viernes, 2 de marzo de 2012

LECTURA POSIBLE / 31




ISAAC BASHEVIS SINGER: CANTOR DE LA HUMANIDAD

Cuentan que en 1978 el entonces primer ministro israelí Menahem Beguin, hallándose en Nueva York durante las negociaciones que concluirían poco tiempo después con la firma de los acuerdos de Camp David, se encontró brevemente con Isaac Bashevis Singer. Beguin inició la conversación reprochando a Singer su costumbre de escribir siempre en yídish, la modesta y desdeñada lengua popular judeo-alemana de los askenazíes, en lugar del respetable hebreo. ¿Acaso se podría gobernar con tal lengua un ejército? Singer respondió que usaba el yídish precisamente porque esta lengua no tiene una palabra ni para “arma” ni para “ejército”, e, irritado, se marchó, dejando con la palabra en la boca a quien unas semanas después recibiría el Premio Nobel de la Paz.

Singer, al que por cierto concedieron el Nobel de Literatura ese mismo año, había nacido en Polonia cuando ésta formaba parte del imperio ruso, y vivía en América desde 1935, adonde llegó sin un céntimo en el bolsillo y sin saber ni una palabra de inglés. Durante los veinte años siguientes sobrevivió en Nueva York escribiendo para periódicos en yídish, hasta que Saul Below hizo que uno de sus relatos, traducido al inglés, apareciera en el New Yorker. Este acontecimiento cambió para siempre la vida de Singer, quien nunca pudo imaginar que un escritor en yídish, lengua que casi había desaparecido después del Holocausto, llegara a obtener fama y reconocimiento mundial. Y no sin motivo, pues se diría que con los años este hombre que según parece tuvo tanto éxito en la cama como en las letras no dejó de crecer en ingenio y humanidad. Y sigue creciendo, a pesar de su muerte hace ahora veinte años.

Sin quererlo, Singer se convirtió en el depositario de la memoria de un pueblo, memoria que incluía su lengua, su tradición, su ley, pero también sus conflictos, que él mostró sin reparos en cada una de sus obras. Así, en la ingente nómina de personajes que bullen en sus novelas aparecen el patriarca fundador de un imperio comercial, la incauta muchacha seducida y después abandonada, el hombre piadoso y con vestiduras asiáticas que se aferra a los preceptos mosaicos, el ateo rebelde encandilado por la modernidad y el progreso de Occidente, el noble arruinado que se convierte en ladrón y asesino, el joven que estudia el Talmud con la esperanza de llegar a rabino y el apóstata atraído por las nuevas ideas socialistas y por el sionismo. En estas novelas hay mucho alcohol y sobre todo mucha pasión sexual, ya que como contó el hijo de Singer, encargado de traducir las obras de su padre al inglés, el yídish posee una variedad interminable de palabras relativas a la lujuria y a todo lo relacionado con ella, en contraste con la pobreza exasperante de la sagrada lengua hebrea al respecto. Ya sólo este atributo, el de ser fiel heredero de la cultura irrepetible que prosperó en Polonia durante más de medio siglo, y que fue segada de raíz por el nazismo, haría de Singer un personaje digno de ser tenido en cuenta. Pero es que además fue un soberbio escritor.

Soberbio por la manera en que dio vida (nunca mejor dicho) a sus protagonistas, entre los que hay algunos inolvidables como el Asha Bannet de La familia Moskat, prototipo del personaje inadaptado que, en lugar de hacerse, se niega a sí mismo; y soberbio también por la sorprendente agilidad con que supo mover los hilos de tantas y tantas historias secundarias, enlazadas entre ellas y con las principales con la mayor soltura, ya que el escenario en el que Singer despliega su inventiva es amplio y abarca a toda la humanidad. Desde la primera página de sus libros el lector es arrebatado por un mundo en el que habita una incansable y familiar masa humana, masa a la que el autor no juzga, pues él no es quién para aprobar o condenar, y que ni siquiera describe, o apenas, pero cuyos actos, y la conciencia de los mismos, nos muestra sin callar ni añadir nada. Y es que, como Singer escribió, “¿qué puede decir un escritor cuando hablan sus personajes?”

