viernes, 22 de octubre de 2010

LECTURA POSIBLE /13


SATIE, EL MAMÍFERO

Cuesta imaginar en esta turbia época lo que pudo ser el ambiente de libre creación, y de asilvestrado florecimiento de novedades, que fue la vanguardia. Hace un siglo de ello, y sin embargo nos sigue fascinando la modernidad, la audacia y la libertad que, proyectadas en todas direcciones, coincidieron en ese período por lo demás breve, período de delicada inocencia infantil que sufrió ya un revés al tropezarse con la perversidad adulta de la Gran Guerra, y que pereció completamente con la llegada de los bárbaros al poder, pocos años después. Hoy el arte y lo que de utópico hay en los colgajos e hilachas de las ideologías sigue alimentándose de ese tiempo en el que Matisse y Vlaminck descubrieron el arte africano, Debussy el gamelán de Java y Bali, y en el que la exuberancia de nuevas formas en la expresión artística requirió improvisar un nuevo léxico del que todavía nos servimos: expresionismo, fauvismo, surrealismo. Y, no obstante, seguimos sin comprender muy bien qué fue la vanguardia, más allá del hecho de que fue favorecida por un cúmulo de avances tecnológicos (la fotografía, el cine, el automóvil), coetáneos de los que se operaron en otros ámbitos de la ciencia (el psicoanálisis), y por unos años en los que la atormentada Europa gozó de paz y de cierta prosperidad económica. Posiblemente, si hay alguien que ilustre por sí mismo, por su vida y obra, lo que fue la vanguardia, ese alguien sea Erik Satie.

Erik, con k, ya que este músico y poeta que nació “muy joven” en Honfleur siempre se sintió orgulloso de su ascendencia vikinga y de su terruño, al que dedicó una de sus primeras composiciones juveniles, Ma Normandie. Pero decir de él que fue sólo músico y poeta es empobrecer de entrada la imagen, pálida de todas formas, que hoy podemos tener de Satie, de quien Man Ray dijo que fue “el único músico con ojos”, que además tuvo a bien inventar “la música de mobiliario”, concebida para que nadie la escuchara, y que desplegó en toda su actividad un humorismo plenamente original, desconocido antes y después de él en el ámbito que mayormente frecuentó, el de la música significativamente llamada “seria”.

Si hay que entender a Satie, y a la vanguardia, es preciso leer este comentario hecho por él acerca de su paso juvenil por el Conservatorio: “De niño entré en vuestras clases; mi espíritu estaba tan tierno que no supisteis entenderlo; y a pesar de mi extrema juventud y mi deliciosa agilidad, con vuestra ininteligencia me hicisteis detestar el grosero arte que enseñáis. Por vuestra dureza inexplicable, me hicisteis despreciaros hace tiempo”. Curiosamente, a la edad de cuarenta años, y casi veinte después de concluir su tortura académica, este hombre que para entonces ya era un compositor reconocido, al que sus colegas recriminaban no haber ampliado su formación, se inscribe en la Schola Cantorum para seguir las clases de contrapunto de Albert Roussel y las de orquestación de Vincent D’Indy: “Estaba harto de oírme reprochar una ignorancia que yo creía tener, en efecto, puesto que las personas competentes la señalaban en mis obras… Heme aquí, en 1908, con un documento que me concede el título de contrapuntista. Mi primera obra de este género es un coral y fuga a cuatro manos. Me han insultado mucho en mi pobre vida, pero nunca fui tan despreciado como ahora. ¿Qué he ido a hacer con D’Indy? ¡Antes había escrito unas cosas de un encanto tan profundo! Y ahora…, ¡qué lata!, ¡qué pesadez!”

