martes, 26 de mayo de 2015

LECTURA POSIBLE / 182

JACQUES OFFENBACH Y EL PARÍS DE SU TIEMPO, DE SIEGFRIED KRACAUER

Parece haber, por lo menos, tres formas de crítica, cada una de las cuales, salvadas las correspondientes distancias, puede aplicarse a objetos diversos. La primera es la más realista, ya que se atiene a lo que está meramente en el campo visual del crítico y es mensurable por su ojo. Es la segunda la del que cree advertir formas que se le presentan como reflejo de algo que el crítico querría demostrar. Y otra forma, la última, es la de quien se aviene a ser explorador del asunto que trate, ejerciendo simultáneamente el papel de intermediario entre aquél y el receptor de la crítica: el público, la sociedad, el porvenir. Éste último modo es el que interesaba a Baudelaire, y también a Walter Benjamin, quien se convirtió en su intérprete. No muy lejos de ellos transitaba otro crítico, menos conocido, de la multifacética y esquiva modernidad: Siegfried Kracauer.

La crítica debe ser apasionada y creativa, como comprendió Baudelaire, si bien él se refería sólo a la crítica de arte y a la literaria. ¿Sólo a ellas? Los textos críticos de Baudelaire, aun referidos a variopintos creadores de su época, tienen unidad, también cuando se refieren a artistas y literatos sobre los que ha caído posteriormente un justo olvido. Esa unidad es la del lugar desde el que el autor de Las flores del mal observa su tiempo, el cual es transitorio, fugitivo, contingente: es la modernidad. Pues Baudelaire, como un pintor de la vida moderna, es semejante al “hombre de la multitud” de Poe, el cual se encuentra en medio de la muchedumbre urbana devorado “por la curiosidad, que se ha convertido en una pasión fatal, irresistible”.

A través de la crítica, Baudelaire reclamó del arte la responsabilidad de capturar la experiencia del hombre moderno, y ello a fin de poner bajo examen su tiempo. Cuando Benjamin quiso indagar en la modernidad de la República de Weimar observó que ésta se hallaba lejos de ser un hecho consumado y que era más bien un proceso, uno que carecía de precedentes conocidos y que auguraba ruinas. Su tiempo no era propicio a grandes sistemas filosóficos ni a análisis totalizadores de la realidad, y así su obra adquirió una forma dispersa en la que el filósofo aparecía aquí y allá en textos casi periodísticos, en recuerdos fragmentarios de la infancia, en charlas redactadas para la radio. Desvelar la modernidad, sirviéndose de instrumentos que procedían de ella misma, equivalía a buscar sus fuentes, que encontró en el París de Baudelaire. Otro tanto hizo Siegfried Kracauer, quien interrogó a Alemania a través del cine y la fotografía, y que igualmente acudió en busca de los orígenes de lo moderno al París del Segundo Imperio, donde él se encontró con un compositor de operetas.

No hace mucho Zygmunt Bauman se ha referido a Kracauer como “un pensador dotado de una asombrosa capacidad para describir los contornos apenas visibles e inexpresados de las tendencias que prefiguraban un futuro aún desdibujado”. Al hablar así, Bauman lo está haciendo también de sí mismo. Mediante el análisis de algunos fenómenos que otros desdeñaban, Kracauer logró crear una de las visiones más completas y profundas de esa República de Weimar que llevaba en sí todos los gérmenes posibles, incluidos los de su propia destrucción. Dichos gérmenes, que hoy sabemos que son resistentes al paso del tiempo, otorgaron una primacía inesperada a una rama de las ciencias sociales que en el período de entreguerras pasó a ser la ciencia moderna por naturaleza, de la que quienes desde hace un siglo aspiran a conocer su tiempo son deudores: la sociología.

Cogiendo el rábano por las hojas, Kracauer habló de la gestación del nazismo en dos libros, uno, ya se ha dicho, referido al cine y titulado De Caligari a Hitler; y otro, Los empleados, que tenía por protagonista a los discretamente encantadores miembros de la clase media. En estos libros el autor de Frankfurt hizo la sociología empírica de unos años que hoy nos fascinan y en los que apreciamos signos antagónicos que perviven en los nuestros. Corresponsal en Berlín del Frankfurter Zeitung, amigo y mentor de Theodor Adorno, la urgencia del trabajo periodístico, la de la crónica cultural y la del desciframiento de fenómenos nuevos que eran producto de la pujanza de una sociedad industrial y de masas le llevaron a orientarse hacia contextos tan dispares como la novela de detectives o la danza, todo ello a fin de captar el sentido, o el sinsentido, de la vida contemporánea.

Si resulta sencillo comprender por qué su amigo Benjamin se encaminó hacia el París del Segundo Imperio, capital de Europa, en busca de lo moderno, tal vez no lo sea tanto que la pesquisa de nuestro autor fuera a culminar en ese pequeño judío, compositor de música bufonesca y popular, que era Jacques Offenbach. Aquel París sobre el que reinaba un emperador de opereta se había consagrado a la especulación inmobiliaria y a disparatadas aventuras financieras, y como si de golpe sus pobladores, tras la revolución y las guerras de conquista, se hubieran encontrado ociosos y necesitados de llenar sus horas sobrantes, construyeron teatros, restaurantes, cafés, salones y burdeles. Las mercancías de los comercios que proliferaban en los lúgubres pasajes parisinos conquistaron los bulevares, señoreándose de nuevos y gigantescos edificios de hierro y constituyéndose en el acto en lujosa utopía burguesa. Los logros de la técnica se exhibían en las exposiciones universales junto a los últimos productos de las artes plásticas. Masas de parisinos y de gentes venidas de la provincia se acercaban a estos grandes almacenes para ver “lo moderno”, aunque ni en sueños pudieran comprarlo. Además, era de temer que la frenética actividad no durara mucho, y en consecuencia era preciso que todo y todos pudieran corromperse.

