martes, 24 de noviembre de 2015

DISPARATES / 143

GRACE LEE BOGGS, 1915-2015: LA LUCHA POR EL CAMBIO

En una conferencia pronunciada ante un grupo de universitarios, Grace Lee Boggs afirmó que “uno no elige la época en la que le toca vivir, pero sí elige quién quiere ser”. Lo recordaba hace unos días Amy Goodman, directora del noticiero internacional Democracy Now!, en un artículo aparecido con motivo del fallecimiento de Grace, en Detroit, cuatro meses después de cumplir cien años. Escritora, activista social, filósofa y feminista, Grace dejó esta vida como la vivió, según informaron las personas que la atendían en estos últimos años: “rodeada de libros, política, gente e ideas”.

Nació en el piso superior del restaurante que sus padres, inmigrantes chinos, tenían en Providence, Rhode Island, en 1915. Grace, cuyo nombre chino era Yuk Ping (“la paz de jade”) se crió en Queens, en Nueva York, y estudió filosofía en el Barnard College de esa ciudad, obteniendo el doctorado en 1940. Más tarde recordó la doble discriminación de que fue víctima en esos años, como mujer y por su ascendencia china, en tiempos en que incluso los grandes almacenes y los centros comerciales se negaban a contratar a orientales. Grace debió trasladarse a Chicago, donde fue empleada como bibliotecaria con un sueldo de diez dólares a la semana. Imposibilitada con esos ingresos de alquilar una habitación, fue acogida por una anciana judía en su sótano, cuyo acceso, sin embargo, se hallaba obstaculizado por una legión de ratas. Fueron estos roedores, y la conciencia del entorno en el que vivían multitud de inquilinos de los barrios humildes de la ciudad, lo que llevó a Grace a establecer relación con la comunidad negra, de la que ya no se separaría durante el resto de su vida.

En 1941 participó en la primera Marcha a Washington, organizada por el dirigente obrero A. Philip Randolph, y más tarde regresó a Nueva York, donde entró en contacto con C.L.R. James y Raya Dunayevskaya, fundadores de la llamada “Tendencia Johnson-Forest” y del Workers Party. Considerada de extrema izquierda por la prensa y por el mismo Partido Comunista, cuya línea oficial abiertamente prosoviética cuestionaba aquél radicalmente, la formación caracterizaba a la URSS como un sistema capitalista y burocrático, y de hecho a finales de los años cuarenta sus publicaciones afirmaban que no existía ya ninguna sociedad socialista en los países del Este de Europa, por lo que era preciso volver a las fuentes teóricas suministradas en su día por Marx y Lenin. En esas fechas Grace traduce por primera vez al inglés los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844 de Marx, y junto a sus compañeros emprende una estrategia dirigida no tanto a organizar a la clase obrera como a proveer de recursos intelectuales a los sectores marginados de la sociedad, principalmente las mujeres, los jóvenes y las gentes de color. Este proceso se enmarcó en la evolución de la economía norteamericana durante la guerra, cuando la industria del armamento permitió a cientos de miles de trabajadores blancos salir de la pobreza en la que vivían desde la Depresión, provocando a la vez un gran movimiento migratorio de afroamericanos procedentes del sur, los cuales, sin embargo, veían sustancialmente limitado su acceso a los puestos de trabajo del industrial norte. Iba a ser ese fabril y tecnificado norte americano la última escala del trayecto de Grace, donde pasaría los siguientes sesenta años.

El nombre de Grace y el de su marido, Jimmy Boggs, aparecen unidos a la historia reciente de esa ciudad que fue centro de la industria automotriz, y que hoy trata de reinventarse a sí misma, que es Detroit. Acerca de su marido, trabajador industrial nacido en Alabama con el que redactó algunos de sus libros, escribió Grace que “venía del sur profundo, y tenía la forma de pensar de la era agrícola; luego vino, trabajó en una fábrica y adquirió la mirada de la era industrial”. Grace y Jimmy se convirtieron pronto en una leyenda en la ciudad del automóvil, fruto de su lucidez intelectual y de su actividad militante. “Detroit”, escribió Grace, “que fue una vez símbolo de los milagros de la industrialización y se convirtió luego en símbolo de la devastación de la desindustrialización, lo es actualmente de un nuevo tipo de sociedad, de gente que cultiva sus propios alimentos, de gente que ensaya nuevos caminos y ayuda a los demás, de gente que empieza a pensar que se trata no tanto de conseguir trabajo y aumentar nuestro propio patrimonio como de que dependemos los unos de los otros. Es otro mundo el que estamos construyendo aquí, en Detroit”.

En 1992 Grace fundó el “Detroit Summer”, un programa multigeneracional y multicultural que ha obtenido diversos premios nacionales e internacionales. Dicho programa tiene la aspiración de renovar la ciudad mediante las granjas urbanas, los proyectos comunitarios, las microempresas y la economía local. Base de estas actividades es hoy la que fue vivienda de los Boggs, donde se halla el Boggs Center to Nurture Community Leadership. Grace, pese a su avanzada edad, siguió escribiendo una columna semanal para el periódico Michigan Citizen hasta 2005, y su vida ha sido el tema de un documental, American revolutionary. The evolution of Grace Lee Boggs, que se estrenó hace ahora dos años.

