martes, 20 de septiembre de 2016

LECTURA POSIBLE / 220

DAPHNE DU MAURIER: ALGO MÁS QUE REBECA

Si el lector dispone de la nadería de dos millones ochocientas mil libras esterlinas está de suerte. Por tan módica suma, y si le gusta la vida campestre, puede convertirse en el próximo dueño de una parcela de casi cinco kilómetros cuadrados llamada Fernacre que se encuentra en el Cornish Bronn Wennili (el Cerro de las Golondrinas), en Cornualles. La finca dispone de una vivienda de piedra con cinco dormitorios, chimenea, calefacción central y su propia turbina eólica, y en los días de buen tiempo el feliz propietario podrá entregarse a actividades deportivas como la caza del ciervo, la becada y la agachadiza (o gamusino). Muy cerca de Fernacre se halla la fuente del río Fowey, y también la Posada Jamaica en la que se inspiró Daphne du Maurier para escribir la novela del mismo título.

Hoy la Posada Jamaica es un pub cuyos pacíficos clientes, cabe suponer, no se dedican a cometer las fechorías de aquel Joss Merlyn de la novela, quien con sus secuaces asaltaba los barcos encallados en las dunas para asesinar a sus tripulantes y robarles la carga. Si se sigue el curso del Fowey hacia el sur, hasta su desembocadura, se alcanza la península de Gribben Head, en la que se encuentra Menabilly, finca que desde hace siglos perteneció a la muy aristocrática familia de los Rashleigh, prósperos comerciantes ya en la época de Enrique VIII y la reina Elizabeth, entre los cuales hubo militares coloniales en la India y Afganistán y miembros del Parlamento. La mansión perteneciente a esta finca ha sido identificada por algunos como aquélla que aparece en Rebeca, la novela que empieza con las palabras “Anoche soñé que volvía a Manderley”, y hace décadas la popularidad de la novela, y sobre todo de la película, fue causa de que el nombre de manderley sirviera para designar a la típica vivienda de campo inglesa. Abundantes manderleys están hoy disponibles para el viajero como casas de vacaciones en todo el sur de Cornualles. De esta casa contó en una entrevista Flavia Leng, hija de Daphne, que “yo estaba familiarizada con Menabilly antes de que nos mudáramos a ella porque mi madre nos llevaba a mis hermanos y a mí y entrábamos en la finca sin permiso. Vivíamos muy cerca, a unas cuatro millas de distancia, en Fowey. La casa había estado vacía durante veinte años, y se hallaba totalmente cubierta de hiedra y en un terrible estado de descomposición, pero mi madre ya sabía que quería vivir allí algún día”. Daphne alquiló la vivienda, hizo instalar electricidad y agua corriente, reparó las goteras y puso cristales en las ventanas, pero según su hija le costó más expulsar a las ratas, que todavía durante algunos años siguieron correteando por el ático.

Lo cierto es que Daphne du Maurier y su familia vivieron en la casa de Menabilly entre 1943 y 1969, años después de que ella escribiera su novela. Daphne, enamorada desde siempre de Cornualles, este lugar de páramos y acantilados, imaginó enteramente Manderley, tal vez seducida por el misterio de la casa abandonada, y fue sólo más tarde cuando consiguió verdaderamente volver a ella, a esa construcción que por su propia pluma, en parte, se había hecho realidad. Para entonces, en 1940, Manderley ya había sido recreada en Hollywood por medio de maquetas y decorados, habitada por un elenco de actores mayormente inglés y bajo la dirección de otro inglés, el cual debutaba en ese lado del océano. Al productor David O. Selznick los derechos de Rebeca le costaron cincuenta mil dólares, y no era aquélla la primera historia de nuestra autora que Hitchcock llevaba al cine: el año anterior había adaptado la ya citada Posada Jamaica, y a ambas sucedería tiempo después, en 1963, Los pájaros.

