martes, 28 de julio de 2015

LECTURA POSIBLE / 190

LA RAZÓN DEL MAL, DE RAFAEL ARGULLOL

En uno de sus ensayos sobre arte, Rafael Argullol empleó una cita del Fausto de Goethe: “¿No soy el fugitivo, el que no tiene techo, el monstruo sin meta ni descanso, que brama como una catarata de roca en roca, con furioso deseo de caer al abismo?” El libro en el que nuestro autor reprodujo estas palabras es La atracción del abismo, título que es secuela de uno de los más conocidos de su extensa producción: El Héroe y el Único. Si Argullol se propuso en éste el estudio del espíritu trágico del Romanticismo, con especial atención en la poesía, aquél fue su consecuencia lógica, al estar dedicado a la pintura de paisaje durante el mismo período. Allí se lee: “En realidad la fascinación del romántico por la Naturaleza está directamente relacionada con la ‘doble alma’ de ésta: se siente atraído, sí, por la promesa de totalidad que cree ver en su seno y, como tal, recibe el impulso de sumergirse en ella; pero, al mismo tiempo, no está menos atraído (terroríficamente atraído, podríamos decir) por la promesa de destructividad que la Naturaleza lleva consigo”. Esta reflexión que sobrepasa el ámbito de lo meramente estético es uno de los temas recurrentes de la obra de Argullol, quien a lo largo de su carrera ha sabido combinar la expresión de sus ideas en el campo del ensayo y en la ficción. A éste último pertenece una decena de narraciones escritas entre 1981 y 2015, una de las cuales, La razón del mal, Premio Nadal en 1993, ha sido reeditada ahora por la editorial Acantilado.

Argullol nació en 1949 y estudió Filosofía, Economía y Ciencias de la Información en la Universidad de Barcelona; fue profesor en la de Berkeley y en la actualidad lo es de Estética y Teoría del Arte en la Universidad Pompeu Fabra. Autor singular, es de los muy raros en nuestras letras que simultáneamente, desde el inicio de la década de los ochenta, suma a su condición de ensayista la de narrador y la de poeta, en lo que viene a ser una indagación teórica y práctica no sólo acerca de la historia del arte y de nuestra contemporaneidad, sino también sobre las formas de expresión propias de la tradición cultural. A esta indagación corresponde una transversalidad en cuanto a temas y a formatos que constituye uno de los rasgos principales de su obra. Ésta, en efecto, incluye ensayos que pueden leerse como si fueran novelas, y narraciones que no son ajenas a un espíritu y a unas claves que se han encontrado con más frecuencia en la literatura ensayística. Alejada de todo academicismo, puede afirmarse que la producción de Argullol es un continuum que cuestiona sin complejos las fronteras entre los géneros, y el cual tiende a encontrar su expresión más depurada en una lírica que domina la proteica totalidad de su producción, forma suprema de una Weltanschauung explorada aquí con los instrumentos del arte poética. De ello es testimonio tan ejemplar como original Visión desde el fondo del mar, libro nómada y transversal que incorpora a sus textos gran cantidad de material fotográfico y de filmaciones en vídeo.

La nueva edición de La razón del mal, título recuperado y que es parte de la publicación de la obra completa de su autor, llega oportunamente para mostrarnos el caso cierto de un libro que ha mejorado con los años. Pues si esta narración pudo tener ya una buena acogida hace más de dos décadas, leída ahora resulta haber encontrado su propio tiempo, un tiempo que pocos podían imaginar en el momento de su publicación y que nuestro autor acertó a anticipar de un modo tan lúcido como perturbador. Alegoría de nuestro mundo, La razón del mal viene del próximo pasado para ilustrarnos sobre un presente que es posible a causa de la inercia y la desmemoria de las que se habla en el libro, y que, recalcitrante como es el hombre, continúan presidiendo nuestras vidas ahora mismo.

Heredero de una noble literatura de catástrofes a la que pertenecen El diario del año de la peste, de Daniel Defoe, y La peste, de Camus, el libro de Argullol es también la crónica de una ciudad tranquila acechada por la calamidad, y de la reacción de sus habitantes. Aquí, una gran ciudad innominada, que puede ser cualquiera de las de nuestra sociedad occidental y opulenta, sufre, como sufrieron el Londres de Defoe y la Orán de Camus, la embestida de una enfermedad que se presenta como un asalto irracional al orden establecido, y que es causante de un período de excepcionalidad que afecta por igual a la vida cotidiana, a las instituciones, a las convenciones sociales y culturales y a la ciencia. Ésta última, en su desamparo, experimenta el desafío lanzado por el mal de manera especialmente dramática, pues carece de recursos para combatirlo y ni siquiera llega a darle una definición. La enfermedad, en efecto, consiste en un súbito estado de postración, una especie de idiotismo que afecta irremediablemente a personas consideradas hasta hace poco normales y cuya caída en el estado morboso se produce al parecer de manera aleatoria. “A los internados”, dice el narrador, “que infestaban hospitales y clínicas se les consideraba idiotizados, pero era obvio que no se les podía llamar oficialmente idiotas. Era demasiado cruel e irreverente. Sin embargo, ninguna denominación de las contenidas en las enciclopedias médicas se demostraba útil. Se repasaron infatigablemente los nombres de todas las patologías conocidas. Sin éxito”.

Los “exánimes”, pues tal es el nombre que se da a los afectados, han caído en una profunda y total apatía, una ausencia de voluntad y de ganas de vivir que, no siendo consecuencia de una infección, al menos de ninguna conocida, en cambio parece serlo de una maldición. Se trata de una enfermedad moral, una enfermedad del alma. Y de hecho uno de los protagonistas afirma que “si fuera filósofo o sacerdote quizá diría que es como si sus almas hubieran muerto”. Testigos impotentes del avance del mal son el psiquiatra David Aldrey y el fotógrafo Víctor Ribera. Sólo testigos y observadores, en efecto, pues tampoco ellos ni sus saberes son eficaces ante la enfermedad. Ésta se reproduce al margen de toda lógica comúnmente admitida, transformada pronto en plaga que altera el ritmo y la vida de la ciudad. Mientras tanto las autoridades, que en un principio, contando para ello con la obediencia de la prensa, pudieron ocultar la misma existencia del mal, tienen que acabar por aceptarla y por “presentarla en sociedad”. Establecida oficialmente la censura, el anterior silencio acerca de la enfermedad se convierte en un continuo bombardeo de falsas informaciones referidas a su próxima solución. Ello no impide que la incertidumbre y, más propiamente, el miedo terminen por apoderarse de los individuos, lo que da pie a la inmediata proliferación de predicadores, augures y salvadores. Devuelta así la civilización a una nueva y transitoria edad medieval se suceden en la ciudad aislada del exterior los actos de exaltación y de violencia, que se dirigirán preferentemente contra las principales víctimas del mal, los exánimes, devenidos no ya en enfermos, sino en culpables de algún crimen desconocido.

