martes, 29 de abril de 2014

DISPARATES / 107

Mustafa Horasan,
Sin título, 2012
ACUERDO COMERCIAL ENTRE EE.UU. Y LA UNIÓN EUROPEA. UNA SUPERLEY PARA ACABAR CON LA LEY

Entre 1995 y 1997 los gobiernos de los veintinueve estados miembros de la OCDE negociaron en secreto el Acuerdo Multilateral de Inversiones (AMI), cuya divulgación en el último momento ocasionó una reacción de protesta internacional que obligó a sus inspiradores a guardarlo en un cajón. “Quince años después”, escribe Lori Wallach, “el AMI vuelve con nuevo atuendo”.

Lori Wallach, que es directora del Public Citizen’s Global Trade Watch y abogada formada en la Universidad de Harvard, ha participado en más de treinta comités de investigación del Congreso de Estados Unidos y de otros países, y su trabajo, que según sus palabras consiste en “traducir el lenguaje arcano del comercio a una prosa accesible”, ha hecho de ella un personaje relevante a nivel internacional. Sus artículos pueden leerse en la edición norteamericana de The Huffington Post y en las publicaciones Democracy Now! y Public Citizen, y, en español, en Le Monde Diplomatique.

El “nuevo atuendo” al que se refiere Wallach lleva por nombre Acuerdo Transatlántico de Comercio e Inversión (TTIP, por sus siglas en inglés), el cual se viene negociando entre Estados Unidos y la Unión Europea desde julio de 2013. Este nuevo proyecto mediante el que el AMI se nos presenta corregido y aumentado se inscribe en un panorama distinto al de los años noventa, y aparece dominado por tres factores: la pujanza comercial de China y de las llamadas “economías emergentes”, la buena predisposición de Europa a reducir drásticamente las medidas de protección a sus consumidores y los derechos laborales, y, en fin, la voluntad de las multinacionales estadounidenses de ampliar su mercado europeo. En última instancia, según afirma Wallach, “el proyecto terminará de someter a los Estados a las normas del liberalismo”.

La primera reunión del TTIP tuvo lugar en Washington en julio de 2013, y a ella siguieron otras dos en octubre y diciembre. El representante europeo en las mismas ha sido el español Ignacio García Becerro, que ya participó en las discusiones sobre el acuerdo de libre comercio entre Canadá y la Unión Europea que se aprobó el pasado 18 de octubre y en similares conversaciones en el sudeste asiático, donde en la actualidad Estados Unidos está negociando un Acuerdo Transpacífico de Libre Cambio, una copia del TTIP. García Becerro, miembro de la Dirección General de Comercio de la Unión Europea, afirmó hace unos meses en la radio austríaca Ö1 que “la supresión de obstáculos arancelarios al comercio entre ambas partes tendría un efecto directo positivo para el bolsillo de cada europeo”. Y concretó: “Cada hogar europeo sacaría del TTIP 540 euros más por año, ya que el crecimiento anual de los Estados miembros de la UE en su conjunto se aceleraría a razón de un 0,5%”. Esta afirmación mereció el siguiente comentario de Luis C. Turiansky, periodista económico de la agencia uy.press: “La cuenta la hizo él y no vale la pena comprobarla por si se equivocó en algún milésimo. Más bien llama la atención la lógica del funcionario europeo, ya que hasta ahora no existe ningún precedente para suponer que el crecimiento económico de la región, de producirse, se distribuya uniformemente entre todos los hogares. Sería la primera vez, un ejemplo loable pero difícilmente compatible con la política actual de la Unión”. Una observación que es de sentido común pero de la que no parece participar este encendido apóstol del liberalismo que es el señor Ignacio García Becerro.

Pero ¿en qué consiste el TTIP?

Lori Wallach escribe: “¿Podemos imaginarnos a multinacionales llevando a juicio a gobiernos cuya orientación política pudiese afectar las ganancias de sus empresas? ¿Es concebible que puedan reclamar –¡y obtener!– una generosa compensación por el lucro cesante ocasionado por un derecho laboral demasiado apremiante o por una legislación ambiental demasiado estricta?” Y añade: “El TTIP tiene previsto que las legislaciones vigentes a ambos lados del Atlántico se amolden a las normas del libre comercio establecidas por y para las grandes empresas europeas y estadounidenses, so pena de sanciones comerciales para los países contraventores, o de un resarcimiento de varios millones de euros para el querellante”.

Veamos un ejemplo.

Si el año pasado hubiera estado vigente el TTIP, la empresa Las Vegas Sands Corp. del magnate del juego Sheldon Adelson habría podido demandar al gobierno de la Comunidad de Madrid y al de España por tener en vigor unas leyes tributarias, y unos derechos laborales y medioambientales, contrarios a sus intereses. Y sin duda, a menos que los gobiernos central y autonómico hubieran aceptado cambiar las leyes, la empresa habría obtenido una jugosa indemnización. “Bajo semejante régimen”, escribe Wallach, “las empresas podrán oponerse a las políticas de salud, de protección ambiental o de regulación de las finanzas que se implementen en cualquier Estado, en reclamo de daños y perjuicios ante tribunales extrajudiciales. Compuestas por tres abogados de negocios, estas cortes especiales –que responden a las leyes del Banco Mundial y de la Organización de las Naciones Unidas (ONU)– estarán habilitadas para condenar al contribuyente a pesadas compensaciones a partir del momento en que su legislación recorte los ‘futuros beneficios esperados’ de una compañía”. Así pues, uno de los rasgos de este proyecto es la facultad de la que dota a las empresas para quebrantar las leyes nacionales, regionales y locales, amparándose a tal fin en un acuerdo superior, el TTIP, convertido desde el momento de su aprobación en arma de presión y de chantaje contra los gobiernos. De ahí que diversos comentaristas hayan advertido del peligro que este acuerdo supondrá para la soberanía de los Estados. Pero el TTIP no acaba ahí.

Continúa Wallach: “Los mandatarios deberán redefinir de principio a fin sus políticas públicas de manera tal que puedan satisfacer los apetitos del sector privado en los ámbitos que aún, en parte, se le escapaban. Seguridad alimentaria, normas de toxicidad, seguros de salud, precios de medicamentos, libertad de la red, protección de la vida privada, energía, cultura, derechos de autor, recursos naturales, formación profesional, equipamientos públicos, migración: ningún campo de interés general dejará de pasar por las horcas caudinas del libre comercio institucionalizado”.

