miércoles, 26 de septiembre de 2012

DISPARATES / 44

EL ESTADO DE LAS COSAS

“Corren nuevos tiempos”, dijo el zartog Sofr-Aï-Sr*, “y parece que este siglo de ciencia ficción ya no es el nuestro. ¡Cómo! ¿La raza de los Andart-Iten-Schu desciende de esos hombres que, tras haber vagado largos años por el desierto de los océanos, han ido a parar a este lugar de la costa, donde actualmente se alza Basidra? ¡Así que estas miserables criaturas han formado parte de una humanidad gloriosa, al lado de la cual la humanidad actual apenas si balbucea! Somos ex pasajeros naufragados de una nave que nos ha depositado accidentalmente en solar ajeno. En nuestro exilio, no reconocemos ya a quienes dirigen nuestra sociedad ni lo que nos cuentan a través de sus medios de adoctrinamiento. El jefe de nuestra tribu es un putero y un borracho, y peores son aún sus consejeros. Todo el Estado se ha convertido en órgano policíaco y judicial, y apenas nos es posible expresarnos libremente. Nuestra especie, como todas, suele regirse por rutinas y por hábitos adquiridos. Por tradición, cuando los intereses de los grandes señores de la Tierra así lo aconsejaban, periódicamente se estimaba necesario dar una vuelta al estado de cosas en el mundo, lo que implicaba un nuevo reparto de territorios, nuevas cuotas y leyes comerciales, diferentes condiciones de vida para los pueblos y, a consecuencia de todo ello, nuevas costumbres y formas de vida. Tales transformaciones se verificaban por medio de la guerra, sin cuyo concurso las naciones poderosas nunca habrían doblegado a las débiles, pero ahora también esto ha cambiado. Que los grandes señores de Ultramar hagan resonar sus mortíferas armas y que tengan aliados entre nosotros, en lo más alto del Estado, no es nuevo, y de hecho en esa alianza contra natura se ha asentado el mal gobierno de nuestra civilización desde hace milenios. Lo que es nuevo es que ahora ya no sean necesarias las guerras para fracturar y aplastar la voluntad de los pueblos. Pues hoy se dicta el destino de cada nación, el lugar que corresponderá a su comercio, las privaciones que sufrirán los hombres y sus hijos fríamente, y es el mismo gobierno el que, cumpliendo órdenes, ejerce violencia sobre su pueblo. Ante estos hechos, los leales que quedamos a la memoria de la raza de los Andart-Iten-Schu nos hemos declarado en rebeldía permanente. Privados como estamos del recurso de las armas, las cuales en todo caso siempre serían insuficientes ante la potencia de nuestro enemigo, hemos decidido en asamblea que nuestra resistencia sea pacífica, y que regularmente nos encontremos en el lugar consabido y que debe permanecer en secreto, a fin de exponer libremente nuestras consideraciones y tomar las medidas que consideremos oportunas. Ante todo, las disensiones que existen entre nosotros, y que nos han sido impuestas por quienes usurpan ilegítimamente el poder público, nos impiden a fecha de hoy ofrecer al vasto y amado Imperio de los Cuatro Mares una línea de conducta, una pauta de acción que, por la vía del sufragio, triunfe sobre nuestros opresores. Pues he aquí la causa de nuestra tragedia: que siendo mayoría en Basidra, capital del Hars-Iten-Schu, así como en todo el territorio de los Cuatro Mares, somos en cambio minoría, e insignificante, en las cámaras del Estado. En atención a esto, y hasta el día en que consigamos acordar las líneas generales de la Alternativa, no sólo referidas a lo que ahora no queremos, sino también a lo que sí querremos en el futuro, la asamblea ha acordado adoptar el siguiente plan, que se pondrá en práctica a la recepción de esta circular: Primero. Admitida la imposibilidad manifiesta, por ahora, de derrocar al tirano, los leales de la raza de los Andart-Iten-Schu nos comprometemos en la medida de nuestras fuerzas, con los recursos a nuestro alcance, en la tarea de socavar la alianza entre el gobierno y sus padrinos y guardaespaldas de Ultramar. Y esto porque de diversas fuentes hemos obtenido la información de que dicha alianza comienza a agrietarse por el lado de allá. No dudamos que dichos padrinos pusieron al tirano donde está, ni que todavía el respaldo que recibe es superior a las dudas que suscita, pero nos basta que éstas existan y que en Ultramar, aunque sea todavía tímidamente, se ponga en entredicho a nuestros opresores. A tal fin, los leales de la raza de los Andart-Iten-Schu deberán notificar a Ultramar, por procedimientos que quedan al libre arbitrio de cada cual, los abusos de los que hoy es víctima el pueblo, al mismo tiempo que debe recordarse a los medios de adoctrinamiento de allá, por los mismos procedimientos, la espuria raíz y los sangrientos orígenes de nuestro Estado, a fin de debilitar en lo posible la maltrecha confianza que al otro lado de los Cuatro Mares tienen todavía en nuestros jefes. Segundo. Solicitar a la ONU el establecimiento en Basidra de un Observatorio de Derechos Humanos que tome nota y divulgue al resto del mundo los crímenes que se cometen en Andart-Iten-Schu contra los derechos y las personas, para que otros pueblos puedan imaginar el drama terrible que se desarrolla perpetuamente en el universo, y su corazón se llene de piedad. Por nuestra parte, sufriendo por los innumerables males que otros han soportado antes que nosotros, agobiados bajo el peso de aquellos vanos esfuerzos acumulados en el infinito de los tiempos, no tenemos nada más que decir, nada excepto que seguimos adquiriendo lenta, dolorosamente, la íntima convicción del eterno recomenzar de las cosas.”
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* El zartog Sofr-Aï-Sr es un personaje de El eterno Adán, novela de Julio Verne.

