martes, 28 de junio de 2016

DISPARATES / 156

TRES LECTURAS DEL FRENTE POPULAR FRANCÉS

Este año, a los ochenta de su victoria electoral en España y Francia, la atención dedicada al aniversario del Frente Popular a un lado y otro de los Pirineos es diversa y contradictoria, en parte a causa de la situación por la que en la actualidad atraviesan ambos países. Salvo error, ni la industria editorial ni el ámbito académico se han ocupado en España, en el curso de este año, de un asunto que sin embargo, si hay que creer a quienes estudiaron nuestro Frente Popular en el pasado, alberga aún no pocas lagunas. Las nutridas fuentes originales y la documentación al respecto, pertenecientes al Archivo Histórico Nacional, se encuentran hoy desorganizadas y divididas, en calidad de secuela al parecer perenne de la Guerra Civil y de la consiguiente voluntad de amnesia, entre Salamanca y Barcelona. Si en este 2016 no se ha publicado en España ningún libro sobre el tema, hay que reconocer en cambio que no ha sido pequeño el número de artículos aparecidos en la prensa. Del tono y la intención de los mismos es muestra ejemplar el titulado Lo que el PSOE nos debe desde hace ochenta años, que el 14 de febrero pasado, a dos días del aniversario de las elecciones en las que triunfó el Frente Popular, publicó Pedro J. Ramírez en su periódico El Español.

Se decía allí que el Frente Popular fue “el más trágico error cometido por la izquierda en una democracia occidental”. A esto se añadía que sólo al PSOE, “como fuerza hegemónica de aquel bloque”, habría correspondido, según el periodista, la responsabilidad del éxito de la coalición, el cual “arrastraba imparablemente a España hacia la Guerra Civil”. Idea sin duda desvariada es, a la luz de esto, la de quienes hoy pretenden que la guerra la originaron los militares sublevados el 18 de julio, creencia refutada por Ramírez en el susodicho artículo, del que se desprende que la responsabilidad de la guerra recae en exclusiva sobre el Frente Popular y sobre los españoles que libremente votaron por él. A este artículo de El Español con contenido histórico no le falta sin embargo un sentido utilitario referido al momento en que se publicó, tras los comicios del 20 de diciembre y en pleno proceso de negociaciones para la formación de gobierno. Ello explica que la motivación del artículo no fuera otra que la de servir de advertencia a los actuales dirigentes del PSOE, los cuales se enfrentaban entonces, como también ahora, después de las elecciones del domingo, a un “dilema estratégico equivalente al de 1936: pactar con Podemos y el resto de la izquierda para constituir lo que por analogía sería bautizado como un nuevo Frente Popular o hacerlo con Ciudadanos”, en nombre de la moderación y del centro.

Si resulta inquietante que todavía a fecha de hoy la prensa española siga haciendo un uso parcial y miserable de la historia en función de los intereses de la política del momento, no lo es menos que al mismo tiempo se pase a la ligera por encima de los conceptos de democracia y de antifascismo, atribuyendo a aquélla la paternidad de las guerras civiles e ignorando que éste salvó a Europa de Hitler, aunque no a España de Franco. A esta excepcionalidad española debemos artículos como el citado más arriba, que no tendrían cabida en ningún medio de comunicación medianamente respetable de cualquier otro país europeo.

A propósito de esto, la situación en Francia es bien distinta. La crisis que atraviesa ahí la democracia suscita una variedad de ideas entre las que ciertamente figuran las propicias a una revisión de la historia en clave autoritaria, pero también otras, por ahora en mayoría, que son testimonio actual de la vigencia y la necesidad del republicanismo como forma deseable de convivencia. Precisamente el Frente Popular, como antes la Revolución de 1789 o la Comuna de 1871, desempeña un papel central en ese republicanismo que es en gran medida producto francés y que en estos tiempos cobra vigor como referente para Europa y para el mundo.

Los frentes populares fueron en Europa la consecuencia directa del reconocimiento, por parte de las autoridades de la URSS, del auge y del peligro del fascismo, el cual aconsejaba una alianza de los partidos comunistas con los de orientación socialista o democrática, en un proceso que fue paralelo a la aproximación diplomática del Estado soviético a las democracias occidentales. Dicho esto, puede añadirse que hasta ahí, y no más, llegan las semejanzas entre los frentes populares español y francés, y ello en razón de la Guerra Civil, que en España truncó en ciernes todo proyecto, pero también del atraso en que se encontraba el desarrollo de las fuerzas productivas españolas, en el marco bien conocido de una economía que todavía, en parte, y sobre todo en el sur de la Península, era precapitalista y en el de un Estado que se había mostrado incapaz de asimilar los principios de la democracia, dejando así sin resolver dos problemas cruciales: el territorial, del que se derivaba una unidad nacional que sólo podía mantenerse por la fuerza; y la relación con la Iglesia. A la altura de 1936 seguía siendo cierta la frase de Napoleón: “Europa acaba en los Pirineos”.

Está por hacerse un estudio comparativo de ambos frentes populares, si bien una meritoria introducción al mismo ya fue esbozada, en otro contexto, por el historiador norteamericano Michael Seidman en su libro Los obreros contra el trabajo. Barcelona y París bajo el Frente Popular, que en 2014 publicó entre nosotros la editorial riojana Pepitas de Calabaza. Del lado francés, cuya historiografía viene prestando en los últimos años una creciente atención a su Frente Popular, disponemos de un libro que sin tratar directamente de éste sí estudia sus antecedentes inmediatos; y de otros dos referidos al tema: un clásico que ha sido reeditado y una novedad aparecida este año.

