miércoles, 22 de diciembre de 2010

LECTURA POSIBLE / 15


BECKET, UNA FÁBULA

Hubo un tiempo en el que la novela de tema histórico se constituyó en extraordinaria novedad a la que desde el principio acompañó el éxito y cuya influencia se extendió a otros géneros, incorporándose a lo que habría de ser la novela moderna. Walter Scott acertó a combinar cierta atmósfera romántica, impregnada de la nostalgia de los tiempos caballerescos, con emocionantes intrigas en las que aparecían bandidos amables, elixires venenosos, pasiones y venganzas. Otros autores siguieron el modelo de Scott y lo perfeccionaron, llegando a crear un verdadero arquetipo de amistad y generosidad, encarnado en un trío de mosqueteros, o de sed insaciable de poder, envuelto este último en un malvado refinamiento y vestido con ropajes de cardenal. No sabemos si hubo en realidad mosqueteros tan bondadosos como los de Alejandro Dumas, ni si Richelieu era tan perverso como él lo imaginó, pero esto ya poco importa, pues los personajes de ficción han llegado a ser para nosotros más reales que los personajes históricos, de los que a menudo sólo conservamos el vago recuerdo de unos datos enciclopédicos y alguna losa sepulcral en el sombrío claustro de una iglesia. Desde entonces, casi todo lo que se ha hecho (y se hace) en el género de la novela histórica es burda imitación.
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Un palacio del siglo XIII en West Tarring, a las afueras de Worthing, en un modesto barrio que los lugareños llaman todavía “Thomas a Becket”, junto a una placa conmemorativa en el atrio de la catedral de Canterbury, lugar donde fue asesinado por orden del rey, parecería constituir hoy toda la memoria en piedra que se conserva de Thomas Becket, canciller de Inglaterra, arzobispo y santo, cuya festividad conmemoran el 29 de diciembre las iglesias anglicana y romana. Por suerte, no toda la memoria es de piedra, y el personaje en cuestión ha tenido una fecunda vida ulterior gracias al drama de T. S. Eliot Asesinato en la catedral, al que siguieron la obra de Jean Anouilh Becket o el honor de Dios (de la que Peter Glenville realizó una versión cinematográfica en 1964), una ópera de Ildebrando Pizzetti y la moderna recreación que de su vida y muerte ha hecho el incansable Ken Follet en Los pilares de la Tierra. A decir verdad, ignoramos cuánto nos queda por conocer de los signos que del paso de Becket quedaron dispersos por el mundo, y descubrimientos recientes nos han hecho saber que su fama llegó prontamente a España, en concreto a Soria, ciudad que en virtud de su matrimonio con Alfonso VIII pasó a ser propiedad de Leonor de Plantagenet, hija de Enrique II, la cual, devota como era del ya por entonces santo, no obstante haber sido su padre el instigador de su muerte, ordenó que ésta se representara en un fresco de la parroquia de San Nicolás y, según parece, también en un relieve escultórico de la iglesia de San Miguel de Almazán. A todo lo dicho hay que añadir la novela de un autor para nosotros apenas conocido y mayormente olvidado, excepto en su patria natal, autor que sin embargo elevó el género de la novela histórica a una categoría que probablemente no alcanzó antes y que con seguridad no ha alcanzado después: el suizo Conrad Ferdinand Meyer, autor de Der Heilige (El santo), que ofrece una perspectiva totalmente original de Thomas Becket, alejada por igual de lo que de él nos cuentan los estudios históricos, los tratados de intención hagiográfica y los libros piadosos.
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Meyer (1825-1898) fue casi exacto coetáneo del también suizo Gottfried Keller, el autor de esa obra monumental e inexplicablemente casi ignota que se llama Enrique el Verde, que en su versión española tiene en común con El santo la traductora y la editorial: Isabel Hernández y Espasa Calpe. Nuestro Meyer fue poeta y un prolífico autor de novelas históricas, de las que sólo la que comentamos aquí (cosas de nuestro mundillo editorial) ha sido traducida al castellano.
