martes, 31 de julio de 2012

LECTURA POSIBLE / 69


SCHNITZLER, ENTRE CUENTOS Y VERDADES

La señorita Bertha Lehmann era una alemana del norte que se había trasladado a Viena junto a su humildísima familia, de la que eran parte una actriz secundaria, un figurante y hasta un poeta. No parece que la propia Bertha pisara alguna vez las tablas de un escenario, pero sí es seguro que, en su calidad de institutriz de los hijos de uno de los médicos más famosos de Austria, inculcó en al menos uno de ellos el amor por las letras y el teatro. “Ella”, nos cuenta su pupilo, “fue la que me instó a gastar la mayor parte de mi asignación en esos libritos amarillos de la entonces recién fundada Biblioteca Universal Reclam”. Así, el muchacho descubrió Los bandidos, La doncella de Orleans, La novia de Messina y Emilia Galotti. En una ocasión la institutriz se hizo acompañar por el pupilo en una visita a su novio, teniente de infantería, escena en la que, como aquél escribió mucho más tarde, “me rozó el aire de suburbio vienés, el ambiente de obra de teatro popular vienés, cautivándome de inmediato sin yo darme cuenta”. La vida no fue generosa con Bertha, cuyo teniente, ya casados, tuvo que pasar a una vida civil a la que nunca se adaptó, cayendo en primer lugar él, y luego también ella, en el alcohol y la miseria. Muchos años después, convertido el joven pupilo en el escritor más importante de la época en lengua alemana, la anciana Bertha, ya viuda, seguía enviando a Arthur Schnitzler sus pequeños bordados y sus cartas.

Por esas fechas, el jovencito Schnitzler fue llevado por su padre a una representación del Fausto de Gounod. En el tercer acto, en medio del drama en que se desarrolla la obra, Fausto y Mefisto se retiran tras un arbusto del jardín que decora la escena, y, “desde allí, envían un claro saludo hacia nuestro palco, haciendo señas con la mano e inclinándose para, a continuación, salir al centro del escenario e incorporarse a la representación”. A lo que añade: “De ningún modo tuve la sensación de haber sido arrancado de una ilusión de forma dolorosa; más bien sentía que se había abierto ante mí un mundo de emocionantes estímulos, disfraces, bromas alegres y amargas, en una palabra: un mundo de máscaras sobre cuya naturaleza irreal en ningún momento cabía error”. Este episodio, que como la historia de Bertha nos ha sido transmitido por la autobiografía que Schnitzler escribió entre 1915 y 1920, nos ilustra acerca del modo en que el autor, de la infancia a la madurez, contempló el fenómeno de la creación literaria y la ficción: no como una realidad sublime o ideal cuya lógica pudiera romperse al irrumpir en ella lo cotidiano, sino como un espacio que, sin dejar de ser una continuación de esto último, concedía al autor una libertad prohibida en el mundo por las convenciones sociales, libertad que el autor podía usar para hacer un comentario a veces tierno, a veces grotesco e incluso cruel de la realidad de la vida.

Esta moderna concepción del arte, no ajena al famoso distanciamiento que Brecht concebiría unas décadas más tarde, se la debe Schnitzler a experiencias ya vividas en la infancia y en particular a la estrecha familiaridad que en esos años tuvo con el mundo del teatro y con sus gentes. Y es que no es en balde para una mentalidad infantil el departir amigablemente con los actores, a los que Schnitzler trataba a diario en calidad de hijo del mayor laringólogo de Viena. Para él no había ruptura entre realidad y escena, siendo éste el lugar en el que los hombres juegan a ser otra cosa, aunque en todo momento no sean sino encarnación de sí mismos. Consideración que es válida para el teatro de Schnitzler no menos, dicho sea de paso, que para su obra narrativa.

Schnitzler, que fue el maestro venerado de toda una generación de escritores europeos, y sin el que no existiría, por ejemplo, la obra de Stefan Zweig, había fallecido ya cuando los nazis se hicieron con el poder, lo que no impidió a estos ponerle a la cabeza de la lista de los escritores “degenerados” cuyos libros no merecían otro destino que el fuego. En cierto modo fue “el Mahler de las letras”, y así como las composiciones de éste debieron esperar varias décadas hasta que obtuvieron el reconocimiento que merecían, también la obra de Schnitzler cayó en el olvido más absoluto (en nuestro caso un olvido de casi un siglo) hasta que no hace mucho ha vuelto a ser apreciada. A esta recuperación ha contribuido de manera notable la editorial Acantilado, a la que se debe la edición en castellano de gran parte de su obra narrativa. Hoy ya la nómina de libros de Schnitzler disponibles entre nosotros empieza a ser respetable, y de ellos los publicados más recientemente son En busca de horizontes, El regreso de Casanova y Relato soñado.

En busca de horizontes, de 1908, es tal vez la novela más ambiciosa, y una de las pocas que merece tal nombre, de este autor que ejerció su maestría en el relato y la novela corta. El libro tiene una voluntad testimonial, casi periodística, y constituye un extraordinario retrato de la sociedad vienesa de principios de siglo. Su protagonista, Georg, es un joven que se halla a las puertas de su ingreso en la vida, lo que otorga a su peripecia un tono de “novela de formación”, por mucho que la narración abarque sólo un período de dos años. Los horizontes a los que se refiere el título no son sólo los de Georg, sino también los de su hijo todavía no nacido, cuya gestación ocupa gran parte de la novela y a quien en el momento en que ésta fue escrita sólo podía augurársele un porvenir más que incierto, lo que la ulterior historia de Centroeuropa confirmaría trágicamente. Es la novela del fin de un mundo que aquí es descrito con detalle, el de la Viena finisecular, y por el que transitan numerosos personajes secundarios que componen un completo cuadro social. La edición que comentamos va precedida por una muy útil introducción de quien es además su traductor, Miguel Ángel Vega.