VARIACIONES / 16

El divorcio de Fígaro, de Ödön von
Horváth. Sala Triángulo, 2012
FÍGARO SE DIVORCIA

Hay dos barberos en la historia del teatro de Occidente, y si ambos tienen en común el haber dado con éxito el salto a los escenarios de ópera, bien puede decirse que ahí acaba el parecido entre ellos. Uno es un pícaro burlón; el otro, un ser atormentado. Uno es la comedia; el otro, la tragedia. Por eso mismo Fígaro y Woyzeck son hermanos inseparables, ya que representan las dos caras del teatro.

Malamente podía imaginar Pierre-Augustin Caron de Beaumarchais, cuando en 1764 viajó a Madrid para vengar su honor familiar en la persona de un funcionario de Carlos III, que el personaje que por entonces empezó a rondarle en la cabeza iba a tener la larga y accidentada vida que el destino le reservaba, y que a su barbero se asociarían en el futuro los nombres de Paisiello, Mozart, Da Ponte, Rossini, Barbieri y hasta el de un austro-húngaro sin patria llamado Ödön von Horváth. Por cierto que el funcionario que había lastimado el honor de su familia dejando plantada a su hermana Lisette, no era otro que el canario José Clavijo y Fajardo, que pocos años más tarde serviría de inspiración a Goethe para su drama Clavijo. Pero esa es otra historia.

Ya el propio Beaumarchais, en vista de la resonancia alcanzada por su personaje tras el estreno de El barbero de Sevilla o La precaución inútil, concibió dos secuelas en las que el barbero pudiera dar expansión a sus apetitos a la vez que defender a su esposa de las lascivas exigencias del Conde, secuelas de las que una, Las bodas de Fígaro, constituyó también un rotundo éxito, a diferencia de lo que sucedería con la segunda, El otro Tartufo o La madre culpable, que pasó, y sigue pasando hoy, sin pena ni gloria. Es en la primera de esas secuelas, que no por casualidad tiene el subtítulo de Una jornada loca, en la que se basó Horváth, más de ciento setenta años después, para componer El divorcio de Fígaro, que en su estreno español todavía puede verse el próximo fin de semana en la Sala Triángulo de Madrid, en una adaptación de Alfonso Lara e interpretada por la compañía Rojo y Negro.

Horváth es de la estirpe de aquellos que vieron cómo la caída del imperio austro-húngaro los convertía de golpe en apátridas. Una condición ésta que ya le era familiar por nacimiento, en su calidad de húngaro venido al mundo en Fiume (hoy Rijeka, en Croacia), que además por parte de madre tenía ascendencia checa y alemana, y que pasó sus primeros años sucesivamente en Budapest, Múnich, Bratislava y Viena. Para estos ex habitantes del imperio que tenían parentela en las cuatro esquinas del mismo, y que se desenvolvían en él como ciudadanos del mundo, el final de la Gran Guerra supuso ante todo la aparición de conceptos hasta entonces desconocidos como los de nación, frontera, pasaporte, visado, etc., conceptos a los que debieron someterse a la fuerza, que en el fondo siempre les resultaron extraños y aún más: hostiles, pues se les presentaban en forma de obstáculos puestos a su libertad de movimiento, y que, como debieron comprender con el tiempo, no les dejaban más patria que la lengua en la que se expresaban, que en el caso de Horváth, como en el de Schnitzler, Zweig o Canetti, era la alemana. Así, nuestro autor pudo decir: “Patria no tengo. Pero en todo caso el concepto patria, falseado en sentido nacionalista, me resulta extraño. Mi patria es el pueblo”.

En 1931, cuando Horváth estrena Historias de los bosques de Viena, bajo la dirección de Max Reinhardt, ya es un autor consagrado cuyas obras se disputan ventajosamente con las de Brecht las simpatías del público, un público, aquél de la República de Weimar, que ignoraba lo que se encontraría a la vuelta de la esquina y que vivía sobresaltado por la economía, aquejada de una inflación galopante y sumida en las consecuencias del crack financiero de unos años atrás. Terreno abonado este para que un austríaco, ex cabo del ejército, hiciera llegar su barata demagogia a los seis millones de trabajadores sin empleo y a las empobrecidas clases medias que no tardarían mucho en elevarle al poder. A este cabo y a los hombres pardos que le veneraban dedicó Horváth sus inquietudes de esos años, de lo que sería fruto su novela Juventud sin Dios, con la que denunció la ausencia en el ideario del nacional-socialismo de todo valor ético más allá del que correspondía a la ensalzada y odiosa comunidad nacional. Por esos años Horváth se ve obligado a buscar refugio en Viena, y luego, tras la Anexión, en Budapest y finalmente en París. Aquí el exiliado se entrevistó con el editor de su obra en Francia y con el director de cine Robert Siodmak, que llevaba unos años afincado en París y estaba interesado en adquirir los derechos de Juventud sin Dios. Y poco más. Un día de tormenta la rama hueca desprendida de un plátano de los Campos Elíseos golpeó a Horváth en la cabeza, causándole heridas por las que murió unos días después.

