martes, 29 de octubre de 2013

LECTURA POSIBLE / 121

VIKTORIA TÓKAREVA O LA ESTUPENDA CATÁSTROFE

Posiblemente al lector español le diga muy poco, o nada, el nombre de Viktoria Samoilovna Tókareva. Salvo error, sólo se han traducido al castellano tres de sus libros (dos de ellos en México), y de eso hace ya algunos años. En cambio, sus obras se han traducido abundantemente a otros idiomas, y en Alemania, por ejemplo, sus novelas y relatos tuvieron gran difusión en la década de los noventa, cuando en ese país la obra de Tókareva se convirtió en la más representativa de la literatura contemporánea rusa. Quizá la escasa divulgación entre nosotros de estas obras sea consecuencia de su carácter difícilmente clasificable, a medio camino entre la comedia y la sátira costumbrista, como difícil de clasificar es también el propio nombre de nuestra autora, el cual, de la manera que es corriente con los nombres rusos, ha sido transcrito a las lenguas occidentales de maneras diversas. Incluso la grafía que aparece en España en el único título publicado de Tókareva difiere de la que se empleó en su día en las ediciones mexicanas. De éstas últimas, que fueron traducidas por Selma Ancira, tomamos la aquí utilizada.

El de Viktoria Tókareva es un caso raro de fidelidad a unos principios narrativos, y eso a pesar del extenso período que abarca su producción, por no hablar de los grandes trastornos vividos por su país durante ese tiempo, es decir, desde mediados de los años sesenta hasta ahora mismo. Porque esta mujer nacida en 1937 continúa en activo, convertida hoy en toda una institución de las letras rusas.

Tókareva fue profesora de música y estudió, con la intención de convertirse en actriz, en el Instituto Estatal de Cinematografía de Moscú. En 1964 publica en una revista su primera narración, Un día sin mentiras, que en ese momento, en el que las autoridades de la URSS estaban alentando un tímido proceso de apertura política, fue muy bien recibida. Acerca de la misma escribe: “Enseguida me empezaron a llegar multitud de sugerencias. Estuve recibiendo un gran número de cartas de lectores con propuestas de matrimonio, las cuales fundamentalmente provenían de soldados reenganchados y de presidiarios”. Tras el éxito del relato, la autora firmó un contrato con la compañía Mosfilm para su adaptación al cine. En él se narra la historia de un profesor de literatura, el cual decide vivir un día sin mentiras. El verdadero problema se le presenta al personaje al final: “¿Qué iba a hacer los restantes trescientos sesenta y cuatro días del año?” El guión ya estaba acabado cuando un nuevo giro de la política soviética impidió la realización de la película, aunque para entonces Tókareva ya había establecido los contactos necesarios y pudo embarcarse en un nuevo proyecto. Las vicisitudes y el contenido de esta primeriza narración marcan la tendencia de toda la obra posterior de Tókareva. E incluso sus mayores logros en el ámbito cinematográfico vienen a constituir, cada uno a su manera, una especie de “día sin mentiras” en el que se expresa una realidad que en general prefiere ignorarse.

No mucha mejor suerte que sus libros han corrido los films en cuyo guión ha participado Tókareva, los cuales no parecen haberse distribuido nunca en España. De ellos, casi una quincena, estrenados entre 1968 y 2001, destacan al menos dos de enorme éxito que fueron producidos en lo que se considera la época dorada de la comedia en el cine soviético: Caballeros de fortuna (1972) y Mimino (1977). Estas películas, producto en parte de uno de los vaivenes políticos del momento, pudieron tratar humorísticamente algunos temas ignotos hasta entonces en la cinematografía soviética, en especial la delincuencia, de lo que es buena muestra el primer título citado.

Caballeros de fortuna, en efecto, cuenta la historia de Troshkin, director de un jardín de infancia que es confundido con el autor de un robo, el del casco de Alejandro Magno, ocurrido durante una excavación arqueológica. El malentendido provoca que el inocente y educado Troshkin sea introducido en los ambientes del hampa, lo que permitió a los autores del film retratar una parte más bien oscura de la realidad soviética. El segundo título, Mimino, también basa su argumento en un malentendido, el que sufre el personaje cuyo nombre da título al film, un georgiano piloto de helicópteros que siempre ha soñado con pilotar grandes aviones de líneas internacionales, y que aquí, durante un curso de adiestramiento en Moscú, se encuentra con Robik, un más que peculiar conductor de camiones. La gran ciudad, con su cinismo y sus para él extraños códigos culturales, desagrada profundamente a Mimino (“gavilán” en georgiano) quien pese a todo consigue realizar su sueño y vuela en un jet a reacción por todo el mundo. Pero la nostalgia, y su inadaptación a las nuevas formas de vida, le hacen regresar a su pueblo. Las películas citadas establecieron la reputación de Tókareva en la industria cinematográfica, reputación que ya era amplia en el ámbito literario mucho antes de que su obra fuera conocida en el extranjero.

Esa obra literaria se ubica  más allá de los tópicos propagandísticos de un lado y de otro, desvelándose en los actos de la vida cotidiana, marcados casi siempre por tortuosas relaciones de pareja. Algunas de las narraciones posteriores estarán ambientadas en el mundo del cine, repleto de actrices tan desvalidas como ambiciosas, directores alcoholizados, enamoramientos abruptos y relaciones sexuales fuera de la norma, todo lo cual viene a constituir una especie de viaje sentimental por el último medio siglo de la historia rusa.

En esos años dos de sus historias de mayor éxito fueron adaptadas al cine: Cien gramos de valentía (1976) y Talismán (1983). Acerca de estas narraciones, y de las publicadas en México por la editorial Circe, Equilibrio y El zigzag del amor, ha escrito la autora: “Mi tema es la nostalgia del ideal. Podría pensarse que el amor no guarda relación con los sistemas políticos, y sin embargo resulta que en la sociedad todo está integrado, incluso el amor”. En el relato Contar o no contar Tókareva nos muestra a la estudiante Artamonova enamorada de su compañero de estudios, el políticamente irreprochable Kireev. Si bien el suyo es un amor no correspondido, se dejará explotar por él, lo que cambiará el curso de toda su vida. El drama de la protagonista no impide que la naturaleza de sus relaciones sea objeto de mofa por parte de la narradora. Así, del primer marido de Artamonova, al que le falta un diente, dice: “Su valla tenía un agujero a través del cual todo su interior se hacía visible”, ya que la vida está repleta de esas fisuras por las que es posible asomarse a la molesta y casi siempre ignorada verdad, la misma que salía ya a relucir en “el día sin mentiras” de su primer relato.

El único libro de Tókareva editado en España, Pánico escénico (Ediciones del Bronce, 2002), reúne algunas historias representativas de su producción literaria, cuyos temas abarcan desde sus inicios en la escritura y en el cine hasta la llamada perestroika. De este volumen destacan tres historias: la que da título al libro, Mi maestra y La fractura. La primera tiene por protagonista a Marianna, que sueña con ser actriz y que a tal fin se verá enredada en las seducciones, intrigas y mentiras de la industria del cine, con sus personajes tan refinados y cultos como encanallados. El amor surge en estas páginas, pero lo que habría podido ser una banal historia de asuntos sentimentales se ve enriquecido por el humor y la frescura de la prosa de Tókareva, quien vuelve a dar muestras de su arte para describir fluidos estados psicológicos en plena ebullición de la manera más concisa. Al final, tras diversas aventuras, desengañada, Marianna renunciará al esplendor de la gran ciudad para componer uno de los esperanzadores desenlaces característicos de la autora: “Marusia recordó, al contemplar de nuevo la aldea ante sus ojos, los tres colores: el negro, el blanco y el gris perla. Y aquel estado de paz y tranquilidad que nunca había logrado”.

En Mi maestra la autora regresa a sus años de aprendizaje en el Instituto Estatal de Cinematografía para evocar los últimos años de vida de su profesora Katerina Vinográdskaia, “sacerdotisa del amor que arrojaba todo de sí sin recibir nada a cambio”. La fuerza vital de esta mujer, capaz por sí sola de despertar el vuelo de la inspiración en sus alumnos, mereció a sus ochenta años de edad, poco antes de su muerte, la carta de amor de un joven treintañero: “Usted ha sabido extraer de mi interior algo hermoso que permanecía oculto, pero ahora se ha vuelto a quedar cubierto por el polvo en algún lugar y se ha podrido por innecesario”, escribe el médico que ha tratado a Katerina de una grave dolencia. En este relato, que pese a su brevedad abarca un período de varias décadas, Tókareva utiliza con ironía el lenguaje que ya era común en el momento en que ella escribía, y en el que habían comparecido palabras como reestructuración o privatización. Y es que “todo cuento debe estar basado en la realidad. De otro modo, no es un cuento, sino un embuste”.

Tatiana, que en su juventud fue campeona de patinaje artístico, es la protagonista de La fractura. En un momento particularmente dramático de su existencia, tras una discusión con su marido a causa de la amante de éste, la ex campeona, ahora profesora de patinaje, sufre un accidente y se rompe un tobillo. Esta fractura señala otra mayor que se está produciendo en la vida de Tatiana. El relato narra las complicaciones de la recuperación de la protagonista, que entretanto conoce a un hombre al que convertirá en su amante. La conclusión del relato se produce cuando la protagonista, ya recuperada, se reencuentra con su marido y el hombre del que se enamoró durante su convalecencia: “Misha y Dimka estaban de pie entre la multitud. A Tatiana aquello no la turbaba. Lo realmente importante era quién estaría a su lado, el uno o el otro. Pero aún más importante era que ella se tenía a sí misma”.

