
La novela negra tiene en épocas confusas, cuando los escritores sesudos callan o miran hacia otro lado, pues suelen ser estos por lo general lentos en madurar sus reflexiones, en calibrar contenidos y formas, y temen que sus obras, demasiado apegadas a la realidad, puedan quedar desfasadas antes de tiempo, la virtud de ser más libre, quizá porque los autores de novela negra se dan menos importancia a sí mismos. Razón por la cual no sería extraño, como ya ha ocurrido otras veces en tiempos de crisis, que sea la novela negra la que mejor sepa observar y plasmar esta contemporaneidad nuestra, y de hacerlo con una soltura y un desparpajo (con una libertad) de los que carecen el resto de los géneros.
Valga lo anterior como excusa para hablar de ese escritor de una época de crisis que fue Chester Himes, un autor peor conocido de lo que se suele creer, cuya obra excede el ámbito de la novela negra, a la que llegó por casualidad, y que, más allá de los tópicos que se le han asignado, algunos con buena intención, tiene hoy mucho que decir. Sin restar ni un poco de mérito literario a los otros grandes maestros de la novela policíaca (Hammet, Chandler), conviene aclarar que el territorio acerca del cual estos escribieron les era mayormente desconocido, razón por la cual sus obras maestras, las protagonizadas por un Sam Spade o un Philip Marlowe, contienen a menudo altas y nunca negadas por sus autores dosis de intelectualismo y de ficción, cosas ambas que no encontramos ni remotamente en las de Himes, para quien la literatura no pasaba de ser la crónica escrita, visceral, muchas veces cruel y siempre directa, de una realidad que él, como chico de la calle y ex delincuente, conocía a la perfección.
Nacido en Missouri, casi equidistante por tanto de las ciudades que ambientarían sus historias de miseria y violencia, Himes estaba destinado a ser todo lo contrario de lo que fue. Y es que no muchos negros norteamericanos podían tener estudios universitarios en los años veinte del siglo pasado, lo que constituía un raro privilegio que a él sí se le concedió, aunque con escaso éxito. Expulsado de la Universidad de Columbus en 1926, inició una fulgurante carrera delictiva que le llevó a presidio dos años más tarde, acusado de robo a mano armada. El convicto se hizo popular en prisión gracias a su máquina de escribir, un aditamento que resultaba extraño en alguien de su color y que le otorgó el respeto de los otros presidiarios, en su gran mayoría analfabetos. Respeto que fue en aumento a medida que sus relatos se publicaban en el Esquire Magazine. Por cierto que en esos primeros relatos no había nada de policíaco, y sí, y mucho, de social, de la dureza de la existencia de los negros en los ghettos de la Costa Oeste, de lo que dejó constancia en Si grita, déjalo ir, novela de 1945 protagonizada por un trabajador de los astilleros de Los Ángeles, o en Tirar la primera piedra, inspirada en sus propias experiencias como presidiario y en la que trataba el entonces tema tabú de la homosexualidad. No obstante, la mejor parte de su crónica del presidio no saldría a la luz sino muchas décadas más tarde, en la que tal vez sea su obra más lograda: Por el pasado, llorarás (El Aleph, 2002).

Uno de los capítulos más debatidos de la vida de Himes es el referido a su negritud y a la relación, siempre distante, que mantuvo con respecto a la cuestión racial en Estados Unidos. Nunca pensó que sus raíces africanas debieran guiar su existencia, al contrario que muchos afroamericanos ilustrados de su tiempo, ni se interesó por los aspectos étnicos, religiosos y culturales ligados a dichas raíces, o que pretendidamente aparecían como tales. Tal vez este rechazo del papel que se le asignaba decidió su suerte en Estados Unidos, y por tanto su exilio. “Decidieron destruirme; nunca sabré si a causa de ser yo un degenerado ex presidiario o un negro que no aceptaba el problema de los suyos como propio”, escribió en su autobiografía este hombre profundamente individualista, luchador solitario que, por serlo, nos ha dejado un valioso testimonio del dolor y la marginación. Testimonio que no escatima nada de esa brutalidad que pervive en nuestras grandes, confortables y luminosas ciudades, y que quizá por presentarse de manera desnuda, desmedida en su aparente trivialidad, no está exento de una inmensa humanidad y de un igualmente humano buen humor.

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