jueves, 29 de agosto de 2013

DISPARATES / 83

LA IZQUIERDA HIPÓCRITA O MANUEL VALLS 2017. ¿UN CATALÁN EN EL ELÍSEO?

Hace rato que, hablando en términos objetivos, las nociones de izquierda y derecha no tienen sentido. Otra cosa ocurre subjetivamente. Conozco a personas adultas, de orden, que se consideran a sí mismas de izquierdas, y sus razones tendrán. En lenguaje clásico, la izquierda se ha definido tradicionalmente por su empeño en transformar la realidad. No parece que tal cosa suceda hoy en Europa, donde quienes se identifican con la izquierda aspiran sobre todo a que nada cambie, a saber: a conservar los derechos y libertades, hoy gravemente amenazados, que se acuñaron en otro tiempo, cuando sí existía la izquierda.

¿A qué izquierda se refieren quienes hoy se reclaman parte de tal corriente ideológica? ¿A la de Lenin? ¿A la de Stalin? ¿A la de Mao? Personalmente no creo conocer a nadie, ni entre los más izquierdistas, que defienda hoy en día la abolición de la propiedad privada, de lo que creo correcto deducir que la izquierda a la que se refieren es la que durante medio siglo hemos llamado “socialdemocracia”.

Es cierto que la socialdemocracia era izquierda y hasta lo es que a su manera cuestionó seriamente la propiedad privada. Pues sucede que esta tendencia se presentaba aparejada a toda una doctrina económica cuyo noble objetivo no era el enriquecimiento, como ocurre con el liberalismo, sino “el bien común”. Ataques directos contra la propiedad privada eran la seguridad social, el sistema sanitario universal y gratuito, los subsidios de desempleo y otras ayudas económicas dirigidas a los más necesitados. Y es lógico que a quienes no tenían esas necesidades les resultara insoportable que el estado una y otra vez les obligara a contribuir con sus bienes a una bolsa común. Y sin embargo había que hacerlo. La Unión Soviética y sus satélites habían instaurado un modelo asistencial en el que no había libertad ni lujos, pero en el que todas las necesidades básicas estaban cubiertas por el estado. De ahí la necesidad de una corriente económica y política y de un estado que en Occidente compensaran las cosas, y que además de ofrecer las mismas garantías que en los países del socialismo real, satisficiera otra necesidad que en éstos últimos estaba vedada: la libertad política.

Artífices de ese equilibrio, en lo político, fueron Olof Palme y Willie Brandt, entre otros; y en lo económico, antes que ellos, John Maynard Keynes. El keynesianismo fue la base instrumental de la política y del estado socialdemócrata, y a la inversa. Casi nadie en Europa se atrevía a poner en duda la doctrina de Keynes (otra cosa muy diferente ocurría en Estados Unidos), y los gobiernos siempre andaban en busca de dar a sus leyes un sentido y un contenido social. Esto, a lo que se llamó “estado del bienestar”, además era lo lógico y resultaba fácil de entender, pues entraba dentro de lo razonable que los representantes políticos elegidos democráticamente gobernaran en beneficio de la mayoría. Todo eso se acabó de golpe al caer la Unión Soviética.

Margaret Tatcher y Ronald Reagan fueron los pioneros que señalaron el camino, consistente por decirlo con brevedad en un retorno a la pureza y las esencias del capitalismo. Este capitalismo lo conocemos bien por los libros de Historia y las novelas de Dickens: trabajadores sin horario fijo ni derechos y con salarios de miseria; viudas, huérfanos y enfermos entregados a la beneficencia de la Iglesia o de una asociación de damas; leyes hechas a la medida de la banca y las grandes corporaciones; el estado reducido exclusivamente a su función policíaca, a la vigilancia de las fronteras y a la guerra. En correspondencia con todo ello, la doctrina de Keynes ha desaparecido por completo de los programas de estudio de las universidades, y si se la menciona es únicamente como ejemplo de lo que en Europa fue el llamado “socio-comunismo”, en el que la agresión permanente a la propiedad privada era legal y además estaba fomentada por el estado, en forma de impuestos que todos debían pagar para contribuir al fondo común, un fondo que los más adinerados no necesitaban, pero al que debían contribuir igualmente. Por los mismos motivos, también desapareció la socialdemocracia.

Lo anterior, obviamente, es un compendio muy general que no tiene en cuenta algunos casos específicos, como el de España, donde nunca hubo verdadero keynesianismo y mucho menos verdadera socialdemocracia, lo que no impide que los medios de comunicación de Estados Unidos sigan refiriéndose a lo que queda de nuestra sanidad pública y a nuestro sistema de pensiones como ejemplos genuinos de socio-comunismo; unos ejemplos, naturalmente, a extinguir.

Pero volvamos al principio.

¿Por qué todavía hay personas, una vez muerta la socialdemocracia, que continúan reclamándose a sí mismas de izquierda, siendo así que la izquierda es transformadora y que ellas no quieren transformar nada, sino sólo conservar, si se puede, lo poco que les va quedando?

La respuesta solamente es posible encontrarla en causas muy subjetivas, sin conexión con la política ni, en el fondo, con la realidad. Causas culturales, sociales y, en último extremo, puramente personales, lo que a menudo (como ocurre con casi todo lo que es dominio de la psique) es lo mismo que decir absurdas. Aquí y allá hay un eficiente funcionario cuyo estilo de vida no se diferencia en nada del de su vecino, el cual lleva todas las mañanas La Razón debajo del brazo. Bajo el suyo, nuestro funcionario lleva siempre El País, un poco por la misma razón por la que uno es del Real Madrid y el otro del Atlético. En otro lugar vemos al pequeño empresario, siempre agobiado por las facturas y con la lengua fuera, intentando desesperadamente mantener su nivel de vida, lo que implica dos coches, los estudios de los hijos, la segunda residencia y las vacaciones. Nuestro autónomo, alarmado por lo que sucede en la sanidad pública, ha contratado ya un seguro médico privado, y también él, aunque no lo manifieste porque continúa siendo de izquierdas, empieza a preguntarse por qué demonios debe seguir contribuyendo a la caja común. Y he ahí a mi preferido: otro izquierdista que se hace la misma pregunta, un asalariado que como ve cerca la jubilación (aunque nunca se sabe, porque ésta puede volver a alejarse) ha firmado con su banco un fondo de pensiones, si bien todavía, por si acaso, no se lo ha dicho a nadie.