La obra literaria de Grace es extensa e ilustra no sólo la evolución de su pensamiento y de su activismo, sino también una parte considerable de las luchas socioeconómicas de las últimas décadas. Es coautora, con el pseudónimo de Ria Stone, de dos libros imprescindibles para conocer la “Tendencia Johnson-Forest” (los “johnsonitas” del Workers Party), una de las aportaciones más relevantes del socialismo norteamericano: The invading socialist society (1947) y State capitalism and world revolution (1950), que escribió junto a C.L.R. James y Raya Dunayevskaya. Son libros escritos bajo una perspectiva trotskysta y bajo los efectos de la invasión de Finlandia por la URSS, y en ellos se analizan las sociedades del Este europeo bajo el dominio imperialista soviético. De 1958 es Fancing reality, escrito en colaboración con Cornelius Castoriadis, y de 1974, en lo que fue el inicio de sus fecundos trabajos con Jimmy Boggs, Revolution and evolution in the twentieth century.

Éste último, convertido ya en un clásico de la literatura socialista americana, ofrece una revisión tan concisa como instructiva de las revoluciones del siglo XX, en particular las de Rusia, China, Guinea-Bissau y Vietnam. El libro incorpora un capítulo de síntesis sobre la dialéctica de la revolución, en el que los autores proporcionan un panorama de los principales aspectos del leninismo, del maoísmo y de otras corrientes marxistas activas en las revoluciones de nuestro tiempo. En una segunda sección, dedicada a Estados Unidos, los autores hacen un recorrido por la correlación de las fuerzas de clase en la historia estadounidense, con especial atención a la población negra esclavizada. Se advierte aquí de la convivencia en Estados Unidos de una sociedad capitalista avanzada con formas arcaicas de relaciones socioeconómicas que, por ser propicias a la marginación y la exclusión social, otorgarían un matiz específico a la naturaleza y las tareas de la revolución americana.

Women and the Movement to build a New America, de 1977, es una breve reflexión acerca del papel histórico de las mujeres y del modo en que la lucha por su propia emancipación configuraba ya en esos años el escenario de cambios que se vivían en Estados Unidos. El mismo tema reaparecería en su libro autobiográfico Living for change, que se publicó en 1998. Grace describe aquí su propia vida de mujer que trasgredió las fronteras raciales y de clase en un período de grandes turbulencias marcado por la Guerra Fría, la lucha por los derechos civiles, la aparición del Poder Negro y de la Nación del Islam, los Panteras Negras y los esfuerzos presentes para reconstruir las desmoronadas comunidades urbanas. El libro, que puede leerse como un diario de la sociedad estadounidense a lo largo de casi un siglo, contiene gran cantidad de anécdotas e información acerca de los complejos y contradictorios procesos experimentados por las luchas sociales de nuestro tiempo. Así, por ejemplo, Grace nos cuenta cómo intentó persuadir a Malcolm X para que se presentara como candidato al Senado en 1964, o cómo el Workers Party intentó infructuosamente aproximarse a los comunistas antes del abandono definitivo del trotskysmo.

El último libro de Grace Lee Boggs, aparecido en 2011, es The next american revolution, en el que nos habla de un mundo hasta ahora dominado por Estados Unidos e impulsado por el petróleo barato, el crédito fácil y el consumo, y el cual se desploma ante nuestros ojos. Aquí Grace evalúa la crisis económica, política y medioambiental, y se interroga acerca del cambio radical que necesitamos para hacer frente a estas nuevas realidades. En esta obra, que como el resto de las citadas aquí no ha sido traducida al castellano, la autora pone su pensamiento crítico al servicio de una redefinición del concepto de revolución practicable en este tiempo, para lo que ofrece diversas experiencias tomadas de sus luchas en Detroit, donde “la esperanza y la creatividad están logrando vencer a la desesperación y a la decadencia de la comunidad urbana” por medio del reparto del trabajo y de las formas alternativas del mismo, así como por medio de la acción colectiva y democrática. Ella nos dice que la revolución no sólo es necesaria, sino que además es posible y que en algunos lugares del centro mismo del capitalismo neoliberal está ya en ciernes. Pues el concepto de revolución de 1917, entendido en términos de toma del Estado, ya ha dado suficientes signos de su fracaso.

