jueves, 26 de mayo de 2011

DISPARATES / 21


EDUARDO GALEANO: NO VALE LA PENA VIVIR PARA GANAR, VALE LA PENA VIVIR PARA SEGUIR TU CONCIENCIA

Entrevista de Jaume Barberà a Eduardo Galeano en el programa Singulars de TV3 (Televisió de Catalunya) del 23 de mayo.

domingo, 22 de mayo de 2011

DISPARATES / 20


2011: LA CONQUISTA DEL ESPACIO

El sitio, el lugar, el territorio, no nos engañemos, no es nuestro. Y al decir nuestro me refiero a los bípedos y cuadrúpedos en general, pues otra cosa son las aves, esas alimañas que están dotadas del don sorprendente de volar. Veamos si tengo razón o no: en las comunidades urbanizadas en las que vivimos existe lo que suele llamarse «espacios comunes», por ejemplo un patio, una escalera, o algo por el estilo. Dichos espacios están sometidos a una regulación de la que participan un presidente, un administrador, una así llamada «junta de vecinos» a la que van cuatro, que además son siempre los mismos. Como es natural, esos cuatro están aburridos, desconfían y siempre se quejan del perro de un vecino, el cual (el vecino) no ha ido a la junta, un canalón roto, un interruptor que no funciona, una gotera misteriosa, y así. En general, se diría que lo común es por naturaleza un problema o algo que por definición se problematiza, en contraste con la aparente y secreta armonía que supuestamente reina de puertas adentro, en lo privado. Y no digamos cuando en el espacio común hay una piscina o algún otro complemento deportivo. Entonces, a las reglas habituales, hay que añadir ciertas ordenanzas de seguridad en las que interviene un socorrista y alguna ignota legislación autonómica o mundial de la que sólo está al corriente cierto vecino que es juez o abogado o procurador, en fin, alguien que ha tenido tiempo de familiarizarse con los intrincados misterios de toda comunidad.

Pero sucede que lo privado tampoco es nuestro, o no todo. Ahí están los infernales artefactos repletos de informadores, tertulianos y otra fauna silvestre que nos invaden con sus tonterías, cuando no con sus estupideces, y que en virtud de una malsana costumbre se han constitudo hace tiempo en lo que podríamos llamar «ruido de fondo», ruido con el cual vivimos, y lo que es peor: sin el que no podríamos vivir, pues como es bien sabido resulta facilísimo encender uno de tales artefactos, pero casi imposible apagarlo. Ellos ocupan nuestro territorio privado, al que no llegan el presidente de la comunidad ni el administrador de la misma, ni el socorrista, ni el vecino, ni siquiera el perro. Ni falta que hace: pues el vigilante está en casa.

Al ocupar nuestro espacio, lo usurpan, pero si salimos al exterior la cosa empeora. En tiempos remotos (yo los recuerdo) había en las ciudades lugares comunes en los que retozaban por igual, y gratuitamente, muchachos y muchachas, vecinos, pensionistas y perros. Tal cosa ocurría sin vigilancia ni castigo visible. Los lugares en los que reinaba tal promiscuidad recibían el absurdo nombre de «parques», y su pavimento solía consistir en esa cosa primitiva llamada «tierra», elemento barato que no cotizaba en Bolsa, que no rendía beneficios a nadie y que se resistía obstinadamente a toda forma posible e imposible de especulación. En esos espacios pululaban árboles, triciclos y otros vehículos sin motor, y además fuentes. Obviamente, eran tiempos en que la especie humana no estaba muy civilizada, al contrario que ahora.

Por fortuna hemos evolucionado, y hoy, conscientes como estamos de que lo común es un problema, hemos decidido privatizarlo. Si lo pensáramos bien, nos quedaríamos pasmados ante la asombrosa cantidad de regulaciones, prohibiciones y ordenanzas a que está sometido el espacio público, cualquier espacio, sobre el cual parece haber caído de golpe la culpa de no se sabe qué pecado original, mancha que sólo puede lavarse sometiendo tal espacio a una disciplina feroz, como en los tiempos de los descubrimientos ocurría con los espacios de los paganos, que debían ser sometidos al orden por la violencia, lo que implicaba destruir mezquitas, sinagogas, templos aztecas y otros edificios de herejes, a fin de construir en su lugar, en beneficio del orden y de la verdadera doctrina, hermosas y homologadas catedrales.