Protagonistas de estas historias son gentes corrientes que parecen haber sido tomadas de la novelística y el teatro de Chéjov, pero que son llevadas aquí por sus sentimientos a situaciones extraordinarias en las que la autora no se recata en destilar sus gotas de ironía y humor. Quizá por eso su popularidad en Rusia no ha declinado, y son ya varias las generaciones de lectores que en su país se han identificado con estos personajes tan humanos y reales y que, siempre al borde de un abismo, acaban, tras la caída, encontrando la forma de empezar de nuevo. Esto justifica la frase que le dedicó Doris Dörrie, también ella escritora y cineasta, cuando su obra empezó a introducirse en Alemania: “Tókareva escribe como un transiberiano montado sobre el éxtasis: avanza a toda marcha hacia la más estupenda de las catástrofes”.

viernes, 25 de octubre de 2013

DISPARATES / 88

LAS NORMAS DE ESTADOS UNIDOS EN DOS FOTOS

Jean Gadrey*

Sí, las normas de Estados Unidos son un problema… y no sólo para el proyecto de acuerdo de (así lo llaman) “asociación” de libre comercio entre la Unión Europea y Estados Unidos. He aquí dos fotos. Ninguna de ellas ha sido difundida por los opositores norteamericanos a este proyecto de acuerdo (los hay, y más de los que podemos imaginar), sino por la asociación “Moms demand action for gun sense in America” (Las madres exigen la adopción de medidas con sentido común para el control de armas en América). Dicha asociación explica en su sitio web las medidas que propone, unas medidas en mi opinión muy tímidas, pero es que yo no vivo allí y no tengo que hacer frente a lobbies de semejante poderío. Se puede hacer clic en las imágenes para ampliarlas.



Traducción del texto que se lee en la parte de arriba de la imagen: “Uno de estos niños tiene un objeto que está prohibido en América a fin de proteger a la infancia. Adivine cuál es”.

Los pequeños juguetes contenidos en los huevos “Kinder surprise” están en efecto considerados como intolerables riesgos para la infancia. Fueron prohibidos… ¡en 1938! Estén tranquilos, no se trata de luchar contra los excesos de azúcares y de materias grasas, una especialidad americana exportable. Sepa usted que si intenta introducir un huevo de estos en territorio americano corre el riesgo de que le impongan una multa de 2.500 dólares por huevo, según la versión americana del Huffington Post.

He aquí la segunda foto. Se encuentra en el sitio francés del Huffington Post, acompañada de comentarios. Es una foto de Douglas Brodoff. Ha circulado como un reguero de pólvora después de la masacre de Colorado, en la que fueron asesinadas doce personas en un teatro, en julio de 2012.


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* Jean Gadrey es economista
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FUENTE: ALTERNATIVES ECONOMIQUES

miércoles, 23 de octubre de 2013

DISPARATES / 87

ESTADOS UNIDOS: UN COMENTARIO A LA DESIGUALDAD Y LA DICTADURA ECONÓMICA

¿Cómo están las cosas en Norteamérica, en el país más rico y poderoso del mundo? Sirviéndose del argumento de El gran Gatsby, que Scott Fitzgerald escribió en 1925, el autor del siguiente artículo nos recuerda la lucha contra la desigualdad “que se ha librado una y otra vez en la historia humana”, así como la manera en que se manifiesta la dominación de las élites sobre las clases populares. El autor, Chris Hedges, afirma que “la incapacidad para comprender la patología de nuestros gobernantes oligárquicos es una de nuestras faltas más graves”. Frente a ello, llama a la acción, sin medias tintas, contra la dictadura económica.

Chris Hedges es un periodista y escritor norteamericano. De su extensa obra se ha publicado en español el ensayo La guerra es la fuerza que nos da sentido (Síntesis, 2003). Sus últimos libros son The world as it is: Dispatches on the myth of human progress (Nation Books, 2010) y  Days of destruction, days of revolt (Nation Books, 2012), escrito en colaboración con Joe Sacco. Este libro es una denuncia de la naturaleza de las guerras promovidas desde Washington y de su impacto sobre la civilización humana. “La guerra es siempre una traición”, escribe, “una traición de los jóvenes por los viejos, de los cínicos por los idealistas, y de los soldados y marines por los políticos”. En el presente, “son sólo los marginados y los rebeldes los que mantienen vivas la verdad y la investigación intelectual”, escribió en otro de sus artículos (La traición de los intelectuales, Revista Sinpermiso, 2013).

Hedges ha sido durante quince años corresponsal en el extranjero de The New York Times. En la actualidad es colaborador de las revistas Truthdig y The Occupied Wall Street Journal. En 2002 recibió el Premio Pulitzer.

BIENVENIDOS A LA GUERRA DE CLASES

Chris Hedges

“Los ricos son diferentes de nosotros”, se dice que comentó F. Scott Fitzgerald a Ernest Hemingway, a lo que Hemingway supuestamente respondió: “Sí, tienen más dinero”.

El diálogo, aunque en realidad no tuvo lugar, expresa un punto de vista de Fitzgerald que Hemingway siempre eludió. Los ricos son diferentes. La seguridad que les confieren la riqueza y el privilegio permite a los ricos a su vez rodearse de trabajadores sumisos, parásitos, sirvientes y aduladores. La riqueza cría, como ha ilustrado Fitzgerald en El gran Gatsby y en su relato El muchacho rico, una clase de personas para las que los seres humanos son productos desechables. Colegas, socios, empleados, personal de cocina, sirvientes, jardineros, tutores, entrenadores personales, incluso amigos y familiares, todos se doblegan a los caprichos de los ricos o desaparecen. Una vez los oligarcas alcanzan el poder político y económico sin control alguno, como ha ocurrido en los Estados Unidos, los ciudadanos también se convierten en desechables.

La imagen pública de la clase oligárquica se parece muy poco a su cara privada. Yo, como Fitzgerald, fui lanzado a sus brazos cuando era joven. A la edad de diez años me enviaron con una beca a un internado exclusivo de Nueva Inglaterra. Tuve compañeros de clase cuyos padres –padres que ellos raras veces veían– llegaban a la escuela en sus limusinas acompañados por fotógrafos personales (y de vez en cuando por sus amantes), de modo que la prensa pudiera seguir alimentando la imagen de los ricos y famosos que interpretan el papel de buenos padres. Pasé un tiempo en los hogares de los ultra-ricos y poderosos, viendo a mis compañeros, que eran niños, dando órdenes insensiblemente a los hombres y mujeres que trabajaban como sus chóferes, cocineros, niñeras y sirvientes. Cuando los hijos e hijas de los ricos se meten en problemas graves siempre hay abogados, publicistas y personajes políticos que los protejan –la vida de George W. Bush es un ejemplo práctico de la insidiosa acción afirmativa de los ricos. Éstos experimentan un desdén snob hacia los pobres –a pesar de sus muy publicitados actos de filantropía– y la clase media. Los miembros de estas clases inferiores son vistos como parásitos groseros, molestias que no hay más remedio que soportar, que en ocasiones deben ser aplacadas y siempre someterse a su control, con el fin de acumular más poder y dinero. Mi odio a la autoridad, junto a mi aborrecimiento de la vanidad despiadada y el sentimiento de superioridad de los ricos vienen directamente de vivir entre los privilegiados. Esto fue una experiencia profundamente desagradable. Ella me expuso a su egoísmo y hedonismo insaciables. Aprendí, de niño, que eran mis enemigos.

La incapacidad de comprender la patología de nuestros gobernantes oligárquicos es una de nuestras faltas más graves. Se nos ha ocultado la depravación de nuestra élite gobernante por medio de la propaganda incesante de empresas de relaciones públicas que trabajan para las corporaciones y los ricos. La abnegación de políticos dóciles, artistas despistados y nuestra corporativa-subvencionada cultura popular, que nos muestra a los ricos como héroes a emular y nos promete que a través de nuestro sacrificio y del trabajo duro podremos ser como ellos, nos impide apreciar las verdad.

“Eran personas descuidadas, Tom y Daisy”, escribió Fitzgerald aludiendo a la pareja rica que se encuentra en el centro de la vida de Gatsby. “Rompieron cosas y criaturas y luego se retiraron con su dinero o su vasto descuido, o lo que fuera que los mantenía juntos, y dejaron que otras personas limpiaran el desorden que habían causado”.

Aristóteles, Niccolò Maquiavelo, Alexis de Tocqueville, Adam Smith y Karl Marx partieron de la premisa de que hay un antagonismo natural entre los ricos y las masas. “Los que tienen demasiados bienes de fortuna, fuerza, riqueza, amigos, y similares, no están dispuestos ni son capaces de rendirse a la autoridad”, escribió Aristóteles en “Πολιτικα” (Política). “El mal comienza en casa, porque cuando son niños, a causa del lujo en el que se les educa, nunca aprenden, incluso en la escuela, el hábito de la obediencia”. Los oligarcas, como sabía Aristóteles, son instruidos en los mecanismos de manipulación, la represión sutil y abierta y la explotación, a fin de proteger su riqueza a nuestra costa. El más importante de sus mecanismos de control es el control de las ideas. Las élites gobernantes se aseguran de que la clase intelectual establecida esté al servicio de una ideología, en este caso el capitalismo de libre mercado y la globalización, que justifica su codicia. “Las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes”, escribió Marx. “Las relaciones materiales dominantes son así concebidas como ideas”.

La amplia difusión de la ideología del capitalismo de libre mercado a través de los medios de comunicación y la purga, sobre todo en el mundo académico, de las voces críticas han permitido a nuestros oligarcas orquestar la mayor brecha de la desigualdad del ingreso en el mundo industrializado. El 1 por ciento de los estadounidenses posee el 40 por ciento de la riqueza nacional, mientras que un 80 por ciento posee sólo el 7 por ciento, como Joseph E. Stiglitz escribió en El precio de la desigualdad. Por cada dólar que el 0,1 por ciento más rico de la población había acumulado en 1980 obtenía adicionalmente tres dólares en ingresos anuales en el 2008, como ha explicado David Cay Johnston en su artículo 9 cosas que los ricos no quieren que usted sepa sobre los impuestos. En el mismo período, escribe Johnston, el 90 por ciento de la población sólo añadió un centavo. La mitad del país está clasificada como pobre o de bajos ingresos. El valor real del salario mínimo se ha reducido en 2,77 dólares desde 1968. Los oligarcas no creen en el sacrificio por el bien común. Nunca lo hacen. Nunca lo harán. Ellos son el cáncer de la democracia.

