martes, 26 de enero de 2016

LECTURA POSIBLE / 202

HANAN AL-SHAYKH: LAS MUSULMANAS DESVELADAS

A finales del año pasado la novelista turca Elif Shafak convocó a los escritores del mundo a conectarse más allá de las fronteras, “en un período turbulento de nuestra historia en el que los narradores de Oriente y de Occidente tienen que hablar más fuerte y con más audacia”. La llamada de Shafak se inscribe en una iniciativa del Pen Club, destinada a dar respuesta a las amenazas que hoy enfrentan escritores de todo el mundo y a facilitar el acceso a la literatura. La novelista turca, quien, como el resto de los que forman parte de este círculo, tales como Salman Rushdie y Margaret Atwood, está dedicando parte de las ganancias obtenidas por su pluma a financiar campañas en defensa de la libertad de expresión, conoce en carne propia las restricciones que hoy se imponen a la creación literaria, de lo que es testimonio el proceso judicial que sufrió en su país por La bastarda de Estambul, novela que a pesar de la censura no tardó en convertirse en un bestseller en diversos países, entre ellos la misma Turquía. Shafak declaró hace unas semanas a The Guardian que “he visto de primera mano lo importante y valioso que es sentir el apoyo de otros escritores”. Y añadió: “Aunque criaturas solitarias, hay momentos en que la soledad es lo último que queremos. Retirados de la humanidad en ghettos mentales y divisiones culturales, es extremadamente importante que los intelectuales se conecten para promover la literatura, el amor a los libros, la libertad de expresión y la libre circulación de ideas e historias”.

Otra autora, ésta de origen libanés, Hanan Al-Shaykh, también miembro del círculo mencionado más arriba, ha sufrido la prohibición de sus libros en su país y en otros de Oriente Medio. Desde hace algunos años, en vísperas de la llamada “Primavera Árabe”, esta autora residente en Londres ha visto sin embargo cómo sus obras empezaban a circular en su país natal, adonde viaja periódicamente y es recibida ahora como una celebridad, siendo invitada a los platós de televisión y a los actos del Foro de la Nueva Mujer Árabe. “La vida no puede permanecer inmutable, tiene que evolucionar, y eso es lo que está ocurriendo con la literatura de nuestros países”, declaró tras una de esas visitas a Líbano. Curiosamente, Al-Shaykh considera que después de cuarenta años de exilio (desde la guerra civil libanesa), y a causa de los clichés que en Occidente condicionan nuestra visión de la cultura árabe, sus libros son peor comprendidos entre nosotros que en los países de Oriente Medio. “Esos clichés”, ha escrito, “son muy fuertes y nos separan. Necesitamos que unas cuantas gotas de conocimiento irrumpan en este mar de ignorancia. La literatura contribuye, como el resto del arte, a promover el entendimiento mutuo”.

Nacida en Anoun, al sur de Líbano, Al-Shaykh estudió en El Cairo. Durante algunos años ejerció el periodismo, y en 1975 abandonó el barrio de Ras al Nabeh de Beirut donde vivía para trasladarse junto a su marido, inglés y de familia católica, a Arabia Saudí. El choque que para ella supuso enfrentarse a la realidad cotidiana de las mujeres en la región del Golfo está presente en algunas de sus obras, sobre todo en Mujeres de arena y mirra, novela que apareció en inglés en 1996. Su debut literario, en 1980, había sido La historia de Zahra, novela también escrita en inglés y que se publicó cuando nuestra autora se había trasladado ya a Londres. Al-Shaykh escribe indistintamente en inglés y árabe, habiendo sido editadas algunas de sus novelas entre nosotros por Ediciones del Bronce.

Gran parte de la vida y la obra de Al-Shaykh constituye un desafío a las creencias que en Occidente existen acerca del mundo árabe y de la manera en que el Islam influye sobre la vida de las mujeres. Un episodio de su infancia que marcó a nuestra autora, que cuestiona algunos conceptos que imperan en Occidente, y que nutre no pocos de los asuntos tratados en su obra, lo protagonizó su madre. Tras ser casada contra su voluntad con un hombre dieciocho años mayor que ella y ser madre con sólo quince, decidió abandonar a su familia para fugarse con su amante. Después de divorciarse de su primer marido, pudo volver a casarse. Estos recuerdos de cuando nuestra autora contaba siete años y formaba parte de una familia religiosa musulmana constituyen el argumento de su última novela, The locust and the bird, bella historia de amor que aún no ha sido traducida al castellano. De hecho el amor apasionado y el sexo vienen a ser asuntos principales de la producción de Al-Shaykh, la cual no excluye de la misma los temas del aborto, la promiscuidad y la homosexualidad.

