martes, 28 de junio de 2016

DISPARATES / 156

TRES LECTURAS DEL FRENTE POPULAR FRANCÉS

Este año, a los ochenta de su victoria electoral en España y Francia, la atención dedicada al aniversario del Frente Popular a un lado y otro de los Pirineos es diversa y contradictoria, en parte a causa de la situación por la que en la actualidad atraviesan ambos países. Salvo error, ni la industria editorial ni el ámbito académico se han ocupado en España, en el curso de este año, de un asunto que sin embargo, si hay que creer a quienes estudiaron nuestro Frente Popular en el pasado, alberga aún no pocas lagunas. Las nutridas fuentes originales y la documentación al respecto, pertenecientes al Archivo Histórico Nacional, se encuentran hoy desorganizadas y divididas, en calidad de secuela al parecer perenne de la Guerra Civil y de la consiguiente voluntad de amnesia, entre Salamanca y Barcelona. Si en este 2016 no se ha publicado en España ningún libro sobre el tema, hay que reconocer en cambio que no ha sido pequeño el número de artículos aparecidos en la prensa. Del tono y la intención de los mismos es muestra ejemplar el titulado Lo que el PSOE nos debe desde hace ochenta años, que el 14 de febrero pasado, a dos días del aniversario de las elecciones en las que triunfó el Frente Popular, publicó Pedro J. Ramírez en su periódico El Español.

Se decía allí que el Frente Popular fue “el más trágico error cometido por la izquierda en una democracia occidental”. A esto se añadía que sólo al PSOE, “como fuerza hegemónica de aquel bloque”, habría correspondido, según el periodista, la responsabilidad del éxito de la coalición, el cual “arrastraba imparablemente a España hacia la Guerra Civil”. Idea sin duda desvariada es, a la luz de esto, la de quienes hoy pretenden que la guerra la originaron los militares sublevados el 18 de julio, creencia refutada por Ramírez en el susodicho artículo, del que se desprende que la responsabilidad de la guerra recae en exclusiva sobre el Frente Popular y sobre los españoles que libremente votaron por él. A este artículo de El Español con contenido histórico no le falta sin embargo un sentido utilitario referido al momento en que se publicó, tras los comicios del 20 de diciembre y en pleno proceso de negociaciones para la formación de gobierno. Ello explica que la motivación del artículo no fuera otra que la de servir de advertencia a los actuales dirigentes del PSOE, los cuales se enfrentaban entonces, como también ahora, después de las elecciones del domingo, a un “dilema estratégico equivalente al de 1936: pactar con Podemos y el resto de la izquierda para constituir lo que por analogía sería bautizado como un nuevo Frente Popular o hacerlo con Ciudadanos”, en nombre de la moderación y del centro.

Si resulta inquietante que todavía a fecha de hoy la prensa española siga haciendo un uso parcial y miserable de la historia en función de los intereses de la política del momento, no lo es menos que al mismo tiempo se pase a la ligera por encima de los conceptos de democracia y de antifascismo, atribuyendo a aquélla la paternidad de las guerras civiles e ignorando que éste salvó a Europa de Hitler, aunque no a España de Franco. A esta excepcionalidad española debemos artículos como el citado más arriba, que no tendrían cabida en ningún medio de comunicación medianamente respetable de cualquier otro país europeo.

A propósito de esto, la situación en Francia es bien distinta. La crisis que atraviesa ahí la democracia suscita una variedad de ideas entre las que ciertamente figuran las propicias a una revisión de la historia en clave autoritaria, pero también otras, por ahora en mayoría, que son testimonio actual de la vigencia y la necesidad del republicanismo como forma deseable de convivencia. Precisamente el Frente Popular, como antes la Revolución de 1789 o la Comuna de 1871, desempeña un papel central en ese republicanismo que es en gran medida producto francés y que en estos tiempos cobra vigor como referente para Europa y para el mundo.

Los frentes populares fueron en Europa la consecuencia directa del reconocimiento, por parte de las autoridades de la URSS, del auge y del peligro del fascismo, el cual aconsejaba una alianza de los partidos comunistas con los de orientación socialista o democrática, en un proceso que fue paralelo a la aproximación diplomática del Estado soviético a las democracias occidentales. Dicho esto, puede añadirse que hasta ahí, y no más, llegan las semejanzas entre los frentes populares español y francés, y ello en razón de la Guerra Civil, que en España truncó en ciernes todo proyecto, pero también del atraso en que se encontraba el desarrollo de las fuerzas productivas españolas, en el marco bien conocido de una economía que todavía, en parte, y sobre todo en el sur de la Península, era precapitalista y en el de un Estado que se había mostrado incapaz de asimilar los principios de la democracia, dejando así sin resolver dos problemas cruciales: el territorial, del que se derivaba una unidad nacional que sólo podía mantenerse por la fuerza; y la relación con la Iglesia. A la altura de 1936 seguía siendo cierta la frase de Napoleón: “Europa acaba en los Pirineos”.