Schnitzler fue pionero en la exploración literaria de lo que podríamos llamar la parte oscura, o secreta, de la psicología humana. No es extraño, pues, que fuese de los primeros autores de ficción que se aventuró en el universo freudiano, un universo que se desveló paralelamente a la obra de Schnitzler y al que éste prestó una atención continuada. Mostrar ese mundo en términos narrativos exigía adentrarse en temas que la sociedad de la época consideraba escandalosos y que ocultaba hipócritamente, pero también puso a nuestro autor en la situación de tener que urdir nuevos procedimientos narrativos que permitieran domiciliar al lector en la plena subjetividad, y más aún: en el subconsciente, de los personajes. Así, Schnitzler hizo un amplio uso del monólogo interior mucho antes de que Virginia Woolf soñara siquiera con empezar a escribir. La novela mencionada más arriba es un buen ejemplo de lo anterior, como también lo es El regreso de Casanova, una de las obras maestras de Schnitzler en el género de la novela corta.

El regreso de Casanova fue escrita en 1917, y debió de ser una de las narraciones de Schnitzler que más disfrutó su amigo Freud. En ella el libertino y conquistador se nos aparece a las puertas de la vejez, ya cansado y deseoso de ser admitido en su natal Venecia, de cuyas cárceles se evadió hace años. Los datos que maneja el autor son reales y están tomados de los documentos que se conservan de la vida de Casanova, pero el episodio que nos narra es enteramente una ficción. Pues sucede que el burlador tropieza con una joven de gran belleza que le hace evocar sus andanzas de juventud y considerar las privaciones de su edad actual. En principio el ya más que maduro Casanova no alberga ningún plan de seducción hacia la joven, pero esto cambiará cuando ella se le aparezca como una competidora feroz en el plano intelectual. Marcolina es en efecto una erudita además de una belleza, por lo que viene a ser algo así como el ideal femenino que Casanova cree haber buscado durante toda su vida. Que el ideal hecho carne se le aparezca ahora es una humillación y una afrenta del destino que el cincuentón, convertido en enemigo a muerte de la juventud, no puede tolerar, por lo que de inmediato decide acosar y someter a la joven a cualquier precio. El relato contiene una de las mejores y más atrevidas descripciones psicológicas de toda la obra de Schnitzler, la cual constituye una profunda reflexión de carácter filosófico acerca de la vejez.

Relato soñado es una de las últimas narraciones de Schnitzler, escrita en 1925, y otra de sus obras maestras en el género de la novela corta. En apariencia, el relato nos presenta algunas escenas del deterioro de un matrimonio. Y digo en apariencia porque el asunto va mucho más allá, lo que torna aún más admirable este relato de apenas cien páginas construido todo él en torno a los sucesos reales o imaginarios acontecidos en una noche de carnaval. Sus protagonistas, Fridolin y Albertine, mantienen un inocente diálogo en el que se confiesan mutuamente lo cerca que han estado de la infidelidad la noche anterior. A partir de ahí, Fridolin inicia una aventura nocturna que le conducirá a cierta mansión desconocida en la que tiene lugar una orgía. Los excesos sexuales de ésta tienen su contrapunto en la fantasía de Albertine, sin que llegue a saberse qué parte de estos acontecimientos narrados es real y qué parte es producto de una ensoñación provocada por el deseo. La mañana traerá, de nuevo, una aparente normalidad, aunque queda en los personajes y en el lector la duda de si es posible soñar impunemente, o como dice Schnitzler: “La realidad de una noche, incluso la de toda una vida humana, no significa también su verdad más profunda”. Pero a la vez: “Ningún sueño… es totalmente un sueño”. Esta obra lírica y perturbadora fascinó a Stanley Kubrick, quien a su muerte dejó inacabada su versión cinematográfica, Eyes wide shut (1999), que se estrenó póstumamente.

Schnitzler fue médico y su exterior vida burguesa no dejó ver los desórdenes que se producían en el interior. Porque la obra de Schnitzler es toda ella producto de ese lado oscuro, proscrito por la sociedad, que es acaso la verdad más íntima del ser humano. Sus libros están llenos de pasiones, de irracionalidad, de sexo y de muerte, de lo que son buena muestra Apuesta al amanecer o La señorita Else, pero también de ironía y humor, los cuales son más perceptibles quizá en sus relatos, en especial en el último que escribió, Yo, que figura en la antología El destino del barón von Leisenbohg. Su radical modernidad, de la que ya participó en su calidad de miembro de la Jung Wien (Joven Viena), junto a Hofmannsthal y Karl Kraus, reside en el hecho de que supo ver como nadie esa vulnerabilidad a la que el hombre se enfrenta cotidianamente y que consiste en la pérdida de todo soporte y referencia, pérdida que subyace en la súbita anulación de las inhibiciones que nos impone la cultura. Es por ello nuestro contemporáneo y algo más: nuestro cronista.

martes, 24 de julio de 2012

LECTURA POSIBLE / 68


NUEVA EDICIÓN DE LA OBRA DE UN AUTOR DEL DESTIERRO: SIN LENGUA, DE VLADÍMIR KOROLENKO

Pocos momentos ha habido tan fecundos en la historia de la literatura como el que se vivió en Rusia durante el siglo XIX y en las primeras décadas del XX. Sólo los autores que pueden incluirse con derecho en la categoría que los estudiosos llaman del “realismo crítico”, y que abarca un período de casi medio siglo, constituyen una nómina abrumadora por la calidad y la convicción que pusieron en sus obras, fenómeno posiblemente irrepetible que se desplegó a la sombra de maestros bien conocidos, Tolstoi y Dostoievski, pero que adquirió vuelo propio en la narrativa de autores a los que el tiempo ha hecho menos justicia como Saltykov-Schedrin, Mamin-Sibiriak o Vladímir Korolenko.

