jueves, 26 de septiembre de 2013

DISPARATES / 84

MANUEL VALLS Y LOS GITANOS. UNA RESPUESTA

El Ministro del Interior del gobierno socialista francés Manuel Valls, al que ya nos hemos referido aquí, merece para nosotros una atención singular en su calidad de líder de lo que parece ser la futura apuesta política de lo que queda de la socialdemocracia, en unos tiempos como estos en los que tal propuesta política intenta sobrevivir aun a costa de sacrificar los que fueron sus principios desde la postguerra europea. La siguiente carta abierta, que apareció ayer en algunos medios franceses, ha sido redactada a propósito de unas declaraciones del ministro efectuadas esta semana, las cuales son ilustrativas acerca de las intenciones, la naturaleza y la estrategia del ministro Valls y de quienes le postulan como candidato de su partido para las elecciones presidenciales de 2017.

Jean Ortiz, historiador y sindicalista francés, nació en Tarn en 1948, hijo de un republicano español. Es autor de diversos ensayos y en los últimos años se ha señalado por su apoyo a los intentos del juez Baltasar Garzón de investigar los crímenes del franquismo. Es además fundador del festival latinoamericano “CulturAmérica”, que se celebra en Pau desde 1992.

CARTA ABIERTA AL INSOPORTABLE MANUEL VALLS

Jean Ortiz

Señor Ministro:

…Le he escuchado en France Inter y luego en RMC, en el programa de Jean Jacques Bourdin.* Medio dormido, creí que escuchaba a un dirigente del Frente Nacional. Incluso me pareció por un momento, periodista biempensante, que era usted quien entrevistaba al ministro de izquierda J.J. Bourdin.

…Un poco de agua fresca como antaño por la mañana en los “campos de concentración” de Argelès, de Barcarès, donde fueron acogidos nuestros padres republicanos españoles, y he aquí que me termino de despertar.

…No, no soñaba. Se trataba del Ministro del Interior de Hollande, catalán naturalizado francés en 1982, y no de Albert Sarraut ni de Daladier, ministros de las alambradas “de izquierda” en los años 1930.

…Hay en Francia alrededor de 20.000 gitanos, sí, usted lo ha leído bien: “solamente” 20.000, pero si debemos creer al ministro de las “expulsiones forzosas” (denunciadas por Amnistía Internacional), ellos amenazan la seguridad de nuestro país, más que el paro, los ocho millones y medio de pobres, los costes devastadores de la acumulación de capital, “Francáfrica”,** los estafadores de cuello blanco, los vampiros del CAC 40,*** los especuladores bursátiles…

He aquí el peligro: los gitanos, los “ladrones de gallinas”, he aquí el nuevo chivo expiatorio estigmatizado para meter miedo a los plebeyos, para hacerles tragar la austeridad “de izquierda”, las traiciones, los reniegos de este gobierno “caniche de Estados Unidos”, un papel que no quieren ya ni los ingleses.

…Como no estamos en Estados Unidos, no podemos autorizar el uso de armas contra los gitanos… Pero hay palabras que son aún más temibles que las armas. Escuchemos al ministro “socialista” repetir una y otra vez: “Es ilusorio pensar que se resolverá el problema de los gitanos por medio de la inserción”. No hay necesidad por consiguiente de una “estrategia de integración”, como pide Viviane Reding, vicepresidenta de la Comisión Europea. “Los gitanos tienen vocación de regresar a Rumanía y Bulgaria”. Se abre la caja de Pandora. Los gitanos son sin duda un problema insoluble para nuestra civilización… “Una mayoría debe ser reconducida a la frontera” (M. Valls). ¿Es esta “libre circulación” la que garantizan los acuerdos y tratados europeos? Los gitanos, como es bien sabido, son refractarios a la “inserción”, al derecho a la salud, a la educación, a la vivienda… El ministro se jacta de haber desmantelado 242 “campamentos” desde el 1 de enero de 2013… 11.982 inmigrantes puestos en la calle y confrontados con una exclusión y una precariedad redobladas. Aquí, nada o muy poco se les ha ofrecido.

“Ser de izquierdas”, parafraseándole, señor, no es bailar el vals con Guéant y Hortefeux.**** No es ser el querido de la derecha por motivos arribistas. Es perseguir a los explotadores sin fe ni ley, a los que “se enriquecen durmiendo”, no a los pobres.