Los novelistas parisinos de entonces, segundones la mayoría, andaban en otros asuntos, y tuvo que darse la paradoja de que fuese la pluma de un provinciano, Flaubert, la que se acercara a la gran urbe para narrar la vacuidad de la juventud y los amores de Frédéric Moreau por madame Arnoux en La educación sentimental. Sin embargo, quizá la literatura que era viable en esos años no bastara para dar cuenta de la época, la cual requería un formato y un género tan absurdos como ella misma. La opereta es sátira, y en las que escribió Offenbach la sátira no falta. Allí está todo, todo el París moderno expuesto en su frivolidad y su descomposición. El mismo género ya apunta hacia una literatura del futuro que contendrá como en un totum revolutum los rasgos de una sociedad, incluidas (alegremente) sus vergüenzas. Berlin Alexanderplatz, la novela de Alfred Döblin que es contemporánea de los primeros trabajos de Kracauer, tendrá aires de opereta en la que se han colado oportunamente el lenguaje de la calle, la sociología y hasta la mística. Cuando Fassbinder adaptó esta novela para la televisión puso en su banda sonora música de opereta (Giuditta, de Franz Lehár).

Además de a Kracauer, era poco menos que inevitable que el género, y su mayor cultivador en la escena francesa, sedujeran también al gran satírico y fustigador, desde Viena, de la conciencia germánica. Horrorizado por las producciones que la compañía de Max Reinhardt hizo de las operetas de Offenbach, que según él desfiguraban la intención del autor, Karl Kraus escribió que, pese a todo, “el genio de Offenbach consigue hechizar incluso el presente más actual con su época, accesible al entendimiento y palpable con los sentidos”. Vida parisina era la opereta favorita de Kraus. Ambientada en el mismo año de su estreno, el mago Offenbach había realizado en ella la mayor de sus farsas mágicas, “pues”, según escribió, “mucho más milagroso que convertir a dioses y héroes, a reyes de naipes y a príncipes de cuentos en seres humanos, era transformar precisamente a éstos en marionetas”. Y continúan las alabanzas de Kraus: “En esa obra, en donde la opereta se parodia a sí misma y también a la ópera, la locura de la vida más actual se manifiesta de forma concisa. Esa abreviación del tiempo y del espacio, esa coherencia de lo irracional, esa transformación del hecho objetivo de la vida en pasmoso milagro sólo podían conseguirse mediante una embriaguez musical que es sin duda la más fascinante que se haya desatado nunca sobre un escenario”. Frases semejantes no las dedicó a nadie más el demoledor crítico de La Antorcha.

La opereta mencionada se desarrolla en el vestíbulo de llegadas de una estación de tren parisina. Los forasteros se apean de los vagones y se lanzan “al torbellino, al torbellino”, mientras maridos suecos expresan de inmediato sus deseos y un millonario brasileño arroja sus joyas y su dinero a las putas que lo aguardan. La vida resulta tan improbable como lo es realmente. En otra opereta de Offenbach, La gran duquesa de Gérolstein, la protagonista, destinada a casarse con un príncipe un poco lelo, se siente triste, y para consolarla su padre organiza una guerra. Al pasar revista a los soldados, la duquesa se enamora de uno de ellos, al que no tardará en nombrar comandante en jefe. Enviado a conquistar al enemigo, el ex soldado se sirve de una artillería de trescientas mil botellas de vino. A resultas del bombardeo, completamente borracho, el enemigo se rinde. Sin embargo, el comandante preferirá a otra. Y en Orfeo en los infiernos nos encontramos con Orfeo y su esposa, Eurídice. Ambos se odian. Ella decide irse al infierno con un guapo pretendiente, un pastor, el cual resulta ser Plutón. El marido queda tan feliz, pero la Opinión Pública le obliga a ir en busca de su esposa. Llegado al cielo para pedir explicaciones, descubre que los dioses se aburren mortalmente, y se van todos al infierno a celebrar una fiesta que concluye con el famoso cancán.

Kracauer escribió Jacques Offenbach y el París de su tiempo en su exilio parisino. La biografía de Offenbach se torna aquí biografía de París, y a la inversa. Aquel tiempo que se envolvía en la aparente trivialidad del cancán estaba atravesado en realidad por graves conflictos sociales y culturales de los que, aparte de Offenbach, apenas dieron cuenta otros artistas, literatos o pensadores, y que se materializarían en 1871 en la Comuna. La pompa, el fraude y la corrupción de los poderosos convivía con una clase media formada por empleados y dependientas, los mismos que protagonizaron otro de los libros de nuestro autor, gentes que no se identificaban con las luchas del proletariado industrial y que se refugiaban en los locales de diversión que Kracauer llama “asilos para desamparados”. El autor describe las costumbres de los parisinos y, sin perder de vista la revolucionaria sátira de Offenbach, elabora una completa psicología social de la época. Resulta asombroso que este ameno y a la vez profundo libro nunca se hubiera traducido al castellano. Imperdonable descuido que ha reparado la editorial Capitán Swing, a la que, ya puestos, podrían reclamarse los restantes títulos de Kracauer, tan inencontrables entre nosotros como lo era hasta hace poco el que aquí se comenta. Pues la obra de Kracauer es una de esas piezas indispensables para componer el rompecabezas de nuestra modernidad. Como crítico que se aventuró en estos territorios vírgenes, tiene hoy para nosotros el carácter de pionero, de anticipador.

sábado, 23 de mayo de 2015

DISPARATES / 135

REFLEXIÓN


martes, 19 de mayo de 2015

LECTURA POSIBLE / 181

MYRIAM BENRAAD Y ZAHIA RAHMANI: DOS MIRADAS AL MUNDO ÁRABE

El pasado 6 de mayo se entregó en Abu Dabi el premio internacional de novela “Booker 2015”, que se considera el más importante en el ámbito de la narrativa árabe y este año llegaba a su octava edición. El premio, que tiene fama de imprevisible y en ediciones anteriores ha recaído con frecuencia sobre autores jóvenes y desconocidos, está dotado con cincuenta mil dólares y con la traducción de la novela ganadora al inglés, habiéndolo recibido esta vez Ettaliani (El italiano), de Chokri Mabkhout, según falló un jurado cuyo presidente era el poeta palestino Mourid Barghouti. 