La supresión de las instituciones democráticas, y la incorporación al gobierno del charlatán más prominente de los que han medrado al socaire de la enfermedad, hábil orador con un creciente número de adeptos que le siguen en nocturnas procesiones a la luz de las antorchas, revelan obvias analogías con episodios bien conocidos de nuestra historia, pues así, finalmente, vienen a ser las crisis, los tiempos en que las certidumbres en que se basó la convivencia se tambalean, cuando el individuo común adopta la forma de masa y se hace así la ilusión de escapar a un terror para el que no hay alivio y que no deja vislumbrar su final. Se extiende entonces el llamado “espíritu de la fortaleza”, pues las personas, necesitadas de refugio, debían “correr a resguardarse en sus madrigueras”. Sin embargo, tanto los decretos gubernamentales como la alteración de los hábitos cotidianos, lejos de ser un remedio, no constituyen de hecho sino una agudización de las condiciones que ya existían con anterioridad a la declaración de la epidemia. En efecto, el gobierno y la prensa de la ciudad ya mentían antes de que se admitiera la realidad del mal. Del mismo modo, la inercia y la desmemoria en las que se desenvuelven ahora las existencias de sus habitantes no son más que un ligero agravamiento de las que ya manifestaban en tiempos de “normalidad”: las causas del idiotismo de los exánimes no son más que las condiciones de vida corrientes y unánimemente aceptadas. Los exánimes no son más que la fase terminal de un proceso ya iniciado mucho antes, proceso en el que sólo el engaño es real y toda verdad es infundada. “El mapa”, nos dice el narrador, “no contemplaba ninguna otra ruta alternativa”.

¿Tendrá final esta crisis? Y las personas, ¿guardarán memoria de ella, si es que concluye, para evitar que se repita? A una reseña no le corresponde contestar tales preguntas, las cuales son parte sustancial de la intriga que el autor nos propone. Paralelamente a la fría descripción de los hechos que acontecen en la asolada ciudad, el narrador da fe de la relación que uno de los protagonistas, Víctor, mantiene con su esposa, Ángela. Ella, restauradora, recibe al inicio de la novela el encargo de restaurar un viejo cuadro que representa a Orfeo y Eurídice en el momento de huir del infierno para reintegrarse a la vida. Orfeo ha descendido al Hades para rescatar a su amada, cosa que se le ha concedido con la condición de que en el camino no vuelva la mirada atrás. El anónimo pintor ha reproducido la leyenda en el momento en que Orfeo camina por delante de Eurídice, y el espectador no sabe si va a volver la mirada. Tampoco es posible saber aquí si Víctor y Ángela abandonarán la ciudad e irán en busca “de ese lugar paradisíaco en el que los visitantes cedían a la tentación de quedarse definitivamente”. Ese lugar es el de la pervivencia romántica del Edén, el cual está en nuestra Tierra, un lugar que cantaron los poetas y retrataron los pintores como promesa de comunión con la vida y la Naturaleza, contrario al abismo infernal, indolente, amnésico y terrorífico de los exánimes. Argullol nos propone en este libro hábilmente hilvanado una reflexión tan lúcida como actual acerca del infierno del conformismo, en el que no es posible concebir otra ruta alternativa. Acaso, para huir de él, sea aconsejable volver la mirada atrás.

martes, 21 de julio de 2015

LECTURA POSIBLE / 189

EL PADRE INFIEL, DE ANTONIO SCURATI

Ella, a la que vemos pasar fugazmente, hermosa y ya adulta, por las últimas páginas de la novela, no es de esas jóvenes a las que “los hombres piropean por la calle, sino de las que alegran a hombres y mujeres cuando entran en una habitación”. Es alta, esbelta y morena, y “lleva clavados en el óvalo de la cara dos grandes ojos oscuros, no carentes de una vaga nota de melancolía”. Solemnes y majestuosos como una migración son sus pasos. Ella, a la que por haber sido testigo de sus inicios, desde el momento mismo de su concepción, desde sus primeros llantos, sus pañales y sus juegos, el lector ha incorporado casi a su propia descendencia, es la milanesa Anita, hija del protagonista de El padre infiel, la novela de Antonio Scurati que ha publicado entre nosotros Libros del Asteroide.

Scurati, nacido en Nápoles en 1969, autor de éxito en Italia, es profesor de la Università Statale de Bérgamo, donde coordina el Centro de Estudios sobre el lenguaje de la guerra y la violencia, y es también profesor de literatura y escritura creativa en la Università Libera de Milán. Entre sus novelas figuran Il sopravvissuto (2005), Il rumore sordo della battaglia (2006) y Una storia romantica (2007), todas ellas publicadas por Bompiani. La misma editorial publicó en 2013 esta novela ahora traducida al castellano que fue candidata al Premio Strega del año siguiente.

La obra literaria de Scurati es variada e incluye narraciones dedicadas a nuestro mundo contemporáneo, como la mencionada Il sopravvissuto (El superviviente), cuya trama está inspirada en la masacre del Instituto de Secundaria Columbine de 1999, y también relatos históricos centrados en los antecedentes del Risorgimento. Scurati es colaborador del semanario Internazionale y del diario La Stampa. En 2007 dirigió el documental La stagione dell’amore, que le sirvió para indagar en el tema del amor en la Italia actual, prosiguiendo así la investigación al respecto emprendida por Pier Paolo Pasolini en su film Comizi d’amore. Nuestro autor, tertuliano televisivo en el programa Parla con me de RAI 3, ha estudiado además el papel de la prensa en nuestra sociedad en su libro de 2009, mezcla de ficción y realidad, Il bambino che sognava la fine del mondo, metáfora a través de la cual se presenta el uso del terror en los medios.

El padre infiel es de esas novelas que crecen a medida que se avanza en la lectura. Hábilmente estructurada, el autor dosifica los elementos de su trama para conseguir que el inicial relato en apariencia banal adquiera profundidad y relevancia hasta constituirse en una honesta y eficaz reflexión sobre nuestra contemporaneidad. La narración, escrita en primera persona y en un formato que recuerda al de un diario íntimo, nos muestra las inquietudes y un tramo de la vida de Glauco Revelli, licenciado en Filosofía que, tras sus estudios, sigue la tradición familiar y abre un restaurante. Miembro ejemplar de la clase media de nuestra sociedad occidental, el chef Revelli sueña con su primera estrella Michelín mientras evoca los inicios de su relación con Giulia, convertida ahora en su esposa. La fractura en la vida doméstica de los Revelli se produce en la mañana del día 30 de septiembre del año 2011, fecha fatídica que en el domicilio conyugal milanés está llamada a cobrar una trascendencia equivalente a la del hundimiento de las Torres Gemelas, y que tiene lugar cuando Giulia, en la cocina del apartamento y sin razón aparente, se echa a llorar. Al arranque de llanto sucede un silencio y luego una frase: “Quizá no me gustan los hombres”.