“Ser de izquierdas” es tener un corazón solidario, y no chapotear en las ciénagas podridas de las que se nutre el Frente Nacional. Es rechazar la “guerra de civilizaciones”; es preferir Jaurès a ese Clémenceau que usted tanto ama; es estar con la Comuna contra Thiers y Versalles; es considerar que el Otro, “el extranjero”, es un otro-yo-mismo, y que usted no existe sino por él.

Pero para comprender todo esto, Manolo, es preciso ser de izquierdas.

¿Qué pretende Manuel Valls? ¿Dar garantías a la extrema derecha para alcanzar el grado de presidenciable? A ese precio, usted se deshonra, y con usted el cargo que ocupa.
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* Jean Jacques Bourdin, popular periodista radiofónico, presentador, animador y estrella de un programa matinal de la emisora RMC.
** “Françafrique”, término que hace referencia a las relaciones de Francia con África, en especial con sus ex colonias.
*** El CAC 40 es el índice de referencia de la Bolsa francesa.
**** Claude Guéant y Brice Hortefeux, anteriores ministros del interior, ambos conservadores. El primero de ellos se ha visto envuelto en un grave caso de corrupción.
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FUENTE: LE GRAND SOIR

martes, 24 de septiembre de 2013

LECTURA POSIBLE / 117

MEMORIA DE UNOS OJOS PINTADOS, DE LLUÍS LLACH

Barcelona viene a ser una de esas ciudades con fortuna literaria a la que gran número de autores autóctonos o adoptados han hecho un hueco más que notable en las letras hispánicas, de lo que son testimonio diversas obras de Juan Goytisolo, Juan Marsé y Eduardo Mendoza, por citar sólo a unos pocos. Y no es extraño que sea así, si nos atenemos a la desbordante y trágica historia de una metrópoli que ha sido escenario de algunas de las esperanzas y de los conflictos más singulares de nuestro desdichado siglo XX.

A esta ya amplia nómina de autores se suma ahora Lluís Llach (Girona, 1948) con una necesaria novela que como el propio autor afirma escapa en su mayor parte a la ficción, pues contiene hechos reales que le han sido transmitidos por la tradición oral. Una tradición que en el caso que nos ocupa, y como suele ocurrir, ha sido salvaguardada por mujeres, dos, concretamente, cuyos nombres cumple consignar aquí en tanto que artífices, ellas también, de la historia que transmitieron al autor, ya en la juventud de éste, y a la que el mismo ha dado forma para ponerla a disposición del público lector: Presentació Sendra y Maria Grau.

Lluís Llach es suficientemente conocido como músico y compositor, habiendo pertenecido a esa dorada generación de cantautores cuyas obras pusieron banda sonora a la última oposición antifranquista, en los años de la así llamada “transición democrática”. Y conviene indicar enseguida que esta primera novela de Llach participa plenamente de esa mezcla de realidad y poesía que ya está presente en su música, y que aquí, como en aquélla, vuelve a orientarse sin complejos hacia la rebeldía y la denuncia, rebeldía solidaria con los vencidos, como aquel viejo Siset de L’estaca o como los Germinal y David de esta novela, y denuncia de una transición que dejó intactas no pocas cosas, en nombre como sabemos de una reconciliación tan cacareada como imaginaria.

El libro que nos presenta Llach, que fue publicado originariamente en catalán el año pasado, renuncia a sutilezas literarias a fin de ofrecernos honestamente, como el título sugiere, un trozo de memoria, la cual llega hasta nosotros por difíciles vericuetos para seducirnos con la sencillez y humanidad de sus personajes, cuyas trayectorias se exponen aquí sin adornos y de forma descarnada, a veces brutal, como corresponde a las vicisitudes que tuvieron que sufrir y al destino de los mismos. Esas vicisitudes se suceden en un marco histórico y geográfico que abarca desde la dictadura de Primo de Rivera hasta la de Franco, casi siempre en la Barceloneta, barrio obrero de la capital catalana en el que nacieron y compartieron infancia Germinal, David, Mireia y Joana, “la pandilla de los cuatro”, que se introdujeron en la vida bajo una barca varada en la playa, “La Sarita”. El itinerario de estos personajes está íntimamente unido al espacio, a esa Barceloneta sin la que el mar “nunca habría sido de la ciudad” y que se configura entre “la amplia libertad del mar y el denso trasiego del puerto”. Al ritmo que marcan sus erecciones y masturbaciones, el narrador nos va dejando pruebas del amor por ese territorio de su infancia y de la pobreza y la dignidad de sus habitantes, entre los que surgió uno de los focos anarquistas más señalados de la Barcelona de preguerra, sobre lo que hábilmente nos ilustra el autor. Enclave destacado en ese espacio era la Escuela del Mar, edificio de madera en el que se pusieron en práctica algunas de las tendencias más avanzadas en materia de educación, y que junto a la librería “El ocaso del capitalismo” constituyó una influencia decisiva en la formación de los protagonistas. Más tarde, en una situación muy diferente, igualmente cobrará relevancia otro edificio muy característico de la época y de la cultura catalana: el Instituto Pedro Mata de Reus, que ejercía entonces de institución psiquiátrica.