Daphne du Maurier fue hija de un actor y productor teatral, a lo que se debe añadir que su madre también era actriz, y que entre el resto de su parentela se contaba un abuelo (George du Maurier) que era escritor y al que debemos la novela Trilby, historia terrorífica que fue precursora de El fantasma de la Ópera, y una tía cuyos hijos inspiraron a J.M. Barrie los personajes de Peter Pan. También una hermana de nuestra autora, Angela, se dedicó a la literatura de manera prolífica aunque con menor éxito. Daphne recibió la educación que correspondía a la hija de una familia acomodada, y a la edad de veinticuatro años, en 1931, ya había publicado su primera novela, El espíritu del amor, a la que sucedieron más de una treintena de libros entre novelas, ensayos y colecciones de relatos. Se casó, al parecer no con mucho entusiasmo, con Frederick Browning, un militar que durante la Segunda Guerra Mundial estuvo destinado en el norte de África y en Italia. En 1993, cuatro años después de la muerte de Daphne, y basándose en algunas cartas personales que habían permanecido desconocidas hasta entonces, la escritora Margaret Forster publicó una biografía en la que se describían las relaciones extramatrimoniales de nuestra autora con la esposa de su editor estadounidense, Ellen Doubleday, y sobre todo con la actriz, cantante y bailarina Gertrude Lawrence. Según su biógrafa, Daphne poseía una compleja sexualidad que alimentó su actividad creativa y que ella ocultó pudorosamente, aunque no siempre, dominada como vivió “por un miedo homofóbico a su verdadera naturaleza”.

Du Maurier no era amiga de la vida social ni de las entrevistas, y a pesar de la más que desahogada economía de su familia siempre se obstinó en escribir y en vivir de su pluma. Esto último no le resultó difícil, pues ya desde la publicación de Rebeca varios de sus libros fueron éxitos de ventas, de los que aún obtuvo renovados beneficios por sus derechos para el cine y la televisión. Además de las adaptaciones ya mencionadas de Hitchcock, títulos como Mi prima Raquel, que dirigió Henry Koster en 1952, y del que el año próximo se estrenará una nueva versión dirigida por Roger Michell, han servido para divulgar su obra, la cual es al parecer una fuente inagotable de historias para las pantallas grande y pequeña, en especial en el ámbito anglosajón. Reciente muestra de ello fue la nueva y sombría adaptación de Posada Jamaica emitida el año pasado por la televisión británica.

A excepción del titulado Los pájaros, sobre el que pesó en su momento la sospecha de plagio, los relatos constituyen la parte peor conocida de la obra de nuestra autora. Su primera colección de cuentos, Come wind, come weather, se publicó en 1940, y a ella le siguieron The apple tree (1952), The breaking point (1959), Not after midnight (1971) y The Rendezvous and other stories (1980). Comparados con sus novelas, cuya variedad de temas oscila entre la narración casi naturalista de Posada Jamaica y el misterio creado en torno a los celos en Rebeca, los relatos de Daphne du Maurier nos muestran el lado más oscuro y siniestro de la autora, el cual, si en algunos casos no carece de humorismo ni de sátira, en otros muchos adopta directamente la forma del terror. Es en estas historias breves donde más se aleja su producción de los modelos de los que se sirvió en el resto de su narrativa: la Jane Eyre de Charlotte Brontë y Cumbres borrascosas, de su hermana Emily. El amor ronda por estas páginas y ciertamente impregna de uno u otro modo la mayoría de las narraciones breves o extensas de du Maurier, pero tales amores son siempre infelices, a menudo a causa de los secretos que guardan sus protagonistas. Así, no es disparatado afirmar que nuestra autora se sirvió con una fruición perversa de los códigos del género romántico para alumbrar una obra que es decididamente antirromántica. Y, en efecto, cuando al lector se le presenta en el inicio de una de estas historias una pareja envidiable, en la flor de la vida y unida por la complicidad y la pasión, no hay duda de que el final se parecerá más a un aquelarre medieval o a un velatorio. El paisaje de Cornualles tiene mucho que ver con esto, y tales degradaciones sentimentales, a menudo de origen freudiano, suceden apoteósicamente sobre todo en los relatos.