El protagonista y narrador inicia aquí una averiguación retrospectiva en la que, junto a los antecedentes de su vida de casado, desempeña una función crucial el nacimiento de su hija, Anita. Sin embargo, lo que en su inicio semeja ser ante todo el autoexamen de un hombre egocéntrico y misógino, ligeramente asocial y desdeñoso del mundo que le rodea, adquirirá poco a poco una naturaleza y una dimensión épicas, al tener que confrontarse Revelli con las tareas y responsabilidades propias de un discreto miembro de la clase media en la época de la disolución de ésta. El cocinero Revelli, en efecto, no puede dejar de ser filósofo, y un filósofo crítico que dirige su ironía al entorno, dominado por mitos como el de la felicidad de los grandes almacenes o la no menos feliz vida de familia: “El buen demonio de la distribución masiva”, escribe, “ahora está contigo, te guiará en todos los años por venir a través de las secciones de detergentes, de los alimentos envasados y de los congelados, mientras llevas de la mano a tus hijos pequeños”. El matrimonio y la paternidad significan, pues, someterse a las reglas del consumo, cosa que el incivilizado Revelli experimenta como una lenta domesticación, destinada a suprimir de él, de raíz, todos los rasgos antropológicos del macho. A éste, que ha percibido el deseo sexual como una agresión, una caza en la que los cuerpos se unían para destruirse acto seguido mutuamente, se le exige ahora participar de una mediocre y rutinaria sexualidad matrimonial a la que sin embargo se doblega, aunque no sin resistencia. El amaestramiento da lugar, en Revelli, a la aparición de un hombre romántico, nostálgico de imposibles pasiones y heroísmos.

El itinerario familiar del personaje no puede sustraerse al dictado sociológico de los tiempos. Estos son los de la feroz ofensiva de las finanzas especulativas, los recortes en los servicios públicos, la incertidumbre de la prima de riesgo y el fin del Estado del Bienestar. Al hombre corriente se le adjudican los deberes que el Estado abandona, forzándole a defenderse, mal o bien, en terrenos que hasta hace poco le eran extraños. Los frentes se multiplican, y Revelli encuentra por fin el modo, aunque modesto, de ser héroe. La suya no pasará de ser una heroicidad doméstica y cotidiana, consistente no ya en hacer acopio de bienes, ni siquiera en mantener un cierto grado de decoro tardoburgués, sino en lograr ni más ni menos que el mismo objetivo en que se han curtido miles de generaciones de padres anteriores: la supervivencia de su hija.

Sentenciado por la sociología, en su calidad de hombre occidental y contemporáneo, Revelli, igual que su esposa, es padre tardío, o lo que es lo mismo: miembro de una generación que ha tenido que posponer hasta el límite de la fertilidad biológica cualquier pensamiento de futuro. Si éste, todavía en tiempos de su padre, era por definición pensamiento de juventud, sucede ahora que en los nuevos tiempos nadie osa siquiera proyectar un futuro por lo menos hasta la edad madura. En las andanzas de Revelli por los cursos preparto a los que asiste con su mujer, durante su embarazo, todas las parejas son en consecuencia de mediana edad, excepto las magrebíes y las de alguna otra procedencia exótica. Los privilegiados padres del próspero y pacífico Occidente requerían, dice el narrador, “un exceso orgiástico de precauciones y comprensiones previas, para el nacimiento de nuestros hijos y luego para su crecimiento, la lactancia y el destete, y tras este paso, la adolescencia y la madurez, en un incesante y fallido intento de compensar nuestro defecto de origen, de colmar un retraso que, en cambio, no podía más que ir empeorando con el paso del tiempo. Éramos demasiado viejos para la cosa, eso era todo”. Es a este mundo dislocado al que llega Anita.

Sutilmente, el autor nos conduce a una reflexión que abarca a tres generaciones. Fracasado el restaurante, olvidada la estrella Michelín, Revelli se encuentra con su padre para comunicarle sin palabras los motivos de su aflicción, monólogo callado que empieza con estas palabras: “Verás, papá, tienes que entendernos. Somos una generación despojada”. Y continúa: “Estamos ahí, a un paso de la cresta, pero resbalamos cuesta abajo. Para ti fue diferente, no sé si lo entenderás; más duro, sin duda, aunque el nuestro es un destino burlón. Cuando íbamos a entrar tardíamente en la plenitud de la vida, donde pisaríamos suelo firme y por fin podríamos arañar la corteza de la tierra, resulta que en vez de eso nos descubrimos víctimas de un robo. Lo dado nos ha sido arrebatado”. La incertidumbre en que se ha convertido el futuro, sin embargo, no cae de lleno sobre Revelli, sino sobre su hija. “¿Y Anita? Anita irá creciendo, sea como sea que termine la historia”.

El padre infiel es un relato escrito con humor y sin melodrama, pesimista pero esperanzado, que desde presupuestos humildes alcanza a mostrar, en nuestro contexto cultural y económico, la gravedad del momento presente, lo que no es poca cosa. La novela, este género que tampoco vive sus mejores días, tradicionalmente se ha prestado poco a ser testimonio del tiempo histórico en el que se escribe, tarea mucho más propicia al reporterismo o a las ciencias sociales. A estos, sin embargo, corresponde mostrar datos, pero no la interioridad ni la autenticidad de los individuos. Así, escribir novelísticamente sobre el presente implica audacia, la cual debe incrementarse en períodos de profundos cambios, como el que vivimos. Con tal panorama, los escasos autores que hoy se atreven a expresar por medio de la ficción aquel lado humano que no pertenece por definición al campo de la prensa y de la ciencia, corren un doble riesgo que se añade a los propios del oficio literario: el de que sus obras sean arrasadas por el vendaval de cambios que se avecinan, y de los que hoy sólo sabemos con seguridad que son tan inminentes como impredecibles; y el de que sencillamente se hayan equivocado, no siendo capaces de señalar aquellos fenómenos que verdaderamente están en el centro de nuestro tiempo. La obra de Scurati es, creemos, de las llamadas a perdurar. A ello no es ajena la sabiduría con la que el autor ha graduado el pathos de la historia de un semisalvaje que por amor ha asumido sus deberes familiares, ni la del padre del cocinero Revelli, este hombre ya jubilado que al mudo monólogo de su hijo responde con estas palabras: “No te amargues, Glauco, no sirve de nada. Se han dado un festín y os han dejado los huesos. Haz lo que puedas, y que pase lo que tenga que pasar”.

martes, 14 de julio de 2015

DISPARATES / 136

BOAVENTURA DE SOUSA SANTOS: PENSAR Y HACER

En su libro La Galaxia Gutenberg, Marshall McLuhan incluyó un capítulo titulado Por qué las sociedades analfabetas no pueden entender películas o ver fotografías sin un gran entrenamiento previo. En dicho capítulo el autor mostraba los resultados de ciertos experimentos que el profesor John Wilson, del Instituto Africano de la London University, había realizado a fin de comprobar el impacto de unas proyecciones cinematográficas sobre un grupo de espectadores iletrados que nunca antes habían tenido contacto ni con el cine ni con la fotografía. Wilson proyectó documentales pedagógicos sobre asuntos sanitarios como la higiene, la prevención de enfermedades y la atención a los niños. Tras la proyección, observó que los espectadores eran incapaces de explicar con palabras de su lengua lo que habían visto. La conclusión del investigador fue que el lenguaje cinematográfico era tan ininteligible para tales personas como lo sería el de William Shakespeare, aun en el supuesto de que supiesen leer y conocieran el inglés. Más de medio siglo más tarde, el experimento mencionado puede servirnos para comprender dos ideas básicas de la obra de Boaventura de Sousa Santos: el pensamiento abismal y la ecología de saberes.