Posterior a The locust and the bird, y tampoco traducida entre nosotros, es One thousand and one nights: a new re-imagining, obra que ha sido publicada en Reino Unido por la editorial Bloomsbury y que como su título indica consiste en una reelaboración desde la perspectiva actual de algunas de las historias de Las mil y una noches. Concebida para la escena, la pieza se ha estrenado en Canadá y en el Festival de Edimburgo bajo la dirección de Tim Supple. Para esta adaptación, la autora se sirvió de diferentes versiones del texto original, por medio de las cuales pudo descubrir cómo las expresiones, los proverbios e historias que se encuentran en sus páginas son parte íntima de una cultura “en la que nos bañamos todos los días, pero a menudo sin nuestro conocimiento”. Según la autora, dicho texto le ha resultado de gran utilidad para comprender mejor, y para exponer con más claridad al público, la posición de la mujer en Oriente, en particular en lo que se refiere a su sexualidad y a la ambivalencia con que la misma es vista en el mundo árabe. “Las mujeres de Las mil y una noches”, ha escrito, “son ingeniosas y muy inteligentes, pero a menudo también traicioneras, malignas y, al final, siempre culpables. Son ellas las castigadas, aunque sean los hombres los que cometen los errores”. Al-Shaykh hace al mismo tiempo una lectura novedosa de la función de la protagonista: “Sherezade no termina de salvar su piel ni la de otras mujeres en situación de riesgo. Ella encarna una auténtica figura de escritor obsesionado con sus historias, totalmente absorbido por su pasión por contar, por construir una historia. Sherezade es un hermoso retrato de una mujer escritora que cree en el poder de las historias y, absorta en su proyecto literario, no teme ni los caprichos de los hombres ni su conducta arbitraria ni la proximidad de una muerte segura”. Esta adaptación teatral muestra durante seis horas la manera en que las narraciones de Las mil y una noches, lejos de ser dulces cuentos para antes de ir a dormir, tienen sobre sí una urgencia de vida o muerte: son expresión por una parte de una sociedad que trata de encontrar el orden y la justicia por sí misma, denunciando la corrupción, el cinismo y la pérdida de la confianza, pero que también, por otra, nos hablan del reto que enfrentan hombres y mujeres de vivir equitativamente entre sí. Se explica de ese modo que a la misoginia de la primera de las dos partes en que está dividida la representación suceda en la segunda un planteamiento abiertamente feminista, y que en ambas destaque un apetito lujurioso por el sexo entre hombres y mujeres por igual.

La ya mencionada primera novela de Al-Shaykh, La historia de Zahra, nos presenta a una mujer libanesa en vísperas de la guerra civil. El suyo es un mundo poblado y dominado por hombres en el que coexisten de manera conflictiva las tradiciones, los tabúes y la magia con una modernidad no siempre benéfica en la que se reconocen los valores de una ideal y nunca conseguida liberación. Será paradójicamente en la guerra donde la protagonista alcance a encontrar una especie de paz, tras enamorarse del francotirador que vigila su calle. Como ella misma reconoce al final de esta cruda novela, quizá el drama de Zahra sea el de que sus ojos “nunca estuvieron muy abiertos”.

La autora construyó en Mujeres de arena y mirra una novela coral protagonizada por cuatro mujeres, las cuales, por distintos caminos y con diversas procedencias culturales y sociales, se encuentran en un innominado y desértico país del Golfo. Para Suha, libanesa que huye de la guerra en su patria, la rígida moralidad del desierto cobra la forma de una continua y asfixiante imposición a la que es imposible sustraerse. El rigor de las prohibiciones que coartan su vida se erige aquí sobre un escenario dominado por el polvo del desierto, por la estricta separación entre hombres y mujeres y por un paisaje en el que abunda el dinero fácil procedente del petróleo, un paisaje siempre cambiante y repleto de nuevos y lujosos edificios, materiales de construcción y ruinas. Sofocada por ese mismo rigor, Tamr busca emanciparse por medio de una educación que hasta ahora se le ha negado. La americana Suzanne, única occidental del cuarteto, ni comprende la cultura árabe ni se siente inclinada a comprenderla, más decidida a vivir su experiencia en el desierto como una turista ansiosa de aventuras. Nur, en fin, resulta ser una mujer desinhibida y entregada a diferentes modalidades del sexo, del que se sirve con astucia para conseguir sus fines. Por mostrar con eficacia diferentes tipos de mujeres árabes de nuestro tiempo, vistas desde su propia cultura y con sus múltiples facetas, pero a la vez con el contrapunto de la perspectiva occidental que ofrece Suzanne, quizá sea ésta la novela más ambiciosa de nuestra autora. Su hábil trama, sin ser en absoluto complaciente, nos muestra variantes de una sociedad alejada de los prejuicios que por lo general se asignan al mundo árabe.

Del año 2000 es la novela Esto es Londres, de nuevo una narración coral que con respecto a las mencionadas ofrece dos novedades: la de no estar ambientada en un país árabe y la de exhibir un fresco y a veces disparatado humor. En un accidentado vuelo desde Dubai coinciden los protagonistas, todos ellos “exóticos”: una puta de lujo de origen marroquí, Amira; Lamis, una bella iraquí que acaba de divorciarse y que va a Londres para reunirse con su hijo; Nicholas, un inglés experto en arte islámico; y Samir, quien no se separa de una cesta en la que esconde a un mono. Londres termina siendo, sin embargo, la verdadera protagonista de esta narración, repleta de los encuentros y desencuentros de los personajes, a través de los cuales asistiremos a diversos procesos de adaptación a la vida de la metrópoli. Así, Amira explotará en beneficio propio los absurdos clichés de Occidente hacia las mujeres árabes, convirtiéndose para ello en princesa con su correspondiente séquito; Samir suspirará por los encantos de los jóvenes y rubios londinenses; y Lamis y Nicholas pondrán en estas páginas su turbulenta y apasionada historia de amor.

A nuestra autora, a la que algún crítico ha llamado “la hermana de Sherezade”, se le puede atribuir el mérito de haber sabido recrear en nuestros días, y en el conjunto de su obra, esa urgencia de vida y muerte con la que aquella narradora de cuentos populares encandiló a su privilegiado oyente durante mil y una noches. A propósito de esto el escritor marroquí Abdelá Taia escribió hace un año en Le Monde que “a menudo pensamos que en la civilización musulmana nunca ha habido un momento de rebelión verdadera, de libertad. Pero eso no es cierto. Leamos Las mil y una noches, libro que está lleno de transgresión, de libertad, de sexualidad de todo tipo, y de resistencia ante las amenazas de la muerte. ¿Por qué el pueblo que ha hecho de este libro el rival de El Corán se comporta como si no lo hubiera leído?”