Que al menos uno de ellos se había perdido es algo que sus lectores conocían desde que du Maurier escribió en 1977 el texto autobiográfico Growing pains. The shaping of a writer (Los problemas crecen. La formación de una escritora), en el que se hacía mención de uno, titulado El muñeco, que no figuraba en ninguna de sus antologías publicadas. En 2010 la librera de Fowey, el pueblo donde vivió nuestra autora antes de instalarse en Menabilly, encontró dicho relato en un libro de 1937 que recopilaba narraciones de diversos autores que habían sido rechazadas por las revistas para las que se escribieron. A esta paciente librera, Ann Willmore, debemos no sólo la recuperación de El muñeco, sino también la de las otras doce narraciones que figuran en un volumen al que aquél da título, que se publicó en 2011 y que ese mismo año fue felizmente traducido al español por la editorial Fábulas de Albión.

Precisamente a la época en que redactó estos cuentos se refiere du Maurier en el texto autobiográfico citado más arriba. Sus páginas, según la autora, “registran mis pensamientos, impresiones y actos desde que tenía tres años hasta los veinticinco, después de que se publicase mi primera novela”. Y añade: “Por entonces yo no estaba segura de mí misma, era ingenua e inmadura, y los lectores que busquen en este libro pensamientos profundos y sabias palabras se sentirán decepcionados”. Puede, tal vez, que ese libro tardío en el que du Maurier evocaba sus años de formación se nos antoje hoy prescindible, pero el lector de los relatos ahora recuperados no podrá estar más en desacuerdo con la “ingenuidad e inmadurez” de su autora, que cuando los escribió contaba con poco más de veinte años. De hecho, esta póstuma colección de cuentos no tiene nada que envidiar a las que publicó en vida, y hay entre ellos algunos que bien pueden considerarse joyas del relato en lengua inglesa.

Una de estas joyas es la que da título al libro, una sórdida historia de amor con suficiente cantidad de esa energía erótica y perturbadora que es propia de du Maurier, y que aquí se concentra en un triángulo amoroso formado por una joven y atractiva violinista, un hombre carcomido por los celos y un muñeco articulado. Con acierto afirma la escritora Pilar Adón, en el prólogo al volumen que comentamos, que “si algo caracteriza a los personajes de Daphne du Maurier es la obsesión. Su turbulenta personalidad que hace de ellos unos seres sufrientes víctimas de su propia ira y de su frustración, y responsables de actos que, en los momentos previos al delirio, ellos mismos habrían considerado odiosos. Innombrables”. El libro se abre con el cuento Viento del este, el cual anticipa la atmósfera verista y tormentosa que más tarde aparecería en plenitud en Posada Jamaica. Y puede decirse que es ese viento del este que arrebata el sentido a los personajes el que no deja de soplar con fuerza en los sucesivos relatos, incluso cuando la narradora se recrea cómicamente en las adversidades que padecen sus creaciones, humanizadas en las primeras líneas pero sólo para ser caricaturizadas más tarde, insertas como están en un proceso implacable en el que interviene el humor negro que es peculiar de nuestra autora. Sorprende más, si se tiene presente su juventud, la variedad de registros que aparece en estos relatos, y que acredita una maestría del arte narrativo que domina por igual la tragedia, la comedia de costumbres, el drama social y la devastadora ironía. Ésta termina por destruir con toda justicia a la protagonista y narradora del último de los relatos, La lapa, harpía cuya naturaleza despreciable es tan grande como su inconsciencia.

Excepcionalmente, algunas de estas historias son de ambiente urbano, pero en otras reaparecen, como si se tratara de una vuelta a casa, los parajes solitarios de Cornualles, con sus inofensivos caminos, sus piedras y cottages, uno de los cuales se convierte en precursor del Manderley de Rebeca en esa inquietante historia de fantasmas que es El valle feliz, quizá la mejor de las aquí recogidas. Y ya sólo este cuento, que por desgracia Hitchcock no llegó a conocer, explica la fascinación que el director de cine amante de las psicologías desequilibradas y del suspense sintió por la obra de du Maurier, psicologías y suspense que en este relato, como en otros de los aquí contenidos, nos trasladan a un mundo que es el de las fantasías, los sueños y la muerte.