Algunos partidos políticos ya han mostrado su rechazo al TTIP. Son los casos de Izquierda Unida en España y del Parti de Gauche en Francia. A ellos se añaden diversas organizaciones no gubernamentales y movimientos ecologistas o de defensa de los consumidores. La portavoz del Corporate Europe Observatory, Pia Eberhardt, denuncia que las negociaciones se hayan llevado a cabo sin transparencia y sin que las organizaciones sociales hayan tenido conocimiento de lo acordado hasta ahora. “Hay documentos internos de la Comisión Europea”, afirma, “que indican que ésta se reunió, en la fase más importante, exclusivamente con empresarios y sus lobbys”. Hay que aclarar que mientras la Unión Europea está representada en estas negociaciones por un comité institucional presidido por el ya mencionado García Becerro, la otra parte, la estadounidense, está formada por más de seiscientos “consultores” designados directamente por las multinacionales, los cuales disponen de un acceso ilimitado a los documentos preparatorios y a los representantes de la administración. Estos “consultores”, en nombre de las compañías que los han designado, aspiran a introducir en Europa productos de la industria agroalimentaria estadounidense cuyos componentes transgénicos no son aceptables con la normativa actual. Y otro tanto sucede con el fracking, es decir, con el uso de sustancias químicas peligrosas para los acuíferos en la explotación del gas y el petróleo de esquisto.

De igual modo, deberán suprimirse las subvenciones estatales a determinados productos, en beneficio de la “libre competencia”. Y es que, por ejemplo, Hollywood no considera necesario que Europa disponga de su propia producción cinematográfica, lo que ha provocado la imposición de una “excepción cultural” por parte de Francia, país muy celoso de la protección de su sector audiovisual.

Lo dicho hasta aquí es sólo una mínima parte de lo que incluye el TTIP, el cual, de aprobarse, supondrá una revolución comercial cuyo ulterior desarrollo se nos antoja hoy imprevisible. Y ello en parte a causa del oscurantismo con que se desenvuelven estas negociaciones, que los medios de comunicación dominantes apoyan fervientemente con un disciplinado silencio. A ese silencio se refirió en un ataque de sinceridad el representante de comercio estadounidense Ronald Kirk, quien manifestó el “interés práctico de preservar un cierto grado de discreción y confidencialidad”. Pues sucede, explicó, “que la última vez que circuló públicamente una versión borrador de un acuerdo en vías de formalización, las negociaciones fracasaron”, refiriéndose así al Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), proyecto que fue arduamente defendido por el presidente George W. Bush desde 2001. A ese proyecto frustrado aludió en su momento la senadora demócrata Elizabeth Warren, afirmando que “un acuerdo negociado sin ningún examen democrático no debería ser firmado jamás”. Ello no impide que ahora las negociaciones del TTIP transcurran a puertas cerradas, ya que, según Wallach, dichas negociaciones “apuntan a eliminar sectores enteros del ámbito no comercial. No se tiene que filtrar nada. Se dio orden de dejar fuera de las discusiones a periodistas y ciudadanos. Serán informados a su debido tiempo, a la firma del tratado, es decir, cuando sea demasiado tarde para reaccionar”.

La información disponible en español acerca del TTIP ha sido publicada por Le Monde Diplomatique. En el editorial de su número de marzo, Ignacio Ramonet escribía: “El 25 de mayo los españoles elegirán a sus cincuenta y cuatro diputados europeos. Es importante que, esta vez, a la hora de votar se sepa con claridad lo que está en juego. Hasta ahora, por razones históricas y psicológicas, la mayoría de los españoles –jubilosos de ser, por fin, ‘europeos’– no se molestaban en leer los programas y votaban a ciegas en las elecciones al Parlamento Europeo. La brutalidad de la crisis y las despiadadas políticas de austeridad exigidas por la Unión Europea les han obligado a abrir los ojos. Ahora saben que es principalmente en Bruselas donde se decide su destino”. Un destino que ahora se nos presenta bajo la forma de una Europa a la carta puesta en la mesa de las multinacionales estadounidenses. Y Ramonet añadía: “El desafío es inmenso. Y la voluntad cívica de parar el TTIP no debe ser menor”.
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En el sitio AVAAZ hay en marcha una iniciativa de recogida de firmas contra el TTIP

LECTURA POSIBLE / 142

VIAJE DE PETERSBURGO A MOSCÚ, LA CRÓNICA DE UN SIGLO Y MEDIO DE VIDA RUSA

“Las intenciones de este libro son evidentes en cada página: su autor está lleno y contagiado del extravío francés, recurre a cualquier cosa o persona para menoscabar el respeto al poder y la autoridad y para llevar al pueblo al resentimiento contra los gobernantes y el Estado. Estas páginas tienen un contenido de inspiración claramente criminal, completamente insurgente. Preguntar sobre esta oda al autor, con qué sentido ha sido compuesta y por quién”. Estas palabras fueron escritas por la emperatriz Catalina la Grande de Rusia en los márgenes de un libro que cayó en sus manos en junio de 1790. El libro se había publicado en mayo en una tirada de veintitrés ejemplares sin el nombre de su autor, y había ocasionado ya gran revuelo antes de que fuera leído por la emperatriz en su palacio de verano, en Tsárskoye Seló. La indignada emperatriz llamó al funcionario Ryleev, jefe de policía encargado de la censura, el cual no supo explicar por qué había firmado personalmente la licencia de impresión del libro, sin duda sin haberlo leído y confundido por su inofensivo título: Viaje de Petersburgo a Moscú. Dicha obra, casi desconocida para el lector español, es sin duda la más influyente que se ha escrito en Rusia; su lectura fue obligatoria en los institutos de la Unión Soviética y todavía hoy lo sigue siendo en algunos centros de enseñanza.

La emperatriz leyó el libro entre el 25 y el 26 de junio. El 30 su autor ya estaba preso en la fortaleza de Pedro y Pablo, en San Petersburgo. Su nombre era Alexandr Nikolayevich Radíschev, y resultó que no era un completo desconocido para la emperatriz. Ésta, poco después de ascender al trono, y contando él trece años, lo había nombrado paje, privilegio reservado a las leales familias de la nobleza, y que era entonces el paso previo para el acceso al cuerpo de oficiales del ejército imperial. Además, como premio a sus brillantes calificaciones, y teniendo él diecisiete años, la emperatriz lo incorporó a un selecto grupo de nobles que debía estudiar Derecho y Lenguas Extranjeras en la Universidad de Leipzig. Sobre este joven prometedor, convertido ahora en adulto que acababa de rebasar la cuarentena, recayó el 24 de julio de 1790, “por ser el autor de un libro lleno de las ideas más perniciosas contra la paz social, que menoscaban el debido respeto al poder, que tienen como fin provocar en el pueblo el descontento contra su gobierno y sus gobernantes, y que, por último, incluyen ofensas contra la autoridad y el poder del zar”, la condena a muerte.

