martes, 31 de mayo de 2016

LECTURA POSIBLE / 212

MAJDA EN AOÛT, DE SAMIRA SEDIRA. UNA HISTORIA DEL SILENCIO

“Decidieron de común acuerdo que no había que hacer nada, no decir nada. Nada que pudiera perjudicar a su hija. Era preciso olvidar. El tiempo recompensaría el esfuerzo”. Majda es una mujer de cuarenta y cinco años que sufre esquizofrenia. Cuando se sumerge en las voces que oye, amenazantes y agresivas, ella se encuentra en un hospital psiquiátrico en el que reina el silencio. A este lugar, al pabellón de mujeres del Hospital Henri Guérin, llegan sus padres, que no la han visto desde hace años. Él, Ahmed, y ella, Fouzia, recogen a su hija y la llevan a su apartamento, en la región de Var, cerca de Marsella. Así empieza la historia de Majda en août, segunda novela de Samira Sedira que ha publicado Éditions du Rouergue.

Samira Sedira nació en 1964 en Annaba, al noreste de Argelia. Siendo niña, sus padres emigraron a Francia y se instalaron en La Seyne-sur-Mer, en Var, donde todavía vive su madre. Tras concluir el bachillerato, ingresó en la École de la Cómedie de Saint-Etienne para estudiar interpretación, y como actriz, además de intervenir en papeles secundarios en producciones para la televisión y el cine, ha recorrido numerosos escenarios franceses, entre ellos el del Festival de Aviñón, donde en 2004 estrenó Daewoo, pieza basada en la novela homónima de François Bon.

Sedira nunca fue una estrella, pero trabajaba regularmente. En 2008, según supo por una carta de Assedic, la institución francesa reguladora del empleo, su licencia de trabajo en Francia fue cancelada. A la memoria de nuestra autora tuvo que venir entonces el tema de la obra representada cuatro años antes, esta Daewoo que trataba de ser testimonio de un acontecimiento real: el cierre entre septiembre de 2002 y enero de 2003 de las plantas que el grupo coreano del mismo nombre había poseído en Lorena, plantas que fueron construidas a golpe de subvenciones del gobierno y que estuvieron dedicadas a la fabricación de televisores y hornos microondas. François Bon, el autor de la obra, visitó aquel paisaje devastado por la crisis de la industria del acero y escribió: “La primera vez que entré en la fábrica la encontré vacía. Ni rastro de la violencia social que había puesto en pie de guerra a mil doscientas personas, la mayoría mujeres”. A esta historia que era también de silencio y a cuatro de las trabajadoras que fueron despedidas les puso voz Bon, y uno de estos personajes fue el interpretado por la actriz Samira Sedira. Una actriz, de repente, en paro.

En los siguientes años, mientras se ganaba la vida como mujer de la limpieza, la ex actriz corrió la suerte de muchos miles de inmigrantes llegados a la opulenta Europa. Un día creyó ver los ojos de su madre en el fondo negro del desagüe de un fregadero, y comenzó a escribir las palabras de las que habían sido privados sus padres: en primer lugar la madre, que una vez le confesó entre lágrimas que ignoraba cómo había que comprar en un supermercado y cómo debía firmar un documento, y cuyo mayor lujo era el jabón Lux, un jabón de olor penetrante, como también lo es el de los teatros. Sedira ha explicado en una entrevista que desde ese momento la existencia de su madre invadió la suya: “Veía su cara y me veía a mí misma. Eso es lo que soy, lo que nunca quise ser. Yo había seguido mi camino para tener mi propia identidad, pero cuando empecé a trabajar en la limpieza mis orígenes me saltaron a la cara”.* Por entonces Sedira vivía en Maisons-Alfort, en la periferia de París, con su hijo de siete años y su compañero, un profesor de ciencias. Y allí surgió su primera novela, L'odeur des planches, que fue publicada en 2013 por Rouergue y que al año siguiente se convirtió también en obra de teatro, cuyo papel principal fue interpretado por Sandrine Bonnaire. La obra, en su mayor parte autobiográfica, trata de las mujeres de la limpieza, del desprecio, pero también de las dificultades de la primera generación de inmigrantes magrebíes, de sus esperanzas, de su dignidad y de sus problemas de adaptación. La crítica dijo entonces que la escritura de Sedira “sopla como los vientos contrarios que atraviesan el Mediterráneo de sur a norte”.

La protagonista de la novela aparecida hace unas semanas, Majda en août, es una hija de inmigrantes y una esquizofrénica. En sus páginas se lee que “Majda mastica su rabia en silencio, encorvada, reducida. Bajo la carne, el corazón inquieto enloquece”. Hija de un padre argelino y de una madre tunecina, la mayor de siete hermanos, Majda es ahora una mujer a medio camino entre dos culturas: la de la infancia, que los hermanos varones vivieron con gran libertad, “como reyes”, mientras las hijas eran educadas para el trabajo doméstico; y la adulta, iniciada en la universidad a la que accedió la protagonista a fin de huir de la primera. Será precisamente al recibir su título cuando algo inesperado suceda en la conciencia de Majda.

Y es que la protagonista había sido uno de esos “olvidados”, en especial chicas, que es frecuente encontrar entre los hijos de inmigrantes de primera generación y de los que se sabe poco, pues no en balde las suyas son historias de las que quedan en el silencio de la intimidad familiar. Devuelta a ésta tras pasar años internada en una institución, la adulta Majda evoca su infancia de “olvidada” y el momento en que, a los doce años, le crecieron los pechos, lo que significaba “que tenía que obedecer a todos” porque a partir de entonces “su rectitud moral debía ser la garantía del honor del clan”. Al respecto de esto, y a propósito de sí misma, la autora ha recordado que en su adolescencia padecía anorexia, ya que, como ha escrito, “quería borrar cualquier signo externo de la feminidad”. Esta feminidad que es vivida como una desgracia es ajena a toda consideración religiosa, y ello tanto en el caso del personaje novelístico como en el de la propia autora, pues se trata más bien de una herencia recibida de la tradición de los ancestros, del lugar por el que se entra en la vida. Para Majda, sin embargo, el primer espacio de liberación y a la vez de fijación de una identidad nueva, el de la escuela, deviene enseguida en causa de conflicto y de injusticia. En él Majda es agredida sexualmente por un compañero y a la vista de su hermano, el cual lo ve, lo sabe y calla. ¿No habían sido educados para guardar silencio?

La vida en la universidad y el trabajo en París se manifiestan para el personaje como un nuevo territorio de emancipación, esta vez alcanzado conscientemente. Pero será aquí donde sus dos identidades choquen, no para propiciar que se rompa con el pasado o para que éste se olvide, sino para desatar una ruptura interior. A la misma sobrevivirá Majda, aunque no indemne. De ella será rescatada tiempo después por sus padres, con quienes pasará un mes de agosto en Var, mes de dolorosa evocación y de incomprensiones mutuas dominado por la ausencia de los hermanos y la timidez y la vergüenza de los padres, que no saben cómo lidiar con esa extraña que pasa la mayor parte del tiempo drogada y no obstante esperando, como también ellos, una palabra, una mirada.