“Nosotros, los estadounidenses, no solemos considerarnos un pueblo sumiso, pero por supuesto que lo somos”, escribe Wendell Berry. “¿De qué otro modo, si no, podemos permitir que nuestro país sea destruido? ¿Por qué estaríamos dispuestos a premiar a sus destructores? ¿Por qué todos nosotros –que hemos otorgado el poder a las codiciosas corporaciones y a los políticos corruptos– estamos participando en su destrucción? La mayoría de nosotros está todavía demasiado cuerda para mear en nuestro propio pozo, pero permitimos que otros lo hagan y les recompensamos por ello. Premiamos tan bien, de hecho, que los que se mean en nuestro pozo son más ricos que el resto de nosotros. ¿Cómo lo explicamos? Por no ser lo bastante radicales. O por no ser lo suficientemente cuidadosos, que es la misma cosa”.

El surgimiento de un Estado oligárquico ofrece a una nación dos rutas, según Aristóteles: que las masas empobrecidas se rebelen para rectificar el desequilibrio de riqueza y poder o que los oligarcas establezcan una tiranía brutal para mantener a las masas esclavizadas. Nosotros hemos escogido la segunda opción. Todos los lentos avances que hemos hecho en el siglo XX a través de los sindicatos, la regulación gubernamental, el “New Deal”, los tribunales, la prensa alternativa y los movimientos de masas se han invertido. Los oligarcas han vuelto a hacer de nosotros –como ya hicieron en el siglo XIX la industria del acero y textil– seres humanos desechables. Están construyendo la mayor y más generalizada maquinaria de seguridad y vigilancia en la historia humana para mantenernos sumisos.

Este desequilibrio no habría perturbado a la mayoría de nuestros Padres Fundadores. Ellos, principalmente ricos y dueños de esclavos, temían la democracia directa. Encaminaron nuestro proceso político con el fin de frustrar toda forma de gobierno popular y proteger los derechos de propiedad de la aristocracia nativa. Las masas se mantuvieran a raya. El Colegio Electoral, el poder original de los estados para designar a los senadores, la privación de los derechos de las mujeres, de los indígenas estadounidenses, afroamericanos y hombres sin propiedad, impidieron que la mayoría de la gente participase del proceso democrático en el comienzo de la república. Tuvimos que luchar para hacernos oír. Cientos de trabajadores fueron asesinados y miles resultaron heridos en las guerras laborales. La violencia social en Estados Unidos empequeñeció las batallas laborales que tenían lugar en cualquier otro país industrializado. Los avances democráticos que hemos logrado se han pagado con la sangre de los abolicionistas, los afroamericanos, las sufragistas, los trabajadores y otros miembros de la lucha contra la guerra y los movimientos de derechos civiles. Nuestros movimientos radicales, despiadadamente reprimidos y desmantelados en nombre del anticomunismo, fueron los verdaderos motores de la igualdad y la justicia social. La miseria y el sufrimiento infligidos a los trabajadores por la clase oligárquica en el siglo XIX se reflejan en el presente, ahora que se nos ha despojado de toda protección. El disentimiento es una vez más un acto criminal. Los Mellon, Rockefeller y Carnegie en el cambio del siglo pasado soñaron crear una nación de amos y siervos. La moderna encarnación social de esta élite oligárquica del siglo XIX ha creado un neofeudalismo en todo el mundo, donde los trabajadores de todo el planeta se afanan en la miseria mientras los oligarcas corporativos acumulan cientos de millones de riqueza personal.

La lucha de clases define la mayor parte de la historia humana. Marx tenía razón. Cuanto antes nos demos cuenta de que estamos atrapados en una guerra a muerte con nuestros dirigentes y la élite empresarial, más pronto nos daremos cuenta de que esas élites deben ser derrocadas. Los oligarcas corporativos han aprovechado todos los mecanismos institucionales de poder en los Estados Unidos. La política electoral, la seguridad interna, el poder judicial, las universidades, las artes y las finanzas, junto con casi todas las formas de comunicación, están en manos de las corporaciones. Nuestra democracia, con sus debates de imitación entre los dos partidos institucionales, es puro teatro político sin sentido alguno. No hay forma dentro del sistema de desafiar las demandas de Wall Street, ni a la industria de combustibles fósiles ni a los especuladores de la guerra. La única vía que nos queda, como Aristóteles sabía, es la rebelión.

No es una historia nueva. Los ricos, a lo largo de la historia, han encontrado formas de subyugar y volver a someter a las masas. Y las masas, a lo largo de la historia, han despertado cíclicamente para deshacerse de sus cadenas. La lucha incesante en las sociedades humanas entre el poder despótico de los ricos y la lucha por la justicia y la igualdad está en el corazón de la novela de Fitzgerald, que utiliza la historia de Gatsby para llevar a cabo una feroz denuncia del capitalismo. Fitzgerald estaba leyendo La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler, mientras escribía El gran Gatsby. Spengler predijo que, cuando las democracias occidentales calcificadas murieran, una nueva clase de “matones adinerados” reemplazaría a las élites políticas tradicionales. En esto Spengler no se equivocó.

“Sólo hay dos o tres historias humanas”, escribió Willa Cather, “y se repiten tan ferozmente como si sucedieran por primera vez”.

El vaivén de la historia ha empujado a los oligarcas de nuevo hasta el cielo. Nos sentamos humillados y quebrantados en el suelo. Es una antigua batalla. Se ha librado una y otra vez en la historia humana. Parece que nunca aprenderemos. Es hora de anudar nuestras horcas.
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FUENTE: TRUTHDIG
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Vídeo sobre la distribución de la riqueza en Estados Unidos

martes, 22 de octubre de 2013

LECTURA POSIBLE / 120

¿SE CAYÓ…?, DE THORNE SMITH. UNA NOVELA DE MISTERIO CON CRÍMENES Y FINAL FELIZ

En 1926 un desconocido James Thorne Smith publicó en Estados Unidos una novela, Topper, que de inmediato le elevó a las más altas esferas del éxito literario y, más tarde, también cinematográfico. Smith era por entonces un joven de provincias (era originario de Maryland) que trataba de sobrevivir malamente en el Village de Nueva York trabajando ocasionalmente como agente de publicidad. Antes había escrito algunos relatos que se publicaron en una revista de la Armada e incluso un libro de poemas, hoy justamente olvidados. El éxito fulgurante de Topper se debió tanto a su ingenioso argumento como al ambiente en el que éste se desarrollaba, que no era otro que el mundo de alcohol, sexo, fiestas y libertinaje propio de la alta sociedad norteamericana, todo ello en vísperas de la Gran Depresión.

Topper, o Los alegres fantasmas, cuenta la historia de una pareja de millonarios, los Kerby, que muere en un accidente de tráfico. George y Marion eran tan ricos, guapos, sofisticados y alegres como irresponsables, de modo que a su fallecimiento las autoridades competentes no se deciden a determinar la bondad o maldad de sus actos, por lo que, privados de una sentencia celestial, van a parar a una especie de limbo en el que se les permite seguir deambulando por la vida, aunque convertidos, provisionalmente, en fantasmas. Sólo una buena acción les permitirá evadirse de tan particular estado, y a tal fin deciden cambiar completamente la vida de un amigo, el banquero Cosmo Topper, hombre de existencia gris y aburridísima que está atado a las convenciones sociales que constituyen el único afán de Clara, su arribista esposa. Lo que sigue es una sucesión de desvaríos llamados a corromper al pobre Topper, introduciéndole en la bebida, el baile, el coqueteo y la diversión, lo que finalmente dará con el banquero en la cárcel. Entretanto, la fiel esposa también cree llegada la hora de entregarse a la vida alegre, y así, realizada su “buena acción”, los fantasmas pueden ser felizmente premiados con su ascensión al cielo.

La historia se popularizó, y en 1937 dio lugar a una película que en España se llamó Una pareja invisible, que fue protagonizada por Cary Grant y Constance Bennett. En los años siguientes hubo un par de secuelas cinematográficas, y ya en los años ’50 las aventuras de los Kerby y Cosmo Topper llegaron a la televisión, lo que motivó un nuevo auge de la obra de Smith. Del mismo modo, su novela The passionate witch, publicada póstumamente en 1941, sería adaptada al cine por René Clair con el título de Me casé con una bruja, y más tarde se convertiría en la serie de televisión Embrujada. Hasta su temprana muerte en 1934, Thorne Smith escribió diversas obras que podrían adscribirse al género de la sátira social, obras desbordantes de comicidad y fantasía, entendidos tanto aquél como ésta de una forma fresca, personal y a menudo audaz. Y es que estas historias de fantasmas, de esposos engañados, de mujeres rebeldes, de erotismo y vida nocturna constituyen algo más que un frívolo muestrario de los ejemplares que componían la clase alta norteamericana en aquellos turbulentos años; son de hecho, con su conjunto de códigos morales hábilmente puestos del revés, un corrosivo retrato del cinismo y la inconsciencia de toda una época.

Tras la publicación de Topper, Thorne Smith y su esposa, Celia, se establecieron en la comunidad experimental de Free Acres, en New Jersey, donde se trataba de poner en práctica los principios utópicos de León Tolstói. Posiblemente el éxito de Smith, que no tuvo tiempo de disfrutar, se debe a que sus lectores quisieron ser sólo superficiales, contemplarse en un espejo y burlarse un poco de sí mismos (esto es lo que siguen haciendo hoy los espectadores de las series de televisión), y a que quisieron ver en su obra únicamente esto: la risa. Pero hay mucho más en estas páginas, dispuesto a ofrecerse a un lector sin prejuicios y liberado de las claves y los estereotipos que son propios de los géneros literarios.
  
