martes, 27 de octubre de 2015

DISPARATES / 141

STATHIS KOUVÉLAKIS Y YANNIS YOULOUNTAS: GRECIA, SYRIZA Y EL PORVENIR DE EUROPA

Un fenómeno de nuestro tiempo, y que rápidamente ha sido admitido por los medios de comunicación, por los centros de producción de pensamiento y en conjunto por la sociedad, es el relativo a las nuevas maneras de hacer la política y a la naturaleza de los personajes encargados de hacerla. A consecuencia de lo que algunos consideran como el debilitamiento, y otros como la desaparición, de los sujetos a los que se había asignado el protagonismo de la transformación social, y de la creciente y legítima desafección hacia las formas convencionales de la política, la proliferación de líderes de nuevo cuño está teniendo, al menos, el efecto saludable de elevar el nivel del debate, inexistente o simplemente ridículo hasta hace poco. A los viejos líderes de la izquierda, a menudo procedentes del sindicalismo, ha sucedido en la actualidad un nutrido grupo de profesores de ciencias políticas, economistas y filósofos que provisionalmente han sentido la necesidad de dejar sus cátedras y sus actividades académicas, no ya para dedicarse al activismo, como eventualmente pudo suceder en el pasado, sino directamente para asumir responsabilidades políticas en los gobiernos o en sus aledaños. Si Jeremy Corbyn, dirigente al estilo tradicional, es una excepción a lo anterior, las pruebas palpables de lo dicho se encuentran preferentemente en España y Grecia. Que el economista de gran prestigio que es Yanis Varoufakis se haya convertido en un héroe popular es signo de que algo, entre nosotros, está cambiando, a pesar de que no siempre sus seguidores entiendan cabalmente lo que dice. De su país, a través de Francia, nos llegan ahora dos novedades: un libro de entrevistas del profesor de teoría política Stathis Kouvélakis y una película, en la que el anterior tiene una participación destacada, que ha dirigido el filósofo Yannis Youlountas.

El primero de ellos ha sido miembro, hasta su dimisión este verano, del Comité Central de Syriza, es profesor en el King’s College de Londres y autor de diversos ensayos, entre ellos Philosophie et Révolution de Kant à Marx (PUF, 2003), La France en révolte. Luttes sociales et cycles politiques (Textuel, 2007) y el originariamente publicado en inglés Y a-t-il une vie après le capitalisme? (Le Temps des Cerises, 2008). Entre enero y agosto de este año Kouvélakis fue entrevistado en diversas ocasiones por Alexis Cukier, filósofo, profesor en la Universidad de Poitiers, militante del Front de Gauche y uno de los animadores del colectivo “Avec les Grecs”, al que se deben numerosas iniciativas en apoyo del pueblo griego y de Syriza. Resultado de dichas entrevistas es el volumen La Grèce, Syriza et l’Europe néolibérale, que ha publicado hace unos días la editorial La Dispute.

Los textos reunidos aquí aluden, pues, a la inmediata actualidad, la cual abarca tres episodios de relevancia que se han sucedido vertiginosamente y cuya compleja lectura tratan de abordar con rigor y extensamente sus autores: la victoria de Syriza en las elecciones de enero, el no al referéndum del 5 de julio, y por último la firma del tercer memorando y la derrota consiguiente del gobierno de Alexis Tsipras. Se excluye de las entrevistas registradas aquí la segunda victoria electoral de Syriza, la cual responde a un contexto diferente marcado ya por la derrota previa frente a la Troika, y que inaugura un nuevo proceso cuyo previsiblemente lento desarrollo se encuentra ahora mismo en sus inicios. El contenido de estas entrevistas se inscribe en el contexto del pensamiento político y filosófico de Kouvélakis, en el cual conviene detenerse aunque sea muy brevemente.

En trabajos anteriores, Kouvélakis estableció un puente entre las propuestas revolucionarias del joven Marx y los proyectos emancipadores hoy en curso, en los que se reservan un papel protagonista los movimientos sociales, y que son deudores de tres grandes impulsos procedentes de la tradición del liberalismo político: el constituyente, el cívico y el igualitario. En el actual contexto, de una fuerte negación de la idea de revolución, el abandono oficial de ésta se contradice con un renovado y pujante movimiento social que, como en España en el 15 M, o como ha sucedido después en Grecia, vuelve a poner a prueba los referentes de 1789 en lo que se refiere a la tensión constitutiva del derecho y en el mantenimiento de un “sujeto de futuro” en el seno de los movimientos populares. Así, a la pregunta de si hoy es posible imaginar el final del capitalismo, y de si hay vida después de éste, Kouvélakis ha afirmado, citando a Ernst Bloch, que “por impensable e inaudito que nos parezca, la vida, propiamente, empieza tras él”.

Crítico con la gestión de Tsipras al frente del gobierno, en La Grèce, Syriza et l’Europe néolibérale, Kouvélakis desglosa su reflexión en torno a varios ejes relativos a los acontecimientos de este año: la victoria electoral y el fracaso de Syriza frente a los intereses de la Unión Europea, la Troika y el euro; la naturaleza de lo que realmente se puso en juego en las negociaciones entre el gobierno griego y las instituciones europeas; la invalidez que de hecho se otorgó al referéndum en menos de una semana y la estrategia alternativa que habría podido practicarse; y la formulación de una izquierda política internacionalista que podría sacar a los pueblos europeos de la “jaula de acero” de la Europa neoliberal y de la austeridad.