El estudiante Radíschev se había familiarizado en Leipzig con las ideas de la Ilustración francesa, unas ideas de las que también se consideraba deudora la emperatriz Catalina, pero que se habían asentado en uno y otra de manera bien diferente. En 1790 la aristocracia y las monarquías de Europa vivían con pánico los acontecimientos de la Revolución francesa, pero estos mismos acontecimientos sirvieron para que algunos jóvenes cultivados y con ideas reformadoras adoptaran actitudes más radicales. Radíschev fue uno de ellos, y si sus lecturas en Leipzig le sirvieron para introducirse en las ideas que por entonces se divulgaban en la atmósfera intelectual europea y americana, su conocimiento de la realidad rusa, de regreso a su país, hizo de él en efecto el primer revolucionario ruso, del que se han reclamado herederos tanto comunistas como anarquistas (por no hablar de otras diversas tendencias que se desarrollaron a finales del siglo XIX), y cuyo elevado ejemplo moral sigue hoy vigente.

Junto a dicho ejemplo, el detalle de que Radíschev fuera un escritor, y no un político, un filósofo, o un revolucionario profesional al estilo de los de la Komintern, ha tenido también una influencia duradera en el modo en que los rusos han contemplado históricamente la transformación social. El primer referente de la misma en Rusia, este Viaje de Petersburgo a Moscú, es de carácter libresco, y libresca fue la manera, durante más de cien años, en que la idea de la revolución prosperó en ese país. En ninguna otra parte de Europa ha pervivido tan intacta y floreciente como en Rusia la asociación “ilustrada” entre revolución y literatura; ni en ningún otro lugar de Europa se ha esperado con tanta constancia del intelectual su implicación y su liderazgo en materia política y social. Ello explica obviamente el papel que los rusos, entre ellos muchos campesinos analfabetos, atribuyeron a Tolstói, pero también la imagen que tenían de sí mismos numerosos escritores del siglo XIX y de las primeras décadas de la era soviética.

El libro se abre con una cita de la Telemájida, obra del poeta y científico Vasili Trediakovski: “Un monstruoso craso, insolente, enorme, que por cien bocas ladra”. Este ser monstruoso no es otro que la monarquía rusa, de cuyos estamentos y administración, y de cuyas instituciones, se ocupa el autor con un aliento crítico nunca antes visto en la literatura de ese país. La obra es ante todo un alegato contra la esclavitud, y adopta la forma de un imaginario viaje por la Rusia de su tiempo. Pero es también un denso compendio de crítica social en el que se examinan las clases que formaban la Rusia zarista y en el que se describe el estado de la educación y las ciencias, a la vez que se denuncian los efectos de la censura: “Que el mal siempre se vuelva contra sus inventores y que el que persiga los pensamientos siempre vea los suyos ridiculizados y condenados a la destrucción. Si la venganza puede disculparse en algún caso, puede que sea en este”. La mayor parte del libro, sin embargo, está destinada a narrar los abusos de los hacendados sobre los campesinos y la naturaleza perversa del régimen de servidumbre, en virtud de la cual un tercio de la población tenía una consideración no muy distinta de la del ganado. Radíschev señala a la monarquía como la causa principal de la falta de justicia y del atraso ruso, una monarquía que en lo que se refiere a Catalina la Grande se erigía sobre endebles cimientos, razón por la cual, pese a su pretendido carácter ilustrado, estaba impedida de cuestionar los privilegios feudales de aristócratas y hacendados. El libro no ahorra detalles escabrosos acerca de los procedimientos por los que eran sometidos los campesinos sin tierras, y en diversos pasajes concluye que frente a tales infamias no queda más defensa que la fuerza.

La emperatriz tuvo que conmutar a Radíschev la condena a muerte, dada su condición de miembro de una familia noble, pero ordenó su reclusión por diez años en el penal de Ilimsk, en Siberia. Tras el fallecimiento de Catalina, nuestro autor fue invitado a formar parte de la llamada Comisión Legislativa, pero desengañado de ésta, y amenazado con un nuevo destierro, se suicidó en 1802. Su libro no volvió a publicarse íntegramente hasta 1858, en Londres, y en 1872 en San Petersburgo, si bien ésta última edición fue confiscada al año siguiente y convertida en pasta de papel. La prohibición sobre ésta y otras obras de Radíschev sólo se levantaría en Rusia en 1905.

Lo expuesto más arriba acerca del legado que Radíschev dejó a los escritores rusos puede ser interpretado también literal y materialmente. Sucede que a la muerte de Pushkin se encontró entre sus pertenencias un ejemplar del Viaje de Petersburgo a Moscú, encuadernado en cordobán rojo. Se cree que este mismo ejemplar fue el utilizado por la policía en los interrogatorios a los que su autor fue sometido. Aunque Pushkin pertenecía ya a otra esfera, la romántica, no por ello dejó de sentirse atraído por este autor que en poco tiempo había caído totalmente en el olvido. Él hizo la primera revisión literaria de la obra de Radíschev, y ya en 1836 escribió un artículo sobre el tema que tendría que haber aparecido en Sovremennik (El Contemporáneo), publicación que fue prohibida por la censura. Años antes (en 1830), Pushkin había empezado a redactar un libro de viajes en el que el narrador recorrería el mismo trayecto que el de Radíschev pero en sentido inverso: Viaje de Moscú a Petersburgo, en el que intentó contrastar lo escrito por aquél con la realidad rusa de su tiempo. Aunque el libro quedó inconcluso, existen suficientes muestras del interés del autor romántico por la obra de Radíschev, de quien se consideraba sucesor. El propio Pushkin, por otra parte, también fue desterrado a Siberia tras la publicación de su sediciosa Oda a la libertad, período este del que es producto el poema El prisionero del Cáucaso, en el que, junto a una descripción del estado moral de la juventud de su tiempo, dejó caer algunas reflexiones de carácter político y social, muy próximas a lo escrito por Radíschev unas décadas antes.

