de la vida, y cuya desaparición anunciaba un mundo nuevo e inimaginable, tan cargado de bellas promesas como de amenazas.

Los cinco relatos que componen el volumen fueron escritos entre 1892 y 1906, y si la adscripción de algunos de ellos al género de la ciencia ficción está fuera de toda duda, no ocurre lo mismo con el que ocupa las primeras páginas, Entre la vida y la muerte, de Alekséi Apujtin, quien escribió este relato, a medio camino entre el simbolismo y el ocultismo, pocos meses antes de su fallecimiento. Apujtin fue ante todo poeta lírico, algunos de cuyos poemas fueron puestos en música por Piotr Illich Chaikovski, con el que tenía amistad. Su narración incluida aquí esta redactada en primera persona, cosa que resulta sumamente inquietante, ya que el protagonista es un muerto. El cadáver nos describe su propio entierro, la ambigua actitud de los vivos (incluida su esposa), y el sentimiento de añoranza hacia la vida, todo lo cual desemboca en un sorprendente final.

En otro planeta, relato de Porfiri Infántiev, sí pertenece por completo al género de la ciencia ficción, pues describe nada menos que un viaje a Marte, si bien es cierto que el viaje en sí no se realiza en alguna estrambótica nave de las que son habituales en el género, sino por medio de la mente: “Mi cuerpo”, explica el narrador, “permanece aquí en la Tierra, pero mi conciencia, lo que constituye mi propio yo, se transporta completamente al planeta Marte, y además no adoptando una forma tangible o inmaterial, sino que mi yo se traslada a otra forma corporal, al cuerpo de uno de los habitantes de aquel planeta”. El narrador transmutado en marciano describe el modo de vida de los habitantes de Marte, así como sus instituciones y los artefactos de los que allí se sirven para almacenar y reproducir imágenes y sonidos. Así, este relato de Infántiev, que era periodista, adquiere la forma de una utopía social y a la vez científica, en la que se anticipan instrumentos que sólo serían de uso común varias décadas más tarde.

Valeri Briúsov no es ningún desconocido en las letras rusas. A él se deben algunas célebres novelas históricas y otras de carácter fantástico, entre ellas La insurrección de los automóviles (1908). Uno de sus cuentos, El ángel de fuego, inspiró la ópera del mismo título de Serguéi Prokofiev. Fue traductor de Maurice Maeterlinck, Edgar Allan Poe, Romain Rolland y muchos otros, y está considerado como el fundador del simbolismo en Rusia. De Briúsov incluye el presente volumen dos relatos: La montaña de la Estrella y La República de la Cruz del Sur. El primero narra los orígenes y el apocalipsis de una civilización extraterrestre, y el segundo es el escalofriante relato de un país imaginario cuyos habitantes son víctimas de una extraña enfermedad. “Los afectados por ella continuamente actúan de forma contraria a sus propios deseos, queriendo una cosa pero diciendo y haciendo otra”. La historia admite múltiples lecturas, no muy complacientes con la condición humana. El dantesco final se nos aparece a la manera de un holocausto zombi, lo que inscribe de lleno a este excelente relato entre los títulos más logrados de la literatura de terror.

En la última narración de este volumen, El misterio de las paredes, de Serguéi Mintslov, el autor se sirve de la invención de un artefacto que, aplicado a las paredes de un edificio, permite revivir lo que sucedió en el pasado, pues “en sus piedras sin vida, en el cobre, la madera, el hierro, en todas partes habían quedado atrapados discursos y sombras de la gente que en un tiempo vivió allí”, un pasado que, al representarse en el momento actual, otorga a esta narración un tono íntimo y lírico, profundamente humano.

Como ilustración de los orígenes de la ciencia ficción, la mayor parte de estos relatos muestran, más que un género, un cruce de ellos, el lugar de intersección de todos los caminos literarios del siglo XIX, con exclusión del realismo, a los que todavía vendría a unirse algún otro al principio del nuevo siglo. De ello es buena prueba La cabeza del profesor Dowell, novela que junto al relato El día del juicio final ha publicado en un solo volumen la misma editorial.

Su autor, Aleksandr Beliáiev, de la generación siguiente a los pioneros mencionados más arriba, fue considerado en vida “el Julio Verne ruso”, toda su existencia estuvo marcada por la enfermedad y fue una de las víctimas del asedio nazi de Leningrado, donde un año antes de su muerte escribió su novela Ariel (1941). Este relato, el canto del cisne de su autor, narra la historia del personaje del mismo nombre, a quien se le ha concedido la facultad de volar. Y es que una parte de su obra sirve de ejemplo de cierta inclinación de la ciencia ficción soviética hacia lo fantástico y sobrenatural, lo que por otra parte es herencia de la rica tradición de las leyendas rusas, de las que también era deudor el ya citado Valeri Briúsov.