Más allá de la irrelevancia y la ineficacia de los viejos dogmas ideológicos, Grace Lee Boggs nos ha dejado en sus libros y en su vida una potente y fresca llamada a lo civil para encarar los tiempos difíciles, incluida la guerra global, con sentido de la historia, con un sólido conjunto de valores democráticos y confianza en nuestro propio poder restaurador y creativo.

martes, 17 de noviembre de 2015

DISPARATES / 142

BERNARD-MARIE KOLTÈS: REGRESO A LA GUERRA

Hay un lugar, la Maison de la Poésie, que se encuentra en el distrito III de París, lindante por el norte y el este con los X y XI, distritos modestos, menos monumentales, aunque no menos históricos, que otros de la capital francesa, y que han alcanzado repentinamente la celebridad desde la semana pasada. Mientras en la Bolsa bajan las acciones de las grandes corporaciones hoteleras y de las líneas aéreas, estas calles animadas y mestizas recobran su pulso y su colorido, hecho con tonos de piel diversos, lenguas plurales y orígenes remotos. La Maison de la Poésie, en el Passage Molière, en la rue Saint-Martin, ha cerrado sus puertas durante el pasado fin de semana. Reabiertas el lunes, se ha celebrado un debate sobre “los niños de los libros”, al que ha seguido una lectura de poemas de Anna Ajmátova con un fondo musical de violonchelo y piano. Sucede que tras su humilde fachada hay variados espacios en los que se realizan actividades simultáneamente, a diario, otorgando un sentido “curioso, audaz y acogedor” al propio nombre de la institución, según palabras de su director, Olivier Chaudenson. Entre los actos programados en los próximos días figura uno en el que tomará parte François Koltès, hermano del dramaturgo Bernard-Marie, de cuya muerte se cumplirán veinticinco años en 2016.

En su breve vida Koltès escribió sobre temas poco gratos al oído del francés y en general del hombre de Occidente, particularmente sobre el tema colonial. Que el hombre de Occidente ama el orden, y que se imagina habitante de un mundo de ensueño en el que el petróleo debería estar a nuestra disposición siempre en abundancia y a buen precio, son cosas que Koltès sabía, como sabía que no puede garantizarse lo anterior si se prescinde de algunas de nuestras guerras familiares, esas viejas guerras que tienen lugar a miles de kilómetros y que a veces nos provocan una mueca de repugnancia a la hora de la cena, cuando vemos las noticias. Sabía bien Koltès que estas guerras nuestras a veces requieren aliados sospechosos e incluso indeseables, y por eso escribió sobre uno de los asuntos que más ofenden al oído del francés corriente, esa OAS que cometió más de dos mil asesinatos, la mayoría de ellos de musulmanes. E igualmente sabía Koltès que estas guerras lejanas, de un modo u otro, acaban siempre por comparecer en nuestras calles y plazas, en nuestros cafés y nuestros teatros. Por eso escribió Regreso al desierto.

Koltès era un poco en las letras y el teatro francés lo que en las letras y la música americanas era Jim Morrison, al que se daba un aire. Ambos murieron en París, y si en vida la distancia que había entre dos de sus temas favoritos es la que hay entre Argelia y Vietnam, la que hay entre sus domicilios actuales es la que separa el cementerio de Montmartre del de Père Lachaise. A finales de la primavera pasada se publicó en Francia L’affaire Koltès, de Cyril Desclés, último de los libros hasta ahora que se ha acercado a la controversia de este hombre con su país y con el teatro. Desclés, que es escenógrafo, ha construido este libro a partir del conflicto surgido en 2007, cuando la Comédie-Française volvió a poner en escena Regreso al desierto. Sucedió entonces que el beneficiario de los derechos de autor, François Koltès, se negó a renovar el contrato, alegando para ello su desacuerdo con la elección de uno de los actores a causa de su origen étnico. El autor del libro ha investigado pacientemente las razones de la polémica, así como el modo en que fue divulgada por los medios de comunicación, dando como resultado una hermosa reflexión acerca de lo que significa el acto de la puesta en escena, y también acerca de los derechos y deberes de los herederos de una obra artística.

El causante involuntario de la controversia fue el personaje de Aziz, que en la obra es el criado árabe de la familia francesa protagonista. Aziz muere en un atentado de la OAS, y Koltès, por motivos políticos, tanto como por otros éticos y estéticos, dejó claro su deseo de que el personaje fuera interpretado por un actor árabe, el cual debía decir una parte de su papel en su propia lengua. A ello se refirió abundantemente en las entrevistas que fueron recogidas en el volumen Une part de ma vie, que publicó en 1999 Editions de Minuit. En el montaje de la Comédie-Française el personaje fue asignado a Michel Favory, actor entre cuyos muchos atributos no figura el de ser de ascendencia árabe. Con motivo de la defensa de la voluntad de su hermano, François Koltès se vio entonces envuelto en un airado debate en el que llegó a acusársele de racismo, que concluyó (aparentemente) en los tribunales y que fue mucho más allá de lo referido a la puesta en escena de una obra teatral. En él tomaron parte no sólo gentes del teatro, como Patrice Chéreau, el habitual escenógrafo de las obras de Koltès, sino también gran número de periodistas, editorialistas y tertulianos de los que pueblan en la actualidad nuestro mass media global.