Dicha novela es la primera del tunecino Mabkhout, quien es rector de la Universidad de la Manouba y tiene una larga trayectoria como traductor y crítico literario. Curiosamente, cuando la editorial Dar Al Tanweer publicó Ettaliani el año pasado, la novela fue inmediatamente prohibida en los Emiratos Árabes, dándose la circunstancia de que es el Ministerio de Turismo y Cultura de ese país el que financia el premio “Booker”. El día siguiente a la concesión del mismo el responsable de la distribuidora Zain Al Ma’ani declaró a Gulf News que el libro no estaba oficialmente prohibido, pero que su lanzamiento “se había retrasado un poquito, eso es todo”. Ejemplares de la novela, que entretanto ha obtenido el premio literario más prestigioso de Túnez, estuvieron a la venta durante unas horas en Emiratos Árabes hace dos semanas, durante la feria del libro, agotándose rápidamente.

Ettaliani está ambientada en la reciente y tumultuosa historia tunecina, una historia de medio siglo que ha sido dominado por dos dictaduras: la de Bourgiba (1957-1987) y la de Ben Ali (1987-2011), lo que sirve al autor no sólo para dirigir una mirada crítica a su propio país, sino también para mostrar los antecedentes, en toda la región, de la Primavera Árabe. Fueron los acontecimientos que ésta suscitó en Túnez, y el consiguiente derrocamiento de Ben Ali, los que inspiraron al autor, el cual ha afirmado que su país, “en un corto período de tiempo, experimentó el equivalente a muchos años de increíble confusión y cambios”. Mabkhout, que es columnista en uno de los principales periódicos de su país, se persuadió de que la reflexión acerca de dichos cambios reclamaba un tratamiento que excedía al que permiten los artículos en la prensa. De ahí, según ha escrito, la necesidad de esta primera novela, en la que “he intentado comprender las contradicciones, los conflictos y las vacilaciones” que hoy presiden Túnez y los países de Oriente Medio.

Justamente la presentación en febrero pasado, en Casablanca, de las seis novelas finalistas del “Booker 2015” vino a ser un inquietante muestrario de los problemas que aquejan al mundo árabe: la represión, la censura, la violencia y el exilio, junto a una crisis económica que en esos países resulta ser permanente y que es causa de profundas, y ahora crecientes, desigualdades sociales. Según se afirmó entonces, a ello hay que añadir el profundo desconocimiento y la falta de sensibilidad en Occidente hacia la realidad de esos países. A paliar ambos contribuyen dos libros recientemente aparecidos en Francia: una novedad, el ensayo Irak, la revanche de l’histoire, de Myriam Benraad; y una novela ya conocida, Musulman, de Zahia Rahmani.

La joven Myriam Benraad es doctora en Ciencias Políticas del Institut d'Études Politiques de París e investigadora especializada en Irak y el mundo árabe. Irak, la revanche de l’histoire. De l’occupation étrangère à l’Etat islamique (Vendémiaire, 2015) es el tercero de sus libros dedicados a ese país, al que han precedido L’Irak (2010) e Irak, de Babylone à l’État islamique. Idées reçues sur une nation complexe (2015). Benraad ha escrito que “tras haber conocido una intensa vida socio-política y cultural, el Irak moderno ha sufrido una serie de rupturas violentas. País de particularismos identitarios, sociológicos y geográficos, Irak experimenta hoy una dificultad real para entrever su futuro”. En estos libros, su autora ha intentado hacer un balance de la situación y mostrar los desafíos a los que se enfrenta el país.

Hoy el Estado Islámico, o Da’ech, aparece en los medios de comunicación occidentales como el enemigo absoluto, el cual multiplica sus ataques y actos de barbarie, lo que sitúa a Oriente Medio en un escenario caracterizado en exclusiva por la sangre y el fuego. En la raíz de este estado de guerra y de caos en el que se hundió la población civil no se encuentra sólo la intervención de Estados Unidos en 2003, intervención que se dirigió contra los sunitas, acusados de apoyar al régimen de Saddam Hussein, parias en el juego político iraquí, y que ha dejado un campo de ruinas. De ello también es causa el reparto de Oriente Medio por la potencias coloniales británica y francesa después de la Gran Guerra y el desmembramiento del Imperio Otomano. Entonces se crearon de la nada unas fronteras nacionales que obedecían a los intereses coloniales, pero no a la realidad histórica. El libro de Benraad hace hincapié en la necesidad de tener presentes estos orígenes, similares a los del resto de estados que componen la región, para comprender su situación actual.

El libro, pues, no trata directamente del Estado Islámico, sino del contexto nacional que llevó a su aparición. Teniendo como referente cercano la intervención estadounidense, definida por el desconocimiento del país y por la naturaleza sesgada de una transición que favorecía a los chiítas y los kurdos del exterior, Benraad se centra principalmente en los acontecimientos de los últimos doce años. La cuestionable alianza de los ocupantes estadounidenses con los chiítas originó un proceso de depuración, arbitrario y con frecuencia violento, en contra de los sunitas, olvidando que muchos de éstos últimos formaban parte desde hacía tiempo de la oposición a Saddam Hussein. La liquidación del partido del régimen, la “desbaathificación”, según Benraad, fue descontrolada y ocasionó un aumento del desempleo, de la inseguridad y de la exclusión social. Fueron estos sunitas discriminados y perseguidos quienes iniciaron la insurgencia contra el ocupante extranjero, apoyándose tanto en el Islam como en un nacionalismo diferente al panarabista reivindicado por Al Qaeda, de hecho un nacionalismo estrictamente iraquí.

Desde finales de 2003, coincidiendo con el levantamiento de la ciudad de Faluya, el movimiento adquiere una fuerte dimensión islamista, que pasaría a ser hegemónica unos años más tarde. En 2006 las represalias dirigidas a los chiítas, acusados de traidores y colaboracionistas, adquieren abiertamente la forma de una guerra civil. Estos insurgentes fundaron entonces el Estado Islámico, en contra de las pretensiones de Al Qaeda. Finalmente, tras la salida de las tropas de ocupación y las elecciones de 2010, en las que salieron victoriosos los chiítas, se impuso un régimen autoritario liderado por Nouri al-Maliki, quien instó a los sunitas a aceptar una solución federalista.