martes, 13 de septiembre de 2016

LECTURA POSIBLE / 219

LOS RELATOS TEMPRANOS DE TRUMAN CAPOTE

Hace dos años el editor suizo Peter Haag, director de Kein & Aber, la editorial que publica la obra de Truman Capote en alemán, se presentó en la Biblioteca Pública de Nueva York en busca de materiales de la última novela inacabada del autor americano, Answered Prayers (Plegarias atendidas), obra que se publicó póstumamente en 1986. De este libro cuyos título y epígrafe están tomados de Teresa de Ávila, “las plegarias atendidas causan más lágrimas que las que siguen sin respuesta”, sabemos que debió haber sido entregado al editor de Capote, Random House, en 1968, plazo que se alargó hasta 1973, 1977 y por último hasta 1981, como producto de los sucesivos incumplimientos del autor y de los renovados contratos en virtud de los cuales sus honorarios pasaron de los iniciales veinticinco mil a un millón de dólares. La novela fue concebida teniendo por modelo la proustiana En busca del tiempo perdido, aunque a la vez tenía que haber sido la culminación del arte del autor para la crónica y el reportaje periodístico, ya ensayados con éxito apabullante en A sangre fría. Ambientada en la alta sociedad neoyorkina, la obra está repleta de mujeres frustradas, bisexuales buscavidas, alcohol y drogas, y en cierta ocasión Capote afirmó al respecto de la misma que “si no la acabo yo, ella acabará conmigo”.

Hacia 1975, y a la vista de las correrías y en general la vida “licenciosa y desordenada” de Capote, circuló el rumor de que no tenía ya intención alguna de terminar la novela, y en respuesta, a fin de demostrar a los incrédulos que su lucidez y su capacidad de trabajo se mantenían intactas, vendió cuatro de sus capítulos a la revista Esquire, que los publicó entre ese año y el siguiente. Dos de estos capítulos, Mojave y La Costa Vasca, provocaron de inmediato la estupefacción y el horror de muchos de sus amigos, algunos de los cuales eran a la vez sus benefactores. Por allí transitaban de un modo muy poco agraciado, con otros nombres aunque fácilmente reconocibles, los Vanderbilt y los Rockefeller, presentados todos ellos como insufribles, vacuos e hipócritas. A Capote le hicieron el vacío y le retiraron hasta el saludo. Fue seguramente entonces cuando nuestro autor comprendió que el objetivo que cabía asignar a Answered Prayers, una especie de feroz ajuste de cuentas, ya estaba hecho.

Cuando Peter Haag, al que acompañaba para la ocasión la periodista y también editora Anuschka Roshani, consultó el legado Capote de la Biblioteca de Nueva York  –un legado compuesto por treinta y nueve cajas de cartón– no encontró ni una sola línea que pudiera atribuirse a la novela inacabada, y, frustrados, él y su acompañante se pusieron a hurgar entre los cuadernos y papeles contenidos en la caja etiquetada como “High School Writings (1935-1943)”. ¿Qué pudo escribir Truman Capote entre los once y los diecinueve años?

Por aquel entonces ni siquiera se llamaba así. Había nacido como Truman Streckfus Persons en Nueva Orleans, Louisiana, hijo de una chica de diecisiete años llamada Lillie Mae y de un joven guapo e intrigante del que se sabe poco. Los padres se divorciaron cuando Truman contaba cuatro años, y en el acto fue enviado a Monroeville, en Alabama, donde vivían unos parientes de su madre. El pequeño Truman se crió en el viejo Sur, niño solitario y sin domicilio fijo a cargo de tres viejas tías que no tardó en sufrir sus primeros encontronazos con sus compañeros de escuela. Porque sucede que Truman tenía un secreto: quería ser chica. Interlocutoras suyas fueron la anciana Nanny Rumbley Faulk, a la que él llamaba “Sook”, y la hija de unos vecinos, Nelle, quien años más tarde y con el nombre de Harper Lee escribió la novela Matar a un ruiseñor, en la que el niño Truman aparece transmutado en el personaje de Dill y pronuncia estas palabras: “Soy pequeño, pero soy mayor”. Su madre vivía por entonces en la lejana Manhattan, donde había vuelto a casarse, esta vez con el cubano José García Capote, un vendedor textil. Igual que la bella e inocente sureña Lulamae Barnes se convertiría en la sofisticada Holly de Desayuno en Tiffany’s, también Lillie Mae se estaba reinventando a sí misma en Manhattan bajo la nueva forma de Nina Capote. Raramente visitaba a su hijo en Monroeville, y cada vez él esperaba que lo llevase consigo, aunque al término de esas visitas siempre tenía que ver a su madre alejándose en un Buick negro. En una de esas ocasiones, ella se dejó olvidado un frasco de su perfume, Evening in Paris, y Truman se lo bebió hasta la última gota.