De Thorne Smith ha publicado la editorial El Nadir una de sus novelas menos conocidas, ¿Se cayó…?, obra que no es en principio una comedia y entre cuyos personajes no figuran ni fantasmas ni brujas, pero que participa por entero de la visión irónica y mordaz de la vida que hizo célebre a su autor. Además está ambientada en uno de esos círculos de la alta sociedad que constituyeron siempre su campo de experimentación, pero con la diferencia de que esta vez lo que nos relata es un crimen y su consiguiente esclarecimiento. A decir verdad, prescindiendo del hecho de que aquí el tono, en general, está muy lejos de lo cómico, la mayor parte de los elementos que componen la narración son los mismos que ya estaban presentes en Topper.

Este relato que juega con los recursos habituales de la novela de misterio está inspirado en una de las fórmulas que Agatha Christie exploró (y sobreexplotó) abundantemente en su obra: la del grupo enclaustrado en un lugar, más o menos aristocrático, en el que se ha cometido un crimen, el cual deberá ser aclarado por uno de los miembros del grupo, un investigador tan paciente como poco ortodoxo que providencialmente se encontraba “por allí”. A veces se ha hecho notar con acierto la manera en que este discurso narrativo reproduce fielmente la estructura del relato bíblico de la creación del hombre y de sus primeras y lamentables andanzas: un lugar cerrado que no es otro que el Jardín del Edén; un crimen que consiste en el asalto al Árbol de la Sabiduría; el esclarecimiento del delito; y por fin la condena, es decir, la expulsión de los culpables, los cuales deberán purgar su crimen “en otra parte”. Si el esquema, el arquetipo, es válido paso a paso para gran cantidad de obras de Christie, y de no poca de la literatura occidental, incluyendo casi toda la novela policíaca, no lo es en cambio para esta obra de Smith, quien como era de esperar vuelve a poner aquí patas arriba toda nuestra normativa moral.

Thorne Smith no da muchas indicaciones reconocibles por el lector acerca del lugar en el que se desarrollan los hechos: “una propiedad pintoresca y la vieja mansión veraniega en el lado de Connecticut del estrecho de Long Island”. Dejando aparte esta alusión geográfica que se hace de pasada al principio de la novela, el resto del escenario por el que discurrirá la integridad de ésta viene señalado por topónimos de carácter descriptivo que parecen referirse a un espacio más onírico, simbólico y casi mítico que real: “el mirador”, “la Roca Alta”, “el Sendero del Acantilado”, “el Estrecho”.

En este lugar viven los hermanos Crewe, Daniel y Barney, el segundo de los cuales va a casarse con la mundana, atractiva e inmoral Emily Jane. Ésta viene cargada de equipaje, es decir, de amoríos anteriores y de relaciones perversas que se remontan a su época universitaria, de la que conserva algunas cartas sumamente comprometedoras que, por distintas razones, codicia el resto de los personajes. Todos ellos, y algunos amigos, se encuentran en la casa en el momento en que se inicia el relato, pocas horas antes de que se haga público el compromiso de Barney con Emily Jane. La atmósfera de las primeras páginas es como mínimo tensa, y en ellas el autor se las ingenia para sugerirnos la naturaleza de los verdaderos sentimientos que, disfrazados por un barniz de ligereza, amistad y ocio lujoso, animan a los personajes. En ese ambiente que debería ser idílico no son sólo el pasado y el carácter malicioso de Emily Jane los únicos que desentonan. Y es que la presencia de ésta ha sacado a la luz las agudas diferencias entre los dos hermanos, las cuales atañen al temperamento y, lo que es peor, a la economía. Nada de ello impide que la vieja mansión familiar a orillas del estrecho de Long Island haya sido hasta ahora, como dice literalmente uno de los personajes, “un paraíso”. Éste se verá perturbado por un asesinato, el cual acontece cuando todavía no se ha cumplido el primer tercio del relato.

“Casi cada uno de nosotros, durante el curso de nuestras vidas, merecemos ser asesinados por lo menos una vez”, dice inquietantemente el narrador ya en las primeras páginas, mientras asistimos a los hechos aparentemente inocuos que preceden al crimen. Tras éste, uno de los invitados a la fiesta adopta el papel de investigador, pero de uno que tendrá que realizar su cometido a sabiendas de que le unen fuertes lazos con el asesino. Scott Munson, pretendidamente instalado más allá del bien y del mal, se convierte así en la divinidad implacable encargada de impartir justicia sin tener en cuenta sus sentimientos ni sus preferencias personales, adoptando un papel que a sus amigos, todos ellos posibles autores del crimen, les merece el calificativo de “infernal”. Y de hecho los personajes se encuentran durante la mayor parte de la novela en el infierno de la duda, la desconfianza y la sospecha.

Munson ejerce sus funciones justicieras con escrupulosa imparcialidad, lo que no deja de causarle un conflicto psicológico, pues como él mismo afirma: “Me siento como un enterrador de almas rotas”. La investigación se enreda con los hilos que unen emocionalmente a los personajes, y a estos con la víctima, lo que origina nuevas motivaciones para el asesinato, nuevos sospechosos y por fin una segunda muerte, ya que “la propia situación llevaba el control y los actores simplemente seguían indicaciones más allá de su razón y voluntad”.

El eficaz retrato psicológico de los personajes contribuye, como es preceptivo en toda novela policíaca, a complicar la trama, pero también a ubicar a los mismos en su propia y a menudo lacerada subjetividad, así como a mostrar un amplio repertorio de relaciones afectivas no siempre benignas, las cuales abarcan desde la dominación y la esclavitud, expresamente mencionada en ocasiones, hasta el amor leal, tanto más profundo cuanto que aquí es duramente puesto a prueba. Igualmente, el humorista Smith no puede evitar aparecer aquí y allá, en especial cuando describe las acciones de la pareja de policías que se ha puesto a disposición del investigador. Y es que casi todo en este libro, que tiene más miga de lo que podría parecer en una primera y apresurada lectura, es un asunto de parejas: ellas se combinan para acabar concretando, o sugiriendo, nuevas figuras geométricas, lo que como es sabido parece inevitable en cuestiones de amor.

Sin embargo, la mayor originalidad de la novela reside en su final, del que no es exagerado decir que constituye un desafío formal y a la vez moral a las convenciones del género, lo que convierte a esta obra en un caso único dentro de la larga y noble estirpe de la novela negra. Pues sucede que aquí la amistad triunfa sobre el crimen, de forma que el condenado es el lugar de los hechos, que quedará deshabitado por siempre para que sus antiguos moradores, inocentes o culpables, pero libres, puedan ser felices en otra parte. Así, el autor que ha señalado sin reparos la trivialidad y el absurdo en la vida de los hombres rehúsa finalmente condenarlos, permitiéndoles seguir deambulando por el paraíso de la vida. Un desenlace sorprendente que resume toda una visión de la condición humana, el cual no disgustó a uno de los maestros del género, Dashiell Hammett, que fue de los primeros admiradores de esta intrigante y excelente novela.

martes, 15 de octubre de 2013

LECTURA POSIBLE / 119

UN VOLUMEN REÚNE LAS TRES PRINCIPALES NOVELAS DE WOLFGANG KOEPPEN

Como es sabido, el estado de la literatura alemana al término de la segunda guerra mundial no era muy diferente del de la propia geografía alemana: un montón de escombros. La totalidad de los autores que habían hecho grande la narrativa de la República de Weimar estaban muertos o en el exilio, y los poco más de diez años de prohibición de sus obras, como también de lo escrito por la generación anterior, habían caído sobre todos ellos con una eficacia nunca vista antes en el campo de la censura. Muchos de esos exiliados nunca volvieron. E hicieron bien, como demuestra el trágico ejemplo de Klaus Mann, autor que ya era alguien en las letras germanas antes del nazismo (no sólo por ser hijo del autor de La montaña mágica), y que a su regreso a Alemania tras la guerra, con la cívica y noble ilusión de participar de la regeneración alemana, se encontró desplazado y rechazado por una realidad hostil que le llevó al suicidio. Este acto del joven Mann certifica en Alemania, no en época del Tercer Reich, sino en la del inicio de la reconstrucción, el entierro sin honores de toda la literatura anterior al ascenso del nacional-socialismo.

Había otra razón más grave, si cabe, que explica la devastación en que se encontraba la literatura alemana en 1945, la cual atañe directamente a la materia prima de la misma: la lengua. Pues sucede que esos “poco más de diez años” de nazismo habían bastado para adulterar y deteriorar el alemán hasta un extremo difícilmente imaginable, convertido en fraseología aria falsamente científica, y reducido a un tan estruendoso como hueco repertorio de consignas nacionales, todo ello al servicio de la propaganda del Reich, primero, y después, de la guerra.

La así llamada Trümmerliteratur, o “literatura de los escombros”, tenía por tanto un doble objetivo: el de crear prácticamente de la nada unas nuevas narrativa y poesía y el de devolver a la palabra, raptada durante diez ominosos años por el partido y el estado, su sentido y su dimensión humanos. A ello se pusieron un Heinrich Böll de veintisiete años, unos Ingeborg Bachmann y Günter Grass que no habían cumplido los veinte y algunos otros, miembros del “Gruppe 47” al que ya nos hemos referido aquí no hace mucho. Estos juveniles autores, que por entonces tenían en común su inmadurez, se vieron más o menos favorecidos por la política cultural de las potencias vencedoras y en especial de Estados Unidos, deseosas de someter a Alemania, por medio del cine, la literatura y más tarde la televisión, a un masivo proceso de desnazificación que debía borrar de la escena alemana todo recuerdo de la década anterior. En consecuencia, lo que se esperaba de ellos, y de lo que dependía su divulgación nacional e internacional, era que, a la par que una regeneración literaria y moral, ofrecieran a los alemanes una visión realista del significado histórico del nacional-socialismo. Todo ello, se entiende, sin cuestionar en modo alguno las bondades y excelencias del proceso mismo de desnazificación y de reconstrucción alemana.