A la crónica iniciada por Radíschev, y continuada por Pushkin, iba a añadirse un nuevo capítulo en 1937, mientras se conmemoraba el centenario de la muerte de éste último. Andréi Platónov empezó a recopilar entonces materiales para una novela que iba a llamarse Viaje de Leningrado a Moscú, y que esperaba completar con las experiencias adquiridas durante un viaje en el que el autor repitió el trayecto de la obra de Radíschev. Platónov tenía un amplio conocimiento de las estepas rusas, que recorrió en el ejercicio de su profesión de ingeniero, y era ya para entonces uno de los escritores más importantes de la URSS, autor de novelas como La excavación o Chevengur, pese a que también él debió hacer frente a la censura. De hecho la mayor parte de su obra sólo fue publicada póstumamente. El libro proyectado por Platónov no llegó a escribirse, pero sus relatos, sus novelas anteriormente citadas, y sobre todo Chevengur, vienen a ser una nueva entrega de esta saga acerca de las desdichas y las convulsiones de Rusia, la cual no parece haber concluido. A falta de ese libro que Platónov concibió como la continuación del escrito por Radíschev más de un siglo antes, nos queda ese monumento literario que es Chevengur, relato épico que tiene mucho de novela de caballerías pero que es sobre todo una honesta sátira de las luces y las sombras de la Revolución rusa.

Y también la lección moral de Radíschev planea sobre esta novela como lo hace sobre la obra del autor de Eugenio Oneguin, una presencia cargada de lucidez y de valiente reflexión crítica, la cual ha tenido que luchar a lo largo de los siglos con la incomprensión de censores y autoridades, y cuya enseñanza no debería caer en el olvido. Pues como escribió Pushkin: “¿Cómo se puede no mencionar a Radíschev en un artículo sobre la literatura rusa? ¿A quién vamos a recordar entonces? Es un silencio imperdonable”. Un silencio, como el que ha caído después sobre la obra de Platónov, que fue voluntad de sus censores, y que habría de repararse en beneficio de la literatura, esa lengua sin fronteras ni censuras que es parte imprescindible de la conciencia humana.

martes, 22 de abril de 2014

LECTURA POSIBLE / 141

FABIAN, DE ERICH KÄSTNER. UN JOVEN EN VÍSPERAS DEL NAZISMO

La pregunta, a la que intentaron responder los estudiosos de la historia contemporánea desde hace medio siglo, viene repitiéndose, idéntica, en gran número de documentadas monografías y ensayos: ¿por qué triunfó el nacional-socialismo? A las respuestas bien conocidas, todas ellas insuficientes, que se refieren a las humillantes condiciones que impuso a los vencidos el Tratado de Versalles, al desempleo, la inflación, la marginalidad en la que cayeron los ex combatientes de la Gran Guerra, y las características particulares del nacionalismo alemán, ha venido a añadirse últimamente una nueva.

El 11 de noviembre de 1918, en el Berliner Tageblatt, el crítico y periodista Theodor Wolff escribió que “se asombraba de que una Bastilla rodeada de unos muros tan sólidos pudiera ser tomada de aquella manera. Hace tan sólo una semana existía un aparato administrativo militar y civil ramificado, ajustado a la perfección, con unas raíces tan profundas que nada permitía dudar de su hegemonía en el tiempo… Una inmensa organización militar lo abarcaba todo, en los departamentos y en los ministerios reinaba una burocracia en apariencia invencible. Ayer por la mañana, por lo menos en Berlín, todo seguía allí. Después del mediodía dejó de existir, se esfumó”.

La cita ha sido evocada recientemente por el historiador Horst Möller en un estudio sobre el fracaso de la República de Weimar.* El inapelable derrumbamiento del estado tras la derrota de 1918 figura obviamente entre las causas ya conocidas del posterior auge del nazismo, a lo que también contribuyó el hecho de que la situación del estado que debía sustituir a aquél, implantando unos nuevos valores democráticos, nunca pasó (ni en sus mejores días) de precaria. Según una nueva corriente de la historiografía, a la que se adscribe el mencionado Möller, no se han tenido en cuenta suficientemente hasta ahora las consecuencias que ese derrumbamiento y el ulterior fracaso de la República de Weimar tuvieron desde el punto de vista demográfico, en especial entre los jóvenes.

Stefan Zweig, que no comprendió nada (el mundo de los nazis no era el suyo), se quejó en una carta a la que ya nos hemos referido aquí del radicalismo de los jóvenes. A causa del baby boom que tuvo lugar en los prósperos inicios del siglo XX, y del número de bajas ocasionadas entre los adultos por la Gran Guerra, existía en Alemania un porcentaje desproporcionado de jóvenes, cuya única experiencia de la vida era el derrumbe de lo establecido. Una sociedad genuinamente patriarcal y jerárquica se vio de pronto desprovista de padres y maestros, y cuando estos existían solían ser lisiados que habían sobrevivido a la Gran Guerra, a muchos de los cuales se les privó de la pensión del estado a la que tenían derecho. Los despojos de la sociedad anterior no tenían el menor atractivo para la nueva generación, la cual se fue adhiriendo a las dos tendencias políticas radicales del momento: el nacional-socialismo y el Partido Comunista. Este proceso era visto por Zweig y por la alta burguesía como una preocupante deriva espiritual de la juventud en la que apenas se advertía matiz alguno. El joven Klaus Mann, mejor informado, pudo responder a la carta de Zweig estableciendo profundas diferencias entre los radicalismos existentes, de los cuales uno no perseguía sino “la regresión, el revanchismo y la guerra. No quiero”, escribió Klaus Mann, “comprender a esas personas, las rechazo. En esto consiste mi radicalismo”.

Sirva esta larga introducción para poner en su contexto Fabian, la novela de Erich Kästner que está considerada como uno de los mejores retratos de la juventud de Weimar y que ha publicado entre nosotros la editorial Minúscula en su interesante colección “Alexanderplatz”.

Kästner nació en Dresde, donde hoy dispone de un pequeño museo dedicado a su memoria en la que fue la casa de su tío, un tratante de caballos. Su padre era curtidor de pieles; y su madre, doncella y peluquera. Siendo adolescente, en 1917 debió abandonar los estudios para incorporarse a filas en un regimiento de artillería. La brutalidad de la instrucción militar a la que fue sometido por un suboficial, al que dedicó su poema Sargento Waurich, le afectó al corazón, dejándole secuelas de las que no se recuperó. Tras la guerra, pudo terminar el bachillerato, pasando después a la Universidad de Dresde, donde estudió historia, filosofía y literatura alemana. Se pagó los estudios escribiendo para la prensa, en especial para el Neue Leipziger Zeitung, y en 1927 se trasladó a Berlín. Allí desarrolló la mayor parte de su carrera literaria, hasta que en 1933 Hitler accedió al poder.