El trayecto vital de los personajes es parejo al de su Barceloneta, al de la ciudad, su país, e incluso al de Europa. Así, a la pujanza de los años juveniles sucederá una decrepitud prematura convocada por el fascismo y por la guerra, que trastocarán para siempre las vidas de los cuatro jóvenes. De esa época ingenua e inaugural, tan prometedora, queda el recuerdo de una sociedad que, en medio de las penurias materiales, ensalzaba por encima de todo la educación, el conocimiento y la cultura, de lo que es buen testimonio el encuentro del padre de Germinal con el poeta Salvat-Papasseit, “el poeta de los obreros” (algunos de cuyos poemas, dicho sea de paso, fueron puestos en música por el propio Llach), así como la disposición de los maestros de la escuela a facilitar los estudios del enfermo David. El carácter sereno de éste es contrapunto del de Germinal, y dejando a un lado lo que estas páginas tienen de valioso documento es posible que las mejores de ellas sean las dedicadas por el autor a la relación entre ambos, que acaban componiendo una tan densa como emocionante historia de amor. Una historia que recuerda a las de Jean Genet, quien en esos años se hallaba en la misma Barcelona de la novela, de cuya vida marginal y nocturna, también presente aquí, dejó constancia en su Diario del ladrón.

Pues ocurre que si es cierto que el libro, como se ha dicho, carece de sutilezas literarias, no lo es menos que aquí y allá aparecen pasajes cargados de ese lirismo que ya conocemos en la música de Llach, como por ejemplo en las páginas en que se relata la proclamación de la República, identificada ésta con una barca que aparece en la arena de la playa, traída “por los antiguos dioses de Grecia”, lo que obviamente evoca el viaje a Ítaca de un poema de Kavafis (también puesto en música por Llach). Igualmente notables son las páginas dedicadas a los bombardeos de la aviación italiana y a la Batalla del Ebro, en la que el protagonista y narrador participará en su calidad de miembro de la “quinta del biberón”, o todo el pasaje que, ya en la postguerra, transcurre en el sanatorio psiquiátrico adonde David ha sido enviado a causa de la enajenación causada en su sensibilidad por los acontecimientos vividos.

Esa sensibilidad que se ha visto truncada es la de David y es también la de un tiempo en el que “aún se creía en el ser humano como en un ente único, merecedor de una oportunidad ante el destino y alentador de generosidades magníficas”. Portadores de esa sensibilidad son aquéllos “en los que aún pervive el recuerdo de la solemne heroicidad de los marginados, la posibilidad de captar la imponente grandeza de los sin nombre”.

Documento excepcional de las ilusiones y los fracasos de una generación revolucionaria que a nosotros nos toca de cerca, este bello libro de Lluís Llach ha sido concebido como el monólogo que un representante de aquélla, ahora octogenario, dirige a un hombre joven, un director de cine preocupado por su carrera profesional y que se presenta ante aquél en la actitud de “pasar de todo y de que nada puede descolocarle”. Así, el monólogo del anciano Germinal, que se va despojando de las capas de pintura que le obligaba a llevar su profesión de travestido en el Paralelo, termina por ser la tentativa de tender un puente entre aquella generación que lo vivió todo (y más) y las actuales, tan necesitadas ellas de un norte hacia el que dirigir sus empeños.