La autora describe el contexto de corrupción, bandolerismo y desplazamientos forzosos de población en el que tuvieron lugar estos hechos, como producto del declive de un estado que hoy está muy lejos de vislumbrar su restablecimiento. Entretanto el islamismo contagió a muchos países de la región, sin perjuicio de que el nacionalismo iraquí comenzara a organizar a yihadistas sunitas a fin de contrarrestar lo que ellos consideran una “media luna chiíta” formada por Irán, Siria y Hezbollah. De la lectura del libro de Benraad, sin embargo, se deduce que nada de esto era inevitable, para lo que suministra los ejemplos de matrimonios mixtos de sunitas y chiítas durante el siglo pasado, así como los intentos, muy sólidos entre los años cincuenta y setenta, de crear una conciencia social, en las clases populares, que superara las rivalidades étnicas y religiosas. A la luz de esto, también puede interpretarse el estado de cosas actual, entre otras causas, como un producto en el mundo árabe del colapso del socialismo a nivel global.

De Zahia Rahmani, escritora de origen argelino, es la novela Musulman, que tras publicarse en 2005 (Sabine Wespieser Éditeur) ha vuelto a aparecer en edición de bolsillo hace unas semanas. Junto a su familia, la autora se trasladó a Francia siendo niña, habiendo cursado estudios de Literatura e Historia. Tras recibir una beca, marchó a Nueva York para trabajar con el galerista y marchante de arte Leo Castelli, y a su regreso colaboró en diversos proyectos sobre las prácticas artísticas en la era de la globalización. Es autora de Moze, finalista del premio Femina (2003), y de France, récit d’une enfance (2006). Su texto Le Harki comme spectre ou l’Ecriture du déterrement sirvió de aportación al volumen colectivo Retours du colonial? Disculpation et réhabilitation de l’histoire coloniale, que fue coordinado por Catherine Coquio y se publicó en 2008.

Resulta oportuno detenerse en este libro que fue concebido por Coquio, directora de la Asociación Internacional de Investigación sobre Crímenes contra la Humanidad y Genocidios, en respuesta a la tendencia manifestada en algunos países a revisar su pasado colonial. Según esta tendencia, acontecimientos como la guerra de Argelia y la masacre de Sétif han dejado de ser un problema para la memoria colectiva. En Francia se votó en 2005 una ley, finalmente derogada, que pretendía obligar a los profesores de historia a “enseñar positivamente la presencia francesa en las colonias y los territorios de ultramar”. Notoria muestra de esta revisión de la Historia fue el discurso dirigido a los estudiantes por el ex presidente Nicolas Sarkozy en la Universidad de Dakar en julio de 2007, donde anunció: “Jóvenes de África, no estoy aquí para hablar de arrepentimiento”. La actual reivindicación del colonialismo es un objetivo político de gran magnitud en el nuevo orden mundial, apoyado en un sector no desdeñable de la población y de los intelectuales. Ello da lugar al texto de Rahmani incluido en el libro, en el que relata una experiencia personal, embrión de su novela, ya mencionada, Moze. Se pone aquí en escena a un “harki” (argelino enrolado en la causa francesa durante la guerra de Argelia), representado por el propio padre de la autora. El relato señala el carácter insostenible de un grupo social minoritario que lucha por servir a una comunidad, la colonial, que no lo reconoce en términos de igualdad, sino como parte de una comunidad a la que pertenece como colonizado. El padre de la autora se suicidó en 1991. Y Rahmani concluye: “Hoy el ‘harki’ buscaría, ante todo, el olvido”.

Musulman trata de la identidad y la memoria. La narradora, encerrada en un cobertizo de zinc, aislada en un campamento a causa de su origen musulmán, se interroga acerca de sus muchos intentos de escapar a ese destino, desde que en su infancia rompió con la lengua materna. Todavía en Argelia la protagonista abandonó en efecto el bereber, “lengua tejida con la materia de los cuentos de hadas”, para adoptar junto a un amigo el francés. Su compañero de infortunio volverá más tarde a la lengua de su madre, y a la complejidad de sus orígenes. Procedente de una cultura minoritaria dentro del Islam, ya en Francia, la niña devenida en adulta se enfrenta a una nueva violencia: la negación de una diversidad que es ahogada bajo la figura genérica del árabe. Acorralada, en soledad, ella intenta la huida mediante el estudio. Pero la convulsión islámica que agita el mundo vuelve a alcanzarla.

El libro de Rahmani prosigue el relato del exilio de su padre, pero desplazando el centro de atención hacia las consecuencias, hacia su hija, es decir, hacia ella misma: “Y Francia, que de este enredo era la causa, no pudo rechazarme. He sido llevada allá por culpa de mi padre. De Argelia fuimos desterrados por sus hermanos. Desterrados sin nombre, soldados superfluos de los ejércitos coloniales, traidores en nuestra patria”. La novela, mezcla de prosa, poesía y escritura dramática, es testimonio del mandato dirigido a los nacidos de padres musulmanes de adherirse a una identidad predeterminada y dibujar así el contorno de una ulterior figura de paria: el musulmán. Este texto potente e inspirado, buena muestra del alto nivel actual de la literatura sobre tema árabe en lengua francesa, contiene, en el concentrado ascetismo de la experiencia narrada en sus páginas, no pocas de las claves que hoy serían necesarias en Occidente para comprender el mundo árabe. Como ha escrito Cristina Boidard Boisson,* se hace aquí “una llamada a la escritura, a una escritura incisiva y dolorosa que, por sí misma, permite tomar parte por la libertad y se constituye en la mejor arma contra el silencio y la barbarie de los hombres”.
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* Cristina Boidard Boisson, Reseña de ‘Musulmán’, Francofonía, nº 14, 2005. pp. 221-224.

martes, 12 de mayo de 2015

DISPARATES / 134

ORSON WELLES: NUEVOS LIBROS Y NUEVA PELÍCULA

La presente edición del Festival de Cannes conmemorará en los próximos días los cien años del nacimiento de Orson Welles con diversos actos, entre ellos la proyección de nuevas versiones restauradas de Ciudadano Kane y La dama de Shanghai, a lo que se añaden dos estrenos, los documentales Orson Welles, autopsie d'une légende, de Elisabeth Kapnist, y This Is Orson Welles, de Clara y Julia Kuperberg. Estos cien años del director americano se han recordado además en todo el mundo con la publicación de multitud de libros y con el reciente anuncio del rescate, montaje, y posible estreno este mismo 2015 de la que parece ser su última película, por ahora: The other side of the wind, acerca de la cual, y como anticipo, acaba de aparecer en Estados Unidos un interesante libro del periodista Josh Karp. Junto a este volumen que nos acerca al tramo final de la vida de Welles, otro libro aparecido estos días, también en Estados Unidos y del que es autor el guionista A. Brad Schwartz, nos revela abundante información acerca de un juvenil Welles consagrado a la histeria radiofónica.