En Occidente, el individuo está familiarizado desde la infancia con el lenguaje audiovisual, especialmente a través de la publicidad. Este complejo lenguaje está organizado mediante códigos que hace tiempo forman parte de nuestra cultura. Sin el conocimiento de los mismos, nada de lo que constituye la inmensa producción audiovisual de nuestra civilización resultaría comprensible, lo que no es solamente válido para las otras civilizaciones contemporáneas, sino que también lo sería, si tal cosa pudiera verificarse, para las civilizaciones previas, por ejemplo para los europeos del siglo XVIII. Ahora bien, esas antiguas culturas que hoy perviven en pequeñas comunidades diseminadas por el mundo también poseen sus propios medios de reproducción y representación, los cuales, si para ellos son fácilmente comprensibles desde la infancia, para el individuo occidental, en cambio, no tienen en principio significado alguno. Así, también el hombre occidental requiere de “un gran entrenamiento” si tiene la pretensión de allanar su acceso a dichos códigos. Sousa Santos cree que existe hoy todavía, de hecho, un abismo entre el saber occidental y el resto de saberes contemporáneos, y considera que tal abismo, en apariencia insalvable, se abrió en un período concreto de nuestra historia: el de las colonizaciones.

“El pensamiento occidental moderno es un pensamiento abismal”, sostiene Sousa Santos, el cual consiste “en un sistema de distinciones visibles e invisibles”. Las distinciones invisibles constituyen el fundamento de las visibles y son establecidas mediante líneas que dividen radicalmente la realidad social en dos universos: “a este lado y al otro lado de la línea”, dándose el caso de que “el otro lado de la línea”, el que no corresponde a los saberes instituidos en Occidente, desaparece como realidad y se convierte en no existente. Para el pensamiento abismal occidental, en efecto, esa realidad del otro lado de la línea está formada por supersticiones, rituales mágicos e idolatrías; carece de una forma relevante y comprensible, y por tanto “no es”. Así, el principal rasgo de nuestro pensamiento abismal vendría a ser “la imposibilidad de la copresencia de los dos lados de la línea” en el presente histórico, siendo este carácter excluyente lo que caracteriza nuestra modernidad.

Esta modernidad, según Sousa Santos, es “un paradigma socio-político fundado en la tensión entre regulación social y emancipación”. Tal es la distinción visible que fundamenta todos los conflictos de nuestra historia moderna. Sin embargo, por debajo de esta distinción que ha sido claramente perceptible desde la Revolución Francesa existe otra, invisible, sobre la que se funda la anterior. “Esta distinción invisible es la que se creó entre sociedades metropolitanas y territorios coloniales”. Si el conflicto entre regulación y emancipación se ha aplicado a las sociedades metropolitanas, resultaba en cambio impensable en las coloniales, donde el paradigma se caracterizaba por una tensión entre la apropiación y la violencia. Mientras el poder que se ejercía en Europa perseguía una regulación que chocaba con las aspiraciones de emancipación, y mientras semejante conflicto hacía posible los avances sociales en las naciones colonizadoras, en las colonizadas por el contrario el mismo poder se guiaba únicamente por la lógica de la apropiación y el saqueo, debiendo enfrentarse allí a una resistencia que sólo podía manifestarse violentamente. Ambas dicotomías coexistían en el mismo tiempo, pero en espacios físicos totalmente separados. En realidad, el paradigma de la modernidad occidental era tenido como “universal”, siendo así que el otro, sencillamente, “no existía”.

En este lado de la línea las distinciones sociales pueden ser dramáticas y generar en ocasiones conflictos agudos y sangrientos, pero tienen en común que, por pertenecer a este lado de la línea, “se combinan para hacer invisible la línea abismal sobre la cual se fundan”. De esa tensión han surgido las dos mayores manifestaciones consumadas del pensamiento abismal: el conocimiento y el Derecho. En el campo del conocimiento, afirma Sousa Santos, “el pensamiento abismal consiste en conceder a la ciencia moderna el monopolio de la distinción universal entre lo verdadero y lo falso”, lo que a su vez crea un subsistema de distinciones invisibles, al excluir del conocimiento los saberes “populares, laicos, plebeyos, campesinos e indígenas” que se encuentran al otro lado de la línea. Otro tanto sucede con el Derecho moderno, que a este lado de la línea está determinado por lo que se considera legal o ilegal y que también se presenta como universal, con exclusión de cualquier forma de Derecho imperante al otro lado. Se observa, pues, que tanto el conocimiento como el Derecho de Occidente se basan en la negación y exclusión de otras formas de saber, las cuales, por no ser occidentales, están más allá de lo verdadero y lo falso y de lo legal o ilegal. Basta mencionar el ejemplo de Guantánamo, y de su centro de internamiento, para ilustrar el abismo que todavía hoy subsiste en el pensamiento de Occidente, el cual crea al otro lado de la línea situaciones de excepción que no comprometen en lo fundamental el carácter “universal” de nuestro saber y de nuestra concepción de la justicia.

Explica nuestro autor cómo la línea abismal, que en tiempos estuvo marcada de manera concluyente por medio de una frontera que separaba la cultura metropolitana de la colonial, hoy no resulta apreciable a simple vista, en la medida en que “el otro lado” se encuentra ya entre nosotros. La línea divisoria, ciertamente, ha sido trasladada a la metrópoli, donde los viejos paradigmas del visible Occidente y de las invisibles colonias se ven obligados a convivir estrechamente y se confunden. Las actuales políticas de austeridad que se siguen en Europa, como antes en lo que fueron las colonias, políticas ubicadas en un impulso contrario al de la historia moderna, están configurando un mapa social que hace sólo unos años se creía posible únicamente en el Tercer Mundo. La desigualdad social reinante hoy en el viejo continente colonizador nos conduce a paradigmas anteriores a la modernidad, y por tanto a la invisibilidad, más allá de lo verdadero y falso y de lo legal e ilegal, que caracterizó a las colonias. Este territorio colonial tiene realidad hoy en nuestras grandes ciudades, a no mucha distancia de las urbanizaciones de lujo rodeadas por muros, vallas de alambre de espino, sensores electrónicos, policía privada y cámaras de seguridad. Sin embargo, al igual que ocurrió con los anteriores territorios coloniales, estos tampoco existen, pues no son visibles. O mejor dicho: su visibilidad se manifiesta sólo ocasionalmente a través de una violencia que se nos antoja incomprensible, y que es reflejo de un proceso de apropiación que igualmente no conocemos.