En medio de todo eso, en 1933, Horváth había empezado a redactar El divorcio de Fígaro, que se estrenaría en Praga cuatro años más tarde. La obra fue concebida por el autor como una continuación de Las bodas de Beaumarchais, y se inicia cuando los protagonistas, cuya existencia ha sido perturbada por una revolución, cruzan la frontera. Las dos parejas atraviesan la oscuridad de un bosque, convertidos todos en una aparente masa igualitaria y fugitiva en la que sin embargo los condes siguen siendo amos; y Fígaro y Susana, siervos. Vicisitudes posteriores llevarán a amos y siervos a separarse, y a propiciar el intento de estos últimos de establecerse por su cuenta y de ascender en la escala de la vida burguesa, con poco éxito, lo que hará que todos, por distintos caminos, vuelvan a encontrarse en su ahora revolucionario país natal. La obra trata de las fronteras, de la emigración, del poder y de los modos que existen para que éste no cambie, pero también tiene una vertiente asentada en lo cotidiano y en las mezquindades que conspiran en contra del amor, el del Conde y la Condesa y el de Fígaro y Susana. Que la obra sea una comedia da una orientación de cuál puede ser su final, que sin embargo, tras lo mucho que ha sucedido y que se ha dicho en escena, tras la ironía y la amargura destilada por los personajes, difícilmente encajaría en lo que suele llamarse “final feliz”. Pues aquí Fígaro, más y mejor que en la hoy olvidada tercera parte de la trilogía ideada por Beaumarchais, alcanza a tocar su consumación como pícaro y su destino como hombre.

“Exiliado por amor” se declara el Conde hacia el final de la obra, lo que bien puede aplicarse al resto de los personajes, quienes al término de su viaje, tras sus idas y venidas, descalabros y reconciliaciones, “mucho ya no pueden esperar”, como dice uno de ellos. Si Mozart y Rossini extrajeron de ellos toda la música que podían dar, y si el genio de Lorenzo Da Ponte supo tender un vínculo entre su origen galante y su identidad social, Horváth acertó a ponerlos a la altura de su tiempo o lo que es igual: a convertirlos en sus contemporáneos, pero en unos contemporáneos que, por aquellas veleidades que tiene la Historia, son también los nuestros.

martes, 25 de septiembre de 2012

LECTURA POSIBLE / 74


LA RAÍZ ROTA, LA NOVELA DESCONOCIDA DE ARTURO BAREA

“Como las fotografías de anuncio de una película, así veía escenas de los cortos e interminables días pasados en Madrid: los muchachos del mercado negro; los golfillos escarbando en busca de comida entre los pies de la gente sentada en un café; la muchacha del burdel mostrándole sus dedos torturados; la cara enérgica del cura reclamando su vuelta a la gracia; el gesto de su hijo mayor explicando las leyes cínicas de los que estaban dispuestos a tener una vida fácil; los ojos fanáticos de su mujer y su hija (…) y una masa de facciones confusas de todos los policías”.

Con estas palabras, tan barojianas ellas, el protagonista de La raíz rota, última novela de Arturo Barea, empieza a hacer balance de su visita al Madrid de mediados del siglo pasado, a pocas horas de regresar a su exilio inglés.

Arturo Barea es bien conocido del lector español por La forja de un rebelde, trilogía escrita en Inglaterra entre 1940 y 1945, obra autobiográfica en la que el autor hizo una especie de narración colectiva de la España de las primeras décadas del siglo XX hasta la guerra civil, convertida ésta en protagonista absoluta del último volumen de la trilogía, que tituló La llama. El itinerario vital de Barea que se reproduce en La forja culmina con su exilio, primero en París y más tarde en Londres, donde se instalaría definitivamente. Aquí, por mediación de su esposa, la periodista Ilsa Kulcsar, firma un contrato con la BBC, para cuya emisión en castellano a América Latina escribe y presenta una charla semanal bajo el pseudónimo de Juan de Castilla. Estas charlas, que tuvieron un gran éxito, le proporcionaron unos ingresos estables durante el resto de su vida e hicieron de él el más célebre de los escritores españoles en el exilio, fama que se consolidó en 1956 cuando la BBC le organizó una gira por Argentina, Uruguay y Chile, donde fue recibido como un héroe de la extinta República española.