La cabeza del profesor Dowell, de 1925, está basada en los experimentos reales de los doctores Demikhov y Briujonenko, que investigaron en los años veinte las posibilidades del trasplante de órganos, y que, aunque parece que sus estudios no pasaron de los ensayos con animales, tenían la finalidad de revivir organismos muertos.

Así sucede en la novela con el cadáver de Dowell, cuya cabeza es revivida por quien había sido su subalterno, el ambicioso profesor Kern. La entrada en escena de la doctora Marie Laurane, en calidad de ayudante del malvado profesor, nos permite descubrir que la cabeza ha sido revivida contra la voluntad de su propietario, a fin de que Kern pueda servirse de ella para impresionar con sus descubrimientos al mundo científico. Kern se aprovecha de los conocimientos de la cabeza de Dowell y así consigue trasplantar una segunda cabeza, la de una cantante de cabaret, al cuerpo de una mujer fallecida en un accidente. El autor no explota la vertiente macabra de todo el asunto, y en su lugar prefiere mostrar, a veces de manera humorística, las paradojas de la situación creada, que se irá complicando a medida que avance la narración. Así, por ejemplo, a un personaje que estuvo enamorado de la difunta cuyo cuerpo pertenece ahora a la cabaretera se le plantea la duda: el renovado sentimiento hacia su amante, que ahora dispone de otra cabeza, ¿podría considerarse como una infidelidad? Y, en ese caso, ¿hacia cuál de las dos, hacia la que fue dueña de la cabeza o la del cuerpo? O lo que es lo mismo: ¿en qué órgano reside la identidad del ser vivo? ¿Cuál prevalece sobre la otra? La trama se enriquece con una sucesión de fugas y persecuciones, las cuales confieren a la historia un aire detectivesco, lo que no impide que siempre permanezcan como fondo los temas de la identidad, el doble, la dominación física y psíquica y, en último término, pero no en último lugar, la eterna cuestión de los límites éticos de la investigación científica.

La otra historia de Beliáiev incluida en el libro, El día del juicio final (1929), está inspirada en Einstein y su teoría de la relatividad. Un misterioso percance ha causado la ralentización de la velocidad de la luz, lo que provoca a su vez que la realidad sólo se haga visible tras unos minutos. De este modo, se instaura un lapso en el que los hechos físicos pasan a ser invisibles, “revelándose” después de que hayan sucedido. El mundo adopta la caótica forma de una película en la que la imagen no está sincronizada con su banda sonora, lo que da lugar a que los personajes del relato, un grupo de periodistas, vivan insólitas peripecias. Éstas girarán en torno a un grave asunto diplomático, un romance y unos documentos robados, lo que de nuevo da lugar a que el autor se luzca en su habilidad para encadenar situaciones anómalas pero provistas de su correspondiente lógica.

Ambos libros reúnen suficientes atractivos para los lectores de la literatura de anticipación y para quienes quieran conocer la genealogía, en los albores del siglo pasado, de la ciencia ficción, pero también para el lector que, más allá de los géneros, desee adentrarse en los perturbadores territorios de la fantasía, territorios en los que se cruzan todas las formas de la narración y en los que acaso predomine esa atmósfera de libertad creativa y de pensamiento que fue propia del vanguardismo y la experimentación (no sólo literaria) de aquel efervescente cambio de siglo.

martes, 12 de noviembre de 2013

LECTURA POSIBLE / 123

FRANZ HESSEL, NOSTALGIA DE DOS CIUDADES

“Aquí poesía y verdad se compenetran realmente”, escribió Gershom Scholem a propósito de un libro de Walter Benjamin, Infancia en Berlín hacia 1900. La frase resume una aspiración de modernidad que dio lugar a un nuevo género literario, el cual, si el libro de Benjamin fue escrito a principios de los años treinta, había tenido su origen unos años antes en la obra de su amigo Franz Hessel, escritor y traductor casi desconocido en España del que la editorial Errata Naturae ha publicado las novelas Romance en París y Berlín secreto.