El breve ensayo 1934-1936. Un moment antifasciste, obra de Vincent Chambarlhac y Thierry Hohl que ha sido publicada por la editorial La ville brûle, se centra en el proceso de gestación del Frente Popular como expresión generalizada del antifascismo, y en sus promesas democráticas y revolucionarias. Chambarlhac y Hohl son investigadores del Centro Georges Chevrier de la Universidad de Borgoña y tienen en su haber una historia documental del Partido Socialista. Se refiere su libro a la manifestación organizada en París por la extrema derecha el 6 de febrero de 1934 y a la que, una semana más tarde, se convocó en respuesta a la misma, inaugurando así una dinámica unitaria de la izquierda que un año después daría forma al Frente Popular. Miembros de éste eran los socialistas, los comunistas, el Partido Radical y una nebulosa de organizaciones lideradas mayormente por intelectuales cuyo denominador común eran el antifascismo y el rechazo de la guerra. “El antifascismo es un extraño objeto histórico y político”, escriben Chambarlhac y Hohl, “un objeto que desafía toda definición evidente en tanto que depende de su doble, su antónimo, el propio fascismo, siendo reacio en consecuencia a ser adscrito a categorías simples”. Para ellos, “entre el fascismo y el antifascismo circulan conceptos como el de nacionalismo y el de populismo que los delimitan y describen, pero que impiden a la vez una lectura definitiva de los mismos”. El ensayo es una contribución al debate auspiciado en Francia por el ascenso del Frente Nacional y por las reacciones de sus oponentes, muestras de un antifascismo contemporáneo que debe tener presente la experiencia histórica “a fin de conocer mejor sus potencialidades y sus problemas”.

Esta Francia del Frente Popular era un país pujante e industrializado que se beneficiaba de la existencia de una emprendedora burguesía nacional que empezó a desarrollarse a mediados del siglo XIX. La industrialización constante había propiciado la formación de poderosas organizaciones obreras, en particular la CGT, y también la no menos constante mejora de las condiciones de vida y de los derechos laborales, como fruto de las propias luchas sindicales. Ello se tradujo en una creciente fortaleza del movimiento obrero, pero a la vez en el abandono paulatino de las exigencias revolucionarias. A la luz de ello, Francia se había convertido en un próspero mercado nacional que ayudó a forjar la unidad del país. Se explica así que en el período que nos ocupa los movimientos regionalistas apenas pasaran de ser marginales. Además, la incorporación de capital que no procedía de los sectores católicos tradicionales, sino de otros de confesión judía o protestante, había facilitado la separación de la Iglesia y el Estado, a lo que se añadiría igualmente la separación del poder civil y el militar. A principios del siglo XX, concluido el caso Dreyfus, también el clericalismo, que en 1877 había sido definido como “el enemigo” por el primer ministro Léon Gambetta, dejó de ser una cuestión de interés nacional.

El carácter parlamentario de la Tercera República fue producto de un pacto social en el que se hacía sentir el movimiento obrero por medio de sus organizaciones y de la creciente influencia de los socialistas. No en vano el desarrollo productivo había dado lugar a una industria de vanguardia en el sector eléctrico, el del automóvil, el de la aeronáutica y la química, y la alta cualificación técnica requerida por las empresas impulsaba con frecuencia el ascenso social. Junto al prestigio de los títulos nobiliarios, decayó el valor antes atribuido a la ociosidad, siendo sustituido por “el éxito”. Lejos de ser rentista y ociosa, la burguesía francesa, como dijo Jean Jaurès, “es una clase que trabaja”.

La introducción en las fábricas de la cadena de montaje y en general del taylorismo, sin embargo, tuvo como consecuencia una brusca disminución de la exigencia de capacitación técnica y facilitó la contratación de mano de obra barata. Después, la Gran Depresión y la crisis consiguiente acabaron por trastornar el anterior orden de cosas. No tardaron en reducirse los salarios y los derechos laborales, se incrementó el desempleo y pronto una oleada de conflictos en las empresas puso de manifiesto la necesidad de un nuevo pacto social. Así lo explicó Daniel Guérin en su célebre ensayo Front Populaire, révolution manquée, el cual ha sido reeditado por Agone: “En todo el país los trabajadores estaban en huelga y ocupando las fábricas. Habían encontrado una nueva forma de acción directa: la huelga de brazos caídos. Lo habían decidido ellos mismos, al margen y en contra de la burocracia sindical, porque entendían que esta forma de presión sería más eficaz que las simples huelgas de antaño ‘en calma y dignidad’”. Un país paralizado por las huelgas es el que encontró el primer ministro del gobierno del Frente Popular, el socialista Léon Blum, cuando entró en funciones el 4 de junio de 1936, pocas semanas después de su triunfo electoral.

En principio, el conflicto se había desbordado con motivo del 1 de mayo, que muchos trabajadores declararon festivo, siendo por ello represaliados. Se inició en una fábrica de relojes de Le Havre y pronto se extendió a las grandes empresas del sector automovilístico. La clase obrera francesa daba muestras de lo que algunos interpretaron como una voluntad revolucionaria de toma del poder opuesta al moderado programa con el que el Frente Popular había logrado su triunfo, opinión cuestionable que no iba a tardar en ser desmentida por los hechos. El gobierno de Blum, del que se habían autoexcluido los comunistas, actuó con diligencia, convocando a la patronal y a la CGT a una reunión en el Hôtel Matignon de París. Los acuerdos alcanzados allí en la noche del 7 al 8 de junio iban a constituirse en modelo para las relaciones laborales en Europa hasta hoy mismo.

Se instauraron las libertades sindicales y el delegado de empresa, que debía ser elegido por sufragio. Subieron los salarios, se establecieron la semana laboral de cuarenta horas y las vacaciones pagadas, y se definieron los convenios colectivos. El trabajo se reanudó, y de los temores de la patronal, a saber: el riesgo de un aumento del precio de los productos de la industria, el de una aceleración del éxodo rural y el de una inmigración masiva, ninguno llegó a verificarse. Por primera vez la clase obrera tuvo acceso al ocio y al consumo, y muchos trabajadores aprovecharon para irse con su familia a la Costa Azul. El gobierno del Frente Popular inició un ambicioso programa de construcción de obras públicas, en especial carreteras y autopistas, ya que se esperaba que la industria del automóvil promoviera una democratización de sus productos. Louis Renault declaró que él también quería vacaciones pagadas, pero “libres de atascos”.

El Frente Popular no fue una revolución, pero sí anticipó la Europa de postguerra, incluido su Estado de Bienestar. A estas conquistas dedica parte de su libro el historiador Jean Vigreux, autor de Histoire du Front Populaire, que ha publicado la editorial Tallandier. Vigreux, que aporta en su obra datos hasta ahora inéditos, examina el apoyo que obtuvo el Frente Popular en las regiones rurales, donde desde hacía años causaban estragos los desahucios hipotecarios, revela el nuevo papel desempeñado en la sociedad por las mujeres y los jóvenes y muestra, por último, los temores provocados por la situación internacional y la inminente guerra, la cual acabaría por dar al traste con los proyectos del gobierno.