Estos son nuestros izquierdistas.

Es posible que a otros les atraiga el glamour que con frecuencia se ha asociado a la izquierda, y puede que muchos sigan haciendo honor a su progresismo por simple inercia, o por desidia, o porque su cabeza ya no da para más. Al fin y al cabo, su izquierdismo no ha pasado de ser nunca una elección fácil que les comprometía a muy poco: a leer cierto periódico, a pronunciar una charla semanal en el bar y a votar una vez cada cuatro años. Si es tan cómodo y está tan bien visto socialmente, ¿por qué no seguir siendo todavía de izquierdas?

El gran Molière podría escribir hoy una comedia desternillante acerca del “izquierdista imaginario”. A mi modesto entender, si hoy algunas personas tienen motivos sobrados para ser de izquierdas (y creo que algunos lo son) no puede tratarse sino de los jóvenes. Unos jóvenes desorientados y terriblemente confusos, como es propio de sus pocos años, rebeldes y poseídos por el deseo de cambiarlo todo, y además enfrentados a sus padres y al hipócrita izquierdismo de estos. En ellos, los jóvenes, resulta envidiable, hoy como siempre, la ilusión de su tierna edad. Lo demás, y especialmente su futuro, no.

¿A quién deben agradecer ese futuro?

Estos padres divididos entre su fe de otros tiempos y sus verdaderos intereses materiales, algunos de ellos ya abuelos, se presentan ante el futuro con sus coches, sus electrodomésticos, sus segundas residencias, sus vacaciones pagadas, sus fondos de pensiones, sus seguros médicos privados y sus nuevos y una y otra vez renovados aparatos electrónicos, los cuales les permiten estar en contacto permanente con diversos satélites y enviar sus comentarios a Twitter y a Facebook desde la Conchinchina. Porque son de izquierdas.

Ellos, que por lo menos quieren conservar el derecho al voto, reclaman con toda razón un producto de consumo ad hoc que satisfaga sus hedonistas necesidades, y como era de esperar, puesto que hay una demanda, ya se anuncian en Europa (no de momento en España) diversos candidatos a lanzar tal novedoso producto, al que provisionalmente podríamos llamar, en un nuevo giro de tuerca del lenguaje, necesario en este mundo en el que todo gira tan deprisa, la “izquierda-ultraderechista”.

Y ya es casualidad que el máximo representante de esta nueva izquierda sea un catalán. Pero un catalán desnaturalizado que se nos ha vuelto gabacho, que ya es ministro del interior y que según las malas lenguas que también corren por el país vecino podría estar en estos mismos momentos preparando su campaña presidencial de 2017.

Echémosle un vistazo.

Le describen como “políticamente insignificante”. Y añaden que “nada en su pasado o en su carrera política justifica la posición que actualmente ocupa en el corazón del gobierno”. Desde la perspectiva mediática, su éxito obedece a su “perfil de socialdemócrata moderno”, figura metonímica usada para ocultar lo que alguien llamaría su talante y el detalle de que las propuestas políticas que defendió en su momento no obtuvieron más que el 5,7 por ciento del respaldo de los simpatizantes de su propio partido, el PSF. “El ministro no es un intelectual ni un vanguardista de la política. Al contrario, Valls se ha aplicado durante veinte años a armonizarse laboriosamente con las ideas de la época. En resumen, Manuel Valls es un conformista, un hombre de la normalidad; el portavoz del discurso de los dominantes”.*

Manuel Valls nació en Barcelona en 1962, hijo del pintor Xavier Valls. Su madre, originaria de la Suiza italiana, es hermana del arquitecto Aurelio Galfetti, y un primo de su padre es el autor del himno del FC Barcelona. Adoptó la nacionalidad francesa en 1982, e hizo el servicio militar cuatro años más tarde en el regimiento 120 de Fontainebleau, en el ejército de tierra. Ha estudiado Historia en la Universidad de París 1 y tiene cuatro hijos. Divorciado de la madre de éstos, volvió a casarse, con una violinista, en 2010.

Valls ha hecho su carrera en el Partido Socialista Francés a la sombra primero de Michel Rocard y luego de Lionel Jospin. Por dos veces fue elegido alcalde de Évry, al sudeste de París. La vertiginosa ascensión de Valls en el seno de su partido no ha sido fácil ni ha estado exenta de agrios conflictos, en uno de los cuales se enfrentó a los adversarios de Ségolène Royal con motivo de los resultados de unas primarias en 2008. En esa ocasión reclamó el arbitraje de los tribunales ante las sospechas de fraude. Más tarde, la primera secretaria del Partido, Martine Aubry, le dirigió una carta abierta que fue publicada en el diario Le Parisien: “Si las propuestas que haces reflejan profundamente tu pensamiento, entonces debes extraer plenamente las consecuencias y dejar el Partido Socialista”.** François Hollande le nombró director de su campaña presidencial en 2012. En este puesto clave, se caracterizó por mantener a los periodistas a distancia del candidato, lo que hizo que se ganara entre estos el apodo de “el Kommandantur”.

Valls se ha declarado partidario de acabar con el tope de 35 horas de trabajo a la semana, de reducir drásticamente el cupo anual de naturalizaciones, de que los gitanos vuelvan a Rumanía y de prohibir el pañuelo de las musulmanas. Por su parte, él luce con orgullo la kipá en el Parlamento, y anima a los judíos franceses a que le secunden como signo de “libertad religiosa”. Para Valls, la piedra angular de la buena sociedad es “la seguridad de las personas y de los bienes”, a la cual deben someterse los “intereses sectoriales”, es decir, los sindicatos y las minorías étnicas. Según su receta, la economía en crisis requiere la moderación de los salarios, un incremento de la productividad y un aumento del período de cotización, así como, de manera general, la promoción y el sostenimiento “sin complejos” de las iniciativas empresariales llamadas a “crear riqueza”.

Presentado por la prensa conservadora como un “Sarkozy de izquierdas”, Valls se declara indistintamente seguidor leal de los idearios de Tony Blair y de Margaret Tatcher, y a veces también del de Bill Clinton. Su discurso político, según él, es “económicamente realista y carente de demagogia”. El concepto de la así llamada “responsabilidad individual” le ha enfrentado a muchos de sus compañeros de partido y constituye su gran contribución personal al debate acerca del futuro de la economía y de la sociedad. Según dicho concepto, “la nueva esperanza que debe traer la izquierda es la de la autorrealización individual, la cual permite a cada uno convertirse en lo que es”. Lo que no significa otra cosa sino “el fin de l’assistanat”, bien entendido que assistanat es el término peyorativo con que la derecha francesa alude a la redistribución de la riqueza mediante la solidaridad. El ministro sabe que la caja común ya no servirá en adelante para cubrir las necesidades básicas de la gente humilde, sino para incrementar la renta de los grupos financieros y las empresas. Con propuestas como ésta, Valls espera “conciliar la izquierda con el pensamiento liberal”.