De origen judío, Hessel nació en la actual Stettin en 1880. Su vida se desenvolvió en torno al eje Berlín-París, lo que no resultaba nada fácil en una época en la que ambas ciudades se encontraron en el centro de dos contiendas mundiales. Traductor de Giacomo Casanova, Stendhal y Balzac, fue uno de los que en esos tiempos difíciles trató de tender un puente entre la cultura francesa y la alemana, lo que especialmente daría sus frutos en la parcial traducción de À la recherche du temps perdu que realizó conjuntamente con Benjamin, y que estuvo vigente en Alemania hasta que en 1957 pudo completar su versión Eva Rechel-Mertens. Tal desfase de casi cuarenta años entre la aparición de la obra de Proust y su primera traducción completa al alemán ilustra desde la perspectiva literaria las heridas y la tragedia de la relación franco-alemana, que son también las heridas y la tragedia del siglo XX. Ello explica en parte que el gran proyecto de Benjamin, su Libro de los Pasajes, que iba a ser un retrato cultural, político y filosófico de París quedara truncado, como ocurrió con su propia vida en la catalana Port-Bou, y como ocurrió con la vida de Hessel, muerto un año después también en el exilio o más bien camino de él, en Sanary-sur-Mer.

La peculiaridad de la contribución de Hessel a la obra de Benjamin consiste en el descubrimiento del personaje del flâneur, palabra que no tiene traducción y que designa al paseante ocioso y solitario, el cual callejea sin rumbo y aprehendiendo como al desgaire los signos inscritos en el espacio, signos del tiempo presente y también de otros pasados que se ocultan y se explican mutuamente. El flâneur no sólo constituye por sí mismo una visión del mundo, sino que es también, como hijo natural de Baudelaire, la encarnación de la modernidad: él es el hombre que se desvía de la ruta establecida para contemplar en la gran urbe lo que la prisa, el caminar con un destino preconcebido, no deja ver usualmente. Así su deambular es libre, abierto a sugerencias en las que el paseante podrá involucrarse, participando del conocimiento que la ciudad le ofrece y, de paso, del de sí mismo. El flâneur es un detector de atmósferas. No es extraño, pues, que tras la lectura de sus libros Kurt Tucholsky designara a Hessel más como poeta que como novelista, poeta de un Berlín al que también Benjamin dedicaría su libro mencionado más arriba, así como las conferencias radiofónicas que pronunció entre 1929 y 1932 y que fueron reunidas en el volumen El Berlín demónico. A este Berlín iba a dedicar Hessel algunos de sus relatos breves y dos de sus novelas, a las que precedería su Romance en París, que se publicó en 1920.

El libro es la crónica epistolar que su protagonista y narrador dirige a Claude, amigo parisino, desde la posición que ocupa su regimiento. Corre el año 1915 y los viejos amigos que compartieron aventuras en París son ahora enemigos que, en el caso de que la guerra los hiciera coincidir, deberían matarse. Ya sólo este absurdo convierte a la novela en un poderoso alegato antibelicista, si bien el contenido de la misma se desenvuelve por otros derroteros. Y es que el autor de estas cartas evita en ellas referirse a la guerra, prefiriendo en cambio relatar a su amigo un episodio de su pasado común en París. Hasta el inicio de la guerra, el narrador fue en la ciudad del Sena un joven prototipo del flâneur, un alemán fascinado por la ciudad y su gente, frecuentador de los ambientes bohemios y de los tugurios nocturnos. El joven describe a su amigo las habitaciones en las que se instaló sucesivamente, desde las que “todas las voces y los gritos de París se fundían en un coro, lejano y sonoro, que, de manera maravillosa, me mecía y me despertaba”. El descubrimiento de París se convierte en aprendizaje personal en el que no faltan los amoríos, los bailes y las visitas al teatro. En medio de ello aparece Lotte, la chica alemana que ha sido enviada a la ciudad para perfeccionar su francés y que se reconoce ansiosa por participar de la “verdadera vida” de París. Pues ésta era para los europeos de entonces un mito al que no le faltaban razones para serlo, pero que junto a la bulliciosa y despreocupada existencia, anhelante de hasta la última gota de placer, presentaba otras realidades que el joven alemán querría ahorrar a la impaciente e inexperta Lotte. Ella se dejará introducir en la ciudad por el narrador, pero más tarde, huyendo del espíritu de protección de éste, volará por sí sola, lo que al cabo le servirá para incorporar a su propio aprendizaje esas otras escondidas realidades, no siempre gratas, de la “verdadera vida”.

El autor huye de la guerra y de los nacionalismos, por medio del recuerdo, para ilustrar esa otra patria intelectual y a la vez sentimental formada por inquietudes y vivencias comunes. En 1906, Hessel, que había abandonado sus estudios de Filología en Munich, conoció en París a Henri-Pierre Roché, al que introdujo en el círculo de la “Closerie des Lilas”, café de Montparnasse que por entonces frecuentaban Paul Fort, Guillaume Apollinaire y Alfred Jarry, entre otros. Hessel dio a conocer a Roché La interpretación de los sueños, que todavía no se había traducido al francés y que causó una viva impresión al futuro novelista. La relación entre ambos jóvenes fue intensa e incluyó el intercambio de amantes y un viaje de Roché a Berlín, durante el cual se alojó en la casa de la madre de su amigo. De los diarios personales de Roché escritos en esta época surgiría su novela Jules et Jim, que publicó en 1953 (con setenta y cuatro años de edad) y que fue adaptada al cine por Truffaut. Los protagonistas de la misma fueron inspirados por los recuerdos que tenía el autor de su amigo alemán y de su pasión compartida por Helen Grund. Ésta y Hessel, ya pasados aquellos locos años parisinos, concebirían a su hijo Stéphane, que con el tiempo sería diplomático, activista político y autor del libro ¡Indignaos!, que se publicó con enorme éxito en 2010.