El Frente Popular fue en España y Francia expresión del anhelo de los más humildes y una alternativa real frente al fascismo. Su breve existencia no impidió que sirviera de inspiración a la lucha contra el ocupante nazi, ni tampoco que su ideario reapareciera con energía tras la postguerra, de lo que fue testimonio la Constitución de 1946 y, todavía hoy, el conjunto de valores republicanos de la Francia moderna. Como ha escrito Jean Vigreux, más allá del mito, el Frente Popular prueba que, lejos de ser un paréntesis, “esta ‘escapada’ constituye una experiencia de gobierno indispensable para comprender la historia social y política de la Francia contemporánea”.

martes, 21 de junio de 2016

LECTURA POSIBLE / 215

IRMGARD KEUN, LA CHICA DE SEDA ARTIFICIAL

En el verano de 1936 el director de cine Géza von Cziffra fue a visitar a unos amigos al balneario de Bredene-sur-Mer, en Bélgica. Ellos eran el periodista Egon Erwin Kisch y Gisella, su esposa, los cuales habían sido deportados de Alemania hacía poco, después de que él pasara un tiempo en la prisión de Spandau. Mientras conversaban acerca de la producción de un film sobre la vida del desdichado káiser Maximiliano, dos personas llamaron a la puerta y se unieron a la charla. A Cziffra, que es quien cuenta la historia, una de ellas le resultaba familiar desde que, más de una década atrás, frecuentaba el Romanisches Café de Berlín. Joseph Roth, pues de él se trataba, se le apareció algo envejecido, sin duda a causa de dos razones que Cziffra conocía bien: su afición al alcohol y su absurdo estilo de vida bohemio. La otra persona, una hermosa y joven mujer, era desconocida para él pero no para los Kisch. Fue sin embargo Roth el que la presentó: “Ésta es Irmgard Keun”, le dijo; “la chica de seda artificial”.

Tenía poco más de treinta años y estaba casada con el escritor Johannes Tralow, autor de novelas históricas que vivía en Alemania. Keun, que en su adolescencia quiso ser actriz y estudió interpretación en Colonia, se dedicaba también a la literatura y había publicado ya dos novelas de éxito: Gilgi, una de nosotras, que apareció en 1931, y La chica de seda artificial, que fue publicada al año siguiente. La ex actriz se había iniciado en la escritura por consejo de Alfred Döblin, y no poco del tono nacional-popular, realista y directo de la obra maestra de aquél, Berlín Alexanderplatz, se había transferido a estas juveniles novelas de Keun, novelas modernas en el sentido más amplio de la palabra, novelas feministas, además, que, escritas con inteligencia y humor, habían caído como una bomba en las postrimerías de la República de Weimar. Nada parecido se había leído antes en lengua alemana, y mucho menos escrito por una mujer. Ahora, sin embargo, sus libros estaban confiscados y prohibidos en Alemania. “Libros del asfalto”, decían de ellos los promotores culturales del Reich, para quienes lo genuinamente alemán debía ser ante todo rural y campestre, además de insípido. Keun había emprendido una pugna con las autoridades a fin, primero, de enterarse de por qué sus libros estaban prohibidos, y, segundo, con el propósito de obtener una indemnización por los perjuicios causados. Tras presentar su reclamación en diversas instituciones, no obtuvo ni una cosa ni otra. Y he aquí que Irmgard Keun tiene que marcharse de Alemania, única rubia natural y aria por los cuatro costados en un exilio que es principalmente judío. Así que se despide de su marido, coge un tren y se va a Ostende para disfrutar del aire limpio del Mar del Norte. Es mayo.

Allí están todos, una pequeña colonia de escritores de expresión alemana prohibidos en su país y que tampoco son ya alemanes. El primero con el que se encuentra es Hermann Kesten, quien junto a Walter Landauer dirige Allert de Lange, una de las dos editoriales alemanas de Ámsterdam (la otra es Querido). Nada más llegar a Ostende recibe nuestra autora trescientos florines en concepto de anticipo por su próxima novela, que todavía no ha empezado a escribir. También se encuentran en Ostende Stefan Zweig y Joseph Roth, que han formado una especie de asociación fraterno-literaria que el primero de ellos se toma siempre en serio; el segundo, sólo a veces. El verano que van a pasar en Ostende está cargado de buenas intenciones literarias, pero además Zweig se ha propuesto salvar a su amigo de la bebida, vestirle y hacerle comer al menos una vez al día. La aventura de este verano tiene para Zweig otro motivo un poco menos confesable, y es que se ha llevado allí a su secretaria, Lotte Altmann, que ahora también es su amante. Ella se deja ver por los bistrós con su máquina de escribir mientras él recibe cartas de su esposa, Friderike, que está en Viena, en las que le dice que allí las cosas no están tan mal y le advierte de la perfidia de su secretaria, a la que entre amigos llama “la víbora”.

Todo esto resulta muy humano y un poco loco, igual que los libros que unos y otros escriben o proyectan escribir. Entre ellos aparece Kesten, siempre donde se le necesita, repartiendo anticipos por novelas que nadie sabe con certeza si podrán publicarse algún día: “Él es”, anota Zweig, “el padre tutelar de todos los dispersos por el mundo”. Al conocerse la noticia de que ha empezado una guerra civil en España hay una reunión en casa de los Kisch, y Arthur Koestler se ofrece a ejercer funciones de espía en el Estado Mayor de Franco. El propio Kisch dirigirá un batallón de las Brigadas Internacionales.

El primer encuentro entre Roth y Keun no parece muy prometedor. Él reprocha a la joven que haya tardado tres años en escapar de Alemania, pero se ablanda al conocer por ella misma las múltiples gestiones que ha hecho en el país de Hitler en defensa de sus derechos de escritora. Pasarían dos años juntos recorriendo todas las estaciones del exilio: París, Bruselas, Varsovia, Ámsterdam. Se cuenta en la colonia de ex alemanes de Ostende que también la joven pretende alejar a Roth de la bebida, mientras él se propone justo lo contrario: que ella lo acompañe. Es probable que al final él se salga con la suya, según la opinión general. Keun, cuyo marido se niega a divorciarse, pide consejo a Roth, y él sugiere enviarle un telegrama en el que le informe de que aquí se acuesta con negros y judíos. Keun obtuvo el divorcio al año siguiente, pero no se casó ni con Roth ni con nadie. “Fue más una gran amistad que un gran amor”, explicó más tarde.