Así ocurre hoy. El pagano y miserable metro cúbico de territorio, constituido por estólida tierra, debe ser horadado, perforado y taladrado por toda clase de torturantes e inquisitoriales instrumentos mecánicos, a fin de elevarlo a la venerable condición de «terreno urbanizado», en el cual se insertan tubos, conductos y cañerías, de los cuales se benefician varias compañías telefónicas, eléctricas, internáuticas, del gas y del agua privada o privatizable, por no hablar de los aparcamientos subterráneos y de los vistosos centros comerciales que coronan, con su correspondiente Mcdonald, todo el invento, a la manera de tartas de boda o de modernas catedrales que bendicen la tierra tras su doloroso y necesario martirio. El dinero (que se embolsan ellos) santifica la triste e inútil existencia de este metro cúbico de tierra (que es, o mejor dicho: que era nuestro). El espacio concedido generosamente a las personas en estos nuevos territorios está sometido a estrictas regulaciones que superan con mucho a las de los tradicionales y caducos espacios públicos, con los que nadie hacía negocio. Uno se mueve con precaución sobre baldosas de granito o de ilusorio mármol, atraviesa pérfidos túneles, sombríos pasadizos, inmundas escaleras mecánicas, para desembocar al fin ante un iluminado escaparate, ya que es preciso comprar algo. ¿Cabe concebir mayor progreso para la especie humana?

Pues sí. En estos días ocurre en nuestro país algo que hace sólo dos semanas era del todo inimaginable, a saber: que en las plazas públicas hay gente. Resulta de pronto que lo común no es ya un problema, pues las personas saben organizarse; que el convivir al aire libre es una actividad grata y además gozosa, y que las reglas necesarias para tal conviviencia pueden ser dictadas y asumidas libre y voluntariamente, sin la intervención de entidades abstractas, como presidentes, administradores y socorristas. Ni siquiera había un rey. Confieso que hasta he visto a varios cuadrúpedos confraternizando entre sí, olisqueándose sus partes de la manera más razonable. Estas actividades lúdicas suceden en la superficie, ya que donde antes había un espacio neoliberal hay ahora uno social; son visibles, públicas, pacíficas y notorias, y su ejemplar realización carece totalmente de maquinaria pesada. Pero no es sólo eso, pues tal convivencia no tiene el fin del enriquecimiento, y de hecho no tiene ningún fin, pues consiste nada más que en intercambiar, expresar, escuchar, comprender y crear. Se me antoja que nunca había visto tantos seres humanos como en estos días.

¿Será esto la democracia? La nuestra es una especie bella e inteligente, y promete, aunque tantos años de miseria moral nos habían llevado a dar por seguro justo lo contrario. Veo que hay personas que vienen en tren o en autobús, y la mayoría a pie. Y sonríen. Los que creyeron que ellos y sólo ellos eran la democracia, y que sin su santa figura, sin su vigilancia y su castigo, el mundo se convertiría en un caos, parecen haberse desvanecido estos días en el aire. No los necesitamos. Deben de estar reconcomiéndose en algún oscuro escondite subterráneo, pues sus encanallados cerebros no pueden concebir algo tan nuevo y alegre. Y es que son el pasado, como quizá algunos de ellos hayan llegado a comprender. Cierto es que un pasado que todavía se prolongará, pero no por ello dejará de ser pasado, como es pasado el simpático fantasma que habita una casa que será reformada. Y sin embargo sucede que estas cosas no son precisamente nuevas, pues de la democracia ciudadana ya teníamos noticia por los escritos de Platón y otros sabios semejantes. Por ellos sabíamos (aunque lo habíamos olvidado) que la ciudadanía es un derecho que se ejerce en la plaza. Con este conocimiento, felizmente recobrado, reinstauramos en el espacio su naturaleza pública, confiada y saludable, y somos devueltos a la esperanzada y esperanzadora especie humana. Soñad un momento, sabios, pues nunca unos indignados habían dado tantas lecciones de dignidad.