La segunda novela de Franz Hessel disponible para el lector en castellano, que se ha editado este mismo mes, Berlín secreto, escapa de la nostalgia parisina para incurrir en la berlinesa, a la que aún habría de dedicar su autor no pocas páginas, entre ellas las de Paseos por Berlín, obra que en su día fue publicada entre nosotros por la editorial Tecnos (y que hoy está descatalogada). ¿Y acaso no es también un libro berlinés la biografía que nuestro autor escribió de Marlene Dietrich, que fue publicada en 1931 y en la que Hessel nos invita a la flânerie más interesante: la que nos lleva por la calle de la fantasía hasta el cuerpo del deseo? Pues sucede que esta Marlene de la que habla Hessel, cuando ella apenas empezaba su carrera internacional, no es sino la versión berlinesa del arquetipo del disfrute y el placer, para los cuales el hombre no escatima catástrofes ni dolores de cabeza. De esto trata también Berlín secreto, que se publicó en 1927 y que nos devuelve a los cabarets, los salones y los bailes de El ángel azul, esta vez en torno a un inestable triángulo amoroso iniciado en una fiesta de disfraces. La narración, concentrada en el curso de un solo día, retrata a ese Berlín alocado de los años veinte que tanto debía a París sin saberlo, como ignoraba igualmente lo que se avecinaba. De esto último hay sin embargo indicios que no escapan a la observación del narrador, como por ejemplo la desbocada inflación, pero lo que cuenta en esencia vuelve a ser aquí, como corresponde a la juventud de sus protagonistas, esa intuición de la “verdadera vida” que ya movía los resortes de la incauta Lotte en su escapada parisina. ¿Qué quedaría poco después de las guirnaldas y los adornos florales que decoraban los salones próximos al Tiergarten?

Este maestro del paisaje urbano que fue Hessel se sirve aquí de un episodio personal (como haría Roché en su Jules et Jim) para mostrar la historia del profesor Clemens y su mujer, Karola, a la que el joven y ocioso Wendelin ha hecho perder totalmente la cabeza. En esta novela, junto al romance y el homenaje implícito a la ciudad que le sirve de escenario, aflora, en mayor medida que en la anterior, la herencia de esa noble tradición de las letras alemanas que es el Bildungsroman, la novela de formación que aquí protagoniza el irresoluto Wendelin, dividido entre su amor a Karola, la certeza de su partida inminente y las francachelas que se corre en los garitos berlineses. Contrapunto a las perturbaciones sentimentales de los protagonistas es en estas páginas, asimismo, la añoranza de personas ausentes y de la seguridad (o las nuevas perturbaciones) que ellas, a su vez, prometen: “Mi marido ahora está movilizado, según dice. Aplica a la vida civil esta expresión procedente de la jerga militar y de trincheras sin siquiera pensarlo. Le alegra mucho que me hagas compañía. Aquí tendrás una bonita buhardilla… Cuando mires desde la ventana tendrás un cielo tan estrellado por encima de ti como sin duda no se podrá ver por encima de tu palacete en la avenida Unter den Linden, y en la planta baja tendrás a tu fiel prima… ¡Vente!”

Con razón afirma Benjamin en el epílogo a esta novela que su historia es “una partida jugada por héroes griegos vestidos con trajes modernos”. Figura central en esta partida, y en la propia vida de Hessel, fue Helen, su mujer, a la que compartió con su amigo Roché en París y que escapó de él fugazmente para vivir un idilio con el escritor Thankmar Münchhausen, idilio a cuyo término ella “volvió al redil” para reprochar a su marido que hubiese aceptado su aventura tan pasivamente. En esta historia incompleta al lector en español le falta el punto de vista de ella, cuyo diario, junto a sus cartas a Roché, fue publicado en alemán y traducido al francés hace ya tiempo.