Hay un aliento en este veraneo de Ostende: un aliento de guerra, de persecución, de incertidumbre, de inminencia del fin del mundo. Y de rara libertad que debe saborearse con ansia porque pasará pronto. Las novelas deben acabarse porque para vivir hace falta otro anticipo, de manera que Roth, que pocas veces ha escrito con esmero, está lejos de lograr aquí sus mejores páginas, pero en cambio alcanza algunas de sus mayores borracheras. Está más brillante e ingenioso que nunca, pero se le hinchan las piernas y todas las mañanas su joven novia tiene que sujetarle la cabeza mientras vomita en el váter. Es entonces, seguramente, cuando Irmgard Keun comprende que el viaje de él es de los que uno tiene que hacer solo.

Zweig y otros exiliados se bañan en el Mar del Norte; Roth, para quien el mar representa un exceso innecesario de elemento líquido, no se baña nunca. Se los ve pasear y sobre todo en las tabernas, y es difícil imaginar que dentro de poco algunos de ellos estarán muertos. Una historia de ese verano está recogida en Ostende 1936, El verano de la amistad, libro de Volker Weidermann que se publicó en España el año pasado. Nuestra Irmgard Keun iba a sobrevivir a Ostende, a Hitler, a la guerra, al fin del mundo e incluso a Roth. Cuando poco tiempo después ya no haya ningún sitio adonde ir, ni siquiera en el exilio, aprovechará que el Daily Telegraph ha dado la noticia de su suicidio para regresar a Alemania, donde vivirá de incógnito gracias a la documentación falsa que le facilitó un miembro de las SS de Holanda. Olvidada durante muchos años, su obra empezó a ser recuperada en los setenta, habiendo publicado sus novelas entre nosotros la editorial Minúscula.

Cuenta la primera, la ya mencionada Gilgi, una de nosotras, la vida de un tipo de mujer urbana que no iba a tardar en ser odiado y desterrado por el nazismo. Gilgi quiere ser independiente, libre y moderna, tanto que algunos de los pasajes del libro bien podrían haberse escrito hoy mismo. La acción transcurre en Colonia. Gilgi es mecanógrafa, tiene veinte años y vive con sus padres. Pero estos, que son de condición humilde, no son sus verdaderos padres, según la confesión que le hace su madre adoptiva el día que Gilgi cumple veintiún años. Perdido su empleo, la muchacha ve partir a su amiga Olga, que se dirige a Berlín para hacer fortuna. Otro amigo, el antipático Pit, es socialista, toca el piano en tugurios de mala muerte y no parece que pueda o quiera servirle de ayuda. Será él, sin embargo, quien estará a su lado al final, cuando Gilgi, tras separarse de su amado Martin, del que está embarazada, tome el tren con destino a Berlín, en el inicio de un viaje tan cargado de ilusiones como de incertidumbres. Ya este libro, que se publicó por entregas en la revista socialdemócrata Vorwärts, presenta el rasgo principal de los que le sucederán: la inmediatez, pues lo que se narra en él es el ahora mismo de la autora y de su tiempo.

De las escritas por Keun, La chica de seda artificial es la novela más celebrada y la que cuenta con mayor número de ediciones, en parte a causa del éxito de la adaptación teatral que hizo la autora y que, en forma de monólogo, se representa hoy en Alemania con frecuencia. Su protagonista es Doris, otra muestra de esa mujer del asfalto a la que pertenecía Gilgi, joven que aquí se nos aparece, como una continuación de la anterior, ya en Berlín y equipada con un abrigo (que ha robado) y una maleta. El libro contiene una descripción de la vida cotidiana en la capital alemana en vísperas del triunfo nazi, descripción que lo es de un período de crisis, de los cafés y cabarets, de los burdeles, de los puestos de venta ambulante y de las colas de desempleados. Por todos esos lugares transita Doris, una joven sin recursos pero esperanzada, totalmente ajena sin embargo a cualquier idea concreta referida al futuro. Ella ama, bebe y sueña. Y dice: “Cuando hablo contigo de este modo, me siento mejor. Qué tortura. Sin embargo, yo tampoco sé de qué voy a vivir mañana, esa es la diferencia entre nosotros. Porque yo seré siempre la chica de la sala de espera. Besé tu mano, tenías una mano con dedos tan delicados que no se atrevían a tocar a una mujer, pensando siempre que se rompería si la acariciabas. Después me fui. Estuve a punto de vomitar en la escalera, consumida por la tristeza y la desgracia”.

Después de medianoche es una de las novelas que nuestra autora escribió en el exilio, y fue publicada en 1937 por la editorial Querido de Ámsterdam. Ambientada en Frankfurt, la novela constituye un fiel documento de la vida en el Reich tras la aprobación de las leyes raciales. Sanna, la protagonista, proyecta abrir con su novio, Franz, una tabaquería, pero el proyecto se frustra por la repentina detención del novio, a causa de la delación de un vecino. Asistimos aquí al retrato de una sociedad dominada por el miedo y la desconfianza, todo ello en torno a un acto de propaganda en la Opernplatz en el que tiene parte Hitler, y a la consiguiente huida. Como novela de exilio, pueden rastrearse en sus páginas el estado de ánimo y los problemas de los escritores que ya habían sido prohibidos o que estaban a punto de serlo por el nazismo. Conciencia cáustica de ese exilio literario es Heini, personaje locuaz y bebedor en cuyas opiniones encontramos ecos de las de Joseph Roth acerca de la situación europea y la posición de los intelectuales antifascistas.