Está por hacerse un estudio comparativo de ambos frentes populares, si bien una meritoria introducción al mismo ya fue esbozada, en otro contexto, por el historiador norteamericano Michael Seidman en su libro Los obreros contra el trabajo. Barcelona y París bajo el Frente Popular, que en 2014 publicó entre nosotros la editorial riojana Pepitas de Calabaza. Del lado francés, cuya historiografía viene prestando en los últimos años una creciente atención a su Frente Popular, disponemos de un libro que sin tratar directamente de éste sí estudia sus antecedentes inmediatos; y de otros dos referidos al tema: un clásico que ha sido reeditado y una novedad aparecida este año.

El breve ensayo 1934-1936. Un moment antifasciste, obra de Vincent Chambarlhac y Thierry Hohl que ha sido publicada por la editorial La ville brûle, se centra en el proceso de gestación del Frente Popular como expresión generalizada del antifascismo, y en sus promesas democráticas y revolucionarias. Chambarlhac y Hohl son investigadores del Centro Georges Chevrier de la Universidad de Borgoña y tienen en su haber una historia documental del Partido Socialista. Se refiere su libro a la manifestación organizada en París por la extrema derecha el 6 de febrero de 1934 y a la que, una semana más tarde, se convocó en respuesta a la misma, inaugurando así una dinámica unitaria de la izquierda que un año después daría forma al Frente Popular. Miembros de éste eran los socialistas, los comunistas, el Partido Radical y una nebulosa de organizaciones lideradas mayormente por intelectuales cuyo denominador común eran el antifascismo y el rechazo de la guerra. “El antifascismo es un extraño objeto histórico y político”, escriben Chambarlhac y Hohl, “un objeto que desafía toda definición evidente en tanto que depende de su doble, su antónimo, el propio fascismo, siendo reacio en consecuencia a ser adscrito a categorías simples”. Para ellos, “entre el fascismo y el antifascismo circulan conceptos como el de nacionalismo y el de populismo que los delimitan y describen, pero que impiden a la vez una lectura definitiva de los mismos”. El ensayo es una contribución al debate auspiciado en Francia por el ascenso del Frente Nacional y por las reacciones de sus oponentes, muestras de un antifascismo contemporáneo que debe tener presente la experiencia histórica “a fin de conocer mejor sus potencialidades y sus problemas”.

Esta Francia del Frente Popular era un país pujante e industrializado que se beneficiaba de la existencia de una emprendedora burguesía nacional que empezó a desarrollarse a mediados del siglo XIX. La industrialización constante había propiciado la formación de poderosas organizaciones obreras, en particular la CGT, y también la no menos constante mejora de las condiciones de vida y de los derechos laborales, como fruto de las propias luchas sindicales. Ello se tradujo en una creciente fortaleza del movimiento obrero, pero a la vez en el abandono paulatino de las exigencias revolucionarias. A la luz de ello, Francia se había convertido en un próspero mercado nacional que ayudó a forjar la unidad del país. Se explica así que en el período que nos ocupa los movimientos regionalistas apenas pasaran de ser marginales. Además, la incorporación de capital que no procedía de los sectores católicos tradicionales, sino de otros de confesión judía o protestante, había facilitado la separación de la Iglesia y el Estado, a lo que se añadiría igualmente la separación del poder civil y el militar. A principios del siglo XX, concluido el caso Dreyfus, también el clericalismo, que en 1877 había sido definido como “el enemigo” por el primer ministro Léon Gambetta, dejó de ser una cuestión de interés nacional.

El carácter parlamentario de la Tercera República fue producto de un pacto social en el que se hacía sentir el movimiento obrero por medio de sus organizaciones y de la creciente influencia de los socialistas. No en vano el desarrollo productivo había dado lugar a una industria de vanguardia en el sector eléctrico, el del automóvil, el de la aeronáutica y la química, y la alta cualificación técnica requerida por las empresas impulsaba con frecuencia el ascenso social. Junto al prestigio de los títulos nobiliarios, decayó el valor antes atribuido a la ociosidad, siendo sustituido por “el éxito”. Lejos de ser rentista y ociosa, la burguesía francesa, como dijo Jean Jaurès, “es una clase que trabaja”.