Afirma nuestra autora que si algo caracteriza a la nueva generación que desciende de los que emigraron es la pérdida de identidad. Si ahora ellos se acercan a la religión no es porque así se lo hayan inculcado sus padres, sino todo lo contrario: “porque buscan alivio en aquello de lo que nosotros nos deprendimos”. Lo que muestra Majda en août es el proceso de una integración fallida. El personaje recorre las calles con una mirada que es a la vez delirante y turbadoramente lúcida, hace la compra, y son en particular las mujeres, sus compañeras de fortuna, la que reclaman su atención: “Parecen felices todas esas mujeres, más decididas que ella, más dotadas para la vida”, anota la narradora. “A veces, sin embargo, un gesto revela su angustia, un mechón de pelo que una de ellas coloca nerviosa detrás de la oreja, un objeto que otra busca desesperadamente en el fondo del bolso, los labios que se mueven mecánicamente. A veces la mirada frenética de una de ellas se desliza sobre Majda, sus ojos se encuentran brevemente. Hasta que Majda se da cuenta de que la otra no la ve”. Esta ceguera y este silencio que ella descubrió en su familia treinta años atrás se han generalizado, advierte Majda, y han llegado a ser hoy el signo de los tiempos. En eso consiste su enfermedad: en el repudio de la ceguera y del silencio.

Samira Sedira narra sirviéndose de frases cortas, hirientes, cargadas de una dura y amarga belleza. Nada de lo que el desdén o el miedo han convertido en caricatura (acerca de los locos, los magrebíes, los musulmanes o las mujeres) se encontrará en estas páginas, redactadas desde un profundo interior en el que no sirven las máscaras. Por ellas transita una misoginia de la que carecía el padre pero no así los hermanos y los compañeros de escuela de la protagonista, y que en especial estaba presente en Fouzia, la madre, quien quería que su hija fuera una buena chica, prudente en el aula, sabia y diligente en casa. De la interiorización de esas reglas se infería ante todo que nadie excepto una misma tenía la culpa, pero también que la niña no debía tener infancia pues debía ser una pequeña madre, en anticipo de sus deberes futuros. “Sucedió, eso es todo. Podemos respirar con regularidad y estar muertos. Respirar y estar muertos. Es así, según parece, como debe ser”. Un libro, este de Sedira, escrito con ira pero sin odio, concebido desde el arraigado anhelo de contar, de escuchar y comprender.
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* Alexandra Schwartzbrod, Samira Sedira, la combattante, Libération, 16/5/2016

martes, 24 de mayo de 2016

LECTURA POSIBLE / 211

EL MALDITO KLAUS MANN

Tal como le sucedería a una estrella del pop, al malogrado hijo de Thomas Mann no dejan de salirle estudiosos tenaces dispuestos a indagar en su vida y muerte, convertidas ambas en objeto de investigación y sobre todo en alimento de una leyenda que hace ya tiempo le puso a la cabeza de los autores malditos. Hay que admitir que la historia del personaje se presta a ello, y no sólo por las vicisitudes propias, que las hubo, sino también por su pertenencia a una familia, la de los Mann, que reunía todo lo necesario para reclamar la atención legítima de escritores honestos y curiosos pero también la de gacetilleros rapaces y sensacionalistas. No es poco lo que se ha escrito acerca de los Mann, acerca de la homosexualidad más o menos reprimida de algunos de ellos y del psicoanálisis, de los conflictos paterno-filiales y del uso y abuso de las drogas, del exilio, la guerra y los suicidios, y no en último lugar acerca de la predisposición al parecer natural de la generación anterior, la del padre Thomas y el tío Heinrich, para airear públicamente en sus escritos una hosca rivalidad fraterna que era política y literaria, sin duda, pero que también era con frecuencia más oscura y cuyas raíces se hundían en la más endiablada irracionalidad infantil. También eso fue parte del voluminoso legado que los viejos Mann dejaron a los pequeños, un legado al que nuestro Klaus no pudo sobrevivir. De ello trata Cursed Legacy. The tragic life of Klaus Mann (Yale University Press), último libro hasta la fecha de los que han tratado el complejo asunto de los Mann y del que es autor el norteamericano Frederic Spotts.

El lector de este lado del océano ya tiene noticia de Frederic Spotts, al que se debe el ensayo Hitler y el poder de la estética, importante contribución al estudio de las relaciones entre el nazismo y el arte (especialmente la música) que en España publicaron en 2011 Antonio Machado Libros y la Fundación Scherzo. Anterior a este título es Italy, a difficult democracy, que Spotts escribió en colaboración con Theodor Wieser. Como diplomático, Spotts, nacido en 1930, representó a su país en París, Bonn y Roma, y es miembro destacado de la American Civil Liberties Union, organización ya casi centenaria dedicada a preservar los derechos civiles y las libertades en Estados Unidos.

No por capricho la escritora Marianne Krüll inició ya hace años su célebre ensayo La familia Mann describiendo las circunstancias que rodearon el suicidio de Klaus en Cannes en 1949. Aquella biografía familiar era para su autora un proceso en el que se confundían el auge y la decadencia de sus protagonistas, y todo ello, por otra parte, con un período turbulento de la historia de Europa, proceso que a la manera de un círculo que se hubiera estado cerrando ya desde el principio tuvo su consumación con aquella muerte que no sorprendió a nadie, acontecida en la mayor soledad y a muchos kilómetros de la familia, pero a la vez íntima y turbadoramente vinculada a ella. Después de eso, a los Mann les quedaba muy poco por decir.

Si es cierto que, como decían los existencialistas, todos somos víctimas de lo que la familia y la historia hacen con nosotros, habrá que reconocer que el caso de nuestro Klaus Mann representa en su pequeño microcosmos, en la modestia que es propia del ejemplo individual, la terrible y desproporcionada huella de una época, de cuya masa anónima de muerte y destrucción, a la que casi siempre es difícil poner cara, nombre y apellido, destaca el episodio individual precisamente por serlo, y por ofrecer al estudioso una extensa documentación que pese a ser en apariencia inagotable estará siempre más cargada de preguntas y perplejidades que de respuestas. Klaus, segundo de los seis hijos de Thomas y Katia Mann, nació en Múnich en 1906, y, cosas de familia, ya en 1932 publicó su primer ejercicio autobiográfico, Hijo de este tiempo, donde narró su infancia y primera juventud a la manera de las novelas de formación que tan del gusto eran de su padre, y que le sirvió de paso para enemistarse con éste a causa de la confesión de homosexualidad que transitaba por sus páginas. No era una nadería salir del armario con poco más de veinticinco años, en vísperas del triunfo del nazismo y cuando se llevaba el apellido del autor más reconocido de Alemania. Llovía además sobre mojado, pues no en balde el padre venía luchando con ahínco desde hacía décadas para disfrazar su propia homosexualidad y encubrirla bajo un barniz familiar de decoro burgués. Thomas no se lo perdonó a su hijo, y el asunto fue motivo de encono entre ellos (un encono tanto mayor cuanto que se desenvolvía en silencio) hasta la muerte de Klaus.