Uno de los temas centrales de estas entrevistas es el que se refiere a la salida del euro. Como recuerda Kouvélakis, el economista norteamericano Paul Krugman llegó a afirmar que “la mayor parte de los costes [de la salida del euro] ya se han pagado”, y que ha llegado el momento “de que Grecia recoja los beneficios”. Según Kouvélakis, al arrojar el resultado del referéndum a la papelera, el gobierno griego habría “propiciado un retorno a la trampa anterior, pero en una posición mucho más desfavorable, bajo la presión de una implacable asfixia económica” y con el añadido de que habría “conseguido despilfarrar una poderosa inyección de capital político”. De que la negociación con la Troika estaba destinada a fracasar, según Kouvélakis, es prueba el hecho de que nadie en el gobierno se hubiera tomado en serio la preparación de un plan alternativo, lo que implicaba dejar el resultado de aquélla en manos de las instituciones europeas. Consagradas éstas a la tarea de humillar al gobierno griego a modo de lección para otros eventuales gobiernos antiausteridad, las conversaciones no fueron desde el principio más que una táctica mediática sin salida.

Afirma Kouvélakis que el acuerdo que ha hecho posible el tercer memorando entre Grecia y la Unión Europea implicará importantes cambios institucionales, entre ellos el de que el producto interno deje de estar bajo el control político del Estado, convirtiéndose de hecho en una herramienta más en manos de la Troika. Asimismo se contempla la creación de una comisión “independiente” destinada a dictar la política fiscal. Sin embargo, lo que según él resulta más grave es el hecho de que este acuerdo es “el primero que confirma enfáticamente que el FMI está aquí para quedarse”. De ello se desprende que el gobierno estará impedido de aplicar dos de sus principales compromisos: la restauración de la legislación laboral y el aumento del salario mínimo. Se añade a lo anterior “el gigantesco programa de privatizaciones (por valor de cincuenta mil millones de euros) por el que absolutamente toda la propiedad pública se venderá”.

La capitulación de Tsipras se ubica en un contexto de grandes movilizaciones, pero también en el de una izquierda cuya unidad es más aparente que real y de la que están ausentes diversos actores minoritarios, más inclinados en teoría a la formación de una alternativa como la que representa Podemos en España o las CUP en Cataluña. Para Kouvélakis es urgente que toda organización radical emergente en Europa reflexione acerca del casi unánime europeísmo de hoy y las posibles alternativas al mismo, que pasarían por poner en valor, en el panorama actual, las ventajas del denostado estado-nación, cuyo potencial internacionalista es uno de los factores que aparecen ahogados hoy por el falso internacionalismo vigente en la Unión Europea, el cual sólo sirve a los intereses neoliberales. A este respecto, tras el fracaso del gobierno, Kouvélakis no duda de la existencia de una sólida base social transformadora que, en Grecia, ha alcanzado ya importantes logros en el ámbito de la organización popular, logros de los que no es posible prescindir si queremos evitar “que la izquierda se convierta en un campo de ruinas”.

Paralelamente se ha estrenado el segundo film del filósofo Yannis Youlountas, Je lutte donc je suis. Youlountas es poeta y activista social, autor de títulos como Critique de la démoscopie (La Gouttière, 2005) y Un autre monde est en marche (Au Diable Vauvert, 2007). En 2013 dirigió su primera película, Ne vivons plus comme des esclaves, cuyo título reproduce uno de los lemas que empezaron a circular en Grecia durante las movilizaciones de 2010. Esta película, que otorgaba un papel destacado a la música pero también a la poesía, se iniciaba con las siguientes palabras: “Lo que sigue no es cine. No me limito a poner mi cámara de fotos en modo vídeo. Por el contrario, lo que sigue es nuestra verdad, nuestros corazones, nuestras entrañas, nuestras cabezas. En las ruinas de un mal sueño y en la cuna de otro mundo. Lo siguiente es una botella arrojada al mar, a las hermanas y los hermanos de utopía. Lo que sigue es una botella en llamas, de las que lanzan estrellas. Lo siguiente es una botella para descorchar juntos, y compartirla con el mundo”.

A propósito de su nueva película, Youlountas ha declarado a la revista La Dépêche du Midi que su propósito ha sido “abrir el horizonte, demostrar que un nuevo viento sopla del sur, un viento contra la resignación”. Rodado en Grecia y España, y al igual que el primero, el film da una especial relevancia a la música, que en esta ocasión es de Manu Chao, Angélique Ionatos, Léo Ferré y el rapero Pavlos Fyssas, que fue asesinado por neonazis hace dos años. En la película participan Juan Gordillo, alcalde de Marinaleda; el sindicalista Diego Cañamero y Éric Toussaint, historiador y escritor que fundó en 1990 el Comité para la Anulación de la Deuda del Tercer Mundo, con sede en Bélgica. Todos ellos junto a decenas de personas anónimas que luchan a su manera de una punta a otra del sur de Europa. Y también Stathis Kouvélakis interviene en Je lutte donc je suis, esta “brisa marina, risueña y solidaria, que de Barcelona a Atenas, de Andalucía a Creta, repele las nubes del pesimismo”, y en la que narra diversos episodios de su actividad política en Grecia en los años en que formaba parte del Comité Central de Syriza.

Libro y película, los comentados aquí, que, según palabras de Yannis Youlountas, quieren “ser testimonio de un simple hecho: que la historia no ha terminado y que no hemos dicho la última palabra”.

martes, 20 de octubre de 2015

LECTURA POSIBLE / 196

OSO, DE MARIAN ENGEL

En 1971 el cineasta canadiense Michael Snow realizó un film experimental titulado La région centrale. Filmada en las tierras remotas del norte de Quebec, la película muestra un paisaje desértico visto a través de una cámara giratoria, cuyos movimientos arbitrarios estaban determinados por un mecanismo que actuaba sin intervención humana. La película fue ampliamente elogiada por Jean-François Lyotard, quien la consideró representativa de los empeños teóricos acerca de la postmodernidad en los que andaba enfrascado en esos años. Ésta, como apuesta estética y filosófica, debía tener por objeto, según Lyotard, “exhibir lo real, pero no dentro de una representación cerrada, sino planteando perspectivas en un contexto enteramente renovado: el del retorno de la voluntad”.