Posiblemente el centenario de Welles que ahora se celebra pueda servir igualmente para desmontar algunas de las mistificaciones acerca del personaje, hombre que ya fue leyenda en vida y que tuvo el gusto de ocultar su persona bajo una tan arrolladora como contradictoria ficción. De ésta, de la ficción, dan cuenta sus trabajos para el teatro, la radio y el cine, así como gran número de proyectos que quedaron inconclusos y de los que alguno podría aún revivir en el futuro, junto a una cantidad ingente de materiales desperdigados en la obra de otros. Precisamente es quizá esta misma abundancia de información la que, a treinta años de su muerte, nos impide saber con certeza quién era Orson Welles.

En 1938 este joven venido de provincias (de Wisconsin) era una bella voz viril y aterciopelada, familiar para los oyentes que los domingos por la noche sintonizaban en Nueva York la CBS o alguna de sus emisoras asociadas. A falta de televisión, eran los años en que estaba de moda el radio drama, cuyo no pequeño reto consistía en adaptar algún clásico de la literatura, lo que significaba ajustarlo a una emisión de escuetamente una hora. Por el radioteatro de la CBS, que no era de los más populares y carecía de soporte publicitario, desfilaron el conde de Montecristo y Drácula, entre muchos otros. Esforzados artífices de estas emisiones en vivo eran los actores del Mercury Theatre on the Air y no pocos guionistas que adquirieron por este medio una experiencia y un dominio del arte de la concisión que les serviría más tarde para dar el salto a Hollywood. En el radioteatro de la CBS ya había interpretado el joven Welles algunos papeles, entre ellos el de narrador en la obra de Archibald Macleish The Fall of the City, una alegoría sobre el ascenso del fascismo que también contó en su reparto con Burgess Meredith. Para el 30 de octubre de ese año se programó la adaptación radiofónica de la novela de H.G. Wells La guerra de los mundos, sobre un guión de Howard E. Koch.

A Welles, director del programa, se le ocurrió que la historia podía adoptar la forma de un imaginario boletín informativo, siguiendo la pauta que ya se había ensayado el año anterior en The Fall of the City y apenas un mes antes en Julio César. La idea no entusiasmó a Koch, quien la víspera del ensayo telefoneó al productor John Houseman, “profundamente angustiado”, según éste, para comunicarle que una invasión marciana de New Jersey transmitida en directo por radio era inverosímil. El propio Houseman se unió al guionista y juntos trabajaron toda la noche, pudiendo presentarse en los estudios al amanecer con un borrador. A última hora de la tarde se hizo el ensayo, que fue grabado en acetato, sin música ni efectos de sonido, pero Welles, que ya estaba trabajando en el radioteatro de la semana siguiente, La muerte de Danton, lo encontró aburrido. Según él, le faltaban “el sentido de la urgencia y la emoción”.

Las vicisitudes por las que pasó el guión en los dos días siguientes fueron las comunes en este género de producciones, sometidas, ellas sí, a la urgencia y la emoción propias de la radio. Cuando el sábado se hizo el ensayo general, nadie quedó satisfecho. A primera hora de la tarde del domingo se presentó el director musical con su orquesta: se trataba de un tal Bernard Herrmann, quien a la vuelta de unos años iba a tener algo que decir en la historia del cine. El productor Houseman escribió: “Fue a partir de cierta hora, alrededor de las dos, cuando la cosa empezó a tomar forma bajo la mano de Orson, y una extraña fiebre, en parte travesura infantil, en parte celo profesional, se apoderó del estudio”.

Al angustiado guionista Howard E. Koch tampoco le iba a ir mal, y unos años más tarde escribiría Casablanca. Por lo demás, la gestación del radioteatro La guerra de los mundos reúne ya todos los rasgos que iban a ser propios del Welles cineasta: la inventiva, la improvisación y una no desdeñable facultad para arrastrar a sus cómplices hacia travesuras increíbles, las cuales debían ser tomadas muy seriamente. Esta modesta emisión de radio que ha hecho correr ríos de tinta incorpora además un carácter mítico que es inseparable de la huella personal de Welles, con el significativo añadido de que gran parte, si no la totalidad, de lo que constituye dicho mito es falso.

En contra de lo que se ha dicho y escrito con frecuencia, no hubo ningún pánico en las calles de Nueva York durante la emisión del programa, entre otras cosas porque el radioteatro de la CBS tenía una escasísima audiencia. Si algunos periódicos, en efecto, crearon la fábula de una ciudad sumida en el terror de una invasión extraterrestre fue porque vieron en aquella emisión la excusa para dirigir una campaña de desprestigio contra la radio. Ocurría que desde la Depresión el relativamente nuevo medio se había convertido en un serio competidor que concentraba cada vez mayores ingresos por publicidad, dañando gravemente a la industria de la prensa escrita. De lo que se trataba, pues, era de desacreditar a la radio como fuente de noticias. Del supuesto pánico aireado por la prensa lo único que pudo demostrarse fue que en Grover’s Mill alguien disparó su escopeta de perdigones contra un depósito de agua, al que confundió con un marciano. La demanda de una oyente que alegó que el programa le había producido una “conmoción nerviosa” fue desestimada. Y otro oyente de Massachusetts declaró que había gastado el dinero que ahorraba para comprarse unos zapatos en un billete de tren que le permitiera escapar de los marcianos. Welles se apresuró a comprarle un par de zapatos.

La versión de la CBS de La guerra de los mundos sirvió para mostrar el poder de los medios de comunicación y para advertir de los peligros de la tecnología. Pero también tuvo otras consecuencias prácticas: la publicidad gratuita de la que se favoreció el programa permitió a éste recibir el patrocinio de las sopas Campbell, por lo que pasó a llamarse “The Campbell Playhouse”. Lo más notable fue que Welles se hizo célebre de la noche a la mañana. Muchos años después, en 1994, el guión fue subastado por Christie. A su comprador, Steven Spielberg, le costó sólo 20.000 dólares, una nadería en comparación con los beneficios que obtuvo de su versión de La guerra de los mundos en 2005.