Que estos Mann tuvieron una vida pública en la que no dejaban de ventilarse sus conflictos no debería ser quizá causa de sobresalto en estos tiempos nuestros de “Gran Hermano”, pero hay que trasladar la imaginación a aquellos años para hacerse una idea aproximada de lo que para ellos pudo significar vivir sus interioridades tan abiertamente. Refiere Klaus en su juvenil autobiografía cómo los pequeños Mann sabían de oídas de la existencia del tío Heinrich, novelista que competía con Thomas, desfavorablemente para él, por ser el autor más prestigioso y galardonado de la República de Weimar, un tío cuyos libros podían ser leídos a escondidas del padre, pero con el que no era posible tener otro contacto por culpa de una vieja desavenencia cuyas razones el pequeño Klaus tardaría décadas en esclarecer. Si es que llegó a hacerlo alguna vez. Las causas cercanas de dicha desavenencia se remontaban obstinadamente, con la cabezonería y la arrogancia propias de los viejos Mann, a los inicios de la Gran Guerra, a un ya para entonces lejano 1914 en el que Thomas cometió el mayor disparate de su vida, cuando saludó el inicio de las hostilidades en un libro titulado Pensamientos sobre la guerra, en el que entre otras cosas se lee: “Los nexos que unen el arte y la guerra son la conjunción de entusiasmo y orden, la valentía, la capacidad de soportar esfuerzos y derrotas; desprecio a todo lo que significa ‘seguridad’ en la vida burguesa; entrega hasta el final. ¡Guerra! Era la purificación, la liberación, y una inmensa esperanza”. Si puede resultar incomprensible que el autor de La montaña mágica se expresara en estos términos y en otros semejantes es porque no suele tenerse suficientemente en cuenta el grado de despiste que puede alcanzar un intelectual más naturalmente dado a lo abstracto y a la ficción que a interpretar su realidad presente. Pero no es sólo eso, ya que no hay una palabra en este obsceno y trastornado ensayo que no vaya específicamente dirigida a su hermano Heinrich, pacifista convencido y militante con el que Thomas, según parece, mantuvo una agria discusión al respecto en casa de unos amigos. Al año siguiente, en 1915, cuando ya nadie podía tener duda de lo que era en verdad la guerra moderna, Thomas se sintió obligado a escribir un segundo ensayo con el mismo título y también dirigido virulentamente contra su hermano, el cual replicó en el acto con un poderoso alegato antibelicista que para sortear la censura de guerra tuvo que tratar indirectamente de ésta por medio de Zola y de su J’accuse. Allí escribió: “En el fondo nadie cree en el Imperio por el que se ha de vencer. Un Imperio que ha consistido únicamente en violencia y no se ha basado en la libertad, la justicia y la verdad, que sólo ha dado órdenes que han sido obedecidas sumisamente, en el que sólo se han hecho beneficios, que sólo ha explotado pero nunca ha respetado al hombre, un Imperio así no puede vencer”. Thomas se sintió indignadísimo ante lo que consideraba un ataque personal, y abandonó por un tiempo la redacción de La montaña mágica para acometer el segundo gran disparate de su vida, la escritura de Consideraciones de un apolítico, nuevo eslabón de este duelo fratricida que con acierto los biógrafos de Thomas han juzgado tan insoportable como repulsivo. El propio Thomas no podía dejar de darse cuenta de la inconsistencia de su libro, de cuyo contenido además iba a tener que arrepentirse después, con la llegada del nazismo. Nada de ello ayudó a suavizar las cosas, y un posterior intento de reconciliación, auspiciado por Heinrich, no serviría de mucho. La ruptura entre los Mann era completa.

En medio de todo esto Klaus crece en la casa de la Poschingerstrasse, a la sombra de una figura paterna que está sin embargo en gran parte ausente, ocupado en sus lecturas, criado por sucesivas institutrices destinadas a ocupar el espacio de Katia, la madre, quien pensaba seguramente con razón que era demasiado joven para dedicarse a sus hijos. Klaus y su hermana mayor, Erika, fundan por entonces una complicidad que no durará siempre, se las arreglan como pueden para comer todos los días durante la guerra y son los primeros niños de su lujoso barrio que van a la escuela descalzos, lo que resulta ser un admirable acto patriótico. Juegan con muñecos con los que representan obras de teatro escritas a veces por el precoz Klaus, después abandonan los títeres y se consagran ellos mismos a la interpretación, se aficionan a disfrazarse y a cubrirse de maquillajes. Son los tiempos de las escuelas experimentales y de los campamentos juveniles. Se deshacen de Klaus enviándole a todos ellos. De todos ellos será devuelto en calidad de nociva muestra del fracaso pedagógico, pero entretanto conoce a un chico y se enamora. De Elmar, el chico, dice: “Todas las fórmulas del fervor que hasta entonces habían sido mis instrumentos literarios se llenaron de sangre y vida en el instante decisivo en que la novedad me abrumó; eran –hasta ahora sólo escritas o declamadas– las palabras que susurraba a mi almohada por las noches, antes de quedarme dormido, y por la mañana al despertar. Dulce contraerse del corazón siempre que pensaba en su nombre…, dolorosa y mágica reacción, repetirlo mil veces al día”.

Klaus escribirá extraordinarias novelas sobre la juventud, la soledad, el sexo, el alcohol y las drogas, títulos como Huida al norte, Novela de niños, El volcán, Encuentro en el infinito y aquél por el que hoy es más recordado, Mephisto, libro ambientado en la Alemania de Hitler y protagonizado por un actor sin escrúpulos que unirá la suerte de su próspera carrera a la de los nuevos amos de Alemania. El personaje protagonista remite a su cuñado Gustaf Gründgens, que se casó con Erika. El libro sólo pudo publicarse póstumamente, en 1956, y fue un escándalo. Todas estas novelas poseían una intención oculta, la de ser aprobadas por el padre, para quien sin embargo su hijo, como antes sucedió con su hermano Heinrich, no pasaba de ser un a veces conmovedor, bienintencionado y torpe diletante literario.

El libro de Frederic Spotts revisa todo el itinerario de Klaus, por la vida y por la literatura, y suministra una idea nueva acerca de su muerte, la cual bien pudo no ser producto de un intento de suicidio, sino de una sobredosis accidental y no deseada. Poco importa que fuera una cosa u otra, y de ambas existían ya precedentes no sólo en la vida de Klaus, sino también en las de otros miembros de los Mann. El padre, y esto puede considerarse también una novedad del libro que comentamos, se nos aparece aquí manifiestamente como un villano, un ejemplo dramático de que la excelente literatura puede no presentarse necesariamente junto a la piedad y la generosidad humanas. No es probable que a los biógrafos y a los historiadores les quede mucho más por desvelarnos de los Mann, y deberá ser cosa del lector guiarse en esta exasperada pugna burguesa, esta guerra sin fin entre la moral y la literatura.

martes, 17 de mayo de 2016

DISPARATES / 155

EN DEFENSA DEL POPULISMO, DE CARLOS FERNÁNDEZ LIRIA

En un lugar de las ciudades griegas que no es cualquiera, ya que es su mismo centro, no hay un templo para los dioses ni un trono para el rey, sino un espacio vacío. “Ningún miedo tengo de hombres de los cuales es carácter poner en el centro de sus ciudades un espacio vacío al que acuden todos los días para intentar engañarse unos a otros bajo juramento”, dijo al parecer el rey Ciro al respecto de los atenienses y de su democracia. Aquel poderoso dueño de un imperio no pudo entender qué novedad era esa idea de ciudadanía por la que habían aceptado regirse los habitantes de una pequeña ciudad griega. Y, sin embargo, alguna consideración debería haber tenido el rey de los persas hacia los atenienses y su forma de gobernarse, aunque sólo fuera porque a los suyos les derrotaron dos veces y porque esa democracia que él despreciaba, simbolizada por un espacio vacío, sigue habitando el imaginario colectivo de los hombres dos mil quinientos años después.

