domingo, 26 de febrero de 2012

DISPARATES / 29


¿DE QUIÉN SON LOS LIBROS?

Pasado un tiempo en el que recibió la atención prioritaria de los medios, la llamada Ley Sinde, que fue aprobada hace un año con los votos de PSOE, PP y CiU, ha caído en un limbo del que sólo saldrá cuando sus artífices lo consideren oportuno; es decir: cuando (corregida y aumentada) empiece a aplicarse, lo que a buen seguro no ocurrirá en medio de una campaña electoral. Pues se trata de una ley muy impopular que sin embargo fue aprobada por una mayoría absoluta de nuestros representantes, lo que ilustra de manera bastante elocuente acerca de la naturaleza de dichos representantes y de las instituciones de nuestra democracia. La futura aplicación de esta ley acarreará previsiblemente el cierre de páginas web (amparándose para ello en las expeditivas actuaciones del FBI contra Megaupload) y alterará los hábitos de gran número de usuarios de internet, para los que la ley marcará definitivamente un antes y un después. Resulta obvio (nadie lo ha negado) que la razón de ser de la Ley Sinde es la protección de los intereses de las grandes multinacionales de la música, el cine y la televisión, si bien no faltaron, cuando su aprobación parecía dudosa, algunos comentarios alarmantes con los que se trató de dar un airecillo intelectual a los muy desacreditados defensores de la misma y que advertían del riesgo de que la circulación de copias libres en internet afectase también a la literatura. Eventualidad catastrófica que, como es natural, ocasionaría graves daños a la industria –en forma de pérdida de puestos de trabajo– y lo que es todavía peor: a la cultura. ¿Es esto cierto? ¿La piratería, como se ha llegado a decir, es el gran problema de nuestra industria editorial?

Ciñéndonos al tradicional formato de lo que llamamos libro, y a falta de datos oficiales, el sentido común nos indica algo muy diferente. Ante todo, el papel se presta muy poco a la copia cibernética, siendo un soporte difícilmente convertible en archivo informático. ¿Cuánto tiempo habría que dedicar al pirateo de un libro de 500 páginas? ¿Cuál sería la calidad del archivo resultante? ¿Sería (de algún modo) rentable? Si exceptuamos algún aislado fenómeno de masas, al estilo de la saga de Harry Potter, la cantidad de descargas necesaria para que la publicidad compensara los gastos ocasionados por el almacenamiento de archivos no guarda relación alguna con la demanda de libros en internet, al menos en castellano. En comparación con la pasmosa facilidad con que es posible descargar gratuitamente de la red determinado archivo de audio o de vídeo, en especial si se trata de novedades, la posibilidad de encontrar cierto libro es totalmente nula, y en el peor de los casos no pasa de anecdótica. Cosa bien comprensible, si se tiene en cuenta el coste de la operación de digitalizar un libro, el de mantener el archivo en línea y lo problemático de obtener de ello algún beneficio. El papel, según parece, viene a ser la mejor medida de seguridad antipiratería, y los autores vivos que en España podrían considerarse afectados en sus ventas, en el momento presente, pueden contarse con los dedos de una mano. Para colmo, el autor de mayor éxito y que quizá tendría algún motivo para sentirse perjudicado por las copias libres, Arturo Pérez-Reverte, se ha manifestado contrario a la Ley Sinde. ¿No resulta paradójico que precisamente los grandes editores hayan puesto ya fecha de caducidad al libro de papel, que será prontamente sustituido por el libro electrónico, cuyo formato sí se presta, igual que un disco o un vídeo digital, a ser copiado y descargado, legalmente o no, mediante procedimientos informáticos?

Del conjunto de implicados en la venta de libros –grandes editores, pequeñas editoriales independientes, autores, distribuidores, libreros y lectores– sólo los primeros se muestran partidarios convencidos del libro electrónico, el cual se nos presenta como la única opción viable para el futuro del libro, un futuro al que estamos abocados por una especie de fatalidad que sería absurdo poner en duda. Coherentemente, desde los medios de comunicación afines a los grandes editores las cifras de ventas de libros electrónicos en Estados Unidos y Japón aparecen como un estado de cosas idílico y envidiable que contrasta con las cifras del mercado español, aquejado como es bien sabido por un proverbial atraso tecnológico y cultural. Mientras tanto, también sabemos que la inevitable implantación del libro electrónico significará para el lector un nuevo desembolso, a saber: la adquisición del dichoso hardware, el cual deberá ser actualizado periódicamente, lo que implicará nuevos gastos. No es casualidad que las redes de comercialización de dicho hardware estén ligadas a los grandes grupos editoriales. Estos grupos esperan obtener enormes beneficios no solamente de la venta de libros digitales, sino también de la imperiosa necesidad creada al lector de disponer del nuevo artilugio electrónico. Paralelamente, puesto que toda guerra comercial tiene sus daños colaterales, aquí los principales perjudicados serán pequeños editores, distribuidores y libreros, que, incapaces de competir con los grandes grupos, tendrán sencillamente que dedicarse a otra cosa.