“Durante toda su vida Hessel fue un hombre de extraña generosidad”, escribió Oskar Werner; “todos los que le conocían admiraban la impresión de extrema amabilidad y de bondad que despertaba su persona”. Su obra, todavía no suficientemente conocida, no se reduce a la escrita, en forma de creación o de traducciones, y quizá sea aún más relevante en tanto que instigador de un entendimiento franco-alemán del que han quedado suficientes huellas, entre ellas las de su colaboración con Benjamin, con quien, según sabemos por éste, discutió extensamente los pormenores de ese trabajo monumental que, pese a haber llegado a nosotros inacabado, es el Libro de los Pasajes. Y junto a ello, en lugar destacado, queda en sus páginas la presencia de las ciudades que amó, incluso, y sobre todo, cuando estaban enfrentadas por la guerra. Pues, evocando aquellas París y Berlín de su juventud, sin duda habría suscrito las palabras de Siegfried Kracauer: “El valor de una ciudad se mide por el número de lugares que reserva a la improvisación”.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

DISPARATES / 89

REMEDIOS VARO Y EL ARTE DE LOS SUEÑOS

La dimensión del pensamiento es el título de la exposición que el Museo de Arte Moderno de México ha dedicado a la pintora Remedios Varo, a los cincuenta años de su fallecimiento. A través de dicha exposición, que por primera vez ha establecido las necesarias conexiones entre su obra pictórica y su extenso universo literario, hemos sabido que la biblioteca de Varo, conservada por Anna Alexandra Varsoviano de Gruen, contaba con volúmenes que abarcan desde la poesía de Novalis hasta estudios sobre la naturaleza de los sueños y el inconsciente de Sigmund Freud y Carl Gustav Jung, además de una rica colección de novela fantástica y de ciencia ficción.

Remedios Varo nació en Anglés, cerca de Gerona, en 1908, y con sólo quince años se trasladó a Madrid, donde ingresó en la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Al acabar sus estudios contrae matrimonio con uno de sus compañeros de la academia y ambos marchan primero a París y después a Barcelona, donde Varo ejerce el oficio de dibujante publicitaria. A partir de 1935 se familiariza con el surrealismo y es introducida en el círculo de André Breton, incorporándose al grupo de los llamados lógicofobistas, cuyo programa artístico consistía en la representación figurativa de los estados mentales. Durante la guerra civil apoyó la causa antifascista y entabló relación con el poeta Benjamin Péret. Con él vuelve a marchar a París, donde permanecerá hasta la ocupación nazi. Al producirse ésta, y gracias a la generosa política de acogida de republicanos españoles propiciada por el presidente Cárdenas, se establecen en México, donde Varo se dedica unos años a la publicidad y luego, ya reconocida como artista, a la pintura hasta su muerte en 1963. “Soy más de México que de ninguna otra parte”, escribió. “Conozco poco España… Es en México donde me he sentido acogida y segura”.

Péret regresó a París en 1947, y dos años después Varo conoció al exiliado austríaco Walter Gruen. Fue éste quien la persuadió de abandonar el dibujo publicitario y consagrarse por entero a la pintura. Así, Varo pudo participar por primera vez en 1955 en una exposición colectiva, a la que seguiría el año siguiente una individual que le abriría las puertas del por entonces bullicioso mundo intelectual de México, del que formaban parte artistas locales como Frida Kahlo y Diego Rivera y emigrados como Leonora Carrington.

Gruen escribió: “Se presentó ante el público una pintora desconocida, pero maravillosamente madura y fascinante: Remedios Varo. Dedica muchísimo tiempo a cada cuadro, trabaja largas horas dando pinceladas finísimas y varias capas de color. En una verdadera explosión creativa, como si hubiera intuido que la llama de su vida se iba a extinguir pronto, logró reunir un centenar de cuadros en los últimos diez años”. Y añadió: “Su amor por la vida en todas sus manifestaciones, por el cosmos y sus galaxias, los animales (sus gatos) y las plantas son la inspiración de sus creaciones. Sus obras son proyecciones de su ser más íntimo; no trata de impresionar a nadie. Es poseída sobre todo por la vida oculta: presencias y encuentros inesperados en muros y muebles, en estatuas, en las profundidades del mar; y por la vida inmanente, la vida como episodio en un ciclo que no termina con la muerte. Así, en su último bosquejo bruscamente interrumpido (Música del bosque) intenta representar al hombre meditando mientras escucha maravillado el eterno cantar de la creación, cantar que se graba en los anillos de un árbol recién cortado como si fuera un tocadiscos vegetal”. Y Gruen concluía su reflexión, que formaba parte de un texto editado a los veinte años del fallecimiento de la artista: “El espíritu inquieto de Remedios Varo, ¿se habrá reintegrado al coro de esta música del bosque?”