Todas las obras consignadas aquí bien pueden servir para introducirse en el mundo propio que Hanan Al-Shaykh ha creado, que nos ilustra acerca de realidades próximas que la costumbre no nos deja ver y que compone una de las producciones literarias más sólidas y necesarias de nuestro atribulado tiempo.

martes, 19 de enero de 2016

LECTURA POSIBLE / 201

DIARIOS DE STENDHAL: LAS TINIEBLAS DE UN NOVELISTA

“Ayer escuchamos una ópera que nos dejó asombrados”, escribió Henri Beyle en una carta de 1810. La ópera en cuestión era Las bodas de Fígaro, y el joven Beyle, que había sido oficial de los ejércitos napoleónicos y se sentía poderosamente llamado por las artes, pues no en balde poseía un espíritu romántico, parecía por entonces destinado a llevar la vida de un oscuro funcionario imperial. Beyle había dejado su ciudad, Grenoble, para matricularse en la Escuela Politécnica de París. En lugar de eso, prefirió ingresar en la escuela de la vida, y como ésta había que ganársela solicitó y consiguió un puesto en el Ministerio de Defensa, donde trabajaba uno de sus primos. Hay que decir que nuestro hombre se consideraba feo, lo que no le impidió ejercer de dandi a tiempo parcial y de sensible diletante. Sin embargo, a la edad de treinta años, más que por lo que era y a causa de sus sucesivos fracasos, se caracterizaba más bien por lo que no era. No era músico, a pesar de haber estudiado contra la voluntad de su padre violín, clarinete y canto; ni militar, carrera que abandonó ya tempranamente; como aprendiz de Casanova tampoco le iba mejor, y aunque no dejaba de visitar los salones, los bailes y los teatros la mayor parte de sus enamoramientos y cortejos resultaron infructuosos; por último, de las comedias que había escrito poco antes él mismo prefería no acordarse. A Henri Beyle todo le aburría y le desesperaba, y Stendhal aún quedaba lejos.

Del joven Henri Beyle, que todavía no se llamaba Stendhal, ha empezado a publicar sus diarios la editorial asturiana KRK. El primer volumen, aparecido hace unos meses, abarca desde 1801 hasta 1805, un período agitado para Francia y Europa, de cuyas aventuras políticas y militares, sin embargo, encontraremos poca noticia en estas páginas. El futuro Stendhal escribía en su diario sobre todo acerca de sí mismo; de sus permanentes y siempre fallidos proyectos literarios; de la quina, las sanguijuelas y los granos de opio que le resultaban indispensables para combatir sus fiebres; de sus deudas con sastres y libreros; y, claro está, de sus desgracias amorosas. Sorprende que un hombre tan agobiado por el spleen se entregara tan concienzudamente a la observación de sí mismo, o quizá lo segundo no sea más que el efecto necesario de lo primero, en especial en aquellos escenarios urbanos de París y Milán que eran ya por entonces plenamente burgueses y por tanto “modernos”, cosa que allanaba el camino del ocio en el que florecía el paseante solitario, el observador de la vida mundana, el flâneur elegante y escéptico, el aficionado a la psicología (sobre todo femenina), y en último extremo el literato.

Más que París, Milán fue para Beyle un resplandor, un descubrimiento. De ello deja pocas dudas cuando escribe: “Yo estaba absolutamente borracho, loco de felicidad y alegría”. De la capital lombarda le fascina todo, empezando por la Casa d’Adda donde lo aloja su amigo Martial Daru, siguiendo por los monumentos, las mujeres, los cafés, las chuletas empanadas y la Scala. Por aquel tiempo Beyle no conocía aún las óperas de Mozart ni las de Rossini, pero sentía pasión por Il matrimonio segreto de Cimarosa. Las óperas italianas descubiertas en esos años, y sobre las que tanto iba a escribir más tarde, a propósito de su transparencia y su variedad melódica, con las cuales se sentía capaz de apreciar los matices de una fisonomía “como a través de un cristal”, según escribió en Vida de Henri Brulard, no dejarían de tener su influencia sobre la calidad de la prosa y el estilo en virtud de los cuales Beyle se convirtió en Stendhal. En Milán “mi vida se renovó, y el malestar que traía de París desapareció para siempre”. No para siempre, habría que añadir, pues el teniente Beyle es enviado a la guarnición de Brescia, donde vuelve a aburrirse. Enfermo de sífilis, se le concede un permiso por convalecencia, y debe regresar a París a principios de 1802.

Tras un breve paso por Grenoble, Beyle frecuenta en París los teatros y los salones, estudia declamación, baile, inglés y griego, lee mucho y escribe comedias insípidas en las que vanamente intenta reproducir la voluptuosidad del aire italiano. Abandonado el ejército, como se ha dicho, recibe de su padre una magra asignación mensual de doscientos francos que no le permite llevar ni de lejos el tren de vida que quisiera. París es grande y hay que moverse en coche, pero los postillones son acreedores furiosos. Efímeramente, Beyle dispondrá de un cabriolé propio en 1809 (de él estará muy orgulloso), pero hasta entonces hay que vivir como se pueda, arrastrando la insalvable timidez y la falta de confianza en uno mismo ante los pies de las mujeres. En lo que respecta a esto, la sinceridad que Beyle arroja sobre su diario, con la minucia con que un usurero haría sus cuentas, resulta conmovedora. Tanto más cuanto que es pareja a una lucidez casi masoquista mediante la cual Beyle se complace en anotar cumplidamente todos sus errores y despropósitos. Así sucede por ejemplo que coquetea con su guapa prima Adèle Rebuffel, a la que ama con locura. Durante su estancia en Milán no ha podido olvidar a esa muchacha de catorce años que en cierta ocasión apoyó cariñosamente una mejilla sobre su hombro, durante un espectáculo de fuegos artificiales. “Desde hace dos años, cada vez que estaba abrumado por el dolor, este recuerdo me devolvía el coraje y me hacía olvidar todos los males”. Ahora vuelven a encontrarse en París. Adèle, que además tenía veinte mil libras de renta, le da un mechón de pelo, y Beyle se pregunta si quiere casarse con ella… Pero es con la señora Rebuffel (la madre) con quien Beyle se acuesta, y Adèle acabará casándose no mucho después con un banquero.