Un norte del que es buena crónica la azarosa vida de Germinal y de su amado amigo, que constituye una lección de Historia y de la existencia de unos seres comunes enfrentados a los extremos, entre el amor y el odio, de una turbulenta época no tan lejana. Porque como dice uno de los personajes: “Pensar en cualquier futuro mejor sin tener que pasar por el trastorno de la lucha más arriesgada es un sueño que sólo se puede permitir un demente”.

martes, 10 de septiembre de 2013

LECTURA POSIBLE / 116

WILLA CATHER, UNA UTOPÍA AMERICANA

Willa Cather pertenece a la nómina de los autores que fuera de su propio país han sido reconocidos tardíamente, lo que tal vez obedezca a ese celo insular con que los norteamericanos protegen a sus creadores, a lo que habría que añadir el hecho de que Cather es una narradora de acontecimientos, personajes y lugares a los que a este lado del océano llamamos, con cierto reparo, “muy americanos”. Además, nuestra autora trató preferentemente temas del pasado, un pasado que se alejaba del presente sólo unas pocas décadas, suficientes en todo caso en un país joven y con escasa historia, por lo que su obra, a la vez que admirada, fue juzgada por la generación siguiente, la de Faulkner, Hemingway y Scott Fitzgerald, como ajena y fuera de la modernidad. Su recepción entre nosotros ha sido extraordinariamente lenta, y la mayor parte de su obra sólo se ha traducido al español en la última década. Se trata, puede decirse, de uno de esos felices descubrimientos retrospectivos que la literatura ofrece, todavía, al lector contemporáneo.

“Hay sólo dos o tres historias humanas, las cuales tienden a repetirse con la misma fiereza de la primera vez”, escribió Cather en uno de sus primeros libros, Pioneros, y ciertamente una parte considerable de su obra se atiene a tal afirmación. Son historias de una modesta y a la vez legendaria épica individual, las de hombres y mujeres, sobre todo mujeres, que se enfrentan a las duras condiciones de vida de la frontera del sudoeste, en la época en que una parte de ese territorio acababa de anexionarse a Estados Unidos tras la guerra con México en 1848. Así pues, sus protagonistas pertenecen a esa primera o segunda generación de inmigrantes, sobre todo eslavos, escandinavos y alemanes, que colonizaron las grandes praderas y que, procediendo de una Europa todavía semifeudal, encontraron en América un país en el que “no había que inclinarse ante nadie”, en el que podían trabajar su propia tierra y poner en práctica formas elementales de solidaridad y democracia. Suprimidos o apartados desde hacía tiempo los nativos americanos, las principales luchas de estas gentes debieron librarse contra la Naturaleza.

Por las páginas de los libros de Cather transitan los consabidos buscadores de oro y los hombres de negocios cuya suerte está unida a la del ferrocarril, pero tampoco faltan los intermediarios o usureros sin escrúpulos. Sin embargo, con diferencia, la mayoría son gentes sencillas del campo, llamadas muchas de ellas a permanecer en él de por vida y otras a conquistar el mundo con su talento. Nada de ello impide que la amplitud de registros de la autora le lleve a recrearse en la vida mundana de las grandes ciudades del Este, de lo que dejó constancia en algunos de sus relatos. Pues sucede que Cather conocía a la perfección el ámbito rural del Medio Oeste, en el que pasó su juventud, pero también la vida en Nueva York, donde se estableció con su compañera Edith Lewis, siendo ya una celebridad literaria, hasta su muerte.

Willa Cather había nacido en Virginia en 1873. Contando nueve años, su familia se trasladó a un rancho próximo a Red Cloud, población de Nebraska que tenía por entonces 2.500 habitantes. A la impresión que le produjo la llegada a ese “mar de trigo” se referiría años más tarde: “A medida que nos introducíamos en el paisaje me sentía como si estuviéramos llegando al final de todo: era como si se borrase la personalidad”. Y fue este cambio de ambiente, su transformación en hija de una familia de colonos en una tierra virtualmente virgen, lo que trastocó su historia personal y la nutrió con las experiencias que narraría tiempo después.