Unos años después del estreno de La région centrale la escritora de Ontario Marian Engel estaba criando a sus gemelos cuando inició un difícil proceso de divorcio, durante el cual debió recibir sesiones de psicoterapia. A sus conflictos psicológicos, que durante un tiempo le hicieron temer seriamente por su salud mental, se unió entonces la penuria económica, lo que la animó a aceptar la invitación de la Writers Union of Canada, de la que ella misma era presidenta, de participar en un volumen colectivo de relatos de tema pornográfico. Engel escribió un relato de poco más de treinta páginas, pero el volumen no llegó a publicarse. Más tarde la autora desarrolló la historia hasta que alcanzó la dimensión de una novela breve, a la que puso por título Bear y que dedicó a su psicólogo. De entrada, el original fue rechazado por las editoriales a las que fue presentado, en parte a causa de su brevedad y en parte también por lo que los editores consideraban “su extrema rareza”. Finalmente, tras las gestiones de otro escritor canadiense, Robertson Davies, el libro pudo publicarse en la editorial McClelland & Stuart en 1976, habiendo sido ahora traducido al castellano por Impedimenta.

Oso era la quinta novela de Engel, que no había tenido mucha fortuna con las anteriores. La primera de ellas, No clouds for Glory, se publicó en 1968. Inside the Easter Egg (1975) y The tattooed woman, que se publicó póstumamente en 1985, son colecciones de relatos, algunos de los cuales habían sido redactados originariamente para la emisora de radio CBC. También escribió algunos libros infantiles. Hoy se la recuerda especialmente por Oso, que en el momento de su publicación suscitó un gran escándalo y recibió sorprendentemente el premio literario más importante de Canadá, el General’s Literary Award, convirtiéndose de inmediato en uno de los mayores éxitos de ventas de la literatura canadiense. En 1986 se instituyó el Marian Engel Award, prestigioso premio literario que se concede anualmente en Canadá a una mujer escritora en la mitad de su carrera.

El asunto original del relato Oso, que como se ha dicho quedó inédito, estaba inspirado en una antigua leyenda india, y se ceñía propiamente a la relación entre una mujer y un oso en una apartada isla del norte canadiense. La narración se enriqueció con alguna que otra subtrama y con una mayor descripción psicológica de la protagonista, la joven archivera Lou, cuando su autora la convirtió en novela. El contenido “pornográfico” quedaba así, pues, circunscrito a un contexto más amplio en el que además de los antecedentes ahora conocidos del itinerario vital de la mujer, ocupaba un lugar mucho más relevante el escenario, es decir, el paisaje. Éste no se aleja del registrado por la cámara giratoria de Snow mencionada más arriba, ni tampoco de esa voluntad de mostrar lo real más allá de toda representación cerrada a la que se refería Lyotard. El libro, en efecto, carece de todo mensaje o consideración moral que determine su curso, e incluso el modo en que se nos narra la historia ostenta ese carácter arbitrario y casual que caracterizaba los movimientos de cámara en La région centrale. Nos encontramos aquí ante uno de los primeros ejemplos de lo que podría considerarse una literatura postmoderna.

A la archivera Lou, cuyo trabajo consiste en catalogar viejos documentos en una institución de Ontario, se le encarga viajar al norte para hacerse cargo de una biblioteca y del edificio que la alberga, que han sido donados al instituto por una excéntrica señora. Así, el inicio de la narración evoca un modelo que nos resulta familiar por la literatura victoriana, en el que una joven virginal (casi siempre una institutriz) llega a un lugar desconocido para realizar algún trabajo. Aquí no hay niños que cuidar y educar, ni tampoco Lou es exactamente una joven virginal, pues como sabemos pronto mantiene en la actualidad una frustrante relación con el director del instituto, con el que se alivia sexualmente en sus ratos libres sobre su propia mesa de trabajo. Algo, de hecho lo principal, sí tiene en común este arranque con la literatura clásica de institutrices, y es que el lector sabe que a continuación la protagonista va a vivir una aventura.

Lo que no es posible imaginar es la naturaleza de la misma. Los hechos narrados transcurren en la región de Algoma, al noreste de Ontario. A esta región gélida y boscosa, repleta de lagos y ríos, llega Lou deseosa de escapar por un tiempo a su existencia monótona de Ontario, una existencia urbana y mayormente vacía, desprovista de horizontes. Si el paisaje es real, la Isla de Cary a la que llega la heroína es ficticia. En ella la recibe Homer Campbell, cuidador de la finca, tendero y buen conocedor de las gentes y la historia de este lugar remoto al que hace tiempo empezaron a llegar los turistas y los domingueros, con sus lanchas neumáticas fueraborda y sus inevitables urbanizaciones y casas de recreo, las cuales salpican la mayor parte de las islas de la región. No así la Isla Cary, que se ha conservado casi intacta por voluntad de sus antiguos propietarios, los Cary, descendientes de un militar que participó en las guerras napoleónicas. La isla posee sólo un edificio, cuya planta octogonal obedece a otro de los caprichos de los Cary. En la parte de atrás del edificio se hallan otras construcciones más humildes que sirven para guardar la leña y para albergar al oso de los Cary, animal semidomesticado de origen incierto que pasa sus días y sus noches atado a una cadena. Una vez mostrada la casa, e impartidos algunos consejos, el cuidador se marcha, dejando a Lou al mando de su recién conquistado y solitario reino.

La de Lou va a ser en adelante una aventura robinsoniana, en la que Viernes ha sido reemplazado por un oso. Además, periódicamente ella recibe la visita de Homer, quien le trae la correspondencia, y también Lou dispone de una lancha para ir a la tienda de aquél a fin de obtener sus suministros de comida y de whisky. El trabajo en sí avanza con lentitud, a pesar de que Lou es una archivera diligente. Sucede que su cometido no es sólo el de catalogar los libros de la biblioteca y comprobar si entre ellos hay ediciones valiosas: también, a ser posible, debería hallar la forma de documentar rigurosamente la colonización del lugar. A este respecto hay una laguna histórica que afecta en particular a las poblaciones anteriores a la llegada del hombre blanco. Indios dispersos subsisten todavía en la zona, pero no se sabe nada de ellos, salvo que una anciana india desdentada, visitante de la casa, parece ser la única persona que tiene amistad con el oso. También esta anciana guarda memoria de otros osos anteriores que habitaron el hogar de los Cary. Como sabrá Lou, existe toda una colección de notas que el más viejo de los Cary fue escribiendo y dejando aquí y allá acerca de la vida de los osos y de su simbolismo en diversas tradiciones. La cuestión, puesto que Lou pasa la mayor parte del tiempo sola, es: ¿qué se puede hacer con un oso?