Es cierto que estos bisoños autores en un principio pudieron satisfacer las expectativas puestas en ellos, pero también lo es que a partir de 1960, cuando Böll publica Billar a las nueve y media, las autoridades culturales de Alemania Occidental pudieron empezar a observarlos con justificado recelo. Y es que en la obra mencionada Böll se permite una amplia reflexión que contempla el nazismo y “el milagro alemán” como una línea continua en la que no es poco lo que en éste sobrevive de aquél, poniendo en tela de juicio, de raíz, las verdaderas intenciones y los logros y fracasos de la tan ensalzada reconstrucción. Lo que en los años precedentes había pasado en el ámbito de la literatura, y que dio pie a Böll para escribir ese libro, tiene un nombre y un apellido: Wolfgang Koeppen.

Koeppen escribió cuatro novelas, la primera de las cuales, Anotaciones de Jakob Littner desde un agujero, de 1948, fue publicada entre nosotros hace algunos años por Alba Editorial. Las otras tres, que son las que han dado a su autor la escasa fama que hoy tiene, son Palomas en la hierba (1951), El invernadero (1952) y Muerte en Roma (1954), que en traducción de Carlos Fortea fueron publicadas, sueltas, por RBA, y que la misma editorial ha reunido más tarde en un solo volumen.

Hay que decir que Koeppen no se benefició del amparo de las potencias vencedoras, en primer lugar porque era sospechoso de izquierdismo en un tiempo en que los miembros del “Gruppe 47”, una generación más joven, todavía no lo eran; y en segundo porque con la salvedad de su novela de 1948, que narra el drama de un comerciante judío desde que es detenido hasta su liberación, toda su obra es precisamente lo que no debía ser, o sea: la denuncia descarnada de la supervivencia de la ideología nazi, y de algunos de sus protagonistas, en plena reconstrucción alemana, cuestionando con ello los fundamentos de la supuesta democracia de postguerra.

Pero Koeppen fue todavía más lejos, si nos atenemos al aspecto formal de sus novelas y en especial de Muerte en Roma, seguramente su obra maestra, en la que puso en marcha un arsenal literario que por momentos recuerda el estilo de Alfred Döblin en Berlín Alexanderplatz (y el de Joyce), y que anticipa, por estilo y temática, a otro fustigador incansable de su patria y su tiempo: Thomas Bernhard. Lo anterior basta para ubicar a Koeppen en el centro mismo de la mejor y más noble narrativa germana del siglo XX, lo que hace que sea aún más sangrante el hecho de que si hoy le conocemos es gracias únicamente a la defensa que de él hizo Marcel Reich-Ranicki, el más que influyente crítico literario (y él mismo miembro del “Gruppe 47”) recientemente fallecido, quien le rescató de las cenizas cuando nuestro autor, todavía en vida, se hallaba en el más absoluto e injusto olvido.

“Vosotros, nazis, por qué le habéis elegido, por qué habéis elegido la miseria, por qué el abismo, por qué la ruina, por qué la guerra, por qué habéis tirado el patrimonio por los aires, yo tenía dinero, nazis”, clama la Emilia de Palomas en la hierba, que ha perdido el patrimonio familiar y ahora está alcoholizada y amargada. En esta novela Koeppen toma el pulso a la Alemania de su tiempo para advertir en ella el “toque de arrogancia, sacrilegio y sibaritismo” propio de la ocupación. Heinz, el muchacho de la calle, se dedica a sus trapicheos mientras las limusinas se deslizan a su alrededor, embaucándole con un espejismo de riqueza que le permite olvidar la vergüenza de que su madre “va con un negro”. Pues aquí los soldados americanos son la panacea que toda mujer busca de taberna en taberna y de casa de putas en casa de putas, lugares en los que la gente hasta hace poco próspera aprende a vivir con “envidia, carencias e ilusiones”. Ya aquí la obra de Koeppen alcanza, junto a sus tonos más sombríos, una expresividad que durante años permanecería inigualada en la literatura alemana. Ello a veces mediante el uso de técnicas que ya habían probado su eficacia en los albores del siglo, como el monólogo interior o como la simultaneidad de las acciones, la cual sirve al autor para otorgar a su relato la viveza de una descripción casi cinematográfica de la gran ciudad, o para asistir a un mismo acontecimiento desde diferentes puntos de vista; y a veces, cuando es necesario reproducir una atmósfera, apelando a la tradición heredada del expresionismo: “Era el momento, la hora de la tarde, en que los ciclistas corrían por las calles despreciando la muerte. Era la hora de la caída de la tarde, la hora del cambio de turno, del cierre de las tiendas, la hora del retorno de los trabajadores, la hora de que los trabajadores nocturnos espabilaran”. Y hay en estas páginas un tremendismo que resultará familiar entre nosotros, especialmente a los lectores de Cela y de Martín-Santos: “Como palomas en la hierba” pasean los hombres por el bulevar, entregados al carnicero, pero orgullosos “de la imaginada libertad de Dios y del origen divino, que no llevaba más que a la miseria”.

Si la novela anterior ahonda en los descalabros de la ocupación, la siguiente, El invernadero, anuncia el tema que será central en la última novela de Koeppen, y que aparece ya en las primeras páginas: “La restauración se estaba extendiendo y asentando”, observa el protagonista, diputado en el Bundestag que a medida que se enfanga en el lodazal de la política alemana percibe a su alrededor el reflotamiento de la ideología y las maneras nazis. Enfrentada a este hecho, la conciencia del personaje oscila entre el apaciguamiento y la rebeldía, aunque “sólo un muchacho entusiasta podía soñar aún durante un rato con la revolución, que no era más que un concepto de fantasía y ensueño, una flor sin olor… bueno, la flor azul de herbario del romanticismo”. La obra contiene una temprana crítica del parlamentarismo contemporáneo, tan distinto al de los tiempos originarios, cuando “los diputados se habrían negado a celebrar sesión bajo la protección policial, porque el Parlamento, fuera cual fuera entonces su composición, era hostil a la policía, porque era la oposición en sí, la oposición a la corona, la oposición a la arbitrariedad de los poderosos, la oposición al Gobierno, la oposición al ejecutivo y sus sables…”, reflexiones que dan un interés muy actual a esta novela profundamente política, áspera y crepuscular.

La novela que cierra esta trilogía de postguerra, Muerte en Roma, es de las más importantes escritas en Alemania, y quizá en Europa, en el siglo pasado. Narra el encuentro accidental de toda una familia alemana en Roma, convertida aquí en majestuoso escenario de una tragedia familiar y nacional. Sobre dicho escenario, que es el de los césares pero también el de Mussolini, aparece como resucitado Gottlieb Judejahn, general del Tercer Reich al que se creía muerto, y que en realidad ha encontrado refugio en cierto país árabe, donde ha recibido el mando de un ejército. Entre su parentela se encuentra su esposa, devota hitleriana; su hijo, que para escarnio de Judejahn se ha convertido nada menos que en sacerdote católico; su sobrino, que para no menos escarnio del protagonista es un compositor de “música degenerada”; y el padre de éste, modelo de arribista y de hipócrita que fue alcalde con los nacional-socialistas y que ahora vuelve a serlo en su calidad de demócrata de siempre. En su delirio, el viejo general sueña con reconquistar Alemania, mientras los distintos miembros de la familia circulan, se encuentran y desencuentran en las calles y plazas de una Roma fantasmal, vista dislocadamente por los ojos de los protagonistas. Y si bien es cierto que el terrible Judejahn se nos presenta a veces, y de manera progresiva, con tintes enloquecidos y caricaturescos, no lo es menos que Koeppen logra con este magistral personaje una recreación psicológica de primer orden, al igual que ocurre con el retrato de conjunto de su disparatada familia.

“¿Podríamos quizá cambiar Alemania?”, se pregunta uno de los personajes de esta novela. “Pero mientras lo pensaba ya no me parecía posible cambiar Alemania, sólo se podía cambiar uno a uno mismo”. Frase que resume el pesimismo de Koeppen, alemán de Pomerania que con agudeza captó en los años de postguerra el redoble de un tambor que presagiaba nuevas calamidades, y que escribió: “Los muertos no reían, estaban muertos, o no tenían tiempo, y les era indiferente cuál de los vivos viniera, estaban en transformación, pasaban de la vida, sucios y cargados de culpas que quizá ni siquiera eran culpa suya, a la rueda de los nacimientos, para una nueva existencia de expiación, un nuevo ser culpable, un nuevo e inútil existir”.

lunes, 14 de octubre de 2013

DISPARATES / 86

JEAN-MICHEL NAULOT, EL BANQUERO ARREPENTIDO

En los últimos cinco años muchos legos en la materia hemos recibido diversos cursos acelerados de economía, de los que es dudoso, ciudadanos de a pie, al fin y al cabo, que hayamos sacado algo en claro. Una o dos nociones hemos asimilado, entre ellas la de que por motivos trascendentes, quiero decir metafísicos, formamos parte de la llamada “periferia”, la cual es geográfica, económica y política. Vistas las cosas desde aquí, existe la sensación probablemente cierta de que las grandes decisiones del poder ya no están en nuestras manos (¿pero es que alguna vez lo estuvieron?), y otra, no menos anómala, que consiste en percibir ese poder como una estafa generalizada a la que, sin ponerle muchos reparos, nos hemos acostumbrado. Las formas de la estafa son múltiples y algunas de ellas, hay que reconocerlo, presentan rasgos novedosos, por lo que hay que dar la bienvenida a toda fuente bien informada que tenga la generosidad de comunicarnos lo que no comunican ni los gobiernos ni los mass media. De esa estafa, y de la desinformación que la acompaña, viven los partidos hegemónicos, pero también otros grupos políticos que aspiran a presentarse como salvadores de la patria, y en cuyos discursos aparecen con frecuencia (otra vez) remedos de ese lenguaje entre popular y populachero en el que abundan expresiones al estilo de “cortar por lo sano” y la celebérrima “mano dura”, cosa esta última de la que nosotros, en la bendita, unida, grande y libre España hemos tenido ejemplos más que sobrados desde hace tiempo.