Con respecto a esta polémica, que finalmente se resolvió por vía de una mediación y de común acuerdo, el dramaturgo Georges Lavaudant escribió en Le Monde: “Que una mujer haga el papel de un hombre, un alto el de un bajo, un sueco el de un griego, o un negro el de una blanca, son cosas que enriquecen y relativizan extraordinariamente las interpretaciones y embellecen el arte del teatro. El actor puede interpretarlo todo… Pero, casualmente, siempre es el papel de los árabes el que se sacrifica. Y eso, Bernard-Marie Koltès no lo quería. Él quería que en cada una de sus obras un negro o un árabe estuviera presente en escena, y esto, en su caso, es a la vez política, amor, ontología, estética… Ya hemos experimentado todo eso con Genet y Beckett, lo conocemos bien. Pero en Koltès hay algo más que es central, que es decisivo como parte del deseo de un teatro que no lo interpretan sólo blancos civilizados para otros blancos civilizados”. Y Lavaudant añade: “Algunos opinan que hoy en día las indicaciones retrógradas de Koltès han sido superadas, que esa clase de discriminación positiva era sin duda útil cuando escribió sus obras, pero que ahora Francia ha sido capaz de llevar a cabo su conversión al multiculturalismo y que, por tanto, este tipo de controversia ya no es relevante… Pero debo confesar que yo no comparto este entusiasmo. Koltès quería introducir algunos cambios en el teatro, y el principal de ellos es el color de la piel”. En este contexto, la Dirección de Música, Danza y Teatro encargó entonces un estudio de las tareas y propuestas necesarias para asegurar “una mayor y mejor visibilidad de los diferentes componentes de la población francesa en las artes escénicas”. A día de hoy, no se conocen los resultados de dicho trabajo.

La acción de Regreso al desierto se sitúa en Metz en 1961, durante la guerra de Argelia. Después de quince años, Mathilde ha tenido que huir de Argel con sus hijos y se halla de vuelta en su ciudad natal, donde encuentra a su hermano, Adrien, quien dirige un negocio familiar. La casa está rodeada por un muro que ha hecho levantar Adrien, el cual mantiene reuniones secretas, a fin de realizar un atentado, con personas notables de la ciudad, entre ellas el prefecto de policía. La relación entre los hermanos, que siempre ha sido difícil, empeora tras su reencuentro, de lo que son testigos y copartícipes los hijos de ambos. Mientras Fatima, la hija de Mathilde, tiene visiones en el jardín, donde se encuentra con la primera y difunta mujer de su tío, los chicos se encomiendan a Aziz, el joven criado árabe, para que les conduzca a los cafés y burdeles de la ciudad. En uno de ellos, hallándose en su interior Aziz y los hijos de Mathilde y Adrien, estalla una bomba, la cual, además de sus víctimas, tiene la propiedad de hacer que Mathilde y su hermano inicien una especie de reconciliación.

Regreso al desierto es una obra sobre la identidad y sobre el colonialismo. Aziz, al que llaman “el árabe”, no se considera árabe; y cuando a Mathilde intentan hacerle ver dónde están sus raíces, ella contesta: “¿Qué raíces? Yo no soy un árbol”. Como toda reflexión sobre el colonialismo, lo es también sobre los valores imperantes en nuestra sociedad occidental y sobre la violencia que ésta ejerce, y que tarde o temprano se vuelve contra ella. Artífices de esta violencia son Adrien y el resto de los notables de la ciudad, además de un paracaidista negro, personaje episódico que en su único parlamento anuncia: “Amo esta tierra, burgués, pero no me gusta la gente que la habita. ¿Quién es el enemigo? ¿Eres un amigo o un enemigo? ¿A quién debo defender y a quién debo atacar? Como no sé dónde está el enemigo, dispararé contra todo lo que se mueva”.

La obra fue estrenada en 1988 en el Festival de Otoño de París, habiendo sido dirigida en aquella ocasión por Patrice Chéreau y contando entre sus intérpretes con Jacqueline Maillan y Michel Piccoli. Una producción de esta obra actual y tristemente profética ha estado en gira por Francia hasta hace unas semanas. Responsable de la misma ha sido Arnaud Meunier, quien ha dicho de ella que es “una invocación de nuestra memoria colonial y de sus zonas sombrías, una pieza sobre nuestra culpabilidad, sobre aquello que no queremos asumir y que preferimos olvidar”. Ambientada en una población rural de la Francia de hoy, dominada por la extrema derecha, la obra adquiere tintes de comedia negra. Para Meunier Regreso al desierto “es un ovni, una mezcla de comedia y drama, de intimismo y de gran historia, de realismo y fantasía”. Una farsa, diríamos nosotros, que viene a ser la forma más valiente de representar la aridez de la realidad.

martes, 10 de noviembre de 2015

LECTURA POSIBLE / 198

LOS CUENTOS DE E.L. DOCTOROW

El pasado verano, el 21 de julio, murió en Nueva York Edgar Lawrence Doctorow, autor estadounidense al que se deben diversas novelas esenciales de la literatura norteamericana del siglo XX, entre ellas El libro de Daniel y Ragtime. El conjunto de su obra ofrece todo un panorama crítico de su país y de la sociedad contemporánea, crónica escrita con tanta pasión como rigor histórico y por la que recibió casi todos los premios que en Estados Unidos se conceden a la obra de ficción, entre ellos, el año pasado, el de la Biblioteca del Congreso. En castellano se han reunido por primera vez todos los cuentos de Doctorow en un solo volumen, en una edición que ha corrido a cargo de la joven editorial Malpaso.