Años antes, en 1951, la editorial de Nueva York Harcourt, Brace & Company había publicado The Broken Root, que en 1955, ya en castellano, apareció en Argentina en la editorial de Santiago Rueda. Esta novela fue concebida como la lógica continuación de La forja de un rebelde, y en la mente de su autor debía consistir en un repaso al estado en que se encontraba la España del general Franco a diez años del fin de la guerra. Para lograr tal fin, Barea, que no era un novelista profesional, tropezaba con una dificultad en apariencia insalvable, pues si el éxito literario de su trilogía obedecía a algo era sin duda al hecho de que allí había contado episodios cosechados de su propia experiencia y que en muchos casos protagonizó personalmente. “Puedo hablar de lo que he visto, de lo que he vivido”, escribió en una carta a su amigo Roberto Giusti. Para redactar La raíz rota, imposibilitado como estaba en su exilio londinense de volver a España, Barea debió imaginar un acontecimiento autobiográfico que no había ocurrido ni podía ocurrir: un eventual regreso camuflado por razones familiares para el que se documentó ampliamente por medio de otros exiliados y de viajeros llegados de Madrid (por ejemplo sus sobrinas) a los que interrogó extensamente acerca de la realidad española. Con este material recopilado indirectamente, Barea trató de narrar el episodio de su regreso como si verdaderamente lo hubiera vivido, y si el resultado no alcanza el valor literario de La forja no se le puede negar, en cambio, su intrínseco acierto como testimonio documental, incluso costumbrista, de la España de la época. La novela, después de sus ediciones en Estados Unidos y Argentina, no se publicaría entre nosotros hasta 2009, habiéndose presentado este mismo año su segunda edición prologada por el hispanista Nigel Townson, máximo especialista en la obra de Barea.

El protagonista de la novela, Antolín Moreno, se nos aparece como uno de tantos exiliados españoles, el cual se gana la vida en Londres como camarero. Antolín, pese a su apacible existencia y a haber encontrado allí una compañera, Mary, no termina de adaptarse a la vida inglesa, a lo que se suma su añoranza de España, especialmente de Madrid, por no hablar del sentimiento de culpa que le corroe por haber abandonado a toda una familia formada por la esposa y tres hijos. Una inquietud imprecisa e inconcreta es, en fin, la que le empuja a la aventura de visitar Madrid, no sabe bien con qué propósito, aunque a veces alimente la esperanza de poder rehacer su familia y establecerse, para lo cual cuenta con la perspectiva de algunos negocios que le han encargado sus amigos de Londres. La espantosa realidad española de 1949 le desengañará de inmediato.

Salta a la vista la intención del autor de concentrar en unos pocos personajes y situaciones la totalidad de la visión que por entonces tenía de España. Una concentración que a veces puede resultar abusiva, pero de la que se desprenden también los no desdeñables logros de la novela. Así, por ejemplo, la familia de Antolín, un microcosmos abigarrado que habita una desvencijada vivienda de la calle Amparo, en Lavapiés, pretende ser un cuadro completo y espeluznante del Madrid de la época. Luisa, la esposa de Antolín, es una mujer prematuramente envejecida en la que nada recuerda a la mujer que el protagonista conoció. Convertida en una fanática del espiritismo, trata de compensar la miseria de su existencia con las insondables fantasías del más allá. Pedro, el hijo mayor, es un camisa nueva cuyo descreído falangismo constituye una rebelión contra el padre rojo y ausente, y sobre todo una útil protección para sus turbios asuntos con el estraperlo y el tráfico de drogas. Por lo demás, los manejos de Pedro son los que han permitido al grupo no perecer de hambre, lo que le otorga el rango de “cabeza de familia”. El ingenuo Juan, el hijo menor, viene a ser la contrafigura del otro, el cual reparte su tiempo entre el trabajo en el taller, su novia Lucía y sus actividades clandestinas en el Partido Comunista. La hija, Amelia, es una beata enfermiza y sin carácter, traída y llevada por las monjas y por el intrigante padre Santiago. Ninguno de ellos muestra el menor afecto hacia Antolín, al contrario de lo que (salvo en el caso de Juan) sucede con las mil libras con que cuenta éste para establecerse en Madrid. Así, en torno a Antolín se cierne una densa telaraña formada por egoístas mezquindades, turbias maquinaciones y delicados conflictos en los que impera ante todo el sórdido interés personal. De hecho, la súbita aparición del protagonista desencadenará infinidad de resentimientos y ambiciones que hasta el momento habían permanecido en estado latente, y por último la inevitable, anunciada por el “más allá”, tragedia final.