jueves, 19 de mayo de 2011

DISPARATES / 19


NO SON CUENTOS

Los jóvenes acampados en la Puerta del Sol madrileña, y desde ayer también en la Plaça de Catalunya de Barcelona y en otras ciudades españolas, no habían nacido cuando se fijaron los límites de este sistema político al que sus autores dieron el nombre de «democracia», y que recibió de inmediato su homologación internacional. Había prisa, una vez muerto el dictador, por conseguir tal homologación, que auguraba buenos negocios para la oligarquía autóctona y para las transnacionales europeas, deseosas de que España elevara su índice de consumo y se incorporara al mercado que incesantemente demanda mejores teléfonos, mejores coches, mejores electrodomésticos, todo lo cual, casualmente, podía ser financiado por la banca española y suministrado por la industria alemana o francesa. Los artífices de todo esto, un Suárez, un González, figuran hoy en los libros de historia como héroes y padres de la patria, esforzados y visionarios estadistas que hicieron posible, gracias a la proverbial madurez del pueblo español, la reconciliación y el progreso.

Vamos por partes. En primer lugar, no hubo madurez, sino miedo, y un miedo justificado, pues aunque hoy cueste creerlo hubo un aliado de Hitler que vivió y gobernó con mano de hierro hasta el último cuarto del siglo XX, y tal cosa sucedió en España. En segundo lugar, la tan traída y llevada transición no fue sino un apaño concebido para salir del paso por unos líderes, los mentados Suárez y González, que a su manera también tenían miedo, y un miedo no menos justificado, si se consideran la trayectoria del ejército español y el hecho de que había una descolonización pendiente (en el Sahara), con una seria amenaza de guerra y una situación que recordaba mucho a la que poco antes había dado lugar a una revolución en la vecina Portugal. Además, el régimen que en ese momento estaba dando tumbos y que aparentaba una inquebrantable unidad se encontraba en la realidad profundamente dividido, y corroído internamente por la gran variedad de facciones que habían medrado a la sombra del dictador, y que sólo tenían en común a éste. Por último, la famosa reconciliación nunca existió, siendo sustituida por el perdón universal de todos los crímenes de la dictadura y por la prohibición de investigarlos.

Pero los artífices de la transición ya habían escrito su cuento de hadas, y se aficionaron a él. Se tomaron algunas medidas que se juzgaban imprescindibles (una Ley de Partidos, una Ley Electoral, incluso una Constitución), lo mínimo para que la democracia made in Spain, propia de un país que todo el mundo consideraba «muy peculiar», fuera aceptable internacionalmente. Puesto que tenían el poder para ello, también podían haber hecho leyes equivalentes a las de otros países europeos que sirvieran para impulsar a los débiles sindicatos, otorgándoles influencia en la gestión de las empresas; o creado un nuevo sistema tributario que fuera más justo y que permitiera una mejor distribución de la riqueza, por ejemplo por medio de unos servicios sociales que merecieran tal nombre; o promovido un desarrollo tecnológico y una actividad industrial que posibilitaran un trabajo de mayor calidad y a la vez una disminución de la dependencia con respecto al exterior. Y, de paso, podían haberse tomado medidas para garantizar la independencia de los tribunales, elevar el nivel de la enseñanza pública, frenar la corrupción de los cargos oficiales, suprimir los privilegios de la Iglesia, impulsar una política de viviendas sociales, promover un mayor acceso a la cultura y a una información variada que fuera reflejo de la diversidad de opiniones que existía en la sociedad… Todo ello, en efecto, pudo haberse hecho dentro de los límites de lo que unánimemente, en Europa, se entiende como democracia. Pero, ¿para qué hacerlo? Tales medidas habrían alarmado a quienes disfrutaban de unos «derechos históricos» celosamente protegidos desde hacía décadas, para quienes la justificación del Estado es precisamente la estricta observancia de dichos privilegios. Además, casi nadie las reclamó.