Nacido en Nueva York en 1931, nieto de inmigrantes judíos rusos, Doctorow se crió en el Bronx. Tras pasar por la Universidad de Columbia, fue reclutado y enviado a Alemania, siendo destinado al cuerpo de señales del ejército de ocupación, con rango de cabo. A su regreso fue empleado por Columbia Pictures como lector de guiones, y producto de esta experiencia, según comentó más tarde, resultó su primera novela, Welcome to hard times (cuyas traducciones al castellano se han publicado con los títulos de El hombre malo de Bodie y Cómo todo acabó y volvió a empezar), parodia de las películas del Oeste que se publicó en 1960. Editor en esa década de New American Library y, luego, de Dial Press, se dio a conocer en 1971 con El libro de Daniel, ambiciosa novela a la que incorporó algunas técnicas vanguardistas y en la que libremente intentó hacer una reconstrucción de la vida y el proceso que sufrieron Julius y Ethel Rosenberg, militantes del Partido Comunista americano acusados de espionaje que fueron ejecutados en 1953 en la silla eléctrica. A esta obra seguirían Ragtime (1975), Billy Bathgate (1989) y La gran marcha (2005), entre otras.

Quizá, fuera de su país, la obra de Doctorow sea más conocida por las adaptaciones cinematográficas basadas en sus novelas que por sus propios libros. La versión para el cine de El libro de Daniel fue dirigida por Sidney Lumet en 1983; y la de Billy Bathgate se estrenó en 1991, siendo protagonizada por Dustin Hoffman. Pero entre las adaptaciones basadas en novelas de nuestro autor fue Ragtime, que Miloš Forman rodó en 1980, la que alcanzó mayor éxito, no sólo en el cine, sino también como musical de Broadway, que recibió cuatro premios Tony. Doctorow era pese a sus posiciones políticas y a su visión poco benévola de la sociedad estadounidense una institución en su país, como manifestó al entregarle la medalla de oro de la Academia de las Artes y las Letras Americanas el presidente Barack Obama, quien al tener noticia de su fallecimiento reconoció lo mucho que había aprendido con la lectura de su obra. Hay, sin embargo, dos aspectos de ésta en gran parte ignorados: sus colaboraciones en la prensa y sus relatos.

En los últimos veinte años Doctorow fue columnista de diversas publicaciones americanas, en especial de New Yorker, revista en la que, junto a abundantes reflexiones acerca de la actualidad política, dejó caer a veces algunas ideas acerca de su propia creación literaria. Así, junto a artículos referidos a la investigación seguida contra el ex presidente Clinton  por su asunto con la becaria Lewinsky –episodio que según sus palabras le recordó la época del senador McCarthy y los juicios de brujas en Salem– aparecieron en New Yorker diversos textos vinculados a la creación de su novela El arca de agua, narración histórica ambientada en la Manhattan de 1871. En uno de ellos escribió que, “cuando se escribe sobre el pasado, siempre se está reflejando el propio presente”, observación que conviene tener en cuenta al respecto de sus relatos sobre tema histórico, en los que Doctorow acertó a abolir la distancia temporal entre los hechos narrados y el lector contemporáneo. Igualmente, otro rasgo característico del pensamiento de nuestro autor, su escepticismo, puede rastrearse en el comentario que Doctorow escribió a propósito de la novela Huckleberry Finn, un libro en el que “la civilización resulta ser una perversa estafa que explota en su beneficio la ignorancia de la gente”. Y en New Yorker nuestro autor publicó además ocho relatos, entre ellos Heist, Una casa en la llanura y Wakefield, acerca de los cuales intercambió una serie de correos electrónicos, que más tarde fueron publicados, con Deborah Treisman, directora de las páginas de ficción de la revista.

Con motivo del fallecimiento en 2009 de otro de los grandes de la narrativa norteamericana, John Updike, nuestro autor publicó una carta que su colega le había escrito años atrás y en la que, tras la recepción de un importante premio literario, le confesaba sentirse “paralizado por el pensamiento del gran número de autores actuales que saben cosas que yo no sé y hacen cosas que yo no sé hacer”. Doctorow se sentía representado en estas palabras, lo que no le impidió seguir escribiendo, ya que, como anotó entonces, la modestia implícita en ellas “es buena indicación de la duda, el motor que nos mueve a todos”.

Doctorow es partícipe destacado de una corriente del realismo americano caracterizada por su lenguaje directo, la construcción fragmentaria de las historias, los frecuentes saltos espacio-temporales y por una concepción coral de la ficción literaria. A menudo estas construcciones aparecen en forma de collage que, mediante materiales de diversa procedencia, hilvanan una trama compleja observada desde diferentes puntos de vista. Se trata de una literatura “democrática” de noble tradición en las letras norteamericanas, cuya reconocida eficacia reside en la capacidad del autor para enriquecer el asunto del que se trata sirviéndose del detalle a veces costumbrista y de la polifonía, dando como resultado una unidad que es tanto temática como formal y que tiene la virtud de no ser unívoca, sino múltiple. Esta multiplicidad es la que otorga a sus personajes una realidad profunda y contradictoria, es decir, humana, y gran parte de esta maestría para la creación de personajes sumidos en sus ideas y en su historia es la que exhibe Doctorow en sus relatos.