A Adèle le sucede Victorine, la hermana de un amigo, y a ésta Louason, cuyo verdadero nombre era Mélanie Guilbert. Mélanie había huido de su casa a los dieciséis años, y, huida de nuevo a los dieciocho, llegó a París embarazada para ser actriz. En 1803 se casó con un diplomático del rey de Prusia, al que abandonó a las dos semanas. Es en diciembre de 1804 cuando conoce a Beyle. Se encontraron en los cursos de declamación del actor Dugazon, cayendo él rendido enseguida ante el aire melancólico de la joven. “Así que ella me ama”, escribe, “y yo seré feliz con esta alma aún más tierna que la mía”. Se ven todos los días, se abrazan y se besan mucho, pero Mélanie no quiere llegar más lejos por miedo a quedarse otra vez embarazada. Él dedica páginas y páginas de su diario a describir la evolución de sus sentimientos, se exhorta a seducirla, a no olvidarse de llevar siempre condones cuando va a verla, se reprocha su timidez y su “falta de espíritu”… Serían amantes por fin, en Marsella, al año siguiente. Pero ella no consigue llegar al orgasmo, se lamenta Beyle, “lo que significa que no siente placer”. Viven juntos siete meses. Luego, ella se marcha a Rusia contratada por el teatro de San Petersburgo, y allí se casa con un consejero de Estado, matrimonio que también durará poco. ¿Es posible que una joven mujer apasionada sea también frígida? Stendhal trataría más tarde de responder a esta pregunta en su novela Lamiel, cuya protagonista tenía por modelo a su amiga Mélanie. Ella iba a suicidarse en 1828. “A pesar de la desgracia de ser, lo más grande es pertenecer a la especie humana”, pidió que se grabara sobre su tumba.

Todo son desastres. Pero tenía que vivir Beyle estas humildes tragedias para que más tarde Stendhal pudiera escribir Rojo y negro y La cartuja de Parma. Y no sólo eso. Las experiencias de estos años de tinieblas están esbozadas y repartidas aquí y allá en toda su obra, por ejemplo en Féder o el marido adinerado, novela inacabada que Stendhal empezó a redactar en fecha desconocida y que se publicó en 1855, y en Ernestine o el nacimiento del amor, novelita que escribió en 1825 para que sirviera de apéndice a la segunda edición de Del amor, ejemplo práctico y concreto de las teorías en él expuestas y que se publicó en 1853. También en estas obras los personajes se encuentran en los salones burgueses del Faubourg Saint-Honoré y en los palcos de la Ópera, donde unos y otros se murmuran ternezas y las palabras de amor van derechas al corazón. “Nada era vulgar, nada era exagerado”, como escribió Schiller y como siempre tuvo presente Stendhal en cada una de sus narraciones.

Era inevitable que los psicólogos y psiquiatras cayeran sobre los diarios de Beyle. En 1979 la doctora Graziella Magherini describió el así llamado “síndrome de Stendhal”, dolencia psicosomática cuyos síntomas consisten en una brusca elevación del ritmo cardíaco, vértigo, confusión, angustia, depresiones, todo ello causado por una excesiva exposición a la belleza. Beyle lo describió así: “Había llegado a ese punto de emoción en el que se combinan las sensaciones celestiales dadas por las bellas artes y los sentimientos apasionados. Estaba yo saliendo de Santa Croce [en Florencia] cuando noté que me latía el corazón, la vida estaba agotada para mí, andaba con miedo a caerme”. Tales transportes del espíritu habían tenido ya sus antecedentes en la vida amorosa de Beyle mucho antes de que Stendhal los pusiera por escrito. El apunte de una inmotivada “impotencia”, producto de algún achaque psicológico, no deja de aparecer en los personajes masculinos de Stendhal, desde el Julian Sorel de Rojo y negro hasta el Lucien Leuwen de la novela homónima. Estos jóvenes que lo tenían todo para triunfar acabaron fracasando porque más allá de la belleza, la femenina o la del arte, no encontraron nada que animara sus vidas, privados como se hallaron de todo ideal heroico y de la dosis de épica que es capaz de contrarrestar por sí sola las trivialidades y las mezquindades de la vida burguesa. El deber, cierto “deber” burgués de resistir al amor y a la pasión, termina por anular finalmente a estos personajes que parecen (y que a veces están) todos inacabados, como el propio Beyle, el cual, si se salvó, fue sólo porque se convirtió en Stendhal, porque escribió.

Aunque escasamente presentes en los diarios, las inquietudes políticas que sabemos que turbaban a Stendhal aparecen aquí en forma de conflicto irresoluble entre la subversiva pasión juvenil y el reaccionario orden imperante. Que dimitir de esas pasiones, como hacen sus personajes, es tanto como cavarse la propia fosa es lo que nos iba a contar el Stendhal nacido de las experiencias descritas en estos diarios, anotados cuidadosamente por quien sabía algo de ello, y que, como el Fabrizio del Dongo de La cartuja, con el tiempo iba a dimitir de todo menos del amor.

martes, 12 de enero de 2016

DISPARATES / 147

TADEUSZ KANTOR, LECTURAS SOBRE EL TEATRO DE LA MUERTE

El concluido hace unos días fue declarado por la UNESCO el Año de Tadeusz Kantor, en conmemoración del centenario del nacimiento del autor polaco. Pasada ya la celebración, el balance que podría hacerse de la misma serviría para ilustrar la sorprendente actualidad de un lenguaje de vanguardia que adoptó los recursos propios del teatro, de la fotografía y del texto literario, todo ello como parte de una reflexión singular acerca de la vida y de su expresión por medio del arte. De hacerse, aun no de manera exhaustiva, ese balance debería incluir la reseña de exposiciones realizadas en São Paulo, Kyoto y Edimburgo, de seminarios y simposios en Beijing y Toulouse, y de representaciones de obras de nuestro autor, y de otras inspiradas en él, en diversos lugares de Estados Unidos y de su país natal.

