miércoles, 26 de septiembre de 2012

VARIACIONES / 16

El divorcio de Fígaro, de Ödön von
Horváth. Sala Triángulo, 2012
FÍGARO SE DIVORCIA

Hay dos barberos en la historia del teatro de Occidente, y si ambos tienen en común el haber dado con éxito el salto a los escenarios de ópera, bien puede decirse que ahí acaba el parecido entre ellos. Uno es un pícaro burlón; el otro, un ser atormentado. Uno es la comedia; el otro, la tragedia. Por eso mismo Fígaro y Woyzeck son hermanos inseparables, ya que representan las dos caras del teatro.

Malamente podía imaginar Pierre-Augustin Caron de Beaumarchais, cuando en 1764 viajó a Madrid para vengar su honor familiar en la persona de un funcionario de Carlos III, que el personaje que por entonces empezó a rondarle en la cabeza iba a tener la larga y accidentada vida que el destino le reservaba, y que a su barbero se asociarían en el futuro los nombres de Paisiello, Mozart, Da Ponte, Rossini, Barbieri y hasta el de un austro-húngaro sin patria llamado Ödön von Horváth. Por cierto que el funcionario que había lastimado el honor de su familia dejando plantada a su hermana Lisette, no era otro que el canario José Clavijo y Fajardo, que pocos años más tarde serviría de inspiración a Goethe para su drama Clavijo. Pero esa es otra historia.

Ya el propio Beaumarchais, en vista de la resonancia alcanzada por su personaje tras el estreno de El barbero de Sevilla o La precaución inútil, concibió dos secuelas en las que el barbero pudiera dar expansión a sus apetitos a la vez que defender a su esposa de las lascivas exigencias del Conde, secuelas de las que una, Las bodas de Fígaro, constituyó también un rotundo éxito, a diferencia de lo que sucedería con la segunda, El otro Tartufo o La madre culpable, que pasó, y sigue pasando hoy, sin pena ni gloria. Es en la primera de esas secuelas, que no por casualidad tiene el subtítulo de Una jornada loca, en la que se basó Horváth, más de ciento setenta años después, para componer El divorcio de Fígaro, que en su estreno español todavía puede verse el próximo fin de semana en la Sala Triángulo de Madrid, en una adaptación de Alfonso Lara e interpretada por la compañía Rojo y Negro.

Horváth es de la estirpe de aquellos que vieron cómo la caída del imperio austro-húngaro los convertía de golpe en apátridas. Una condición ésta que ya le era familiar por nacimiento, en su calidad de húngaro venido al mundo en Fiume (hoy Rijeka, en Croacia), que además por parte de madre tenía ascendencia checa y alemana, y que pasó sus primeros años sucesivamente en Budapest, Múnich, Bratislava y Viena. Para estos ex habitantes del imperio que tenían parentela en las cuatro esquinas del mismo, y que se desenvolvían en él como ciudadanos del mundo, el final de la Gran Guerra supuso ante todo la aparición de conceptos hasta entonces desconocidos como los de nación, frontera, pasaporte, visado, etc., conceptos a los que debieron someterse a la fuerza, que en el fondo siempre les resultaron extraños y aún más: hostiles, pues se les presentaban en forma de obstáculos puestos a su libertad de movimiento, y que, como debieron comprender con el tiempo, no les dejaban más patria que la lengua en la que se expresaban, que en el caso de Horváth, como en el de Schnitzler, Zweig o Canetti, era la alemana. Así, nuestro autor pudo decir: “Patria no tengo. Pero en todo caso el concepto patria, falseado en sentido nacionalista, me resulta extraño. Mi patria es el pueblo”.

En 1931, cuando Horváth estrena Historias de los bosques de Viena, bajo la dirección de Max Reinhardt, ya es un autor consagrado cuyas obras se disputan ventajosamente con las de Brecht las simpatías del público, un público, aquél de la República de Weimar, que ignoraba lo que se encontraría a la vuelta de la esquina y que vivía sobresaltado por la economía, aquejada de una inflación galopante y sumida en las consecuencias del crack financiero de unos años atrás. Terreno abonado este para que un austríaco, ex cabo del ejército, hiciera llegar su barata demagogia a los seis millones de trabajadores sin empleo y a las empobrecidas clases medias que no tardarían mucho en elevarle al poder. A este cabo y a los hombres pardos que le veneraban dedicó Horváth sus inquietudes de esos años, de lo que sería fruto su novela Juventud sin Dios, con la que denunció la ausencia en el ideario del nacional-socialismo de todo valor ético más allá del que correspondía a la ensalzada y odiosa comunidad nacional. Por esos años Horváth se ve obligado a buscar refugio en Viena, y luego, tras la Anexión, en Budapest y finalmente en París. Aquí el exiliado se entrevistó con el editor de su obra en Francia y con el director de cine Robert Siodmak, que llevaba unos años afincado en París y estaba interesado en adquirir los derechos de Juventud sin Dios. Y poco más. Un día de tormenta la rama hueca desprendida de un plátano de los Campos Elíseos golpeó a Horváth en la cabeza, causándole heridas por las que murió unos días después.

En medio de todo eso, en 1933, Horváth había empezado a redactar El divorcio de Fígaro, que se estrenaría en Praga cuatro años más tarde. La obra fue concebida por el autor como una continuación de Las bodas de Beaumarchais, y se inicia cuando los protagonistas, cuya existencia ha sido perturbada por una revolución, cruzan la frontera. Las dos parejas atraviesan la oscuridad de un bosque, convertidos todos en una aparente masa igualitaria y fugitiva en la que sin embargo los condes siguen siendo amos; y Fígaro y Susana, siervos. Vicisitudes posteriores llevarán a amos y siervos a separarse, y a propiciar el intento de estos últimos de establecerse por su cuenta y de ascender en la escala de la vida burguesa, con poco éxito, lo que hará que todos, por distintos caminos, vuelvan a encontrarse en su ahora revolucionario país natal. La obra trata de las fronteras, de la emigración, del poder y de los modos que existen para que éste no cambie, pero también tiene una vertiente asentada en lo cotidiano y en las mezquindades que conspiran en contra del amor, el del Conde y la Condesa y el de Fígaro y Susana. Que la obra sea una comedia da una orientación de cuál puede ser su final, que sin embargo, tras lo mucho que ha sucedido y que se ha dicho en escena, tras la ironía y la amargura destilada por los personajes, difícilmente encajaría en lo que suele llamarse “final feliz”. Pues aquí Fígaro, más y mejor que en la hoy olvidada tercera parte de la trilogía ideada por Beaumarchais, alcanza a tocar su consumación como pícaro y su destino como hombre.

“Exiliado por amor” se declara el Conde hacia el final de la obra, lo que bien puede aplicarse al resto de los personajes, quienes al término de su viaje, tras sus idas y venidas, descalabros y reconciliaciones, “mucho ya no pueden esperar”, como dice uno de ellos. Si Mozart y Rossini extrajeron de ellos toda la música que podían dar, y si el genio de Lorenzo Da Ponte supo tender un vínculo entre su origen galante y su identidad social, Horváth acertó a ponerlos a la altura de su tiempo o lo que es igual: a convertirlos en sus contemporáneos, pero en unos contemporáneos que, por aquellas veleidades que tiene la Historia, son también los nuestros.

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