Y es que la guerra, muy lejos de haber concluido, persiste en la intimidad familiar, enquistada ahora en forma de miseria, terror y odio, materializada en una atmósfera tan desolada como irrespirable bajo el peso de un poder absoluto y arbitrario, el cual sólo se pone en marcha por medio de la delación, de la que cualquiera puede ser culpable y a la vez víctima. En este panorama cobran vida propia algunos personajes secundarios que quizá constituyen los mayores aciertos de la novela: como la bella y vivaz Conchita, que nació con una cruz de Caravaca en el paladar y a la que en consecuencia se atribuye el don de sanar y de hablar con los espíritus; doña Consuelo, “la Tronío”, que rige con la mayor decencia su casa de citas, en la que se apañan toda clase de lucrativos negocios; o como el sinvergüenza y muy bien relacionado coronel Caro, al que es preciso acudir en las más variadas situaciones. La conclusión de Antolín es que en España es imposible emprender cualquier empresa, excepto si es ilegal, y que la corrupción, más que un accidente, constituye de hecho un modo de vida al que nadie escapa, ni en las esferas de arriba ni en las de abajo. A este respecto sorprende leer la propuesta que hacen al protagonista de cierta confabulación acerca de unas facturas falsas que recuerda palabra por palabra a algún escándalo de nuestra España actual.

En medio de la turbulencia de acontecimientos en los que Antolín se ve involuntariamente envuelto, aparecen aquí y allá algunas reflexiones de mayor calado que ilustran el pensamiento de un exiliado acerca del presente y el futuro de su país. ¿Qué alternativas había para España? A lo que el protagonista contesta: “Un gobierno apoyado por los aliados no podía ser más que un gobierno de compromiso en el que la Iglesia, la aristocracia y la industria tuvieran asegurados sus privilegios”. Y “tenía la convicción de que una solución semejante sería aceptada por los españoles como una transición necesaria para evitar otra guerra civil”, lo que bien parece una descripción avant la lettre de nuestra historia reciente. Del mismo modo, la conciencia del exiliado, familiarizada ya con las ideas europeas de postguerra, se rebela contra el machismo imperante en la aislada España, o bien debe mostrar su perplejidad ante el desprecio que merecen a su hijo comunista los logros del Laborismo, a consecuencia de los cuales “la gente ahora no tiene que pagar al dentista y a los chicos los rellenan con vasos de leche en la escuela”. Pues sucede que las discusiones políticas de Antolín desvelan las profundas diferencias generacionales entre él y sus hijos, pero también entre el exilio exterior y el interior.

La raíz rota posee valores que únicamente pueden entenderse en el contexto en que fue escrita, y que incluyen una sincera preocupación por el país natal del autor y por su propia condición de exiliado, condición que comparte con quienes quedaron en el interior. De ese desarraigo de unos y de otros trata la novela, pues como dice uno de los personajes, tras la guerra civil y los acontecimientos que la siguieron, “aquí todos tenemos las raíces rotas”.

martes, 18 de septiembre de 2012

LECTURA POSIBLE / 73


ITALO CALVINO Y LAS COSMICÓMICAS

El relato iroqués de la creación del mundo cuenta la historia de una mujer que vivía en un poblado, en la cima de la bóveda celeste. Acusada de adulterio, su enfurecido esposo arrancó de cuajo el árbol de la vida, y a través del profundo hoyo abierto en el suelo arrojó a la adúltera al abismo. En el fondo de éste no existía aún ninguna superficie sólida, sino sólo un inmenso océano hacia el que se precipitaba la mujer en su caída. Pero unas aves marinas sostuvieron a la mujer en el aire y la transportaron sobre la espalda de una tortuga, la cual estaba cubierta por el barro que un castor había recogido del lecho del mar. La tortuga, con el barro amasado en su caparazón, creció lentamente, convirtiéndose en el hogar de la mujer celeste y de sus hijos. Así nació la Tierra.

La colección de Las cosmicómicas, que Italo Calvino redactó entre 1963 y 1964, participa de la atmósfera que es propia del relato iroqués acerca del origen de nuestro mundo, así como de otros que narran en clave mítica los inicios del universo y de la vida, y que están dispersos en la tradición, mayormente oral, de diversos pueblos y culturas.

El momento en que Calvino escribió sus cosmicómicas es significativo en lo que concierne a su trayectoria personal y también en la literaria, la suya y la de su país, oscilante entre el realismo social de los años ’50 y la neovanguardia, ligada al estructuralismo y la semiótica, de la década siguiente. En efecto, tras una primera etapa en la que su obra manifestaba una clara intención social, producto de sus años como partisano en el frente, de su militancia en el Partido Comunista y de su amistad con Pavese, un giro hacia lo fantástico y hacia un tipo de fabulación que permite diversos niveles de lectura dio a conocer internacionalmente a Calvino con su Trilogía de nuestros antepasados, compuesta por las que todavía hoy son sus obras más celebradas: El vizconde demediado, El barón rampante y El caballero inexistente. Por entonces empieza a cobrar forma en Italia una neovanguardia preocupada por el lugar del hombre en la nueva sociedad tecnológica e industrializada, corriente a la que nuestro autor no permanecerá ajeno, como ya puede advertirse parcialmente en su siguiente trilogía, conformada por La especulación inmobiliaria, La nube de smog y La jornada de un interventor electoral. A lo que hay que añadir Marcovaldo, conjunto de fábulas que, sin perder su primigenio carácter social, próximo al neorrealismo, denotan el conflicto subyacente entre campo y ciudad, naturaleza y progreso, sensible ya a las tendencias que empezaban a dominar la literatura italiana. A estos prometedores años, en los que Calvino viaja a Cuba (donde conoce al Ché) y contrae matrimonio, pertenecen estas cosmicómicas, su producto más logrado en el ámbito de la neovanguardia y que, más que una ruptura, constituye un audaz paso adelante con respecto a su obra anterior.