El libro de A. Brad Schwartz Broadcast Hysteria, que ha publicado la editorial Hill and Wang, muestra cómo la emisión radiofónica de aquella víspera de Haloween desató la histeria, no de las masas, sino de la prensa escrita, en un contexto histórico caracterizado por la crisis económica, el ascenso del fascismo y el temor a la guerra. Schwartz ha tenido acceso a la colección de cartas y telegramas que los radioyentes enviaron a Welles en los días siguientes a la emisión del programa, colección que hoy se conserva en la Universidad de Michigan, y si no ha encontrado excesivos signos de pánico o histeria, sí ha podido desarrollar en cambio un estudio de psicología social referido a los fenómenos virales tan comunes hoy en nuestra civilización electrónica.

Tras sufrir las penurias y restricciones del medio radiofónico, la llegada a Hollywood supuso para Welles el descubrimiento de una industria de recursos casi ilimitados. Ello no impidió que existiera entre ambas partes, incluso mientras él dirigía sus obras maestras y hacía ganar a los estudios grandes cantidades de dinero, una desconfianza que por distintas razones, no sólo políticas, sino también relativas a los métodos de trabajo, acabaron dando con Welles en el exilio. Durante su estancia en Europa, en los años sesenta, hallándose fuera del circuito y casi siempre escaso de financiación, Welles se aventuró en numerosos proyectos sin tener en cuenta la viabilidad real de los mismos. Algunos se convertirían también en obras maestras, pero otros muchos quedaron truncados. En medio de esto, en 1970 recibió de la BBS, una de las compañías del llamado “Nuevo Hollywood”, que acababa de estrenar Easy rider, el ofrecimiento de adaptar una novela.

De vuelta a California, e instalado en el Beberly Hills Hotel, Welles empezó a hacer uso de sus viejas amistades, y de la incondicional disposición de algunos admiradores como Peter Bogdanovich, para poner en marcha un nuevo proyecto que nada tenía que ver con la novela para cuya adaptación le habían llamado. La idea era contar la historia de un hombre en decadencia que ha visto esfumarse sus poderes creativos. En contra de lo que pueda parecer, el argumento no era autobiográfico, y en realidad quien sirvió de modelo para el protagonista de The other side of the wind fue Ernest Hemingway.

Curiosamente, esta producción de un Welles ya en sus últimos años nos devuelve a su juventud, al año anterior a La guerra de los mundos, cuando fue reclamado por Hemingway para poner su voz al narrador de The Spanish Earth, la película de propaganda que, bajo los auspicios del novelista americano, se filmó durante la guerra civil española. El encuentro tuvo lugar en un estudio de grabación de Manhattan, y tras un enfrentamiento en el que Welles sugirió que la pose machista de Hemingway obedecía a una homosexualidad reprimida, ambos acabaron a puñetazo limpio.

Jake Hannaford, el protagonista de la historia, fue interpretado por John Huston, y otros papeles principales fueron encomendados a Peter Bogdanovich, Oja Kodar y Dennis Hopper. Las más de mil bobinas filmadas fueron a parar a un almacén parisino, siendo sus derechos propiedad de la hija de Welles, Beatrice, de la actriz Oja Kodar y de una compañía franco-iraní. Precisamente esta participación de capital persa fue una de las razones alegadas para que el film quedara inconcluso, a raíz del derrocamiento del Sha y la revolución islámica. Sin embargo, en su libro Orson Welles’s Last Movie, que ha publicado St. Martin’s Press, Josh Karp cuenta que el propio Welles no parecía querer terminar la película, y describe cómo una escena de unos minutos en un baño requirió más de quinientas fotos tomadas a lo largo de cuatro años. Y es que de la lectura del libro se desprende que Welles, en su trabajo de dirección, era un hombre entusiasmado con la fabricación de su propio juguete, y al que poco importaba que éste llegara al público o no. Otra de las actrices del film, Susan Strasberg, escribió refiriéndose a Hannaford (y a Welles): “Todo lo que él crea tiene que ser destruido. Es una compulsión”.

Karp, que ha podido ver el material filmado, ha escrito que ahí se encuentra el mejor Welles, quien al parecer supo extraer de Huston y de Bogdanovich los variados matices de la ambigua relación entre un viejo y cansado director de cine y su joven actor. Los actuales productores de la película, que en unos días será enviada desde París hacia Los Angeles para ser escaneada, tienen por delante un duro trabajo. Estiman que los gastos ascenderán a unos dos millones de dólares, y han emprendido en la red una campaña de crowdfunding para recaudar fondos. Orson Welles sigue como siempre.

martes, 5 de mayo de 2015

LECTURA POSIBLE / 180

Corpus Barga en los años 50
CORPUS BARGA: ESTILO Y CRITERIO

Uno de esos acontecimientos que introducen a un joven abruptamente en la vida y que esclarecen su rumbo en ella tuvo lugar en la esquina de Bravo Murillo con Ríos Rosas, en Madrid, donde se hundió la bóveda del tercer depósito del Canal de Isabel II. El hundimiento de este depósito que estaba en construcción enterró a cientos de trabajadores. Ocurrió en abril de 1905, y hubo treinta muertos y cincuenta y cuatro heridos. Los estudiantes de Ingeniería de Minas fueron enviados al lugar de los hechos a prestar los primeros auxilios, y uno de ellos, que se encontraba en el tercer año de carrera, explicaría más tarde que sólo llevaban consigo los picos y palas que decoraban el patio de la Escuela, herramientas que no sabían utilizar, y que tampoco eran las más adecuadas. Aquel accidente frenaría durante años el uso del hormigón armado en las obras públicas madrileñas, y fue denunciado por diversos periódicos como un caso de enriquecimiento ilícito del constructor a costa de la calidad de los materiales, lo que daría lugar a un juicio que se saldó con la absolución de los acusados, entre ellos el director del Canal de Aguas de Lozoya y el contratista de la obra. El estudiante mencionado acudió al día siguiente a Cuatro Caminos para participar en una manifestación de protesta que fue duramente reprimida por la Guardia Civil y en la que hubo un muerto y varios heridos. Este estudiante, que poco después abandonaría la carrera, se llamaba Andrés García de Barga y Gómez de la Serna, y unos años más tarde pasaría a ser Corpus Barga.