Vladímir Korolenko (o Korolienko, según la grafía tradicional) perteneció a aquella generación de intelectuales rusos que, no obstante sus orígenes burgueses y a veces incluso aristocráticos, fueron críticos tanto con el estado de cosas en la Rusia de los zares como con el modelo instaurado en Occidente, lo que les llevó a adoptar un nacionalismo de raíz popular y en algunos casos, como el de Korolenko, literalmente a “desclasarse”, en la creencia de que los males ancestrales de Rusia sólo tendrían remedio en el propio pueblo ruso, en sus costumbres y en su forma de vida. Aquellos intelectuales progresistas fueron encuadrados de buena gana o sin ella en el “populismo”, baldón que se les aplicó en su tiempo con desprecio y que sin embargo no carecía de rasgos que tendrían su importancia en la obra posterior de un Antonio Gramsci y en la elaboración que éste hizo de conceptos como “nacional-popular” y “hegemonía”. Eso por no hablar de las actuales propuestas, en la esfera de lo llamado “alternativo”, acerca de la ocupación de pueblos abandonados y del retorno al espacio rural.

“Éramos una familia entremezclada, una de las típicas familias del sudoeste de Rusia”, cuenta en su autobiografía este escritor nacido en 1853 en Zhitomir, ciudad que hoy forma parte de Ucrania. Su padre descendía de nobles ucranianos. En cambio su madre era polaca, hija de un arrendador. Este mestizaje social, geográfico y cultural tendría gran influencia en su obra. En 1871 Korolenko ingresa en el prestigioso Instituto Tecnológico de San Petersburgo, que tendría que abandonar por razones económicas. En 1876 sufre su primer arresto, acusado de pertenecer a una organización revolucionaria clandestina. Por entonces publica en una revista su primer relato, Episodios de la vida de un buscador, obra en parte malograda pero que ya prefigura el porvenir del propio autor. En ella, en efecto, su protagonista  intenta “hallar en el pueblo respuestas a las preguntas que le atormentan y se dispone a irse a una aldea en calidad de zapatero ambulante”. Tras el entierro del poeta Nekrásov, acto que se convirtió en una manifestación multitudinaria contra el régimen zarista, Korolenko vuelve a ser arrestado y esta vez deportado a una remota aldea de la actual República de Udmurtia. A esta primera deportación sucedería una segunda, más al Este, y a continuación (ya en 1880) una tercera, a la Siberia Oriental. Por último, tras el asesinato de Alejandro II, en el que no tomó parte, Korolenko fue enviado a Yakutia, en el extremo oriental de Siberia. Durante estos años aprendió el oficio de zapatero, se familiarizó con las labores del campo y halló tiempo para escribir algunas de sus obras más notables, todas ellas producto de la observación y, todavía más, “de la acción, de la lucha, del contacto permanente con las gentes del pueblo, [ya que] el pueblo trabajador, la mayoría del cual la componían los campesinos, constituye el objetivo en quien se centra su atención”, según escribió hace ya tiempo Natalia Ujánova en una introducción a su obra.* El sueño de Makar, El halconero, El homicida y Los postillones del zar son algunos de los relatos que escribió durante su deportación siberiana.

De Korolenko el lector en español podía conocer hasta ahora una única novela, El músico ciego, conmovedora narración que describe el aprendizaje de un joven decidido a superar las taras físicas que padece desde su nacimiento y a lograr su plena realización personal. “El hombre ha nacido para ser feliz, como el ave para volar”, dice uno de los personajes de esta obra, la cual constituye una minuciosa y precisa descripción psicológica en torno al tema de la atracción de la luz, concepto en el que se inspira el humanismo de Korolenko, así como su optimismo innato acerca del progreso del hombre. Tales ideas, que están muy presentes en el resto de su obra, reclamaban una nueva interpretación filosófica y artística del individuo y de su destino social. “Descubrir el significado de la personalidad sobre la base del significado de las masas”, escribió, “ésta es la tarea del nuevo arte que vendrá a reemplazar al realismo”.

Korolenko también fue periodista, y como tal viajó a la Exposición Universal de Chicago de 1893, viaje que le serviría para redactar dos años más tarde esta novela, Sin lengua, que fue publicada entre nosotros hace décadas y que ha reeditado Ediciones Barataria. Acerca de la misma escribió: “Mi conocimiento de América es breve e insuficiente. Por eso he preferido situar en el centro de mi libro la figura de un paisano mío. El libro no se refiere a América, sino a cómo se le aparece a primera vista a un sencillo habitante de Rusia”.