Escribe Eduardo Lago en el prólogo al volumen que comentamos que leer los cuentos de Doctorow es una experiencia estética “desasosegante”, no porque falte nada en ellos, sino porque parecen reclamar que suceda algo más, “cosa que de hecho sucede, sólo que, extrañamente, fuera de la página”. Sus protagonistas son perdedores, gentes situadas un poco o un mucho al margen, personas criadas en circunstancias anómalas –tema este que es recurrente en la obra de Doctorow– y que han quedado marcadas por ello. Pero son también luchadores, lo que emparenta a nuestro autor con su admirado Jack London, con quien compartía una noción radical de la escritura, dirigida a retratar a héroes hechos a sí mismos, enfrascados en una lucha por la supervivencia en la que difícilmente caben la esperanza y el mirar atrás. En comparación con la novela, “el cuento”, escribió Doctorow, “es más pequeño en escala, de modo que puedes ver el final más fácilmente. El viaje no es tan largo aunque sigue siendo un viaje, una forma de descubrir lo que quieres contar camino a su final. Ni el cuento ni la novela tienen reglas. Y si las tienen, están ahí para ser rotas”.

La ordenación de los cuentos aquí recogidos responde a la voluntad del autor, quien en sus últimos años colaboró con el editor en la preparación de este volumen. Si en sus novelas Doctorow puso su pluma al servicio de la recreación de un acontecimiento de la historia americana –siempre, de hecho, uno de esos acontecimientos que apenas se molestan en  registrar los libros de Historia, sino más bien de aquellos que forman parte de su cara oculta–, aquí se nos aparece sorpresivamente un Doctorow más personal, íntimo y a veces poético, a menudo misterioso, el cual nos habla desde diferentes lugares estéticos y con distintas voces. El relato breve le resultó a nuestro autor más propicio a la interiorización, a la visita a la conciencia de los personajes, que la novela, mucho más inclinada a la descripción de acciones y cuyo toque personal se hallaba, como se ha apuntado, en la visión de conjunto, en la compleja arquitectura de sus narraciones históricas. Cierto que estos personajes podrían ser habitantes de aquéllas y de hecho lo son en algún caso, pero aquí se nos muestran contemplados desde un interior por el que pasamos fugazmente, aceptando que del mismo es menos lo que comprendemos que lo que se nos sugiere. Ejemplo de ello es Willi, que viene a ser una ensoñación en la que se manifiestan violentos conflictos de familia, o el que cierra el volumen, Vidas de los poetas. En El cazador se nos presenta una maestra derrotada por la vida, y en el ya citado Una casa en la llanura asistimos a la huida de una madre y su hijo. Más próximos al estilo de sus novelas son El escritor de la familia, Jolene: una vida e Integración. El primero narra la historia de un adolescente y la peculiar relación que establece con su abuela, recluida en un asilo; el segundo trata de una joven dramáticamente enfrentada a su propia sexualidad; y el tercero nos describe un matrimonio de conveniencia entre inmigrantes que incluye uno de los raros finales esperanzadores de toda la producción de Doctorow.

Uno de los personajes que afloran en estos cuentos y que procede de la novelística de nuestro autor es el protagonista de Glosas a las canciones de Billy Bathgate, de quien se nos dice que “mientras el niño va olisqueando vidas ajenas al pasar ante las casas del barrio, distinguiendo el olor de las naranjas del de los quesos, los pollos, el pescado y los zapatos nuevos hechos con materiales baratos, debe vigilar con pericia lo que tiene detrás y lo que tiene delante. Sólo lleva seis o siete años en este planeta, pero ya es víctima de los chicos mayores (negros, irlandeses, italianos) que acechan, merodean y pinchan, invisibles como las agujas de zurcir, de los policías; del encargado de vigilar a los niños que hacen novillos; del Castigo, que le tira de las orejas para arrastrarle de vuelta al orfanato que está a varias colinas de distancia, a varios valles profundos (muy profundos) de distancia, con ascensos y descensos demasiado empinados, demasiado angostos para unos zapatos de goma tan pequeños, para unos calcetines tan caídos, desmadejados”.

Frases que son buen ejemplo de la prosa y del sentir de Doctorow, cuyas miniaturas americanas componen en este libro un heterogéneo y tumultuoso, y a la vez silencioso y solitario, compendio de vida contemporánea, vida menor que dibuja el contorno de las grandes cosas.

martes, 3 de noviembre de 2015

LECTURA POSIBLE / 197

EL ALMA DE LAS MARIONETAS, DE JOHN GRAY

En 1988 Jorge Riechmann tradujo para la editorial Hiperión unos textos de Heinrich von Kleist desconocidos en su mayoría para los lectores en castellano: bajo el título de Sobre el teatro de marionetas y otros ensayos de arte y filosofía, se reunieron diversos escritos que contenían lo esencial de la poética de este autor de vida breve, soldado prusiano de los ejércitos que combatieron a Napoleón, inspirador de revistas sin éxito y autor dramático que nunca vio sus obras en el escenario, y que se suicidó en 1811, a la edad de treinta y cuatro años.