El academicismo, el adscribirse a un movimiento repelía a Satie y de hecho, si se piensa bien, a la propia vanguardia, la cual no fue otra cosa que una suma de talentos individuales a la que los críticos de turno (tan mediocres ellos, tan devotos del orden) pusieron nombres. ¿Qué tienen en común Picasso, Braque o Gris, todos ellos amigos de Satie, salvo el hecho de que fueron afectados por deslumbramientos comunes y más o menos fugaces, los cuales dejaron en cada uno un poso único y a veces irreconocible? Y sin embargo hasta el propio Satie, el más reacio a todo tipo de escuelas o movimientos, se convirtió sin quererlo en el cabecilla honorífico de uno de ellos. En efecto, el Grupo de los Nuevos Jóvenes se forma en 1917 en torno a la persona de Satie, que había sido demandado judicialmente por un crítico musical que asisitó al estreno de su ballet Parade. “Señor, no es usted más que un culo, pero un culo sin música”, fue la respuesta del compositor a los aspavientos del crítico. Al grupo pertenecen Auric, Durey, Honegger y Tailleferre, pero Satie permanecerá en él menos de dos años, lo que hará que el grupo se disperse (más tarde sus colegas volverían a reunirse, y esta vez junto a Darius Milhaud y Francis Poulenc formarían el Grupo de los Seis).

Lo mejor que nos ha dejado Satie son sus composiciones para piano, que tanta influencia tuvieron sobre Ravel y por las que hoy se le recuerda. A veces el Arte que merece ser escrito así, con mayúscula, muestra una juguetona dependencia del azar, lo que ocurre en este caso, pues es posible que tales obras no se llegaran a escribir si Satie no hubiera conocido al pianista catalán Ricardo Viñes. Éste estaba considerado como el mejor intérprete de música moderna (entiéndase por moderno lo escrito por Debussy y lo que vino tras él). A Viñes dedica gran número de piezas breves que escapan a toda catalogación clásica, y que son producto de los años que Satie pasó tocando el piano en los cabarets y cafés de Montmartre. Las indicaciones que anota en estas obras, y que deberían guiar al intérprete, son por un lado una buena demostración del personal humorismo de Satie, y por otro del grado de complicidad que le unía a Viñes: “casi invisible”, “como un ruiseñor con dolor de muelas”, “con un profundo olvido del presente”, “con dos manos”, “con la cabeza”, “permanezca (poco) justo delante de usted”, etc. Con el tiempo estas partituras fueron cuidadosamente editadas por Satie, no ya sólo con indicaciones del mismo estilo, sino incluso con verdaderos poemas que, en el caso de Sports & Divertissements, fueron ilustrados con viñetas del dibujante y grabador Charles Martin:
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El Columpio

Es mi corazón el que así se columpia.
No le da vértigo.
Qué pequeños son sus pies.
¿Querrá volver a mi pecho?

Satie solía llevar encima un cuadernito en el que hacía anotaciones, algunas de las cuales eran publicadas más tarde en las revistas parisinas. Estas anotaciones aparecían siempre bajo el título de Cuadernos de un mamífero, y una recopilación de las mismas fue editada hace algunos años por Ornella Volta, directora de la Fundación Erik Satie (edición en castellano: Acantilado, 2006).

Siempre es saludable volver a Satie, no sólo a su música, sino también a su humor, que a veces también es triste, y a su literatura. Pero sobre todo a su música, la cual, por el carácter absolutamente independiente (o lo que es lo mismo: vanguardista) de su autor, parece venir siempre de más allá de la música, un lugar en el que las obras musicales tienen forma de pera y se tocan subiéndose el intérprete sobre sus dedos, o sin salirse de su sombra: “Sea usted decente, haga el favor. Un mono le mira”.