Tras el ingreso en la Unión Europea, la entrada en España de un flujo de miles de millones de los fondos de cohesión se produjo sin ningún control y sirvió ante todo para financiar ilegalmente a los dos partidos dominantes; después, a los altos cargos designados por dichos partidos; y después, a sus amigos de la empresa privada, que llegado el momento les recompensarían por los servicios prestados. En estos años se instaura como modus operandi del PP y del PSOE la transferencia de fondos públicos a bolsillos privados, con las consiguientes privatizaciones, concesiones de infraestructuras sufragadas con dinero público y otorgadas ad eternum a empresas privadas y el sacrificio de las cajas de ahorro, pues para estos partidos el poder político consiste en y sólo en disponer según su conveniencia de los recursos que los ciudadanos, con la mayor ingenuidad, han puesto a su alcance. ¿Cómo es posible que este robo manifiesto y continuado no haya provocado antes un estallido social?

A los españoles les había gustado el cuento de hadas y lo adoptaron como propio. En otro cuento, la horripilante y decrépita bruja se mira cada mañana en un espejo mágico que a la pregunta ¿quién es las más bella del lugar?, responde invariablemente: Tú, mi señora. Los dos partidos dominantes, y todo lo que en España, por estar al servicio de esos partidos dominantes, tiene voz, ha repetido el falso Tú, mi señora hasta la extenuación, cada mañana, tarde y noche, a plena satisfacción de unos españoles a los que les agradaba creerse «los más bellos del lugar», dignos europeos con derecho a vivir como los alemanes, aunque los salarios de aquí no sean ni la mitad de los de allí, a disfrutar de los mismos coches, los mismos artefactos electrónicos y las mismas vacaciones, sin tener en absoluto en consideración que nuestra productividad, nuestros servicios sociales y nuestro índice de paro nos aproximan más a un país africano que a nuestros vecinos del norte. Dicho de otra manera: el consenso de Suárez y González encontró hace tiempo su refrendo en la sociedad, y poco importaba que las premisas del mismo fueran falsas, pues, aunque falsas, resultaban satisfactorias, y hasta permitieron que España, por primera vez en su historia moderna, dejara de ser país de emigración para convertirse en receptor de inmigrantes, llamados a no tener ningún derecho y a realizar los trabajos duros que eran inaceptables para los «prósperos» españoles. Y es que nuestra economía era europea, pues España iba bien. Terminada la burbuja inmobiliaria, en la que el PP y el PSOE se solazaron con el consabido entusiasmo, despertamos en 2009 como cierta princesa despierta en otro cuento, sólo que esta vez el príncipe no tenía muy buen aspecto. Sí, todo había sido un sueño.

Y he aquí que los aires que vienen del sur nos inspiran. Llega el 15 de mayo, tiempo de turbulencias primaverales, tiempo de cerezas. ¿Es esto una revolución? Se me antoja frívolamente que para ser una revolución le falta un símbolo, una flor, un fruto, una canción. Algo que es (casi no me atrevo a decirlo) como una esperanza, sin nombre, sin color, pero convencida de tener razón, flota en el aire. Ignoro qué pasará a partir de ahora, pero me consta que lo sucedido ya es bastante, pues es la primera vez en treinta y cinco años que de la sociedad española llegan signos de vida. Sí, ya sé que ha habido huelgas generales y que millones de personas protestaron contra la guerra de Irak, pero esto es otra cosa. Por primera vez la arrogancia y la chulería del bloque dominante deben refrenarse (¡y esto en plena campaña electoral, cuando ellos, en su día de fiesta, se celebran a sí mismos!), y hasta dicho bloque dominante tiene motivos para preocuparse. Es posible que algunos comprendan por primera vez que el chanchullo no les durará siempre, y que, quién sabe, hasta puede ocurrir que algún día tengan que dar explicaciones. Cierto es que el movimiento ciudadano, por ser espontáneo, y por tratarse de una novedad sin precedentes en nuestra moderna historia, adolece de objetivos, no digamos ya de un programa, pero esos objetivos se irán concretando sobre la marcha, y por el momento parece que la exigencia más repetida es la reforma de la Ley Electoral, cosa en efecto necesaria que desde algunos sectores se viene reclamando desde hace tiempo sin ningún éxito. Y es que los hipotéticamente llamados a reformar dicha ley son sus propios beneficiarios, lo que me hace presagiar que el movimiento deberá extender sus ambiciones a ámbitos más elevados. Pues si algo parece claro es la imposibilidad de reformas con estos dos partidos dominantes, con estos líderes y con este marco jurídico. Cabe esperar en estos días palabras conciliadoras, paternales, alguna que otra promesa. Pero tampoco se debe desdeñar la previsible reacción que caerá sobre el movimiento ciudadano una vez celebradas las elecciones municipales, cuando el PP y el PSOE se sientan liberados de la mesura a la que les obliga la campaña electoral.