Desde los ocho años Truman ya pasaba algunas tardes sentado ante la máquina de escribir, y más o menos por entonces, según explicó muchos años después, decidió que sería escritor. Fue en 1933 cuando su madre por fin lo llevó a Nueva York, a un apartamento de Park Avenue del que tuvieron que salir a toda prisa cuando su padre adoptivo fue condenado por malversación. En su nueva ciudad, asistió a la Trinity School, y más tarde, trasladados los Capote a Connecticut, prosiguió sus estudios en la Greenwich High School, donde escribió para la revista escolar The Green Witch. Mal estudiante, defendido sólo por sus profesoras de literatura, Truman concluyó sus estudios formales en el Upper West Side de Nueva York en 1943. Durante dos años trabajó como chico para todo en la redacción de The New Yorker, y cuando fue despedido regresó a Alabama y empezó a escribir su primera novela, Summer Crossing (Cruce de verano), que no se publicó hasta 2006.

De los relatos localizados por Peter Haag, cuatro se publicaron a finales de 2014 en la revista alemana Die Zeit, y junto a los restantes, hasta un total de catorce, aparecieron en forma de libro en un volumen de Random House el año pasado. En castellano, el libro ha sido publicado este año por la editorial Anagrama.

Propiamente, el comentario acerca de este libro debe comenzar por lo que en él falta. No está aquí, ni de lejos, la totalidad de los materiales encontrados en la caja “High School Writings (1935-1943)”, unos materiales formados en parte por hojas sueltas sin relación entre sí, pasajes incompletos que no alcanzan la forma de relato o cuya inferior calidad hacían desaconsejable su publicación. Nada de ello impedirá en el futuro que lleguemos a ver una segunda entrega de Relatos tempranos. Hay, sin embargo, una omisión más llamativa que se refiere a una historia que sí está completa y que pasó la criba de calidad realizada por los editores. Se trata de la titulada Sometimes I feel like a motherless child, título que hace referencia a un popular spiritual negro que nuestro autor debió escuchar en sus primeros años, y del que con seguridad conoció la versión que Paul Robeson grabó en los años treinta. “A veces me siento como un niño sin madre”, y “a veces me siento como que estoy casi desapareciendo” son dos versos que se repiten insistentemente en dicho spiritual, y en el relato aluden al parecer a un episodio de la infancia de nuestro autor, acontecido cuando su madre le encerró durante una noche en la habitación de un hotel para salir a divertirse. Nada más sabemos de esta historia, ya que el Truman Capote Literary Trust, administrador del legado de Capote, no ha autorizado su publicación.

“Yo era tan joven que creía que nunca llegaría a ser viejo, que nunca moriría”, escribe nuestro autor en uno de estos relatos, el titulado La señorita Belle Rankin. Y ciertamente el narrador de estas historias parece a veces ser un ente llamado a no tener edad, lo que de algún modo lo emparenta con el cronista ya plenamente maduro que aparecería en su primera novela publicada en vida, Otras voces, otros ámbitos. No son pocos los rasgos comunes entre ésta y los relatos tempranos, pese a que la afirmación hecha por su editor Robert Linscott cuando apareció la novela, en 1948, según la cual al autor se le veía “muy seguro de sí mismo como artista, pero no como hombre”, no es aplicable a los textos recogidos aquí, en general meros ejercicios literarios. En estos y en la novela citada los lugares, el ambiente e incluso los personajes se asemejan, conforman el telón de fondo, pero lo que aquí aparece fugazmente como estudio de caracteres, como descripción de acciones cotidianas, alcanza una vitalidad y una coherencia narrativas sólo allá, en esa novela que nuestro autor redactó con poco más de veinte años. En el lapso habían ocurrido cosas en la vida de Capote, en especial su encuentro con la escritora, unos años mayor, Carson McCullers, que para entonces ya había escrito El corazón es un cazador solitario y Reflejos en un ojo dorado, y a cuya comunidad de artistas en Yaddo, Saratoga Springs, se unió nuestro autor por algún tiempo. El estilo de McCullers fue descrito como “gótico sureño”, un estilo que ya se encontraba en ciernes en los relatos tempranos de Capote, y al que acabaría por adscribirse al redactar Otras voces, otros ámbitos, libro decididamente inspirador del tópico sureño, con sus seres atormentados y marginados, sus mansiones en decadencia y su impetuosa y a menudo equívoca sexualidad (asuntos todos ellos que también aparecieron en las obras de Teenessee Williams y Erskine Caldwell).