La pintura de Varo se inscribe en la corriente del surrealismo que quiere ser expresión de lo que se encuentra más allá de lo visible, en un mundo de múltiples dimensiones oníricas que atiende a la eterna llamada de los símbolos y los mitos. Los procesos psíquicos, la alquimia, el arte prehispánico, la astronomía, el esoterismo y la más pura fantasía, todo ello mostrado por medio de una absoluta dedicación al detalle, constituye su inconfundible universo personal. A esto se añade una producción literaria desconocida entre nosotros en la que figura por ejemplo un recetario para diversos fines, como espantar el insomnio, escapar de las arenas movedizas y provocar en el lector sueños eróticos.

Entre dicha producción literaria figura una abundante correspondencia que en gran parte permanece inédita y que ilustra los procedimientos con los que creó su obra. En una carta a su madre explica así el origen de su escultura Homo Rodans: “Resulta que hice con huesos de pescuezo de pollo y pavo, después de limpiarlos muy bien, una figura, y escribí un pequeño tratado de antropología (imitando un viejo manuscrito) para demostrar que el antecesor del homo sapiens fue esa figurita que hice, a la que llamo homo rodans (porque termina en una rueda)”. Y en otro lugar explica uno de sus textos redactados sirviéndose de la escritura automática, a menudo producto de un sueño: “Estoy lavando una gatita rubia en el lavabo de algún hotel, pero más bien parece que es Leonora (Carrington), que lleva un amplio abrigo y que necesita ser lavado… Confusa y perturbada, porque no estoy segura de a quién estoy bañando”.

Del mismo modo, algunas de sus cartas están dirigidas a personajes ficticios de su propia invención, por ejemplo un psiquiatra, en las que muestra el humor singular que siempre estuvo presente en su obra pictórica: “Creo que estoy más loca que una cabra. No se haga la ilusión de que la sala será atravesada por una aurora boreal ni por el ectoplasma de su abuela, tampoco caerá una lluvia de jamones ni sucederá nada de particular, y, así como le doy estas seguridades, espero que usted no sea ni un gángster ni un borracho”.

Contra toda apariencia, la pintura de Varo está lejos del azar y responde por el contrario a esquemas sólidos y minuciosamente concebidos, de lo que son testimonio sus cuadernos personales, igualmente inéditos. Ellos certifican los vínculos que funden en su obra poesía, sueño y razón, a la manera en que ocurría ya en los grabados y las pinturas de Goya para su Quinta del Sordo. El conjunto representa una visión total del mundo y de la magia de la vida, un conjunto en el que dialogan (y se transforman mutuamente) la realidad física y la mental, lo apreciado por los sentidos y lo sugerido por el yo interior. Una obra, pues, dotada de personalidad que convierte a Remedios Varo en una de nuestras artistas más universales del pasado siglo, el cincuentenario de cuya muerte, siguiendo la pauta hace tiempo establecida hacia nuestros exiliados, ha pasado totalmente inadvertido en España.

Mimetismo

Tailleur pour dames

La despedida
Homo Rodans

Música del bosque

martes, 5 de noviembre de 2013

LECTURA POSIBLE / 122

GUERRA Y EMANCIPACIÓN, CON TEXTOS DE ABRAHAM LINCOLN Y KARL MARX. DOS VISIONES DE LA GUERRA CIVIL AMERICANA

En 1860 Henry David Thoreau publicó su ensayo Alegato por John Brown, que es una de sus obras menos conocidas y a la vez una de las salidas de su pluma que mejor ilustran el pensamiento del autor de Concord. El texto está basado en una conferencia pronunciada por Thoreau en octubre del año anterior, apenas dos semanas después de que el activista John Brown, junto a una veintena de sus seguidores, tomase el arsenal de Harper’s Ferry, en Virginia Occidental. El propósito era que los cien mil rifles que se guardaban en dicho fuerte sirvieran para armar al movimiento antiesclavista y alzarse contra los estados del sur. Sin embargo, tras el éxito inicial, y treinta y seis horas de lucha, los insurgentes fueron derrotados por las tropas federales. Brown, que había visto morir a algunos de sus hijos durante el asedio, fue arrestado y condenado a muerte. En las siguientes semanas, y hasta la fecha en que se fijó la ejecución de la condena, la prensa dedicó mucha tinta a Brown, a quien se presentaba como un tonto y un loco. Por el contrario, en las diversas conferencias pronunciadas por Thoreau hasta el día mismo de la ejecución, y asimismo en el libro citado, el activista aparecía como un hombre sin igual que había abrazado con entusiasmo una causa justa. Thoreau, confeso admirador de Brown, describía a éste como “un hombre de elevada estatura moral”, firmemente comprometido en una lucha contra la iniquidad del Estado. Además arremetió no sólo contra la hipocresía del gobierno y de la prensa, e incluso de ciertos sectores abolicionistas, sino también contra sus contemporáneos que se consideraban cristianos, “los cuales rezan sus oraciones y luego se van a dormir conscientes de la injusticia y sin hacer nada por remediarla”. Los discursos y el libro de Thoreau corrigieron la imagen que los periódicos habían dado de Brown, que no tardó en ser considerado por muchos en el norte como un mártir de la lucha contra el esclavismo. Apenas un año y medio más tarde se iniciaba la Guerra Civil americana.