Por ahora basta con saber que el movimiento ciudadano existe, que de él se ha hecho eco la prensa internacional y que hasta la prensa española, cosa inimaginable, ha tenido que encontrar un hueco para él en su interminable sonsonete deportivo y rosa, aunque a regañadientes, como era de esperar. Modestamente, es mi intención hacer desde aquí una contribución a las propuestas que hoy se están formulando en los foros virtuales y físicos de nuestro país, y esta vez en defensa de los derechos inalienables de los cargos públicos del PP y del PSOE, a saber, presidentes de gobierno y ex presidentes, ministros y ex ministros, diputados nacionales y ex diputados, eurodiputados y ex eurodiputados, presidentes y ex presidentes de comunidades autónomas, consejeros y ex consejeros, alcaldes, concejales y presidentes de diputaciones y extintas cajas de ahorro: todos ellos deben tener la garantía de un juicio justo, y la oportunidad de por una vez ser útiles a la sociedad realizando agradables servicios de jardinería y limpieza en nuestros parques y calles, que tan necesitados están después de la privatización de dichos servicios.

El movimiento, que se demuestra andando, está creciendo y construyendo nuevas redes humanas más allá de las virtuales, y deberá continuar hasta las elecciones municipales. ¿Y después? El PP tratará de obtener algún beneficio; el PSOE, impotente como siempre, encenderá una vela y rezará para que todo se diluya en un respetable olvido; y en cuanto a Izquierda Unida…, bueno, reincidirá en esa perturbación psíquica que la aqueja desde hace largo tiempo y que no le permite saber a su mano izquierda lo que hace la derecha, jugando hoy a la revolución y mañana a los pactos, en virtud de una imaginaria «mayoría de progreso» que es otro de los cuentos de estas nuevas y fantásticas Mil y una noches. Todos ellos deben tomar nota, pues un nuevo elemento a entrado en escena, el indignado, que tiene razones sobradas para estarlo, que sabe discernir entre lo que es democracia y lo que no lo es, que es de verdad y a quien ellos, que tanto han mentido, merecen una credibilidad igual a cero.

miércoles, 11 de mayo de 2011

MÚSICA NOCTURNA / 7


TIEMPO DE CEREZAS

“¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice que no. Pero si se niega, no renuncia: es además un hombre que dice que sí desde su primer movimiento. Un esclavo, que ha recibido órdenes durante toda su vida, juzga de pronto inaceptable una nueva orden. ¿Cuál es el contenido de ese «no»? Significa, por ejemplo, «las cosas han durado demasiado», «hasta ahora, sí; en adelante, no» , «vas demasiado lejos», y también «hay un límite que no pasaréis». En suma, ese «no» afirma la existencia de una frontera. Vuelve a encontrarse la misma idea de límite en ese sentimiento del rebelde de que el otro «exagera», de que no extiende su derecho más allá de una frontera a partir de la cual otro derecho le hace frente y lo limita. Así, el movimiento de rebelión se apoya, al mismo tiempo, en el rechazo categórico de una intrusión juzgada intolerable y en la certidumbre confusa de un buen derecho; más exactamente, en la impresión del rebelde de que «tiene derecho a…». La rebelión va acompañada de la sensación de tener uno mismo, de alguna manera y en alguna parte, razón”.