La respuesta no tarda mucho en llegar. El animal de ojos tristes parece cobrar vida cuando ella lo desata y lo lleva de paseo, preferentemente a la orilla de la isla, donde ambos se bañan y se entregan a juegos náuticos, los cuales no podrán durar mucho, ya que empieza el verano, y con el buen tiempo no tardarán en aparecer los turistas. Mientras tanto, en Ontario, el director del instituto se impacienta y envía cartas en las que interroga a su empleada acerca de la marcha de su trabajo, quizá porque echa de menos sus apareamientos rápidos sobre la mesa de trabajo. Ella, Lou, quiere otra cosa. Está seducida por el carácter semisalvaje del lugar, del cual, según cree, no le costaría mucho participar, y cuyo centro, a veces majestuoso, a veces ridículo, tan adulto como infantil, transparente y enigmático, es el oso.

“Amaba al oso”, dice la narradora. “Había en él unas profundidades que Lou no podía sondear, que no podía palpar ni destruir con los dedos del intelecto. Se acostaba sobre su panza y él le daba golpecitos con las zarpas. Tocaba la lengua del oso con la suya y notaba su grosor. Exploraba sus encías, los dientes que eran casi colmillos. Le levantaba los negros labios con los dedos y le pasaba la lengua por el borde de las encías”. Y en otro lugar añade: “Era una enorme criatura viva, más vieja, grande y sabia que el tiempo, una criatura que por ahora era su criatura, pero que en cualquier momento podría volver a su propio mundo, a su propia sabiduría… Tenía una polla gruesa, protegida y envuelta en su funda. Lou se arrodilló y jugó con ella, pero no se le levantó. Ah, bueno, el verano aún no ha terminado, pensó”.

El oso es un amante torpe, cuyas mayores habilidades sexuales no se concentran en el misterioso pene, sino en la lengua. De noche, en silencio, junto a la chimenea, a muchos kilómetros de Ontario y de “una vida que podría considerarse como una ausencia de vida”, Lou se desnuda y se abre de piernas para que el oso le dé placer a lengüetazos.

El lector sabrá al mismo tiempo que Lou que el pene del oso es del todo imprevisible, pero será justo entonces cuando este juego entre la bella y la bestia empiece a revelarse como peligroso. La causa de que concluya el idilio no será sin embargo el animal, que al fin y al cabo es lo que es, sino ella, quien no es más que humana y sólo ha jugado por un verano a ser salvaje. Por lo demás, de los enigmas acerca de la colonización del territorio es muy poco lo que llega a saberse, al menos de la manera convencional, y Lou tiene que despedirse de su oso sin que éste vuelva la mirada atrás. En medio del gozo de ese verano en la Isla de Cary, sólo un breve atisbo de culpa, pronto olvidado, se le manifiesta a Lou por medio de un sueño, cuando se le aparece su madre y le hace escribir cartas de disculpa a los indios por haberse liado con uno de los suyos, con un oso. Al término de su aventura, cuando emprende su regreso a Ontario, la narradora nos informa de que Lou se siente “fuerte y pura”.

Aunque no un buen amante, en cambio el oso ha resultado ser un excelente psicólogo. No es sino a través de él como Lou cura su melancolía, y en último término es posible que su relación con él le haya transferido los conocimientos acerca del lugar que había ido a buscar, conocimientos que no eran susceptibles de catalogación ya que no se presentaban en forma de viejos documentos, sino que era preciso experimentar físicamente porque formaban parte de la vida.

Oso, incluyendo sus pasajes más eróticos, es una novela escrita con sencillez y frescura, y la impresión que deja en el lector es la de haber visitado fugazmente una isla de paz. En parte el éxito de la novela se debe a la habilidad de su autora para ensamblar diversos mitos en un relato intencionadamente dosificado para llevar en volandas al lector hasta el centro mismo de esta pasión animal y, podría decirse, ecológica, ambientada en un paisaje digno de los poetas románticos y del fanatismo que por él sintieron sus primeros habitantes. De “gangrena espiritual” y de “pacto fáustico con el diablo” fue tildado el libro en el momento de su publicación. Hoy Oso es considerada como la novela canadiense por excelencia, por su desinhibición sexual y por su alabanza implícita de la naturaleza y de la vida silvestre. A ese uso inteligente de leyendas de distintas culturas, integradas en un relato orgánico, obedece su postmodernidad; y también a su rechazo de toda lección o conclusión moral, estorbos a veces bien intencionados cuya ausencia casi siempre, y al menos en este caso, hay que agradecer.

martes, 13 de octubre de 2015

DISPARATES / 140

LAS CARTAS DE MUCHACHAS DE MARGA BERCK

Entre 1893 y 1896 una joven de Bremen envió a una amiga unas cartas que trataban, entre otras cosas, de sus desesperantes problemas amorosos y de su próxima boda. La joven, que había nacido en 1875, se llamaba Magdalene Carlotta Melchers y era hija de un acaudalado comerciante hanseático.