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La biografía de Becket, como la de todos los santos, ha sido muy discutida e incluso ahora no carece de pasajes oscuros. Nació con seguridad en Londres en 1118, miembro de una próspera familia de origen normando, dato éste no del todo insignificante, ya que normando era también Enrique II, fundador de la dinastía de los Plantagenet, y como normandos eran los que por entonces imponían su voluntad sobre el territorio inglés. Según afirma el narrador de la novela, un viejo ballestero que conoció personalmente a los protagonistas de la tragedia, y que además estuvo presente en el asesinato de Becket, Gilbert, el padre de éste, joven y hábil mercader, había hecho fortuna comerciando en Oriente, pues no hay que olvidar el estrecho contacto, no sólo de carácter comercial, que los normandos tenían con el emperador de Bizancio. En una de sus expediciones comerciales, el hombre fue apresado por una tribu nómada y más tarde, hallándose en grave peligro de muerte, liberado furtivamente por la hija del cabecilla, con la que, cabe suponer, había mantenido ciertas relaciones durante su cautiverio. De vuelta en Londres, Gilbert siguió prosperando y se olvidó por completo de los padecimientos y placeres de su captura y de la persona que lo liberó. No por mucho tiempo, ya que tal persona, que entretanto había sido repudiada por su padre, fue llevada por el amor al normando hasta el mismo Londres, donde finalmente lo encontró tras larga y desesperada búsqueda. Esta admirable mujer, cuyo nombre original desconocemos, se convirtió al catolicismo, adoptó el nombre de Grazia, o Grace, y contrajo matrimonio con Gilbert a finales de 1117. Poco menos de un año después daba a luz a su primogénito: Thomas Becket.
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Antes de profesar las órdenes religiosas, e inspirado por su sangre materna, el joven Thomas se embarcó para visitar el califato de Córdoba, donde practicó la astrología y las ciencias ocultas, pues según un viejo relato hispano-árabe “un joven extranjero llegó procedente de una isla situada al norte y se ganó el favor del califa gracias al embrujo de su figura y sus palabras, y a su maestría en el juego del ajedrez”. Parece ser que, ya convertido en todopoderoso canciller de Inglaterra, y todavía después, como arzobispo de Canterbury, nunca abandonó del todo sus creencias musulmanas ni renegó de su origen sarraceno, lo que naturalmente dio argumentos a sus enemigos en la corte y alimentó las conspiraciones contra él. Su refinamiento, la elegancia de sus modales y su amplia cultura constrastaban poderosamente con la rudeza del rey, quien en modo alguno podía prescindir de las habilidades diplomáticas de su canciller, todo lo cual contribuía a hacerle aún más odioso a los ojos de los nobles normandos.
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Pero un episodio funesto vino a perturbar la relación entre el canciller y su rey. Éste, como es bien sabido, era un incorregible seductor, lo que ya le había ocasionado más de un grave conflicto con su esposa, Leonor de Aquitania, con la que tenía otros importantes intereses además de los conyugales, pues ella había aportado al matrimonio los feudos de Aquitania y Gascuña, entre otros. Y es que el rey, en una de sus cacerías, había tropezado por casualidad con un coqueto palacio erigido en lo profundo del bosque, y en el que algún personaje de elevada alcurnia mantenía oculta a la doncella más hermosa de Inglaterra, la cual lucía curiosamente unos rasgos moriscos y una larga cabellera negra. En su apartado retiro había recibido además una educación exquisita, guiada sin duda por la mano de algún sabio o tal vez de un brujo, como buenamente pudo fantasear la mente supersticiosa de un rey de la época. Que Enrique II cayera rendido ante las magnificencias de la joven no es cosa de la que haya que sorprenderse, como tampoco de que ella, que se llamaba Gracia, no fuera sino la hija de su canciller, fruto de los amores de éste con una mora cordobesa, la cual murió en el parto. En lo sucesivo el rey visitó regularmente a Gracia, siempre a escondidas y temeroso de los espías de la reina, que ya habían dado muerte a alguna de sus amantes. Por tal motivo, se hizo indispensable urdir un plan de fuga, episodio que tuvo que verificarse con nocturnidad y hallándose el palacio asediado por los hombres de la reina, pero que acabó en desastre: una flecha atravesó el corazón de Gracia, que murió en los brazos del ballestero real a quien su señor había encomendado la salvación de la joven. El mismo ballestero, por cierto, que narra en primera persona toda la historia en la novela de Meyer.
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El resto de la historia es conocido; se encuentra en las enciclopedias y en los libros de devoción. Años después Becket fue designado por el rey arzobispo de Canterbury, persuadido de que su ex canciller le respaldaría en sus conflictos con la Iglesia de Roma. Muy al contrario, Becket experimentó una incomprensible transformación, dejó de ser el diestro diplomático y el hombre de refinadas costumbres, amante de la buena mesa, el arte y los placeres; y se convirtió de pronto en un asceta que tuvo la osadía de soliviantar con su oratoria a los oprimidos sajones, los cuales amenazaron con rebelarse contra el rey. Por si fuera poco, se exilió a Borgoña, donde recibió la protección del papa y del rey de Francia. Una aparente reconciliación con Enrique II le permitió regresar a Inglaterra y a su puesto en la catedral de Canterbury, pero su obstinada conducta en contra de los intereses del rey acabó por precipitar su fin: fue asesinado por cuatro nobles normandos en la misma catedral, el 29 de diciembre de 1170, mientras asistía al oficio de vísperas. En contra de los usos de la Iglesia, fue canonizado sólo tres años más tarde.
