martes, 19 de agosto de 2014

DISPARATES / 116

Máscaras (naturaleza muerta) III
Emil Nolde, 1911
EL AMIGO FLICK CONTRA PODEMOS

Cada país tiene su compendio de grandes frases para la Historia, a menudo pronunciadas en momentos difíciles: frases míticas, legendarias, significativas, que indican lo que una comunidad de individuos es o quisiera ser. Estas frases, entre el slogan publicitario y la soflama, apuntan a festejar los éxitos, y a levantar la confianza en los momentos de fracaso. En Estados Unidos tienen la “American Way of Life”, que en su caso ilustra más un deseo que una realidad, como saben bien los protagonistas de los actuales sucesos de Missouri. En el reino de España, nación sanchopancesca más dada a la corporeidad de las cosas que al ideal, disponemos de una abundante fraseología de la que pueden espigarse unos pocos ejemplos que no estorbarían, a manera de bordado decorativo, pero también como soberana declaración de intenciones, en nuestra rojigualda bandera: “Los hilillos del Prestige”. “España va bien”. “Que se jodan”.

Si se observan con atención, las tres frases que acabo de reproducir, formuladas todas en lo que se llama la “sede parlamentaria”, donde precisamente reside nuestra soberanía, significan lo mismo. Si algo varía en ellas es la progresiva intensidad con que se expresa el mensaje. Es un “créase usted lo que le decimos y dedíquese a sus cosas, hombre; que nosotros haremos lo propio”. Con más elegancia expresó este concepto Maese Pedro en el retablo cervantino: “Muchacho, no te metas en dibujos, sino haz lo que este señor te manda: sigue tu canto llano y no te metas en contrapuntos, que se suelen quebrar de sutiles”. A lo que el mozo, el Trujamán, es decir, el español medio, responde: “Así lo haré”.

Y así, en efecto, lo hemos venido haciendo los españoles desde un lejano tiempo que se pierde en la memoria. Por ahí acaso, perdida en la memoria, debe de andar otra de esas frasecitas que podría servir de lema e insignia de las modernas Españas, aquella, también pronunciada en las Cortes, de “ni Flick ni Flock”.

¿Alguien se acuerda? Corría 1981 cuando la prensa de Alemania destapó el mayor escándalo político de la postguerra. Ese año se supo que el consorcio Flick, propiedad del hombre más rico de ese país, y que disfrutaba de exenciones fiscales por valor de cientos de millones de marcos, había repartido sobornos durante dos décadas entre los principales partidos representados en el Bundestag, es decir, la Democracia Cristiana, la Socialdemocracia y los liberales. El asunto, claro está, fue sometido a una larga investigación, y tres años más tarde se hizo público que el mismo consorcio, con el auxilio de un diputado socialdemócrata, había entregado un millón de marcos a quien en esos días era presidente del gobierno español, Felipe González, por lo visto, según se dijo, con el propósito de fortalecer su partido. Fue entonces cuando éste pronunció en las Cortes (porque los escándalos de corrupción todavía se discutían en el parlamento) la dichosa frase. Obviamente, el escándalo fue enterrado, igual en Alemania que en España, sin que llegara a afectar a las carreras políticas de los implicados en el mismo. Sin embargo, tuvo consecuencias indeseadas en especial entre nosotros, pues a partir de aquí la ingenuidad y la buena fe con que fue saludada la “modélica transición” empezaron a deteriorarse. Pero ¿quién era este Flick y cual es el historial de su influyente consorcio?

Friedrich Flick fue uno de los magnates que se enriqueció en Alemania durante la República de Weimar, en la época de la inflación y mientras la mayoría de sus compatriotas pasaba hambre. Este Flick, fundador de una corporación industrial basada en el carbón y el acero, logró poner bajo su control gran parte de los recursos minerales de la cuenca del Ruhr, y, como otros industriales, se benefició de la alianza establecida con los líderes socialdemócratas de Weimar. Cuando en 1920 se produjo un golpe de estado contra la República, los trabajadores del Ruhr proclamaron la huelga general, que sirvió para hacer fracasar el golpe. Al no suspenderse la huelga, se dio la macabra paradoja de que el gobierno socialdemócrata envió al Ruhr a las tropas que poco antes se habían alzado contra él, con el resultado de que cientos de trabajadores fueron asesinados. Flick ingresó más tarde en el partido nazi, y junto a otros industriales y banqueros convenció en 1933 al senil presidente de la República, Paul von Hindenburg, de que encargara a Hitler la formación del gobierno. También con los nazis en el poder obtuvo Flick jugosos beneficios, convirtiéndose hasta virtualmente el final de la guerra en uno de los principales fabricantes de armas del Tercer Reich.