Magdalene tuvo la infancia que era propia de una señorita de su clase y cursó estudios en una escuela privada. En verano la familia se trasladaba a la Casa Lesmona, finca que su tío había adquirido en St. Magnus, en la orilla del río Lesum. Allí, en el verano de 1894 conoció a Gustav Rösing, un muchacho que tras la muerte de sus padres había sido adoptado por una rama familiar de los Melchers residente en Londres. Magda y el “londinense” Gustav vivieron ese verano un inocente romance que acabó por convertirse en el tema central y casi único de la correspondencia que ella mantenía con su amiga Bertha, quien por su parte acababa de casarse. Las cartas concluyen abruptamente con la muerte de la amiga, tras dar a luz a su primer hijo, acontecimiento que coincidió con la boda de Magda. Ésta, sin embargo, no se casó con su joven y enamorado “londinense”, sino con un hombre diez años mayor que ella, Gustav Pauli, historiador del arte que con el tiempo habría de desempeñar importantes cargos en museos de Bremen y Hamburgo.

En 1951 las “cartas de muchachas” que Magda envió a su amiga, junto a algunas de ésta, fueron publicadas en Alemania en forma de novela epistolar, bajo el pseudónimo de Marga Berck y con el título de Sommer in Lesmona (Verano en Lesmona, de ella existe traducción en castellano), habiendo sido reeditadas desde entonces con frecuencia. Parte de la fama de las mismas es consecuencia del interés que Thomas Mann, residente por entonces en California, se tomó por ellas. En 1985 el libro fue adaptado para la televisión por Peter Beauvais, habiendo sido interpretado el papel de la propia Magda por Katja Riemann. Desde 1994 se celebra en el Knoops Park de Bremen un festival que lleva por nombre “Verano en Lesmona”, y en el mismo parque se erigió en 2001 un busto de bronce que representa a Magda, de joven, leyendo una partitura. La Casa Lesmona, tras varias vicisitudes, es hoy monumento protegido. ¿Qué tienen estas cartas para haber recibido tanta atención y haber escapado del olvido?

Las cartas en sí apenas contienen algo más que todo el repertorio de tópicos que es previsible en la correspondencia de una adolescente de buena familia en aquella época: los bailes, los vestidos, los viajes a Florencia y a Londres con la obligada (y terriblemente fastidiosa para nuestra heroína) visita a los museos, y, claro está, los devaneos con sus muchos pretendientes, pues Magda, además de hija única y heredera de una no pequeña fortuna, era muy guapa. Si podemos decir algo a favor de nuestra adolescente es que era una apasionada de la música, sobre todo del lied y la ópera, y que no tocaba muy mal el piano. Sus inclinaciones literarias no eran muy extensas, y se limitaban como es natural a la poesía romántica. El drama amoroso de Magda tampoco iba más allá de una prosaica cuestión económica, pues como es sabido hablar de matrimonio significa ante todo hablar de dinero. Gustav, “el londinense”, carece en efecto de fortuna, y en Londres no es más que un modesto empleado. Todo eso se expresa, se resume, y se oculta bajo la fórmula que contra él adopta la condena paterna: es “demasiado joven”. El otro Gustav, en cambio, es todo un caballero que ya posee una posición y unas muy buenas relaciones en su campo, el del arte. De hecho, sólo hay en su contra una leve afección pulmonar de la que pronto se restablece en un balneario. Pero Gustav Pauli no ama a Magda, o no lo hace de la manera apasionada y romántica en que sí la ama el otro. Entre “el londinense” y nuestra heroína hay objetos perdidos y reencontrados, enseguida convertidos en reliquias de su amor; hay poemas y canciones, cartas encendidas, unas “fiebres nerviosas” que ponen en peligro por unas semanas la vida de Magda, éxtasis y desfallecimientos, promesas renovadas y planes de fuga, y casi, casi, un escándalo. Al final éste se evita decorosamente, yendo Gustav a su Londres y casándose ella con el otro.

En torno a las cartas enviadas desde la Casa Lesmona y a su autora se ha creado con el tiempo un aura de sentimentalismo ramplón que sin embargo no es suficiente para distraer al lector de los motivos de su éxito, que no son otros que los derivados de su capacidad, precisamente a causa de su carácter ingenuo, para poner en evidencia los aspectos esenciales, no pocas veces sutiles, de la condición femenina en el fin de siècle. Se trata aquí, pues, de un asunto enjundioso que ha dado lugar a una amplísima literatura, referida propiamente a la crítica literaria y a la historia del arte, pero también al estado de cosas en que se encontraba “lo femenino” y al cuadro general en materia de roles de género que afectaba a las mujeres en los inicios de su emancipación.

¿Cómo eran, o más bien cómo debían ser las mujeres del fin de siglo? Fue Mario Praz el primero que, en su libro La carne, la morte e il diavolo nella letteratura romantica, ubicó a la mujer de la época en lo que llamó “el oscuro romanticismo”, exhibiendo a su protagonista principal en su calidad de rompedora de corazones, como si la figura simbólica de la mujer fatal fuese en esos tiempos la única digna de tenerse en cuenta. El de esta mujer fatal, perversa en su inocencia, es sin duda el papel que habrían atribuido a Magda sus muchos admiradores, todos ellos rechazados por un motivo u otro. Sin embargo, en una obra posterior, Ariane Thomalla añadió un segundo arquetipo al retrato de la mujer del fin de siglo: el de la “mujer frágil”, a la que asignó unos antecedentes que procedían del mundo del arte. “La ‘mujer frágil’ es ciertamente de origen prerrafaelita”, escribió; “pero el fin de siglo supo asimilarla en forma que correspondiese a sus ideas y deseos secretos, dotándola así de una fuerza de irradiación y de una fisonomía, en parte, nuevas”. Dicha fisonomía es entendida como manifestación del decadente culto a la belleza propio del fin de siècle. Y Thomalla añade: “No hay gran diferencia entre un frágil verso lírico, una sutil acuarela, un raro y descolorido tapiz o un finísimo vaso de Tiffany o de Gallet y esta delicada criatura femenina”.* Tal decorativa mujer, espiritualizada, transparente y de aspecto enfermizo era la requerida para recibir en los salones burgueses y presidir bailes, pero también para producir vástagos, operación en la que a menudo, como la amiga de Magda, fallecía.

