martes, 26 de agosto de 2014

LECTURA POSIBLE / 157

EL UNICORNIO, DE IRIS MURDOCH. UN CUENTO DE HADAS IRLANDÉS

Hace unas semanas la ensayista y crítica cinematográfica Sheri Linden escribió en The Hollywood Reporter: “Esta película es una obra de encantamiento oscuro, con un diseño exquisito y repleta de absorbentes emociones”. La película a la que se refiere es Maleficent (Maléfica, entre nosotros), que se ha estrenado este verano. Dirigida por Robert Stromberg, viene a ser una revisión que la compañía Disney hace de uno de sus propios éxitos legendarios, La bella durmiente, cuya bien conocida historia es contada aquí desde el punto de vista de la malvada bruja que hechizó a Aurora, la princesa condenada a dormir eternamente hasta que recibiera un beso de verdadero amor.

Angelina Jolie encarna a esta hada maligna y fascinante cuyos orígenes literarios se remontan a los hermanos Grimm, y antes que ellos a Charles Perrault, y antes, mucho antes, a la tradición oral. Con independencia de los valores del film en cuestión, resulta inquietante esta vuelta de tuerca en virtud de la cual una vieja narración resulta tener un significado completamente distinto del que se le atribuía. Sucede, como ya sabemos, que desde hace siglos los hombres nos contamos unos a otros las mismas historias, y que si alguien tiene derecho a llamarse autor es aquél que ahondando en una de ellas consigue incorporarla a una perspectiva diferente, alumbrarla bajo una nueva luz, aunque sea una luz tenebrosa, como ocurre en esta película. Eso mismo es lo que hizo la autora irlandesa Iris Murdoch en 1963, cuando escribió su novela El unicornio, narración también próxima al universo de la bella durmiente que en primera traducción al castellano ha publicado la editorial Impedimenta.

“Obra de encantamiento oscuro, con un diseño exquisito y repleta de absorbentes emociones” son palabras que parecen haber sido escritas expresamente para este cuento de hadas que es El unicornio, en realidad bastante más que un cuento de hadas que fue redactado por Murdoch en los inicios de su tardía carrera creativa, cuando tenía poco más de cuarenta años y aún quedaban lejos los que iban a ser los títulos que mejor definen su personalidad literaria, títulos que hacen de ella una de las autoras en lengua inglesa más sobresalientes del siglo pasado: Henry y Cato (1976) y El mar, el mar (1978).

En su prólogo a la edición española, Ignacio Echevarría cuenta que la idea de escribir esta novela se le ocurrió a su autora “durante una excursión en furgoneta por el oeste de Irlanda”, adonde ella y su marido, John Bayley, habían viajado para conocer los acantilados de Moher, esa impresionante formación geológica y hoy una de las principales atracciones turísticas de la República de Irlanda que se encuentra en la región de El Burren, sobre el Océano Atlántico. En su Elegy for Iris, Bayley escribió que “la costa rocosa del condado de Clare y su extraña extensión pedregosa constituían el decorado perfecto para esta historia que por entonces empezaba a cobrar forma”. Y añade: “Con su fantasía de una mujer inmersa en una especie de claustro sexual cerca de la costa salvaje, El unicornio siempre ha sido para mí la más irlandesa de todas sus novelas”. Irlandesa, aclaramos nosotros, no sólo por el paisaje y por la decisiva intervención que el mismo tiene en varios episodios del relato, sino también por la atmósfera de fatalidad y de magia que son atributo intemporal de las leyendas de la región, una atmósfera de la que participan igualmente sus protagonistas, caracterizados aquí como elfos y hadas destinados a llenar con la violencia de sus sentimientos lo inhóspito del territorio.

Discípula de Wittgenstein, los primeros intereses de Murdoch se orientaron hacia la filosofía, habiendo sido su ensayo Sartre, romantic rationalist el primero que se escribió en inglés acerca del autor de La náusea. Más tarde ella misma daría clases de filosofía en el St. Anne’s College de Oxford. Su referente intelectual de esos años, todavía anteriores a la publicación de su primera novela, fue Simone Weil, cuya obra empezó a leer y anotar a principios de los años cincuenta. Aquellas reveladoras lecturas de la obra de Weil, especialmente de la escrita antes y durante su participación en la guerra española y en la Columna Durruti, dejaron en Murdoch una huella que sería perceptible en la filosofía moral que impregnaría su narrativa. A diferencia de nuestra María Zambrano, Murdoch no tuvo ocasión de conocer a la autora francesa, de cuyas obras y de la impresión causada por ellas dejaría testimonio tiempo después, cuando, en medio de una crisis de creación, escribió: “¿Tal vez he llegado al final de un camino que empecé hace muchos años cuando leí por primera vez a Simone Weil y vi una lejana luz en el bosque?” Una lejana luz que estaba plenamente encendida cuando nuestra autora escribió sus primeras novelas, Bajo la red (1954), La campana (1958) y esta El unicornio que ahora comentamos.

Porque de hecho no hay contradicción entre las dos principales actividades de Murdoch: una filósofa que alcanzó el máximo dominio de su pensamiento como novelista. Esa filosofía suya tiene sus raíces nutricias en Platón y llega, por vericuetos que aún no han sido del todo desentrañados, hasta Shakespeare. Éste último, según Echevarría, es el tamiz por el que pasa la “irresistible combinación de ingredientes que componen la obra de Murdoch: el vodevil filosófico, la alta comedia y la fábula moral”. Nuestra autora fue en efecto una realista moral, y si esta temprana novela viene a ocupar en su producción un lugar atípico es porque los rastros habidos en ella de comedia al llegar a cierto punto del relato se pierden, dejando su lugar a una especie de trágico delirio colectivo en el que casi no queda ni el apuntador. Y no es poco sorprendente que en una novela realista y moral que ha adoptado la forma de cuento de hadas y de novela gótica, y que se ha acercado juguetonamente al shakesperiano Sueño de una noche de verano, acabe emergiendo con toda su sangrienta desolación, como remate, el melodrama.

La historia no puede empezar más pacíficamente. Y lo hace con un guiño a la novela victoriana: Marian Taylor, una joven de ciudad que ha sido contratada como institutriz, se apea del tren en un lugar remoto de Irlanda. Marian, que ya no es lo que se dice una muchacha, ha descubierto, próxima a la treintena, la necesidad de dar un giro a su vida, hacer algo por sí misma, vivir una aventura. Ocurre que su noviazgo con Geoffrey, su primer amor, se había frustrado por motivos poco claros, lo que no impide que ambos conserven esa clase de relación de amistad que es propia de los viejos amantes. La relación actual es ambigua, como se desprende de la correspondencia que mantienen y del escepticismo con que él contempla esta nueva fase en la vida de su ex novia. De hecho, en el castillo de Gaze al que se dirige, la decepcionada Marian espera encontrar por primera vez algo seguro, lo que llama “un evento real”.

Al inicio de su estancia en Gaze la realidad se mostrará más bien esquiva, y da la impresión de que ese estado de ambigüedad del que procede, y del que huye, aquí se intensifica, multiplicándose y agudizando en la protagonista su sentimiento de inseguridad. En la casa, para empezar, no hay niños, lo que se contradice con su cargo de institutriz. La tierra, compuesta por ciénagas, amplias extensiones estériles, lagos y ríos de caudal imprevisible, caminos que serpentean sin llevar a ninguna parte, se interrumpe bruscamente en los acantilados, a cuyos pies hay una playa. En un intento de domesticar el paisaje, Marian descenderá hasta la playa e intentará bañarse en el helado y rugiente mar, sin éxito, de lo que resultará que a partir de ese instante ella será la domesticada, la empujada a alguna clase de impreciso, aunque insalvable, sometimiento.