Otra noción bien aprendida (y motivos tendrán para que la hayamos aprendido quienes se empeñan en recordárnosla) es la de que la economía se ha separado de la política y se ha elevado a una especie de esfera superior a la que nosotros, por muchos cursos que nos den, nunca tendremos acceso. Y es que a esas alturas no se accede con conocimiento, sino con pedigrí, y, cuando éste falta, como compensación a servicios prestados. La economía es autónoma y ya no forma parte de la vida, o sea, de ciertas nobles actividades que son parte de la vida y que hasta no hace mucho constituían la base necesaria de la economía, tales como el trabajo y el comercio. No, ahora la economía es otra cosa, y de ello se deduce que también el trabajo y el comercio ya no son lo que solían ser. ¿Qué es, entonces, la economía? ¿A qué oscuro capítulo de nuestra historia contemporánea ha sido relegado el trabajo?

En este contexto sucede que el superávit que tenía nuestra Seguridad Social antes del inicio de la crisis se ha esfumado, sin que nadie haya sabido explicarnos cómo es posible que nuestros impuestos, que hasta hace poco servían para financiar carreteras, trenes de alta velocidad, educación pública, hospitales, pensiones y mil cosas innecesarias, hoy no nos dan ni para piruletas, y eso a pesar de que tales impuestos, en sus distintas modalidades, no dejan de aumentar al menos para quienes los hemos pagado siempre, es decir, trabajadores y autónomos. Para los demás, defraudadores por costumbre y vocación, existen las amnistías fiscales. De todo ello se desprende una paradoja, y es que la economía, al separarse de la política, se ha hecho más política que nunca.

La riqueza de todo un país, dedicada como ahora al pago de la deuda que nuestros bancos han contraído con otros bancos, los cuales a su vez tienen sus propios acreedores, se puede ir de esta forma por un sumidero que no es otro que el de la Historia, ya que lo que acontece hoy nos compromete a muy largo plazo. Sucede que el que es deudor un día lo es siempre, a menos que le toque la lotería o reciba una herencia, cosas ambas que están muy lejos de nuestro horizonte, al menos tanto como la otra forma posible de lo que se llama “crear riqueza”, es decir, mediante la investigación y la inversión. Que esto último podría hacerse es algo que nos repiten los economistas, para lo que bastaría una decisión política que sólo pueden tomar nuestros gobiernos. Ahora bien, ¿cómo es posible tomar semejante decisión en un mundo política y económicamente globalizado cuya primera potencia, Estados Unidos, tiene precisamente cerrado su gobierno desde hace unos días? ¿Es eso, tal vez, lo que se propone hoy el mundo de las finanzas, clausurar definitivamente los gobiernos, abolir sus leyes y promulgar la anarquía económica a fin de que nada estorbe el curso de sus negocios?

En el panorama de la crítica de la economía actual nos faltaba sólo la opinión de un banquero, un profundo conocedor del modus operandi de las finanzas que además tuviera a bien establecer las necesarias conexiones entre ese mundo y el de la política. Lo que nadie esperaba es que el mensaje de un banquero pudiera ser más alarmante aún que el de los mismos economistas. Es el caso de Jean-Michel Naulot, que hace unos días ha publicado el libro Crise financière. Pourquoi les gouvernements ne font rien, editado por Seuil, del que es de esperar que pronto exista traducción española.

A Naulot le llaman en Francia “el banquero arrepentido”, y no está de más aclarar que el personaje, a diferencia de algún ex banquero español, no es ningún don nadie en el ámbito financiero, ni un arribista de medio pelo ni un payaso animador de tertulias de televisión. Naulot tiene a su espalda una experiencia de treinta y siete años en la banca, y otros diez, desde 2003, como miembro de la AMF, la entidad reguladora de los mercados financieros franceses, de la que dimitió en diciembre del año pasado con un propósito: el de recuperar la libertad de palabra para denunciar alto y claro lo que él llama “la central nuclear financiera”, así como la “dictadura de los mercados que los gobiernos dicen combatir pero que aceptan en la práctica”. Esa dictadura de los mercados persiste, a pesar de que sus nefastas consecuencias son ya bien conocidas, y según Naulot resulta hoy más peligrosa que al inicio de la crisis. “Un grito de alarma”, dice la prensa al referirse a este libro que en un par de semanas se ha convertido ya en un éxito de ventas.

Cinco años después del colapso de Lehman Bank, las medidas adoptadas por los gobiernos para regular las finanzas son insuficientes, afirma Naulot, por lo que “la máquina sigue hallándose hoy fuera de control”. Consecuencia de ello es que una nueva crisis financiera, aún más violenta que la anterior, amenaza a los estados, los cuales no contarán esta vez con los recursos de que hicieron uso en 2008. “Ellos [los gobiernos], han agotado en efecto todo su margen de maniobra tras el rescate de los bancos y su intento de reactivar el negocio”, intento que, aun fracasado, ha servido para tragarse la mayor parte de la riqueza de los estados.

Según Naulot, dos son las “bombas mortales” que acechan a la economía, mayores ambas que las tóxicas hipotecas subprime que desataron la crisis hace cinco años. La primera es la enorme burbuja financiera que representa la deuda de Estados Unidos, una deuda que hoy es mayor que nunca, lo que viene a agravarse con la política acomodaticia de la Reserva Federal, dedicada a acrecentar la “especulación subterránea” en lugar de a incentivar la economía real. Situación particularmente difícil de gestionar desde la política, como ha demostrado estos días el cierre del gobierno federal de Obama por falta de dinero. “La segunda bomba”, explica Naulot, “es el euro”. Los ataques de los mercados contra éste parecen haber pasado a un segundo plano, pero nada indica que los problemas de fondo de la moneda europea se hayan resuelto. Se deduce de ello que cualquier crisis política (como la sucedida recientemente en Italia) podría volver a generar la desconfianza que hizo tambalearse a la moneda europea hace unos años. Además, el miedo a que se generalice la desconfianza de los mercados tiene el efecto perverso de revalorizar a aquellos gobiernos, como el español, capaces de transmitir una tranquilizadora imagen de estabilidad política, aunque de hecho esto se haga al precio de agigantar una fractura social que, con el índice de desempleo actual, se considera poco menos que inevitable. “La chispa que bastaría para encender la pólvora puede venir de cualquier parte”, afirma Naulot refiriéndose en especial a los así llamados “países periféricos”.

“Cuando oigo a los banqueros decir hoy que la crisis no ha tenido coste alguno para los ciudadanos, que los bancos reembolsarán las ayudas públicas que se les ha dado, es porque de hecho este no es el coste de la crisis”, dice Naulot. Y añade: “El coste de la crisis es la recesión, el decrecimiento y una tasa de desempleo que nos devuelve a los años 30. Y lo que me parece muy importante es el salto de la deuda pública cada crisis financiera desde hace veinte años. Y voy a poner unos ejemplos muy concretos: la deuda pública francesa aumentó del 64% del PIB al 92% en la actualidad, y en Estados Unidos es aún peor [En España la deuda pública ha superado este año el 90%, y se calcula que en 2016 alcanzará el 100%, es decir, la totalidad del producto interno bruto]”.
  
No son, obviamente, decisiones orientadas a regular y limitar la especulación financiera lo que cabe esperar de unos “gobiernos que han capitulado ante los lobbies bancarios”. Sin embargo, “con medidas muy simples, se podría reducir drásticamente la especulación en sólo dos años”, escribe Naulot, quien no oculta su amargura y su preocupación por la cobardía de unos gobernantes entregados con denuedo “a lavar la cara de las instituciones bancarias”. La actual huida hacia adelante de éstas tiene el objeto de retardar en lo posible, mientras se acumula más capital, el próximo colapso y el efecto dominó consiguiente. A su vez, dicho aplazamiento no servirá precisamente para atenuar la dimensión ni el impacto de la próxima crisis.
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FUENTES: LE NOUVEL OBSERVATEUR y MEDIAPART

martes, 8 de octubre de 2013

DISPARATES / 85

DE SEXOS Y GÉNEROS. DOS LIBROS DE ANNE-EMMANUELLE BERGER Y NANCY HUSTON SOBRE LA IGUALDAD Y LA DIFERENCIA

El queer, según explicó en una ocasión el periodista Éric Loret, lucha contra los determinismos, en primer lugar “contra la heteronormatividad que, además de a los maricones, a las bolleras, a los transexuales, a los bisexuales, etc., oprime a los heterosexuales; y en segundo lugar contra el homonacionalismo. El queer no consiste en deshacer el género”, escribe Loret, “sino en joderlo, en hacer proliferar los géneros”.*

En una entrevista publicada recientemente, Anne-Emmanuelle Berger, profesora universitaria y autora del ensayo Le Grand Théâtre du genre (Éditions Belin, 2013), en conversación con el propio Loret, caracteriza el queer como un “avatar de la teoría del género”, lo que explica, según ella, que el arquetipo de la drag queen sea una de las figuras representativas de cierto feminismo contemporáneo, en la medida en que se reconoce que los géneros, y la amplia variedad de comportamientos que se deducen de ellos, son construcciones sociales ajenas a las diferencias entre los sexos. Así, “la teoría del género ha sido siempre queer, ya que este término designa a todo lo que lleva en sí una confusión del orden binario y normativo de los géneros”.** Tales ideas, como se esfuerza en demostrar Berger en su libro, tratan de poner en duda la oposición hombre/mujer, y por consiguiente la creencia de que “el feminismo es esencial y conceptualmente un movimiento de mujeres para las mujeres”. Y concluye: “La deconstrucción de las lógicas sociales e intelectuales binarias es incontestablemente saludable”.

La teoría del género nació en la década de 1950 en Estados Unidos, como producto de diversos estudios médicos y sociopsicológicos y como reacción a las doctrinas raciales, naturistas y eugenésicas nazis. Las teorías del género que circulan hoy son resultado del encuentro de muchas tradiciones epistemológicas y políticas, tanto americanas como europeas, entre ellas el estructuralismo y el marxismo, así como la tradición liberal occidental, lo que nos recuerda Berger en el libro citado. No es de extrañar, pues, que esta poderosa corriente haya marcado la trayectoria del feminismo moderno.