Aún Wolfdietrich Rasch concibió a la mujer fatal y a la mujer frágil como manifestaciones dialécticas del pathos vital de la época: “La predilección de que gozó el tipo de mujer en extremo delicada alrededor del año 1900 fue debida a que dicho tipo representaba la turbulenta voluntad de vivir (que triunfa especialmente en los seres débiles) y la relativización de la propia esfera vital en beneficio de una conciencia supraindividual más amplia”.** La síntesis de fatalidad y fragilidad femeninas remite a un contexto artístico en el que ese tipo de mujer ya había sido configurado previamente: la mujer guarda silencio, aunque se trate siempre de un silencio tumultuoso, y resulta por ello misteriosa y fatal; pero a la vez exige atenciones que sólo puede administrarle su protector padre y después su marido. El objetivo es en consecuencia doblegar a esta mujer dual, arrebatándole el misterio y la fatalidad y sometiéndola. Así, en el libro que nos ocupa, lo afirma la amiga y confidente de Magda, la ya casada y por entonces embarazada Bertha, quien en sus cartas aconseja a aquélla renunciar a su enamorado “londinense” y plegarse a la frialdad de quien va a ser su marido, ya que, como asegura por dos veces, el dominio y el poder que éste manifiesta “son también formas de amor”.

Por último, Hans Hinterhäuser, profesor de filología románica que también encontró ejemplos de mujeres fatales y frágiles en la obra de Galdós, contribuyó en uno de sus ensayos a establecer lo que el fin de siglo esperaba de ellas. Y es que la época venía cargada de ideas y sentimientos que él resumía así: “Su angustia existencial, su protesta contra un desarrollo históricamente objetivo que no era posible detener ni anular, su conciencia de exilio, sus fantasías de autodestrucción, sus vanos intentos de escapar del materialismo y traspasar la dimensión superficial de la ‘realidad’ para alcanzar un estrato profundo de orden mítico-religioso”. El fin de siglo es, en efecto, tiempo de creencias irracionales que oscilan entre el espiritismo y la propiedad atribuida a los objetos de representar al amado ausente: se trata de despertar a los dioses de su sueño e introducirlos en la vida cotidiana. Y Hinterhäuser concluye: “La magnitud de este esfuerzo fue considerable, abarcando desde los resucitados centauros paganos hasta la revitalizada figura de Cristo y su correspondiente femenino, la mujer angelical de los prerrafaelitas. Es decir, un sincretismo cristiano-pagano entendido como oposición a una civilización sin alma”.***

A la luz de todo lo anterior el texto aparentemente banal de la adolescente Magdalene Melchers, o de su heterónimo Marga Berck, cobra nuevos significados. Fueron estos los que atrajeron a Thomas Mann, quien conoció la edición alemana del libro a través de su esposa y su hija Erika y sugirió a su editor americano que lo publicase. En una carta al consejero de cultura de Hamburgo, Hans Biermann-Ratjen, quien había animado a Magda a publicar su correspondencia “de muchachas”, Mann calificó el libro de “verdadera y conmovedora obra de arte”. Y como quiera que el éxito de las cartas había escandalizado a muchos en Alemania, él escribió: “De lo que sí cabe escandalizarse es de ese mundo, esos padres, esa vida de riquezas, banquetes y viajes de placer, con su zafia crueldad, que la autora no pretende cuestionar, pero sobre la que va dejando caer en sus anotaciones, de manera objetiva, grandes dosis de crítica social”.

Más tarde Mann sostuvo correspondencia con Magda e incluso llegó a conocerla durante una visita a Hamburgo con motivo de una lectura de sus Confesiones del estafador Felix Krull. Entonces él y su esposa Katia pudieron felicitar a Magda por su noventa cumpleaños, y a las observaciones de Mann acerca de sus padecimientos juveniles, ella, quitando importancia al asunto, replicó: “Eran cosas de la época”. También entonces Mann pudo ver satisfecha su curiosidad respecto al matrimonio de Magda y a su vida posterior a lo referido en las cartas. Su marido, Gustav Pauli, fue apartado de sus cargos tras la llegada de los nazis al poder y murió en 1938. Su hija Liselotte perdió una pierna en un accidente de tranvía y se suicidó a la edad de veintinueve años. Su hijo mayor, Alfred, acusado de hacer comentarios contra Hitler, fue detenido y torturado, y poco después se suicidó. El hijo menor, Carl-Theodor, era oficial de marina cuando su avión fue derribado en el Canal de la Mancha en 1944.

La propia Magda iba a vivir hasta 1970. A pesar de su existencia casi centenaria, no llegó a ver el busto que la erigieron en el Knoops Park de su ciudad. La partitura que sostiene el busto ostenta una inscripción, la cual hace referencia a una canción que cantaba con su enamorado Gustav (llamado Percy en el libro Un verano en Lesmona). “Daisy”, a cuenta de esta canción que por entonces estaba de moda, era el nombre que él le daba durante aquel verano de 1894. Y dice: “Hay una flor en mi corazón: Daisy, Daisy / plantada un día por un veloz dardo / plantada por Daisy Bell. / Me quiere, no me quiere, a veces resulta difícil de decir, / pero no pienso compartir el premio / ¡oh, mi hermosa Daisy! / Daisy, Daisy, dame una respuesta, por favor, / estoy medio loco por tu amor. / No tendremos un matrimonio elegante / pues no puedo permitirme un carruaje / pero estás preciosa / sobre el sillín / de una bicicleta para dos”.
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* Ariane Thomalla, Die «femme fragile», Düsseldorf, 1972
** Wolfdietrich Rasch, Jugendstil, Darmstadt, 1971
*** Hans Hinterhäuser, Fin de siglo. Figuras y mitos, Madrid, 1998

miércoles, 7 de octubre de 2015

LECTURA POSIBLE / 195

LA FAMILIA KARNOWSKY, DE ISRAEL SINGER. UNA CRÓNICA DEL DESARRAIGO

El siglo XX fue pródigo en tragedias y esperanzas que entre otras cosas abrieron el camino a las últimas vanguardias en el terreno del arte, y también en la literatura. El culto a las mismas es responsable en parte del olvido al que fueron a caer no pocas obras maestras, las cuales habían sido concebidas por sus autores desde la perspectiva de la tradición, y tachadas por ello de caducas y extemporáneas. La familia Karnowsky es una de esas obras maestras olvidadas, por un lado por ser ajena a los experimentalismos de su siglo, y por otra por haber sido escrita en una lengua tan minoritaria y desconocida como es el yiddish. A ello hay que añadir que su autor fue hermano de Isaac Bashevis Singer, premio Nobel que para muchos ha encarnado por sí mismo la literatura judía del siglo pasado y a cuya sombra tuvo que vivir la producción de nuestro autor.