En resumen, las ideas de Valls son las de la derecha de siempre, más algunas tomadas directamente de las del Frente Nacional.

Valls ha asistido como invitado en Washington a las reuniones del Grupo Bidelberg, que congrega periódicamente a los más altos representantes del mundo de las finanzas, la industria y los medios de comunicación. Su falta de carisma, dicen, la compensa sobradamente con el peso y la enjundia de las fuerzas que lo respaldan, lo que puede convertirle en serio contendiente en las elecciones presidenciales de 2017.

Sobre todo, sin embargo, lo que ofrece este hombre a Francia, y lo que sus epígonos nos ofrecerán en un futuro próximo, es el atractivo e indispensable producto que le falta a la política europea tras la defunción de la socialdemocracia: una izquierda que satisfaga a quienes son hoy sus legítimos consumidores, o sea, una izquierda que no lo es.
______________

* Le Gran Soir, 25 de agosto de 2013.
** Le Parisien, 14 de julio de 2009.

martes, 27 de agosto de 2013

LECTURA POSIBLE / 114

KNUT HAMSUN: PRINCIPIO Y FINAL

La obra novelística de Hamsun, de la que se han publicado recientemente entre nosotros una reedición (Hambre) y una novedad (Por senderos que la maleza oculta) es en gran parte de carácter autobiográfico, por lo que en ella no es posible separar la literatura de la realidad, ni al autor de la persona. Curiosamente estos dos libros que nos proponen Ediciones de la Torre y Nórdica, que tienen en común a sus traductoras, son respectivamente el primero y el último de Hamsun, lo que nos da pie a hacer un repaso de la trayectoria humana y literaria de este maestro noruego que recibió el Premio Nobel de literatura en 1920.

“Por lo que en la obra no se puede separar al autor de la persona”, en efecto. A lo que habría que añadir: por desgracia. Y es que Hamsun es uno de esos casos literarios en los que una obra admirablemente escrita está aquí y allá enfangada por la turbia ideología de su autor, y todavía más: pues dicha admirable obra debe convivir con un conjunto de artículos funestos que aparecieron en la prensa noruega en vísperas de la II Guerra Mundial y también durante la misma, material que sólo puede leerse con vergüenza ajena, que es justo (y tal vez necesario) conocer y que ha sido publicado en España por la editorial Berenice con el muy adecuado título de Textos de la infamia.

Hamsun nació en 1859 y falleció en 1952. Y tal vez sea precisamente su longevidad, que abarca la mitad de dos siglos que son en la práctica dos mundos diferentes, la causa principal de su extravío, el de un hombre que si supo adaptarse a través de la literatura a la realidad de su entorno juvenil, no supo, ni pudo, ni posiblemente quiso, identificar en cambio la índole del de su vejez. La suya es así una obra que aparece y se formula como reacción y que nace ya ensimismada.

La atmósfera literaria noruega, en la época en que Hamsun se esfuerza por ingresar en ella, estaba determinada por dos datos a tener en cuenta: el primero atañe a la propia materia prima del escritor, una lengua noruega que virtualmente era todavía entonces el danés; y el segundo relativo a las intenciones de los autores en esas primeras décadas tras la separación de Dinamarca. Sucede que la emancipación noruega alcanzada en 1814 dio lugar a una literatura “de tendencia”, literatura cargada de un compromiso político y social que constituía una parte no menor del proyecto nacional noruego. Henrik Ibsen, Amalie Skram, Bjørnstjerne Bjørnson y Alexander Kielland son los autores más representativos de esta época (de hecho son los fundadores de la literatura noruega), y sus obras, entre el realismo y el naturalismo, vienen a ser otras tantas aportaciones al debate nacional acerca de la política, el feminismo, las condiciones de vida de los campesinos y la educación. Para Hamsun y sus contemporáneos todo esto era ya el pasado, y frente a esa literatura en la que habían imperado los problemas colectivos surge a finales del siglo XIX una nueva corriente que va a ser individualista, que va a tener un carácter neorromántico y que en el caso de nuestro autor va a darse a conocer, antes que por medio de Hambre, mediante un artículo aparecido en el primer número de la revista Samtiden en 1890: De la vida espiritual inconsciente, en el que Hamsun prefigura las características principales de su obra.

Hamsun procedía de una humilde familia rural y fue sobre todo autodidacta. Emigró dos veces a Estados Unidos y allí realizó los trabajos más diversos, desde peón agrícola hasta conductor de tranvía. Su aventurera juventud y su emigración, a diferencia de lo que ocurrió con otros, estuvieron lejos de ayudarle a hacer fortuna, y a su regreso a Noruega en 1888 tiene que ganarse la vida como buenamente puede. De estos años, en los que trata de ir tirando mientras se da a conocer con colaboraciones en la prensa (mayormente rechazadas), trata la novela Hambre, testimonio escalofriante de la vida de un hombre de letras en la gran ciudad. En ella, el autor elude minuciosamente todo cuestionamiento del orden y toda consideración de tipo social, de modo que la misma puede leerse casi como una novela de aventuras cuyo único asunto es el drama individual de un hombre (el propio Hamsun) que recorre las calles movido por la necesidad de comer al menos una vez al día, cosa que sólo consigue raramente. El protagonista experimenta su propia necesidad de alimento como una especie de maligna adicción, y maligna doblemente, pues el hambre no sólo le exige procurarse una y otra vez la dosis mínima de su sustento, sino que además es incurable. Sin embargo, la mayor aspiración del personaje no es propiamente comer, o buscar un alojamiento, sino mantener pese a todo una honrosa apariencia de dignidad que aquí se confunde con un desmedido orgullo, propósito que persigue obsesivamente y no siempre con éxito. Se puede vivir uno o varios días sin alimento, pero no sin amor hacia uno mismo, parece decirnos Hamsun en esta novela en la que no falta el encuentro sentimental con una joven, encuentro al que la miseria dejará sin continuación ni conclusión posible.