Las cosmicómicas no son relatos de ciencia ficción, ni tampoco de divulgación científica, ni tienen nada que ver con el surrealismo, sino que constituyen un género en sí, género unipersonal e irrepetible ya que es consecuencia de la particular trayectoria de Calvino desde sus orígenes en la editorial Einaudi hasta la completa aceptación de esas nuevas corrientes filosóficas que tanta influencia habrían de tener en Europa en los siguientes años. Publicadas en 1965 por Einaudi, a ellas vendrían a unirse poco después nuevos relatos del mismo estilo que dieron lugar al volumen Todas las cosmicómicas, que entre nosotros ha editado Siruela en su monumental Biblioteca Calvino, que reúne la totalidad de su obra en cerca de treinta tomos. Los relatos que componen el ciclo van precedidos de una cita en la que se enuncia alguna noción científica que sirve a Calvino para abrir su mente, y la del lector, a una fantasía sin límites, fantasía ciertamente en la que como indica el título no falta el humor, pero que viene a constituir finalmente una profunda reflexión acerca de los llamados misterios del universo, de la naturaleza y del hombre. Por lo demás, las cosmicómicas son cada una de ellas, y ante todo, una historia de amor.

El protagonista de las mismas es siempre “el viejo Qfwfq”, entidad múltiple que lo mismo puede ser una nebulosa, un planeta recién nacido, un organismo unicelular de los orígenes de la vida o un camello, por citar sólo algunas de sus variadas reencarnaciones, las cuales tienen en común el carácter parlante del personaje, quien es principalmente el depositario de la memoria del universo y su transmisor, es decir, un contador de historias. En muchas de ellas un acontecimiento crucial para el destino del mundo y de la vida se resolverá accidentalmente a causa de un súbito enamoramiento de Qfwfq, en la época en que éste se hallaba en edad juvenil, lo que viene a dar una inesperada coherencia a estos relatos en apariencia dispersos, convertidos en testimonio de una constante lucha por la vida, para cuyo éxito el amor, un amor cósmico, es una circunstancia tan atormentadora como imprescindible.

Así sucede en la primera de las cosmicómicas, titulada La distancia de la Luna, en la que los primitivos habitantes de la Tierra van en barca hasta un lugar del océano en el que, provistos de una escalera, ascienden a la Luna, lo que da lugar a extraordinarias peripecias cuyos protagonistas son el capitán de la barca, la señora Vhd Vhd, esposa del anterior y de la que Qfwfq está perdidamente enamorado, y un primo de éste. Un complemento importante en las andanzas lunares de los personajes es el arpa de la señora Vhd Vhd, quien tras muchas aventuras quedará solitaria en la Luna y confundida con ésta, haciendo sonar su instrumento que desde entonces, según nos dice Qfwfq, “obliga a los perros a aullar durante toda la noche y a mí con ellos”.

En cambio, en El cielo de piedra, Qfwfq y los restantes personajes se encuentran en el interior de la Tierra, entre lluvias de cristales y metales incandescentes. Aquí la compañera del narrador es Rdix, quien “apenas veía hacerse fluido encima de nosotros el metal de un nuevo cielo, era presa de las ganas de volar”. En uno de esos vuelos, Rdix alcanza la frontera y se pierde de vista en el “afuera”, es decir, en la superficie terrestre. La desaparición de Rdix se asocia en la mente de Qfwfq a los arpegios de un arpa, y guiándose por el sonido de éste asciende hasta la superficie en un desesperado intento de salvarla. Allí encuentra un signo, “un escrito en la arquivolta, en caracteres griegos: Orpheos”, el cual indica la puerta de entrada a nuestro mundo, “con los jukebox que almacenan y vomitan sonidos, y la ininterrumpida sirena de la ambulancia que recoge hora tras hora los heridos de vuestra carnicería ininterrumpida”. Pero Rdix ha desaparecido para siempre, y Qfwfq debe retornar a las profundidades de la Tierra.

Sucede que el mito de Orfeo sobrevuela estos relatos que a veces son una magistral variación de sí mismos, y que, junto a una divertida lección de historia natural, y de celebración de la diversidad de materiales, de fenómenos casi siempre catastróficos que son causa del origen común de todo lo que existe en el universo, nos proporciona una imagen a menudo desengañada de las relaciones humanas, sujetas a prejuicios indeseables y a la tragedia del desamor. A éste se refiere Calvino en otra cosmicómica, la que lleva por nombre Meiosis, en la que el consabido Qfwfq y su amante Priscila son incapaces de fundirse en uno solo, pues incluso como padres sus respectivos cromosomas permanecen separados en el hijo, el cual, ante cualquier circunstancia de la vida, siempre asistirá en su propio ser a la lucha entre la herencia del padre y la de la madre, herencias que a su vez lo son de otros individuos anteriores, también separados, debiendo constatarse en cada caso el triunfo de un cromosoma sobre su par equivalente. Así, el hijo no es más que el campo de batalla en el que sus progenitores, de por vida, intentan zanjar inútilmente sus diferencias.