viernes, 1 de octubre de 2010

DISPARATES / 15


ECUADOR: DÍA 1

Hace poco hablaba aquí del bicentenario del fin de la dominación española que ahora se cumple en América del Sur. Al contrario que la naturaleza, la Historia nunca (tampoco en estos dos siglos) ha sido generosa con aquella región, de lo que ayer tuvimos un triste e inquietante recordatorio con motivo del golpe de estado contra el gobierno constitucional de Rafael Correa. Este joven economista pertenece a la nueva generación de líderes americanos decidida a pasar página, tarea de gran dificultad para la que él, como sus colegas en el continente, dispone de dos instrumentos que se caracterizan por la ambigüedad de su eficiencia en la vida práctica, en las circunstancias en que ésta, en América, puede desarrollarse: una elevada conciencia ética y social y el apoyo popular. Pues tales cosas, en efecto, pueden poseer tanta fuerza hoy como debilidad mañana, siempre en función de otros factores externos, económicos, geoestratégicos e incluso climáticos, que (estos sí) suelen expresarse con la mayor contundencia, arrasando por igual ideas bienintencionadas, proyectos de estado, movimientos sociales y ciudades enteras, como tantas veces hemos visto. En sus años de gobierno, el presidente Correa ha puesto en marcha la llamada Revolución Ciudadana, que ha permitido a Ecuador, país asolado por la miseria y la emigración, avanzar en el camino de la justicia social y en el cumplimiento de los objetivos del milenio, concebidos por la ONU como meta universal para 2015.
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Nada de lo que sucede en América del Sur puede entenderse sin la influencia de dos realidades que han actuado en la región sin descanso durante estos doscientos años: las oligarquías locales y los poderes (económicos, políticos y militares) asentados en Washington. Y tampoco lo sucedido ayer en Ecuador tiene explicación plausible fuera de ese contexto.
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No está de más recordar que estas oligarquías son herencia de la dominación española y del mestizaje de las distintas oleadas de colonos, bien entre sí o bien con sectores privilegiados de las poblaciones nativas. La burguesía criolla, tras la independencia, se encontró con la propiedad exclusiva de los inmensos latifundios en los que se plantaba caña de azúcar o café, productos destinados a la exportación que devengaban gigantescos beneficios para los terratenientes, mientras que las clases humildes que trabajaban en dichos campos permanecían en un estado no muy distinto a la esclavitud. Hoy es común que estas oligarquías, formadas por un puñado de familias, posean más del ochenta por ciento de la riqueza nacional de sus países, además de la mayor parte de las escasas empresas productivas y de los medios de comunicación. Por supuesto, estas minorías han perpetuado sus privilegios durante dos siglos gracias a su extraordinaria capacidad para desarrollar métodos de todo tipo a fin de conservar, intacto, su poder político; métodos mafiosos y camaleónicos en muchos casos, propios de quienes consideran que su propiedad de los gobiernos, como de las tierras, es indiscutible. De ahí que los oligarcas vivan de hecho en un país aparte creado para el uso y disfrute exclusivo de ellos mismos. Esta burguesía carece por completo de identidad nacional, a diferencia de lo que ocurre con la burguesía europea, y por ello no ve necesario contribuir de ninguna manera al progreso del resto de la población, a la que no se siente unida por afinidad alguna. Física, cultural, moral, política y económicamente, esta burguesía vive aislada e instalada en una realidad a años luz de la realidad que podrían conocer, si quisieran, a pocos kilómetros de sus barrios residenciales, de sus yates y campos de golf. Incluso la programación de sus canales de televisión está repleta de periodistas, contertulios y actores de telenovela inmaculadamente blancos y de aspecto anglosajón, lo que resulta como mínimo exótico en países conocidos por su mestizaje y su abundante población indígena. Y es que las oligarquías sudamericanas, además de transnacionales, son profundamente racistas, hasta un punto que resulta difícil comprender para un espíritu europeo.
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En la última década han surgido en América del Sur diversos movimientos populares que, tras cuestionar seriamente ese estado de cosas, han cometido la temeridad imperdonable de tomar el poder, y de hacerlo de forma pacífica y democrática, lo que en principio deja poco margen de actuación a los amos de siempre, inhabituados a estar en la oposición y a perder elecciones. En principio.