A Kleist, hombre de la Ilustración, amante de la cultura como único medio para el conocimiento de la verdad, le torció la vida el naciente Romanticismo y en especial la lectura de la obra de Kant, que todo lo relativizó y que hizo necesaria la acuñación de un nuevo término para explicar el desamparo y la impotencia ante las cosas: el nihilismo. “No podemos decidir”, escribió Kleist, “si lo que llamamos verdad es ciertamente la verdad o si sólo es algo que así nos parece. Si lo último es el caso, entonces la verdad que nosotros aquí recolectamos no es nada más después de la muerte, y todo esfuerzo por adquirir una virtud que también nos siga a la tumba es una tarea vana… Desde que entró en mi alma esa convicción, a saber, que por ninguna parte se ha de hallar la verdad, no he vuelto a tocar un solo libro. Me paseé ocioso por mi habitación, me senté inactivo junto a la ventana abierta y salí a caminar sin rumbo. Un desasosiego interior me empujó a los estancos y a los cafés; me dediqué a visitar el teatro y a ir a conciertos con el fin de distraerme… Y, sin embargo, el único pensamiento que ocupaba mi alma en ese tumulto exterior y al que le daba vueltas con una angustia ardiente era este: tu única meta, tu meta suprema, se ha desvanecido”.

El texto principal del libro al que nos referíamos más arriba, el ensayo Sobre el teatro de marionetas, es el producto genial, inspirador, de uno de esos paseos sin rumbo. En el invierno de 1801, el poeta se encuentra en un parque con un hombre que resulta ser el primer bailarín de la Ópera de la ciudad. Tras entablar conversación, Kleist descubre con sorpresa el gusto del bailarín por el modesto teatro de marionetas que se ha instalado en la plaza del mercado, el cual ofrece al público pequeñas y sencillas farsas, seguramente indignas de un espectador cultivado. Al otro, sin embargo, esas pantomimas le complacen, y le da a entender que un bailarín deseoso de mejorar su formación podría aprender mucho de ellas. El arte del titiritero, le dice, no es sólo una habilidad mecánica dirigida a crear una ilusión por medio de los hilos que maneja, sino que requiere igualmente una sensibilidad cuyo propósito no es otro que el de revelar “el recorrido del alma del bailarín”. Así pues, también el titiritero baila, desafía a la gravedad, libera un potencial de inocencia, divino, que estaba escondido. La contemplación de la “gracia” de una marioneta, de un adolescente o de un animal es lo más cerca que podemos estar de la verdad, lo que resulta tanto más difícil cuanto que esa gracia es natural e irrepresentable, y por tanto no puede reproducirse por medios mecánicos. Estos muñecos y estos seres que a diferencia de nosotros no han comido del Árbol del Conocimiento poseen la sencillez, la pureza y la ausencia de afectación de las que carece el hombre, “para quien el paraíso está cerrado con siete llaves”. Por eso “la gracia se presenta sólo cuando el conocimiento ha pasado por el infinito, de manera que se manifiesta con la máxima pureza al mismo tiempo en la estructura corporal humana que carece de toda inocencia y en la que posee una conciencia infinita, esto es, en el títere y en el dios”. Tras escuchar estas palabras, Kleist pregunta si, según eso, el hombre debe acaso volver a comer del Árbol del Conocimiento para recobrar el estado de inocencia. A lo que su interlocutor replica: “Sin duda. Ése es el último capítulo de la historia del mundo”.

Esta historia del mundo, que todavía no ha terminado, es la de nuestra modernidad, causa del desasosiego que a Kleist le empujó a las calles y las plazas donde ponían sus teatrillos los titiriteros. El cuento de Kleist, dirigido triplemente al arte, a la ciencia y a la filosofía, ha dado lugar a no pocas reflexiones desde que se publicó en 1810, la última de las cuales ha sido obra de John Gray, filósofo y politólogo británico del que la editorial Sexto Piso ha publicado El alma de las marionetas. Un breve estudio sobre la libertad del ser humano.

John Gray es profesor en la London School of Economics y colaborador habitual de The Guardian. En 1998 publicó el ensayo Falso amanecer. Los engaños del capitalismo global, libro que tuvo gran eco en los países anglosajones y al que siguió en 2003 Perros de paja, en el que se dedicó a desmontar los mitos “religiosos” del humanismo y el antropocentrismo, y en cuyas páginas describió a la humana como una especie voraz consagrada a devastar toda forma de vida natural. No menos influyente es su libro Misa negra, crítica de un concepto de progreso caracterizado por su autor como otro de los mitos que tiene su origen en las ideas apocalípticas de los primeros cristianos, que se perpetuó en la Edad Media y que, tras dar como resultado los totalitarismos del siglo XX, se manifiesta ahora en los principios que rigen los llamados “estados democráticos”, y en especial en la guerra contra el terrorismo y en la guerra de Irak.

