domingo, 30 de enero de 2011

LECTURA POSIBLE / 16


EUROPA, IN MEMORIAM
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¿Qué ha sido de Europa, del sueño de Europa? Cuenta Curzio Malaparte, en su estremecedora novela autobiográfica Kaputt, una anécdota que le ocurrió en Zagreb en 1941, época en la que desempeñaba un ambiguo cargo, medio diplomático y medio periodístico, a las órdenes de Mussolini. Para entonces la vieja Croacia se había constituido irónicamente en “estado libre” al frente del cual se encontraba Ante Pavelić, líder del tristemente célebre partido Ustaša, que, para ahorrar trabajo a los más que atareados miembros de las SS y la Gestapo, se consagró a limpiar Croacia de comunistas, judíos, serbios y gitanos. Pavelić formaba parte de esa comunidad de dirigentes europeos para los que la conquista del poder era una especie de mandato divino ante el que cualquier escrúpulo de conciencia no era más que un obstáculo insignificante y por ello fácilmente soslayable, lo que a este hombre, responsable unos años antes del asesinato del rey de Yugoslavia Alejandro I, le confirió méritos más que suficientes para convertirse en aliado de Hitler y en cómplice de sus genocidios en el centro y el este de Europa. Malaparte es recibido por Pavelić en su despacho, parapetado tras un escritorio sobre el que hay una enorme cesta en la que aquél, a simple vista, cree observar un apetecible surtido de ostras, cosa de la que no habría que sorprenderse, pues un líder de Europa podía ser entonces, como ahora, ajeno a toda moral, pero no a los refinamientos culinarios. Terminada la entrevista, Malaparte no puede evitar interrogar al poglavnik de Croacia acerca del destino que aguarda al contenido de la cesta: “¿Son ostras de Dalmacia?”, a lo que Pavelić, con la mayor inocencia, responde: “Es un regalo de mis fieles ustaše, veinte kilos de ojos humanos”.

Malaparte, cuyas profundas y civilizadas raíces eran alemanas por el lado del padre y lombardas por las de la madre, y que en su juventud había sido uno de los fundadores del Partido Fascista, acabó convirtiéndose en un disidente, un perseguido y finalmente un preso político, en su calidad de testigo privilegiado del horror al que Europa había sido conducida por seres como Mussolini y como Pavelić. Y no estaría mal que algunos enfermos de desmemoria, tan predominantes hoy, dirigieran sus ojos, ahora que todavía están en su sitio, a las páginas de este Kaputt (Galaxia Gutenberg, 2009), un libro tan crudo como honesto que nos describe la Europa de los años 40, aquella Europa que estaba literalmente kaputt, es decir, aniquilada, acabada, rota, desprovista de todo espíritu o conciencia humana. Un libro que culmina con el regreso de Malaparte a Nápoles después de su excarcelación, pero un Nápoles arrasado por los bombardeos, una alucinante ciudad de escombros en la cual la condición humana ha regresado a un estado más allá de lo esperpéntico, un estado en el que los seres vivientes aparecen como jirones de carne deshilachada, zombis purulentos y deformes en cuyos ojos, llenos de odio y desesperación, se lee algo que es menos que animalesco, ya que hasta los animales, los perros famélicos y hambrientos, los caballos derrengados, moribundos, tienen una dignidad (los animales son como Cristo, dice Malaparte), un estado equiparable sólo a las escenas del infierno de Dante o a los Desastres goyescos de la guerra, escenas no muy diferentes de las que hoy vislumbramos, cómodamente, de los muy lejanos Afganistán o Irak.

¿Qué ha sido, pues, de Europa? ¿Quién sabe adónde ha ido el tiempo de Europa, de aquella antigua y envidiada Europa con la que soñaban los españoles de hace ya medio siglo, aquella región libre, moderna y psicodélica tan atractiva en nuestra ensotanada España en blanco y negro? Otro europeo como Malaparte, Stefan Zweig, escribió en su ensayo sobre Montaigne, su obra última y testamentaria escrita antes de dejarse tentar por el suicidio en la remota Petrópolis, en Brasil, que “sólo quien se mantiene libre frente a todo y contra todos aumenta y preserva la libertad del mundo” (El legado de Europa, El Acantilado, 2003). La Europa kaputt de la que escapó Zweig, la misma de Malaparte, era una Europa de fronteras, una Europa amurallada en la que fácilmente podían circular mercancías y capitales, pero no personas, y una Europa en la que los caprichos de los gobernantes arruinaban la vida de los individuos. La huida de esa Europa destrozada podía ser física, pero no moral, y fue esta carga inhumana la que derrotó a Zweig, como antes había derrotado a Walter Benjamin. Hoy, cuando los líderes de Europa se llaman Berlusconi, o Sarkozy, volvemos a estar rodeados de murallas que no son sólo físicas, sino sobre todo morales (ahora también en internet), y los grandes negocios financieros que se cierran con un apretón de manos en despachos de Nueva York o Londres ocasionan catástrofes cotidianas en las modestas y ridículas vidas de anónimos griegos, irlandeses, chinos, senegaleses y españoles, da igual, gentes sin importancia, como lo eran los judíos o gitanos de hace setenta años. Y es que Europa es una absurda e inútil burocracia y un dorado retiro para políticos a los que alguien debe agradecer los servicios prestados, un escenario de la codicia en el que los líderes privatizan, corrompen, desahucian, exigen mano de obra barata, la expulsan, prejubilan o incrementan la edad de jubilación, según su humor del momento y según las exigencias del Fondo Monetario Internacional, pero siempre con una sonrisa amable, cordial, fotogénica. Estos manipuladores del destino se guían por una superchería mayor aún que los delirios raciales hitlerianos: el mercado, ente imaginario tan frío e inhumano como el fascismo y heredero de éste. La Europa de Hitler no era, desde luego, la patria de Malaparte ni la de Zweig, ni tampoco lo es la de ahora, y se diría que el feliz sueño de una Europa armoniosa, libre y sin fronteras ha devenido en pesadilla postindustrial.
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La vieja Europa, que llegó a ser lo que es por medio de la mezcla y la integración, un mosaico de culturas y civilizaciones en el que tenían sitio eslavos, latinos, judíos, celtas, otomanos y un sinfín de pueblos, quisiera presentarse hoy al mundo, y en eso están sus dirigentes, como el último bastión inexpugnable frente al peligro amarillo y el Islam. Triste presente para una cultura que creció al impulso del mestizaje, y que resultaría incomprensible sin él. Así, apenas podemos sorprendernos de la añoranza que Joseph Roth manifestó por el Imperio Austrohúngaro, aquella monarquía multinacional y multirracial que ya en vida de Roth fue enterrada y olvidada para siempre en la Cripta de los Capuchinos (tema al que se refirió Zweig en la oración fúnebre que dedicó a su amigo Roth y que aparece en el libro citado). Hoy, al abrigo de la crisis, lo que en Europa no es blanco y cristiano está cada vez más condenado a la invisibilidad, a la marginación, y apenas puede dudarse que la siniestra Europa de los años 30 y 40 está más viva y saludable que aquella otra, animada y prodigiosa, que soñó con otros mundos posibles y con la playa que había bajo los adoquines de París en 1968. Por cierto que la España franquista acogió generosamente en su seno a aquel Pavelić caníbal, el cual vivió cómodamente bajo la protección de nuestro Ministerio de la Gobernación en Madrid, hasta su muerte en 1959. Baste esto para dar una idea del lugar del que venimos y de lo que en parte, pues el tiempo no cambia el mundo por sí solo, somos todavía.