Kantor nació galitziano del Imperio Austro-húngaro, vio llegar la República después del Tratado de Versalles, fue testigo de la ocupación alemana y de la proclamación de la República Popular tras la Segunda Guerra Mundial, y todavía tuvo tiempo de asistir a la caída de la URSS y al florecimiento de un nuevo Estado, encuadrado ahora en la OTAN y en la Unión Europea. Curiosa rareza es que su obra fuera ensalzada y apreciada igualmente por dos regímenes opuestos, el del así llamado socialismo real, que le concedió prerrogativas poco comunes, entre ellas la de presentar sus producciones en el extranjero, y el nacido tras su disolución, de lo que es prueba la alta estima que se le profesa en la Polonia de hoy, donde existe desde 1994 una fundación que lleva su nombre y es visto como el artista local más prestigioso del siglo XX, por encima de Krzysztof Penderecki y Witold Lutosławski. Por otra parte, el año kantoriano está teniendo su continuación en el presente 2016 con variadas actividades consagradas al estudio de su obra. El próximo 5 de febrero la Universidad París Diderot tiene en programa una serie de actos en torno a Kantor y a las relaciones en su obra entre teatro y fotografía, y la mencionada fundación polaca ha anunciado su proyecto de creación de un museo en Hucisko, al sur de Polonia.

La coherencia obstinada de la obra creativa de Kantor contrasta con el travestismo de la geografía política en la que vivió. Ese carácter sinuoso de la Historia no parece haber afectado significativamente a su arte, el cual extrajo su materia prima de la imperturbable y profunda naturaleza humana. Si es posible nombrar algún precedente para esta obra tal vez haya que remontarse a 1934, cuando se publica en Varsovia Sklepy cynamonowe (Las tiendas de color canela), colección de relatos del gran escritor y dibujante polaco, hoy olvidado, Bruno Schulz; o incluso antes, a los albores del Futurismo ruso, en los que prosperó el poeta Velimir Jlébnikov, quien junto a Mayakovski publicó en 1912 el célebre manifiesto Bofetada al gusto público, donde se sentaron las bases de futuras vanguardias y en especial se proclamó la “palabra autosuficiente”, que debía crearse al margen de toda tradición. Inmerso en esa misma corriente futurista, el aludido Schulz escribió: “Queremos crear al hombre por segunda vez, a imagen y semejanza del maniquí”. Sin embargo, si hay un precursor reconocido de la obra de Kantor este es Stanisław Ignacy Witkiewicz, más conocido por su pseudónimo Witkacy.

El teatro del absurdo, el dadaísmo o el constructivismo tienen una parte no menor de sus raíces en la obra multifacética de este polaco que fue novelista, autor teatral, fotógrafo y filósofo, con cuya obra iba a dialogar permanentemente la de Kantor durante la segunda mitad del siglo XX. Aquél auguró el ocaso de la civilización y del arte; la supresión de la individualidad, sustituida por una masa uniforme y robotizada; y la extinción del sentido metafísico de la existencia. En el programa de mano de la primera versión de 1975 de La clase muerta Kantor introdujo, a modo de advertencia al público, el resumen del argumento de una de las novelas de Witkacy, la titulada Tumor Mózgowicz, obra de la que se había servido, según escribió, para alcanzar los objetivos principales de su “Teatro de la Muerte”, del que esta pieza sería piedra angular y a la que sucederían otras como Wielopole, Wielopole. Dichos objetivos fueron formulados en los sucesivos textos teóricos, cuadernos de dirección y manifiestos redactados por Kantor, los cuales, como la propias obras teatrales (si se las puede llamar así) se encontraron en constante proceso de reelaboración hasta el fallecimiento de su autor. En uno de esos textos, y acerca de La clase muerta, se dice: “Esta creación de apariencias, esta descuidada construcción provisional, chapuza, superficialidad, conjunto de frases desarticuladas, de acciones que se extinguen, de mera entonación, todo ese embeleco, como si realmente se representase alguna obra, esta ‘inutilidad’…, sólo todo ello es capaz de proporcionarnos la sensación y percepción del Gran Vacío y de la más lejana frontera de la Muerte”.

Palabras que nos sirven de orientación en el trayecto hacia esos territorios sombríos, destartalados, situados no frente al espectador, sino “en un rincón”, despoblados o habitados acaso por objetos rústicos, “máquinas” de uso improbable, personajes con el rostro devenido en mueca y movimientos de títere, balbuceos, gritos, valses y maniquíes humanos que se nos presentan en este corrosivo happening que es el teatro de Kantor. Cierto que este teatro, por medio de la parodia, dispara sus dardos contra las formas institucionalizadas de dominación y en particular contra la religión y el militarismo, pero esta lectura pecaría de superficial ya que ignoraría el anhelo de Absoluto del que se nutre. En sus manifiestos, Kantor aparece en efecto como profeta y como Dios, lo que explica que él mismo participase en la representación de sus obras, casi siempre observando, actuando como maestro de ceremonias de una escenificación que, en su falta de lógica, en su desprecio por las convenciones del teatro, esquiva todo parecido con la realidad, constituyéndose precisamente por eso en realidad en sí misma. No se trata aquí, por tanto, de lo que la teatralización parece o lo que propone, sino de lo que es.