Marginados y parias son los protagonistas de estos relatos, gentes surgidas del paisaje y que a él vuelven, como la negra Belle Rankin, encantadora con su flor en la mejilla, “tan callada y tan quieta”; o como la animosa y también negra Lucy que soñaba con ser estrella de Broadway, pero que regresó al duro y viejo Sur porque “la ciudad no es lugar para alguien de la tierra, porque mamá me llama a casa y porque soy hija de Dios”. Hay algo más que un juvenil instinto para la observación en este narrador que ya se contempla a sí mismo como literato, que se impone una disciplina y que recorre con humildad los arduos caminos que son propios del autodidacta: una emoción, pues de eso se trata, que atraviesa su pluma cuando ésta se cruza con un personaje, un desconocido que lleva sin duda consigo su misteriosa historia, la cual debe desentrañarse al contacto con otros personajes, bajo el sol abrasador del Sur y al ritmo que marca la vida en un lugar provinciano, a una distancia inimaginable de Manhattan, de Broadway y de su madre. Con las dos primeras triunfaría Capote, pero no con la tercera, que siempre quiso que su hijo fuera “normal”. Y si estos relatos no añaden nada a su gloria como autor, sí nos sirven a nosotros para introducirnos tranquilamente en la rebotica de su obra futura, una obra de niño mayor tan llena de vida como de soledad.

martes, 6 de septiembre de 2016

LECTURA POSIBLE / 218

KHUSHWANT SINGH O EL DRAMA DE LA INDIA

“¿Qué pasa con los musulmanes?”, preguntó en 1972 el escritor y periodista de ascendencia sij Khushwant Singh al líder de la Rashtriya Swayamsevak Sangh (Organización Nacional Patriótica), formación que hasta esa fecha había desempeñado un papel relevante en la historia reciente de la India, y que, todavía hoy, sigue siendo un actor político de importancia en ese país. La RSS, acusada repetidamente de fascista en la India y fuera de ella, se ha presentado históricamente como un movimiento social heterogéneo al margen de los partidos, incluidos aquellos que en su momento, por una u otra vía, se alzaron contra el colonialismo británico. Aislada así del proceso de independencia, la RSS elaboró un programa nacionalista basado en la defensa de la religión y la cultura hindúes, pero al que no eran ajenas otras consideraciones de tipo racial ni una manifiesta hostilidad contra los musulmanes. La RSS, contraria desde su proclamación a la Constitución india, fue prohibida en diversas ocasiones, la primera de ellas en el Punjab en 1947; la segunda, al año siguiente, cuando algunos de sus dirigentes fueron detenidos como sospechosos de tomar parte en la conspiración que acabó con la vida de Mahatma Gandhi (acusación de la que todos ellos fueron absueltos); y por último en 1975 durante el estado de excepción que fue dictado por la primera ministra Indira Gandhi.