Las primeras páginas se desarrollan en la humilde (e imaginaria) aldea ucraniana de Lozischi. Como excepción al servilismo propio de los habitantes de las míseras regiones agrícolas de Rusia, los de esta aldea poseen un orgullo instintivo que es herencia de un remoto tiempo de libertad y prosperidad. Así, “se decía que los habitantes de Lozischi recordaban algo, aspiraban a algo y estaban descontentos de algo”. Dicha aldea, en efecto, es el modelo, acaso más pretendido que real, de aquellas pequeñas comunidades en las que se instalaron los revolucionarios populistas con el propósito de aleccionar a sus habitantes y llamarlos a la insurrección. Son muchos los campesinos de Lozischi que han intentado emigrar en busca de nuevos horizontes, casi siempre sin éxito, ya que la mayoría fue apresada y devuelta a Ucrania por la policía prusiana. Pero he aquí que un día se recibe en el pueblo la carta de uno de los emigrados, la cual incluye un billete de barco para su joven esposa. Por la carta sabemos que el emigrado se encuentra en Estados Unidos, en la mítica y desconocida Minnesota. La escasa información que contiene la carta despierta la fantasía de los aldeanos, tanto más cuanto que su paisano debe de haber triunfado en América, pues como él dice “incluso a él, Osip Lozinski, le habían preguntado recientemente a quién deseaba elegir como presidente del país”. A lo que el narrador añade: “En una palabra, la libertad y lo demás le parecía muy bien”.

Inmediatamente, tras los pasos de Osip, se ponen en marcha Katerina, su esposa, un hermano de ésta, el gigantón Matvéi, y el pequeño Iván. Pero los contratiempos empiezan ya en el puerto de Hamburgo, en el que Katerina es separada de los otros y embarcada en un enorme trasatlántico. Sucede que las dificultades idiomáticas van a marcar toda la extraordinaria aventura de estos personajes, como dice ese campesino cargado de dignidad que es Matvéi: “Pues es verdad. Sin lengua va uno como un ciego o como un chiquillo”. Sin embargo encontrarán en su camino a otros trabajadores emigrados que les prestarán ayuda, ya que “el autor subraya la solidaridad de clase de los pueblos, que se auxilian unos a otros sin necesidad de recurrir al lenguaje”.**

Pero América, personalizada en esa imagen de la libertad en forma de mujer de bronce que “sobresale por encima de las casas más altas y de las iglesias, con la mano levantada, sosteniendo una antorcha tan grande que iluminaba el mar hasta muy lejos”, no tarda en revelarse completamente distinta de lo esperado. Pues no es sólo que la gran ciudad de Nueva York se aparezca a los inmigrados como un entorno hostil e incomprensible, sino que además les empieza a mostrar desde su misma llegada nuevas y desconocidas modalidades de corrupción y de dominación. Así, no es extraño que el honrado Matvéi empiece a soñar pronto con su regreso.

Korolenko cuenta la historia con la sensibilidad de quien comprende bien la psicología de los personajes y se compadece de su drama, pero también con humor, lo que permite que el libro sea leído, incluso en los pasajes en los que la inadaptación de los protagonistas les coloca en situaciones desesperadas, con una sonrisa que es también de comprensión, acaso de complicidad. Y eso a pesar de que el punto de vista de los inmigrantes, sobre todo de Matvéi, ponga al descubierto una y otra vez la lacerante inhumanidad de una sociedad y de un estilo de vida que, como no resulta difícil reconocer, son los nuestros.

Un hermoso libro, pues, cargado de verdad y de la mayor actualidad en nuestros días, en los que el persistente drama humano de la emigración no sólo subsiste, sino que adquiere además nuevas e inquietantes formas, cada vez más cercanas a nosotros. Y que debería servir para que se conociera mejor la obra de Korolenko, de quien su discípulo Gorki, que reconocía haberse formado con él como periodista, escribió: “En él no hay nada estridente, y sin embargo todo llega al corazón. Su tono es tranquilo, pero dulce y penetrante, un tono verdaderamente humano. Y en cada página se percibe la sonrisa de una persona inteligente que ha pensado mucho, de una gran alma que ha sufrido intensamente”.
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* Natalia Ujánova, El realismo crítico. V.G. Korolienko, en: Las mejores novelas de la literatura universal. Siglo XIX. Vol. 17. Cupsa Editorial, 1983.
** Ibídem.

martes, 17 de julio de 2012

LECTURA POSIBLE / 67


DEL REENCUENTRO DE MARX CON AMÉRICA LATINA, DE JORGE VERAZA. NUEVO PREMIO LIBERTADOR AL PENSAMIENTO CRÍTICO

El día 2 de julio se hizo público en Caracas el fallo de la séptima edición del Premio Libertador al pensamiento crítico, que fue otorgado al ensayista y pedagogo mexicano Jorge Veraza por su obra Del reencuentro de Marx con América Latina en la época de la degradación civilizatoria mundial. Entre los miembros del jurado figuraban la escritora brasileña Mónica Bruckmann e Ignacio Ramonet, director de Le Monde Diplomatique. En su edición anterior el Premio Libertador fue concedido a los autores españoles Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero por su obra El orden de El capital (Akal, 2010).

El escritor Jorge Veraza es licenciado de la Universidad Nacional Autónoma de México, en la que ha cursado estudios de economía y ciencias políticas. Actualmente es profesor de psicología social en la Universidad Autónoma Metropolitana Iztapalapa. Es autor de obras de gran relevancia en el pensamiento marxista actual como Subvirtiendo a Bataille (1987), introducción crítica al pensamiento del antropólogo francés; La subsunción real del consumo bajo el capital (1994), ensayo en el que se estudia la relación entre El Capital y los Manuscritos económico-filosóficos del joven Marx; Los peligros de comer en el capitalismo (2007), que ofrece un amplio panorama del sistema alimentario actual y de las enfermedades a él asociadas; Economía y política del agua (2007), obra en la que se trata de la privatización del agua y de su uso como mercancía; y de la novela Como aroma de orquídeas (1987), narración de carácter autobiográfico acerca de la cual el propio Veraza ha escrito: “La vida cotidiana del capitalismo es necesariamente trágica. De esta tragedia no podemos liberarnos sino al formar de modo antitrágico nuestra propia vida cotidiana”. Todas sus obras han sido publicadas por la editorial mexicana Ítaca.