Albert Camus, El rebelde (Losada, 2009)

Me han venido a la cabeza estas no sé si olvidadas (no debería) palabras de Camus al leer en algún sitio la noticia de los actos que se celebran ahora mismo en conmemoración de la Comuna de París, actos en los que se entonan canciones escritas entonces, que fueron cantadas por el pueblo parisino y que milagrosamente han sobrevivido a las ferocidades que la siguieron, incluso hasta hoy, convertidas, no diré en reliquias, porque se conservan frescas y sorprendentemente vivas, convertidas, pues, en parte de esa cultura popular que es una forma de resistencia contra la incultura dominante. Porque la hegemonía de ésta, no obstante el abrumador poder de los pilares que la sustentan y que abarcan casi todo el sistema educativo y los medios de comunicación, tiene pese a todo sus fisuras, de lo que conviene alegrarse, fisuras que suelen venir por el lado de la memoria y todavía más a menudo por el de la memoria oral, que sobradamente ha demostrado ya su eficacia contra olvidos seculares, miedos y silencios.

La comuna, escrita así, en minúsculas, es en Francia el ayuntamiento, la organización próxima, primaria, inmediata de una comunidad a la que une unos vínculos más profundos que los determinados por la simple geografía. Es el átomo con el que se forma la estructura del Estado, pero también la fuente de la rebelión. En el mismo libro escribió Camus: “La comuna contra el Estado, la sociedad concreta contra la sociedad absolutista, la libertad reflexiva contra la tiranía racional, el individualismo altruísta, en fin, contra la colonización de las masas, son ahora las antinomias que traducen, una vez más, la larga confrontación entre la mesura y la desmesura que anima la historia de Occidente desde el mundo antiguo”. La obsesión por la justicia que alimentó a Camus proviene de ahí y no de las grandes colectividades nacionales y transnacionales, siempre tan abstractas. Proviene de los vecinos que viven en la misma calle, del prójimo cercano, del hombre de la comuna, idea que acaso, como todas las grandes ideas que guían al individuo en su edad adulta, proceda de la infancia y la primera juventud, en el caso de Camus de su barrio de Argel, de la existencia callejera entre los humildes edificios de Belcourt, de sus partidos de fútbol, de la escuela en la que impartía su clase el señor Germain, de la colección de minerales y la lectura de libros de aventuras, del único recuerdo que tenía de su padre, el del horror que le produjo la visión de una ejecución pública. Aquella pequeña patria de la humanidad, inmemorial, sucia y avergonzada de sí misma, estuvo siempre en el centro de su conciencia, alimentando su naturaleza de desterrado y rebelde.

El día en que la comuna se reivindicó, reclamándose como Comuna, debió ser el 18 de marzo de 1871, en París, cuando Thiers ordenó a sus tropas capturar los cañones de Montmartre y Belleville. Cuentan que, advertidos a toque de campana, los habitantes de esos barrios, con las mujeres a la cabeza, acudieron a interponerse entre los sublevados y la Guardia Nacional. Ese día, cuando el general Leconte ordenó a sus hombres disparar contra la muchedumbre, aquellos le apearon del caballo. Era la rebelión, y los parisinos se pusieron a cantar.

De entre los responsables de aquellos Cuarenta Principales de la Comuna parisina el más recordado es sin duda Jean-Baptiste Clément, que había nacido en una buena familia de la que renegó a los catorce años para ganarse la vida como vendedor de vino, jornalero, periodista y quién sabe qué más en Montmartre. A los veinte años ya era conocido como orador y autor de canciones. Este hombre exaltado que solía terminar sus discursos, ante una audiencia republicana, con las palabras “A bas les exploiteurs! A bas les despotes! A bas les frontières! A bas les conquérants! A bas la guerre! Et vive l’Egalité sociale!”, se encontró una tarde de 1867 con Antoine Renard, veterano tenor de la Ópera reconvertido en cantante de music-hall que solía actuar todas las noches en Eldorado, café cantante que se hallaba en el Boulevard de Strasbourg. Y fue éste el que puso música al poema de Clément Le Temps des Cerises (Tiempo de cerezas), que habría de convertirse en el himno de la Comuna y que desde entonces no ha dejado de cantar ningún chansonnier que mereciera tal nombre.