Dicho espacio vacío, el ágora, es la asamblea, el parlamento, pero también, lo que no dejará de tener consecuencias que llegan hasta hoy, el mercado. Los hombres, que no son iguales en su vida privada, lo son en este lugar público y de encuentro en el que se discute, se alcanzan consensos y finalmente se legisla. Este espacio que no entendió Ciro fue a menudo, aunque por otras razones, objeto de la crítica de Sócrates, quien no lo veía en absoluto vacío, sino desdichadamente lleno de minúsculos dioses personales, de acomplejados reyezuelos mundanos y de calladas servidumbres, lleno de “casta”, por decirlo de una vez y con el lenguaje moderno. Ya se supo entonces que la práctica cotidiana de la democracia era imperfecta, y que si valía la pena que persistiera en la mente y en los hábitos de las personas era en su condición de guía que, mientras se ejercitaba, debía a la vez perfeccionarse. Han pasado los siglos y los filósofos han pensado mucho (demasiado, dirán algunos), pero no se ha inventado nada mejor.

Algunas de las ideas anteriores, y otras, fueron recogidas en un libro admirable del que fueron autores Carlos Fernández Liria, Pedro Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero, además del ilustrador Miguel Brieva: Educación para la ciudadanía. Democracia, capitalismo y Estado de Derecho, que publicó Akal en 2007. Al mismo tema ha vuelto el primero de ellos con En defensa del populismo, ensayo que está separado del anterior por dos acontecimientos que han servido para poner aún más de actualidad todo lo allí dicho: el 15 M y la fundación de Podemos, y que ha publicado recientemente Libros de la Catarata.

Hablar de populismo, no como de un hecho acontecido en la Historia, sino como de una propuesta practicable en nuestros días, no es sencillo, lo que muy bien puede comprobar el espectador de un recomendable debate televisivo que tuvo lugar hace unos días (con la participación del autor que aquí comentamos, dicho sea de paso), y no lo es, en primer lugar, porque como se dijo allí el populismo no es un régimen, sino un “momento”, y porque éste, por ser precisamente “un momento”, adquiere donde se presenta formas diversas. Ocurre además, en segundo lugar, que si a ese populismo se le añade un apellido, ya sea “de izquierdas”, ya sea “democrático”, la cosa se complica. Vale decir que el debate está abierto y que su necesidad salta a la vista, y que a la elaboración de su teoría desde que Ernesto Laclau y Chantal Mouffe se acercaron al tema allá por los años ochenta se han ido sumando no pocos virtuosi intelectuales, como ha dicho un crítico, los cuales se han expresado al respecto por medio de una obra académica que hoy ya es respetable y también mediante la prensa. El populismo puede abordarse desde diferentes perspectivas, y el filósofo Carlos Fernández Liria, que es profesor de la Universidad Complutense y lleva años reflexionando sobre la materia, lo ha hecho obviamente desde la filosofía.

No tan obviamente, habría que añadir. Pues resulta en efecto que la trayectoria del pensamiento de Fernández Liria le ha llevado a desviarse hacia la antropología y hacia el psicoanálisis, lo que explica que su libro apunte en múltiples direcciones y que en el mismo encontremos un capítulo titulado Razón y cristianismo y otro que ha nombrado Razón y sexo. ¿Qué tienen que ver el cristianismo y el sexo con el populismo? Y lo que es peor: ¿Qué tiene que ver la razón?

Fernández Liria nos informa de cómo ese espacio vacío que en la Grecia clásica era el espacio de la vida ciudadana recibió una ordenación sumamente precisa en el siglo en el que se ordenaron todas las cosas, es decir, en el de la Ilustración. O al menos eso se pretendió. Aplicar una normativa a lo político en un momento en el que alrededor ruedan cabezas no es tarea sencilla, en especial cuando las cabezas que ruedan son las propias. El momento de la Revolución Francesa fue fundacional para dos órdenes de ideas y costumbres que hoy conservan plena vigencia: el de la democracia moderna, en el que se asentaron los valores republicanos, y el del capitalismo. La consecución de aquélla no fue completa en parte a causa de éste, pero nos dejó no pocos principios normativos que hoy siguen siendo parte del consenso político, un consenso que nadie pone en duda teóricamente y que por ello atañe a “lo que debe ser”. Uno de esos principios es la separación de poderes que rige el Estado moderno. Entre otros artilugios ideados por los filósofos ilustrados, éste debía ser de los que garantizaran que el espacio vacío que vislumbró Ciro estuviera habitado, no por personas, sino por el producto de la discusión y el consenso de las mismas: las leyes. En efecto, según este principio el gobernante no puede legislar ni juzgar, ni el que legisla puede gobernar o juzgar, ni el que juzga está autorizado a gobernar o legislar. Se verifica así que la dirección de lo público no es monopolio de nadie, y que todo el sistema se sostiene mediante un delicado equilibrio en el que lo único que ocupa un lugar central, aunque revisable, es el Derecho. A éste, y además de la separación de poderes, corresponden el sufragio universal, la libertad civil, la democracia, la libertad de pensamiento, de prensa y de culto, la separación del Estado y la Iglesia, el derecho de los ciudadanos a ocupar puestos en la administración del Estado, la soberanía nacional, la igualdad de los ciudadanos ante la ley, etc. La plasmación de estos principios en el desenvolvimiento natural de los Estados es lo que durante algo más de dos siglos ha recibido el nombre de “progreso”, o el de “civilización”.

Se pregunta con motivo nuestro autor cómo es posible que tales valiosos principios hayan sido despreciados tradicionalmente por una parte de la izquierda, precisamente la que aspiraba a transformar la sociedad, convirtiéndolos así en armas del enemigo. El Marx que en el Manifiesto Comunista se refirió al Estado como “el Estado burgués” aludía al Estado como instrumento de opresión, pero ello no constituye una teoría del Estado, que nunca escribió. Esa carencia ha atravesado toda la historia del pensamiento revolucionario, con lo que la izquierda que dejó al capitalismo los filósofos de la Ilustración, a Voltaire, a Diderot, a Montesquieu y a Robespierre, tuvo que apañárselas con los escritos de Stalin y Mao. Con resultados previsibles. Si el Estado ha podido percibirse sólo como Estado opresor ha sido en no pequeña medida a causa de ese abandono del mismo por la izquierda, que históricamente no supo ver en él un espacio por el que valía la pena contender y que en consecuencia puso sus energías en la creación de “algo mejor”: un hombre nuevo, una dictadura del proletariado, un edénico futuro situado más allá del horizonte. La actual y casi unánimemente reconocida derrota del socialismo, sugiere nuestro autor, estaba ya inscrita en ese error de lectura, en esa confusión entre lo que correspondía al proyecto ilustrado y el uso interesado que el capitalismo, tras doblegarlo, hizo de él.