Frente al espectador se suceden episodios sin orden cuyo sentido, como ha escrito Fernando Bravo, uno de los traductores de Kantor al español, es el “de los sueños, los recuerdos, las evocaciones y la muerte”. Lo que sucede allí es experiencia humana que trata de escapar al miedo, “porque el miedo existe”, según reconoció Kantor en uno de sus manifiestos, “el miedo ante el mundo externo, ante el destino, ante la muerte, miedo ante lo desconocido, ante la nada, ante el vacío”. Éste no concluye con la simple huida, pues de lo que se trata es nada menos que de la liberación definitiva, es decir, de la salvación, “de la conquista del paraíso”.

Para la creación de esta realidad llamada a trascender el orden de lo cotidiano Kantor se sirve de diversos artificios teatrales a los que da un nuevo uso: la gramática, la mueca, las “máquinas”, los maniquíes. Acerca de la primera de ellas escribió: “Este es el aparato en el cual tuvo lugar la caída fulminante del argumento, de la narración y la representación”. Al análisis gramatical suceden la destrucción y la descomposición, las cuales hacen posible en La clase muerta la eliminación “de los significados, las situaciones, las tramas, las narraciones y las representaciones vitales, o lo que es lo mismo: la destrucción de la ilusión”. En cierto momento, en la misma obra, los “borrones fonéticos” a los que ha quedado reducido el lenguaje, y que sólo pueden pronunciarse en las lenguas eslavas, progresivamente abandonan la esfera sonora “para convertirse en muecas, en mohínes”. La mueca expresa todos los horrores de la naturaleza, pero también es el espejo en el que el contrario se mira a sí mismo. Es el arma del que se sirve la inmadurez infantil para protegerse de la gravedad de los adultos, una gravedad que es por su parte también una mueca, dirigida a enmascarar la falta de imaginación, la crueldad y la hipocresía. Acaso también sean muecas, o fonemas de una destruida gramática, los artilugios que pueblan las escenas de Kantor: sillas, bancos de escuela, cruces, bicicletas, cunas mecánicas, caballos esqueléticos, y en especial esos maniquíes que el autor rescata de la periferia del teatro y que brotan como excrecencias de los cuerpos de los personajes. Estos seres privados en apariencia de autonomía proceden “de los caminos secundarios de la vanguardia” para presentarse aquí en “modo de transgresión, de objeto de vacío, de imitación y de testimonio de la muerte”.

Componente esencial de la dramaturgia de Kantor es la memoria, la realidad insoslayable de la memoria a la que están unidos los viejos alumnos de La clase muerta, unidos a los niños que una vez fueron, que ellos mismos asesinaron y en los que quisieran revivir. Es sin embargo en Wielopole, Wielopole donde el autor emprende un viaje a su propia infancia. Kantor aparece en la primera escena, sentado en el escenario, representando un papel cuyo texto nunca será pronunciado y que empieza así: “Ésta es mi abuela, éste es mi hermano. Se morirá en un instante. Allí está sentado mi Padre, el primero por la izquierda. Desde el fondo de esta foto lanza saludos. En un instante entrará mi Madre. A todos ellos, en alguna parte del mundo, les ha encontrado finalmente la muerte. Ahora están en esta habitación, grabados en la memoria”. Protagonistas de esta evocación no son sólo los fantasmas familiares, sino también los objetos, las palabras y los sonidos del pasado convertidos otra vez en presente: la habitación de la infancia que es recompuesta constantemente y que constantemente muere, la fotografía de los reclutas, la marcha militar La infantería gris.

Kantor llamó “partituras” a los textos de sus obras, que, editadas modernamente con pasajes intercalados de sus cuadernos de dirección, añaden un interés nuevo a los mismos: el de constituirse en documentos acerca de la gestación y la función del teatro. La naturaleza musical de éste va más allá de la música objetiva que se oye en sus obras, la mencionada marcha militar y el vals de La clase muerta. Esta música, la que es audible y la que no, es la que otorga finalmente un sentido a las escenas que se suceden ante el espectador de las obras de Kantor. Música procedente de un remoto pasado, el cual “va a acompañar, a través de todo el espejismo, la esperanza y el desastre, a un puñado de lamentosos comediantes”.


martes, 5 de enero de 2016

DISPARATES / 146

EL DIARIO DE ANA FRANK ANTE LOS JUECES

El pasado viernes, 1 de enero, empezaron a ser de dominio público todas las obras de los autores fallecidos en 1945, quedando prescritos así los derechos de sus herederos, y pudiendo desde entonces ser reproducidas las mismas libremente. Desde ese día son de dominio público, entre muchos otros, Mein Kampf (Mi lucha), el libro que Adolf Hitler escribió en la prisión de Landsberg tras su fallido golpe de estado, y la autobiografía de su lugarteniente Joseph Goebbels. También debería haber pasado a ser de dominio público el Diario de Ana Frank, quien falleció en marzo de ese año en el campo de concentración de Bergen-Belsen. No ha sido así, a consecuencia de una reclamación de los abogados del Anne Frank Fonds, institución sin ánimo de lucro creada por el padre de Ana en 1963 y con sede en Basilea. Según cálculos de los juristas, el Diario podría pasar a dominio público en 2050.

La ley holandesa, como la mayoría de las europeas, determina que los derechos de autor expiran a los setenta años de la muerte de éste. Hace sólo unos meses, con vistas a la liberación de los derechos del Diario en 2016, la Casa-Museo de Ana Frank en Ámsterdam anunció la preparación de una serie de ediciones comentadas, en diversos idiomas, que se pondrían gratuitamente a disposición de los visitantes del museo. Sucede, sin embargo, que si los originales del Diario están custodiados por la Casa-Museo, la propiedad intelectual de los mismos corresponde a la fundación suiza. En noviembre, la mencionada fundación alegó ante los tribunales que el Diario tiene un coautor, el cual no es otro que Otto Frank, el padre de Ana, quien habría introducido en el texto original diversas correcciones. Otto, considerado ahora legalmente como coautor del Diario, falleció en 1980. El tribunal encargado de juzgar el caso dictaminó a finales de diciembre que los derechos del Diario no expirarían de momento, aunque también decidió que los originales podrían ser copiados bajo algunas condiciones por motivos “de investigación científica”.