Antes de eso, ejecutivos de Flick y de otras corporaciones alemanas se presentaron en Burgos a fin de negociar con el Caudillo de España. Eran los primeros meses de la guerra civil, y el ejército sublevado requería armas y unidades militares. A cambio, Flick y sus socios recibieron las minas de Asturias y otras fuentes de recursos. Ello explica las prisas del estado mayor nacional por lanzar la Campaña del Norte. Lo cuenta con detalle Peter Weiss en su libro La estética de la resistencia (Hiru, 1999).

Tras los Juicios de Núremberg, Friedrich Flick fue condenado a siete años de prisión por utilización de mano de obra forzada, saqueo de territorios ocupados y crímenes contra la humanidad. Sin embargo, de los siete años sólo cumplió tres, habiendo sido puesto en libertad por orden del Alto Comisionado de Estados Unidos para Alemania, cargo que ocupaba el banquero y hombre de Wall Street John J. McCloy.

A principios de los años ochenta, cuando se divulgó el escándalo de los sobornos de Flick a los partidos alemanes y al PSOE, su presidente era el hijo menor de Friedrich, propietario único de Industrieverwaltung, y cuya fortuna se calculaba en billones de marcos. El nuevo Flick, llamado Friedrich Karl, tenía intereses en importantes compañías como Daimler-Benz y en la empresa de armamento y productos químicos Dynamit Nobel AG, entre otras. Su parte en la primera de las compañías mencionadas fue vendida al Deutsche Bank por más de mil millones de dólares. En 1985 liquidó el resto de sus propiedades y se retiró a Austria, donde murió.

Lo expuesto hasta aquí de manera elemental pretende dar una somera orientación, con nombres y apellidos, a los que hoy en el reino de España, donde tantas cosas empiezan a cuestionarse después de varias décadas de silencio, se hacen la pregunta: ¿de quién es el poder? No se habla aquí de un poder cualquiera, ni de un grupo de aventureros ni de una camarilla de conspiradores que tienta la suerte como el que juega a la lotería o a la Bolsa. Los nombres de Flick, Krupp, Thyssen, IG Farben, Siemens, AEG, Deutsche Bank, etc., han representado históricamente en Europa, desde finales del siglo XIX, un papel similar al que sus equivalentes de Estados Unidos desempeñan a partir del término de la Gran Guerra en todo el mundo, lo que incluye el derrocamiento de gobiernos legítimos, la implantación de dictaduras, la compra de políticos, el saqueo de recursos, la producción con métodos esclavistas, el tráfico de armas y el estímulo a la guerra. De hecho, estas compañías vienen a ser para la economía y la política alemanas el sustitutivo de un imperio colonial que ese país apenas tuvo, a pesar de las dos tentativas, ambas concluidas con resultados trágicos no sólo para Alemania, durante el siglo pasado.

A diferencia de otras naciones que obligadas por las circunstancias se hicieron a la mar en busca de nuevos territorios, Alemania, por sus propias circunstancias, se vio llevada a una sobreproducción industrial que en distintos momentos de la Historia ha otorgado a sus habitantes épocas de pujanza y florecimiento, las cuales cíclicamente chocan contra unos límites físicos siempre parecidos, que no son otros que la falta de materias primas y recursos energéticos, así como la ausencia de lo que para ingleses o norteamericanos son sus áreas de influencia, es decir, sus mercados naturales: ex colonias o los modernos y sumisos estados neocoloniales. Privada de ambas cosas, Alemania debe contemplar siempre con temor la perspectiva de que su principal virtud capitalista, la producción, tenga que verse limitada por la falta de materias primas, o a la inversa, que la sobreproducción de sus bienes no encuentre salida en ningún mercado, provocando con ello un incremento del stock y una bajada de los precios. A día de hoy la industria alemana puede sentirse relativamente aplacada en virtud del crecimiento de los mercados asiáticos. Ahora bien, los expertos ya observan signos de flaqueza en la economía del gigante chino, lo que puede presagiar una nueva y preocupante agitación de la industria alemana.

Lo que Adolf Hitler llamaba “la astucia germánica”, concepto cuyo origen se remonta a la rebelión de los queruscos contra el Imperio romano, ha encontrado en las últimas décadas nuevas vías de acción, principalmente la comercial y la financiera, para alcanzar la plena realización de los sueños imperialistas alemanes, formulados ya a mediados del siglo XIX. El mapa de Europa, en efecto, se parece hoy cada vez más al de antes de la Gran Guerra, lo que quiere decir entre otras cosas que la Revolución rusa y sus consecuencias han desaparecido de la Historia. En un momento en que el estado del mundo y de la humanidad que vive en él autoriza a formular la idea de que el nazismo sólo fue derrotado militarmente, pero no en el plano ideológico, resulta aleccionador revisar estos episodios oscuros de la Historia, tanto de la próxima como de la más lejana. Pues ciertamente Hitler no habría podido imaginar ni en la más desbocada de sus fantasías el éxito actual de la “astucia germánica”, que ahora puede poner en práctica su política neocolonial en el sur de Europa, y ello sometiendo a los países mediante ese antiguo procedimiento (sufrido por la propia Alemania) que es la deuda; o que en alianza con otros que también han aprendido algo del nazismo se encuentra otra vez donde siempre quiso estar: a las puertas de Rusia. Más difícilmente aún habría podido imaginar el líder del Reich que su mejor discípulo resultaría ser el gobierno de un Estado judío.