Ciertamente el capitalismo que se ha apropiado del Estado para sus fines, adaptando a los mismos el lenguaje y las apariencias de la Ilustración, ha querido desde el principio vaciar al Estado, despojarlo de las leyes aprobadas por consenso y establecer su monopolio en el ágora. Éste, como se decía más arriba, era asamblea y mercado, y si pueden adscribirse a la primera todos los valores republicanos, el segundo, como proclaman abiertamente los seguidores del agorismo y del anarcocapitalismo, no aspira en nombre de su propia libertad sino a la abolición de aquélla. Ahora bien, la asamblea es propiamente la ley, es la democracia.

A diferencia de lo que sucedía con las grandes construcciones políticas del pasado, que pretendían ser de aplicación universal y que por ello devenían fácilmente en doctrinas, el populismo debe esperar su “momento”. Éste, que no es decidido por el populismo, se produce en situaciones de crisis política, cuando se rompe el consenso y la disparidad entre lo que “debe ser” y lo que “es” se convierte en evidencia que causa una amplia desafección ciudadana. El 15 M, cuyo quinto aniversario se conmemoró el pasado domingo, señaló la apertura de un proceso que podía adquirir la forma del populismo, que por la propia naturaleza del movimiento él mismo no podía realizar pero al que sí dio una dirección. La célebre ventana de oportunidad que se abrió entonces tenía que servir para que un nuevo actor asumiera su condición de sujeto político y accediera a las instituciones del Estado, no tanto con el propósito de transformarlas como con el de rescatarlas, es decir, con el de otorgarles el contenido que normativamente deberían tener. Si el populismo que ha surgido de ello es “de izquierdas” o “democrático” no es porque sea hijo legítimo de la Ilustración, sino porque, a diferencia de lo que ha sucedido en Francia, donde una crisis semejante ha dado lugar a un populismo de derechas, el 15 M acertó a señalar en España el corazón de la anomalía que atraviesa a la democracia, que no es otra que su convivencia en el mismo espacio con el mercado, con el capitalismo. Esta reacción popular contra “los de arriba”, contra los que mandan sin haberse presentado nunca a unas elecciones, indicó el camino a Podemos, cierto, pero también puso a esta formación política en la difícil e inédita posición de tener que ser “antisistema para salvar el sistema”, enfrentándose al verdadero poder, el del dinero, “el del salvajismo neoliberal y los teóricos del mínimo Estado”, como los llama Fernández Liria.

Pero enfrentarse al poder económico no es tarea que pueda recaer sobre un grupo de politólogos ni sobre un partido: para que la alternativa populista sea viable requiere de un pueblo, el cual como tal no es preexistente. De este proceso en el que las personas abandonan sus espacios privados para incorporarse al ágora y constituirse en ciudadanos surge en efecto aquello que llamamos pueblo, y es al convocar a éste cuando se requiere observar con atención aquellas facetas irracionales de la humanidad de las que se ocupan la antropología y el psicoanálisis, entre ellas la oscura religión y la aún más oscura psique. Sucede que quienes forman el pueblo llevan consigo un no pequeño equipaje, con el cual se puede viajar hacia la democracia o hacia el fascismo. La decisión entre una y otro depende del uso que se haga de la razón, lo que permite a Fernández Liria afirmar que sólo si se adoptan como norte los valores del republicanismo el proyecto populista será de izquierdas y democrático o no será.

De los abundantes libros escritos acerca del populismo, el de Fernández Liria es de los primeros (con seguridad no será el último) que está pensado desde los adentros del caso español. Lo que se propone aquí es un cambio que no puede prescindir del pueblo, y que como señala el autor recoge el viejo dilema platónico sobre el que se instituyó el Estado moderno: “O se convence a las leyes o se las obedece”, pues “la vara de medir si una ley es una ley es comprobar si funcionan las instituciones para su reforma (para convencerlas de que cambien)”. Así, habiéndose demostrado ya que no es posible pretender que las leyes sean sin más racionales, viene a ser tarea del sentido común que se aproximen a la verdad y la justicia.

martes, 10 de mayo de 2016

DISPARATES / 154

NUESTRO MAL VIENE DE MÁS LEJOS, DE ALAIN BADIOU

Un diario español, El confidencial, informaba recientemente de unos encuentros de negocios que tuvieron lugar en Madrid, en los que el ex presidente del gobierno Felipe González y el empresario hispano-iraní Massoud Zandi, junto a ministros de los gobiernos de Chad y Sudán del Sur, ultimaron el acuerdo de explotación de unos yacimientos minerales, de una extensión similar a la de Grecia, por medio de Star Petroleum, empresa domiciliada en Luxemburgo, y dueña de sociedades offshore en Samoa y Seychelles, de la que es accionista el presidente del grupo PRISA Juan Luis Cebrián.

Igualmente hace unos días El Diario publicó un artículo del periodista Moha Gerehou en el que, bajo el título de Los cuatro agujeros de corrupción en los negocios del petróleo, el gas y la minería, se daba un repaso al informe que la OCDE ha publicado a principios de este año al respecto de las prácticas ilegales más comunes en el lucrativo sector de la industria extractiva, en especial en África, Oriente Medio, Latinoamérica y Asia. Se citaba allí el caso de la activista indígena Berta Cáceres, quien tras enfrentarse a la voracidad de las empresas transnacionales y ser objeto por ello de todo tipo de presiones y amenazas, acabó siendo asesinada en su casa el pasado marzo.

Y también en estos días han circulado por las redes sociales las impresiones reunidas en su blog por un intrépido viajero tras su visita a Indonesia, unas impresiones relativas al desastre medioambiental que periódicamente, y con una magnitud que va en aumento, se produce en torno al aceite de palma, uno de los bienes de consumo más presentes en nuestra vida cotidiana y a la vez de los más destructivos. A causa de la proliferación de cultivos de palmeras, en los últimos diez años Indonesia ha perdido una superficie forestal equivalente a la mitad de Inglaterra, superficie que ha sido arrebatada a la selva y a otros cultivos tras ser arrasada por el fuego, lo que ha provocado entre otros daños la muerte de decenas de personas.