Había nacido en 1887, miembro de una próspera familia que poseía una casa solariega en Belalcázar, en la provincia de Córdoba. El año anterior a la catástrofe referida ya había publicado, con dieciséis años, un libro de poemas, “uno de los más crudos que he leído”, según escribió su sobrino Ramón Gómez de la Serna, “un libro interesante, disparatado, audaz; tenía el estilo de los grandes atentadores”. Abandonados los estudios de ingeniería, Barga se dedica íntegramente a la literatura y al periodismo, publicando libros de relatos y abundantes artículos en los Lunes del Imparcial y en El País. Los suyos eran textos iconoclastas, característicos de los jóvenes rebeldes que entonces escribían en los periódicos estudiantiles y anarquistas. Barga, que sólo redactó una breve nota, publicada sin firma, en la revista de su sobrino Ramón, Prometeo, creó la suya propia, Menipo, en 1913. Este Menipo al que alude el nombre de la publicación no es otro que el personaje que aparece en un cuadro de Velázquez, quien lo pintó para un pabellón de caza de Felipe IV. El filósofo griego aparece de perfil, barbudo, cubierto por una capa y mirando al espectador con aire de burla. En el primer número de su semanario, Barga escribió que “Menipo salta definitivamente del cuadro del Museo del Prado, y después de calentarse los pies con unas fuertes pisadas, convenciéndose al mismo tiempo de que su cuerpo puede caminar, ha echado un trago del jarro que tiene a su vera, y volviendo a embozarse en su capa, firme de figura y único de genio, se ha lanzado a la calle… Menipo sabe que un periódico no se hace en la redacción por unos señores que no se enteran de las cosas. Un periódico en el que se va a hablar de lo que pasa en la calle, tiene que hacerse en la calle”. Este hombre que tuvo estrecha amistad con Pío Baroja y Valle-Inclán, que fue uno de los protegidos de Ortega, y que pasó muchos años como corresponsal en París, fue siempre fiel al programa anunciado en su semanario, y en efecto pasó en la calle (cuando no iba por los aires) todos los acontecimientos de su época, tanto los festivos como aquellos otros, los trágicos, que le tocó vivir, empezando por el de ese abril de 1905, al que iban a suceder dos guerras mundiales y una guerra civil.

Los paseos de Menipo duraron poco. Ya al año siguiente de aparecido el primer número, una denuncia del Ministerio de Marina pone fin a la revista y aconseja a Barga exiliarse a París. Allí vivirá hasta 1930, escribiendo para la prensa española y para La Nación de Buenos Aires, con la que, igual que Francisco Ayala, mantendría una duradera relación. Pero este primer exilio de Barga tenía causas más profundas que ya venían anticipándose en sus artículos para periódicos como El Intransigente o El Radical, así como en conferencias pronunciadas en distintos lugares de Andalucía, entre ellos en la Casa del Pueblo de Belalcázar, contra el caciquismo. “Soy, como tantos otros españoles, intelectuales y obreros, desperdigados por Europa y América, un inadaptado a la vida española no porque lleve viviendo muchos años fuera, sino que estoy fuera desde mi juventud por haber disentido radicalmente de la vida en España. Y no únicamente del régimen político. De la vida, es decir, de la sociedad en todas sus manifestaciones. De su imaginación o literatura como de su realidad política; de la vida familiar como de la social, y sobre todo de la vida más íntima, más falsamente íntima y espiritual”. Latente, pues, ya en el carácter de nuestro autor, el exilio abarcaba también a la lengua española, a la que a menudo se refirió como el “rebelde, mezquino idioma”, reacio a dejarse doblegar y a la vez insuficiente para expresar emociones complejas y nuevas, nada de lo cual le impidió ser uno de los mejores estilistas en castellano del siglo pasado.

En París frecuentó la tertulia del Café de la Rotonde y conoció a Ehrenburg, Ramón Gaya, Picasso, Maiakovski, Cocteau, Modigliani y Thomas Mann, entre otros. Sus artículos, publicados en La Correspondencia de España y, más tarde, en El Sol, no trataban sólo de la guerra europea, sino también de arte, cultura y de las costumbres parisinas. Hombre moderno en una época de fuerte impulso de la ciencia y la técnica, Barga fue de los primeros cronistas de un viaje en aeroplano, el que, organizado por la Asociación de la Prensa de París para celebrar el Tratado de Versalles, le llevó en 1919 desde la capital francesa hasta Madrid, donde fue recibido como un héroe. Y más tarde, en 1930, repitió la experiencia, esta vez a bordo del dirigible Graf Zeppelin, con el que viajó desde Berlín hasta Pernambuco.

La nómina de personajes que fueron entrevistados por Barga es extensa e incluye al escultor Auguste Rodin, al filósofo Henri Bergson y al Duce, con el que se encontró en el Palazzo Chigi en 1925. Sus crónicas de los acontecimientos en Europa gozaron de gran éxito, y, enviado por La Nación a Berlín, describió desde la capital del Reich el ascenso del nacional-socialismo y su victoria en las elecciones de 1930. El artículo Las elecciones alemanas o el centenario del romanticismo tiene especial interés, pues constituye un testimonio ejemplar de la perspicacia de nuestro autor para discernir los fenómenos de su tiempo. En él analizó la atracción que el futuro Führer ejercía sobre la juventud y sobre las mujeres alemanas, una atracción que no estaba muy alejada de la que más tarde despertarían las estrellas del cine o del pop. Barga sugiere una interesante hipótesis religiosa que a su juicio explicaría en parte el éxito del nazismo, como reacción de la tradición protestante contra el predominio político de los católicos, de cuya Iglesia el fascismo alemán habría adoptado sus conocidas habilidades para la puesta en escena y para los rituales de masas. El propio Barga, que ese mismo año regresó a España, no podía entonces ser consciente de lo mucho que esa oleada de fanatismo iba a afectar a su vida.