Entre nosotros, oponerse hoy al libro electrónico implica recibir en el acto el calificativo de troglodita y la acusación de arrojar piedras al propio tejado de la industria editorial, que supuestamente está necesitada con urgencia del nuevo formato. Pero la realidad, de nuevo, es algo diferente. El sector editorial (en papel) es uno de los más prominentes en nuestro país, y su desarrollo está muy por encima del promedio de la dimensión económica española en el panorama mundial. Prueba de ello es el atractivo que nuestra industria editorial ejerce sobre las grandes multinacionales, las cuales no han desembarcado en España para tener pérdidas, y que a día de hoy se han hecho ya con el control de la mayoría de las editoriales españolas, incluyendo algunas de las históricas: Bertelsmann es propietaria de Círculo de Lectores y Plaza & Janés; Mondadori de Grijalbo; Hachette de Salvat; Vivendi de Anaya; y Feltrinelli ha empezado a adueñarse de Anagrama, además de la red de librerías La Central. Por último, el fondo de inversión Liberty Acquisition Holdings, que virtualmente ya se ha hecho con el control de Santillana (Alfaguara, Aguilar y Taurus) anuncia un futuro poco halagüeño para la que fue la joya de la corona del grupo PRISA, cuyo destino final parece depender del éxito de sus operaciones en América del Sur.

Así las cosas, el libro electrónico no es indispensable para los lectores, mucho menos para los autores, pero sí para las grandes compañías multinacionales que sueñan con extender su poder y con alcanzar enormes beneficios con poco esfuerzo. Muy lejos de ser una garantía de desarrollo tecnológico, vendrá a ser justamente lo contrario, ya que creará una dependencia con respecto a las compañías fabricantes de hardware y sus operadores. Y desde luego no reportará ningún beneficio cultural, puesto que la decisión acerca de lo que es editable y en qué condiciones recaerá sobre ejecutivos totalmente ajenos a la literatura.

La industria editorial, además de su indiscutible fin de hacer negocio, tiene una alta función que consiste en preservar la obra literaria de una lengua, poniéndola a disposición de los lectores, y en animar la creatividad, lo que constituye un signo indispensable de salud cultural y democrática. Ciertos países que miman su lengua y su cultura no tienen ningún inconveniente en considerar su industria editorial como un sector estrátegico, al mismo nivel que el suministro eléctrico. No les falta razón, pues los libros contienen la memoria literaria y cultural de un país y de una lengua, y son la garantía de su pervivencia en el futuro. ¿Qué papel cabe esperar que desempeñe una industria editorial mercantilizada y neoliberal, sometida a intereses foráneos y extraños a nuestra lengua, aparte del de traducir puntualmente los bestsellers escritos originalmente en inglés, o en sueco, y el de producir ocasionalmente algún éxito de ventas nacional? De las otras lenguas oficiales del Estado mejor no hablar, porque quedarán reducidas, más si cabe, al estrecho e incierto margen de lo que puede ser subvencionado y lo que no. Mientras los grandes medios de comunicación, transformados en meros servidores de la industria del entretenimiento, nos seducen con sus leyes y sus peligrosos piratas, algo mucho más grave –de lo que no se habla– ocurre tras el escenario. Y no parece que el actual gobierno, al igual que el anterior, esté dispuesto a manifestar el más mínimo interés en defensa de nuestra cultura, como demuestra la  privatización del ISBN, un servicio que hasta hoy era gratuito y que muy pronto será de pago, lo que redundará en un incremento del precio del libro y en un nuevo obstáculo puesto en el tortuoso camino de las editoriales independientes. La cada vez más difícil existencia de éstas, y su eventual desaparición en un plazo no lejano, significaría un empobrecimiento sustancial de nuestra cultura, y un duro golpe para la literatura contemporánea, la cual se encontraría en el dilema de plegarse a los cánones comerciales impuestos por los grandes grupos editoriales o no existir. Una suerte no muy distinta deberá correr el lector informado y con criterio, cuyo espacio está siendo invadido por un lector dócil y teledirigido, visitante asiduo de los centros comerciales.

El dueño de Random House Mondadori, que vetó en su editorial Einaudi el último libro de Saramago, está de enhorabuena. Mientras él continúa ampliando su dominio sobre esta colonia personal, aquí impera el más absoluto y respetuoso silencio. Y es que hay muchos millones en juego, pero también algo a lo que se debería conceder algún valor: una soberanía cultural que nunca estuvo en tan grave peligro como ahora. ¿Esperaremos a rasgarnos las vestiduras cuando Silvio Berlusconi tenga el mando sobre la industria editorial española?

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