Existen incautos en los movimientos sociales españoles, y en Podemos, la organización que pretende aglutinarlos, que creen fervientemente que el adversario del cambio es Mariano Rajoy, o el candidato del PSOE, como quiera que se llame. Sin embargo, una mínima reflexión histórica como la precedente rebate ese principio, poniendo en evidencia la verdadera naturaleza del garante del “orden” en el que vivimos, y de su dimensión. España entregó su soberanía en una fecha tan temprana como 1937, poniéndola en manos de las corporaciones y la banca alemanas. El general Franco necesitaba a esos aliados para ganar la guerra, y confiaba en su auxilio para la reconstrucción del país, una vez devastado. Pero el amigo Flick y los suyos perdieron su guerra, y la lucrativa reconstrucción debió posponerse. A principios de los años cincuenta, en plena Guerra Fría, se acordó un consenso del que formaron parte Estados Unidos, Alemania y el gobierno y los principales poderes económicos españoles. Ese consenso es el que todavía hoy perdura.

En este más de medio siglo España ha cumplido con la disciplina y la devoción de un alumno aventajado todas las tareas que se le han impuesto, incluyendo la adhesión a la OTAN y a la Unión Europea, cosa, ésta última, para la que fueron necesarios unos planes de convergencia de los que hoy nadie se acuerda y que supusieron ya una primera oleada de recortes sociales; la creación de una industria muy bien dispuesta a las inversiones extranjeras y que ofrecía una mano de obra sumisa y barata, la cual tuvo que ser desmantelada cuando resultó ser susceptible de entrar en competencia con las mercancías del norte de Europa; la privatización de la totalidad del sector público; la conversión del país en una economía de servicios; la conformidad con la dependencia tecnológica; el incremento del consumo por medio del crédito, etc. La reforma de la Constitución y el abnegado servicio que nuestros dos partidos dominantes prestan al poder económico sirven hoy de garantía al cumplimiento de la mayor exigencia que ese poder nos hace: el pago de la deuda. O más bien, puesto que dicho pago es imposible, el de los intereses que el reino de España debe abonar mensualmente. Lo que pagamos a Alemania es la “modélica transición” que ella financió, y en virtud de este sometimiento nuestro país no puede calificarse de otra forma más que como colonia.

A nadie puede extrañar que en una colonia aparezcan individuos y grupos que reclamen la soberanía nacional. Muy otra cosa es que esto sea posible. Reclamar soberanía para poner en marcha de manera autónoma un nuevo proyecto de nación, propósito ambicioso que no se ha visto en España desde 1931, implica rebelarse contra el consenso existente y contra los poderes que lo establecieron. Ya sabemos cuáles son esos poderes. Ciertamente cabe esperar de ellos alguna flexibilidad y hasta una predisposición, si es indispensable, a tolerar un cambio, pero sólo si su hegemonía no es discutida bajo ningún concepto, lo que implicaría, en fin, que todo cambio o nuevo proyecto debería seguir bajo su tutela. En nuestro caso, la consideración misma de un proyecto nacional no puede tener otro fundamento que el de la renegociación de la deuda, lo que exige en primer lugar la derogación de la reforma constitucional. ¿Qué opinión tendrán al respecto nuestros acreedores, los cuales cuentan con la parte de deuda española que creen que les corresponde? ¿Podrá renegociarse la deuda?

En el pasado, las naciones victoriosas en las guerras imponían a los vencidos deudas impagables a fin de obstaculizar la recuperación de su economía, y con ello el rearme y la posible revancha. Esta es hoy la política universal del neoliberalismo, y para que un país la sufra no necesita haber perdido una guerra. Mientras Izquierda Unida intenta desesperadamente perpetuarse como un conglomerado de funcionarios que ni en sueños aspira a cuestionar el consenso que determina nuestras obligaciones y menguantes derechos, Podemos aparece hoy como la única fuerza política a la que, a la espera de un programa de gobierno, se presupone una voluntad de cambio “nacida desde abajo”. La experiencia de algunos países de Latinoamérica que también sufrieron con dureza el neoliberalismo y consiguieron rescatar su soberanía nacional, y la manera en que esos países son tratados por nuestros medios de comunicación, nos indican el grado de dificultad del empeño. Un empeño que aquí, como allí, sólo puede encauzarse internacionalmente, para lo que el sur de Europa debería ser capaz de plantarse ante las exigencias del norte. A ese sur, y a sus actuales y enormes desafíos, podrían aplicarse las palabras del coro de Antígona: “Muchas cosas hay portentosas, pero ninguna tan portentosa como el hombre. La palabra por sí mismo ha aprendido, y el pensamiento, rápido como el viento”.

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