En el aislamiento de Red Cloud la muchacha recibió clases de un vecino, un tendero, y consiguió matricularse en la Universidad de Lincoln, en cuya revista no tardó en publicar sus primeros relatos. Durante su tercer año de universidad, Cather empieza a colaborar en el Nebraska State Journal, en el que tiene a su cargo la sección de crítica teatral. De esos años, en los que se forja como escritora y periodista, se conservan fotografías en las que se la ve, única mujer rodeada de hombres, con una expresión que denota sagacidad penetrante e irónica, la misma que pronto dio fama a sus artículos, temidos igualmente por los actores del teatro local y por sus profesores. Más tarde escribirá en otras publicaciones de Pittsburgh, ciudad de la que guardaría un amargo recuerdo, en la que pasó privaciones y en la que conoció a Isabelle McClung, con la que se embarcó, ya a principios del siglo XX, rumbo a Europa. En lo sucesivo viajaría a menudo, sobre todo a Francia. Es al regreso de este primer viaje cuando se instala en Nueva York, donde ejercería el periodismo y escribiría su obra.

No está de más extenderse con algo de detalle en la biografía de Cather, sobre todo en la de sus tiempos mozos, ya que ésta se asemeja a la de muchos de sus personajes. Entre estos hay dos que son el contrapunto el uno del otro y que, teniendo orígenes similares, muestran peripecias vitales opuestas. Además ambos se encuentran en dos de las mejores novelas de nuestra autora. Uno es Thea Kronborg, protagonista de El canto de la alondra, de 1915, y el otro la Ántonia de Mi Ántonia, que publicó tres años después.

La historia de El canto de la alondra (Pre-Textos, 2001) está inspirada en la vida real de Olive Fremstad, sueca emigrada con su familia a Estados Unidos que, tras un tiempo en el que llevó la vida de los colonos en el Oeste, acabó convirtiéndose en una diva de la ópera con gran éxito en el Metropolitan de Nueva York. En dicha novela aparece la descripción de un personaje femenino que es común a casi todos los de la autora: “Era una muchacha hermosa y obstinada, una fuerza rebelde y violenta en una sociedad provinciana. Su forma libre de expresarse, sus ideas europeas y su proclividad a defender causas nuevas, aun aquellas que conocía mal, la convirtieron en blanco de recelos”. En sus orígenes, la existencia de Thea está ligada a las de sus vecinos en el medio rural, las vidas de los pioneros en el campo, depositarios todos ellos, a causa de sus diversas procedencias y sus diferentes maneras de interpretar el mundo, de una rica tradición oral. El relato, como si se tratara de una novela de formación, avanza a través del aprendizaje de Thea, joven que ha nacido con un don natural y que se rebela contra la estrechez de miras y los limitados horizontes de su entorno. Cuando huye del terruño en dirección a Denver, lo hace sobrecogida por sentimientos contrarios, en especial referidos al paisaje y a la familia que deja atrás. Pero esa huida, medita el personaje, estaba inscrita en el orden de las cosas y había soñado con ella desde la temprana infancia: “Se había marchado para luchar, y se iba para siempre”.

Toda la novela es el relato de un camino hacia la emancipación personal, como alguien le dice hacia el final de la misma: “Has entrado en posesión de tu personalidad”. Sin embargo, también aquí, como sucede con otros personajes de Cather que consiguen escapar al ambiente provinciano y alcanzan el éxito, la autora hace que la protagonista acabe interrogándose acerca del sentido de éste: pues “se había pasado la vida apresurándose y chisporroteando, como si hubiera nacido con retraso”. Y es que el triunfo social requiere sacrificios, entre ellos el de la renuncia a aquel humilde terruño de la infancia y a sus habitantes, que ahora aparecen embellecidos en la distancia.

No menos inolvidable y humana es la protagonista de Mi Ántonia (Alba, 2012), nacida en Bohemia y cuya familia, siendo ella niña, se establece en un lugar perdido de Nebraska. Esta novela magistral incorpora, al relato de la vida de la protagonista, un hallazgo que ilustra el modo del proceder literario de su autora. Y es que toda la historia de Ántonia la conocemos a través del manuscrito que ha redactado James Burden, su amigo de la infancia y enamorado incondicional. Desde el punto de vista de éste nos acercamos a la vida de miseria material y a los anhelos de la muchacha, que al contrario que Thea Kronborg tendrá que abandonar los estudios para ayudar a su familia. Tras una vida de trabajos, partos y crianza de los hijos, el abogado Burden narra su regreso a Nebraska para encontrarse por última vez con Ántonia, cuya “llama interior, pese a todo, no se había extinguido”. Porque sucede que la mujer suscita los recuerdos del narrador no sólo por lo que ella ha hecho (a su manera, también un triunfo), o por sus sentimientos de siempre hacia ella, sino por lo que Ántonia encarna: “el país, las condiciones de vida, la aventura de nuestra infancia”. El libro, como otros de Cather, contiene una bellísima descripción de la frontera del Oeste en la que no faltan los héroes de leyenda (Jesse James), ni las idas y venidas por ese territorio que “no era un país, sino el material del que están hechos los países”, y en el que “la hierba es la tierra, como el agua es el mar”.