A este respecto es ilustrativa la valla de doce kilómetros que rodea la ciudad española de Melilla, desesperado intento de la vieja Europa colonizadora de perpetuar la frontera abismal. Y como sucedió en el pasado con los espacios situados al otro lado de la línea, también estos son el fundamento de la realidad vigente en el nuestro, donde subsiste el paradigma de la regulación y la emancipación, un paradigma que es ya inconcebible en los territorios de Europa (o Norteamérica) que han pasado a la invisibilidad. Incluso, últimamente, nos está siendo dado ver de manera novedosa la forma en que todo un país, Grecia, cae ostensiblemente en el lado invisible de la línea, invisibilizando en el camino a un gobierno democrático y a su equipo de economistas, el cual, precisamente por hallarse al otro lado, se encuentra de golpe más allá de lo que la ciencia económica puede aceptar como verdadero o como falso, pues simplemente no existe. Es así como, en respuesta a la declaración democrática y soberana de un pueblo, la Troika puede decir: “Ustedes no entienden”, como hace tiempo se decía a los pueblos coloniales, lo que no es sino una muestra de lo que Sousa Santos define como “fascismo social”.

En coherencia con lo expuesto hasta aquí, el pensamiento heterodoxo de Sousa Santos se ha orientado progresivamente hacia una ecología de saberes en la que tiene un papel protagonista el pensamiento que, por haber quedado históricamente al otro lado de la línea, ha sido despreciado por Occidente. Nuestro autor, catedrático de sociología en la Universidad de Coimbra y profesor en la University of Wisconsin-Madison, es uno de los intelectuales activos en el Foro Social Mundial de Porto Alegre, donde ha desarrollado una actividad teórica destinada a propiciar una “sociología de las emergencias” que otorgue valor a la diversidad de las prácticas humanas, en contraposición a la “sociología de las ausencias” que ha imperado hasta ahora en nuestro pensamiento abismal. Del mismo modo, ha dedicado su atención a diversas comunidades indígenas de Latinoamérica, de las que ha adquirido un conocimiento a su juicio indispensable para entender y salvaguardar el mundo en el que vivimos, y que ha sintetizado en la siguiente frase: “Si se trata de ir a la Luna, habremos de confiar en la ciencia moderna, pero si de lo que se trata es de preservar la vida en la Tierra, deberemos confiar en la sabiduría indígena”.

La democracia intercultural y la demodiversidad son para Sousa Santos las claves de un futuro cuya primera exigencia es la descolonización. A este fin, “hay que encontrar criterios distintos de representación política, pues la representación no puede ser solamente cuantitativa, es decir, la que se desprende del voto. Es cierto que ésta es importante, pero hay otras formas de representación cualitativa que provienen de la historia, de los usos y costumbres y del desenvolvimiento de la gente”. Algunas de estas formas de representación son las que pueden observarse en los movimientos sociales, muchos de los cuales han sido decisivos en la formación de los emergentes gobiernos progresistas de Latinoamérica. A este respecto, afirma Sousa Santos, no hay recetas ni hojas de ruta, ya que sólo “el experimentalismo es la certidumbre posible de este momento”. A esa mutación de los movimientos sociales en actores políticos corresponde, pues, un experimentalismo constituyente, el cual debe mantenerse más allá de su transformación en poder constituido. Pues sucede que “el gran problema de los procesos constituyentes es que el pueblo formula las propuestas, tiene la fuerza para promover la Constitución, pero una vez que ésta está hecha, el poder del pueblo desaparece. El poder constituido sobrelleva y, de alguna manera, absorbe al poder constituyente”.

A superar esta paradoja deben contribuir los saberes del sur, para lo que es condición necesaria la creación de espacios de encuentro y de intercambio, como el Foro Social Mundial, que sirvan para poner en común experiencias procedentes de un lado y del otro. Estos espacios de interculturalidad, nacientes también en nuestras ciudades, son ya ejemplos eficaces de representación y apropiación de saberes, y en ellos empieza a desarrollarse una globalidad alternativa que pone en cuestión los paradigmas del pensamiento abismal y de la colonización.

La extensa obra de Sousa Santos constituye uno de los materiales más valiosos y originales de las ciencias sociales contemporáneas, y ha sido publicada a ambas orillas del Atlántico. Algunos textos que no se han distribuido en España pueden consultarse en el portal del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO), cuya sede se encuentra en Buenos Aires, y, en diversos idiomas, en el sitio web del propio autor.

martes, 7 de julio de 2015

LECTURA POSIBLE / 188

IMÁGENES DE LA CIUDAD, DE DARÍO VILLANUEVA

El pasado mes de mayo se presentó en la Filmoteca Española el libro Imágenes de la ciudad. Poesía y cine, de Whitman a Lorca, del que es autor Darío Villanueva y que ha publicado la editorial Cátedra. Villanueva, que desde hace tiempo viene investigando las relaciones entre la gran ciudad y la literatura, ha centrado aquí su estudio en la fecunda red de influencias mutuas entre cine y poesía, como signo de una modernidad que alcanzó su punto culminante en el tiempo de las vanguardias y que, en estas páginas, se nos aparece enmarcado entre la obra de Walt Whitman y Poeta en Nueva York, el libro que Federico García Lorca redactó durante su estancia en Norteamérica y que se publicó póstumamente.

Fraguado con motivo de una conferencia pronunciada en 2007 en la City University of New York, el texto examina comparativamente los desarrollos paralelos del cine y la poesía en las primeras décadas del siglo pasado, “un momento único”, según el autor, “en que el cine parecía no necesitar estéticamente de las palabras, y la poesía era capaz de construir imágenes equiparables a las fílmicas”. Aunque dichos fenómenos tuvieron un carácter internacional, la mayor parte de esta reflexión multidisciplinar sobre la condición urbana de la cultura contemporánea se ocupa especialmente del caso español, en el que desempeñaron un papel protagonista Buñuel, Dalí y Lorca, habiendo correspondido a éste último el mérito de mostrar en su obra americana los rasgos principales de esa simbiosis fílmico-poética sobre el fondo de la ciudad de Nueva York, cerrando así un ciclo de ida y vuelta que unas décadas antes había inaugurado Walt Whitman. El libro puede leerse no menos provechosamente como una útil introducción a Poeta en Nueva York, obra singular en la producción lorquiana que el autor señala como inscrita en la corriente expresionista que en aquellos años se manifestó en el cine y en la literatura y que tuvo la virtud de fusionar a éstas en un intento de desentrañar las claves de la vida en las grandes urbes.

Libro de ideas y de realizaciones estéticas, Imágenes de la ciudad es también, como se ha sugerido más arriba, libro de viaje, cuyo trayecto se inicia con la segunda mitad del siglo XIX, cuando Whitman redacta los poemas de Hojas de hierba. Caracterizado como el gran poeta romántico de la lengua inglesa al otro lado del Atlántico, Whitman es heredero directo de las confluencias entre el Romanticismo y los principios políticos de la Revolución Francesa, que inspiraron la independencia de las colonias británicas en Norteamérica. Poeta de una joven nación que por entonces aspiraba a romper los moldes de la aristocrática Europa, Whitman tuvo la intuición de convertirse en el cantor de la democracia y del hombre nuevo, el cual, siguiendo el rumbo marcado por la modernidad, iba a ser sobre todo urbano, constructor de grandes metrópolis en las que conviviría con las máquinas y los rascacielos. El poeta americano es así el portavoz de los nuevos ideales sobre los que se fundó su país, y cuya exaltada celebración contrasta con el sentimiento no tan optimista que la modernidad despierta a este lado del océano en autores como Baudelaire y Rimbaud. Si para el americano la modernidad, encarnada en la democracia de las grandes ciudades, representa un instrumento catalizador de integración social, con vistas a la consecución de un “common ground” que al poeta le permite identificarse plenamente con la masa, con la “common people” cuya épica celebra en sus poemas, para no pocos autores europeos contemporáneos la gran ciudad es por el contrario “la sombra amenazante de la alienación del poeta y de los más desvalidos, producto colosal de la barbarie moderna”. Este escenario deshumanizado no es sólo el París de Baudelaire y Rimbaud, sino también el Londres de T.S. Eliot, “ciudad irreal” por cuyos puentes el poeta ve pasar a hombres suspirantes, con la mirada baja, de los que dice: “Jamás pensé que la muerte hubiera deshecho a tantos”.