Los personajes que habitan Gaze parecen surgidos de los abruptos accidentes del terreno. Igual que las ciénagas, los acantilados, el río, también ellos son protagonistas, también tienen su verdad. De ellos, con el tiempo, Marian se formará ideas equivocadas acerca de sus caracteres y de la naturaleza de sus relaciones. Dichos personajes componen una extraña familia sujeta a cierta inamovible jerarquía, formada por varios círculos concéntricos en torno a la dueña de la casa, la todavía joven, solitaria y enclaustrada Hannah, nuestra bella durmiente. El motivo de su encierro se remonta, como suele suceder en los cuentos, a un oscuro episodio ocurrido siete años atrás, cuando, según se dice, intentó (y al parecer consiguió) arrojar a su marido, el señor Crean-Smith, desde uno de los acantilados. El marido se encuentra ahora en Nueva York, pero el término del ciclo de siete años hace temer su regreso. De hecho todos esperan, y no menos que los otros el joven Pip, quien fue el amante de Hannah y vigila la casa a distancia. En esa distancia se encuentra el viejo Max, otro enclaustrado que ha dedicado su vida a un estudio sobre Platón. Ellos componen el círculo más alejado de los que rodean a Hannah, hallándose en el más cercano el señor Scottow, su carcelero, y Violet, la severa guardiana que afirmará que la encerrada es “una homicida y una puta”, y que anuncia que esto “terminará con sangre”. E incluso esta Violet, según nos informa el narrador, tiene aquí “sus fantasías, su propia versión de un amor imperfecto y frustrado”. Pues sucede que todos los personajes de la novela se aman entre sí como si los otros estuvieran ausentes, pero aman sobre todo a Hannah, en cuyo sufrimiento creen advertir signos de una pureza que debe salvarse.

Es a ese ámbito cerrado y opresivo, en el que conviven las más encendidas pasiones amorosas con otros sentimientos de hostilidad y desconfianza, al que es arrojada para su iniciación la cándida Marian, esta joven de la que el narrador nos dice que “nunca había sabido realmente cómo vivir”. También ella, como el resto de los personajes, caerá rendida al hechizo de Hannah, lo que en su caso la llevará a jugar de manera temeraria con lo desconocido. Este juego no es otra cosa sino el conflicto moral que se le presenta al hombre, y que nos es mostrado en esta historia por medio de claves que apelan a la espiritualidad y a la religión, una religión podríamos decir laica considerada por Murdoch como la forma platónica del bien. Hannah, en efecto, es “el unicornio” (otro nombre de Cristo) llamado a purgar las culpas ajenas y “que sólo sabía amar lo que no estaba allí, lo lejano”. Ante esta figura sublime y sufriente que ilumina a los habitantes de Gaze la ambigüedad que estos arrastran no es más que una incapacidad innata para mirar y entender al otro, “mirar hasta que se deja de existir, eso era el amor”, como afirma uno de los personajes que sobrevivirá para regresar a la “vida real”.

Que El unicornio no sea uno de los libros de madurez de su autora no impide que congregue una parte mayor de sus artes narrativas, hábilmente subordinadas a las preocupaciones filosóficas de la misma. La trama se sigue con el suspense que es propio de una de esas novelas policíacas en las que cualquier cosa puede suceder en la página siguiente. Al misterio de esa página nos conduce Murdoch con una prosa cuyo realismo va siendo trastocado paulatinamente por medio de imágenes expresionistas, las cuales denotan la complejidad y profundidad de la vida sentimental de los personajes. Así, hacia el final de la novela podemos leer que “el sol prendía fuego al mar y la quemadura trazaba una cicatriz larga y dorada”, descripción perturbadora de un lugar en el que se ha vivido, pero del que “no es posible discernir su bondad o maldad, un mundo donde el sufrimiento poseía significado o un mundo que no era más que una travesura del diablo, una pesadilla violenta”. Mundos intrigantes que visita el lector y que permanecen expuestos, como una pregunta sin respuesta, a las miradas fugaces de estos hombres y mujeres, seres con sangre de hada.

martes, 19 de agosto de 2014

DISPARATES / 116

Máscaras (naturaleza muerta) III
Emil Nolde, 1911
EL AMIGO FLICK CONTRA PODEMOS

Cada país tiene su compendio de grandes frases para la Historia, a menudo pronunciadas en momentos difíciles: frases míticas, legendarias, significativas, que indican lo que una comunidad de individuos es o quisiera ser. Estas frases, entre el slogan publicitario y la soflama, apuntan a festejar los éxitos, y a levantar la confianza en los momentos de fracaso. En Estados Unidos tienen la “American Way of Life”, que en su caso ilustra más un deseo que una realidad, como saben bien los protagonistas de los actuales sucesos de Missouri. En el reino de España, nación sanchopancesca más dada a la corporeidad de las cosas que al ideal, disponemos de una abundante fraseología de la que pueden espigarse unos pocos ejemplos que no estorbarían, a manera de bordado decorativo, pero también como soberana declaración de intenciones, en nuestra rojigualda bandera: “Los hilillos del Prestige”. “España va bien”. “Que se jodan”.

Si se observan con atención, las tres frases que acabo de reproducir, formuladas todas en lo que se llama la “sede parlamentaria”, donde precisamente reside nuestra soberanía, significan lo mismo. Si algo varía en ellas es la progresiva intensidad con que se expresa el mensaje. Es un “créase usted lo que le decimos y dedíquese a sus cosas, hombre; que nosotros haremos lo propio”. Con más elegancia expresó este concepto Maese Pedro en el retablo cervantino: “Muchacho, no te metas en dibujos, sino haz lo que este señor te manda: sigue tu canto llano y no te metas en contrapuntos, que se suelen quebrar de sutiles”. A lo que el mozo, el Trujamán, es decir, el español medio, responde: “Así lo haré”.

Y así, en efecto, lo hemos venido haciendo los españoles desde un lejano tiempo que se pierde en la memoria. Por ahí acaso, perdida en la memoria, debe de andar otra de esas frasecitas que podría servir de lema e insignia de las modernas Españas, aquella, también pronunciada en las Cortes, de “ni Flick ni Flock”.

¿Alguien se acuerda? Corría 1981 cuando la prensa de Alemania destapó el mayor escándalo político de la postguerra. Ese año se supo que el consorcio Flick, propiedad del hombre más rico de ese país, y que disfrutaba de exenciones fiscales por valor de cientos de millones de marcos, había repartido sobornos durante dos décadas entre los principales partidos representados en el Bundestag, es decir, la Democracia Cristiana, la Socialdemocracia y los liberales. El asunto, claro está, fue sometido a una larga investigación, y tres años más tarde se hizo público que el mismo consorcio, con el auxilio de un diputado socialdemócrata, había entregado un millón de marcos a quien en esos días era presidente del gobierno español, Felipe González, por lo visto, según se dijo, con el propósito de fortalecer su partido. Fue entonces cuando éste pronunció en las Cortes (porque los escándalos de corrupción todavía se discutían en el parlamento) la dichosa frase. Obviamente, el escándalo fue enterrado, igual en Alemania que en España, sin que llegara a afectar a las carreras políticas de los implicados en el mismo. Sin embargo, tuvo consecuencias indeseadas en especial entre nosotros, pues a partir de aquí la ingenuidad y la buena fe con que fue saludada la “modélica transición” empezaron a deteriorarse. Pero ¿quién era este Flick y cual es el historial de su influyente consorcio?