Paradójicamente, la fortuna que Hamsun no encontró en América le llegó por medio de Hambre, que fue un éxito inmediato y colocó a su autor a la cabeza de las letras escandinavas en el cambio de siglo. Tras esto, nuestro autor se convierte en terrateniente y se marcha a vivir a su propiedad rural, donde acondicionó a su gusto una cabaña en la que escribió el resto de su obra, novelas como Pan, Victoria y La bendición de la tierra, que acabaron por convertirle en una especie de leyenda viva de su país. De este modo, Hamsun era ya un anciano venerado en toda Europa cuando, en 1933, Hitler accede al poder.

De un año antes es el primero de los Textos de la infamia, que fue escrito originariamente como prólogo a un libro en el que se reclamaba la ilegalización de los partidos de izquierda. Rápidamente las simpatías de Hamsun se inclinan hacia el nazismo y hacia su representante en Noruega, Vidkun Quisling, fundador del partido Nasjonal Samling (Unidad Nacional) y primer ministro del gobierno títere formado en Noruega en febrero de 1942, tras la invasión alemana. Desde la cabaña de su finca de Nørholm, en Grimstad, al sur de Noruega, Hamsun pontificaba en sus escritos a favor de una Europa pangermánica y en contra de Rusia y sobre todo de Inglaterra. Tuvo a bien regalar la medalla de su Nobel a Goebbels, y se entrevistó con Hitler en Estocolmo. De la transcripción que se conserva de esta penosa entrevista, y que se incluye en el volumen que comentamos, se deduce que Hamsun estaba lejos de carecer de información acerca de lo que realmente representaba el nazismo y de lo que éste hacía en la Noruega ocupada, lo que se contradice con lo que Hamsun solía exponer en sus artículos para la prensa. Al término de la guerra, Quisling fue fusilado, y Hamsun trasladado bajo arresto a una residencia de ancianos y más tarde a un sanatorio psiquiátrico. De estos últimos años, y de su juicio, trata Por senderos que la maleza oculta, que se publicó en 1949, casi sesenta años después de su primera novela.

“Estoy sordo y no oigo ni entiendo el parloteo coherente de los humanos”, escribe en este libro un Hamsun nonagenario que aguarda en la residencia en la que ha sido recluido la fecha de su juicio. Aquí Hamsun aparece tan ajeno a la realidad humana que lo rodea como ya lo era en Hambre, si bien su estilo ha cambiado y ahora se muestra libre de las asperezas expresionistas de su obra de juventud. Escribe acerca de las enfermeras de la residencia, la naturaleza, sus encuentros con un vagabundo misterioso, recuerdos dispares que le vienen a la mente y en especial acerca de su juicio por traición a la patria, que se aplaza una y otra vez ya que obviamente los vencedores no saben muy bien qué hacer con este anciano que al fin y al cabo es una gloria nacional. La redacción del libro concluye el mismo día en que el tribunal dictó su sentencia, una sentencia que aquí parece dirigida no ya hacia unos actos, sino hacia una obra y una vida.

El taciturno Hamsun seguiría vivo cuatro años más, pero ya totalmente solo y olvidado. La suya es una obra densa, cargada de la fuerza narrativa que es propia de uno de los grandes de la literatura, lo cual contrasta violentamente con el contenido de sus artículos políticos, los cuales parecen haber sido escritos en ese estado de “debilitamiento cerebral” que sus juzgadores emplearon como recurso para evitarle la ejecución. Por añadidura, el conjunto de su obra, sin excluir la parte que menos dice a su favor, es relevante como documento histórico y a la vez humano, al tiempo que puede servir de invitación a reflexionar acerca del aislamiento y de la participación en las cosas públicas de los intelectuales. Hoy, sin embargo, es posible que el último Hamsun tenga valor sobre todo como testimonio de la vejez y de la incomprensión de las cosas de este vertiginoso mundo. Y es que en la vejez del andariego Hamsun, que practicó el montañismo, los sentidos corporales cobran un significado del que antes carecieron, a lo que se refiere con frecuencia al hablar de su sordera, de esa incapacidad suya para entender el parloteo del mundo o cuando habla de lo que llama “la vista para andar”, una vista que es indispensable para orientarse en el espacio y en la vida y que en su caso igualmente estaba mermada, lo que contribuía a agravar su aislamiento. A ello se refirió durante los cuatro meses que pasó en el hospital psiquiátrico de Vindern, donde conoció a una mujer, también anciana, de la que escribió: “Era capaz de seguir su ruta reglamentaria entre las granjas sin que tuvieran que acompañarla, conservó su vista para andar hasta el final”. Y añade: “Es bueno conservar la vista para andar muchos años en el futuro”.

miércoles, 21 de agosto de 2013

DISPARATES / 82

BRADLEY MANNING: LOS TIEMPOS ESTÁN CAMBIANDO

El informante del Ejército de Estados Unidos Bradley Manning ha sido condenado hoy por una jueza militar a la pena de 35 años de prisión. Sobre él pesaban los cargos de violación de la Ley de Espionaje, robo de información gubernamental y ayuda al enemigo, cargo éste último del que fue exculpado.

La jueza Denise Lind, coronel del ejército, halló culpable a Manning de veinte acusaciones vinculadas con la filtración de documentos a WikiLeaks. Manning, que afrontaba un máximo de 90 años de prisión, verá reducida su condena en 1.294 días, los que lleva preso desde su detención en Irak, y que incluyen los nueve meses que pasó confinado y en aislamiento en el penal de Quantico (Virginia).

Desde su puesto de analista de inteligencia en Irak, que ocupó durante algo más de medio año hasta su detención, Manning recopiló y transfirió a WikiLeaks casi medio millón de documentos de las guerras de Irak y Afganistán, más de 250.000 cables diplomáticos y el vídeo «Collateral Murder», en el que se registró el momento en que una patrulla aérea mató en 2007 al menos a nueve civiles, entre ellos un fotógrafo de Reuters y su conductor.

La sentencia del tribunal militar presenta a WikiLeaks como cómplice de las revelaciones efectuadas por Manning, lo que según diversos juristas podría sentar las bases para una futura acusación contra Julian Assange. La condena de Manning irá directamente al Tribunal Penal de Apelación del Ejército, donde podrá solicitar una reducción de la pena.