Al emitir su fallo, el jurado del Premio Libertador, uno de los más importantes dedicados al ensayo en lengua castellana, afirmó que la obra de Veraza “constituye una contribución original y rigurosa al análisis del capitalismo contemporáneo y a su forma de acumulación, y postula una crítica teórica y una praxis emancipadora planetaria que partiendo de la relectura del marxismo enriquece el instrumental teórico para comprender la realidad caribeña, latinoamericana y mundial”. Según el autor, el libro surgió como texto polémico en respuesta a El desencuentro de Marx con América Latina, obra del argentino José María Aricó, frente a la que Veraza ha querido formular una interpretación de los conceptos de Marx aplicados a la realidad actual en América y el mundo.

El libro es una antología de textos ya conocidos de Veraza y se compone de cuatro partes. En la primera, titulada La historia del capitalismo hasta hoy: como si lo viera Marx, el autor parte de la revolución de 1848 para ilustrar el significado histórico del Manifiesto Comunista, extendiendo su análisis hasta el siglo XX, “el siglo de la hegemonía de Estados Unidos”. Se completa con una de las más interesantes y personales aportaciones de Veraza a la crítica del capitalismo, referida a la subordinación real del consumo bajo el capital. Esta primera parte concluye con cuatro observaciones críticas acerca de la interpretación de la historia en las obras de Giovanni Arrighi, Paul Johnson, Erik Hobsbawm y Toni Negri.

La subsunción real del consumo bajo el capital o el capitalismo contemporáneo es el título de la segunda parte. En ella Veraza explica la génesis estructural del concepto ya enunciado en la sección anterior, centrándose en el papel desempeñado en tal fenómeno por factores económicos, sociales y científicos como el automóvil, la televisión, internet y la biotecnología. Un capítulo aparte está dedicado a la economía y la política del agua, e incluye un repertorio de los argumentos que suelen emplearse para su privatización.

La tercera parte, El Capital, el mercado mundial y la nación, es una guía de lectura de la obra de Marx en el siglo XXI. Veraza consagra esta sección a lo que él llama “la lucha por la nación en la globalización”, elaborando una original definición del nacionalismo frente a la hoy muy de actualidad entre nosotros cesión de la hegemonía nacional. Como alternativa, el autor caracteriza en detalle la forma y el fondo de la idea de nación en el socialismo. El último capítulo es un comentario al prefacio de Engels a El origen de la familia, la propiedad privada y el estado.

La cuarta parte constituye una propuesta de reconstrucción del marxismo en el siglo XXI a la luz de las doctrinas de Hegel y Freud, lo que permite al autor reinterpretar la obra de Marx en el contexto del malestar en la humanidad, reivindicando al joven Marx filósofo autor de los llamados Manuscritos de 1844.

De las más de quinientas páginas que componen la obra cabe destacar por su novedad y su relevancia en el mundo contemporáneo dos temas: el de la subsunción del consumo bajo el capital y el de la conflictiva relación entre el estado nación y la globalización. “Subsunción”, escribe Veraza, “es un término latino que originalmente es sinónimo de sometimiento. Lo que denuncio no es entonces una mera ‘manipulación’ del consumo sino el sojuzgamiento del consumo por parte del capital”. A la subsunción formal y real del trabajo bajo el capitalismo ya se había referido Marx en El capital, empleando dicha palabra en lugar de la más común de “dominación” para ilustrar de manera específica la condición de esclavo bajo ciertas condiciones económicas, una condición que hoy se extiende al individuo en tanto que consumidor pasivo de objetos que se le imponen y que en su mayor parte no necesita. Veraza conforma esta teoría desde cuatro puntos de vista: como alternativa de explicación del capitalismo actual, como crítica a la justificación que de éste da el imperialismo, como intento de recuperar “en continuidad” las ideas de Marx y como descripción epocal de la contracultura y su comportamiento dual respecto del consumo contemporáneo.

Veraza analiza extensamente la irrupción de lo político en el estado nación y el carácter de éste en tiempos de soberanía limitada: “La economización de la sociedad (en particular de la política) abre paso salvajemente a los intereses privados de maximización de la ganancia no sólo en la sociedad civil, sino también en la sociedad política”. Aquí Veraza escoge el ejemplo de México para ilustrar cómo la política se convierte en narcopolítica, o sea, “feliz cumplimiento de una degradación estructural”. Que el caso de México es fácilmente extrapolable queda patente en el siguiente párrafo: “La vida política se encuentra crecientemente dominada por la manipulación mediática al servicio de la clase dominante. (…) La magra modernización alcanzada hoy no ha removido la brutalidad, sólo la ha sofisticado. Subsisten correlativas herencias autoritarias (y) el Estado de derecho no prevalece según la justicia sino que se usa a discreción de los más oscuros intereses de camarilla, que se implementan con toda la fuerza del Estado simplemente porque para la camarilla la justicia coincide con sus intereses”. Y añade: “El sistema capitalista no es nacional, sino internacional, y uno de sus mecanismos autodefensivos consiste precisamente en duplicar la opresión de clase por sobre la explotación del plusvalor mediante la opresión colonialista”. En el debate sobre el sentido de un nacionalismo revolucionario proletario, Veraza escribe que éste “alude fundamentalmente no al Estado, sino al sistema de valores mediante los cuales la clase obrera logra autorreproducirse para que este sujeto social se conserve y se desarrolle. (…) Se trata de contenidos más propios de la sociedad civil que alusivos al Estado o a la propiedad capitalista del territorio y los recursos naturales, pero que llegan a poner en cuestión dicha propiedad si ésta atenta contra la configuración cualitativa de los valores de uso referidos, entre ellos el aire, el agua, etc.”