Friedrich Flick fue uno de los magnates que se enriqueció en Alemania durante la República de Weimar, en la época de la inflación y mientras la mayoría de sus compatriotas pasaba hambre. Este Flick, fundador de una corporación industrial basada en el carbón y el acero, logró poner bajo su control gran parte de los recursos minerales de la cuenca del Ruhr, y, como otros industriales, se benefició de la alianza establecida con los líderes socialdemócratas de Weimar. Cuando en 1920 se produjo un golpe de estado contra la República, los trabajadores del Ruhr proclamaron la huelga general, que sirvió para hacer fracasar el golpe. Al no suspenderse la huelga, se dio la macabra paradoja de que el gobierno socialdemócrata envió al Ruhr a las tropas que poco antes se habían alzado contra él, con el resultado de que cientos de trabajadores fueron asesinados. Flick ingresó más tarde en el partido nazi, y junto a otros industriales y banqueros convenció en 1933 al senil presidente de la República, Paul von Hindenburg, de que encargara a Hitler la formación del gobierno. También con los nazis en el poder obtuvo Flick jugosos beneficios, convirtiéndose hasta virtualmente el final de la guerra en uno de los principales fabricantes de armas del Tercer Reich.

Antes de eso, ejecutivos de Flick y de otras corporaciones alemanas se presentaron en Burgos a fin de negociar con el Caudillo de España. Eran los primeros meses de la guerra civil, y el ejército sublevado requería armas y unidades militares. A cambio, Flick y sus socios recibieron las minas de Asturias y otras fuentes de recursos. Ello explica las prisas del estado mayor nacional por lanzar la Campaña del Norte. Lo cuenta con detalle Peter Weiss en su libro La estética de la resistencia (Hiru, 1999).

Tras los Juicios de Núremberg, Friedrich Flick fue condenado a siete años de prisión por utilización de mano de obra forzada, saqueo de territorios ocupados y crímenes contra la humanidad. Sin embargo, de los siete años sólo cumplió tres, habiendo sido puesto en libertad por orden del Alto Comisionado de Estados Unidos para Alemania, cargo que ocupaba el banquero y hombre de Wall Street John J. McCloy.

A principios de los años ochenta, cuando se divulgó el escándalo de los sobornos de Flick a los partidos alemanes y al PSOE, su presidente era el hijo menor de Friedrich, propietario único de Industrieverwaltung, y cuya fortuna se calculaba en billones de marcos. El nuevo Flick, llamado Friedrich Karl, tenía intereses en importantes compañías como Daimler-Benz y en la empresa de armamento y productos químicos Dynamit Nobel AG, entre otras. Su parte en la primera de las compañías mencionadas fue vendida al Deutsche Bank por más de mil millones de dólares. En 1985 liquidó el resto de sus propiedades y se retiró a Austria, donde murió.

Lo expuesto hasta aquí de manera elemental pretende dar una somera orientación, con nombres y apellidos, a los que hoy en el reino de España, donde tantas cosas empiezan a cuestionarse después de varias décadas de silencio, se hacen la pregunta: ¿de quién es el poder? No se habla aquí de un poder cualquiera, ni de un grupo de aventureros ni de una camarilla de conspiradores que tienta la suerte como el que juega a la lotería o a la Bolsa. Los nombres de Flick, Krupp, Thyssen, IG Farben, Siemens, AEG, Deutsche Bank, etc., han representado históricamente en Europa, desde finales del siglo XIX, un papel similar al que sus equivalentes de Estados Unidos desempeñan a partir del término de la Gran Guerra en todo el mundo, lo que incluye el derrocamiento de gobiernos legítimos, la implantación de dictaduras, la compra de políticos, el saqueo de recursos, la producción con métodos esclavistas, el tráfico de armas y el estímulo a la guerra. De hecho, estas compañías vienen a ser para la economía y la política alemanas el sustitutivo de un imperio colonial que ese país apenas tuvo, a pesar de las dos tentativas, ambas concluidas con resultados trágicos no sólo para Alemania, durante el siglo pasado.

A diferencia de otras naciones que obligadas por las circunstancias se hicieron a la mar en busca de nuevos territorios, Alemania, por sus propias circunstancias, se vio llevada a una sobreproducción industrial que en distintos momentos de la Historia ha otorgado a sus habitantes épocas de pujanza y florecimiento, las cuales cíclicamente chocan contra unos límites físicos siempre parecidos, que no son otros que la falta de materias primas y recursos energéticos, así como la ausencia de lo que para ingleses o norteamericanos son sus áreas de influencia, es decir, sus mercados naturales: ex colonias o los modernos y sumisos estados neocoloniales. Privada de ambas cosas, Alemania debe contemplar siempre con temor la perspectiva de que su principal virtud capitalista, la producción, tenga que verse limitada por la falta de materias primas, o a la inversa, que la sobreproducción de sus bienes no encuentre salida en ningún mercado, provocando con ello un incremento del stock y una bajada de los precios. A día de hoy la industria alemana puede sentirse relativamente aplacada en virtud del crecimiento de los mercados asiáticos. Ahora bien, los expertos ya observan signos de flaqueza en la economía del gigante chino, lo que puede presagiar una nueva y preocupante agitación de la industria alemana.

Lo que Adolf Hitler llamaba “la astucia germánica”, concepto cuyo origen se remonta a la rebelión de los queruscos contra el Imperio romano, ha encontrado en las últimas décadas nuevas vías de acción, principalmente la comercial y la financiera, para alcanzar la plena realización de los sueños imperialistas alemanes, formulados ya a mediados del siglo XIX. El mapa de Europa, en efecto, se parece hoy cada vez más al de antes de la Gran Guerra, lo que quiere decir entre otras cosas que la Revolución rusa y sus consecuencias han desaparecido de la Historia. En un momento en que el estado del mundo y de la humanidad que vive en él autoriza a formular la idea de que el nazismo sólo fue derrotado militarmente, pero no en el plano ideológico, resulta aleccionador revisar estos episodios oscuros de la Historia, tanto de la próxima como de la más lejana. Pues ciertamente Hitler no habría podido imaginar ni en la más desbocada de sus fantasías el éxito actual de la “astucia germánica”, que ahora puede poner en práctica su política neocolonial en el sur de Europa, y ello sometiendo a los países mediante ese antiguo procedimiento (sufrido por la propia Alemania) que es la deuda; o que en alianza con otros que también han aprendido algo del nazismo se encuentra otra vez donde siempre quiso estar: a las puertas de Rusia. Más difícilmente aún habría podido imaginar el líder del Reich que su mejor discípulo resultaría ser el gobierno de un Estado judío.

Existen incautos en los movimientos sociales españoles, y en Podemos, la organización que pretende aglutinarlos, que creen fervientemente que el adversario del cambio es Mariano Rajoy, o el candidato del PSOE, como quiera que se llame. Sin embargo, una mínima reflexión histórica como la precedente rebate ese principio, poniendo en evidencia la verdadera naturaleza del garante del “orden” en el que vivimos, y de su dimensión. España entregó su soberanía en una fecha tan temprana como 1937, poniéndola en manos de las corporaciones y la banca alemanas. El general Franco necesitaba a esos aliados para ganar la guerra, y confiaba en su auxilio para la reconstrucción del país, una vez devastado. Pero el amigo Flick y los suyos perdieron su guerra, y la lucrativa reconstrucción debió posponerse. A principios de los años cincuenta, en plena Guerra Fría, se acordó un consenso del que formaron parte Estados Unidos, Alemania y el gobierno y los principales poderes económicos españoles. Ese consenso es el que todavía hoy perdura.