En esos breves años Kästner logró forjar un prestigio que le convirtió en referencia de la cultura alemana. Él, en efecto, formó parte de esa traída y llevada categoría de respetados intelectuales caracterizados por su “neutralidad” durante la República de Weimar. Lo cierto es que era bien poco lo que podían identificarse dichos intelectuales con un estado corrupto, fruto de la alianza entre la social-democracia y el centro católico, el cual defraudó pronto las expectativas que su fundación había creado entre las clases humildes. Qué habría ocurrido si los intelectuales se hubieran alineado con la república es hoy un tema que pertenece a la ciencia-ficción, lo que no les impidió correr la misma suerte que los sectores políticos, económicos y sociales, cada vez más reducidos y cada vez más tibios, que aceptaron sostenerla.

Nuestro autor lo fue sobre todo de libros infantiles, y en especial de la saga protagonizada por su personaje Emilio, de la que se vendieron millones de ejemplares y que, a diferencia de la tradicional literatura para niños, no estaba ambientada en territorios mágicos e imaginarios, sino en los suburbios berlineses. En 1931 publica Fabian, su única novela para adultos.

“La actitud cultural bolchevique presente en sus escritos anteriores a 1933” fue causa de que Kästner, que decidió permanecer en Alemania, fuera interrogado en diversas ocasiones por la Gestapo; su casa, registrada; y sus libros, quemados. En esos años publica en Suiza novelas ligeras, y en el Reich obtiene el permiso para publicar bajo pseudónimo su obra teatral Münchhausen, que cuenta las aventuras fantásticas del famoso barón y que en 1943 se convirtió en film de éxito producido por la UFA. Dos años después Kästner regresó a su ciudad natal, encontrándose una Dresde irreconocible a causa de los bombardeos. A ello se refirió en su obra autobiográfica Cuando yo era pequeño: “En mil años se construyó su belleza, en una noche fue horriblemente destruida”.

Trasladado a Munich, fue director de la sección cultural del periódico Neue Zeitung y siguió escribiendo para niños, además de participar como actor y promotor de un cabaret literario. Se convirtió en uno de los rostros del pacifismo alemán durante la Guerra Fría, tomando parte en actos contra las armas nucleares y la guerra de Vietnam. A su muerte, en 1974, a consecuencia de su alcoholismo, se le recordaba únicamente como autor de libros infantiles, y sólo fue incorporado a la nómina de autores alemanes para adultos en 1980, cuando se estrenó el film Fabian, dirigido por Wolf Gremm.**

El argumento de Fabian transcurre en Berlín en los últimos años de la República de Weimar, ya en vísperas del triunfo del nazismo. Fabian es un joven en paro, licenciado en literatura alemana. Sin embargo, en el momento de iniciarse la novela trabajaba como diseñador publicitario en una fábrica de cigarrillos y se sentía satisfecho con su vida. Con su amigo Labude recorría despreocupadamente las tabernas y los teatros berlineses mientras charlaban acerca de las ilusiones de cada cual: Fabian es un escéptico sin grandes aspiraciones, “un observador”, según él; Labude, joven brillante que lleva cinco años trabajando en su tesis, participa en reuniones socialistas y tiene una novia con la que espera casarse. Un día Fabian encuentra a Cornelia, la bella y sensata oficinista cuya habitación de alquiler resulta estar en el mismo piso que la de Fabian. Los jóvenes se aman, hacen planes. Al día siguiente Fabian es despedido.

Este último acontecimiento marca el tono y el contenido de la narración. Lo que parecía seguro se trastorna; lo realizable, deja de serlo. A partir de aquí la novela, que habría debido llamarse De camino a la puñeta, título que fue descartado por su editor, desciende paso a paso hacia el abismo: Labude descubre que su novia está con otro, y además su tesis es rechazada. Al desempleado Fabian le abandona Cornelia, la cual por su parte es engullida por la industria del cine, con uno de cuyos eminentes productores debe acostarse a fin de conseguir un papel. “¿Qué hemos hecho?”, preguntará más tarde la joven a su ex amante, cuando ya a ninguno le quede resquicio para la marcha atrás. En medio, Kästner nos ofrece un episodio de la vida cotidiana en el Berlín de 1927: un tiroteo en el que resultan heridos dos jóvenes, un comunista y un nacional-socialista.

El retrato de los protagonistas se completa con el de personajes secundarios que nos ilustran acerca del estado moral de las cosas: el periodista que escribe mentiras y que, de este modo, afirma “contribuir a hacer lo equivocado de manera consecuente”; el oscuro y mediocre funcionario subalterno que, en broma, se convertirá en responsable de una tragedia; la entrometida casera del edificio donde vive Fabian. Todos ellos son habitantes de ese Berlín “que se ha convertido en un manicomio”, y todavía más: de esa “sala de espera llamada Europa, porque de nuevo no tenemos ni idea de lo que va a pasar, porque vivimos provisionalmente, la crisis no termina nunca”. Esa atmósfera de crisis es descrita por el narrador mediante una cita de las Meditaciones metafísicas de Descartes: “Ya hace años que me di cuenta de cuántas cosas inexactas había tomado por ciertas, desde mi juventud, y de cuán dudoso era todo lo que luego construí sobre esa base. Por eso pensé que, de querer edificar alguna vez algo sólido y duradero, debería, por una vez en la vida, derribarlo todo desde sus cimientos para empezar desde un principio. Mi espíritu está libre… De manera que voy a retirarme en soledad para emprender, con seriedad y libertad, este derribo general de todas mis opiniones”. Comentario a este pasaje es la siguiente afirmación de uno de los personajes del libro: “No pereceremos por el hecho de que algunos de nuestros contemporáneos sean especialmente infames, ni tampoco porque algunos de estos individuos sean precisamente los que administran nuestro globo. Estamos pereciendo a causa de la pereza de nuestras almas. Queremos que esto cambie, pero nosotros no queremos cambiar”.

La Historia ha otorgado clarividencia a este libro de Erich Kästner, un libro que, de manera inquietante, parece haber sido escrito ahora mismo. En 1950, con motivo de una reedición de Fabian, su autor redactó un prólogo en el que trató de explicar la naturaleza del mismo como una sátira, corriente literaria, por cierto, de noble tradición en las letras germanas: “La caricatura, un medio legítimo del arte, es lo más extremo que éste puede emplear. Si eso no ayuda, ya no hay nada que pueda ayudar… Desde luego, sería raro que esto desalentara al moralista. Su lugar habitual es y seguirá siendo el de las causas perdidas”.