A propósito de esto último, pero también de los asuntos aludidos más arriba, la reacción habitual entre nosotros suele ser de perplejidad e impotencia, máxime cuando los medios de comunicación convencionales no informan de ello. Sabemos, sin embargo, que si ocurren tales cosas es porque generan beneficios, los cuales tienen su destino en algún paraíso fiscal, donde se mezclan con otros beneficios obtenidos de la trata de blancas, del tráfico de armas y del negocio de las drogas. ¿Qué tiene que pasar en África, y en el mundo, para que unos millonarios españoles se hagan discretamente con el control de miles de hectáreas que son parte del territorio de dos Estados soberanos? ¿Cómo nos explicamos a nosotros mismos que una mujer indígena haya sido asesinada en Honduras por oponerse a las prácticas de unas multinacionales que se anuncian en nuestras televisiones, cuyos productos compramos, que quizá patrocinan los grandes eventos deportivos y que hasta sufragan cátedras en nuestras universidades? ¿Y cómo entender que haya países enteros en Asia que se encuentran ahora mismo bajo una nube de humo tóxico causada por incendios de los que se sabe con certeza que han sido provocados, y por quién? Nunca antes, como en estos inicios del siglo XXI, los hombres corrientes tuvieron menos control, y menos conocimiento, del mundo en el que viven. Ese control y ese conocimiento recibían en el pensamiento de la Ilustración el nombre de “cultura”. Que la ausencia de ésta conviva con la creencia generalizada de que el nuestro es un mundo mayormente “democrático” que se caracteriza además por la masiva, rápida y libre circulación de la información es una trágica ironía que desafía al pensamiento racional.

Ese pensamiento ha sido puesto a prueba numerosas veces en las últimas décadas. El siglo XX llegó a su fin con la guerra de Yugoslavia y el genocidio de Ruanda, acontecimientos que tuvieron en común el hecho de que eran incomprensibles, el de que no se podían pensar, y a los que siguieron, ya en el XXI, los atentados de las Torres Gemelas, las guerras en Afganistán, Irak, Libia y Siria, la aparición del Estado Islámico, las continuas muertes de inmigrantes en el Mediterráneo y la emergencia humanitaria de los refugiados.

Dice el filósofo Alain Badiou que algo debe hacerse, y que el tiempo apremia. Hijo de un militante de la Resistencia francesa y de una profesora de literatura, Badiou nació en Rabat en 1937. Estudió en la prestigiosa École Normale Supérieure, de la que ahora es profesor emérito, y es autor de obras como El ser y el acontecimiento, publicada en 1988, y de la que fue su continuación, Lógicas de los mundos, que apareció en 2006. Badiou es también novelista y dramaturgo, y durante muchos años codirigió junto a Barbara Cassin la colección “L’ordre philosophique” de Éditions du Seuil, a la que después sucedería la colección “Ouvertures” en la editorial Fayard. Ésta última publicó el breve texto de una conferencia pronunciada por Badiou en noviembre del año pasado, en el Théâtre de la Commune de Aubervilliers, acerca de los ataques terroristas que tuvieron lugar en París y en el suburbio de Saint-Denis el 13 de ese mismo mes. Con el título de Nuestro mal viene de más lejos, ha sido publicado en castellano por Clave Intelectual.

El libro se inicia con el reconocimiento del carácter inevitable que en la reacción a dichos ataques terroristas desempeña el afecto, la reacción sensible. Pero como afirma Badiou, el “traumatismo, el sentimiento de una excepción intolerable al régimen de la vida corriente, de una irrupción insoportable de la muerte” provocado por tales hechos no deja de tener sus riesgos, cuya enumeración prefigura el método del que se servirá el autor. Así, en un camino de ida y vuelta, Badiou irá “de la generalidad de la situación del mundo al acontecimiento que nos importa, y luego otra vez a la situación del mundo tal como la habremos esclarecido”. La descripción de este procedimiento no es irrelevante, ya que a Badiou le basta para mostrarnos en algo menos de cien páginas una visión tan lúcida como desasosegante del estado de cosas en nuestro tiempo.

Según Badiou, los riesgos que se desprenden del acto de detenerse meramente en una reacción afectiva ante los crímenes resultan ser no sólo inmovilizadores, sino también contraproducentes, y en gran medida han sido ya calculados por los terroristas. Esta dominación exclusiva del traumatismo y del afecto sirve ante todo para poner al Estado en primer plano, autorizándole “a tomar medidas inútiles e inaceptables en su propio provecho”, además de para reforzar las pulsiones identitarias y para anular no sólo la razón política, sino también la razón propiamente dicha, haciendo posible que el deseo legítimo de justicia sea reemplazado por el de venganza. Como se ha sugerido, esta abolición de la razón es uno de los objetivos de los terroristas, cuyo plan incluye el “obtener un efecto desmesurado, ocupar la escena interminablemente de manera anárquica y violenta, y crear en el entorno de las víctimas una pasión tal que ya no se pueda, a la larga, distinguir entre aquellos que iniciaron el crimen y aquellos que lo sufrieron”. Paralelamente el Estado recobra de manera momentánea una función de representación simbólica, como garante de la unidad de la nación, por ejemplo, de donde se deduce una lógica perversa según la cual una masacre en territorio francés no puede sino reforzar el sentimiento nacional, “como si el traumatismo remitiera automáticamente a una identidad”, y como si algo parecido a una identidad francesa, unívoca, clara y evidente, estuviera determinada de antemano en la Francia de hoy. La equiparación que infaliblemente se hace de las víctimas con “Francia” y “los franceses” implica un segundo olvido: el de que acontecimientos semejantes ocurren a diario en otros lugares del mundo en el que las víctimas no están dotadas de identidades privilegiadas equivalentes, lo que permite una equiparación más amplia entre “Humanidad” y “Occidente” y a su vez una división abismal entre “bárbaros” y “civilizados”. A fin de prevenir estos riesgos, afirma Badiou, “hay que lograr pensar lo que ocurrió”, para lo que es preciso partir de un principio: “Nada de lo que hacen los hombres es ininteligible. No hay que dejar nada en el registro de lo impensable”.

Decir “no comprendo”, “no comprenderé nunca”, es siempre una derrota, afirma Badiou, para quien este fenómeno de nuestro tiempo que es el terrorismo debe entenderse como una perturbadora afloración de la época. Pero, ¿queremos entender la época en la que vivimos?

El triunfo del capitalismo mundializado al que asistimos desde hace treinta años es primero, “de manera muy visible, el retorno de una suerte de energía primitiva del capitalismo”. El nombre que se le da de neoliberalismo es más que discutible, ya que se trata, de hecho, de “la reaparición de la eficacia recobrada de la ideología constitutiva del capitalismo desde siempre, a saber, el liberalismo”. Es este viejo liberalismo de finales del siglo XVIII, que fue formulado en Inglaterra, el que ha reclamado siempre el debilitamiento de los Estados en tanto que entidades jurídicas y reguladoras. Este proceso que en Europa se manifiesta hoy en forma de recortes y de supresión de derechos, así como de transferencia de poder a entidades y a grandes construcciones transnacionales, se manifiesta en los territorios del sur, donde se encuentran la mayor parte de los recursos, de otra forma. Las nuevas prácticas imperiales de allá empezaron con las privatizaciones que tuvieron lugar aquí, las cuales facilitaron la aparición de monstruos transnacionales de una naturaleza por completo diferente. Con la mundialización y la concentración, el capital no sólo ha triunfado, sino que además “se ha liberado de la soberanía de los Estados y ha desarraigado la idea de otro camino posible”.