En este más de medio siglo España ha cumplido con la disciplina y la devoción de un alumno aventajado todas las tareas que se le han impuesto, incluyendo la adhesión a la OTAN y a la Unión Europea, cosa, ésta última, para la que fueron necesarios unos planes de convergencia de los que hoy nadie se acuerda y que supusieron ya una primera oleada de recortes sociales; la creación de una industria muy bien dispuesta a las inversiones extranjeras y que ofrecía una mano de obra sumisa y barata, la cual tuvo que ser desmantelada cuando resultó ser susceptible de entrar en competencia con las mercancías del norte de Europa; la privatización de la totalidad del sector público; la conversión del país en una economía de servicios; la conformidad con la dependencia tecnológica; el incremento del consumo por medio del crédito, etc. La reforma de la Constitución y el abnegado servicio que nuestros dos partidos dominantes prestan al poder económico sirven hoy de garantía al cumplimiento de la mayor exigencia que ese poder nos hace: el pago de la deuda. O más bien, puesto que dicho pago es imposible, el de los intereses que el reino de España debe abonar mensualmente. Lo que pagamos a Alemania es la “modélica transición” que ella financió, y en virtud de este sometimiento nuestro país no puede calificarse de otra forma más que como colonia.

A nadie puede extrañar que en una colonia aparezcan individuos y grupos que reclamen la soberanía nacional. Muy otra cosa es que esto sea posible. Reclamar soberanía para poner en marcha de manera autónoma un nuevo proyecto de nación, propósito ambicioso que no se ha visto en España desde 1931, implica rebelarse contra el consenso existente y contra los poderes que lo establecieron. Ya sabemos cuáles son esos poderes. Ciertamente cabe esperar de ellos alguna flexibilidad y hasta una predisposición, si es indispensable, a tolerar un cambio, pero sólo si su hegemonía no es discutida bajo ningún concepto, lo que implicaría, en fin, que todo cambio o nuevo proyecto debería seguir bajo su tutela. En nuestro caso, la consideración misma de un proyecto nacional no puede tener otro fundamento que el de la renegociación de la deuda, lo que exige en primer lugar la derogación de la reforma constitucional. ¿Qué opinión tendrán al respecto nuestros acreedores, los cuales cuentan con la parte de deuda española que creen que les corresponde? ¿Podrá renegociarse la deuda?

En el pasado, las naciones victoriosas en las guerras imponían a los vencidos deudas impagables a fin de obstaculizar la recuperación de su economía, y con ello el rearme y la posible revancha. Esta es hoy la política universal del neoliberalismo, y para que un país la sufra no necesita haber perdido una guerra. Mientras Izquierda Unida intenta desesperadamente perpetuarse como un conglomerado de funcionarios que ni en sueños aspira a cuestionar el consenso que determina nuestras obligaciones y menguantes derechos, Podemos aparece hoy como la única fuerza política a la que, a la espera de un programa de gobierno, se presupone una voluntad de cambio “nacida desde abajo”. La experiencia de algunos países de Latinoamérica que también sufrieron con dureza el neoliberalismo y consiguieron rescatar su soberanía nacional, y la manera en que esos países son tratados por nuestros medios de comunicación, nos indican el grado de dificultad del empeño. Un empeño que aquí, como allí, sólo puede encauzarse internacionalmente, para lo que el sur de Europa debería ser capaz de plantarse ante las exigencias del norte. A ese sur, y a sus actuales y enormes desafíos, podrían aplicarse las palabras del coro de Antígona: “Muchas cosas hay portentosas, pero ninguna tan portentosa como el hombre. La palabra por sí mismo ha aprendido, y el pensamiento, rápido como el viento”.

LECTURA POSIBLE / 156

FRIEDRICH TORBERG, MEMORIA Y DIÁSPORA

En 1920 Franz Werfel publicó un relato de rebelión filial: El culpable es la víctima, no el asesino, en el que un joven asesinaba a su tiránico padre. Esta novela corta iba más allá de las tensiones que universalmente son propias de la adolescencia, y de hecho, independientemente de los valores literarios que pueda tener esta obra expresionista, lo sustantivo en ella es quizá la fecha de su creación. Sucede que el hundimiento de los imperios centroeuropeos (las así llamadas “potencias centrales”), tras su derrota en la Gran Guerra, dio lugar entre otras cosas a la proliferación en la literatura en lengua alemana de multitud de libros acerca del conflicto entre padres e hijos, y más ampliamente acerca del desencuentro generacional entonces en desarrollo y del que se nutrirían los extremismos políticos, sobre todo los de derecha. El libro de Werfel se inscribía en una corriente de la que participaba Parricidio, de Arnolt Bronnen, obra teatral que se publicó el mismo año que la de Werfel y que se estrenó en 1922, dando lugar con ello a una relación de amistad y de colaboración literaria entre su autor y Bertolt Brecht. Los libros, por otra parte, dedicados al suicidio de aquellos jóvenes que no creían ya en sus mayores y cuyo horizonte eran el desempleo y la crisis permanente dieron lugar incluso a un género propio: el Schülerselbstmord, protagonizado generalmente por estudiantes de institutos de secundaria. El tema pervivió hasta la década siguiente, alcanzando su culminación en el Fabian de la novela homónima de Erich Kästner y luego, integrado en un argumento más amplio, en uno de los personajes de Los hermanos Oppermann, de Lion Feuchtwanger.

A principios de 1929, Friedrich Torberg publicó una de esas novelas de suicidio juvenil, a la que acompañaba una lacónica introducción en la que el autor informaba de que en una sola semana (del 27 de enero al 3 de febrero de 1929) había leído en los periódicos la noticia de diez suicidios. La obra, que era la primera novela de este autor de poco más de veinte años, se llamaba Der Schüler Gerber (El estudiante Gerber), y de inmediato le lanzó a la fama.

La novela, que nunca se ha traducido al castellano, cuenta la historia de Kurt Gerber, un estudiante superdotado de bachillerato, que es oprimido y acosado por su profesor de matemáticas. Éste pertenece al disciplinado mundo imperial que en realidad ya no existe, mientras que el estudiante Gerber forma parte de una generación dividida entre la libertad de costumbres de ese breve período de entreguerras y la añoranza del autoritarismo en que se la quiere educar. La narración dejó huella en la cultura alemana, y en 1981, dos años después de la muerte del autor, Wolfgang Glück dirigió su versión cinematográfica.

Torberg nació en una familia judía de Viena, aunque originaria de Bohemia. Cuando estudiaba en el instituto se unió al equipo de waterpolo de un club deportivo judío, y después a otro de fútbol. En 1921 su padre, alto ejecutivo en una fábrica de licores, fue ascendido, por lo que la familia se trasladó a Praga. Esto fue un trauma para el pequeño Friedrich, que sufrió mucho a causa del sistema escolar praguense, el cual no se había modificado después de la guerra, a diferencia del de Viena, donde se había aplicado una reforma escolar de carácter liberal. En la capital checa vivió Torberg las experiencias de las que se serviría en su novela El estudiante Gerber. Más tarde empieza a trabajar como periodista deportivo y crítico teatral en el Prager Tageblatt. En los cafés de Praga hace amistad con Egon Erwin Kisch, Ernst Toller, Joseph Roth, Herman Broch, Robert Musil y el mencionado Werfel. En 1928 comienza sus estudios de filosofía, que abandonaría pronto. Ese año su equipo de waterpolo, el Hagibor, se proclama campeón de Checoslovaquia. Su afición por el deporte se manifiesta en muchas de sus obras, por ejemplo en su novela Die Mannschaft (El equipo), de 1935, que lleva por subtítulo Novela de una vida deportiva.

Max Brod fue el artífice de la publicación de El estudiante Gerber, que en un año se tradujo a siete idiomas. Torberg ya era un autor consagrado en 1933, cuando sus libros fueron prohibidos. En 1937 acepta escribir, con pseudónimo, el guión de un film austríaco: Der Pfarrer von Kirchfeld, que habría de convertirse en una de las películas más importantes producidas en toda la historia del cine de ese país. Cuenta la historia del párroco rural Peter Hell, quien se enamora de una joven. Fue una de las últimas películas que pudieron filmarse libremente en Austria, antes de la Anexión al Tercer Reich. Al año siguiente Torberg emigra a Zurich.