La editorial Capitán Swing ha publicado un interesante volumen que tiene como introducción un artículo firmado por el historiador británico Robin Blackburn, Karl Marx y Abraham Lincoln, una curiosa convergencia, al que sirven de oportuna ilustración diversos textos de dichos autores en torno a la guerra civil, además de los mensajes que intercambiaron en 1865, tras la reelección de Lincoln como presidente de Estados Unidos.

Blackburn, quien es autor de diversos ensayos sobre la esclavitud y editor de la New Left Review, ha desenterrado del olvido la breve correspondencia entre Marx y Lincoln, mantenida poco antes de que éste fuera asesinado, y se ha servido de ella para analizar los puntos de contacto entre ambos personajes en lo relativo a la esclavitud y, de un modo más amplio, al mundo del trabajo. A ello se refieren los discursos pronunciados por Lincoln que figuran en este volumen, así como los artículos, igualmente incluidos aquí, que Marx, a veces en colaboración con Friedrich Engels, escribió para Die Presse en 1861 y 1862. Como explica la introducción, norte y sur de Estados Unidos representaban dos visiones económicas contrapuestas, llamadas, por la lógica expansionista de cada una de ellas, a hacerse frente.

Citando a Marx, Blackburn anota que “la expansión territorial del norte y el noroeste era el reflejo del trascendental proceso de industrialización capitalista”. Frente a ello, “el sur podía hablar del ‘Rey Algodón’, pero la verdad era que el crecimiento sureño en absoluto tenía una base tan amplia como en el norte”. Con los estados esclavistas amenazando a Washington de secesión y una guerra a las puertas, Marx, a diferencia de gran parte de la izquierda europea, supo apreciar en el bando federal unos principios progresistas y democráticos con los que simpatizó de inmediato, y que de ninguna manera, por su propia naturaleza, podían ser compartidos por los estados del sur. Estos requerían con carácter de urgencia una expansión del modelo esclavista que chocaba con la moral y con los intereses económicos del norte. Había tres motivos para ello: “En primer lugar, su agricultura [del sur] era extensiva, así que los colonos andaban permanentemente en busca de nueva tierra. En segundo lugar, los estados esclavistas necesitaban mantener su poder de veto en el Senado, y para este fin necesitaban acuñar nuevos estados [en virtud del mandato constitucional que asignaba dos senadores a cada nuevo estado creado en la Unión]. En tercer lugar, la numerosa clase de inquietos jóvenes blancos impacientes por hacer fortuna persuadió a los líderes de la sociedad sureña de que debían encontrarles una salida externa si no querían que terminaran causando problemas en casa”. Los estados sureños ambicionaban los extensos territorios situados al oeste, incluyendo Texas y Nuevo México, e incluso California, pero también al sur, sin exceptuar Cuba y varios pequeños países centroamericanos, como Honduras y Guatemala, a los que esos “inquietos jóvenes blancos” del sur realizaron expediciones de conquista con diverso éxito.

En el centro de este conflicto territorial, económico y político se encontraban quienes eran virtualmente sus protagonistas, que no tenían derecho ni a voz ni a voto. Pues los esclavos, en efecto, eran los que mantenían vivo el modelo de economía y de expansión de los estados del sur, lo que implicaba de hecho que la desaparición del estatus de esclavo acarrearía también la de la sociedad sureña. “Como se ve”, escribe Marx, “todo el movimiento reposaba (y reposa todavía), sobre el problema de los esclavos. Es cierto que no se trata directamente de emancipar, o no, a los esclavos en el seno de los estados esclavistas existentes; se trata, antes bien, de saber si veinte millones de hombres libres del norte van a dejarse dominar más tiempo por una oligarquía de trescientos mil propietarios de esclavos”.