En los últimos cuarenta años Francia ha intervenido militarmente en África en cincuenta ocasiones. “Se puede decir”, afirma Badiou, “que Francia estuvo en un estado de movilización militar casi crónico para mantener su coto privado africano”. Así, a propósito de la última intervención militar en Mali, un periódico pudo decir con toda ingenuidad que la misma había sido un éxito, ya que había logrado “proteger los intereses de Occidente”. Esos intereses van desde el petróleo, el uranio, el coltán, el gas, los diamantes, las maderas preciosas, el oro y el aluminio hasta el aceite de palma. Ya no son los Estados metropolitanos los que se apropian de estos recursos, sino las multinacionales, que han debido tomar a su cargo “la tarea penosa de constituir Estados bajo tutela, o mejor aún, la de destruir los Estados sin más”. A este proceso de destrucción de los Estados, ya muy avanzado en Afganistán, en Oriente Medio y en África, Badiou lo llama “zonificación” y lo describe así: “Propuse decir que el imperialismo que fabricaba pseudopaíses recortados de cualquier manera podía ser sustituido por zonas infraestatales que son, en realidad, zonas de saqueo no estatizadas. En esas zonas habrá que intervenir militarmente de vez en cuando, sin duda, pero sin tener que ocuparse de veras de la gestión de los Estados coloniales, ni tampoco tener que mantener en el lugar, por medio de la corrupción, a toda una camarilla de cómplices locales”.

Hablando honestamente, los efectos que la desaparición de los Estados tiene sobre las poblaciones autóctonas son para nosotros inimaginables. Sin embargo, algo de ello podemos intuir por la desesperada obstinación de los movimientos migratorios. En la actualidad el 1% de la población mundial posee el 46% de los recursos disponibles, o dicho de otro modo: el 10% de la población mundial posee el 86% de los recursos. El 40% de la población, que se corresponde con nuestra clase media, se reparte como puede el 14%. La mitad de la población no posee nada. Esta proporción es más o menos la misma que los historiadores han atribuido al Antiguo Régimen. Dicho reparto de la riqueza supone hoy que en el mundo malviven dos mil millones de adultos que no tienen acceso ni al trabajo ni al consumo, y que por tanto no existen, o que no deberían existir. El capitalismo, según el lenguaje de Marx, no es capaz de valorizar toda la fuerza de trabajo disponible, y es en el territorio que habitan estos desposeídos donde se está produciendo, a ritmo acelerado, la “zonificación”. Ello explica, a juicio de Badiou, “que zonas enteras estén entregadas a un gansterismo político de tipo fascista” en el que predomina el bandidaje. Esta nueva especie de bandidos medievales colorea a veces sus acciones con un lenguaje y una simbología tomados de la religión, y en especial, en los territorios de los que se trata, del Islam. Es el caso del Estado Islámico, que más allá de su aparente envoltorio no es más que una próspera multinacional dedicada al saqueo y a la exportación de petróleo. Los cautivos y cautivas que forman parte de estas poblaciones son espectadores cotidianos del lujo y la opulencia de Occidente, el cual suscita en ellos un deseo que no les está permitido satisfacer y que a veces deviene en una forma de subjetividad nihilista en la que, anota Badiou, se mezclan el anhelo “de revancha y de destrucción, el de partida y el de imitación alienada”. Y un fenómeno semejante es el que se aprecia en nuestros propios países, a cuyos inmigrantes, una vez importados, se les querría ahora exportar.

No existe hoy una política emancipatoria disociada del capitalismo, afirma Bardiou, pero “no son la juventud fascista, el bandidaje y la religión los responsables de esa ausencia”, sino a la inversa. Para salir del atolladero, nuestro autor propone “un pensamiento nuevo que, en política, sólo nace en alianzas inesperadas, en alianzas improbables, en encuentros igualitarios”. Hay un proletariado nómada con el que es preciso encontrarse para comprobar y celebrar nuestras identidades y nuestras diferencias, y una juventud que llegada al borde del mundo se pregunta qué le ofrece ese mundo. De la realidad de éste trata el libro de Bardiou, un libro que no es apto para quienes han elegido vivir con los ojos cerrados.

jueves, 5 de mayo de 2016

CAPRICHOS / 1

PEQUEÑO TEATRO QUE MUESTRA EL ESTADO DE LAS COSAS

martes, 3 de mayo de 2016

LECTURA POSIBLE / 210

OBSESSION / PIERROT LE FOU: LIONEL WHITE ENCUENTRA A GODARD

Hace ahora medio siglo que se estrenó Pierrot le fou, película en la que no pocos críticos especializados vieron “una nueva manera de hacer cine”, y que más allá de las teorías eruditas que suscitó, las cuales llegan hasta hoy mismo, pudo ser definida con sorprendente exactitud por las autoridades culturales francesas, las cuales decretaron su inmediata prohibición para los menores de dieciocho años a causa de su “anarquismo intelectual y moral”. El film, que es una de las muestras más logradas de lo que se llamó la Nouvelle Vague, fue dirigido por un treintañero Jean-Luc Godard, quien tomó la historia de una novela del neoyorkino, reportero y autor de novelas policíacas, Lionel White.

Nuestro White, que utilizó los pseudónimos de L.W. Blanco y Nick Carter, fue cronista de sucesos y redactor de la revista True Magazine antes de dedicarse en exclusiva a la escritura de novelas de serie negra tras la conclusión de la Segunda Guerra Mundial. Fue en 1956 cuando conoció a Marcel Duhamel, editor de Gallimard que andaba sumido en la ardua tarea de obtener para la novela policíaca un reconocimiento del que entonces carecía como parte de la cultura escrita. En su Manifiesto de la serie negra, que redactó en 1948, Duhamel anotó que la inmoralidad generalmente aceptada en dichas obras “repele a la moral convencional, pues en ella habitan los buenos sentimientos junto a la mayor depravación”. Y añadía: “Sucede que la mente no es conformista, y así se nos aparece el policía que es más corrupto que los criminales a los que persigue, y el detective simpático que no siempre resuelve el misterio. A veces no hay ningún misterio. Pero entonces, ¿qué nos queda? Nos queda la acción, la ansiedad, la violencia en todas sus formas y también todas las formas del amor. ¿Nuestro objetivo? Muy sencillo: no dejarle dormir”.

El título de la colección, al que acompañaba el color negro de las portadas, iba a servir para dar nombre al género. Estos libros que no debían dejar dormir a sus burgueses lectores se publicaban quincenalmente y tuvieron gran éxito, habiendo aparecido entre ellos diversos títulos de James Cain, James Hadley Chase, Dashiell Hammett y Don Tracey. Y uno de ellos fue Obsession, novela de Lionel White que se publicó en la colección de Gallimard en 1963. Para entonces White ya era un autor reputado en su país, donde algunas de sus novelas habían sido adaptadas al cine y a la televisión. Una de ellas fue The Killing (cuyo título en España fue Atraco perfecto), que dirigió Stanley Kubrik en 1956. A ésta seguiría al año siguiente The big caper (La gran jugada), que fue dirigida por Robert Stevens. Otra adaptación de una de sus novelas iba a ser protagonizada por Marlon Brando, y la influencia de nuestro autor en el cine llegaría hasta Quentin Tarantino, quien ha afirmado haberse inspirado en algunas de sus historias en el guión de Reservoir Dogs.