De la ciudad suiza, donde nuestro autor volvió a frecuentar los cafés en los que por entonces se reunía gran número de exiliados alemanes y austríacos, Torberg, al negársele la renovación de su permiso de residencia, marchó a París. Aquí se alistó en el ejército checo en el exilio, y en junio de 1940, haciendo el mismo camino que tres meses más tarde repetiría Walter Benjamin, llegó a la frontera española. En un tren atestado consiguió viajar hasta Oporto, y de aquí a Lisboa. En septiembre desembarcó en Nueva York.

Torberg fue uno de los beneficiarios de una campaña del PEN Club para la salvación de “diez destacados escritores alemanes antinazis”, campaña que incluyó a Heinrich Mann, Franz Werfel y Alfred Döblin, pero no a otros autores como Stefan Zweig o Hans Fallada. Los favorecidos por el PEN Club fueron enviados a California con contratos de la Metro-Goldwyn-Mayer y la Warner Brothers. Torberg sería guionista de Hollywood y más tarde periodista de Time, y regresó a Viena en 1951.

Hay dos libros de Torberg a disposición del lector en castellano: Mía es la venganza (Sajalín Editores, 2011) y La tía Jolesch, o la decadencia de Occidente en anécdotas, que ha publicado Alba hace sólo unas semanas. El primero de ellos contiene dos relatos, uno (el que da título al volumen) publicado originariamente en Estados Unidos en 1943, y otro, El regreso del Golem, que fue editado en Alemania en 1968.

Mía es la venganza es un contundente relato que ilustra acerca del estado de ánimo de nuestro autor en su exilio americano. En él un personaje innominado, el narrador, se encuentra en el muelle de Nueva Jersey. Corre el mes de noviembre de 1940. El narrador ha acudido al muelle para recibir a unos amigos, y mientras estos cumplen con las formalidades aduaneras de rigor él se percata de la presencia de un hombre que vaga inquieto, pobremente vestido, y que en su deambular arrastra la pierna izquierda. La extraña conducta de este desconocido que parece esperar a alguien, pese a que del barco recién llegado ya no bajan pasajeros, lleva al narrador a entablar conversación, obteniendo como respuesta que el desconocido, en efecto, espera a alguien: a setenta y cinco. Después ambos se trasladan a una cantina, donde el narrador conocerá su historia.

Y es una historia terrible la que nos cuenta Torberg: la del “barracón de los judíos” del campo de concentración de Heidenburg, del que el desconocido del muelle de Nueva Jersey logró escapar tras asesinar a su jefe, el oficial de las SS Hermann Wagenseil. En las poco más de cincuenta páginas que ocupa el relato de este hombre atormentado, cuya identidad será desvelada en la última línea, el autor consigue introducirnos en una realidad que supera sus aparentes límites, y que se constituye en reflexión acerca de las relaciones entre el torturador y su víctima, y en debate interior (desplegado en la conciencia del protagonista) acerca de la justicia humana y divina. Difícil de olvidar es la caracterización psicológica que el autor nos ofrece de Wagenseil, este perturbado que atribuía a los judíos recluidos en su campo una culpa de imposible redención, o redimible, mejor dicho, sólo por medio del dolor y la muerte: la de su nacimiento. En cierto modo, la figura del jefe del campo evoca a la de Kupfer, el profesor de matemáticas que hizo imposible la vida a su alumno en El estudiante Gerber. En ello se nos muestra la aberración de un poder terrenal erigido en autoridad omnipotente e infalible, figura autodivinizada sobre una humanidad que debe elegir entre la sumisión (literalmente hasta la muerte) o la rebeldía. “Y mientras uno solo de nosotros”, afirma el protagonista de Mía es la venganza, “base sus esperanzas en ese ‘a lo mejor’, mientras haya uno que crea que pasará ‘alguna otra cosa’ antes de que lo alcance el destino que ya ha alcanzado a otros, mientras alguien aún tenga la esperanza de que les tocará a todos, pero a él no; mientras tanto, nos seguirá tocando a todos”. El relato, en fin, nos informa del uso particular que hicieron los nazis del sofisma que le sirvió a Werfel, en otro contexto, para titular la obra a la que nos referíamos más arriba: El culpable es la víctima, no el asesino. Un sofisma cuyo uso, como en el caso presente, se volvió contra ellos.

Si en Mía es la venganza la cuestión moral relativa a la justicia adopta por momentos la forma de una controversia talmúdica entre un rabino y un descreído, en El regreso del Golem vuelve a formularse el mismo tema, pero encarnado esta vez en aquel personaje legendario de la tradición judía, el humanoide hecho de barro que según la leyenda tenía a su cargo la protección de la judería de Praga. El personaje, una vez privado del aliento divino por su propio creador, fue a parar a un desván de la sinagoga Vieja-Nueva, pero he aquí que, olvidado, vuelve a la vida durante la época de la ocupación, cuando a unos oficiales nazis se les ordena reunir y clasificar todo el material religioso previamente saqueado en las sinagogas y en las casas de los judíos. La narración se inscribe en la rica tradición de la literatura judía praguense, una Praga oscura, brumosa y expresionista por la que Torberg nos guía de un modo tan intrigante como mágico.

Por último, en La tía Jolesch, o la decadencia de Occidente en anécdotas, nos encontramos con el Torberg que hoy tiene más fama en los países de lengua alemana, el autor satírico convertido en recopilador y en memoria del desaparecido mundo de los judíos de Centroeuropa. El libro reúne textos escritos entre 1958 y 1961 a los que se añadió posteriormente un prólogo sentimental, con el que fue publicado por primera vez en Viena en 1975. En dicho prólogo leemos: “Éste es un libro nacido de la melancolía. Bebe de un pozo de recuerdos que no llegué a conocer hasta que tuve que hacer uso de él”. Se trata de un recorrido por la Viena de la infancia del autor: el mercado de Peregrini, el tren fantasma del Prater y el zoo de Schönbrunn, los paseos y las excursiones a las granjas y a los merenderos, la explanada de Ischl en verano. De esos lugares, de sus habitantes, y en especial de su numerosa parentela, Torberg extrae un delicioso conjunto de anécdotas, refranes, dichos populares, costumbres y rituales cotidianos. La tía Jolesch del título, pese a haber sido una persona real, era lo que el autor llama “un tipo”: el personaje que no faltaba en ninguna de esas grandes familias “dispersas por Viena y por Praga, por Brno y Budapest, por la mitad austríaca del Imperio y por la húngara”, personaje al que se debía la creación de una sabiduría vital manifestada en forma de “frases certeras, en parte ingeniosas, en parte profundas”, que constituían una especie de depósito de cultura y eran a la vez un compendio de enseñanza moral. Y es cierto, recalca Torberg, que este papel “recaía prácticamente siempre sobre mujeres”. La sonrisa con la que se lee el libro no excluye que de él se desprendan no pocos datos que son testimonio privilegiado de aquella época, útiles para conocer a fondo la vida doméstica de un período crucial de la historia moderna; ni tampoco excluye la desolación por esta cultura y sus gentes, y por la suerte que corrieron.