La obra de Veraza constituye un certero análisis del capitalismo contemporáneo, así como de las propuestas que ofrece hoy un socialismo del siglo XXI dedicado a actualizar el pensamiento de Marx, tarea en la que tiene especial protagonismo Latinoamérica y a la que Veraza viene contribuyendo de manera decisiva desde hace varias décadas. El carácter de antología que posee el libro lo convierte en idóneo para introducirse en el pensamiento integral de este autor, el cual es parte influyente en las actuales transformaciones que experimenta Latinoamérica, continente que hoy atesora una fresca y rigurosa reflexión para una alternativa emancipadora.

martes, 10 de julio de 2012

LECTURA POSIBLE / 66


SÁBADO POR LA NOCHE Y DOMINGO POR LA MAÑANA, DE ALAN SILLITOE. MODERNIDAD DE UNA NOVELA SOCIAL

Si de lunes a viernes el embrutecedor trabajo en la fábrica apenas le deja algo de tiempo para sus adúlteros amoríos, el fin de semana de Arthur Seaton, protagonista de Sábado por la noche y domingo por la mañana, oscila entre las borracheras o los resultados futbolísticos y el programa de peticiones musicales de la radio. El cínico y deslenguado Arthur es de la estirpe de Jimmy Porter, el personaje de la obra Mirando hacia atrás con ira que fue magníficamente encarnado en la pantalla por Richard Burton (1959). Pero con una diferencia, pues si Jimmy era un licenciado universitario enemistado con el mundo, con la vida y sobre todo con él mismo, Arthur es en cambio un proletario al que encontramos en las oscuras callejas manchadas de hollín y en las sórdidas tabernas de la industrial Nottingham, convertida aquí en urbe neorrealista por la que hombres y mujeres sin horizonte pasean su frustración, sus pequeñas satisfacciones cotidianas y su rabia. Por cierto que la novela protagonizada por Arthur Seaton también fue llevada a la pantalla: dirigida por Karel Reisz en 1960, y como la mencionada más arriba, se convirtió en el acto en referente imprescindible del Free Cinema.

Allan Sillitoe es más conocido entre nosotros por su relato La soledad del corredor de fondo, obra que cuenta también con adaptación para el cine y a cuyo éxito se debe la divulgación fuera de Gran Bretaña del libro del mismo título y de su autor. Otra cosa muy diferente sucede en las islas, donde el nombre de Sillitoe evoca inmediatamente esta Sábado por la noche y domingo por la mañana, novela primeriza que encumbró a su autor y que, tras caer en el olvido, volvió a ponerse de actualidad, junto a toda la gran tradición británica de novela social, en los años de gobierno de Margaret Tatcher, lo que como es sabido daría lugar a su vez a una nueva ola de literatura y cine social hoy felizmente en activo. Sillitoe es miembro relevante de aquella generación de jóvenes airados que a mediados del siglo pasado puso patas arriba a la conservadora y circunspecta sociedad británica, amodorrada sociedad sumida en sus glorias imperiales y en su victoria contra Alemania. De postguerra son las grandes obras de John Osborne, Tony Richardson y Kingsley Amis, como de postguerra es esta novela que tras pasar algunos años descatalogada ha sido ahora publicada, con una nueva y excelente traducción, por la editorial Impedimenta.

El padre de Sillitoe, obrero en una fábrica como el protagonista de la novela, además de bebedor ocasionalmente violento, y los recuerdos juveniles del propio Sillitoe constituyen gran parte del material en que se sustenta la narración de la vida y milagros de Arthur Seaton, cuya historia fue escrita en Mallorca después de que su autor contrajera la tuberculosis en acto de servicio, durante el tiempo que pasó destinado por la Royal Air Force en Malasia. Quizá fue esa tuberculosis la que convirtió a Sillitoe en escritor, ya que la lectura a la que se dedicó en su larga convalecencia le alejó definitivamente de la fábrica de bicicletas de Nottingham a la que parecía encaminado. En Mallorca el autor vivía con la poetisa norteamericana Ruth Fainlight, importante autora casi desconocida entre nosotros que años más tarde tendría gran amistad con Sylvia Plath y que escribió: “Al igual que todo organismo viviente, la poesía es una combinación única de leyes inexpugnables y de lo totalmente inesperado”.

De leyes inexpugnables y de lo inesperado trata precisamente la novela de Sillitoe que comentamos. Pues su protagonista Arthur Seaton, joven de veintidós años, vive su existencia de obrero y pícaro en sus ratos libres sin hacerse preguntas ni reflexionar más allá de lo que exigen sus borracheras y sus líos amorosos. La alienada conciencia de este personaje, cuyo itinerario está marcado por sus sucesivas amantes, primero la maternal y nuevamente embarazada Brenda, luego Winnie y finalmente Doreen, experimentará una progresiva transformación que le revelará la futilidad de su existencia. Y es que Sillitoe, en su estilo directo y distanciado, carente de sentimentalismos y que evoca el género del documental, reflexiona aquí acerca de la rebeldía juvenil mal entendida y del papel que debía corresponder a la clase obrera en la nueva sociedad que se erigía tras la postguerra. De ahí su carácter atemporal, que otorga al libro una permanente modernidad.