Israel Yehoshua Singer nació en Biłgoraj, en el sudeste de Polonia, en 1893. No son muchas las glorias de esta pequeña población de la actual provincia de Lublin, cuyo nombre acaso recuerde el lector por un poema que Bertolt Brecht escribió en 1939, La Cruzada de los niños. Durante su huida del horror y la guerra, los niños protagonistas encuentran a un soldado herido recostado contra un árbol, y cuidan de él en la confianza de que pueda guiarles en su fuga. “Él sólo exclamó: −¡Hacia Biłgoraj! / y por fuertes fiebres aquejado /  al octavo día murió”. Si hay un motivo por el que esta ciudad pueda ser célebre es por haber sido la cuna de los Singer, familia libresca en la que había varios rabinos jasídicos y de la que iban a surgir tres hermanos escritores: Israel Yehoshua, Isaac y Esther, que alcanzaría fama con su apellido de casada: Kreitman.

Siendo adolescente, Israel Yehoshua marchó a Varsovia, donde empezó a escribir y a publicar en diarios en yiddish. Más tarde vivió en Kiev, donde fue corresponsal de una publicación norteamericana. En 1934 emigró a Estados Unidos, y allí escribió dos novelas, Los hermanos Ashkenazi (1937) y la que ahora comentamos, esta La familia Karnowsky que fue redactada en 1941, pocos años antes de su muerte, y que ha editado entre nosotros Acantilado.

La mención de La Cruzada de los niños de Brecht no es gratuita, pues también aquí Israel Singer nos habla de una huida del horror y de una tragedia. Protagonistas de las mismas son los Karnowsky, familia originaria de Melnitz, en lo que se llamaba la “Gran Polonia”. Dividido en tres partes, el libro narra las vicisitudes de esta familia en su peregrinaje hacia Occidente, primero a Berlín y después a Nueva York. Precursor y guía de esta emigración es David, quien protagoniza la primera parte. Él es un comerciante y estudioso de la Torá, seguidor de la Ilustración judía o Haskalá que fue propugnada por el filósofo Moses Mendelssohn. Centro de la segunda, ya en Berlín, será su hijo Georg, genuino ejemplar de judío ilustrado y asimilado completamente a su patria de adopción, en la que triunfará como médico. Y la tercera parte está protagonizada por Yegor, hijo del anterior que, con el resto de su familia, emigra a Nueva York tras la ascensión del nazismo. Se trata, pues, de una novela que abarca tres generaciones y casi íntegramente la primera mitad del siglo pasado, teniendo como fondo cada uno de los lugares en los que se asienta la familia, y a ésta como hilo conductor. La familia Karnowsky es una novela realista y a la vez épica comparable a otras más célebres que tratan del apogeo o el declive de una familia, pero presentada aquí en forma de epopeya social ambientada en lo que en esos años se consideraba “la cuestión judía”.

La peripecia de los Karnowsky, tal como nos la muestra el autor, difiere sin embargo de las de su género por un poderoso motivo. Y no es que le falte a la obra de Singer la capacidad para hacer sutiles retratos psicológicos, o que carezca del sentido filosófico que muchas veces ostentan esas novelas, sino que simplemente La familia Karnowsky fue originariamente escrita, como toda la obra de Singer, en yiddish, lengua popular y con gran arraigo en la narrativa oral, y deudora incluso de la literatura rabínica, con su larga tradición de comentarios de las escrituras sagradas. Consecuencia de lo anterior es que de la novela que comentamos esté ausente el más leve indicio de intelectualismo, y ello a pesar de que el suyo sea en último término un tema filosófico: el del valor y la vigencia de la Haskalá en el contexto histórico de la novela, una cuestión que para los judíos de entonces no era ya un motivo de controversia erudita, sino que atañía directamente a su propia supervivencia.

Desde la primera frase del libro sabemos que los Karnowsky son “conocidos como hombres obstinados y polemistas, aunque también estudiosos y cultivados, sin duda unas mentes de hierro”. Encarnación de ese carácter polemista, crítico y difícil de contentar es David, al que su libertad de criterio ha impedido hacer carrera como rabino, y que si bien se ha dedicado al comercio de la madera no ha dejado por eso de estudiar e interpretar a su manera las escrituras sagradas. A su juicio, en la judería oriental reinan la ignorancia y la superstición, razón por la cual, tras casarse, decide emigrar junto a su mujer a Berlín, “en busca de la luz”. Allí tratará de poner en práctica el ideal ilustrado de ser judío sólo en casa, y alemán fuera de ella. De ese modo se alejará del resto de la comunidad judía procedente del Este, esa comunidad formada por buhoneros míseros, vestidos con ropajes orientales, los cuales contagiaban su mala fama a los judíos ilustrados, deseosos de asimilarse a la vida y la cultura alemanas, y causantes además, a su juicio, de la nueva oleada de antisemitismo posterior a la Gran Guerra. Si en el caso de David esa asimilación parece tener éxito, no sucede así con su esposa, Lea, quien, cuando llevaba ya unos años viviendo en la gran ciudad extranjera, a causa de sus dificultades con el alemán y con las costumbres de la burguesía berlinesa, “todavía sentía su aislamiento como en los primeros tiempos”.