Hay un sentido del humor que es propio de Singer y que alcanza por sorpresa al lector cuando los enredos en los que se ven involucrados sus héroes, bien por la absoluta irresponsabilidad de los mismos o bien por azares del destino, llegan a un extremo en el que la pura supervivencia parece ya imposible, como le ocurre al libertino Aaron Greidinger, que en la Varsovia que muy pronto será invadida por Hitler intenta arreglárselas con sus cuatro amantes hasta que se reencuentra con su amiga de la infancia Shosha, en la novela del mismo título. Es el humor de la exageración, de la ironía y la tragedia; humor del perseguido, del niño hecho adulto a su pesar, del superviviente. Y también el del individuo desgajado de su pueblo, lo que en el caso de los personajes de Singer equivale a decir: desgajado de la religión, la moral, la ley y la propia lengua, es decir, esa patria sin tierra que es el yídish; enfrentado a una modernidad tan atractiva como incierta. Nada de lo cual les impide ser fieles continuamente a un amor cósmico por la vida, pues como decía Singer, “casi todas las desgracias de este mundo son producto del temor a la alegría”. Un temor que impone mandatos de imposible cumplimiento y que sin embargo, aun incumplidos, deberían evitar al hombre caer en el desastre (cosa que no siempre ocurre).
 
Veamos uno de los típicos líos singerianos, tomado de La casa de Jampol (Debate, 2003, ahora descatalogado): Zipkin es un ex revolucionario de pacotilla que tiene como amante a Clara, mujer veinte años mayor que él, esposa de un hombre de negocios que es además el protagonista de la novela. Zipkin se ha casado recientemente con la joven Sabina, hija de un magnate que ha puesto en el banco una suma fabulosa en concepto de dote y que aún su yerno no ha cobrado. Gracias a la protección del suegro, Zipkin disfruta por lo demás de un cómodo y lucrativo empleo. Nada de esto le impide mantener su escabrosa relación con Clara, hasta que ésta, que parece más bien decidida a terminar de una vez con Zipkin, se cansa y le plantea un ultimátum: “O ella o yo.” Por los pensamientos de Zipkin que nos ha contado el narrador, y por el carácter del personaje, imaginamos con toda certeza que éste optará por lo que le resulta más conveniente, a saber: sacrificar a Clara y conservar la excelente posición que ha alcanzado con su matrimonio. El ambiguo Zipkin tarda en decidirse, pero de pronto dice: “De acuerdo, ya lo he decidido.” “¿Ah, sí?”, dice Clara.  “La dejo. Es a ti a quien quiero. Pero no podemos quedarnos en Varsovia. Nos iremos.” “¿Adónde?” “Al extranjero.” “Pero…” “Aquí tropezaríamos con demasiadas dificultades. Todos estarían en contra de nosotros.” “Efectivamente, es verdad.” “¿Estás dispuesta a irte de Polonia conmigo?” “Sí.” Y remata el narrador: “Y los dos se miraron pasmados, sorprendidos del curso que la conversación había tomado.” Y es que en efecto esta eventualidad ni siquiera había pasado por la cabeza de ninguno de los protagonistas. De esta manera imprevista, en unas pocas líneas, encuentra su desenlace  (falso desenlace, ya que la historia continúa en un volumen posterior) una de las múltiples historias secundarias de la novela. De golpe. Y es que, en el universo de Singer, parece que los destinos humanos son producto de la improvisación y del azar.

Singer era vegeteriano, ya que “el hombre no puede esperar misericordia cuando él mismo no la tiene”. En las fotos suele aparecer con una sonrisa irónica, juvenil, algo pícara. Sonrisa que se contagia al lector pese a que éste sabe cómo acabó todo. Se me ocurren varias razones para leer inmediatamente a Singer, en especial quien todavía no lo haya hecho, pero no daré ninguna. Más bien habría que preguntarse si es posible no leerlo.

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