La narración, que los críticos adscribieron en su momento a la llamada “Nueva Objetividad”, está escrita con un ritmo cinematográfico y diríase con urgencia: la urgencia de dejar testimonio antes de que fuera tarde. Muchos de los personajes de este Berlín demónico al que se refirió también Walter Benjamin son parte de esa clase media que sería la primera en vestir camisas pardas y que se dejaría arrastrar por la exaltada fraseología de su Führer. “¿Es que él no había sentido nada?”, se pregunta Fabian, “aparte de la mentira y la secreta y maligna violencia que reinaban allí y que convertían a generaciones enteras de niños en obedientes funcionarios del Estado y en ciudadanos de cortos alcances?” El libro tiene como subtítulo La historia de un moralista, y la oportuna pregunta que este escritor genial e intuitivo que fue Erich Kästner pone en boca de su joven personaje es la misma que ahora se hacen los historiadores. La que acaso nos debiéramos hacer también nosotros.
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* Horst Möller, La República de Weimar. Una democracia inacabada (Antonio Machado Libros, 2012)

** Wolf Gremm nació en 1942. Dirigió varios largometrajes en los años setenta y primeros ochenta, siendo Fabian su mayor éxito. Amigo íntimo de Rainer Werner Fassbinder, hizo que éste protagonizara su película Kamikaze 1989 (1982). Al morir su amigo, Gremm le dedicó el documental para la televisión Letzte Arbeiten, que contiene algunas escenas del rodaje de Kamikaze 1989 y de Querelle, así como la que al parecer es la última entrevista que concedió Fassbinder. “Nos conocimos en un partido de fútbol”, comentó. “Él estaba rodando Berlin Alexanderplatz y yo trabajaba en Fabian...” Wolf Gremm ha hecho la mayor parte de su carrera en la televisión.
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Algunos fotogramas de Fabian, la película de Wolf Gremm, con Peter Hallwachs en el papel principal.






miércoles, 16 de abril de 2014

DISPARATES / 106

ESTADOS UNIDOS: CENSURA, BIBLIOTECAS Y UN LIBRO DE FOTOS

Estos días, entre el 13 y el 19 de abril, se celebra en Estados Unidos la National Library Week (Semana Nacional de las Bibliotecas), bajo el lema “Lives change @ your library”, un relevante acontecimiento cultural que desde su creación en 1958 viene sirviendo para resaltar los valores de las bibliotecas públicas en Estados Unidos, en su calidad de lugar de encuentro y de acceso al saber. Las múltiples actividades desarrolladas por la Semana de las Bibliotecas constituyen desde hace más de medio siglo un marco idóneo para la discusión entre los profesionales de las mismas y para tomar el pulso al estado de la cosa pública, especialmente en lo relativo a la cultura, y, ahora, también para reflexionar acerca de los problemas causados por la censura y la austeridad presupuestaria.

Judy Blume, directora de esta conmemoración anual, es una conocida autora de best-sellers y defensora de la libertad de expresión, cuyo primer encuentro con los libros, según afirma, se produjo en la sección infantil de la Biblioteca Pública de Elizabeth, en New Jersey. Como autora de novelas para adultos en las que se narran abiertamente historias relacionadas con la adolescencia y la sexualidad, Blume es uno de los autores estadounidenses contemporáneos más cuestionados por los medios de comunicación y las asociaciones religiosas, según informa la American Library Association’s Office for Intellectual Freedom, de la que es colaboradora. Ha participado también en diversas iniciativas contra la censura en la National Coalition Against Censorship. Asimismo, Blume es autora del ensayo Places I never meant to be, uno de los libros más valientes escritos en las últimas décadas en contra de la censura y en defensa de la libertad intelectual, y cuya introducción puede leerse en el blog de la autora.

Una de las novedades de la Semana Nacional de las Bibliotecas es la posibilidad que se ofrece a los lectores de relatar a través de Twitter cómo las bibliotecas han cambiado su vida, usando para ello los hastag #LivesChange y #NLW14. Para quienes desean explayarse más allá de los ciento cuarenta caracteres, se ha creado el sitio @ your library story collection. Además, los interesados pueden mostrar su apoyo a las bibliotecas públicas y gratuitas mediante la firma de la “Declaración por el derecho a las bibliotecas”.

Entre las actividades programadas para esta semana figuran sesiones de lectura en las escuelas, concursos y mesas redondas, además de diversos actos dedicados a la importante función que todavía desempeñan en Estados Unidos los bibliobuses, especialmente en las zonas rurales. A todo ello se añadirá el 23 de abril la “Noche Mundial del Libro”, dedicada a la donación de libros para las bibliotecas públicas.

En el marco de las actividades de esta Semana Nacional de las Bibliotecas se ha presentado el libro The Public Library. A Photographic Essay, del que es autor el fotógrafo Robert Dawson. El volumen reúne fotografías tomadas en cientos de bibliotecas de cuarenta y ocho estados, las cuales han sido tomadas a lo largo de veinte años. Dawson nació en Sacramento (California) en 1950. Estudió en las universidades de Santa Cruz y San Francisco, y en la actualidad es profesor de fotografía en la Universidad de San Jose y en la de Stanford. “Las bibliotecas son de las pocas instituciones no comerciales y no religiosas donde la gente puede reunirse”, explica Dawson, para quien dichas instituciones “tienen un papel clave que desempeñar y deben ser preservadas de las amenazas que pesan sobre ellas, tales como los recortes presupuestarios”. El libro incluye textos de diversos autores, entre ellos Isaac Asimov, acerca del valor y la función social de la bibliotecas.


Biblioteca construida por ex esclavos,
Allensworth, California, 1995

Biblioteca en el Parque Nacional Death Valley,
California, 2009

Primera microbiblioteca en Hudson,
Wisconsin, 2012

The Public Library. A Photographic Essay,
portada del libro de Robert Dawson

martes, 15 de abril de 2014

DISPARATES / 105

RICHARD HOGGART: LA CULTURA DE LA RESISTENCIA

A finales de 1945, apenas iniciada la postguerra, se formó en Londres una pareja que iba a estar unida quince años. Compartiendo crítica e investigación, llegaría a ser “la pareja política de izquierdas y de habla inglesa más influyente, que dominaría el campo de la historia social de las siguientes décadas”, según afirmó uno de sus amigos. Ellos eran Edward Palmer Thompson y Dorothy Towers. El fiel amigo, que algunos años más tarde fundaría el Centre for Contemporary Cultural Studies, se llamaba Richard Hoggart.