El narrador no olvida establecer diferencias entre las chicas del campo y de la ciudad, diferencias de las que aquéllas salen favorecidas, pues no en balde “las que ayudaron a roturar las tierras salvajes aprendieron mucho de la vida, de la pobreza, de sus madres y abuelas; todas se habían espabilado prematuramente, igual que Ántonia, al tener que cambiar su viejo país por otro nuevo a una edad temprana”. Lo que viene a añadir un componente sociológico, y moral, a esta novela que es la crónica de la vida de los pioneros, a la vez que una hermosa historia de amor.

La extensa obra de Willa Cather, en la que difícilmente se encontrará una sola página desprovista de interés, no se limita, como queda dicho, a narrar la vida de la población multiétnica de la frontera, por mucho que la mayoría de sus personajes procedan de ella. Así sucede en Uno de los nuestros (Nórdica, 2013), con la que obtuvo el Premio Pulitzer en 1922. Aquí se trata de la aventura de Claude Wheeler, quien, descontento con su destino, aspirará como las heroínas femeninas de la autora a escapar del terruño, cosa que logrará alistándose en el ejército que partirá a Francia para combatir en la Gran Guerra. Y lejos del Oeste van a parar las protagonistas de dos excelentes nouvelles de Cather: Una dama extraviada y Mi enemigo mortal (Alba, 2012), que se publicaron respectivamente en 1923 y 1926, en las que se trata del declive del Oeste americano, con sus luchas y su sencilla moral, y del auge de nuevos valores, en torno todos ellos al dinero. Así estos libros constituyen también la crónica del desvanecimiento de un mundo en el que los cambios se sucedían aprisa y que hoy alimenta todavía la leyenda y la nostalgia de una utopía americana, tan cargada de sueños como de humanidad.

martes, 3 de septiembre de 2013

LECTURA POSIBLE / 115

JEAN ROLIN, VAGABUNDO DE NUESTRO SIGLO

La muy adulterada noción de “compromiso intelectual” ha asumido tradicionalmente entre los novelistas un rasgo tan fácil de expresar como difícil de llevar a la práctica: el de hablar, de manera crítica, de su presente. Tarea ésta que se complica cuando dicho presente, como ocurre con el nuestro, se halla inmerso en pleno proceso de cambio, un cambio que es global, que afecta a la economía, la política, la guerra y la cultura y que está lejos de llegar a su fin. A la pregunta que se formula todo escritor serio de cómo expresar literariamente los signos inequívocos de la época, a la de cómo atrapar lo que es característico de ella, sin incurrir en el uso de técnicas ya agotadas (como acaso sucede con el realismo social), y a la vez sin proferir tan enérgicos como vacíos discursos que mañana habrán quedado más que superados por la realidad, a todo ello Jean Rolin responde con una original propuesta cargada de ironía, de transparencia y lucidez. Lo que no tiene poco mérito.

Jean Rolin nació en Boulogne-Billancourt en 1949, el mismo municipio (ya es causalidad) en el que Patrick Modiano había venido al mundo cuatro años antes. Y quizá esta broma del destino explique cierto aire de familia que puede apreciarse entre estos autores, hijos ambos de una ciudad provinciana que ha sido engullida por París y que hoy forma parte de lo que con mucho acierto se llama una Communauté d’agglomération, la cual tiene más de aglomeración que de comunidad y que no deja de ser un caso aparte, un lugar en el que los cosmopolitas parisinos no son ni una cosa ni otra, y proclive a convertir a éstos en espectadores siempre situados a cierta distancia, o bien en vagabundos y apátridas.