Paralelamente a los artículos al respecto que Marx escribía desde Londres para Die Presse, los acontecimientos se sucedían en Estados Unidos, ante todo uno: la elección de Lincoln como presidente, cuyas ideas sobre la esclavitud eran bien conocidas, lo que motivó que de inmediato diversos estados esclavistas se declararan en abierta secesión. Desde la perspectiva sureña (y por un tiempo también desde la de la prensa europea, sobre todo la inglesa), el conflicto se presentó exclusivamente como de naturaleza nacional, referido al derecho del sur a la autodeterminación. A ello se había referido Lincoln ya en 1854, cuando las circunstancias no eran ni de lejos tan graves, en su llamado “discurso de Peoria”, pronunciado en esta ciudad de Illinois. Allí afirmó que “la doctrina del autogobierno es correcta, absoluta y eternamente correcta. Pero no tiene una aplicación justa como aquí se pretende. O tal vez debería decir que la justa aplicación depende de si un negro es o no es un hombre. (…) Cuando el hombre blanco se gobierna a sí mismo, tenemos el autogobierno, pero, cuando se gobierna a sí mismo y también gobierna a otro hombre, eso es algo más que autogobierno, eso es despotismo”.

Parece que en un principio la actitud de Lincoln hacia el esclavismo de los estados del sur fue extremadamente cautelosa (lo que Marx le reprochó), seguramente porque confiaba en ganar para su causa a los estados fronterizos, o al menos mantenerlos neutrales. Muy otra fue su actitud cuando el sur inició su rebelión armada y atacó posiciones federales, lo que indicaba que el propósito de los confederados no era sólo el de conservar a sus esclavos, sino también el de imponer su modelo esclavista al democrático norte. Dos ejemplos pueden ilustrar el pensamiento de Lincoln acerca de la cuestión esclavista. En el primero de ellos, tomado de un discurso efectuado en 1858, afirmó: “No estoy, y nunca he estado, a favor de convertir a los negros en votantes o jurados, ni de autorizarlos a ocupar cargos ni a casarse con la gente blanca”. Pero tras dos años de guerra, al poner su firma a la proclama de emancipación de los esclavos, exige que estos “sean en adelante libres y que el gobierno ejecutivo de Estados Unidos reconozca y mantenga la libertad de tales personas”, al tiempo que anima a los ex esclavos a incorporarse “al servicio armado”. Se trata, como puede verse, de dos declaraciones bien diferentes, aunque la segunda no ponga en cuestión las premisas de la primera.

La evolución del pensamiento de Lincoln acerca del esclavismo, y en general de la gente de color, le llevó a desestimar su proyecto de “colonización”, el cual consistía en devolver a los negros a África, a medida que se familiarizaba con sus ideas y tomaba contacto con los dirigentes de la comunidad negra. En este cambio desempeñó al parecer un papel relevante el concepto de “trabajo no correspondido” que dichos líderes esgrimían para que los negros permanecieran en Estados Unidos, pues su trabajo, aunque esclavo, había contribuido a engrandecer el país. Malamente podría recompensárseles con el exilio a África. Igualmente, en el último año de su vida, Lincoln frecuentó al líder abolicionista negro Frederick Douglass, quien más tarde escribió sobre él: “Visto desde una genuina perspectiva abolicionista, el señor Lincoln resultaba lento, frío, insulso e indiferente, pero si lo medimos por el sentimiento de su país, un sentimiento que él estaba obligado a consultar como hombre de Estado, era ágil, entusiasta, radical y decidido”. Y no cabe dudar, por otra parte, del interés que el industrializado norte, y Lincoln como representante del mismo, tenían en ese nuevo ejército de trabajadores libres que esperaban incorporar a su modelo económico.

Marx y Engels esperaban de la victoria de la Unión algo más que el fin de la esclavitud, por memorable que esto fuera. También esperaban que los trabajadores “defendieran nuevos derechos políticos y sociales”, escribe Blackburn. Y añade: “Si los libertos pasaban simplemente del trabajo esclavo al trabajo asalariado, si se les negaba el derecho a votar, a organizarse, o a recibir una educación, entonces el término ‘emancipación’ sería una pantomima”. A la victoria del norte, que debía representar un paso adelante de los trabajadores de todo el mundo en materia de derechos, habían contribuido los negros escapados de las plantaciones del sur, y también muchos europeos progresistas, en especial alemanes que se exiliaron tras los acontecimientos revolucionarios de 1848, entre ellos algunos comunistas que prestaron su experiencia al ejército federal y a los que se debe la información que Marx y Engels emplearon al redactar sus artículos. Lo que explica, dicho sea de paso, que estos sean de lo mejor que se publicó en Europa acerca del conflicto americano. Así, el libro que nos ocupa, además de ser un valioso testimonio de la peripecia política de Lincoln, y del difícil equilibrio que debió mantener entre sus ideales y la prudencia a la que estaba llamado en el ejercicio de sus funciones, viene a ser también una atractiva muestra de lo que podía dar de sí el Marx periodista, nunca demasiado alejado de sus preocupaciones en el terreno económico y social.