Será el hijo de ambos, al que su padre asigna un nombre cristiano, quien hará realidad el ideal de la asimilación. Georg, en efecto, ha perdido ya virtualmente su identidad judía: está casado con Teresa, una aria rubia y de ojos azules, y es sólo por contentar a su madre por lo que practica personalmente en su hijo el ritual de la circuncisión. Es apenas una vaga memoria de su origen judío la que conserva Georg, y ello por respeto a su madre. Sin embargo, tampoco faltan sombras en esta aparentemente satisfactoria asimilación, las cuales vienen por el lado de la familia de su esposa, en concreto de su hermano, Hugo. Es éste uno de esos oficiales alemanes que no han aceptado la derrota en la Gran Guerra y que ha regresado de los frentes convertido en un amargado haragán. Tampoco, a decir verdad, los tiempos ayudan mucho a que estos militares desmovilizados se adapten a la Alemania de postguerra. Son los años de la escasez, el desempleo y la inflación. Iba a ser entre estos militares derrotados e inadaptados (uno de ellos era cabo y se llamaba Adolf Hitler) de donde surge la teoría de “la puñalada en la espalda”, la traición de la que habría sido víctima el ejército no en los frentes, sino en la retaguardia, traición liderada por socialistas y bolcheviques, muchos de ellos judíos. En principio, el auge consiguiente del nazismo apenas inquieta al próspero doctor Karnowsky, ginecólogo de prestigio en una clínica en la que atiende a las damas de la aristocracia berlinesa. No por mucho tiempo. Las leyes raciales del Nuevo Orden no tardan en reducir y luego imposibilitar al doctor sus expectativas de trabajo. Sin embargo, quien experimentará de manera dramática la naturaleza de los nuevos tiempos será su hijo.

Yegor, cuyo nombre es la contracción de dos nombres cristianos (Joachim y Georg), al que además añade siempre el apellido Holbeck de su madre, es un muchacho débil que padece horribles pesadillas y al que difícilmente, a causa de su apariencia semita, aceptan los chicos arios de su barrio, con los que comparte estudios en el Instituto Goethe. El muchacho no entiende la jerga yiddish de su abuela ni encuentra sentido a los consejos de su padre. Exclusivamente se siente próximo a su rubia madre, semejante a las madres de sus compañeros de instituto, y en especial a su tío Hugo, del que escucha con placer el relato de sus heroicas acciones de guerra. Yegor no sabe quién es. Ni a quién escuchar ni a qué atender. Una cruel humillación sufrida en el instituto a causa de su origen racial es el punto de inflexión en el que su precaria vida se rompe. La toma de conciencia de su condición de judío se produce abruptamente y con odio, el cual dirige hacia su padre, causante según parece de todos sus males. Abandonados los estudios, dividida su identidad entre dos conciencias irreconciliables, el desenlace de su historia se producirá en Nueva York, adonde la familia se traslada penosamente una vez comprobada la imposibilidad de seguir en Alemania.

Devuelta la familia Karnowsky a la humilde condición de sus orígenes, allá en la lejana y oriental Melnitz, la existencia en América tiene variados efectos sobre cada uno de sus miembros. Lea está contenta, ya que puede hablar de nuevo en su materno yiddish y no tiene que fingir la pertenencia a una clase que no es la suya. Georg se desespera inútilmente, ya que aquí su título no es reconocido y no puede ejercer la medicina. El ya anciano David se vuelca en añoranzas y tal vez, en su fuero interno, se interrogue acerca del sentido o el sinsentido de sus convicciones juveniles sobre la Haskalá, el principio en virtud del cual la suerte de la emancipación de los judíos debía unirse a la asimilación. ¿Acaso esa luz que no encontraba en el ghetto en verdad se halla, como él creía, en Occidente? Pues sucede que la vida no es fácil tampoco en Nueva York, donde igualmente hay judíos procedentes del Este, algunos de su mismo pueblo, y también, naturalmente, nazis.

Pero es Yegor el que sufrirá como nadie su propia cólera y la de los otros. Como dice uno de los personajes: “La vida es como un bromista; disfruta jugando malas pasadas. Los judíos querían ser judíos en sus casas y gentiles fuera de ellas. Llegó la vida y volvió las tornas: somos gentiles en nuestras casas y judíos fuera de ellas”. Y así Yegor abandonará la casa paterna en lo que no es sino el episodio postrero de una larga huida, la cual le conducirá hasta uno de los finales de novela más sobrecogedores que pueden leerse.

La familia Karnowsky es una obra excepcional y un libro cargado de humanidad, retrato fiel de una época y del destino de un pueblo. Pero es también un libro sobre la relación entre padres e hijos, sobre el modo en que las ambiciones y las pautas de conducta de aquéllos se imponen sobre éstos, además de una reflexión oportuna y moderna acerca de esa constante de la historia humana que es la emigración. Y no en último lugar es un libro sobre los horrores domésticos del fascismo, horrores que precedieron a los de los campos de concentración y la Shoá, que fueron necesarios para la consumación de ésta y que acaso hayan resultado ser más perdurables, en la vida íntima, en el silencio intransferible de miles de conciencias, que el propio Holocausto. Se decía más arriba que esta historia fue redactada originariamente en yiddish, lengua humilde y popular que ha sido traducida aquí admirablemente por Rhoda Henelde y Jacob Abecasís. El uso de esta lengua despreciada por siglos como forma de expresión de la judería oriental, y más tarde también como lengua de desarraigados, supone ya de entrada una toma de partido por parte del autor y tal vez una respuesta a las preguntas planteadas en su día por la Haskalá. A ello se refiere uno de los personajes cuando, ante otro que intenta expresarse en alemán, le dice: “Hábleme en yiddish como en el patio de la sinagoga de Lvov”.

Decía Kierkegaard que “el poeta es el genio del recuerdo, sólo tiene poder para recordar”. Eso mismo es lo que hace Singer en esta novela, recreando ante nosotros un patio de memorias y añoranzas desde el que unas mentes de hierro, un día, iniciaron el camino de su disolución.