Cabe recordar que en 1972 dos periodistas del Washington Post, Carl Bernstein y Bob Woodward, tuvieron acceso a documentos que probaban la responsabilidad del entonces presidente Nixon en una masiva operación de espionaje del Partido Demócrata, lo que incluía grabaciones realizadas en secreto dentro de la misma Casa Blanca. Bernstein y Woodward publicaron los resultados de sus investigaciones, por las que recibieron el Premio Pulitzer. A resultas de este asunto, que recibió el nombre de «Caso Watergate», el presidente Nixon se vio forzado a dimitir dos años más tarde. En el acto de entrega del Premio Pulitzer a los periodistas del Washington Post, se señaló que estos eran «el paradigma del periodismo de investigación y el contrapeso que debe ejercer la profesión respecto a los poderes públicos».

Hoy, Bradley Manning, a sus 25 años, ha escuchado la sentencia por la que deberá pasar las próximas tres décadas en la cárcel, culpable de difundir la verdad.
____________

martes, 20 de agosto de 2013

LECTURA POSIBLE / 113

Vernon Lee, vista por
John Singer Sargent, 1881
VERNON LEE, REGRESO AL PASADO

En su colección de relatos Un grupo de nobles damas Thomas Hardy escribe que, indagando en viejos archivos, entre los papeles guardados en vicarías y registros civiles, a veces ocurre que se encuentran informaciones que permitirían reconstruir una historia. Y no sólo historias corrientes, sino también otras extraordinarias que se desprenden de fechas que no coinciden entre sí, o que coinciden en exceso, por ejemplo entre la celebración de una boda y la de un bautizo, o entre un funeral y unas segundas nupcias, por no hablar de los contratos de compra o de venta de haciendas y bienes que no se ajustan a la lógica, ni a los plazos fijados por la costumbre. Partiendo de esos fríos datos, de unas simples fechas y de los acontecimientos consumados en ellas, Hardy, en efecto, era capaz de traer a su presente (y al nuestro) no pocos extraños episodios que ponían patas arriba nuestra idea de la sociedad victoriana, en la que casi nada era como debía ser.

También la obra de Vernon Lee constituye por sí misma un puente tendido hacia el pasado, puente que para sus personajes a menudo es de una sola dirección y cuyo destino Lee podía recrear como nadie en su tiempo, pues no en balde sus historias se desarrollan por lo general en Italia, cuyo pasado, desde el Renacimiento hasta el siglo XVIII, conocía a la perfección. Así, Vernon Lee llegó a desarrollar un estilo que le es propio, que alcanzó sus mayores logros en el relato y que, a diferencia de las historias de Hardy, no sirvió para reconstruir o documentar el pasado, sino más bien para fundirlo con el presente, embarcando a sus protagonistas en una máquina del tiempo de la que muchos no volvieron. Estos relatos pertenecen por ello a un género nuevo y exclusivo de Lee, por mucho que no le hayan faltado imitadores: el histórico-sobrenatural.

Vernon Lee es el pseudónimo con el que firmó sus libros Violet Paget, nacida en Boulogne-sur-Mer en 1856. Hija de padres expatriados y viajeros, pasó su infancia y juventud practicando el nomadismo por el Continente, hasta que con su familia se instaló en una villa llamada “Il Palmerino”, cerca de Florencia. Allí pasaría la mayor parte de su vida. Lee, quien, exceptuando su primer relato, escrito en francés a la edad de trece años, redactó su obra en inglés, no conoció su país hasta los veinticinco. En lo sucesivo visitaría Londres regularmente, si bien sólo para volver siempre a su villa florentina, en la que escribió casi toda su producción, la cual incluye novelas, relatos, libros de viajes y algunos ensayos, uno de los cuales, Estudios del siglo XVIII en Italia, la hizo merecedora del respeto y la admiración de los especialistas en arte italiano.

Discípula de Walter Pater, el ensayista y crítico de arte que teorizó sobre el “esteticismo” y que ejerció una notable influencia sobre las modernas letras inglesas, desde Oscar Wilde hasta James Joyce, el mal carácter que se atribuía a nuestra autora no la ayudó a que se le abrieran las puertas de los círculos literarios londinenses, lo que explica en parte que una y otra vez regresara a su retiro italiano. De hecho, este llamado mal carácter era en realidad una independencia de criterio que en su época se aceptaba difícilmente en una mujer, independencia que Lee protegió durante toda su vida no sólo en el ámbito intelectual, sino también en el amor, del que huyó siempre a fin de conservar su dominio de sí misma. Para ella dicho sentimiento acarreaba una pérdida de control y finalmente un sacrificio a los que no estaba dispuesta. Así, escribió: “Amar a las personas hasta el punto de estar dispuesta a hacer cualquier cosa por ellas me resulta intolerable”. Lo que no impidió que mantuviera prolongadas relaciones con dos mujeres. Parece ser que la homosexualidad de Lee resultaba perturbadora para sus contemporáneos, así como sus ideas feministas y su pertenencia, desde 1914, a la organización pacifista Union Democratic Control, por no hablar de su manera de vestir (con corbata y sombrero de hombre). Su amigo Henry James, a quien retrató de un modo poco complaciente en uno de sus relatos, se sintió obligado a prevenir a su hermano William cuando éste iba a conocerla: “Es tan peligrosa y extraña como inteligente, lo cual equivale a decir muchísimo. Su vigor y la envergadura de su intelecto son de lo más infrecuente, y su conversación absolutamente superior. Pero sé moderado en materia de amistad. ¡Es una gata montés!”

Curiosamente, la propia Lee se refería a sus heroínas en términos parecidos. De una de ellas, protagonista del relato La leyenda de Madame Krasinska, escribe: “Era una de las damas más listas y atrevidas del lugar, con un gran interés por el arte y una conversación tremendamente directa, una Lucrecia Borgia moderna, una pantera domesticada del mundo elegante”. Asistimos en este relato a la gradual metamorfosis de la protagonista, que pierde su personalidad para adoptar la de una muerta.

En el prefacio a la segunda edición de 1907 de su libro sobre el arte en Italia la autora desveló el que quizá sea el punto de inflexión que determinó su vida y su obra. Siendo niña, su familia se instaló en una casa señorial del norte de Italia, casa en la que se guardaban diversos tesoros artísticos, entre ellos una importante colección de música del siglo XVIII. La niña, intérprete de clavecín, se sentó ante el instrumento, pero fascinada por la belleza de las partituras, por ese exquisito fragmento de pasado que ella estaba en condiciones de hacer revivir en su presente, huyó al jardín, desde donde escuchó embelesada aquella música interpretada por su madre. Este episodio anuncia ya el sentido de su obra literaria, en la que el pasado envuelto en romanticismo y refinamiento se ofrece vívidamente al lector como realidad del presente.