Un fotograma de Der Schüller Gerber (1981)

lunes, 11 de agosto de 2014

LECTURA POSIBLE / 155

INFIELES, DE ABDELÁ TAIA. UNA HISTORIA DE LA MARGINACIÓN Y EL EXILIO

Afirma Abdelá Taia que en Marruecos no es fácil tomar la palabra. La obra de este autor nacido en 1973 en Salé, junto a Rabat, y que escribe en francés, difícilmente podría entenderse al margen de la paradójica actualidad de este país magrebí, una actualidad de la que en España se sabe muy poco, y que lo sitúa permanentemente en un estado de transición que se conjuga de maravilla con el más quieto, cerrado y opresivo inmovilismo. Hace unos años la red internacional Social Watch, dedicada a observar la evolución de la pobreza en distintos lugares del mundo, publicó un informe en el que se afirmaba que “el índice marroquí de cobertura de las necesidades esenciales sigue siendo el más bajo de la región”.* En el mismo informe se lee que si “durante las décadas de los sesenta a los noventa Marruecos sufrió una represión política y la dilapidación de los bienes públicos y de los recursos nacionales”, la situación se ha agravado en los años siguientes, a raíz de una política de privatizaciones “destinada a reducir la deuda externa y a recuperar la confianza de los socios capitalistas”. Esto tiene como consecuencia la acumulación de la riqueza en un restringido círculo, y la perpetuación de una miseria que no tiene más salida que la emigración. Tal desigualdad sólo puede imponerse mediante un rigor policial y jurídico que se aplica en sus peores formas sobre las mujeres, los homosexuales y quienes se atreven todavía a manifestar alguna crítica respecto a la política seguida en el Sahara Occidental. A todo ello, y al papel asignado al Islam a fin de asegurar el sometimiento de los marroquíes, se refiere Taia en su último libro, Infieles, que ha sido publicado entre nosotros por la editorial Cabaret Voltaire.

Abdelá Taia, miembro de una humilde familia de nueve hermanos, se introdujo pronto en la lectura, en primer lugar por medio de su padre, que era bibliotecario, y luego de su hermano Abdelkebir, dieciocho años mayor que él y del cual, según ha confesado en alguna entrevista, “se prendó” a tierna edad. Un poco a la manera de Jean Genet, que en su momento comprendió la necesidad de expresarse en la “lengua del poder”, Taia estudió francés en Rabat, y más tarde, con una beca, prosiguió sus estudios en Ginebra y París, donde se estableció en 1998. Aquí inició su carrera literaria, de la que es producto media docena de narraciones y a la que últimamente se han añadido unos prometedores inicios como cineasta, habiendo dirigido en 2012 la adaptación de su novela El Ejército de Salvación, que en el momento en que se publicó (2006) fue una de las más leídas en Francia, y que la editorial Alberdania tradujo simultáneamente al euskera y al castellano al año siguiente. El público reconocimiento de su homosexualidad ha hecho de Taia un personaje mediático en Europa y una persona non grata en Marruecos, lo que le ha convertido en valedor de los derechos de los homosexuales en su país y en el mundo islámico. Ha participado como invitado en diversos documentales, entre ellos A Jihad for Love (Parvez Sharma, 2007) y Jean Genet, le contre-exemplaire (Gilles Blanchard, 2010).

La historia de Infieles, según su autor, “es como la de esas películas egipcias que dan en televisión, pero es la realidad. La realidad marroquí, amarga y despiadada”. Se trata de una novela coral construida mediante sucesivos monólogos, formulados estos en lugares y tiempos a veces muy distantes entre sí, lo que viene a conformar una especie de apasionada biografía colectiva, en absoluto dispersa, dotada de coherencia en virtud de una temática común en la que predominan la marginación y el amor. En parte, esos monólogos los dirige un personaje a otro, siendo el silencio de este “otro”, su falta de corporeidad, la ratificación en última instancia, pese a la intensidad de los vínculos que les unen, de la soledad de todos ellos.

Entre estas voces se deja oír la de la madre adoptiva de Selima, quien, próxima a la muerte, evoca su vida como “introductora”, viejo oficio al que se dedicaban todavía algunas mujeres en el Marruecos de hace medio siglo. La introductora formó parte en tiempos de los festejos de boda, y su misión consistía en orientar a los jóvenes esposos en el acto de la consumación del matrimonio. A veces esta orientación consistía literalmente en introducir el miembro masculino en la esposa, pero muy a menudo requería otras acciones, entre ellas la de excitar sexualmente al recién casado, pronunciar conjuros, y si la novia no era virgen provocar en alguno de ellos o en sí misma una herida de la que manase la sangre necesaria para manchar la sábana nupcial, que después tenía que ser exhibida a los familiares. En ocasiones, a estas funciones propias de la introductora se añadía la de practicar abortos. La madre describe a Selima la ambigua posición que ocupaba entre unas gentes que tras requerir sus servicios no dejaban de arrojar sobre ella la correspondiente condena social. “Soy perversa”, dice. “La vieja perversa que todo el mundo necesita. Un poco bruja. Un poco curandera. Un poco puta. La especialista del sexo”. La hija asiste a la desaparición del oficio de su madre, lo que la lleva inevitablemente, pues carece de otros recursos, a ejercer la prostitución.

A partir de aquí se cuenta la historia de Selima. Obviamente, la malquerencia que tuvo que soportar la madre se ha convertido ahora en franca y completa exclusión social. Selima vive con su hijo, Yalal, en Salé, en el barrio de Hay Salam, a poca distancia de una base militar. Los clientes de Selima, que pasan ante los ojos de su hijo día y noche, son sobre todo soldados, uno de los cuales logra congeniar con el muchacho. Éste se aficiona a las películas americanas que el soldado le proporciona en vídeo, y en especial le fascina Río sin retorno, con la canción del mismo nombre que entona Marilyn Monroe. A los ojos del chico, la actriz cobra una dimensión mítica, y de hecho Marilyn llegará a convertirse en personaje de su historia, un personaje con el que se identifican tanto él como su madre y al que ella dedicará unas palabras a modo casi de plegaria: “Hay un cuerpo, el suyo, y también el mío, y el tuyo, y el del mundo. Y existe una belleza. Unas reglas. Marilyn Monroe me enseña a superar las apariencias. Ella es el mundo entero, su origen, su desarrollo, sus agujeros, su materia negra, su cielo y sus volcanes… Nació triste. Triste se quedará para siempre. Triste porque lo sabe todo, todo de los hombres y las mujeres”.

Ese “saberlo todo” representa para Selima un conocimiento que no es sólo carnal, que es el producto de las humillaciones de toda una vida y que adoptará la forma de una experiencia mística. Así, la primera ruptura se produce en su existencia a causa de su familiaridad con algunos soldados sospechosos de organizar un movimiento contra la guerra del Sahara. Es entonces encarcelada durante tres años y sometida a torturas. Selima saldrá de la cárcel viva, aunque no indemne, y se reunirá con Yalal en El Cairo, “la ciudad de todos los árabes sin raíces”. Allí habrá una segunda ruptura, que la llevará a casarse y a hacer un descubrimiento: el Islam, que no guarda relación alguna con la religión que le inculcaron de niña, la cual estaba inspirada solamente en el miedo. Este descubrimiento representa su liberación. Selima se cubre por primera vez con un velo y junto a su marido, belga y convertido en creyente, acude primero a La Meca y después a la tumba del Profeta, en Medina, donde muere.