Berger, que ha enseñado literatura francesa en la Universidad de Cornell (Nueva York), y que es en la actualidad profesora en la Universidad París VIII y directora del Institut du Genre, dedica una parte de su libro a la “visibilidad” que reivindican hoy los movimientos sociales y en particular las minorías sexuales, una visibilidad que implica el derecho a vivir dignamente la propia identidad. Esta reflexión se inserta en el tránsito de una orilla a otra del Atlántico de las ideas sobre la igualdad de los géneros y la “teoría queer”, lo que permite a la autora extenderse en el análisis de aquellos debates que durante más de treinta años han dividido el campo teórico y político feminista, por ejemplo en lo relativo a la prostitución.

Aludiendo a estas minorías sexuales y a la sensación generalizada de que en medio de sus exigencias identitarias olvidan reivindicar, poco menos que por principio, la igualdad social, Berger afirma que “atravesamos una crisis grave y profunda de la política, crisis ligada a la incapacidad de dicha política de actuar sobre una esfera económica autónoma, hipertrofiada y globalizada, por lo que es preciso distinguir entre lo ‘societario’ y lo ‘social’. La lucha contra la pobreza es también una lucha por la dignidad. Por su parte, las reivindicaciones llamadas ‘societarias’ apelan también a la justicia, la igualdad y la democracia, pero con la diferencia de que estas cuestiones son todavía susceptibles de un tratamiento político directo y eficaz surgido de los parlamentos nacionales, los cuales, si no tienen control sobre el poder económico, en cambio sí pueden hacer y deshacer las leyes y promover el avance de los derechos en este campo”.

El género “a la carta” estudiado por Berger se inscribe en esa tendencia predominante en el feminismo de los últimos cincuenta años, la cual fue formulada por Simone de Beauvoir en su célebre frase: “La mujer no nace; se hace”. Asimismo “se hacen” el bisexual y el transexual, como multiplicaciones de un género que aspira a ser reconocido legal y socialmente. Si la teoría del género elaborada en la postguerra mundial resolvió el conflicto entre los sexos, superados felizmente en virtud de un género igualitario que ha traído abundantes logros, entre ellos la igualdad de derechos o la paridad de hombres y mujeres (todavía más pretendida que real) en los puestos del poder político y económico, existen sin embargo razones para sospechar que las construcciones sociales en torno a lo masculino y lo femenino se resisten a aceptar dicha igualdad, que en muchos aspectos, aún hoy, no pasa de ser un deseo, cuando no una nueva construcción (abstracta) de nuestra cultura. El feminismo de la igualdad que se ha desarrollado a partir de la teoría del género, en su forma clásica, afirma que hombres y mujeres nacen iguales, y que lo masculino y lo femenino no son más que papeles repartidos por la sociedad en el gran teatro del género. “El énfasis puesto en las diferencias frente a las semejanzas entre los sexos puede conducir a un nuevo sistema de segregación sexual”, se escribía en España hace ya unos cuantos años.*** Qué se debe hacer con esas construcciones y con la cultura, la política y la economía que la sustentan es el tema principal del que trata el feminismo de hoy.

En este contexto los argumentos de la escritora canadiense Nancy Huston resultan perturbadores y suenan a heterodoxia y anatema. Ella ha tenido a bien recordarnos en sus obras de teatro y en sus ensayos algo que la teoría del género soslaya por su propia definición, a saber: que los hombres nacen con pene; y las mujeres, con vagina; lo que más allá del puro hecho biológico condiciona en gran parte la vida de los individuos. La obviedad en sí parece difícilmente discutible, y sin embargo “constituye una aberración cuando se formula desde una perspectiva feminista”, según afirma esta autora que tiene por lengua materna el inglés, que escribe en francés y de la que se han publicado entre nosotros diversas obras, la última de ellas Reflejos en el ojo de un hombre (Galaxia Gutenberg, 2013).

El libro de Huston desarrolla la tesis de que una mirada dominante, masculina, es asumida inconscientemente por la mayoría de las mujeres, incluso las de nuestro primer mundo, lo que las somete a un determinismo de orden patriarcal que termina por conformar la imagen que ellas tienen de sí mismas. Para ilustrar esta afirmación Huston se sirve de la antropología, la genética, la literatura, el cine, la publicidad y la experiencia de las mujeres, tanto la propia como la de otras cuyo testimonio desgrana en estas páginas, desde Anaïs Nin hasta Jean Seberg y Marilyn Monroe, pasando por Nelly Arcan, prostituta y autora de la novela Puta, que se publicó con gran éxito en 2001.

“El hombre mira, y la mujer es mirada. El hombre aprehende el misterio del mundo, y la mujer es ese misterio. El hombre pinta, esculpe y dibuja el cuerpo fecundo, y la mujer es ese cuerpo”, escribe Huston, según la cual la genética se basta y se sobra, prescindiendo de construcciones sociales, para imponer el papel fecundador al hombre y el seductor a la mujer. Esta mirada es la misma del resto de los primates superiores y de nuestros antepasados del paleolítico, en cuyos genes cincuenta años de feminismo (o cincuenta mil) son lo mismo que un suspiro. Según la autora, esta persistencia del material genético constituye un campo deliberadamente olvidado por la teoría del género, lo que ha dado lugar a que el feminismo acabe negando el cuerpo recibido por la mujer para poner en su lugar uno “construido”. Se fortalece así una disociación entre el cuerpo biológico femenino y su espíritu abstracto, una disociación en la que éste triunfa sobre aquél, a la manera en que sucede con las religiones monoteístas: “La coquetería era casi un ‘pecado’. Ten cuidado, hija mía, decían las madres tanto feministas como católicas. Cuando un chico intente conquistarte, tienes que preguntarle: ‘¿Te intereso yo o sólo mi cuerpo?’ Como si pudiera haber un yo sin cuerpo. Como si el espíritu fuera más ‘yo’ que el cuerpo. Como si el cuerpo (…) en ningún caso llevara la marca de nuestro espíritu…”

Un paso decisivo en la configuración de esta mirada sobre el cuerpo de la mujer vino de la mano de una invención, la fotografía, que cronológicamente, nos recuerda la autora, coincide con el surgimiento del feminismo: “Los efectos existenciales de estos dos factores sobre nuestra vida son unas veces graciosos y otras sórdidos, incluso trágicos. Seguramente ninguna sociedad humana se ha visto enzarzada en una contradicción tan inextricable como la nuestra, que niega tranquilamente la diferencia de los sexos y a la vez la exacerba hasta la locura a través de las industrias de la belleza y de la pornografía”.

La mirada exterior, masculina, termina por crear un desdoblamiento, un personaje que mira, vigila, corrige y embellece a la mujer desde dentro. Esta especie de parásito, a la manera de un “burka de carne”,**** oculta muchas veces a la mujer bajo capas de cremas, lociones, maquillajes y vestidos a la moda. Así, la mujer llega a ser sustituida completamente por el personaje (la imagen) que la mirada ha creado.

¿Cuántos hombres han sido violados en nuestro país este año? ¿Cuántos han muerto víctimas de la violencia de género? ¿Qué porcentaje de “ellos” forma parte del ejército de prostitución de nuestras ciudades? Y, ¿cuántos se han quedado embarazados contra su voluntad? Sometida a la lógica de la realidad, afirma la autora, la teoría del género es fácilmente llevada al absurdo.

“Todo tu yo se ha convertido en cuerpo”, escribe Huston. E ilustra su afirmación con datos que se extienden desde los años de mayor auge del feminismo (impulsado entonces por un avance de la industria farmacéutica: la píldora) hasta nuestros días: “A principios de la década de 1960 el 80% de las chicas estadounidenses utiliza pintalabios, el 36 % rímel y el 28 % polvos (…) En Francia el volumen de ventas de la industria de perfumería y productos de belleza se multiplicó por 2,5 entre 1958 y 1968; de 1973 a 1993 pasa de 3.500 millones a 28.700 millones (…) En la actualidad, entre 30 y 40 millones de adolescentes de Estados Unidos gastan de 8.000 a 9.000 millones de dólares anuales en cosméticos (…) Por un lado, el cuerpo femenino se ha emancipado en buena medida de sus antiguas servidumbres, tanto las sexuales como las reproductivas y de indumentaria; pero, por otro, está sometido a obligaciones estéticas más frecuentes, más imperativas y más angustiosas que antes”. Y añade: “En efecto, una mujer que es más sujeto puede convertirse ella sola en más objeto”.

En medio de este proceso en virtud del cual la mujer ha sido convertida en espectáculo existe sólo un momento de su trayectoria en que deja de ser imagen y se sustrae a la mirada exterior, precisamente el momento que tradicionalmente ha sido la culminación de su feminidad: aquél en el que es madre, el cual sucede a escondidas, casi clandestinamente. Pues se trata de un episodio que constituye un paréntesis que es preciso cerrar cuanto antes, a fin de que la mujer vuelva a ser ella misma: guapa, seductora, dueña de sí, competente y competitiva, es decir, “una imagen”.

El libro de Anne-Emmanuelle Berger, que esperamos que se traduzca pronto al castellano, y el de Nancy Huston constituyen por sí mismos un interesante y representativo muestrario del estado del feminismo en nuestros días, un estado abierto a distintas y aun opuestas interpretaciones, divididas ellas entre la igualdad y la diferencia. Más que a aportar conclusiones, estos libros pueden contribuir a cuestionar en la lectora, en el lector, el sentido (y las razones e incoherencias) de nuestra cotidianidad.
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*** Raquel Osborne, El discurso de la diferencia. Implicaciones y problemas para el análisis feminista. (Desde el feminismo, Nº 0, diciembre de 1985).
**** Burka de chair, título de la última novela de Nelly Arcan, escrita poco antes de su suicidio (Seuil, 2011).

martes, 1 de octubre de 2013

LECTURA POSIBLE / 118

JUAN DIEGO BOTTO: CINCO HISTORIAS DE NO FICCIÓN

Con excepciones, que afortunadamente siempre las hay, hace años que la historia de nuestro tiempo no la contamos nosotros. Da la impresión de que el presente ya no nos pertenece, como si hubiera escapado de nuestras conciencias. Y al decir “nosotros” me refiero a los hombres blancos y occidentales, formados y deformados en la tradición cristiana. Ciñéndonos a nuestro ámbito más próximo, el de la literatura en castellano, es posible que entre los autores consagrados sólo uno, Rafael Chirbes, tenga la voluntad y el arte necesarios para escribir sobre el tiempo que vivimos. A un nivel internacional, la televisión y el cine de Hollywood nos han acostumbrado a una irrealidad hecha a medias de plástico y de silicona, toda ella plagada de capullos que lo mismo pueden ser zombis, vampiros, superpolicías o niños prodigio, y que tienen en común el hecho de que no existen, ni siquiera en el gran país que los ha creado. La civilización occidental, cuando cuenta algo (y siempre lo hace), no es capaz de emitir sino ruidos, y no es muy exagerado afirmar que ha perdido la facultad de contarse a sí misma, lo que puede ser un signo inequívoco de su propia defunción.