E.P. Thompson se había afiliado al Partido Comunista en 1942, mientras realizaba sus estudios en Cambridge. Ella era la hija única de un tendero y una maestra, y había ingresado a los quince años en la Liga de la Juventud Comunista. Al conocer a Thompson era experta en lenguas modernas y en las tradiciones orales del East End londinense, lo que incluía el habla de los marineros y el lenguaje del music hall. La Historia, afirmó, era “el punto de contacto de la literatura, la política y las tradiciones familiares”. Más tarde, al analizar las causas por las que la civilización no había sido totalmente destruida, E.P. Thompson escribió que “tenemos que agradecernos a nosotros mismos que eso no ocurriera. (…) Lo que sucedió resultó glorioso e inspirador. Abandonados a menudo por sus líderes, y con traidores en su seno, la gente corriente del mundo aceptó el reto. El eslogan ‘No pasarán’ saludaba a los fascistas en los muros de Madrid y en las calles de Bermondsey, donde intentaron desfilar los camisas negras. Seguramente no hemos olvidado todavía los días de las grandes ofensivas, (…) ni las primeras noticias que nos llegaban desde Yugoslavia de cómo los campesinos habían huido a las montañas, luchando sin botas ni equipamiento, y con sólo las armas que arrancaban de las manos del enemigo”. Precisamente él y Dorothy trabajaron juntos en la llamada “Vía Férrea de la Juventud Yugoslava”, tras lo cual, sabiéndose excluidos de la universidad a causa de sus ideas (igual que Eric Hobsbawm), optaron por una “elección obvia”: la educación de adultos, tarea que pese a las penurias económicas pudieron armonizar con sus investigaciones en el ámbito de la historia social.

Valgan estas palabras para situar al lector en el contexto histórico y político. El amigo al que nos referíamos, que lo sería de ambos durante las siguientes décadas, había nacido en Leeds, en una familia obrera. Muertos primero su padre y después su madre, cuando él contaba respectivamente uno y ocho años de edad, fue criado por su abuela, y más tarde por una tía que lo animó a estudiar. Así pudo ingresar en la Cockburn High School, y gracias al director de ésta en la Universidad de Leeds. Durante la guerra sirvió en la Artillería Real, habiendo alcanzado en el momento de la desmovilización el grado de capitán. Pocos años después publicó su primer libro, un estudio sobre la poesía de Auden que señalaría el camino de una parte de su futura dedicación, la crítica literaria, y que iba a tener como complemento un empeño mayor, consagrado al estudio de la cultura, sobre todo la de raíz popular, que iba a hacer de él un innovador y a la vez un clásico cuya poderosa influencia todavía perdura. A esta esfera de su trabajo pertenece ya enteramente su segundo libro, que es también su obra maestra: The uses of Literacy.

En esos años Hoggart se vinculó a la llamada “Nueva Izquierda”, de la que también formaban parte, además de la pareja Thompson, Alan Sillitoe, John Osborne, Perry Anderson y Stuart Hall. En 1960, en su calidad de académico de la lengua inglesa, participó como testigo en la infame causa seguida contra El amante de Lady Chatterley, la novela de D.H. Lawrence. En defensa de la misma, nuestro autor sostuvo que su tema principal “no eran los pasajes sexuales que son objeto de este debate, sino la búsqueda de la integridad y la plenitud”. Levantada la prohibición que pesaba sobre ella, la novela pudo volver a circular, y los argumentos expresados por Hoggart en el juicio sirvieron para liberalizar las leyes contra la pornografía en el Reino Unido. También trabajó en la UNESCO entre 1971 y 1975, y fue rector del Goldsmiths College de la Universidad de Londres, además de vicepresidente del Arts Council hasta que Margaret Tatcher lo despidió en 1982.

The uses of Literacy, que la editorial Siglo XXI publicó el año pasado en castellano con el título de La cultura obrera en la sociedad de masas, apareció en Inglaterra en 1957. Se trata de una obra maestra, como se ha dicho, pionera y hoy devenida en clásica, y cuya gestación está muy ligada a la otra gran contribución de Hoggart en el mundo del estudio de las culturas: la fundación en Birmingham en 1964 del Centre for Contemporary Cultural Studies, que dirigió durante casi diez años, hasta que se hizo cargo de él Stuart Hall. El libro y la institución de Birmingham, concebida a la manera de la Escuela de Frankfurt de Theodor Adorno, crearon una nueva corriente de las ciencias sociales, la cual ha acumulado ya una rica tradición científica y posee en la actualidad un promisorio futuro. A este nuevo campo de investigación, el de los “estudios culturales”, dedicó Hoggart la mayor parte de su extensa obra.

“Se afirma a menudo que ya no existe la clase obrera”, escribe Hoggart, “que las diferencias sociales se han reducido gracias a una ‘revolución sin sangre’, y que la mayoría constituimos una base bastante homogénea, que abarca desde la clase media baja hasta la clase media alta”. A lo que enseguida añade: “A pesar de estos cambios, las actitudes se han modificado más lentamente de lo que pensamos”, siendo estas actitudes, tanto las que impulsan a la sociedad hacia una cultura más igualitaria, como las que se orientan en sentido contrario, el tema principal de su estudio en el libro citado, y en los que le siguieron.

Una parte de la crítica de Hoggart se dirige contra los intelectuales, los cuales, si han conocido a obreros, lo han hecho por la vía de la autoselección: “hombres y mujeres jóvenes que acuden a los cursos de verano, individuos excepcionales a quienes su cuna ha privado de su herencia intelectual y que han hecho admirables esfuerzos por acceder a ella”. En alguna medida esta actitud paternalista, representativa de un pseudomarxismo de clase media, es la causa, según Hoggart, de los cambios operados en Inglaterra después de la Segunda Guerra Mundial, cambios sociales, culturales y políticos que afectan, y aquejan directamente, a nuestro concepto de civilización. Pues ya existía previamente una cultura obrera, a la que se debe en Europa la resistencia y la victoria contra el fascismo, una cultura de la que sus legítimos propietarios han sido rápidamente desposeídos en la inmediata postguerra, en beneficio de una cultura de masas que, mucho más que la economía, ha contribuido a crear esa impresión de “igualdad” de las sociedades modernas. Los cambios producidos en esos años tuvieron por objeto rescatar la producción industrial, prevenir la “ideologización” de la clase obrera y, en último extremo, identificar la creciente influencia americana en la cultura popular con la modernidad.