No es extraño que dicha transformación se inicie cuando su amigo y compañero de trabajo Jack, el marido de Brenda, es ascendido, convirtiéndose de pronto en su superior en la intrincada jerarquía de la vida laboral. Esta circunstancia en apariencia menor trastorna de improviso la visión del mundo que hasta ahí ha gobernado la mente de Arthur, quien desde ese momento empezará a vislumbrar zonas sombrías en el delirante mundo fabril en que se desarrollan cinco de los días de la semana, así como en los dos restantes, días estos que antes correspondían a una tan deseada como ilusoria libertad. Sus jefes, sus compañeros, los sindicatos, el gobierno, nada quedará a salvo de esta nueva percepción crítica que se apodera de Arthur, lo que sucede de modo natural y sin que el autor incurra en las debilidades panfletarias que lastraron en su momento otras obras ya clásicas de la literatura social anglosajona, entre ellas La jungla, novela ambientada en los mataderos de Chicago que Upton Sinclair escribió en 1906.

Parte notable de la eficacia narrativa de Sillitoe, en la que en vano se buscarán virtuosismos o sofisticaciones literarias, recae en los diálogos de la novela, plagados de un lenguaje popular equivalente al cockney del East End londinense y que han sido admirablemente preservados en la traducción de Mercedes Cebrián. No por casualidad Karel Reisz encargó el guión de la adaptación cinematográfica al propio autor, a quien se debe que la fluidez verbal ya presente en la novela se conserve en el film. En este, el papel de Arthur fue interpretado por Albert Finney, otro miembro de aquella influyente pandilla de los Angry Young Men cuyas obras en todos los géneros (novela, teatro, cine) han resultado ser de lo más fresco y estimulante de la producción cultural británica del siglo pasado.

Autor fecundo, Sillitoe escribió no menos de cuarenta novelas (de las que sólo unas quince se han traducido al castellano), además de varios volúmenes de poesía y teatro. La obra de este autor fallecido hace ahora dos años, y la de su generación, fue la respuesta acaso inconsciente a un artículo de Penelope Houston aparecido en Sight and Sound en 1955 y que se llamaba A Country to discover (Un país por descubrir). En él la autora se quejaba de que la literatura y el cine británicos de la época vivieran totalmente de espaldas a la realidad social. Situación que hoy también es visible en nuestro cine y nuestra novela, y que la lectura de libros como el de Sillitoe podría empezar a remediar.
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Un fragmento de Sábado noche, domingo mañana (1960), de Karel Reisz, con Albert Finney y Rachel Roberts:

martes, 3 de julio de 2012

LECTURA POSIBLE / 65

ANNEMARIE SCHWARZENBACH, UNA MUJER EN EL DESIERTO

La aventura de Annemarie Schwarzenbach está rodeada de la atmósfera misteriosa y vital de los pioneros, no obstante ser los suyos un viaje y una búsqueda que cuentan con un preclaro antecedente. En 1899 la por entonces veinteañera Isabelle Eberhardt hizo la maleta, abandonó su pacífica Suiza natal y se marchó al Sahara. El resto de su breve existencia tiene un carácter mítico que todavía hoy no deja de sorprender y que en 1991 dio lugar a una adaptación fílmica dirigida por Ian Pringle. Sus relatos, obra de una beduina conocedora del desierto y de las pasiones que bullen en él, tardaron en conocer la difusión que merecían, y sin duda alimentaron los sueños de la también suiza y adolescente Annemarie Schwarzenbach, que no tardaría en seguir sus pasos. 

El general Lyautey conoció a Isabelle Eberhardt, a la que encomendó una misión diplomática en Argelia. Sobre ella escribió lo siguiente: “Era lo que más me atrae del mundo: una rebelde. Encontrar a alguien que sea verdaderamente ella misma, fuera de cualquier prejuicio, cualquier cliché, y que pase por la vida tan liberada de todo, cual pájaro en el espacio, sí, qué regalo… ¡Amaba ese prodigioso temperamento de artista y todo lo que en ella hacía sobresaltar a los notarios, caporales y mandarines de cualquier calaña!” Comentario que a Annemarie Schwarzenbach no le habría desagradado que se refiriese a ella misma. 

Para el lector en castellano ésta última ha sido hasta hace unos años sólo un nombre con el que era posible tropezarse en los lugares más insospechados. Aparece en la dedicatoria que Carson McCullers, con la que convivió unos años en Nueva York, escribió para su novela Reflejos en un ojo dorado. Los lectores de Klaus Mann la recordarán por el viaje que ambos hicieron a Moscú en 1934 para asistir al Congreso de Escritores. Además, el apellido Schwarzenbach se vio envuelto, muy a pesar de Annemarie, en el escándalo que puso fin a la historia del Pfeffermühle, el cabaret antifascista que otro miembro de la saga de los Mann, Erika, abrió en Zurich durante su exilio en esta ciudad. Era, pues, un personaje al que conocíamos de oídas, pero de cuya vida no sabíamos gran cosa, no digamos ya de su obra. Esta laguna ha venido a llenarla la benemérita editorial Minúscula con cuatro libros que reúnen buena parte de sus relatos y su novela más conocida: Muerte en Persia

Annemarie Schwarzenbach nació en una de las familias más linajudas de Suiza. Su madre estaba emparentada con el canciller Bismarck y tenía gran amistad con Arturo Toscanini, además de con los miembros de diversas casas reales. Pero ya de niña “el ángel devastado”, como la llamaría Klaus Mann, dio muestras de no encajar en tan noble familia, lo que motivó numerosas consultas médicas y un diagnóstico implacable, terrorífico para quien se hallaba aún en plena pubertad: esquizofrenia. En la Universidad de Zurich estudió historia y literatura, escribió sus primeros relatos y siguió dando muestras de su “extravagante” conducta. Su familia, y en especial su madre, no entendía esa afición de la joven a vestirse como un hombre y a llevar el cabello cortado a lo garçon, por no hablar de los rumores que ya entonces empezaban a circular acerca de su homosexualidad. En 1939 conoció a los hermanos Mann, con los que mantendría una variable relación que acabaría por enfriarse tras el cierre del cabaret de Erika, en el que tomó parte activa la poderosa familia Schwarzenbach. Viajó como fotógrafa a España y Afganistán, pero fue en Persia donde encontró “algo más que un viaje: una experiencia”, como escribió a Klaus Mann en una de las múltiples cartas que le dirigió. En medio de ello estaba su adicción a la morfina, además de un desastroso matrimonio con un diplomático francés. A estos años, que en Alemania son los del ascenso del nacionalsocialismo, corresponde la transformación de Schwarzenbach en escritora. 