Obsession cuenta la historia de Conrad Madden, un hombre de clase media que tras escaquearse de una soporífera fiesta regresa a su casa, donde encuentra a Allie, la joven niñera que ha dejado a cargo de sus hijos. Tras pasar juntos el resto de la noche, Madden se despierta al lado de Allie… y del cadáver de un hombre al que ella acaba de asesinar. Allie resulta ser una adolescente trotamundos con gustos infantiles, entre ellos las revistas de cine y la crema de cacahuete. El seducido Madden acompañará a la muchacha en una enloquecida huida en la que sólo será consciente de su obsesión hacia ella. La Lolita de Nabokov se había dado a conocer pocos años antes, lo que no impidió que la historia de Madden, como había sucedido con la de Humbert Humbert, despertara las iras de los lectores conservadores de Estados Unidos. El libro, publicado en 1962, fue traducido por Gallimard, como se ha dicho, al año siguiente, con el título de Le démon de onze heures.

Cuando Godard leyó el libro estaba emparejado con Anna Karina, la actriz de origen danés que ya había protagonizado en 1961 Une femme est une femme (se casaron durante el rodaje), Vivre sa vie y Alphaville, entre otras. Esta mujer que más tarde iba a hacer carrera como cantante y novelista encajaba por entonces en el tópico que nebulosamente se le había asignado, y que algunos alimentan todavía, de “musa” de la Nouvelle Vague. Si no es posible determinar el significado de tal cosa, sí se puede en cambio afirmar que todo el cine de Godard en esa época vendría a ser de algún modo una especie de reflexión personal, reflexión autobiográfica acerca de sí mismo y de su relación con Anna. En sus manos, la historia de obsesión que había concebido White se convirtió entre otras cosas en un canto de amor realizado en un momento de crisis de la pareja, que iba a romperse dos años después, pero también en un alegato contra la moral establecida. Anna, no podía ser de otra manera, hizo el papel de la joven niñera, y para representarse a sí mismo Godard, que nunca ha sido un consumado ejemplo de belleza, eligió a su alter ego habitual en esos años: Jean-Paul Belmondo.

En el film, la niñera Allison O’Conner se convierte en Marianne Renoir, y Conrad Madden en Ferdinand Griffon. En la novela, Allie dice a su enamorado: “Su nombre es Conrad Madden, tiene treinta y ocho años, y ha estado usted en los Marines. Ahora está buscando trabajo, sus hijos no le gustan y su mujer no le comprende. Cree usted que es infeliz, impotente, pero si no va a casa no es por mí, es porque en realidad usted no tiene un verdadero hogar”. Allie, la niñera que ha sido recomendada por unos amigos, es descrita por el narrador como una mentirosa nata, además de asesina y ladrona. “Es una niña, y también es una mujer. Una mujer en verdad florecida, una mujer en todo el sentido de la palabra. Puede tener diecisiete años, como ella dice, puede ser más joven o más vieja. No sé, no me importa. La deseo de una forma intolerable y ella soy yo”. En el film, él es profesor de lengua española, y hace poco ha sido despedido de la televisión en la que trabajaba. Su mujer, que es italiana, le fuerza a ir a una fiesta en casa de su padre, un empresario de éxito. La fiesta en cuestión es descrita por Godard como una tediosa sucesión de conversaciones absurdas y de anuncios publicitarios. Ferdinand escapa robando el coche de su cuñado, y al volver a casa se encuentra con Marianne, a la que, a diferencia de lo que sucedía en la novela, ya conoce, pues fueron amantes cinco años atrás.

Al igual que Madden y Allie, que huyen hacia el sur para obtener una identidad falsa, también los personajes de la película emprenden un viaje a ninguna parte, en su caso perseguidos por unos terroristas, a pesar de lo cual Marianne no tarda en aburrirse, lo que les llevará a involucrarse en nuevas aventuras. Si en la novela Madden lleva a la muchacha al baile y al cine para entretenerla, y después ambos se entregan a actividades más emocionantes como el robo en un club nocturno y algún que otro asesinato, la trama de la película se desenvuelve entre el tráfico de armas y una oscura conspiración política de la que participan unos agentes de la Liga Árabe. Resulta curioso que en algunos aspectos la adaptación hecha por Godard de la novela original sea estrictamente fiel a lo allí narrado, mientras que en otros se separa de la misma por completo.

A propósito de la adaptación de esta novela, Godard escribió en su Introducción a la verdadera historia del cine que “yo no estaba haciendo un guión, nada parecido a un guión, es decir, una película en función de lo que ya estaba escrito. Nunca lo he hecho, no porque no quiera, sino porque no puedo. Si pudiera escribir, creo que no haría una película. Mientras leo, tomo notas para mí, pero luego las notas no son suficientes. Como hay que encontrar una manera de escribir, me sirvo a menudo de una novela o un documento previo. Así puedo presentar algo escrito con cierto sentido al productor o coproductor, y ver qué se puede imaginar a partir de eso. De manera que, dependiendo del estado de ánimo, puedo servirme de cualquier novela americana, pero siempre hay algo que inventar. ¿Qué es lo que se llama un guión? Si se llama guión a una historia con un hilo conductor que tiene un principio y en el que hay unos personajes, y a esos personajes les pasa algo, y luego uno se pregunta qué les pasará después, y hay una serie de sorpresas, incidentes, y en un momento todo se termina y el lector ya no pide más y es feliz, entonces eso es un guión”.

Pierrot le fou es una película libertaria en la que se subvierte todo. Decíamos más arriba que para esta historia Godard volvió a elegir como su alter ego al Belmondo que ya había protagonizado À bout de souffle. Sin embargo, es posible que el espectador de Pierrot le fou se pregunte si es sólo ahí, en los rasgos, las palabras y el movimiento del actor donde se encuentra idealmente el cineasta, este hombre que escribía con imágenes acerca de los asuntos que le importaban, y que aquí se ocupó en particular de Anna Karina, a la que retrató en cada plano como si lo hiciera por última vez. Ella mira con inocente picardía, ya que es mujer y niña, adopta expresiones que son parte de un lenguaje íntimo, canta y baila, como por ejemplo en la escena en la que lee su mano en busca de la línea de la suerte (quizá la secuencia más insólita del cine musical), y en cada una de esas ocasiones la cámara le devuelve la mirada fascinada, ya que la ama. Se describe aquí el modo en que un adusto profesor, un intelectual, es conducido por la niña-mujer a otro espacio, que lo es de inconsciencia, pero también de felicidad. La que Godard le dirige sin pudor es una mirada de adoración, carnal y luminosa, que se recrea en los colores de esta película surgida de una novela negra pero repleta de mar y cielo, despojada del sentimiento de culpa que transitaba por las páginas de la novela original y que es por ello la mayor declaración de amor jamás filmada. El final, que ya era trágico en la novela de White, también lo es aquí, aunque de otra manera, tal vez porque la obsesión ya en sí era trágica y porque todas las historias, al menos en el cine y en la literatura, deben tener un final.