Madhav Sadashiv Golwalkar, dirigente histórico de la RSS, heredó su cargo del fundador de la organización, Keshav Baliram Hedgewar, en 1940, y lo ejerció ininterrumpidamente hasta su muerte en 1973. El testimonio del encuentro mantenido pocos meses antes de esa fecha con Khushwant Singh aparece recogido en el volumen Me, the Jokerman. Enthusiams, rants and obsessions, título que reúne cincuenta textos, algunos de ellos inéditos, y que ha sido publicado el mes pasado por Aleph Book, editorial radicada en Nueva Delhi. “Hay algunas personas”, escribe Singh, “contra las que se acumula malquerencia sin conocerlas. El gurú Golwalkar se halló durante mucho tiempo en uno de los primeros lugares de mi lista de odiados porque no podía olvidar el papel de la RSS en los disturbios comunales [durante la partición de la India], en el asesinato de Mahatma o en los intentos de convertir el Estado laico de la India en un Estado hindú”. Según la tradición nacional, cargada de ceremonias y fórmulas de respeto, el encuentro descrito por Singh comienza con una muestra de sometimiento: el periodista agnóstico se inclina para tocar los pies del gurú, pero éste rechaza el gesto e invita a aquél a sentarse. Singh inicia la entrevista aludiendo al carácter paramilitar de la RSS, un carácter que es negado por el gurú (“valoramos la disciplina, que es un asunto diferente”), a lo que el periodista replica llevando la conversación hacia el tema principal del encuentro: “Hay una cosa que me molesta de la RSS. Si me lo permite, voy a decírselo de una manera tan tajante como pueda. Es su actitud hacia las minorías, en particular los cristianos y los musulmanes”. “No tenemos nada en contra de los cristianos”, responde el gurú Golwalkar, “excepto su forma de ganar conversos. Cuando dan medicamentos a los enfermos o pan a los hambrientos, no deberían aprovecharse de ello para propagar su religión. Pero me alegro de que haya un movimiento para lograr que las iglesias indias sean autónomas e independientes de Roma”. A esto sucede un silencio, y acto seguido la pregunta cuya respuesta había ido a buscar el entrevistador: “¿Qué pasa con los musulmanes?”

En el verano de 1947, poco después de que se aprobara el llamado Plan Mountbatten en virtud del cual se efectuó la partición de la India, se estima que más de siete millones de musulmanes se trasladaron al nuevo Estado de Pakistán, mientras que una cantidad similar de hindúes y sijs abandonó el territorio de dicho Estado para asentarse en la India. La suma total de catorce millones y medio de desplazados se considera como la mayor de la historia de la humanidad, a lo que debe añadirse que tal migración tuvo lugar en un lapso de tiempo muy breve. Dos datos más que conviene tener en cuenta son que se trató de una doble migración en el mismo tiempo y lugar pero en sentido contrario, dándose la circunstancia de que el mayor número de desplazados utilizó la misma ruta, la del Punjab; y que a pesar de las promesas hechas por los gobiernos de uno y otro lado ninguno se hallaba en condiciones de hacer frente a una emigración/inmigración tan masiva. Con una violencia creciente por ambas partes, los trenes, en especial los que atravesaban el Punjab, se convirtieron en la única vía de escape para millones de personas atrapadas en el seno de una mayoría de signo contrario. Algunos de estos trenes iban a pasar a la historia como “los trenes del odio”, pues en ellos, a veces en marcha, y a veces cuando se hallaban detenidos en alguna estación de un lado u otro de la frontera, se produjeron algunas de las masacres más atroces de todo el período. Éste se saldó, según cálculos hechos sobre la base de censos posteriores, con una cantidad de entre doscientos mil y un millón de muertos.

Singh fue hasta su fallecimiento en 2014, a la edad de noventa y nueve años, uno de los mayores escritores de la India. Punjabí, estudió Derecho en Delhi y en el King’s College de Londres. Tras la independencia de su país, trabajó en el servicio de prensa indio en Toronto y en la UNESCO, fue periodista radiofónico y en la India fundó diversos semanarios y periódicos. Hoy su nombre está asociado a la inclemente mordacidad de su pluma, a la sátira y el humor, pero entre su amplísima producción (escribió más de cien libros) hay algunos que tienen como asunto la partición de su país y la tragedia humanitaria que la sucedió. En uno de ellos, Tren a Pakistán (Libros del Asteroide, 2011), el único de los suyos traducido al castellano, narró precisamente el episodio de uno de esos trenes del odio que recorrieron el Punjab en el verano de 1947.