Como el mundo todavía existe y sigue estando habitado por personas, y como por otra parte sabemos que éstas tienen la necesidad desde hace miles de años de explicarse a sí mismas (lo que acaso, precisamente, constituye la razón principal de que sean personas), cabe suponer, y suponemos en algún lugar de nuestra conciencia que milagrosamente se mantiene con vida, que hay alguien ahora mismo, en alguna parte, que cuenta su historia, posiblemente en un consulado, en una oficina de inmigración o en un locutorio telefónico. Pero no conocemos esas historias. Esas voces no llegan hasta nosotros porque sus propietarios, sean quienes sean y estén donde estén, son invisibles; sus cuerpos, sus almas y sus vidas no pertenecen a la esfera de realidades sensibles; son voces de ultratumba, trozos invisibles de este mundo.

Nadie, aparte de ellos mismos, puede contar esas historias, y de hecho uno de los dramas no menores de nuestro tiempo es que no podemos ponernos en su lugar, lo que acarrearía que nos volviéramos invisibles nosotros mismos. También invisibles y por tanto inaudibles, relegados a la inexistencia cotidiana que ellos habitan.

Hay algo, y no es poco, que sí puede hacerse: consiste en prestarles la voz, trasladar a lo público lo que en general nunca sale de la experiencia privada. Pero para eso es necesario al menos haber sido alguna vez uno de ellos, haber percibido el hambre, la discriminación, la lluvia, el sol, la alegría, el llanto, la humillación, el insulto, el silencio, la persecución gubernativa, la esperanza, el mundo, en una palabra, como suele ser percibido por ellos. Porque la solidaridad no es sólo cuestión de voluntad o de moral, sino también de vísceras, es decir, de la piel, la carne y la sangre.

Esto último es lo que ha hecho Juan Diego Botto en los monólogos de su obra Invisibles. Voces de un trozo invisible de este mundo, montaje teatral que se estrenó en Madrid hace un año, que se ha visto en Barcelona hasta hace unos días y que ahora, junto a otros textos, podemos disfrutar también en forma de libro.

Sabemos (Botto lo explica muy bien en estas páginas) que a la hora de la creación ninguna elección es inocente. Cada grande o pequeña producción de la industria de Hollywood es tan política como El acorazado Potemkin, y así también ocurre entre nosotros, de lo que fácilmente se deduce que esta obra de Botto convertida en libro es doblemente política: en primer lugar porque la elección inicial lo es, y en segundo porque es intencionadamente política. Esta intención podemos encontrarla con frecuencia en lo que todavía subsiste de nuestra actividad cultural independiente, en esos precarios márgenes sumamente minoritarios que casi nunca tienen eco en los medios de comunicación, pero es rarísima en lo que llamamos la cultura de consumo, una cultura a la que creemos que es posible adscribir a Botto, si atendemos a su amplia e internacional filmografía. De ello podemos deducir un tercer ingrediente político, el cual posee un carácter tan personal como los anteriores, pues el autor ha tenido que servirse de su propia posición en el mundo del espectáculo a fin de poner en pie estas historias, esta vez no para prestar cuerpo y voz a las palabras de un dramaturgo o un guionista, sino a las de quienes para nosotros, el público, no tienen ni voz ni cuerpo.

Dado que estos textos originalmente fueron y son teatro es obligado referirse a ellos, ante todo, en el contexto para el que fueron pensados, es decir, como monólogos que su propio autor representa en la escena. Monólogos hay y los ha habido con el suficiente exceso y de tan escasa calidad en los últimos tiempos como para expulsar para siempre al espectador de los teatros. Sin embargo, la obra que Botto estrenó en las Naves del Matadero de Madrid y que hasta hace nada se ha visto en el Lliure de Barcelona es de las que ha podido reconciliar al amante del teatro con este tan noble como antiguo género. Posiblemente, ciñéndonos a la experiencia madrileña, nunca se habían visto monólogos de tal calidad e intensidad desde los lejanos tiempos de unas funciones que Vittorio Gassman protagonizó en el desaparecido Teatro Albéniz. Con la diferencia de que Gassman se sirvió entonces de textos de probada eficacia en los escenarios, al contrario que Botto, que se arriesgaba con los suyos. Del éxito de estas representaciones, que han estado en cartel durante un año por todo el país, han sido también parte la actriz Astrid Jones, que ha tenido a su cargo uno de los monólogos de la obra, y su director, Sergio Peris-Mencheta.

El libro, que fue publicado hace unos meses, ha venido a completar y enriquecer la experiencia que pudieron tener los espectadores de la obra, aunque no a sustituirla. Aquí Botto explica la génesis de cada uno de estos monólogos, que si algo tienen en común, aparte de tratar de un modo u otro el tema de la emigración y, literalmente, la “desaparición” de las personas, es el alto grado de implicación personal del autor-actor con sus protagonistas.

Juan Diego Botto nació en Buenos Aires en 1975, hijo de un opositor a la dictadura militar, hombre de teatro que fue arrestado y cuyo rastro se pierde en la siniestra Escuela de Mecánica de la Armada. Cristina Rota, su madre, por entonces embarazada, eligió el exilio, y con sus dos hijos se trasladó a Madrid, donde, también ella mujer de teatro, acabaría fundando el Centro de Nuevos Creadores, escuela dramática por la que han pasado algunos de los actores y actrices más interesantes de la escena de hoy. Su origen, pues, ya emparentaba a Botto con esos “ellos” a los que ha prestado voz en esta obra que, según confiesa, “escribí espoleado por muchas emociones, y quizá la más remota de ellas tiene que ver con esa constante búsqueda de unas raíces lejanas”.

El libro, concebido como la ilustración detallada de cada uno de los monólogos que componen el montaje escénico, acaba excediendo los límites de éste y convirtiéndose en una reflexión personal en la que tienen cabida retazos de autobiografía y consideraciones de actualidad acerca del estado de la justicia en España y en el mundo. Cobra, por ello, vida propia, separándose de los motivos que le dieron origen y constituyéndose en obra literaria autónoma.

En la génesis de la obra dramática, que no queda explicada en ella misma pero sí en el libro, desempeña un papel esencial el conocimiento directo de Botto de las circunstancias que condujeron a la muerte a Samba Martine, inmigrante congoleña fallecida, tras negársele la más mínima asistencia sanitaria, en el llamado Centro de Internamiento para Extranjeros de Aluche, en Madrid. Este acontecimiento, reelaborado y descrito por otra inmigrante, aparece en el monólogo Mujer, pero de hecho sirve de impulso a la totalidad de la obra, en la que uno de los personajes, a la vista de lo que el llamado “país de acogida” ofrece al material humano que se le confía, declara: “Me di cuenta de que la cosa era no existir. Ponerme entre paréntesis, que mi vida no contara. Sólo trataría de juntar el dinero suficiente para volver. No saldría, no reiría, no amaría”. Al interrogarse Botto acerca de los motivos personales para comprometer la propia suerte con la de los desahuciados del mundo, se da la siguiente respuesta: por amor. Lo cual es tan válido para la inmigrante muerta sin asistencia médica como para los desaparecidos de la dictadura argentina o los enterrados en las cunetas españolas, todos ellos a la espera de una justicia que sólo llegará mediante la conciencia colectiva y el amor.

El libro también ilustra el amargo humorismo con que están tratados los monólogos Arquímedes y Locutorio, el primero de ellos una hábil recopilación de los más indecentes argumentos racistas enunciados por nuestros gobernantes y repetidos por los medios de comunicación, y el segundo un intento de diálogo (el único de la obra original y del libro) frustrado por la distancia y por la incomprensión.

Como deja claro Botto, la invisibilidad de los más débiles sería imposible sin la complicidad de la mayoría de ese “nosotros” que cree ser una categoría diferente y superior dentro de la escala humana. Pues las actitudes racistas y xenófobas, en efecto, no son privativas de quienes nos gobiernan y de quienes siguen sus consignas en los medios de comunicación, sino que además están profundamente arraigadas en una sociedad que nunca aprendió a ser democrática y que demasiado a menudo olvida su naturaleza histórica: la de un país de emigrantes que ahora, tras un breve lapso, recupera de pronto la identidad que creía perdida. A este tema del cinismo español en las últimas cuatro décadas, hoy más vigente que nunca, dedica Botto un lúcido capítulo que deberá ser ampliado en los próximos años.

Confiesa el autor en estas páginas su sorpresa ante el hecho de que su libro haya sido publicado en una colección de “no ficción”. Lo que parece indicar que por una vez nuestra industria editorial ha entendido el contenido y las motivaciones de la obra que ella misma publica. De ficción estamos rodeados y en ella vivimos cómodamente. Es la no ficción la que llevamos mal, la que no queremos ver y de la que a veces, pese a todo, nos llegan señales, como las Madres de la Plaza de Mayo nos las enviaron un día, como los inmigrantes muertos en campos de concentración a los que nos gusta dar otro nombre o como este libro, que debería ser leído por quienes vieron la obra y por quienes no la vieron, y por cualquiera que crea que “derechos humanos” son más que bellas palabras.