De Ana Frank, de la que se conservan numerosas fotografías, existe una sola película en la que aparece fugazmente. Durante veinte segundos vemos una toma efectuada el 22 de julio de 1941. Estamos ante el número 39 de la calle Merwedeplein, de donde sale una pareja de novios. La novia vivía en el segundo piso, y también en el segundo, pero del número 37, vivían los Frank. A Ana se la ve asomada a la ventana, muchacha de doce años que por entonces aún no había empezado a escribir su Diario (lo iniciaría un año más tarde). Si esta imagen no ha pasado inadvertida es precisamente por lo que Ana escribió y por lo que sabemos de ella.

Otto Frank, judío de Fráncfort del Meno que había alcanzado una desahogada posición en su ciudad natal, emigró con su familia a los Países Bajos en el verano de 1933. Allí fundó Opekta, una empresa dedicada a la fabricación de pectina, sustancia procedente del jugo de frutas que se utilizaba como gelificante para hacer mermeladas. A la señora Frank le costaba adaptarse a su vida de emigrante, pero no así a sus hijas, Margot y Ana. Especialmente ésta última aprendió pronto el neerlandés, y se benefició del método de enseñanza liberal que se impartía en la Escuela Montessori de Ámsterdam. Con respecto al carácter de su hija en esos años, Otto escribió que “tenía una cualidad bastante molesta: hacía preguntas continuamente, no sólo cuando estábamos los dos solos, sino también en presencia de otros. Cuando recibíamos visitas, era difícil librarse de ella”.

En 1942 los Frank ya vivían en el número 263 de Prinsengracht, la calle que bordea el canal del mismo nombre, donde ahora se encuentra la Casa-Museo. Este canal, que pasa por ser el más extenso de Ámsterdam, es también el más humilde, y cuando Ana vivía allí estaba repleto de talleres y almacenes. Hoy existe una estatua dedicada a Ana, y también el así llamado Homomonument, que fue creado en recuerdo de los homosexuales que sufrieron persecuciones.

Primera edición del Diario en
castellano. Garbo, 1955
La señora Miep Gies era en 1942 la secretaria de Otto Frank. Desde que se declaró la guerra, Otto planeaba al parecer una nueva emigración, esta vez a Estados Unidos, pero el proyecto se frustró en mayo de 1940, cuando los ejércitos del Reich ocuparon Holanda. Poco después los nazis irrumpieron en el barrio judío de Ámsterdam, sacando de sus casas a cerca de quinientas personas entre adultos y niños, las cuales fueron arrastradas hasta la plaza principal y recibieron una paliza antes de ser enviadas a los campos de Buchenwald y Mauthausen. A consecuencia de ello, y para tratar de eludir las leyes raciales, se hizo necesario registrar una nueva empresa entre cuyos administradores no figurase el nombre de Otto. Por el libro de Gies Mis recuerdos de Ana Frank sabemos que un día su jefe la llamó a su despacho para comunicarle que había decidido esconderse en un almacén de la empresa, a fin de escapar a la persecución a la que los nazis estaban sometiendo a los judíos. Así, bajo la protección de la señora Gies, de su esposo y de otros empleados de la fábrica, se inició la vida de los Frank en el achterhuis, “las habitaciones de atrás”, expresión que años más tarde iba a servir de título a las primeras ediciones del Diario de Ana Frank.

Algo que no contó la señora Gies en su libro es que el padre de Ana mantenía buenas relaciones con las autoridades nazis, a las que facilitaba variados suministros que eran correspondidos con dinero en metálico o con mercancías. La superchería del carácter “ario” de la empresa de Otto se mantuvo hasta principios de julio de ese año, momento en el que la hija mayor, Margot, fue convocada en las oficinas del Alto Mando para ser enviada a trabajar a Alemania. Es entonces cuando Otto decide esconderse.

Ana había empezado a redactar su diario en un cuaderno que sus padres le regalaron el 12 de junio de 1942, por su decimotercer cumpleaños. En principio lo concibió como una sucesión de cartas dirigidas a Kitty, una amiga imaginaria, con el propósito de “desahogarme y sacarme de una vez unas cuantas espinas”. En julio Ana lleva su cuaderno a “las habitaciones de atrás”, donde iba a pasar los dos años siguientes. No mucho después el  cuaderno estaba lleno, pero Ana siguió haciendo anotaciones, la mayoría de las cuales se han perdido. A ese período pertenecen algunos relatos, a menudo referidos a la vida cotidiana en “las habitaciones de atrás”, que Ana solía leer a su familia. Por ellos sabemos que todos los habitantes del anexo clandestino se dedicaban al estudio. Ana, en concreto, estudiaba francés, inglés, alemán, taquigrafía holandesa, geometría e historia. En una de sus anotaciones afirmó que “no puedo imaginarme que tuviera que vivir como mamá y todas esas mujeres que sólo hacen sus tareas y que más tarde todo el mundo olvidará. Aparte de un marido e hijos, necesito otra cosa a la que dedicarme, pues no quiero haber vivido para nada”. En esas fechas Ana ya está a un paso de verse a sí misma como escritora. El paso lo daría en la primavera de 1944 al escuchar una noticia de la radio holandesa libre que emitía desde Londres. El ministro del gobierno holandés en el exilio, Gerrit Bolkestein, hizo entonces un llamamiento a la población a fin de que se conservaran los diarios personales y demás documentos escritos bajo la ocupación alemana. En respuesta, Ana toma la decisión de reescribir todos los materiales de su diario, pero dándoles esta vez la forma de una novela. Estos textos, escritos en hojas sueltas, fueron redactados en diez semanas, hasta el 1 de agosto, fecha en la que la narración se interrumpe. Tres días después Ana y su familia, tras sufrir una delación, fueron arrestados y deportados. Hoy se sabe que el delator fue Tonny Ahlers, un hombre de veintiséis años, delincuente de poca monta y confidente de la Gestapo que recibió “cuarenta florines por cabeza”, unos doscientos cincuenta euros, según puede leerse en el libro de la escritora Carol Ann Lee La otra vida de Otto Frank, que se publicó hace unos años. La mencionada señora Gies recogió todos los escritos de Ana que pudo encontrar y los guardó hasta el regreso de Otto, único miembro de la familia que sobrevivió a los campos de exterminio. Él se encargó de ordenar los manuscritos de su hija, combinando la primera redacción con la segunda y suprimiendo algunos pasajes en los que Ana aludía a su naciente sexualidad y a otros detalles “inapropiados”. El libro lo publicó la editorial Contact de Ámsterdam en 1947, habiéndose vendido hasta la fecha más de treinta millones de ejemplares.