El oficio periodístico, durante casi medio siglo, ha llevado a Rolin a recorrer el mundo, vagabundeos de los que ha vuelto cargado con cerca de una veintena de obras, entre libros de viajes, nouvelles y novelas propiamente dichas, que le han convertido en una de las voces más interesantes y personales de la literatura francesa. Por una de dichas obras, La ligne de front, que describe un viaje por seis países del África austral, recibió en 1988 el Premio Albert Londres; por otra, L'Organisation, una de sus escasas obras ambientadas en París y que narra el turbulento final de la década de los ’60 desde la perspectiva que le ofrecía su militancia en la Izquierda Proletaria, de la que su hermano Olivier (también escritor) dirigía su brazo armado, el Médicis en 1996. A lo anterior hay que añadir que el viaje ya figuraba desde la infancia en el horizonte de nuestro autor, en su calidad de hijo de un médico militar a medio camino entre la Bretaña de su abuela y el Congo, donde vio colmada su apetencia de lo que le falta a todo hijo del interior: el mar.

De Rolin ha aparecido hace unas semanas su última novela, Ormuz (P.O.L, 2013), que fue presentada ayer en París. Por el estrecho de tal nombre, entre el Golfo Pérsico y el de Omán, circula como es sabido una parte importante del petróleo y el gas que nutren a la economía global, lo que le convierte en destacado enclave geoestratégico y en causa de permanentes conflictos diplomáticos y de la no menos permanente inquietud internacional. Regularmente Irán amenaza con bloquear el estrecho, mientras los buques de guerra de la Armada de Estados Unidos navegan por la zona. Ormuz es uno de los lugares en los que se ventilan el presente y el futuro del mundo, lo que explica que nada de lo que sucede en esta franja de agua de sesenta y tres kilómetros, que en su parte más estrecha separa cuarenta kilómetros una orilla de otra, sea insignificante. Y es aquí donde aparece Wax, personaje de contornos difusos, con nombre de marca de detergente, mitómano y descentrado, que se propone cruzar el estrecho de Ormuz a nado, acto inútil y desprovisto de todo simbolismo, pero que tiene la virtud de poner en movimiento la burocracia y la desconfianza de las autoridades de las orillas persa y árabe, así como de otros poderes tan oscuros e interesados en la gesta de Wax como desconocidos.

El asunto es muy propio de la narrativa de Rolin, en la que abundan los personajes descentrados que se embarcan en causas peregrinas y cuyas motivaciones reales nos resultan del todo incomprensibles. El mismo Wax, como otros personajes de nuestro autor, parece extraído de la llamada cultura pop, y en su aparente y quijotesca ingenuidad no queda claro si es consciente de la proporción de su empeño y de los obstáculos que saldrán a su camino, los cuales está convencido de poder sortear con la ayuda del narrador. Él es, a fin de cuentas, quien cruza el estrecho y vaga por tierra con la intención de establecer contactos y recopilar información político-militar, la cual, una vez transmitida a Wax, será entendida a su manera, totalmente tergiversada y aleatoria, por éste. Y de todas formas, cuando más disparatado e improbable se nos antoja su proyecto, el héroe se lanzará a consumarlo.

A la espera de la próxima traducción de Ormuz, tres son por ahora los libros de Rolin disponibles en castellano: La cerca (Sexto Piso, 2012), Cristianos y El rapto de Britney Spears (Libros del Asteroide, 2011 y 2012). Tres libros que abarcan un período creativo de casi una década, desde 2002 hasta 2011, y que constituyen por tanto una muestra representativa de la producción más reciente del autor francés.

El primero de ellos, cuyo título original es La Clôture, viene a ser, como L'Organisation, de los pocos de su autor que se desarrollan en su ciudad natal. El título hace alusión a una cerca, en efecto, pero también a una calle del mismo nombre del distrito 19 de París, en el noroeste. A diferencia de lo que sucede con Ormuz, aquí apenas hay argumento, y la narración más bien podría pasar por una especie de reportaje periodístico del París (y de nuestra civilización) postindustrial. El narrador, del que no sabemos mucho, está también él decidido a acometer un proyecto de gran dimensión y por lo demás confuso, consistente en establecer alguna clase de relación entre la caída en desgracia y posterior muerte del mariscal Ney, general napoleónico, y el bulevar parisino al que actualmente da nombre, y que constituye uno de los así llamados boulevards périphériques de la capital de Francia (a los que también Modiano, dicho sea paso, dedicó una de sus novelas más conocidas).