En este libro que trata entre otros conceptos de la supervivencia, la desaparición de cada personaje que ha sido protagonista del mismo deja un sucesor, una esperanzada continuación que aquí abarca hasta la generación de Yalal, protagonista soterrado que pasa a ocupar el primer plano tras la muerte de su madre. Yalal volverá a Marruecos, donde será recibido con la indiferencia y la incomprensión que se reserva a los parias. Si algo ha resultado controvertido (y movido a escándalo) en la obra de Taia, más allá de la declaración acerca de su sexualidad, es la franqueza con que aborda temas que son frecuentes en la prensa, pero que hasta ahora constituían poco menos que un tabú en la literatura. La trágica consumación de la existencia del huérfano Yalal se produce por el emparejamiento con un joven europeo también convertido al Islam, lo que en la estructura de la novela implica un paralelismo con la trayectoria de su madre. Este joven, relacionado con “células islamistas”, acabará reproduciendo junto a su amigo y amado Yalal un episodio del que se ocupó la prensa en mayo de 2007, cuando se produjo un doble atentado suicida, sin más víctimas que sus propios autores, en Casablanca, cerca del consulado norteamericano. Se supo entonces que los jóvenes habían deambulado durante casi dos días por la ciudad con sus cinturones cargados de explosivos, únicamente para poner fin a sus vidas donde no pudieran hacer daño a nadie. En un artículo publicado poco después en diversos periódicos europeos Taia escribió que aquello mostraba “el colmo de la desesperanza en la que vive desde hace demasiado tiempo la juventud marroquí. Fue un grito desde el corazón, desde las tripas. Un llamamiento a la sociedad marroquí. No fue escuchado”. Con idéntico grito desde el corazón concluye esta novela para cuyo último protagonista no había sucesor ni continuación posible, lo que sirve para ilustrar de manera contundente el pesimismo de su autor acerca del país en el que nació y cuyo suelo, en la actualidad, le está vedado.

El libro se adscribe a una moderna e internacional corriente literaria que a falta de un término adecuado podríamos llamar “pop”, y cuyas claves son la fusión, el sincretismo y la asimilación de valores y referencias interculturales, de lo que es buena prueba esta Marilyn que en un pasaje de la novela se nos aparece como la encarnación contemporánea de la diosa bereber Kahina, “la mujer coraje, nuestro modelo a seguir”. Lo mismo puede aplicarse a las diversas alusiones a la cultura popular que el autor integra en su historia, por ejemplo a la cantante Samira Said, lo que se extiende a una visión del mundo caracterizada por el mestizaje. Esta aventura que en poco más de doscientas páginas abarca diversos países y tres generaciones es ilustración de una sociedad que es global y a la vez invisible, enquistada y embutida en sí misma, y a la que se niega la incorporación a la Historia. Una deseada incorporación a la que no puede ser extraña, sugiere Taia, la reinvención del Islam y la de la renovada espiritualidad que éste promete.

Infieles es una novela redactada con frases cortas, telegráficas, que a veces más que impresas parecen escupidas sobre la página. Es un libro escrito con rabia pero también con amor, amor a esos marginados que viven sin patria entre los marroquíes de bien, algunos de los cuales, según sabemos, no consideran a Taia su compatriota, ni tampoco musulmán, no más que uno de estos “infieles” que, por no hallarse en el lado correcto, han dejado de estar en posesión de la verdad. Dice Taia que en Francia está solo. “En Marruecos vivimos siempre en grupo, en clan… La soledad es el precio de la libertad. Y yo lo pago con gusto”.
____________

lunes, 4 de agosto de 2014

LECTURA POSIBLE / 154

CIEN AÑOS DE EL PROCESO, DE FRANZ KAFKA

En su libro La estética de la resistencia, Peter Weiss establece una original relación entre las pinturas de Brueghel y las obras de Kafka. Ambos, escribe, “habían dibujado paisajes universales, finos, transparentes, aunque en tonos terrosos. Sus imágenes eran al mismo tiempo luminosas y oscuras; causaban la impresión de ser macizas, pesadas en su conjunto, pero llenas de fuego y con nítida claridad en los detalles. Su realismo se había depositado en los lugares y regiones que eran reconocibles de modo inmediato, pero que al mismo tiempo se sustraían a todo lo visto hasta ahora. Todo estaba lleno de huellas, de gestos, de movimientos, de acciones cotidianas; todo resultaba típico y nos mostraba cosas importantes, centrales, pero sólo para, en el mismo momento, producir un efecto extraño, chocante”.

Ese carácter perturbador, a juicio del escritor alemán, obedece al hecho de que tanto Brueghel como Kafka nos ofrecen una visión realista y certera del mundo, sin excluir el absurdo del mismo ni sus vergüenzas, pero una visión a la que se ha despojado conscientemente de un factor primordial: la crítica, y con él la voluntad y el sentimiento de la insubordinación. La caída de Dédalo al derretirse sus alas, vista a lo lejos y como algo casual, con sus piernas agitándose y las olas que se tragarán al héroe poco después, envolvía a la escena en un aire de ridícula caricatura, una atmósfera de tragedia desarrollada en silencio, sin remedio, sin drama. Del mismo modo, en El castillo, Kafka “nos había mostrado el edificio del capitalismo cercano al ocaso, retorcido y despreciable, pero que sin embargo continuaba estando ahí, repartiendo sus pequeños golpes malvados, sus engaños, sus canalladas, manteniéndonos a raya con sus fútiles mensajeros, aduaneros y guardianes. Esa falta de rebeldía”, escribe Weiss, “el permanente girar en torno a insignificancias, la estremecedora incapacidad de Joseph K. para comprender lo que le ocurre, todo ello nos plantea la pregunta de por qué nosotros mismos no hemos intervenido para eliminar las injustas circunstancias de una vez por todas”. Así, el empeño que Kafka comparte con Brueghel de disminuir a sus personajes, de presentarles como risibles y ridículos títeres de un teatro negro cuyas claves no entienden, y que ni en sueños se atreven a cuestionar, se extiende sobre nosotros, espectadores y lectores, caracterizados también por el mismo rasgo que define a sus personajes: la impotencia.

Unas pocas mentes han acertado a crear obras que definen y revelan misteriosamente al ser humano, y ahora nos parece estar tan familiarizados con ellas, nos describen tan fielmente, que se diría que siempre existieron, que son antiguas como las montañas y los ríos, y que sin ellas el mundo nunca habría estado acabado ni a sus habitantes les habría sido posible aceptarse a sí mismos. Y sin embargo esas obras tuvieron que ser creadas, necesitaron su artífice y su momento, y es posible que debieran pasar décadas hasta que generaciones posteriores las pusieron en su lugar. Una de dichas obras es la novela El proceso, que Franz Kafka empezó a redactar por estos primeros días de agosto, hace ahora cien años.

En agosto de 1914 hacía unos días que se había iniciado la Gran Guerra, a la que millones de europeos fueron con la alegría risueña con la que se va de excursión. El treintañero Kafka, declarado no apto para el servicio a causa de su mala salud, hacía poco que se había descubierto a sí mismo como escritor, de lo que ya habían sido fruto algunos relatos. Sus hábitos de escritura, sin embargo, se resentían de su naturaleza enfermiza, así como de sus deberes como oficinista. Los suyos de entonces son textos escritos de una sentada, con apenas correcciones, producto de un aliento lleno de energía, aunque breve. La novela América, poco antes, ha quedado inconclusa. En cambio ha terminado La metamorfosis, y en dos semanas del siguiente octubre escribe En la colonia penitenciaria y el último capítulo de América. Por lo demás, el pensamiento de Kafka está ocupado por dos personas: Felice Bauer, su novia, con la que acaba de romper, y su padre. Este último le obsesiona más que ningún personaje, y de hecho un tema no menor de su obra será la reflexión acerca del padre.

El escritor y traductor Laurent Margantin, germanista de formación, colaborador de las revistas Œuvres ouvertes y Quinzaine littéraire, viene dedicando desde mayo pasado una serie de artículos al centenario de El proceso, los cuales muestran el estado actual de la investigación acerca de la difícil génesis del manuscrito y de la diversa suerte corrida por el mismo en las sucesivas ediciones. Tal puesta al día va más allá de su interés filológico, y podría servir para reconsiderar la mirada que tradicionalmente hemos dirigido a la obra del autor checo.