Por último, Niña de todos los países, publicado por Querido en 1938, es también libro del exilio, pero protagonizado esta vez por una niña, Kully, que ha de llevar una vida “internacional” junto a su madre, de hotel en hotel, mientras aguardan el dinero que debe enviarles su padre. La protagonista de diez años inspecciona el trastornado mundo que encuentra en diversas ciudades europeas y finalmente también en Nueva York, en lo que constituye una dramática y a la vez divertida crónica de la emigración forzosa. La niña, que no tiene nada de cándida, relata las vicisitudes de sus padres y las propias con la desenvoltura de quien encuentra natural la vida azarosa y nómada del refugiado.

Hoy la obra de Irmgard Keun ha sido felizmente recuperada y en su país ocupa el lugar que se reserva a los clásicos. A este tesoro literario le falta, en cambio, el debido reconocimiento fuera de Alemania, cosa que ahora puede empezar a cambiar también en castellano. Pues se trata de una obra necesaria en nuestro tiempo, lúcida, humorística y trágica cuando debe serlo, siempre sincera, y, desprovista como está de grandes pretensiones intelectuales, profundamente sabia. Casi única mujer entre hombres, Keun nos ha dejado en sus páginas el testimonio original de una época de la que la literatura, sin ella, no lo habría dicho todo.

martes, 14 de junio de 2016

LECTURA POSIBLE / 214

EDMUND DE WAAL O LAS HISTORIAS DE LAS COSAS

De la amplia gama de pequeños objetos cotidianos que acompañaron las vicisitudes de los hombres, y que, como viajeros del tiempo, nos contaban sus historias, hay algunos que en nuestra era electrónica han pasado ya a mejor vida. El descubrimiento de una fortaleza romana hace unos años en Inglaterra, cerca de la frontera escocesa, suministró a los estudiosos gran cantidad de tablillas manuscritas que nos pusieron al corriente de la organización militar, económica y social de un enclave del Imperio en territorio ocupado. Por una de esas tablillas supimos que un legionario había recibido de su esposa, que se hallaba en Roma, un pijama y unas sandalias. Sucede así que, por mediación de un humilde objeto, dos personas que vivieron hace veinte siglos nos hablan y cobran forma. Así también el libro rescatado de la biblioteca de una septuagenaria, la cual acaba de ser desahuciada de su vivienda, llega azarosamente hasta nosotros. Es un libro de Goethe publicado en el último tercio del siglo XIX. En su primera página hay una dedicatoria, y, más adelante, una flor seca.

A pesar de las apariencias, no se trata aquí de nostalgia ni de invocar un tiempo que no fue mejor, sino de algo más útil y sencillo: de proporcionar testimonios de las necesidades, los temores y los deseos de la vida humana. El hombre que ha escrito cartas durante al menos dos mil años ha dejado ahora de hacerlo, cosa que ha sucedido en una sola generación. ¿Qué objeto contará historias de nosotros en el futuro? Los libros, de los que también se anunció hace unos años su definitiva extinción, siguen por suerte entre nosotros, guardando en sus páginas recuerdos de los que ya no están. De esto tratan precisamente los dos libros que ha escrito Edmund de Waal: La liebre con ojos de ámbar (Acantilado, 2012) y El oro blanco (Seix Barral, 2016).

Edmund de Waal es ceramista. Nació en Nottingham en 1964 y sus cerámicas están expuestas en algunos de los mayores museos de Inglaterra. Es profesor de cerámica en la Universidad de Westminster y es también, de manera imprevista, el autor de un bestseller, al que ahora podría añadirse otro. Sus dos libros tratan de la humanidad que puede rastrearse en pequeños objetos, algunos de los cuales ni siquiera han sido reconocidos como obras de arte, pero también de los objetos propiamente dichos y de la dedicación, el amor, la inspiración o como quiera llamársele que los ha convertido, de modestas piezas de artesanía, en verdadero arte. Que a menudo éste es esquivo, que puede ser una obsesión, y que se constituye con frecuencia en tránsito hacia una total incertidumbre es lo que nos cuenta de Waal en su última obra literaria, en la que como un alquimista en busca de la piedra filosofal ha indagado en los materiales de su oficio hasta no encontrar el blanco perfecto de la porcelana.

Una parte de su formación de ceramista la recibió de Waal en Japón, y a ese país insular está asociado su primer libro, La liebre con ojos de ámbar, que se publicó en inglés en 2010 y que, después de haber sido traducido a diversos idiomas, en España va ya por su séptima edición. Protagonistas de este libro son doscientas sesenta y cuatro figuras de marfil o de madera de boj, ninguna de las cuales supera el tamaño de una caja de cerillas. Son netsuke, esculturas diminutas cuyo origen se remonta al siglo XVI. Inicialmente se hicieron de bambú y se utilizaron como pasadores para sujetar el injo, la cajita de madera en la que los japoneses llevaban accesorios corrientes en su vida cotidiana, y que solía prenderse de la faja del kimono. En el siglo XVIII los netsuke empezaron a liberarse de su función práctica, y también por entonces los artesanos empezaron a utilizar en su confección otros materiales. Así los netsuke pasaron a ser objetos concebidos para ser admirados, para la caricia o, simplemente, juguetes. Sus autores llegaron a adquirir habilidades extraordinarias y desarrollaron pacientemente su fantasía para la miniatura, especializándose cada uno de ellos en un género, en el que imprimían su toque personal. Los había que tallaban exclusivamente ratas, a veces junto a algún otro personaje, o bien otros animales o escenas de la vida doméstica, entre las que no faltaban las de tema erótico. Sin embargo, por tratarse de piezas a las que se atribuía muy poco valor, parece obvio que su razón de ser no era otra que la de su misma creación, la cual podía prolongarse durante meses. Algunos de los nombres de estos artistas que estuvieron activos hace más de doscientos años han llegado hasta nosotros: Mitsutada, Ko, Mitsuharu, Miwa.

En su juventud, de Waal conoció esta colección de netsuke, una de las mejores que había en el mundo, por medio de su tío abuelo Iggie, austríaco de nacimiento que residía en Japón, el cual había heredado las figurillas de su padre. Iggie era homosexual y vivía en Tokio con su compañero Jiro, y supo entonces nuestro autor que él mismo heredaría en el futuro los netsuke, estos objetos que a su valor artístico añadían para él otro de naturaleza sentimental por ser el único recuerdo que había sobrevivido de su familia. Era la suya la familia de los Ephrussi, que una vez fueron comerciantes de trigo en Odesa y que más tarde se convirtieron, durante el siglo XIX, en célebres banqueros de París y Viena. Al fallecimiento de su tío abuelo, de Waal vislumbró que aquellos netsuke contaban una historia. Tardaría dos años en descubrirla.