A hacer revivir ese pasado se dedicó siendo todavía muy joven, primero a través de la investigación, de la que serían fruto algunas obras que la convirtieron en una de las máximas autoridades en el Renacimiento italiano, y luego por medio de inquietantes obras de ficción que aparecieron en el volumen Hautings y en la famosa revista londinense The Yellow Book, que se publicó entre 1894 y 1897 con ilustraciones de Aubrey Beardsley. Junto a su amante Kit Anstruther-Thomson introdujo en Inglaterra el término alemán de Einfühlung (empatía), a partir del cual desarrolló una estética psicológica según la cual los espectadores “empatizan” con las obras de arte cuando éstas despiertan sus recuerdos y traen a la mente asociaciones de ideas que ocasionan transformaciones inconscientes en las posturas y la respiración. Por este medio, las personas entrarían en una especie de trance espiritual que les pondría en contacto con los artistas del pasado y con quienes les sirvieron de modelo. Obviamente, estas ideas eran muy propias del tiempo de Lee, cuando en los salones de toda Europa estaban de moda el espiritismo y otras disciplinas que, ya fuera en el terreno de la pura superstición o de la literatura, pretendían establecer conexiones entre los vivos y las almas de los difuntos.

Buen ejemplo de lo anterior es el relato Amour Dure, en el que un historiador polaco, Spiridion Trepka, es enviado a Italia. Durante sus investigaciones, el protagonista tropieza con la historia de una mujer muerta trescientos años atrás, Medea da Carpi, mujer de excepcional belleza de la que descubre unos retratos y algunas cartas, así como diversos testimonios escritos por terceros. El cuento transcurre en la región de Umbria, donde Spiridion constata que aún se conserva la memoria de la bella Medea, considerada popularmente como una endemoniada que causaba la desgracia de todos sus amantes. Y no es para menos, pues según vamos sabiendo Medea dio muerte, a veces por su propia mano, a no menos de cinco caballeros que habían caído rendidos a sus pies. El propio Spiridion poco a poco va rompiendo sus lazos con la realidad y sumiéndose en el recuerdo y en la historia de esta mujer, que acabará dominándole por entero y arrastrándole hacia el pasado. De su enamoramiento, como es de esperar, el joven investigador no saldrá indemne.

Las narraciones de Lee no son propiamente de terror, lo que no impide que se encuentren en ellas episodios terroríficos y de una profunda tensión psicológica. Así ocurre en otro de sus relatos más célebres, El príncipe Alberico y la dama serpiente, en el que un muchacho (una especie de Gaspar Hauser) que ha crecido apartado del mundo por la voluntad de su tiránico abuelo, no tiene de la vida otra referencia más que un tapiz que se encuentra en su habitación, el cual representa una escena legendaria que tiene por protagonista a uno de sus antepasados. Éste, llamado también Alberico, tuvo relaciones con una mujer que había sido convertida en serpiente, condición de la que sólo escaparía si un enamorado la besaba y le era fiel durante diez años. Despojado del tapiz y enviado a la casa de unos labriegos, el muchacho reconoce por primera vez en la vida real los valles, las plantas y los animales que estaban representados en aquél, tropezándose finalmente con la serpiente, a la que se le concede el privilegio de aparecérsele una hora al día bajo su forma de mujer. El muchacho revivirá la historia de su antepasado, todo ello en una narración repleta de magia pero también de aventura y simbolismo, los cuales aluden al despertar a la vida y a la iniciación de un joven en el amor.

El instrumento de que se sirve Lee para introducir a sus personajes en estos viajes al pasado puede ser un cuadro, un tapiz, o también una música, como ocurre en La voz maligna, donde un compositor se verá trasladado a su pesar a otra época en virtud de la fascinación que causa en él un cantante del siglo anterior. Y el donjuan de otra narración, La Virgen de los siete puñales, de las pocas que Lee ambientó fuera de Italia, retrocede en el tiempo hasta el califato de Granada, por obra de la magia de un judío, para seducir a una princesa.

Sin embargo, conviene aclarar que en algunos de estos relatos lo sobrenatural no es más que una excusa de la que se sirve la autora para expresar ideas de gran calado referidas por ejemplo a su aversión hacia el cristianismo y su pasión por el mundo helénico, de lo que trata la maravillosa narración Dionea, en la que una niña con este nombre aparece de pronto en una playa italiana. Como también conviene aclarar que no todos los relatos de Lee son de tema sobrenatural, de lo que el mejor ejemplo es Lady Tal, cuento al “estilo moderno” en el que un literato de mediana edad, solterón consagrado a la observación de la psicología humana a fin de alimentar de caracteres su obra literaria, se tropieza con una mujer con la que establece una relación de la que no saldrá muy bien parado. Este literato no es otro que Henry James, que se sintió ridiculizado y ofendido por la autora, lo que no impidió que empleara algunas de las técnicas de Lee en su novela de aparecidos Otra vuelta de tuerca.

Estos relatos son algo más que turbadores, pues demuestran un gran conocimiento de la condición humana, un dominio de variedad de recursos para la introspección psicológica y, de paso, nos ilustran acerca del arte, las costumbres y las leyendas de siglos pasados. Todo ello, junto a una prosa rica y sumamente cuidada, hacen de Violet Paget una autora imprescindible en ese cambio de siglo que, desde la ya muy explotada literatura gótica, iba a conducir a la novela del siglo XX.

domingo, 18 de agosto de 2013

DISPARATES / 81

SEMIÓTICAS DE LA COCINA, por Martha Rosler (1975)

Mujer. La vanguardia feminista de los años 70. Obras de la SAMMLUNG VERBUND, VIENA. PHOTOESPAÑA, 2013.

Hasta el 1 de septiembre en el CÍRCULO DE BELLAS ARTES.

martes, 13 de agosto de 2013

DISPARATES / 80

EN EL HUERTO

Cuando la abuela se dispuso a marcharse, le dije que prefería quedarme un rato en el huerto.

Me miró con atención por debajo del sombrero.

−¿No te dan miedo las serpientes?

−Un poco −admití−, pero me gustaría quedarme de todas formas.