Por estos relatos sabemos cómo el tiempo fue creado por una caracola, cómo los dinosaurios sobrevivieron a su extinción y de qué modo se las apañaban todos los seres, las materias, la energía, los soles, los planetas, y los fenómenos naturales, para vivir en un solo e ínfimo punto, apenas microscópico, antes del estallido del Big bang. Las cosmicómicas son relatos llenos de originalidad e ingenio, obra de uno de los verdaderamente grandes autores de nuestro tiempo, dueño de una poética personal y del que si en el presente cabe lamentar algo es su ausencia. Pese a ésta, la suya es una obra siempre moderna en tanto que atemporal, y la aquí reseñada constituirá para quienes ya son lectores de Calvino, y para quienes aún no se han iniciado en su obra, una fuente tanto de placer como de reflexión.

martes, 4 de septiembre de 2012

LECTURA POSIBLE / 72

Guy de Maupassant, fotografiado por
Félix Nadar  en 1888
MAUPASSANT O EL HOMBRE DESNUDO: NOVEDADES EDITORIALES

El provocador y pornógrafo Apollinaire escribió en los años de la Gran Guerra diversos relatos para las revistas satíricas francesas, también llamadas quotidiens. Eran narraciones mínimas que, por extensión y propósito, se ajustaban como un guante al carácter veleidoso, a menudo burlón, de estas publicaciones que llevaban por nombre Excelsior, Fantasio y, la más conocida de todas, la disolvente y terrible Charivari. Uno de esos relatos es El tejido invisible, en el que el autor de Las once mil vergas reelabora según su criterio el clásico cuento de Andersen que trata de la desnudez del emperador. Apollinaire cuenta la historia de un sastre emigrado a América con la intención de trastornar las costumbres. El hombre ha inventado “un tejido caliente como la lana y transparente como el cristal” que, no podía ser de otra forma, sienta estupendamente a una joven de extraordinaria belleza que está casada con un millonario. Al tumulto que sigue a la primera aparición pública de la distinguida señora ataviada con tal tejido, suceden el pasmo y la admiración cuando los curiosos palpan el mismo, encontrándolo suave y de un espesor respetable. La señora, pues, está vestida, bien vestida incluso, de manera que no atenta contra las ordenanzas sociales, lo que le permite desafiar así a sus escandalizados conciudadanos: “Si su mirada es demasiado penetrante, sáquense los ojos”. El cuento acaba bien, y todo el mundo se apresura a vestir su desnudez con el tejido invisible. Exacta a este tejido es la prosa de uno de los maestros del autor del relato, al cual se asemeja además por su naturaleza incisiva, difícil de contentar, y por la brevedad de su vida: Guy de Maupassant.

Con su tejido invisible, Maupassant hilvanó historias que no dejaron indiferente a nadie y que todavía hoy perturban al lector, investido de pronto de esa mirada penetrante que, página a página, le permite observar lo que las gentes suelen cubrir con un pudor tan concienzudo como, en el caso que nos ocupa, inútil. Pues Maupassant es el maestro de le mot juste, y esa palabra justa que es transparente hasta la invisibilidad, liviana y cálida al tacto, dejó desnudos a los hombres y mujeres de su tiempo y nos desnudó a nosotros por anticipado, sin conocernos, o conociéndonos acaso demasiado bien, adivinando seguramente que las desnudeces humanas son iguales en todo tiempo y lugar.

La obra de Maupassant es ingente y sorprende todavía más si consideramos que la escribió en sólo diez años, los que median entre 1880, fecha de publicación de su relato Bola de sebo, y 1890, año en el que sus diversas dolencias terminaron por incapacitarle virtualmente para la escritura. En ese tiempo dio a luz alrededor de trescientos relatos y seis novelas, a lo que habría que añadir las tentativas dramáticas, los libros de viajes y los poemarios de sus inicios. Es cierto que, víctima de su propio éxito, Maupassant se vio obligado con frecuencia a plagiarse a sí mismo, retocando aquí y allá narraciones ya publicadas para darlas de nuevo a la imprenta, todo ello a fin de satisfacer la urgente demanda de sus relatos, a razón de uno a la semana, con que le atosigaban revistas como Gil Blas y Le Gaulois, relatos que, para aprovechar su fama, de inmediato eran reunidos en alguno de los múltiples volúmenes que publicó en vida.

Hasta el inicio de esa década, o lo que es lo mismo: hasta la edad de treinta años, Maupassant se vio a sí mismo sólo como autor dramático y poeta, autor dramático enseguida frustrado y poeta que en 1879, con el poema Une fille, tuvo su primer tropiezo serio con la justicia, que le acusó de ultraje a la moral pública. Por lo demás, el volumen Des vers, que incluía el poema citado, constituye la primera muestra de lo que habría podido ser una poesía naturalista que de inmediato se vio truncada pero que anunciaba ya los asuntos que serían predilectos del Maupassant narrador, al menos hasta que la perturbación mental que sufrió en sus últimos años lo orientó hacia los temas obsesivos del horror, la angustia, el suicidio y la muerte. A estos años pertenece su relato El horla, que podría considerarse como la obra más característica del ocaso psíquico de Maupassant, previo a sus numerosos intentos de suicidio y a su internamiento en una clínica parisina en la que moriría en 1893. Difícilmente una carrera vital y creativa tan compleja podría sintetizarse en una vida más corta.