En sí, el resultado de la investigación de de Waal no puede adscribirse a ningún género: es libro de arte, pero también de historia, crónica de los acontecimientos que le tocó vivir a una familia y, no en último lugar, libro de viajes. También, a su modo, es una novela, y como tal puede ocupar provechosamente la atención del lector. Asistimos a diversos episodios de una historia europea que nos son familiares pero que, al ser narrados en La liebre con ojos de ámbar como memoria de un clan, se nos aparecen bajo la forma de la novedad. Nos encontramos en primer lugar en París, adonde han sido enviados algunos miembros de los Ephrussi para encargarse de los negocios familiares. Uno de ellos es Charles, que al no ser el primogénito está liberado de responsabilidades y puede dedicarse a lo que le gusta: el arte. Charles va a ser coleccionista, mecenas e influyente personaje de los círculos artísticos parisinos en su calidad primero de redactor, y director luego, de la Gazette des Beaux Arts. Amigo de Proust, de Renoir y Degas, va a ser este Ephrussi, junto a su amante, que lo será después de un príncipe español llamado Alfonso, el coleccionista de los netsuke, los cuales adquiere a un marchante parisino. Las viajeras figurillas japonesas se instalan así en un edificio de la rue Monceau, donde pasan a ocupar una vitrina encargada expresamente.

No es gratuita esta presencia exótica en el corazón del París del siglo XIX, pues son los años del japonismo, cuando los pintores impresionistas se maravillan con todo lo que procede del Extremo Oriente. Charles Ephrussi colecciona los cuadros de estos artistas, los promociona en las publicaciones ilustradas y en los salones y posa para ellos. En uno de sus artículos hace una descripción de este nuevo arte parisino: “Todas estas son pinturas que pueden presentar el gesto y la actitud del ser vivo moviéndose en la fugacidad de la atmósfera y los incesantes cambios de luz; atrapar al paso la movilidad perpetua de los colores del aire, ignorando los matices individuales para alcanzar una unidad luminosa, cuyos diferentes elementos se funden en un todo indivisible, y llegar a una armonía general aun por medio de las discordias”. También, sin embargo, son tiempos de un pujante antisemitismo, el cual no tardará en atormentar a los judíos y rusos Ephrussi: el caso Dreyfus está a la vuelta de la esquina.

Los netsuke vivirán los años más difíciles para los judíos no en París, sino en Viena, adonde son enviados como regalo de bodas para Viktor, otro de los Ephrussi sin inclinación para los negocios pero con aficiones de historiador. Una sucesión de óbitos familiares le hacen renunciar a ellas y Viktor pasa a ser el representante de la banca Ephrussi en la capital del apacible Imperio Austro-húngaro. Y es aquí donde de Waal nos ofrece una perspectiva hasta ahora inédita de los acontecimientos que siguieron: la Gran Guerra, la caída del Imperio y el triunfo del nazismo. Al extenso y erudito comentario que hasta ahora se había hecho de lo acontecido en la Mitteleuropa de Joseph Roth y Karl Kraus se añade aquí el impresionante de la caída de los Ephrussi, con la pormenorizada relación de la suerte que corrió cada uno de sus miembros y también con el del heroico salvamento de los netsuke, el cual fue obra de Anna, mujer sin apellido conocido que fue la última del ejército de criados que una vez tuvieron los Ephrussi. Quienes sobrevivieron fueron expulsados a la Diáspora y dispersados por todo el mundo.

A un género parecido, aunque en general desprovisto de referencias familiares, pertenece El oro blanco, segundo libro de de Waal que ha sido publicado este año. Aquí el hilo conductor no son unos objetos concretos, con forma y con firma, sino un ideal nacido en la ladera de una montaña china, de donde alguien recogió un puñado de arcilla “que debería sobrevivir al fuego del horno para fundirse en una porcelana translúcida, blanca y luminosa”. Hay al inicio del libro una alusión a la ballena Moby Dick, acerca de la cual el autor se interroga: “¿Qué es la blancura?”. A la obsesión por alcanzar esa blancura responde el libro de de Waal, quien en su búsqueda nos lleva a recorrer la historia del arte, desde la China del siglo VIII hasta nuestros días. Al viaje temporal se une también aquí el físico, que hace escala en las misiones jesuíticas del siglo XVII, en las rivalidades de las cortes europeas del Siglo de las Luces, en el campo de concentración de Dachau y en la China de la Revolución Cultural. Escribe de Waal que “la arcilla es presente de indicativo y presente histórico”, una forma de ser artista que explica “por qué los objetos requieren historias y por qué los artistas y creadores necesitan escribir”. Ese presente histórico en el que el blanco debe revelarse está repleto de erudición y también de unas historias mínimas que en conjunto hacen la de la especie humana, razón por la cual el que comentamos “es un libro sobre el blanco como aflicción y el blanco como esperanza”.

El ceramista de Waal es hoy uno de los más reconocidos en su oficio, pero es además un artista de la escritura, dotado de capacidad para conducir al lector hasta sus pasiones personales y de despertar la poesía de los objetos sobre los que escribe. Producto de décadas de trabajo, son los suyos libros cargados de belleza y sensibilidad.




martes, 7 de junio de 2016

LECTURA POSIBLE / 213

REBECCA WEST Y LA BICICLETA DE HENRY JAMES

El momento decisivo para el biógrafo de un escritor, en el que se enfrenta con la mayor temeridad a su biografiado, es aquél en el que debe dilucidarse por qué éste se decidió a escribir, y no a vivir sensatamente como hacen las personas normales. En 1915 publicó H.G. Wells su libro menos conocido, Boon, obra satírica cuyo protagonista, Reginald Bliss, es un mediocre escritor que se decide a hacer una novela con los restos literarios, apuntes y fragmentos inconexos, que ha dejado un autor fallecido recientemente. En el prólogo, el mismo Wells se refirió a su libro como una “desacertada indiscreción”, y más tarde, durante algunos años, negó haberlo escrito. Las casi cuatrocientas páginas de Boon trataban de uno de los asuntos más queridos por Wells: la existencia acaso indemostrable de una conciencia colectiva de la humanidad, pero no era éste el motivo de que más tarde negara ser su autor. El protagonista era una parodia de Henry James, casi una caricatura muy poco favorable para el autor de Washington Square, del que se decía: “He aquí un escritor que nunca descubre nada. Que ni siquiera intenta descubrir nada. Simplemente se adscribe a lo que ya han dicho otros. Pero de la manera más elaborada posible. Ésa es su peculiaridad. Ser una de las mentes más prodigiosas que existen a la hora de la elaboración, pero carecer de penetración. De hecho, su problema es la penetración”.