La introducción en las fábricas de la cadena de montaje y en general del taylorismo, sin embargo, tuvo como consecuencia una brusca disminución de la exigencia de capacitación técnica y facilitó la contratación de mano de obra barata. Después, la Gran Depresión y la crisis consiguiente acabaron por trastornar el anterior orden de cosas. No tardaron en reducirse los salarios y los derechos laborales, se incrementó el desempleo y pronto una oleada de conflictos en las empresas puso de manifiesto la necesidad de un nuevo pacto social. Así lo explicó Daniel Guérin en su célebre ensayo Front Populaire, révolution manquée, el cual ha sido reeditado por Agone: “En todo el país los trabajadores estaban en huelga y ocupando las fábricas. Habían encontrado una nueva forma de acción directa: la huelga de brazos caídos. Lo habían decidido ellos mismos, al margen y en contra de la burocracia sindical, porque entendían que esta forma de presión sería más eficaz que las simples huelgas de antaño ‘en calma y dignidad’”. Un país paralizado por las huelgas es el que encontró el primer ministro del gobierno del Frente Popular, el socialista Léon Blum, cuando entró en funciones el 4 de junio de 1936, pocas semanas después de su triunfo electoral.

En principio, el conflicto se había desbordado con motivo del 1 de mayo, que muchos trabajadores declararon festivo, siendo por ello represaliados. Se inició en una fábrica de relojes de Le Havre y pronto se extendió a las grandes empresas del sector automovilístico. La clase obrera francesa daba muestras de lo que algunos interpretaron como una voluntad revolucionaria de toma del poder opuesta al moderado programa con el que el Frente Popular había logrado su triunfo, opinión cuestionable que no iba a tardar en ser desmentida por los hechos. El gobierno de Blum, del que se habían autoexcluido los comunistas, actuó con diligencia, convocando a la patronal y a la CGT a una reunión en el Hôtel Matignon de París. Los acuerdos alcanzados allí en la noche del 7 al 8 de junio iban a constituirse en modelo para las relaciones laborales en Europa hasta hoy mismo.

Se instauraron las libertades sindicales y el delegado de empresa, que debía ser elegido por sufragio. Subieron los salarios, se establecieron la semana laboral de cuarenta horas y las vacaciones pagadas, y se definieron los convenios colectivos. El trabajo se reanudó, y de los temores de la patronal, a saber: el riesgo de un aumento del precio de los productos de la industria, el de una aceleración del éxodo rural y el de una inmigración masiva, ninguno llegó a verificarse. Por primera vez la clase obrera tuvo acceso al ocio y al consumo, y muchos trabajadores aprovecharon para irse con su familia a la Costa Azul. El gobierno del Frente Popular inició un ambicioso programa de construcción de obras públicas, en especial carreteras y autopistas, ya que se esperaba que la industria del automóvil promoviera una democratización de sus productos. Louis Renault declaró que él también quería vacaciones pagadas, pero “libres de atascos”.

El Frente Popular no fue una revolución, pero sí anticipó la Europa de postguerra, incluido su Estado de Bienestar. A estas conquistas dedica parte de su libro el historiador Jean Vigreux, autor de Histoire du Front Populaire, que ha publicado la editorial Tallandier. Vigreux, que aporta en su obra datos hasta ahora inéditos, examina el apoyo que obtuvo el Frente Popular en las regiones rurales, donde desde hacía años causaban estragos los desahucios hipotecarios, revela el nuevo papel desempeñado en la sociedad por las mujeres y los jóvenes y muestra, por último, los temores provocados por la situación internacional y la inminente guerra, la cual acabaría por dar al traste con los proyectos del gobierno.

El Frente Popular fue en España y Francia expresión del anhelo de los más humildes y una alternativa real frente al fascismo. Su breve existencia no impidió que sirviera de inspiración a la lucha contra el ocupante nazi, ni tampoco que su ideario reapareciera con energía tras la postguerra, de lo que fue testimonio la Constitución de 1946 y, todavía hoy, el conjunto de valores republicanos de la Francia moderna. Como ha escrito Jean Vigreux, más allá del mito, el Frente Popular prueba que, lejos de ser un paréntesis, “esta ‘escapada’ constituye una experiencia de gobierno indispensable para comprender la historia social y política de la Francia contemporánea”.

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