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Meyer, a través del ballestero que narra la historia, deja traslucir la opinión de que el cambio radical de actitud de Becket con respecto al rey fue producto del secreto rencor que guardaba hacia él desde la muerte de su hija Gracia, el cual habría venido a ser como esos sordos resentimientos que se alimentan durante décadas en la intimidad, lo que suele expresarse con el dicho popular de que “la venganza se sirve fría”. En cualquier caso, más allá de las peripecias que se describen en El santo, la novela resulta inolvidable por contener una tan bella como terrible historia de amistad, así como la descripción de una vida (la de Becket) que es en sí misma una novela, novela de aventuras, sí, pero también realista, y cargada de una conmovedora profundidad psicológica. A lo que hay que añadir la sorprendente audacia de un escritor del siglo XIX que presenta a un santo de la Iglesia católica como filósofo escéptico y sarraceno camuflado, capaz al mismo tiempo de un amor ilimitado hacia su hija, para él el último reducto de pureza que quedaba en su vida corrompida de la corte, y del mayor odio hacia la persona de su amigo y señor. Qué hay de verdad en la fábula que nos cuenta Meyer es algo que permanece a oscuras y a la libre elección del fascinado lector.
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El 21 de diciembre se celebró en Copenhague un concierto de Navidad organizado por la Radio Danesa. Con el título La Navidad en el mundo, el programa incluía villancicos y fragmentos de El Mesías de Handel, pero en una versión muy especial, ya que los promotores del concierto quisieron aprovechar el carácter festivo del acontecimiento con una fusión entre la cultura occidental y la árabe. Ulla Munch dirigió el DR VokalEnsemble, acompañado por la Middle East Peace Orchestra. Intervino como solista la cantante egipcia Fatma Zidan y todo el tinglado fue dirigido por Henrik Goldschmidt, oboísta de la Real Orquesta de Dinamarca y fundador de la Middle East Peace Orchestra, que está formada por músicos de Israel, Palestina, Jordania, Líbano, Egipto, Irak, Siria y Escandinavia. El sorprendente resultado de este experimental Mesías árabe puede escucharse ahora íntegramente: aquí la primera parte; y aquí, la segunda.

lunes, 13 de diciembre de 2010

LECTURA POSIBLE / 14

EL VIAJERO NOCTURNO
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La leyenda del rey Cophetua se pierde en la larga y brumosa noche de los tiempos heroicos, cuando en la ya entonces vieja Inglaterra convivían difícilmente sajones y normandos, menesterosos y desarraigados aquéllos y orgullosos dominadores estos, unos y otros enfrascados en conflictos seculares que sirvieron de escenario, entre otros episodios históricos, a la muerte de Tomás Becket. Hoy la leyenda sajona del rey Cophetua nos sería desconocida si Shakespare no hubiera tenido a bien mencionarla en sus Romeo y Julieta, Trabajos de amor perdidos y Enrique IV, lo que a su vez dio pie a un poema de Tennyson y a un célebre cuadro de Edward Burne-Jones, el cual reproduce a la manera prerrafaelita la escena que es centro y motivo de la fábula: el rey aparece con su atuendo de guerra y la empuñadura de su espada apoyada en el pecho, sosteniendo la corona y sentado mansamente a los pies de una doncella descalza, hierática y misteriosa, la cual no mira al rey, sino al espectador, privilegiado y fugaz testigo de lo que acontece en lo que bien puede ser un aposento real. Otros pintores que trataron el tema, como Blair Leighton, situaron directamente el episodio en el salón del trono, y presentaron al rey de rodillas y ofreciendo ostensiblemente la corona a la mendiga, pues mendiga en efecto es esta mujer sin nombre a la que el rey Cophetua encontró casualmente y a la que en el acto, perdidamente enamorado, ofreció su reino.
.El asunto tiene todas las trazas que son propias de los mitos, en especial esa capacidad de sugerencia que permite fantasear y jugar con sus posibles lecturas, es decir, para llevar a efecto lo que en el arte de la música recibió hace siglos el muy noble nombre de “variación”. Así, no es de extrañar que el viejo cuento sajón despertara el interés de Julien Gracq, cuyas obras son en su totalidad variaciones sobre temas míticos y cuyo tono, desde la estructura que da a las mismas hasta la construcción de cada una de sus frases, participa de esas cualidades de misterio, ensoñación y oscuridad. Pues se diría que en las novelas de Gracq todo es mito, y los hechos que nos narra discurren en una dimensión que no es la realidad misma, sino en un lugar más profundo, el lugar de una “vida abisal”, como bien dice Jesús Ferrero en el prólogo de la novelita a la que nos referimos, un no lugar más bien en el que las cosas adquieren significados imprevistos, y, sobre todo, en el que nada es gratuito ni ocurre porque sí, ya que si de algo carece la literatura de Gracq es de una sola frase insignificante o banal.