Portada de la edición en gallego.
Kalandraka, 2015
Como se ha dicho, el Anne Frank Fonds es una fundación sin ánimo de lucro. Entre sus propósitos está el de difundir “el mensaje de Ana Frank”, así como el de “contribuir a un mejor entendimiento entre sociedades y religiones, fomentar la paz entre los pueblos y promover el contacto internacional de los jóvenes”. La fundación, como dueña de los derechos del Diario, es responsable de la cesión de los mismos para su publicación o producción audiovisual en todo el mundo, y a través de la muy influyente agencia literaria Liepman AG de Zúrich está vinculada a importantes editoriales “colaboradoras” en más de sesenta idiomas, tales como Penguin (Random House), Knopf Doubleday, Calmann-Lévy (Hachette) y Plaza & Janés (Bertelsmann-Mondadori). En 2009 se anunció a bombo y platillo que la compañía Disney había comprado los derechos del Diario para una producción que debería dirigir David Mamet, dándose la circunstancia de que la idea que tenía de la historia el director fue juzgada por la multinacional como “muy intensa, oscura y terrorífica”, habiendo quedado el proyecto desde entonces en lo que la jerga de Hollywood conoce como “in development”, es decir, en un cajón. Curiosamente, uno de los argumentos empleados por los abogados del Anne Frank Fonds es el de que el Diario, al pasar a ser de dominio público, podría prestarse “a la distorsión y la manipulación de los negacionistas del Holocausto” (!). Por descontado, no es posible estimar ni siquiera aproximadamente los beneficios que al Anne Frank Fonds le ha deparado el Diario en estos setenta años, entre otras cosas porque los contratos de derechos audiovisuales para cine y televisión nunca se han hecho públicos, a lo que hay que añadir las consabidas ventajas fiscales y la opacidad de las cuentas de una fundación con sede en Suiza. Otro tanto puede afirmarse de los beneficios que todavía devengará el Diario hasta que los tribunales dictaminen su paso al dominio público.

Si al lector le sorprende encontrar el nombre y la obra de Ana Frank asociados a muchos de los grandes grupos actuales de comunicación y entretenimiento, entidades a las que no caracteriza precisamente el desprecio del lucro, tal vez le consuele saber que en su sorpresa no está solo. Hace unos meses, el profesor en Ciencias de la Información de la Universidad de Nantes Olivier Ertzscheid publicó una entrada en su blog en forma de carta dirigida a Ana Frank. Allí se leía: “Al final de este mensaje, voy a poner tu diario en línea. Al hacer esto, voy a realizar un acto ilegal. No soy un valiente, no voy a entrar en la resistencia. No asumo otro riesgo que el de ofrecer a tu texto, poco antes de que expire el plazo legal de setenta años, un poco de luz”. A lo que seguían dos archivos EPUB descargables. A principios de noviembre Ertzscheid recibió una primera carta de la casa editora del Diario en francés, en la que se le comunicaba que la publicación de los archivos constituía una infracción punible en los tribunales. En Francia, tal infracción se castiga con tres años de prisión o una multa de 300.000 euros. Los archivos fueron retirados del blog, pero Ertzscheid publicó una nueva entrada en la que afirmaba que “es responsabilidad del Ministerio de Cultura pronunciarse sobre el caso de Ana Frank. No se trata de sustituir a la justicia, sino de determinar que la entrada al dominio público del Diario de Ana Frank es un hecho esencial”. Tras el anuncio de que el 1 de enero Ertzscheid volvería a poner en su blog los archivos con el Diario, recibió una segunda carta, esta vez de los abogados del Anne Frank Fonds, quienes le pusieron en conocimiento de toda una serie de medidas cautelares que con arreglo a la ley podrían adoptarse hacia su persona, entre ellas una multa de mil euros por día. “Me parece sencillamente inconcebible que Mein Kampf pueda pasar a ser de dominio público, y que en nombre de intereses comerciales el Diario deba seguir siendo de titularidad privada”, escribió Ertzscheid, quien ha recibido numerosas muestras de solidaridad de internautas de todo el mundo. Una de ellas, la diputada por Calvados Isabelle Attard, ha escrito que “la lucha contra la privatización del conocimiento deviene hoy imprescindible. La creación vale oro, como saben Google, Amazon y todos los demás. Su obsesión es acumular en sus manos la mayor cantidad de contenidos y obtener beneficios del acceso a esa inmensidad cultural. No seamos tan ingenuos como para creer que esta privatización es ‘por nuestro propio bien’, y protejamos el dominio público consagrándole una definición positiva”.

En el día de hoy, siguen en línea en el blog de Ertzscheid, en una entrada con el título de El Diario de Ana Frank es un regalo, los archivos descargables del texto original del Diario en neerlandés, en versión EPUB, word y txt.