“La concepción que tiene Schwarzenbach de Persia como espacio de itinerancia y escritura por antonomasia, y por tanto también su concepción de Muerte en Persia, están íntimamente relacionadas con el origen, la forma y el objetivo de sus viajes”, nos dice Roger Perret en el posfacio de la novela. Su primera expedición a Persia fue en 1934, como etapa final de un viaje por Oriente. La segunda, pocos meses después, constituye ya la decisión consciente de una “iniciada”, convertida en miembro de una excavación arqueológica en Rhages, al norte de Irán. Volvería dos veces más, la última en 1939 en compañía de Ella Maillart, también fotógrafa y autora de libros de viajes. Gran parte de la obra literaria de Schwarzenbach es producto directo de su conocimiento de Persia, así como del deseo de explicarse a sí misma las razones por las que ese país la atraía para “sucumbir allí a innominadas tentaciones”, según escribió. Así, Muerte en Persia es un libro con fuerte carácter autobiográfico por el que desfilan personajes reales como André Malraux y otros que nos son conocidos por su correspondencia, entre ellos la joven turca a la que amó con pasión y cuyo nombre ficticio es Yalé, acaso única ficción en un relato que conmueve por su autenticidad. En él, un personaje no menor es la naturaleza salvaje con sus colinas pedregosas, los valles y desiertos de la región, escenario de la vida miserable de las gentes del campo y de los occidentales que habitan entre ellas, aventureros, europeos huidos del nazismo, diplomáticos, arqueólogos y otros errantes sin actividad conocida, devueltos en Persia a un estadio humano anterior a la civilización y en los que sus alegrías, amores y miedos adquieren por ello una dimensión casi sobrehumana. Pero ese escenario de sublime belleza es sobre todo el de la tragedia de la soledad. 

En Todos los caminos están abiertos, título ya clásico en la literatura de viajes, Schwarzenbach narra su turbulento viaje a Afganistán, de nuevo en compañía de Maillart y su morfina, y lo hace con la intuición exacta de quien tiene derecho a reclamarse el último viajero de las tierras vírgenes, que poco después serían sometidas al progreso occidental y finalmente a la devastación de la guerra. No es extraño, pues, siendo como era ella una gran conocedora de los paisajes y la ruinas, que su viaje cobre la forma de una iniciación que es a la vez fuga y búsqueda, ambas vividas con la intensidad propia de una existencia puesta al límite y manifestada con exquisita poesía. 

Perdido en un archivo de Suiza hasta 2007, el manuscrito de Ver a una mujer ahonda en esa autenticidad ya mencionada para rescatarnos un fragmento de vida, el encuentro fortuito de la autora en un hotel de Saint Moritz, en la Engadina, con una mujer por la que experimentará un deslumbramiento amoroso que se nos presenta aquí en forma de texto casi automático, irreflexivo, inseparable de los hechos narrados, hechos que pocas veces se han descrito tan vivamente en primera persona. El título del relato (que carece de él ya que sin duda no fue concebido para su publicación) se ha tomado de su primera frase: “Ver a una mujer, sólo por un segundo, sólo por el breve lapso de una mirada, para luego volver a perderla, en la oscuridad de un pasillo, tras una puerta que me está vedado abrir”. Puerta que no permanecerá cerrada mucho tiempo, tras la que espera una revelación y que tiene el carácter huidizo de los grandes misterios de la vida. La narración transcurre en una semana, tiempo suficiente cuando la intensidad con la que se vive el momento es total (o mortal) y tras la que la amada vuelve al desconocido lugar del que surgió. 

Por último, el volumen Con esta lluvia recoge catorce relatos de Schwarzenbach, nunca publicados en vida de la autora a pesar de que algunos de ellos le fueron enviados a Klaus Mann desde su exilio persa. Son historias escritas en los años de Muerte en Persia, que obedecen por ello al mismo impulso y por los que transitan a menudo los mismos personajes. El personal estilo de estas narraciones carece por completo del aura mágica de los cuentos de las mil y una noches (lo que explica en parte, además de la censura, la escasa difusión de la obra de Schwarzenbach en vida) y más bien aparece aquí y allá el eco de alguno de los más influyentes novelistas de la época, entre ellos Hemingway. Sus protagonistas son jóvenes europeos y norteamericanos que, como dice alguno de ellos, se consideran “soldados sublevados” y que viven en permanente conflicto con el desértico entorno, al que sin embargo están encadenados a la manera que sucede en las grandes y trágicas historias de amor. 

Y no otra cosa sino esto, una gran historia de amor, fue el paso de la libre y rebelde Annemarie Schwarzenbach por la vida, de la que se despidió a los treinta y cuatro años de edad tras sufrir un accidente. Como el de su antecesora Isabelle Eberhardt, su viaje, del que estos libros nos han dejado constancia, estuvo generosamente cargado de amor o lo que es igual: de deseo de compartir. Eso mismo, en beneficio entonces de sus amantes y ahora de sus lectores, es la literatura.