Esta insistencia en la penetración ha resultado ser el principal quebradero de cabeza de los biógrafos de Henry James, y el propio interesado, tras conocer el contenido del libro, se sintió en la obligación de redactar una memoria de infancia y juventud, Apuntes de un hijo y hermano, que se publicó al año siguiente. En este libro, que iba a ser el último de la extensa producción de James, dedicó un párrafo de los suyos, es decir, de varias páginas, a “aclarar” el asunto de la penetración, con el resultado, también muy suyo, de que al final no se aclaraba nada. De este párrafo particularmente indescifrable y enrevesado se deduce que James sufrió en su juventud una “horrenda, oscura herida” mientras intentaba apagar un incendio. La lesión, producida en el bajo vientre, no dejó de tener consecuencias, siendo la primera de ellas que fue declarado no apto para la Guerra Civil norteamericana. Terriblemente avergonzado, habría decidido entonces marcharse a Inglaterra, donde nunca se casó ni tuvo hijos, pero donde a cambio se hizo escritor.

Unos años más tarde, en París, Ernest Hemingway estaba escribiendo su primera novela, a la que tituló Fiesta y cuyo protagonista era un joven norteamericano que tras combatir en la Gran Guerra, donde fue herido, padecía impotencia. En ella se decía expresamente que la herida era de esas que no pueden mencionarse, “pues era como la que se hizo Henry James con la bicicleta”. Resulta que por aquel entonces Van Wyck Brooks estaba escribiendo su biografía de Henry James, en la que obviamente aludía a la lesión juvenil de éste, como le comentó por carta a su amigo Scott Fitzgerald. Según parece, Hemingway estaba “algo bebido” cuando Fitzgerald le habló de esta carta y de su contenido, y entendió “bicicleta” donde debería haber entendido otra cosa. Cuando Maxwell Perkins, el editor de Fiesta, leyó aquello de la bicicleta se quedó pasmado y envió enseguida una carta a Hemingway pidiéndole explicaciones. A consecuencia de ello se suprimió el apellido y la frase acerca de la herida del protagonista quedó tal como puede leerse hoy: “Pues era como la que se hizo Henry con la bicicleta”.

Por desgracia, el desdichado asunto de la penetración de Henry James era ya entonces de dominio público. Un arrepentido Wells, deseoso de reconciliarse con quien fue su amigo, tuvo la idea de escribir una biografía de James, otra más, en la que no se mencionase nada relativo ni a incendios juveniles ni a bicicletas. Sin embargo, ocuparse él mismo de esta tarea es cosa que habría podido interpretarse como una claudicación y una refutación de lo ya dicho, así que el encargo de redactar el libro recayó sobre su novia, una jovencita inglesa de veinticuatro años que era sufragista y que escribía en los periódicos. Antes de morir, Henry James tuvo tiempo de leer la biografía redactada por la sufragista, cosa que agradeció por carta, con frialdad y cortesía, pero no a ella, sino a Wells.

Quien aparece de esta manera algo accidental en la escena literaria es Cicely Isabel Fairfield, una londinense hija de un irlandés y una escocesa. Se crió en un entorno en el que era frecuente el debate intelectual y político. El padre, que era un reputado periodista, se marchó de casa cuando ella no había cumplido aún los diez años para fundar una empresa farmacéutica en Sierra Leona. Extrañamente la empresa fue un fracaso, y acabó sus días de mala manera en Liverpool. Cicely inició sus estudios en Edimburgo, pero los abandonó tras contraer la tuberculosis. Poco después se apuntó a una escuela de arte dramático. Fue de uno de los personajes que interpretó, el de la protagonista de Rosmersholm, la obra de Henrik Ibsen, de donde tomó el pseudónimo con el que escribiría sus libros: Rebecca West.

A la edad de diecinueve años, junto a su hermana Letitia, se incorporó al movimiento sufragista, y empezó a colaborar en el semanario Freewoman y en el socialista The Clarion. En septiembre de 1912 escribió una mordaz crítica contra H.G. Wells en la que le acusó de ser “la solterona entre los novelistas”, y él, que contaba entonces cuarenta y seis años, la invitó a cenar. Fueron amantes durante diez años, y de su relación nuestra Rebecca tuvo a Anthony, que nació en 1914. “Nunca había conocido a alguien como Rebecca”, escribió Wells, “y dudo que antes hubiera nadie como ella”. Por sus cartas tenemos noticia de los nombres “cariñosos” que se daban a sí mismos: Jaguar y Pantera. Durante el embarazo, el jaguar visitaba a la pantera en Southend, adonde ella se había trasladado para evitar el consiguiente escándalo.

Artículos socialistas y feministas de Rebecca fueron publicados por entonces en el New York Herald Tribune y The New Republic. “Ella puede ser con su pluma tan brillante como lo he sido yo alguna vez y mucho más salvaje”, escribió en 1916 George Bernard Shaw. A principios de la década siguiente Rebecca empezó a viajar a Estados Unidos para dar conferencias, cosa que seguiría haciendo el resto de su vida. Allí se introdujo en los ambientes artísticos y políticos de la izquierda, y según parece fue durante un tiempo amante de Charles Chaplin. La suya de esos años, como reconoció más tarde, fue una vida turbulenta y periódicamente amenazada por la miseria.

En noviembre de 1930 sorprendió a sus amigos con un telegrama que decía: “Lo siento, queridos, pero voy a convertirme en la señora de Henry Maxwell Andrews. Besos. Rebecca”. Su novio era banquero. Mientras pasaban la luna de miel en Italia, la prensa británica informó: “Rebecca West, casada. La palabra ‘obedecer’, omitida en sus votos matrimoniales”.