De nuevo en Madrid, asiste con entusiasmo a la proclamación de la República, constituyéndose desde sus inicios en uno de los cronistas más sutiles, y a la vez críticos, de la misma. El primer revés sería la adquisición de El Sol por accionistas de derecha, resueltos a privar a los republicanos del que había sido su principal medio de expresión. Para sustituir a este periódico devenido en monárquico, y por medio de Nicolás Urgoiti, se fundó en primer lugar la publicación trimestral Crisol, y más tarde el periódico Luz, del que Barga sería nombrado director en 1933.

Fue un director de periódico algo peculiar. “Nunca”, escribió, “me he podido acostumbrar a la sala o los despachos de redacción o de dirección. En cambio, las imprentas de los periódicos, desde la primera en que entré, han sido una de mis delicias, me gusta todo en ellas: el ruido, el olor, ese olor a tinta de imprenta, el sofoco de la suciedad, el desorden aparente, tantas cosas desagradables producen una embriaguez de energía y dinamismo… Como podía andar por el periódico y estar donde quisiera, me pasaba el día en la imprenta; hacía yo también, como los obreros, el periódico en ella”. Paralelamente, Barga funda y dirige el semanario Diablo Mundo, entre cuyas firmas habituales figuraban las de José Bergamín y Guillermo de Torre. Pero ambas publicaciones tuvieron una vida breve, y dejaron de aparecer en 1934. No mucho más éxito tuvo el Diario de Madrid, en el que nuestro autor colaboró asiduamente, y que sucumbió pocos meses más tarde. El último entusiasmo de Barga, a comienzos de 1936, lo dirigió al triunfo del Frente Popular.

El gobierno le encargó tomar parte en las negociaciones entre la República española y la URSS, y también en la compra de aviones de guerra que debían llegar a España por intermedio de André Malraux. Éste pensó primeramente en Barga como colaborador para la producción de su película Sierra de Teruel, papel que acabaría desempeñando Max Aub. Durante los bombardeos de Madrid, participó en el desmantelamiento del Museo del Prado y en el envío de sus obras a Ginebra; colaboró en las revistas El Mono Azul y Hora de España; y fue uno de los artífices del Congreso Internacional de Escritores Antifascistas que se celebró en Madrid, Barcelona y Valencia. En 1939, en compañía de Antonio Machado y de la madre de éste, cruza la frontera francesa e inicia su segundo exilio, que tras acabar la Segunda Guerra Mundial le llevaría a Lima. Allí fue catedrático de la Escuela de Periodismo y director de la Facultad de Letras de la Universidad de San Marcos. José Miguel Oviedo, profesor y crítico literario peruano, ha anotado que “alguna vez afirmé que Corpus Barga era el más grande periodista que había escrito en el Perú, y lo sigo sosteniendo. En un medio donde la mediocridad abunda y la imaginación suele faltar, él impuso un memorable estilo que combinaba la oportunidad con la rareza, la información con la quimera, la brevedad con la hondura y la gracia perdurables”. En Lima murió Corpus Barga en 1975.

No se ha estudiado todavía, o apenas, la obra de Barga desde la perspectiva de su relación con la modernidad. Cierto que él no planteó, al menos formalmente,  una crítica metódica de la misma, y ello por la sencilla razón de que la modernidad era el campo de trabajo cotidiano para este hombre de letras que, al decidirse por la escritura en la calle, se convirtió en reportero. Como tal, Barga escribió acerca de ese bonito Madrid de ladrillo que rápidamente desapareció bajo el cemento, de los viajes en aeroplano y en dirigible, del auge de las masas y por supuesto, como todos los modernos, del cine. El periodista Barga hizo la crónica de nuestra modernidad, de la madrileña, la parisina y la berlinesa, con plena conciencia, persuadido de la necesidad que el intelectual tiene de comprender su tiempo.

La ya aludida insatisfacción que experimentaba Barga hacia su lengua le hizo estar toda su vida en la vanguardia de las corrientes literarias que trataban de hallar nuevos cauces para su expresión. La obra primeriza de nuestro autor está por ello impregnada de los múltiples ismos de su época, incluido el ultraísmo, y su obra de madurez, escrita ya en el exilio, presenta rasgos de la Nouveau Roman e incorpora ciertas técnicas, como la escritura en segunda persona, que, aparte de por él, sólo fueron cultivadas en nuestras letras, con el mismo imaginativo rigor, por Juan Goytisolo. Max Aub lamentó que, en el caso de Barga, lo que había ganado el periodismo lo estaba perdiendo la literatura. De entre sus numerosas crónicas periodísticas destacan las que dedicó a su ciudad, y que fueron recopiladas en el volumen Paseos por Madrid, que publicó Alianza hace algunos años. Su obra mayor son sus memorias, que se publicaron entre 1963 y 1973 con el título de Los pasos contados, y de las que existe una moderna edición en Visor. Pese a la predicción de Aub, sólo esta obra, formada por los libros Mi familia, El mundo de mi infancia, Puerilidades burguesas, Las delicias y Los galgos verdugos, basta para situar a Barga en uno de los lugares más destacados de la literatura española del siglo XX.

Paseos por Madrid, Los pasos contados... En efecto, son títulos que aluden al trasiego en la calle, al deseo de comprender de primera mano esa modernidad de la que se es parte. El último de los libros que componen las memorias de Barga es una reelaboración, sesenta años después, de su novela juvenil, de profético título, La vida rota. Cuenta la historia de Andrés, que vuelve a su pueblo natal para visitar la casa de su infancia, “la Casa Grande”, trasunto de aquélla que la familia de Barga poseía en Belalcázar, y que el protagonista encuentra en ruinas. El recién llegado busca inútilmente personas y lugares que fueron testigos de sus primeros años. Este texto es testimonio dramático de una pérdida vital que lo es también, trágicamente, para nuestra cultura: la de los muchos talentos arrojados a los cuatro vientos y perdidos, sin dejar herencia, en el exilio. El libro es ilustración de la España entendida como ausencia y peregrina. Y allí se lee: “En la plaza del pueblo hablaste con las demás pocas viejas y todos los pocos viejos que aún quedaban. Les hiciste las mismas preguntas. Insistías en vano, Andrés. Habían abandonado el pueblo hasta las huellas”.