.Y la llamo novelita por su dimensión, ya que no alcanza las cien páginas, lo que no impide que en tan breve espacio el autor nos comunique todo un mundo y toda una manera de ver el mundo, en especial sus dos misterios esenciales, que no son otros que el amor y la muerte. Por lo demás, su argumento es muy sencillo, y si no fuera por el título y por la descripción que se hace de un cuadro, apenas nos daríamos cuenta de que nos hallamos ante una variación de la leyenda del rey Cophetua.
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Gracq ha situado su historia en un período que le marcó de manera personal y al que de un modo u otro aluden todas sus narraciones: la guerra mundial, aquí, en concreto, la primera, que a la manera de lo que sucede en su novela Los ojos del bosque (ambientada sin embargo en la segunda) no viene a ser sino el escenario, la atmósfera, pero una atmósfera que se ha adueñado de los personajes y de sus almas, así como de la búsqueda interior que constituye el tema principal, el eje vertebrador de su obra. Aquí, un soldado que carece de nombre evoca la noche de Todos los Santos de 1917. Ese día él ha partido de París para encontrarse con su viejo amigo Nueil, aviador y compositor, el cual le espera en su casa de campo de Braye-la-Forêt, casa que se encuentra al borde mismo del bosque, y en la que durante toda la noche oirá el lejano cañoneo de la artillería. Su amigo no está en la casa, y le recibe una mujer también sin nombre con la que apenas intercambiará unas pocas palabras, cuyo rostro, a causa de la oscuridad reinante, no verá nunca con claridad y a la que él, un poco libremente, atribuye el papel de criada-amante de su amigo. Éste no vendrá, y el relato se constituirá así en su parte central en uno de los asuntos predilectos de Gracq, ya explorado magistralmente en su novela El Mar de las Sirtes: la espera. Pero en una espera que aquí tendrá finalmente su consumación, que, no podía ser de otra manera, ocurrirá en silencio y oscuramente.
.Quizá esa misteriosa relación entre el entorno bélico, aislado, tenebroso, y el universo sensitivo de los personajes no sea otra cosa que lo que en otro tiempo, y todavía en época de Gracq, se llamó “surrealismo”, un surrealismo que no estaba exento de carga política (Gracq militó en el Partido Comunista) y del que también forman parte el simbolismo de un Maurice Maeterlinck y el Romanticismo de estirpe alemana, tan proclive él a las sombras, los silencios, la noche y la niebla. Nada más apropiado que el hecho de que El rey Cophetua haya sido publicada por Nocturna Ediciones, en una cuidada edición que incluye el citado prólogo de Jesús Ferrero y cuya traducción, tarea nada fácil tratándose de la prosa de Gracq, ha corrido a cargo de Julià de Jòdar. Y es que todavía hay tesoros del pasado siglo que están por traducir y descubrir, no sólo por los lectores, sino también por los autores ávidos de buena literatura que quizá, quién sabe, tras la lectura de este libro conciban la idea de añadir una nueva variación a la ya rica saga del rey Cophetua.
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King Cophetua and the Beggar Maid (Edward Burne-Jones)
Según la tradición, Cophetua fue un rey africano que desdeñaba a las mujeres y era inmune al amor, hasta que un día fue seducido por los encantos de una joven mendiga a la que convirtió en reina. Para la composición de su cuadro, Burne-Jones se inspiró en dos fuentes: la balada isabelina de Richard Johnson A Song of a Beggar and a King, de 1612, y el poema de Tennyson The Beggar Maid. Las anémonas en la mano de la doncella son símbolo del amor, mientras que los personajes representan al propio pintor y a su esposa, Georgiana. Burne-Jones comenzó a trabajar en el cuadro hacia 1861 y lo acabó veinte años más tarde. En una ocasión escribió: "Trabajo todos los días en Cophetua y su mendiga. Me atormentan todos los días. Nunca sabré cómo pintarlos. Ninguna obra anterior me ayuda, pues cada nueva imagen es un rompecabezas nuevo y me pierdo y estoy desconcertado, pero todo es como era al comienzo. O me mato o Cophetua mirará como un rey y la mendiga como una reina, como el rey y la reina que deberían ser." Finalmente la pintura se exhibió en 1884 en la Grosvenor Gallery de Londres, y desde entonces se ha convertido en una de sus obras más populares.
No he encontrado la balada de Richard Johnson, pero en su lugar puede escucharse aquí la célebre Flow my tears de John Dowland, interpretada por Andreas Scholl