Recuerda Margantin lo que anotó el autor en el “testamento” que dirigió a su amigo Max Brod: “Todo lo que dejo atrás (en la biblioteca, en el armario ropero, en la mesa de trabajo y en la oficina), así como los diarios, manuscritos, cartas (escritas por mí o por otros), los dibujos, etc., todo absolutamente debe quemarse sin haber sido leído”. A la muerte de Kafka, en 1924, no era sino una pequeña parte de su obra lo que se había publicado, habiendo quedado inéditas tres novelas: América, El proceso y El castillo, las cuales a su juicio estaban “incompletas, inacabadas, no aptas para la imprenta”. Como es sabido, la “traición” de Brod, cometida ya el día del funeral de Kafka, al que se presentaron tres editores, ha merecido juicios encontrados por parte de la crítica literaria, habiéndose erigido en su momento Walter Benjamin, quien lo elogió por “su lealtad absoluta a Kafka”, entre sus defensores. Benjamin, en efecto, creía que la orden contenida en el “testamento” era el truco de un autor que se sentía herido por no haber podido completar su obra, pero que al mismo tiempo era consciente, aun inacabada, de la validez y la importancia de la misma. De este modo, la orden de que su obra fuera destruida no era más que una llamada de atención hacia ella, la llamada de un autor (como la del suicida que en último extremo desea que otros eviten su muerte) que sabe que algo deja tras él. Pues otros amigos, aparte de Brod, habían recibido manuscritos de las obras de Kafka, sin que su destructiva última voluntad hubiera llegado a ellos. En realidad Kafka, maestro del relato y la novela corta, había dejado ya en sus obras inacabadas suficientes pruebas de su talento también para las de largo recorrido, enmarcadas en mundos fantásticos y a la vez coherentes y habitadas por personajes reconocibles, protagonistas cuyas acciones chocan con un entorno minuciosamente delimitado (lo que pese a su incesante actividad les aboca a ser pasivos) y secundarios bien delineados, caracterizados cada uno por el lugar que ocupa en la jerarquía de esos mundos cerrados.

Según ha establecido la crítica, los textos iniciales de El proceso, que fueron redactados de un tirón y sin el recurso de notas preliminares, son los que corresponden al primer capítulo y al último, es decir, los que describen el arresto y la ejecución de K. Ello indica que el autor tenía ya decidido el desenlace, y que de hecho éste, que tal vez fue lo primero que escribió, era lo que daba impulso a la novela y su razón de ser. En realidad, lo que se relata es una lenta ejecución, siendo su desarrollo, el proceso propiamente dicho, solamente un relleno: en rigor, el material preparatorio del cumplimiento de la condena, que en la imaginación de Kafka se había dictado previamente. Empezando por el final, Kafka esperaba evitar el conflicto que se le había aparecido con América, cuyo desenlace en un principio quedó irresuelto. A causa de las circunstancias de su vida ya aludidas, y especialmente a causa de su tuberculosis, el autor se había creído con frecuencia incapaz de llevar a término sus novelas, de manera que al acotar desde un buen principio el final y los límites de El proceso confiaba en no perder de vista su objetivo, evitando caer en tramas secundarias que estorbaran el progreso de su obra.

Ese progreso se interrumpe en octubre, cuando de la novela el autor ha redactado ya siete de sus diez capítulos. Por cierto que Kafka, de quien por otros motivos podemos deducir que no era una persona negligente, nunca se ocupó de ordenar los capítulos de su novela, los cuales, desprovistos de numeración, se convirtieron en un quebradero de cabeza para sus críticos y editores.

Brod, autoerigido en responsable del legado de su amigo, cedió los derechos de El proceso a la editorial berlinesa Die Schmiede. Se inicia entonces su tarea como editor de la obra de Kafka. En primer lugar ordena los capítulos de la novela guiándose por sus recuerdos de las lecturas que el autor hacía a sus amigos; reemplaza la letra inicial con que se designa a diversos personajes con nombres y apellidos completos (pero deja intacta la K. del protagonista); y corrige algunos “errores por descuido”. Cuando se publica al año siguiente, el libro es recibido por la crítica como la obra “del único verdadero novelista y joven genio de Europa”, lo que no impide que se haga notar su carácter inacabado y fragmentario. A esta observación se había anticipado ya Brod en el epílogo del libro, donde afirmaba que el proceso descrito era en sí inacabable, y que en virtud de la reiterada apelación a una instancia más alta podría continuar ad infinitum. Sin embargo, diez años después, con motivo de la segunda edición, la proclamada lealtad de Brod fue por primera vez puesta en duda. Reconoció entonces que había modificado el texto en muchos lugares, a fin de trasladar al alemán convencional los modismos del dialecto de Praga, cuya aislada minoría alemana conservaba abundantes giros y vocablos en desuso; además alteró ampliamente el ritmo de las frases, al introducir en un texto que al parecer había sido concebido para leerse en voz alta una puntuación más propicia a la lectura para uno mismo. Por último, admitió no estar seguro del orden dado a los capítulos. En lo que se refiere a la puntuación, Margantin ha escrito que, como traductor, “es desde mi punto de vista una cuestión central: la escritura de Kafka es una corriente, una explosión”, lo que se advierte cuando es posible acceder a los textos originales. A fin de cuentas, hubo que esperar a 1990 para disponer de una edición crítica fiable, la cual exhibe un ritmo de escritura totalmente propio. “De ahí mi confusión”, dice Margantin, “cuando veo que casi todas las ediciones francesas actuales se basan en la edición de Brod”, afirmación que puede aplicarse igualmente a la mayoría de las ediciones en castellano.

“Se nos ha encargado trabajar en la obra, pero no nos ha sido dado culminarla”, dice el Talmud. Seguramente es ilusoria la pretensión de disponer de una edición de El proceso fiel a los deseos de su autor. Y ello en gran parte por la imposibilidad de separar en la obra de Kafka ficción y realidad. Este rasgo esencial de lo que llamamos “lo kafkiano” se advierte por ejemplo en el contenido de sus cartas a Felice, en las que es corriente que su autor inserte (aparentemente sin venir a cuento), en medio de una serie de consideraciones mayormente banales, un microrrelato que muy bien podría pertenecer a la novela en curso, por lo general la descripción de un sueño. Estas pequeñas ficciones ocupan a veces más de la mitad de las cartas que dirigía a Felice, cuya reacción a ellas no es difícil de imaginar, ya que como sabemos la novia de Kafka no sentía el más mínimo interés por la literatura.

Kafka está de moda. La nueva traducción al inglés de La metamorfosis para la editorial Norton & Company, debida a Susan Bernofsky, incluye un prólogo del cineasta canadiense David Cronenberg, el cual se inicia con las siguientes palabras: “Me desperté hace poco una mañana y descubrí que yo era un hombre de setenta años de edad”. Y más adelante añade: “Nuestras reacciones, la mía y la de Gregor Samsa, son similares. Estamos confundidos y perplejos, y pensamos que nuestro estado es una ilusión momentánea que pronto se disipará, dejando que nuestras vidas continúen como estaban”. Cronenberg, cuya primera novela de la que poco se sabe aparte de su título, Consumed, se publicará en inglés el treinta de septiembre, ha captado lúcidamente la ultima ratio de la obra kafkiana: la presencia indebida de la muerte. A este hecho, que junto al nacimiento es el más notable y misterioso de nuestras vidas, se refirió Kafka en su diario: “Olvidé añadir que lo mejor de mi obra tiende a acrecentar mi capacidad de morir feliz. En todos estos pasajes acertados y altamente convincentes siempre hay alguien que muere. Sin duda es muy duro tener que morir, y ello se ve como una injusticia o al menos como un exceso de rigor. Pero para mí, que creo poder ser feliz en mi lecho de muerte, tales descripciones son secretamente un juego, porque me alegro de morir en la persona que muere. Así mi queja es lo más perfecta posible, no se interrumpe bruscamente como podría ocurrir con una queja real; y sigue su curso en armonía y pureza”. Palabras que nos recuerdan la condena que pesa, implícita, sobre esa obra inacabada que es la vida.