Rebecca fue de las primeras personas que, desde la izquierda, criticó a la Unión Soviética, lo que le valió la incomprensión y la inquina de no pocos de sus contemporáneos. Entre 1936 y 1938 hizo tres viajes a Yugoslavia, a fin de documentar la historia y la etnografía de los Balcanes y el auge del fascismo. De ello resultó un ensayo monumental en dos volúmenes y mil doscientas páginas: Cordero negro, halcón gris. Un viaje al interior de Yugoslavia (existe traducción al castellano: Ediciones B, 2001). Su relación con ese país balcánico se prolongó durante la Segunda Guerra Mundial, cuando dio acogida en su finca de Ibstone House, al sur de Inglaterra, a refugiados huidos del Continente. Rebecca apoyó la creación en España del Frente Popular, y más tarde, durante la Guerra Civil, fundó junto a Emma Goldman el Comité de Ayuda a Personas sin Hogar, dirigido a auxiliar a mujeres y niños españoles. En la postguerra fue enviada por The New Yorker como corresponsal a los Juicios de Núremberg, experiencia que describió en su libro A Train of Powder, que se publicó en 1955. Unos años después, tras visitar Sudáfrica, escribió una serie de artículos contra el Apartheid. Y también, en los sesenta, vivió largos períodos en México, seducida por la cultura indígena. Su obra Survivors in Mexico, que debía ser testimonio etnográfico y político de ese país, quedó inconclusa, y se publicó póstumamente. Rebecca falleció, nonagenaria, en 1983.

La carrera literaria emprendida azarosamente por nuestra autora con su biografía de Henry James fue extensa e incluyó obras de ficción junto a ensayos de carácter diverso, a menudo libros de viajes que oscilaban casi siempre, como se ha dicho, entre el documento etnográfico y el político. Propiamente, sin embargo, su carrera había empezado mucho antes, cuando con quince años envió una carta al director del periódico The Scotsman. La carta, que fue publicada en octubre de 1907 con el título de Las reclamaciones electorales de la mujer, defendía entre otras cosas que la Unión Nacional de Mujeres se escindiera del Partido Liberal, “que no había sabido reconocer los profundos efectos de la opresión de la mujer”. Rebecca escribió su artículo después de asistir a una manifestación sufragista en Edimburgo, y una de sus hermanas, Winnie, que se hallaba en el extranjero, escribió a su madre que “según parece, Cissie se ha convertido en una comprometida feminista. Tanto como apruebo su causa, me gustaría que un pariente mío no se convirtiera en un mártir de la misma”. Rebecca no se convirtió en una mártir, y de hecho se las arregló para compatibilizar sus inquietudes políticas con el resto de sus múltiples intereses, entre ellos el teatro. Todavía Rebecca estaba estudiando arte dramático, en efecto, cuando conoció Bajos fondos, la obra de Gorki que habría de causarle una honda impresión y de la que se nutrieron sus primeros artículos periodísticos. Así, pudo anotar que “me convertí en escritora sin darme cuenta. En casa a todas nos gustaba escribir y no le dábamos ninguna importancia”.

El regreso del soldado (Herce, 2008) es la primera novela de Rebecca West, y fue publicada en 1918. Se cuenta en ella la historia del capitán Chris Baldry, un hombre traumatizado y amnésico que vuelve de las trincheras de la Gran Guerra, no para reunirse con su esposa de clase alta, sino con su primer amor, una mujer trabajadora. La novela está narrada desde la perspectiva de Jenny, prima del capitán, y fue adaptada al cine en 1982. Aunque publicada posteriormente, revisada por la autora, la primera redacción de Matrimonio indisoluble (Zut Ediciones, 2010) data de unos años antes. En esta novela corta se presenta a dos personajes, George y Evadne, y su relación matrimonial de diez años. Él siente una desconfianza innata hacia su esposa y hacia la vida en pareja, a pesar de lo cual trata de adaptarse inútilmente al carácter de ella, una mujer muy activa que es además dirigente socialista. Se trata aquí de una etapa crítica en la que la forma que habían tenido hombres y mujeres de relacionarse ya no era viable. Más allá de la mordaz sátira contra la institución matrimonial, no parece que nuestra autora fuese entonces muy optimista respecto a los hombres y a su capacidad para ponerse al día frente al desafío que les dirigían sus compañeras: el de estar a la altura de la nueva conciencia y de la reclamación de derechos que ellas formulaban.

Otras novelas de Rebecca West que nunca se han traducido al castellano son The Judge (1922), obra en la que se combinan el psicoanálisis y el feminismo; The Fountain Overflows (1956), relato en parte autobiográfico que viene a ser un fresco cultural, político y psicológico de la primera mitad del siglo XX; y The Sentinel, dura historia inacabada del sufragismo británico y de la represión que sufrieron sus integrantes que se publicó en 2002.

Sabemos hoy que Henry James no montaba en bicicleta. Ello a pesar de que en su época existían en Inglaterra unas bicicletas plegables que había patentado un tal William Henry James al que no le unía parentesco alguno. Acerca de su supuesta impotencia se ha escrito mucho, aunque no lo bastante como para llegar a una conclusión. Sí se acepta, en cambio, que aquel misterioso accidente de su juventud tuvo algo que ver con el hecho de que se convirtiera en escritor, como también que la biografía que Rebecca West escribió de él, inducida por H.G. Wells, supuso su entrada en un oficio al que ya se sentía llamada desde mucho antes. Rebecca West escribía con frases extensas en las que surgían imágenes inesperadas, y, ya en sus obras primerizas, con un gran conocimiento de la psicología humana. Su larga vida le hizo ser testigo de su siglo, el cual describió con gran libertad en sus novelas y ensayos. La pasión autodidacta la llevó a interrogarse acerca de cuestiones que nos atañen, pues fue Rebecca una adelantada, una mujer de nuestro tiempo.

miércoles, 1 de junio de 2016

CAPRICHOS / 2

EL ÚLTIMO SECRETO DEL ARTE MODERNO

AMADEO DE SOUZA-CARDOSO
CLOWN, CAVALO, SALAMANDRA, C. 1911;
Gouache sobre papel