El profesor de la Universidad Nacional de Colombia Luis Eduardo Hoyos escribió hace algunos años, cuestionando que el del atormentado Kleist fuera un “suicidio filosófico”, que si él se apropió de forma tan dramática de la filosofía kantiana, tendríamos que esperar que también hubiera sabido concluir de ella que “tiene que volver a nosotros la conciencia de la libertad”.* Cierto es que si una mente sensible puede interiorizar tan trágicamente el pensamiento kantiano, también puede reaccionar con vértigo y hasta con horror a la expectativa misma de la libertad, cosa que no hace más fácil la vida, a lo que Hoyos añade enseguida: “Pero la hace posible”. Esta posibilidad es el punto de partida del estudio de Gray, para quien a la inversa de como podría creerse apresuradamente la libertad realmente practicable no es la que llegará cuando dejemos de ser marionetas, sino la que, porque no somos marionetas, es posible de acuerdo con nuestra naturaleza. El que nos ocupa es un titiritero interior que habita nuestra propia conciencia, y que nos hace sentir la falta de libertad por medio de hilos que nos mueven y que son manejados por nuestra historia y nuestras ideas. Sin embargo, según Gray, “nada impide que podamos eludir las barreras que determinan nuestros actos en el mundo”.

Al repasar diversas concepciones de la libertad humana, desde la formulada por los gnósticos hasta la de los nuevos milenaristas, Gray concluye que estas propuestas “liberadoras” que en algún momento deberían dar lugar al comienzo de una nueva era de libertad humana y de plenitud no son en realidad sino las principales ataduras del hombre moderno. Es, pues, la lucha sin esperanza que nos lleva a depositar vanas ilusiones en el progreso del conocimiento intelectual y de la razón la fantasía que nos convierte en marionetas ignorantes de sus propios condicionantes inconscientes y biológicos, los cuales constituyen las líneas que demarcan la libertad posible, y con las que, en consecuencia, estamos obligados a convivir. El problema que nos plantea esta limitación de nuestro libre albedrío no es la limitación propiamente dicha, sino el hecho de que hayamos decidido desconocerla para poner todas nuestras expectativas en grandes construcciones intelectuales y en el progreso de las mismas. La frustración inherente a esas expectativas nunca cumplidas sería, según nuestro autor, la causa de la desmoralización y los miedos que aquejan al conjunto social, y el vivero de los fundamentalismos seculares en los que bebe el capitalismo a la deriva. Pues el ser humano, escribe Gray, “es el único de los animales que recurre a la violencia para sofocar el vacío interno”, vacío que tiene la propiedad de reducir al hombre a “una lucha contra la falta de sentido en su vida, y a matar y morir en aras de creencias sin sentido. En tiempos modernos”, añade, “el mayor de estos absurdos consiste en la idea de una nueva humanidad”.

Afirma nuestro autor que si los seres pensantes en que nos hemos convertido, tras probar el fruto del Árbol del Conocimiento, no somos capaces de aunar visiones divergentes, sí podemos, en cambio, volvernos conscientes de ellas y decidir qué hacer. A la sensación de hallarnos ante un impasse en nuestra capacidad para entender el mundo e intervenir en él, hay, según nuestro autor, que contraponer “orden en el caos que parece regir el progreso, y tal vez así demos inicio a la siguiente fase de transformación individual y colectiva”. En tal empeño conviene saber que las ideas no eliminan los obstáculos ni dan alas para sobrevolarlos, pero sí otorgan elementos que permiten anular su carácter de obstáculos. Porque no son volatineros ni seres ingrávidos, los hombres deben ser conscientes de lo infructuoso de su desafío a la gravedad, concluye Gray, porque, “al no pretender ya ascender a los cielos, quizá encuentren la libertad cayendo a tierra”.

Las propuestas contenidas en El alma de las marionetas conjugan originalidad y erudición, y, como el cuento de Kleist, terminan por componer una visión del mundo y de la humanidad que huye por igual de las grandes construcciones filosóficas y de la moderna biología escolástica que desde hace tiempo viene estableciendo los límites del análisis científico. Es un libro poético por el que desfilan Giacomo Leopardi, Stanislaw Lem, Mary Shelley, Edgar Allan Poe y Jorge Luis Borges, y, como libro poético, queda abierto a lecturas múltiples y a inesperadas sugerencias. Pues sucede que Gray, crítico tenaz de los mitos edificantes de la razón y el progreso humano, viene a ser un tardío y raro ejemplar de ese oscuro Romanticismo al que sucumbió Kleist. Lo que nos sugiere el autor es que aquello que escapó a la comprensión del poeta alemán, el hecho problemático de que lo singularmente humano es el conflicto interno, puede también ser fuente liberadora de autoconciencia y creatividad. O, como escribió Albert Camus: “que si hay un pecado contra la vida, tal vez este no consista tanto en la desesperación ante la vida que tenemos como en la esperanza de otra, y en eludir la grandeza implacable de esta vida”.
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* Ideas y valores, vol. LX, nº 146, Bogotá, 2011