Desde sus inicios el capitalismo industrial fue interpretado, pues, de dos maneras opuestas en el ámbito de la poesía: como fascinación y como amenaza. Y si en algunos poetas, como el propio Whitman, la reacción fue categórica, no ocurrió así en otros, en los que ambos sentimientos acertaron a convivir y a ser expresados simultáneamente, lo que por fuerza tenía que dar lugar a nuevas formas poéticas a menudo complejas, experimentales, las cuales arraigaron en el lenguaje fílmico y en el de la literatura, de cuyos logros no tardarían ambos en nutrirse mutuamente.

Señala Villanueva que en la poesía en lengua española predominó siempre, ante el auge de la gran urbe, un sentimiento apocalíptico acerca del cual el primero en escribir fue José Martí, como producto de su experiencia en Nueva York. A él seguirían Rubén Darío, Juan Ramón Jiménez y Dámaso Alonso, quien al acercarse Madrid tímidamente a las proporciones de las grandes capitales europeas y americanas escribió: “Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres / (según las últimas encuestas). / A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo en este / nicho en el que hace 45 años que me pudro, / y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los perros, / o fluir blandamente la luz de la luna”. A esta misma vivencia del desamparo del hombre en la metrópoli pertenece Poeta en Nueva York, obra que, como señala Villanueva, es de las que más cumplidamente logra formular la descripción poética de una gran ciudad con los recursos suministrados por el cine.

Otro tramo del viaje que recorre este libro es naturalmente el que lleva al autor a considerar el modo en que el cine abordó su retrato de la ciudad moderna. Experiencia pionera en este ámbito fue la realizada en 1921 por Paul Strand y Charles Sheeler, Manhatta, film que toma su título del nombre indio de la isla de Nueva York y que está inspirado en versos de Whitman, los cuales aparecen en la película para separar sus distintas secciones. Paul Strand, de quien por cierto puede verse hasta el 23 de agosto una interesante exposición en la Fundación Mapfre de Madrid, fue uno de los fotógrafos más influyentes del siglo pasado, y para la filmación de Manhatta contó con la colaboración del pintor y también fotógrafo Charles Sheeler, miembro como él del círculo modernista que Alfred Stieglitz dirigía en Nueva York desde su galería de arte de la Quinta Avenida. Pese a que el film está adscrito al pensamiento poético de Whitman, el mismo fue rodado con técnicas no muy alejadas de las que años más tarde, en Alemania, iba a emplear la llamada “Nueva Objetividad”, movimiento que trató de superar los excesos del expresionismo y al que iban a deberse producciones como Berlín, Sinfonía de una gran ciudad, que dirigió Walter Ruttmann en 1927. A la misma intención, consistente en filmar un día completo en la vida de una gran urbe desde el amanecer hasta la noche, pertenecen películas como Rien que les heures, rodada en París un año antes por Alberto Cavalcanti; Regen, de Joris Ivens; y El hombre con la cámara, de Dziga Vertov. Estas películas, concebidas como “city poems”, tuvieron gran trascendencia en la formación de las vanguardias literarias de la época, lo que, junto a los films de los cómicos americanos Charles Chaplin y Buster Keaton, dejaría profunda huella en la poesía española.

Otra de esas películas formalmente innovadoras, aunque producida a diferencia de las anteriores con toda clase de medios técnicos, fue Metropolis, la obra de Fritz Lang que, con guión de su esposa, Thea von Harbou, se estrenó también en 1927. Convertida en el acto en un gran éxito y en un motivo de controversia entre los cinéfilos, las imágenes de la película, con sus detalladas maquetas y su arquitectura futurista, desataron la imaginación de los artistas de vanguardia, y de manera señalada, como nos recuerda Villanueva, la de los poetas y novelistas españoles, a lo que no fueron ajenos ni Buñuel ni Lorca. Metropolis acertó a reunir toda la fascinación y todo el sentimiento apocalíptico propios de la gran ciudad, si bien expuestos aquí en un contexto narrativo a años luz del lenguaje de los “city poems”, algunos de los cuales, sin el recurso de un relato ficcional, habían acertado a mostrar el aspecto sórdido del capitalismo, en un impulso de denuncia y crítica social del que mayormente carecía la superproducción de la UFA.

De las películas mencionadas, las que no llegaron a España por vía comercial, lo hicieron a través del Cine Club Español que Buñuel fundó y dirigió en sus años de la Residencia de Estudiantes. El aragonés, poeta en sus orígenes, se convirtió en París en asistente de Jean Epstein, quien era por entonces uno de los más importantes cineastas franceses y además un teórico del lenguaje cinematográfico cuyas ideas alcanzaron gran divulgación a través de su libro La Poésie d’aujourd’hui, un nouvel état d’intelligence, que publicó en 1921.

También Lorca admiraba la obra del director francés, una admiración que llevó consigo a Nueva York tras el deterioro de su amistad con Dalí y sobre todo con Buñuel. Independientemente de los motivos personales de esa separación, sobre los que tanto se ha escrito, es obvio que había razones para un desencuentro estético, del que ha quedado suficiente constancia en la correspondencia entre ellos. Lorca acababa de publicar su Romancero gitano cuando Buñuel y Dalí se embarcaron en la aventura del rodaje de Un chien andalou. Si tras el éxito del film sus autores van a ser acogidos con entusiasmo por la selecta camarilla surrealista de París, el romancero de Lorca lo sitúa virtualmente en las antípodas, es decir, en el terreno de una poesía tradicional y popular, “putrefacta”, según la expresión empleada por Buñuel. Es el momento que el granadino elige para marcharse a América con la excusa de aprender inglés, cosa que debía hacer en la Columbia University.