−Bueno, si ves alguna, ni te acerques siquiera. Las grandes de color amarillo y marrón no hacen nada; son serpientes toro y evitan que haya demasiadas ardillas de tierra. No te asustes si ves asomar algo por el agujero de ese talud de ahí. Es la madriguera de un tejón. Es casi tan grande como una zarigüeya adulta, y tiene la cara a rayas blancas y negras. Se come una gallina de vez en cuando, pero no permito que los hombres le hagan daño. En un país nuevo las personas acaban haciéndose amigas de los animales. Me gusta que salga y me contemple mientras trabajo.

La abuela se echó el saco de patatas al hombro y se alejó por el sendero, un poco encorvada. El sendero seguía los meandros del barranco. Cuando llegó al primer recodo, me saludó con la mano y desapareció. Me quedé a solas con un sentimiento nuevo de ligereza y satisfacción.

Me senté en medio del huerto, donde las serpientes difícilmente podían acercarse sin ser vistas, y apoyé la espalda en una calabaza amarilla y caliente. A lo largo de los surcos crecían unos cuantos cerezos silvestres llenos de frutos. Di la vuelta a las vainas triangulares, de tacto semejante al papel, que protegían las cerezas, y me comí unas cuantas. Por todas partes había saltamontes gigantes, el doble de grandes de cuantos había visto hasta entonces, realizando proezas acrobáticas entre los sarmientos marchitos. Las ardillas de tierra correteaban de un lado a otro del huerto. Allí, en el fondo de la hondonada, el viento no soplaba con demasiada fuerza, pero le oía murmurar su melodía en lo alto y veía agitarse la alta hierba. Notaba caliente la tierra bajo mi cuerpo, y al dejarla caer, escurriéndose entre mis dedos. Aparecieron unos extraños bichos rojos desfilando lentamente en escuadrones en torno a mí. Tenían el dorso de un reluciente color bermellón con puntos negros. Me quedé tan quieto como me fue posible. No ocurrió nada. No esperaba que ocurriera nada. Yo era algo que yacía bajo el sol y lo sentía, igual que las calabazas, y no quería ser nada más. Era totalmente feliz. Tal vez nos sentimos así cuando morimos y nos convertimos en parte de un todo, sea el sol o el aire, la bondad o la sabiduría. En cualquier caso, eso es la felicidad: diluirse dentro de algo completo y grandioso. Cuando le sucede a uno, es un proceso tan natural como el sueño.

Willa Cather, Mi Ántonia, 1918

Mi rancho, acuarela de Frederic Remington

martes, 6 de agosto de 2013

LECTURA POSIBLE / 112

LA PERVIVENCIA DEL PASADO EN BARRIO PERDIDO, DE PATRICK MODIANO

La reflexión sobre el tiempo que caracteriza este libro, como todos los de su autor, trae a la memoria una frase escrita por Proust en una carta a su confidente la princesa Marthe Bibesco, en la que, mientras redactaba alguno de los volúmenes de En busca del tiempo perdido, desveló lúcidamente y sin pudor la clave de su obra. Refiriéndose a las sensaciones del presente, que estaban demasiado próximas para satisfacerle, escribe: “Cuando me recuerdan otra, cuando las saboreo entre el presente y el pasado es cuando me hacen dichoso”. Que la frase se inserte en una carta cuyo tema es la felicidad resulta significativo, porque sucede que el enfermo y recluido Proust difícilmente podía aspirar a ser feliz del modo en que espera serlo el resto de los mortales, y más bien los momentos gratos que todavía le deparaba el presente lo eran sólo en la medida en que despertaban en él el recuerdo de un episodio que vivió tiempo atrás, cuando aún era apto para la vida, lo que explica que el propio Proust, como su obra, pertenezcan por entero a esa nueva dimensión temporal, el presente-pasado. Éste constituye también el territorio en el que, como en arenas movedizas, se despliegan los personajes de Patrick Modiano.

Los héroes de Modiano suelen ser individuos solitarios con un escaso equipaje físico y otro abundante aunque figurado (una historia). Son personajes en tránsito, habitantes de hoteles o de apartamentos prestados, y su contacto con la realidad es siempre incierto, nebuloso, hasta el punto de que ellos mismos no parecen saber cuál es el sentido de su viaje. Ingresar en el mundo real es para ellos sumergirse en el pasado, dejarse llevar por aventuras que se presentan de modo en apariencia aleatorio y que responden sin embargo a un programa definido: del viaje volverán cargados con su propia identidad. De todo eso trata el penúltimo libro de Modiano que, salvo error, se ha editado en España, un libro que no es precisamente nuevo, ya que apareció en francés en 1984, cuyo título es Barrio perdido y que ha editado Cabaret Voltaire.*

En esta narración, protagonizada por un escritor de novelas policíacas, un personaje hace la siguiente observación: que si se lo propusiese, el protagonista, cuyas novelas de éxito carecen por completo de verdadera literatura, podría ser un genuino autor literario, lo que él deduce de ciertos indicios esparcidos aquí y allá a lo largo de su obra. Otro tanto, aunque a la inversa, podría decirse del propio Modiano, cuya eficiente e hipnótica literatura bordea no pocas veces, como sucede en la novela que comentamos, lo policíaco, y ello sin que el autor recurra a las convenciones y los tópicos que son propios del género. Y es que hay aquí una búsqueda, una indagación que se encamina hacia el pasado, la cual debe iluminar el presente del relato.

Si fue la enfermedad, como se ha dicho, la que impidió a Proust participar de la vida, aquí son muy otras las razones que impiden a estos personajes saborear y vivir el presente. La sensación de extrañamiento que les domina no está motivada por una incapacidad física, sino por una fractura que aconteció en un tiempo pasado y que les impide ser plenamente ellos en el hoy. Aquí, obviamente, la obra de nuestro autor es vecina de la de otro de los referentes de la literatura francesa, Camus, pero a diferencia de El extranjero, donde la falta de implicación con la realidad obedecía a causas imprecisas y constituía en la práctica una manera de estar en el mundo, en la narración de Modiano esas causas pueden conocerse (de esto trata precisamente la novela), pues responden a acontecimientos que, como heridas cerradas en falso, dividieron la existencia de los personajes en dos partes: una primera en la que actuaron en pleno uso de su ser y una segunda en la que, por la negación de lo que sucedió, se han limitado a representar un papel. Esta segunda vida no es más que una existencia pública, oficial, formalizada, socialmente aceptable, pero falsa hasta el tuétano, justamente porque es producto de otra realidad que ha quedado al margen, y que por ello ha cobrado más peso que la realidad misma, acabando por dislocar todo el itinerario vital de los personajes.