Estos bulevares y los descampados, callejuelas y demás territorios urbanos comprendidos entre ellos son el ámbito en el que el narrador realiza su trabajo de cronista, para lo que debe describir minuciosamente, al estilo de Georges Perec, tanto su geografía como su población humana. Una geografía descalabrada y una población mayormente de inmigrantes y de vagabundos, así como de prostitutas y toxicómanos. El puterío internacional, sobre todo africano y europeo del Este o “albanés”, forma parte inseparable de la configuración del paisaje, así como las viviendas ruinosas, los vertederos y los taludes alambrados de la vía férrea, todo ello iluminado a distancia por los grandes rótulos publicitarios de las transnacionales. En este entorno que evoca una distopía “del día después” la frialdad y la objetividad del relato despiertan en el lector sentimientos encontrados, desde el humor de los cuadros picarescos que representan a personajes como el indigente Gérard Cerbère hasta el horror apocalíptico propio de una historia de ciencia ficción. Que la narración se sitúe explícitamente en el año 2000, con su cambio de siglo y de milenio, contribuye a suscitar la idea de que nos hallamos ante los estertores del mundo conocido y los inicios de otro, de no muy buen aspecto. Escenas como las descritas por Rolin eran no hace mucho “tercermundistas”, pero hoy pueden encontrarse, en efecto, en cualquiera de las grandes metrópolis de Occidente: pues se trata de una guerra, nos sugiere el autor, a la que le ha llegado su Waterloo, episodio éste último que el narrador recrea imaginariamente sin salir de este territorio contemporáneo, ahogado por la cerca que constituyen los inexpugnables bulevares de la periferia de un desastrado París.

Un año posterior es Cristianos, relato de un viaje a los territorios palestinos en vísperas de la guerra de Irak. En la producción de Rolin este título es de los que más se asemejan propiamente a un libro de viajes, si bien aquí el grupo humano que se estudia, con la misma atención antropológica que en La cerca, es el de la población cristiana de la región, de la que muy poco suelen hablar los mass media y que sin embargo sufre en carne propia los rigores del conflicto. A fin de ilustrar la vida cotidiana de esta comunidad, Rolin se remonta a los lejanos orígenes de su historia, en su calidad de descendientes de los primeros cristianos. Olvidados hoy y constreñidos por el fundamentalismo islámico, por una parte, y la ocupación israelí, por otra, muchos de ellos lideraron el siglo pasado un movimiento nacionalista árabe de corte laico y progresista, y, como también sucedió durante las Cruzadas, en la actualidad han vuelto a ponerse del lado de los árabes contra el ocupante extranjero. El libro incluye el testimonio de diversos personajes cuya presencia en la región adquiere una naturaleza épica, conscientes pese a todo de ser hoy el residuo de una comunidad una vez floreciente y cuya supervivencia, cada día, es más dudosa.

El rapto de Britney Spears se publicó en su idioma original en 2011. En este libro, que es de los que más fama ha dado a su autor, el camaleónico Rolin se traslada a Los Ángeles para mostrarnos otra de las facetas de nuestro cruel y enloquecido mundo. Y es que la cantante Britney Spears ha recibido amenazas de secuestro de una presunta célula islamista, oscuro asunto que deberá investigar un despistado detective francés, el cual tendrá que enfrentarse a su absoluto desconocimiento del mundo de los famosos y a la voluble red de transportes públicos de la ciudad. Por el camino, el agente traba relación con diversos paparazzi y otra gente de la farándula, y se familiariza con la vida de lujo y esplendor que las estrellas llevan entre Sunset Boulevard, Malibú Beach y Rodeo Drive. Los hechos son narrados en la distancia, en el tiempo y sobre todo en el espacio, ya que el detective se encuentra ahora en Tayikistán, en la frontera china. Con estos materiales que oscilan entre la parodia, lo pop y lo kitsch, el lenguaje de la televisión e incluso el del cómic, Rolin consigue componer un retrato que es ante todo una sátira social de la que está excluida de antemano toda ambición psicológica, y que incide, nuevamente con acierto, en sus métodos para estudiar grupos humanos, grupos extremos que quizá, en su conjunto, representan lo más fielmente que es posible hoy en la literatura la globalizada, desigual y absurda realidad de nuestro tiempo.

Confiesa el autor que para la realización de estos libros, incluso cuando se encuentra “en el terreno”, se sirve ante todo de planos detallados sobre los que imagina las andanzas de sus personajes. Pues sucede que la existencia del hombre está indisolublemente unida a la geografía. En eso consiste, finalmente, la obra de Jean Rolin: una intensa y original cartografía humana.