Las primeras cartas que envía a su familia desde Nueva York son exultantes y muestran la perplejidad del provinciano ante la ciudad de los rascacielos. En dichas cartas se informa de una excursión a Harlem y de otra a Coney Island, pero con el paso de los meses el contenido de las mismas se vuelve desesperanzado. En ese período inicia la redacción de su Poeta en Nueva York y también la de un guión que llevaba por título Viaje a la luna. Se da la paradoja de que Lorca, que por su temprano asesinato iba a ser de los pocos intelectuales de su generación que no tuvo que vivir el exilio, fue de hecho un exiliado, el primero de todos ellos, durante los meses que pasó en Nueva York. Sus poemas de entonces no son sólo producto del deseo de incorporar a su poética las imágenes de la modernidad y del cine, sino también, acaso, un serio intento de ponerse a la altura de lo que sus amigos surrealistas esperaban de él. Sin embargo, las imágenes de Poeta en Nueva York, que debería haberse publicado con dibujos del propio Lorca y con fotografías de la ciudad, no son surrealistas, pues carecen del carácter deliberadamente irracional y onírico que postulaban los miembros del movimiento. A cambio, Villanueva detecta en sus páginas los signos inconfundibles del expresionismo, los cuales se basan en la asociación de conceptos dispares, destinados a contrastar y a fortalecerse entre sí.

Además, si Poeta en Nueva York es notable por lo que hay en sus páginas, no lo es menos por lo que falta. El joven de buena familia que él era podía entrar fácilmente en contacto con la cultura popular en su Granada natal, pero no así en Nueva York, donde las diversas culturas populares entonces coexistentes poseían códigos que para Lorca eran de difícil o imposible acceso. De ahí que su libro redactado entonces sea el más intelectual de los suyos, privado como estaba del habla, la melodía y el ritmo de las gentes del pueblo. Sabemos, sin embargo, que Lorca buscó esa cultura popular entre los negros de Harlem, si bien su limitada familiaridad con la misma impidió que trascendiera poéticamente, sumándose a las poderosas imágenes, estas sí, con las que describió, en Nueva York, el dolor de la modernidad.

jueves, 2 de julio de 2015

LECTURA POSIBLE / 187

ÉLISÉE RECLUS: EVOLUCIÓN, REVOLUCIÓN Y ANARQUÍA

Referirse al compendio de saberes y prácticas que se llamaba “la Idea”, casi en cualquier lugar del mundo, bastó en cierto tiempo para ingresar en un círculo fraterno que, como algún otro de nuestra época, no quería ser cerrado, sino al contrario: pretendía expandirse en un mundo que ya entonces era global y para el que ella aspiraba a ser una globalidad alternativa. Como las alternativas que intentan crearse hoy, también aquélla miraba hacia un futuro que debía ser imaginado mientras se construía colectivamente. Ocurrió que, visto que los nombres de las cosas y hasta de los proyectos separaban a la gente, los miembros de aquellos círculos encontraron en el concepto experimental de la Idea el punto común para anarquistas, libertarios, comunistas, comunistas-libertarios, sindicalistas, anarco-sindicalistas, ácratas y otros, unidos todos en los tiempos de la Primera Internacional hasta que, por múltiples razones, empezaron a advertir mutuamente sólo lo que les separaba. Entre los causantes de que esa aspiración de armonía internacional y obrera se desvaneciese figuran en lugar destacado unos intelectuales de nuevo cuño, funcionarios de partido, que dieron a la tendencia que representaban un lenguaje nuevo y específico, sin correspondencia con los demás y que acabó convirtiéndose en signo distintivo de propuestas que, nacidas de la Idea, no tardarían en traicionarla. Anterior a ellos y a sus sucesivas fracturas fue Élisée Reclus.

Si la Revolución era internacional, sus mayores pensadores en las últimas décadas del siglo XIX, dejando aparte a Kropotkin, fueron franceses. “En aquellos años”, ha escrito Barbara W. Tuchman, “Francia había erigido el edificio más alto del mundo, había inventado el globo y la bicicleta y descubierto la radiactividad, había dado a luz un grupo de pintores extraordinarios y los compositores más originales de su tiempo, se enorgullecía de poseer la capital más cultivada; y, naturalmente, contaba también con los anarquistas más señalados”.* De estos últimos sobresalen dos nombres: los de Reclus y Jean Grave; y un momento: el de la Comuna de París. Un tercero de origen italiano, Enrico Malatesta, hizo su primera contribución a la Idea en la Universidad de Nápoles, de la que fue expulsado tras una revuelta en solidaridad con la Comuna, a lo que siguió una larga sucesión de presidios, destierros y evasiones que le llevaron a recorrer medio mundo. También Reclus fue viajero, y en su calidad de geógrafo dejó una obra monumental que, heredera del evolucionismo de Darwin, trató de poner en el centro de las tesis de éste al hombre y su lucha por la vida. Sus escritos de carácter anarquista no son ajenos a los conocimientos que adquirió en los viajes de investigación por Oriente, África y Norteamérica. De esta faceta del Reclus activista, divulgada en su día en forma de conferencias y de artículos en la prensa, ha aparecido entre nosotros el volumen Evolución, revolución y anarquía (Libros de Itaca), que reúne cinco textos redactados entre 1880 y 1902.

El período en el que se escribieron estos textos es significativo, pues abarca una serie de episodios históricos y de debates que tuvieron lugar en el seno de la Internacional, muchos de los cuales, si por un lado sirvieron para marcar el rumbo del pensamiento y de la práctica anarquistas, por otro, como se vería al cabo de unos años, vinieron a señalar también sus deficiencias, derivadas en parte del fracaso de la Internacional y de los nuevos procesos históricos del inicio del siglo XX. Para el Reclus autor de estos escritos la realización del ideal anarquista, sin embargo, aparecía próxima, y ello a causa de las turbulencias políticas del momento. Éstas se desataron con el escándalo que rodeó a la construcción del canal de Panamá, que fue desvelado en el Parlamento entre 1890 y 1892 y en el que quedaron comprometidos, tras dejar al aire una extensa red de corrupción en la que no faltaron los sobornos y las ventas de influencias, más de cien diputados. A estos acontecimientos sucedería casi sin interrupción el “caso Dreyfus”.

El primero de los textos incluido en el volumen que comentamos es el más extenso y el que da título al mismo. Transcripción y a la vez versión ampliada de una conferencia de 1880, el texto, que fue publicado póstumamente, es buena muestra del pensamiento de nuestro autor en los años que pasó exiliado en Ginebra, donde conoció a Kropotkin y colaboró junto a éste en el periódico Le Révolté, mientras redactaba su enciclopédica Geografía Universal, que constaría de diecinueve volúmenes. Dividido en diez capítulos, el contenido de Evolución, revolución y anarquía se centra en el sentido que el autor otorga a los conceptos de evolución y revolución, que si en el momento en que Reclus escribía se tenían por contradictorios, son vistos aquí bajo una nueva luz. Es posible que la fusión de estos dos términos, el de evolución, que algunos socialistas empleaban como sinónimo de “reforma”, y el de revolución, propio de la tradición libertaria, sea la aportación teórica más original de nuestro autor al pensamiento emancipador.

Para Reclus, evolución y revolución son los dos actos sucesivos de un mismo fenómeno, el cual deviene siempre incompleto. En efecto, a diferencia de lo sostenido desde la tradicional perspectiva utópica, según la cual la transformación social habría de culminar en una Arcadia feliz, fin del trayecto de la Historia carente de tensión y conflictos, Reclus concibe dicha transformación como un proceso infinito jalonado por revoluciones preparadas por evoluciones previas, y a las cuales sucedería una evolución nueva, “madre a su vez de revoluciones futuras”.