Así sucede con el Ambrose Guise de Barrio perdido. El escritor con pasaporte inglés que ostenta tal nombre, que vive en Londres y escribe en inglés desde que hace veinte años inició su carrera se llama para empezar Jean Dekker, es parisino, en su juventud fue mozo de equipajes (al menos una vez) y por aquel entonces no escribió ni una línea, pero es que además estuvo mezclado en asuntos sumamente turbios de los que forman parte un asesinato y una ahora redescubierta investigación policial.

Guise se presenta en un hotel de París para encontrarse con el señor Tatsuké, con quien debe firmar unos contratos. Mediante estos, la obra del novelista se convertirá en fotonovelas, en una serie de televisión y en accesorios que se pondrán a la venta en unos grandes almacenes de Tokio, los “Kamihira”. Esta ironía nos dice bastante acerca del papel de la literatura en nuestro tiempo, pero también acerca del personaje: un escritor reconocido, comercial, una mera fachada de la que no le resultará difícil desprenderse. Él mismo, narrador en primera persona, nos describe esos días ociosos en París: sus paseos, sus llamadas de teléfono a Londres, sus entradas y salidas del hotel… Esas llamadas son para él un último intento de aferrarse a su identidad actual, intento frustrado, pues nunca consigue hablar ni con su mujer ni con sus hijos. Y es que poco a poco el hombre es absorbido por París, pero no por la París actual, una ciudad muerta, sino por la de su memoria. La sensación de irrealidad que le depara el presente acabará por romper sus lazos con el personaje que representa desde hace veinte años y le devolverá a la condición de lo que fue antes de su marcha: Jean Dekker, un joven diletante sin ocupación alguna y con unas vagas inclinaciones literarias.

El encuentro con una vieja amiga, Ghita Wattier, hace aquí las veces de rito de paso, de cruce del ecuador que introducirá al personaje en el camino que conduce a otro tiempo, camino oscuro, laberíntico y tal vez sin retorno. Ghita fue secretaria del abogado Rocroy, ahora suicidado, hombre ya de mediana edad cuando Dekker le conoció veinte años atrás. Entonces Rocroy frecuentaba a una pandilla cuyos miembros se hacían llamar “los últimos de Filipinas” y de la que también formaban parte el cineasta Maillot, los Hayward y los Blin, además de Ludo Fouquet. La ex secretaria entrega al narrador los archivos que el abogado había podido recopilar acerca del asesinato de Fouquet, en los que de un modo u otro figuran todos los miembros del grupo, incluido el propio Dekker. La lectura de los documentos sumerge a éste en unos hechos de los que huyó y que no ha querido recordar en los últimos años. Por ellos sabemos cómo tropezó con Carmen Blin, que terminaría por introducirle en el grupo. Quienes lo componían eran todos viejos conocidos, de forma que entre ellos Dekker siempre fue un recién llegado. Además le doblaban la edad, y como le escribió Rocroy en una carta: “Todos los que han sido testigos de sus inicios en la vida van a ir desapareciendo. Usted los ha conocido siendo muy joven, cuando ellos se hallan ya en el crepúsculo”. No es mucho lo que Dekker llegó a saber de ellos. Y nosotros tampoco.

El resto es una búsqueda por un París completamente ajeno del que sólo parecen quedar los nombres de las calles, algunos edificios, el bochorno y los inesperados chaparrones (pues todo esto sucede en verano), y algunos personajes con los que Dekker se reencontrará y que le ayudarán a reconstruir su historia.

El viaje por el tiempo que nos propone Modiano en esta novela se desarrolla en ese espacio enmarcado por París, como ocurrió ya en La ronda nocturna (1969), y si en ésta última la ciudad o más bien la parte que de ella servía de escenario, el distrito XVI, estaba tomada por gángsters y prostitutas, todos ellos a la espera del ocupante alemán, aquí la ciudad ha adquirido la forma de un trivial parque temático que ha sido ocupado ya, de hecho, por un ejército ridículo de veraneantes con pantalones cortos y cámaras de fotos en bandolera. Así, lo que vive Jean Dekker no es una aventura del presente, sino la puesta al día y la culminación de otra ya vivida, la cual, cabe suponer, continúa más allá de los límites del libro. A menos que sea justamente entonces cuando de verdad comienza.

“Por mucho que me lo pregunte, no sé por qué esta noche he encallado, solo, en esta ciudad indiferente donde no queda nada de nosotros”, anota el narrador en algún momento de esta persecución de sombras, fantasmas a la deriva a los que, en su mayor parte, sólo les es dado materializarse en la memoria. Y no importa que lleguemos a saber muy poco de ellos, pues estos Maillot, estos Hayward, estos Blin, son de la misma estirpe a la que ya pertenecían los primeros personajes de Modiano, los que poblaban las tres primeras novelas de este escritor precoz que a los veintitrés años ya había recibido el Premio Roger Nimier por El lugar de la estrella (1968), y para quien precisamente esas novelas, las ya mencionadas y la siguiente: Los paseos de circunvalación (1972, también llamada entre nosotros Los bulevares periféricos), han venido a ser posteriormente algo así como el almacén o museo de figuras de cera del que se han nutrido los caracteres y los motivos del resto de su obra. Una obra que como escribió Paul Morand se encuentra entre el realismo y la realidad poética, y cuya a veces agobiante densidad de fondo no se contradice con una apariencia narrativa por demás ligera, casi volátil, que ha venido a constituir lo que desde hace tiempo se llama “lo modianesco”, marchamo inimitable (pese a que no son imitadores lo que le falta a Modiano al norte de los Pirineos) de este eterno aspirante al Nobel.

Como los otros libros de Modiano, Barrio perdido tiene mucho de autobiográfico, y en él el autor, al igual que sus personajes, parece buscar un testigo que le restablezca en su identidad perdida, testigo que, puesto que ni la ciudad ni los compañeros de sus andanzas juveniles existen ya, no puede ser otro que el lector. Y quizá éste, como los héroes modianescos, sea también un adulto que en algún lugar muy recóndito de su memoria conserve el secreto de su juventud traicionada, principio y fin de nuestra vida presente.
___________________

* El último es Un circo pasa, publicado este año por la misma editorial