jueves, 23 de febrero de 2012

VARIACIONES / 15



LAS NUEVAS MUERTES DEL BARBERO WOYZECK

Hace ahora un año que el Teatro María Guerrero presentó una nueva producción de Woyzeck, dirigida por Gerardo Vera; y hace cinco que el Teatro Real celebraba a Alban Berg con su Wozzeck, que sirvió a Calixto Bieito para mostrar unas cuantas vísceras en escena. No es casual el interés actual por la más popular de las tres piezas dramáticas con las que el autor Georg Büchner consiguió crear (prácticamente de la nada) los cimientos de un arte escénico contemporáneo que andando el tiempo habría de culminar en las obras de Samuel Beckett. Pues ocurre que si hay un autor al que su obra haya convertido en legendario, y conseguido mantener intacta después de casi dos siglos toda su capacidad para conmover, perturbar y agitar conciencias, este es Büchner, cuya modernidad escapa a lo que razonablemente podemos comprender.
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Pasó en esta vida poco más de veintitrés años, suficientes para escribir tres obras teatrales (La muerte de Dantón, Leoncio y Lena y Woyzeck) que sacudieron con violencia la adormecida escena alemana; escribió además un texto en prosa de difícil o imposible catalogación, Lenz, el cual, leído hoy sin saber una palabra de la vida de Büchner, podría pasar por un texto de vanguardia; creó en su país la Sociedad para los Derechos del Hombre, y tuvo tiempo de participar activamente en los movimientos revolucionarios de su época, a los que contribuyó con El Mensajero rural de Hessen, panfleto con el que no consiguió sublevar a los campesinos de Hesse, como era su propósito, pero que dio lugar a una orden policial de busca y captura gracias a la cual sabemos que era “alto, de cejas y cabellos rubios, delgado, de ojos grises y miopes, frente abombada y boca estrecha”. Vivió entre 1813 y 1837. Cabe imaginarle como un personaje de Schiller o mejor aún: como un ciclón tropical que hubiera asolado las frías tierras germanas, y no sólo eso, pues podemos suponer que realizó su aprendizaje de las cosas del mundo y del teatro en una ignota e intrauterina vida anterior, única forma de explicar el hecho de que todo lo que dejó escrito se nos aparezca lúcidamente meditado y ya maduro, sin sombra de los balbuceos que son propios de todo mortal corriente. Su época le desconoció.
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La historia de Woyzeck es real y Büchner supo de ella por los archivos judiciales: el modesto barbero y soldado, que se ganaba un sobresueldo prestándose a los experimentos de un malicioso doctor, apuñaló a su amante sin un motivo aparente, y fue ejecutado en 1812. Büchner no pudo (o no quiso) rematar la obra, de la que nos ha quedado un revoltijo de escenas que todavía hoy son un quebradero de cabeza para filólogos y directores teatrales, lo que por otra parte la predispone a un final siempre abierto e imprevisto. Alfonso Sastre, en su edición de la obra, hizo que el barbero muriese sucesivamente ahogado, colgado, fusilado y guillotinado, para que no quedara duda alguna acerca del fin que se destina a los Woyzeck de este mundo. Alban Berg, que tuvo la audacia de convertir a este antihéroe en el protagonista de su Wozzeck, que estrenó en Berlín en 1924, hizo que el hijo de la difunta Marie siguiera jugando con su caballito de madera, ajeno a este retablo de la lujuria, la avaricia y la muerte. La producción a la que me refería más arriba supuso su estreno en Madrid (más vale tarde que nunca) y la dirección de Bieito aún levanta ampollas en algunas mentes que preferirían no acordarse de ella. Y es que a muchos les gustaría que esta tragedia del hombre moderno se representara con una ambientación de cartón piedra, terciopelos púrpuras y candelabros dorados.
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Hablando de su montaje teatral, Gerardo Vera afirmó que veía en Woyzeck “una obra existencial”, el drama de un individuo que vive “en un entorno absolutamente hostil en el que el ser humano tiene que sobrevivir sin entender absolutamente nada”.* Porque Büchner mostró al mundo tempranamente los efectos de la alienación, de la servidumbre y de la pérdida de la conciencia en un hombre humilde, incapaz por sí mismo de entender la realidad y los mecanismos visibles e invisibles de que se sirven los poderes (el político, el económico, el científico, el religioso) para quebrantarle y llevarle a la extinción. Büchner y su obra parecen hoy más vivos que nunca; y el Woyzeck que es cada uno de nosotros, también. La época que ignoró la advertencia de Büchner lo pagó caro, y la deshumanización de la que él nos habla está lejos de debilitarse. A duras penas podría creerse que con esta obra Büchner se anticipó a Kafka, al expresionismo y a algún que otro ismo no identificado, lo que sin embargo es cierto. Pero el detestable y patético Woyzeck es más que eso: es un barbero, y un hombre.
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*Público, 7/3/2011.
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Alban Berg: Wozzeck (Final)
Liceu, 2006
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