Hay algo barroco en este hombre en el que se intuye un ansia de abarcarlo todo, que contrajo la sífilis, que tuvo multitud de amantes, que fue viajero impenitente, que hizo la guerra antes de convertirse en un sospechoso antimilitarista, que consumió la vida, y se consumió a sí mismo, a velocidad de vértigo. Y que en el camino dejó una obra literaria que hoy se nos antoja tan admirable como inquietante. Obra que en sus orígenes fue tutelada por Flaubert, íntimo amigo de Laure, madre de Guy, y del hermano de aquélla, Alfred Le Poittevin, lo que le abrió las puertas de los círculos literarios parisinos y las de Les Soirées de Médan, donde publicó la ya mencionada Bola de sebo, narración inaugural y llena de maestría de principio a fin en la que Maupassant desnudó por primera vez a la sociedad de su tiempo, una sociedad que aquí viajaba en coche de caballos, huyendo de la guerra franco-prusiana. Que tal narración satisficiera plenamente a ese morboso perfeccionista que era Flaubert fue suficiente para encaminar al pupilo en la dirección de la narrativa, primero hacia el relato y luego a la novela, de la que en 1883 aparecería ya un primer y totalmente logrado fruto: Una vida, a la que dos años después seguiría Bel Ami.

Esta obra (disponible en tapa dura en Alba Clásica, 2011, y en rústica en Alianza, 2012), hoy seguramente la más conocida de Maupassant, vendría a ser un lento y emocionante striptease en el que velo a velo se despoja de todo vestuario a la sociedad francesa de su tiempo, la cual queda por fin en cueros, bella, hipócrita y sonriente, para darnos una imagen fiel de nosotros mismos, radiografiados de pronto e inmortalizados por un hombre que nos vio venir hace ciento veinte años. En ella, el ingenuo y provinciano Georges Duroy, procedente de la Ruán que el autor conocía muy bien, llega al París que éste conocía todavía mejor tras pasar una temporada como suboficial en Argelia. En la gran ciudad, el joven padece el aguijón del hambre y la miseria, se codea con prostitutas y come de vez en cuando. Un día su suerte cambia al encontrarse con Forestier, un ex compañero del ejército, el cual le introducirá de golpe en el periodismo y la política, en las intrigas de camarilla y en la buena vida. También le enseñará que las mujeres pueden prestar un gran servicio en los oscuros y sórdidos laberintos del ascenso social, enseñanza que le será de utilidad tras la muerte de Forestier, momento en el que el protagonista hereda su puesto en el periódico, además de a su esposa y al amante de ésta. Por entonces Georges es ya todo un sinvergüenza cuya habilidad para el trato social está tan desarrollada como su absoluta falta de conciencia. En el camino, que el humilde lector (si hay en él una gota de ética) no sabe si seguir con embeleso o con bochorno, Maupassant nos ha ofrecido un arquetipo: el del trepa familiar, encanallado, que reparte su tiempo entre el consejo de redacción, el despacho ministerial y el apartamento de soltero que conserva a espaldas de su mujer, en el que, según los casos, mantiene a (o es mantenido por) alguna respetable dama de postín, ya corrompida con anterioridad o echada a perder por el contacto con el protagonista. Corrompida, pero enamorada.

Cabría preguntarse, tras la lectura de los relatos y novelas escritos por Maupassant hasta aproximadamente 1885, si fue un “exceso de lucidez” lo que, trastocando su aguda mirada naturalista, le abocó a la oscuridad de sus últimos años o si ésta fue producto de otros hechos extraliterarios, fisiológicos o psíquicos, que acabaron por arruinar su mente. A esos años oscuros pertenecen La noche (Nórdica, 2012) y El miedo (Eneida, 2012), narraciones que, como las de Poe, se sitúan más allá de la esfera acostumbrada de realidades sensibles y que persiguen “el auténtico horror” por medio de experiencias escalofriantes, encuentros alucinados y situaciones macabras. Cabe añadir que la primera de ellas, de la que existen numerosas traducciones al castellano, se nos presenta ahora en una edición bilingüe y bellamente ilustrada. Por lo demás, el lector de Maupassant en castellano está de enhorabuena, pues tras muchas décadas en las que a este autor se le colgó el sambenito de “licencioso”, lo que impidió la normal divulgación de su obra, hoy son muchas las traducciones que pueden encontrarse de la misma, incluyendo la edición crítica en dos tomos, también ilustrada, de sus cuentos completos (Páginas de Espuma, 2011). Un material inagotable para el lector sin reparos a enfrentarse con la humana desnudez.