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LE TEMPS DES CERISES

Quand nous en serons au temps des cerises
Et gai rossignol et merle moqueur
Seront tous en fête
Les belles auront la folie en tête
Et les amoureux du soleil au coeur
Quand nous chanterons le temps des cerises
Sifflera bien mieux le merle moqueur

Mais il est bien court le temps des cerises
Où l'on s'en va deux cueillir en rêvant
Des pendants d'oreilles
Cerises d'amour aux robes pareilles
Tombant sous la feuille en gouttes de sang
Mais il est bien court le temps des cerises
Pendants de corail qu'on cueille en rêvant

Quand vous en serez au temps des cerises
Si vous avez peur des chagrins d'amour
Evitez les belles
Moi qui ne crains pas les peines cruelles
Je ne vivrai pas sans souffrir un jour
Quand vous en serez au temps des cerises
Vous aurez aussi des chagrins d'amour

J'aimerai toujours le temps des cerises
C'est de ce temps-là que je garde au coeur
Une plaie ouverte
Et Dame Fortune, en m'étant offerte
Ne saura jamais calmer ma douleur
J'aimerai toujours le temps des cerises
Et le souvenir que je garde au coeur

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TIEMPO DE CEREZAS

Cuando vuelva el tiempo de las cerezas
el ruiseñor alegre y los mirlos burlones
estén todos de fiesta,
las muchachas tendrán pasión en sus cabezas
y los enamorados, sol en el corazón.
Cuando vuelva el tiempo de las cerezas
silbarán mejor los mirlos burlones.

Pero es muy corto el tiempo de las cerezas,
cuando las parejas entre ensueños
van a cortar pendientes para sus orejas.
Cerezas de amor con sus trajes iguales
que ruedan bajo las hojas como gotas de sangre.
Pero es muy corto el tiempo de las cerezas,
pendientes de coral que se cortan soñando.

Cuando estéis en el tiempo de las cerezas,
si acaso teméis las penas de amor,
evitad a las hermosas mujeres.
Yo, que no le temo a las penas crueles,
no viviré ya un día sin sufrir…

Cuando estéis en el tiempo de las cerezas
vosotros también tendréis penas de amor.
Por siempre amaré el tiempo de las cerezas.
De aquel tiempo guardo en el corazón
una herida abierta.
Y aunque se me ofreciera la diosa Fortuna,
jamás podría calmar mi dolor.
Por siempre amaré el tiempo de las cerezas,
y el recuerdo que guardo en el corazón.

Durante el breve tiempo que duró la Comuna, Jean-Baptiste Clément fue elegido delegado del distrito XVIII, miembro de la comisión de servicios públicos y de la de enseñanza y delegado en los talleres de munición. Cuando las fuerzas del gobierno de Thiers, que iniciaron el asalto a la Comuna el 2 de abril, consiguieron derribar una de las puertas de la ciudad (el 21 de mayo) emprendieron una matanza indiscriminada que se prolongó ocho días. Testigos directos afirmaron que tras la toma de París fueron ejecutadas unas 30.000 personas, entre ellas varios centenares de obreras, que fueron fusiladas en el cementerio de Père Lachaise. Clément resistió hasta el último instante en Belleville y consiguió esconderse en la cabaña de un leñador, donde escribió La semaine sanglante (La semana sangrienta). Pero la Comuna había terminado y eso era ya otra historia. De algún modo Clément consiguió escapar a Londres, donde se encontraba cuando fue condenado a muerte en rebeldía. Regresó a Francia en 1880.