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Tampoco la derecha de Estados Unidos se siente cómoda con esta nueva situación en su patio trasero. El demonio es hoy un personaje al que no es posible presentar como tal: un economista ecuatoriano o un sindicalista brasileño, a los que además hay que poner buena cara. Estos líderes no sólo promueven cambios en sus países, sino que también proyectan poner fin a la tradición según la cual dichos países deben existir enemistados y de espaldas entre sí, y esto mediante el sencillo pero nunca ejercido procedimiento de la integración y la cooperación mutuas. Como no deja de denunciar la derecha norteamericana, los Bush, padre e hijo, han tenido demasiado abandonada durante sus respectivas administraciones esta región tan próxima a su frontera y que posee los mayores recursos naturales de todo el planeta, contra cuyos gobiernos progresistas no se ha hecho otra guerra que la mediática, constante y enardecida, eso sí, pero sólo mediática. Numerosos artículos en diferentes e influyentes medios como el Washington Post señalan, desde el principio mismo de la presidencia de Obama, el error estratégico que han supuesto las diferentes aventuras militares emprendidas durante esos años a miles de kilómetros, estando Sudamérica como está tan a mano. Ya no basta con mantener un constante acoso mediático contra los gobiernos legítimos y díscolos de América, y urgiría, por tanto, volver toda la atención sobre esta parte del continente, a fin de poner en ella el orden necesario. La presión de la derecha norteamericana, ligada como es sabido a grandes intereses financieros, petroleros e industriales, y cómplice desde antiguo de las oligarquías locales, ha empezado a dar sus frutos, primero en Honduras, y ahora también en Ecuador. Pues Obama necesita hacer ciertas concesiones para poder sacar adelante su propio proyecto de reformas, en especial en la sanidad. De esta forma el golpe de estado contra el presidente Zelaya, y ahora contra Correa, se convierten en meros episodios de la política interior estadounidense. Pero la derecha norteamericana está lejos de sentirse satisfecha.
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Ayer, mientras el presidente Correa se hallaba secuestrado por los rebeldes de los cuerpos de seguridad del estado, la cadena CNN en español afirmó que lo sucedido en Ecuador constituía un “golpe de estado constitucional”, engendro semántico que se empleó por primera vez para justificar el golpe de estado en Honduras. Unas horas después, a la vista de que el golpe había fracasado, la misma cadena cambió el tono y afirmó que lo ocurrido era una pura escenificación, y que Correa se había dado un golpe a sí mismo. No dudo que la CNN tiene en su nómina a buen número de guionistas de Hollywood a los que hacen pasar por periodistas, los cuales (tampoco lo dudo) tienen un talento exuberante, que lo mismo les permite justificar constitucionalmente un golpe de estado que atribuir minutos después a un presidente inclinaciones masoquistas.
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Hoy, al día siguiente del golpe, casi toda la prensa española sigue obedientemente la línea marcada por CNN, y entre otras falsedades y medias verdades (como es habitual en ella) sugiere alguna intención dudosa en el presidente Correa y, de paso, justifica en parte las acciones violentas de los sublevados, supuestamente perjudicados por una Ley del Servicio Público de la que ningún redactor español ha leído no ya el contenido, sino ni siquiera el título. En general, los medios españoles, como muchos internacionales, han impuesto la creencia de que todo lo sucedido fue la obra improvisada de unos pocos policías furiosos y chapuceros, lo que no concuerda muy bien con ciertos hechos conocidos por otras fuentes: que ayer los cuerpos de seguridad tomaron todos los aeropuertos de Ecuador, que esta mañana permanecían cerrados; que cortaron los accesos a la ciudad de Guayaquil; que tomaron las instalaciones de comunicación vía satélite; que hicieron caer de sus servidores las páginas web de los medios públicos de información y que tomaron violentamente el edificio de la cadena nacional EcuaTV. Acciones todas ellas que no parecen propias de un grupo de exaltados movidos por una reivindicación laboral, sino más bien de un mando bien preparado y coordinado y con ambiciosos propósitos, mando que, en el momento presente, permanece en la sombra.
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Doscientos años no es nada, podría decirse parafraseando a Gardel. Cierto: no es nada si se piensa en lo poco que se ha avanzado en ese tiempo, pero muchísimo si reflexionamos acerca de los hábitos, vicios y perversiones que han arraigado en el mismo período. El oligarca de América del Sur, al tener hoy un ligero atisbo o vislumbrar lejanamente los resultados de las transformaciones sociales que se viven en su país: lucha contra el analfabetismo y la desnutrición, acceso de jóvenes de clases humildes a la Universidad, sanidad pública y gratuita, vivienda digna, ocupaciones de tierras ociosas, instauración de derechos civiles (válidos también para los más excluidos de siempre: mujeres e indígenas); al ver todo esto y compararlo con el estado del mundo en otro tiempo, el oligarca escondido en su pequeño y viejo país artificial, protegido por muros, alambradas y cámaras de seguridad, debe sentir, digo yo, que algo se conmueve dentro de él, como esos íntimos movimientos del alma que se experimentan al comprender que la vida seguirá después de nosotros; y no puede dejar de pensar que “mi país se hunde”. Y tiene razón.