La novela describe la apacible existencia de uno de esos pueblos del Punjab, Mano Majra, habitado a partes iguales por sijs y musulmanes y por una única familia hindú, la del prestamista Lala Ram Lal. El paso de los trenes por la estación, de los que muchos no se detienen, y después por un puente sobre el río Sutlej marca el ritmo de esta aldea que vive ajena a conflictos étnicos y religiosos, en la que hay una mezquita junto al templo sij y una lápida que todos veneran, una losa de piedra arenisca que constituye “la deidad local, el dios al que todos los aldeanos –hindúes, sijs, musulmanes o seudocristianos– se dirigen a escondidas cuando se ven especialmente necesitados de una bendición”. Muestra Singh el sentimiento de comunidad de los habitantes de la aldea, el cual prevalece sobre las diferencias religiosas, un sentimiento que, encarnado en uno de los personajes, se erigirá en protagonista al final de la narración, cuando los conflictos de la época alcancen también a esta aldea apartada. Aquí, sin embargo, la primera aparición de la violencia no tendrá un sentido étnico, sino que se producirá cuando unos bandidos asalten la casa del prestamista y asesinen a su dueño. A resultas de ello el juez local ordena arrestar a dos personajes que a él le resultan problemáticos por distintos motivos, pero de los que se sabe con certeza que son ajenos al crimen: el rudo analfabeto y delincuente habitual Juggut Singh y el forastero Iqbal, joven educado en Europa que ha sido enviado a la región por su partido a fin de divulgar los ideales revolucionarios. Cuando el odio llegue a la aldea para masacrar a los musulmanes que van a ser evacuados en un tren, como represalia por una matanza anterior ocurrida en Pakistán, ambos estarán libres por orden del juez y uno de ellos se convertirá en héroe y de inmediato en mártir.

Este duro y hermoso libro trata de la identidad, o más bien de las distintas identidades que construyen una comunidad, de las cuales, para su buena salud,  habría de sobresalir una, la cual es electiva y acaba salvando a la comunidad misma de amenazas internas y sobre todo externas, y sin la que los individuos estarían desvalidos, expuestos a otras construcciones identitarias tan postizas como incontrolables: ellas convierten en culpable a un inocente por la sola razón de que éste luzca alguna identidad en común con un criminal. De paso, el autor nos informa de su escepticismo acerca de las ideas y los portadores de las mismas que, provenientes de tierras extrañas, como también es extraño el colonialismo, pretenden inútilmente poner remedio a éste y a sus consecuencias. Mediante el retrato de unos pocos personajes, el libro muestra la convivencia de un pequeño grupo humano a cuya organización social no entorpecen sus diferencias, pero sin ignorar tampoco su fragilidad en tiempos de crisis, cuando la violencia del entorno reclama del individuo que se identifique y se señale. Por último, la novela es un fiel testimonio de hechos históricos que todavía hoy están lejos de haberse resuelto y que periódicamente sacuden a esa comunidad multiétnica que es la India.

Cuando nuestro autor entrevistó al dirigente de la RSS había seis millones de musulmanes en la India, de los cuales, al igual que ocurre con los que la habitan ahora, cabría esperar una lealtad dual que, como reconoció a Singh el gurú Golwalkar, “tiene raíces históricas de las que los hindúes son tan responsables como ellos, pero también deriva de un sentimiento de inseguridad que les ha hecho sufrir desde la partición. En cualquier caso, no se puede hacer a toda la comunidad responsable de los errores de unos pocos”. Y el gurú Golwalkar, en total contradicción con lo que su entrevistador esperaba escuchar, concluye: “El tiempo es un buen sanador. Soy optimista y creo que el hinduismo y el Islam aprenderán a vivir el uno con el otro. De hecho, yo diría que la única política correcta hacia los musulmanes es ganar su lealtad por el amor”.

Singh, quien en sus momentos de mayor pesimismo había juzgado imposible la convivencia pacífica entre las religiones de su país, anotó estas palabras con recelo y duda, pero también con esperanza. Al despedirse, Golwalkar volvió a impedir que le tocara los pies, y ambos acordaron volver a verse en Nagpur, encuentro que ya no sería posible a causa de la muerte del gurú. La historia, que como es su costumbre ha seguido su curso desde entonces, ha vuelto a otorgar actualidad a esta conversación ya lejana en el tiempo, y sin embargo tan próxima a nosotros, una conversación de la que tal vez podría aprenderse algo, como también de este autor poco conocido en Europa, gran bebedor de whisky escocés y hombre sin religión, que dejó en sus páginas abundantes huellas del mundo en el que vivió y de sus contemporáneos, huellas contradictorias y volubles como lo es sólo la naturaleza humana.