Reclus justifica su argumento a partir del examen de diversos episodios revolucionarios que han tenido lugar en la Historia: el Renacimiento, la Reforma y las Revoluciones francesa y americana. La causa que resume la historia de la decadencia de un sistema político, económico y social es en cada caso la constitución de una parte de la sociedad “en dueña de la otra”, lo que produce “en las cabezas y en los corazones una evolución que antes o después se convertirá en fenómeno histórico”. El proceso evolutivo de transformación requiere miles de héroes anónimos en el trabajo colectivo de la civilización, héroes, afirma Reclus, que acaso no sean conscientes de serlo, pero que se encuentran en posesión de unas decisivas energías que modifican el curso de la realidad objetiva. Es al triunfar éstas cuando una idea revolucionaria se integra en el consenso social y se inaugura un nuevo orden, el cual, de inmediato, debe ser cuestionado. Pues sucede que cada progreso de la civilización produce sus “odiadores de lo nuevo”. De este modo los volterianos se convirtieron en dignos vigilantes del orden y la moral, y los republicanos en garantes estrictos de las leyes y las instituciones. “Los devotos de la estabilidad social”, escribe Reclus, “se sienten empujados a señalar como criminales políticos a todos aquellos que critican las cosas existentes, a todos los que se lanzan a lo desconocido, y sin embargo admiten que cuando una idea nueva ha terminado instalándose en el espíritu de la mayoría de los hombres, es mejor adaptarse a ella para no ser tomado por revolucionario. (…) Así, se castigan ahora las acciones que mañana serán alabadas como el fruto de la moral más pura”. Este proceso sin fin es a juicio de nuestro autor la base del anarquismo, y la fuerza motriz del progreso de la humanidad.

Al considerar que toda transformación social crea sus propias instituciones, destinadas a detener o al menos ralentizar el progreso, Reclus concluye que los libertarios son quienes dirigen sus esfuerzos contra las mismas, pues “todas las instituciones humanas, todos los organismos sociales que buscan mantenerse sin cambios, deben, en virtud de su propia inmutabilidad, hacer nacer conservadores de uso y abuso, parásitos y explotadores de toda calaña, convertirse en focos de la reacción en el conjunto de las sociedades”. No importa que dichas instituciones sean muy antiguas y que sus orígenes deban buscarse en la leyenda o en el mito; o que sean nuevas y producto de una revolución popular. Todas ellas están destinadas “a momificar las ideas, a paralizar las voluntades y a suprimir las libertades e iniciativas: para conseguir esto basta con que continúen existiendo”.

Capítulo aparte en el desarrollo evolucionario, según nuestro autor, es el que corresponde a la educación, tema presente en estas páginas bajo dos aspectos: como crítica de la enseñanza en los establecimientos religiosos y como fundamento de la transformación social. Para Reclus, la enseñanza en centros educativos de la Iglesia constituye un doble contrasentido, en su calidad de instituciones donde la ciencia es enseñada por quienes no creen en ella y en las que la infancia es confiada a un poder secular que sobradamente ha demostrado su ausencia de fe en lo que respecta a las facultades del individuo. Desde su perspectiva, ya de entrada los niños tienen que ser corregidos y doblegados, lo que entre otras cosas implica privarles de sus capacidades innatas. Por el contrario, la enseñanza libre es aquélla para la cual “aprender es la virtud por excelencia del individuo libre, despojado de toda autoridad divina o humana”. Y añade: “El hombre que quiere desarrollarse como ser moral debe defender exactamente lo contrario de lo que aconsejan la Iglesia y el Estado; debe pensar, hablar, conducirse libremente. Son estas las condiciones indispensables de todo progreso”. El concepto de escuela aparece aquí con una amplitud que sobrepasa con mucho a la propia institución educativa, ya esté a las órdenes de la Iglesia o del Estado, y convertido en centro de reproducción no de la ciencia oficial, sino de la ciencia vivida: “Es fuera de la escuela donde se enseña más, en la calle, en el taller, en las barracas de feria, en el teatro, en los vagones de ferrocarriles, en los barcos de vapor, en los paisajes nuevos, en las ciudades extranjeras. (…) Entendemos la sociedad como la escuela sin Dios ni amo”.

En el proceso de evolución social Reclus señala el relieve alcanzado en su época por las colectivizaciones, las cooperativas, las sociedades de consumo y otras formas de asociación. Ellas constituyen modelos de acción colectiva al margen, o al menos en la periferia, de los usos mercantilizados que son propios del capitalismo. Por otra parte, las formas de dominación presentes en el Estado, el trabajo y la vida privada, a imagen del poder divino, reproducen un mismo paradigma autoritario: un jefe, un presidente, un marido, un padre… Servidumbres que se suman unas a otras para coartar las potencialidades del individuo. Si en su vida social éste dispone de instrumentos de organización y de resistencia colectiva, que llegan hasta la huelga general, en el ámbito de lo privado es preciso interpretar el ideal anarquista como una moral inscrita en el devenir de la historia. Ello requiere un desaprendizaje y el inicio de un nuevo conocimiento, el cual ya estaba inscrito en el imperativo de Goethe citado por el autor en uno de los textos de este volumen: “Si quieres surgir, ¡surge de ti mismo!”

Una última observación de carácter polémico es la que hace Reclus a su amigo Jean Grave acerca del derecho al sufragio. A este hombre que vivía y trabajaba en una habitación amueblada con una mesa y dos sillas, vestido invariablemente con la blusa larga y negra del obrero francés, rodeado de panfletos y periódicos, le dice Reclus: “Votar es abdicar; nombrar uno o varios amos para un período corto o largo es renunciar a la propia soberanía”. Y también: “Votar es dejarse engañar; es creer que hombres como vosotros adquirirán de repente, al tintineo de una campanilla, la virtud de saber y comprenderlo todo… La historia os enseña que ocurre lo contrario”.

Citábamos más arriba a Barbara W. Tuchman, la cual situó a Reclus y sus compañeros en el espacio de la modernidad. Con no menos razón, Kristin Ross, de la que hablábamos aquí no hace mucho, se ha referido a las vidas ulteriores de la Comuna de París como un proceso vivo que se ha manifestado episódicamente en diversos momentos del siglo pasado y en lo que llevamos del actual. Otro pensador y activista contemporáneo, Boaventura de Sousa Santos, ha podido expresar su perplejidad ante el hecho de que todo poder constituyente haya tenido hasta ahora la finalidad de convertirse en poder constituido, es decir: la finalidad de negarse a sí mismo. Contrasentido trágico para el que el autor portugués reclama como remedio un poder constituyente que no deje de serlo, o lo que es igual: que no se resigne nunca a constituirse. Esta propuesta de nuestro hoy más inmediato no puede estar más próxima a esa dialéctica permanente de la evolución y la revolución manifestada hace más de un siglo por Reclus. En ello reside el valor de una obra de futura vigencia y de constante inspiración para los constructores de la dignidad humana.
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* Barbara W. Tuchman,  “The Anarchist”, The Atlantic Monthly, 211:5 (mayo de 1963)