En consecuencia, Hoggart se pregunta si existe todavía una clase obrera, y en tal caso si ésta conserva aún una mínima parte de la cultura que le es propia. Así, no es extraño que los llamados estudios culturales, que ya eran interdisciplinares en su origen, pues reunían investigaciones en campos tan diversos como la antropología, el lenguaje, el cine, la literatura o la música pop, se hayan extendido más todavía desde entonces, a fin de ir abarcando otros de protagonismo ascendente en las últimas décadas como la nacionalidad, la etnia y el género. Y el panorama no deja de ampliarse, de lo que es buena prueba la atención dedicada a los medios de comunicación y últimamente a las “nuevas tecnologías”, y a la capacidad de las mismas para uniformizar más rápidamente las costumbres y las ideologías de los individuos. Sucede que, tal como la concibió Hoggart, la cultura no es sólo una práctica, ni una suma de usos y costumbres, sino más bien una forma específica del proceso social, a la cual corresponde la atribución de dar sentido a la realidad, a unos hábitos sociales compartidos y a un área común de significados.

Hoggart afirmó que existía en 1957, cuando publicó su libro, y en 1964, cuando fundó el centro de estudios de Birmingham, una cultura de la resistencia de la clase obrera, que describió como un compendio de actitudes que no se resignaban fácilmente a extinguirse. Y también E.P. Thompson trató en su libro de 1963 The making of the english working class de edificar una historia social desde abajo, poniendo en valor la considerada “baja cultura” frente a la predominante y muy ideologizada “cultura de masas”. Ese concepto al que Hoggart se refiere con frecuencia, el de las actitudes, resulta difícil de definir y se asienta en la propia experiencia del autor en su calidad de miembro de la clase obrera, lo que explica que el libro al que nos referimos contenga una dosis no pequeña de información autobiográfica.

“Mi argumento”, explica, “no es que hace una generación había en Inglaterra una cultura urbana ‘auténticamente popular’, que en la actualidad ha sido sustituida por una cultura urbana de masas, sino que los estímulos de quienes controlan los medios masivos de comunicación son ahora, por muchas razones, más insistentes, eficaces, globales y centralizados que antes; que estamos yendo hacia la creación de una cultura de masas; que los residuos de lo que era, por lo menos parcialmente, una cultura urbana popular, están siendo destruidos; y que la nueva cultura urbana de masas es en muchos aspectos menos sana que la cultura primitiva a la que intenta reemplazar”. Entre esas actitudes de la clase obrera que manifiestan cierta impermeabilidad ante la todopoderosa cultura de masas, el autor enumera de forma detallada algunos ejemplos: la composición de la familia obrera y su peculiar distribución de roles, el vecindario y el tipo de relaciones que fomenta o inhibe, las diversiones, la utilización de la ironía y el humor, el arte, y las definiciones que dicha clase tiene sobre sí misma y sobre “los otros”. Y añade: “Si bien es notorio que existe una influencia de la cultura masiva hacia la cultura popular, no es menos cierto que la clase obrera ha sabido conservar ciertas tradiciones, ritos, valores y creencias que aún la mantienen en parte alejada de las poderosas influencias de los productos de la industria cultural. Resulta interesante observar, entonces, en qué espacios y de qué modos estos sectores populares se resisten a ser consumidos totalmente por los efectos de la masificación cultural; cómo es que la clase obrera aún conserva algo de esa vieja resistencia interior”. Por último, una parte del libro está consagrada a los conflictos generacionales aparecidos en la clase obrera con motivo de la mayor exposición de los jóvenes a las pautas impuestas por la cultura de masas.

Richard Hoggart ha fallecido el pasado miércoles a la edad de noventa y cinco años.* Aunque hacía ya tiempo que estaba retirado, el peso de su obra escrita, y el legado que nos deja como fundador del centro de estudios de Birmingham y de los “estudios culturales”, han hecho de su muerte un acontecimiento de gran repercusión en Inglaterra y en América (incluyendo la América Latina), a diferencia de lo ocurrido en España, donde ha pasado totalmente inadvertida. Lo que no es de extrañar, pues de hecho si nos hemos referido aquí a uno solo de sus libros no es únicamente porque La cultura obrera en la sociedad de masas sea su obra más celebrada, sino también porque es la única de las suyas editada en castellano.** Los lectores en inglés interesados en su trabajo tienen a su disposición Richard Hoggart: Culture and critique (CCC Press, 2011), antología de textos de otros autores, algunos discípulos suyos, que se editó hace unos años en Nottingham, bajo la supervisión de Michael Bailey y Mary Eagleton. Dicho volumen, y el publicado en Argentina por la editorial Siglo XXI, constituyen una excelente aproximación al pensamiento de este hombre que en su autobiografía escribió: “Esto es un intento de dar, a una historia personal, un sentido más que personal”; y para quien la destrucción de la cultura obrera sería una de las causas, no la menor, de nuestro desvalimiento ante el poder.
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** De Richard Hoggart existe otro título en castellano, ahora descatalogado: Historia y cultura obrera, en una edición a cargo de Victoria Novelo en la colección Antologías Universitarias, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social “La Casa Chata”, México D.F., 1999

martes, 8 de abril de 2014

LECTURA POSIBLE / 140

GAZIEL: DE PARÍS A MONASTIR. UNA CRÓNICA ESPAÑOLA DE LA GRAN GUERRA

El 28 de julio próximo se cumplirán cien años del inicio de la Gran Guerra, lo que ha servido de excusa para la edición en España de libros ambientados en aquellos acontecimientos que nunca antes habían sido traducidos, como por ejemplo el clásico antibelicista El miedo, de Gabriel Chevallier (Acantilado) y Guerra, de Ludwig Renn (Fórcola Ediciones). En Francia se ha editado 1914, Le destine du monde, del historiador Max Gallo; y en Inglaterra ha aparecido Catastrophe 1914, Europe goes to war, de Max Hastings, del que ya existe traducción española: 1914, el año de la catástrofe (Crítica). De la avalancha de títulos sobre la Primera Guerra Mundial publicados en estos meses sobresale entre nosotros una rareza, este De París a Monastir, volumen que ha editado Libros del Asteroide, el cual reúne los artículos que el periodista Agustí Calvet (“Gaziel”) escribió entre octubre y noviembre de 1915 y que fueron publicados entonces en La Vanguardia. Este libro es una insólita contribución al entendimiento de aquellos hechos, vistos por un estudiante catalán, ciudadano de un país neutral que se encontró en medio de los mismos casi sin quererlo.

Nacido en San Feliú de Guíxols en 1887, Agustí Calvet fue parte de ese movimiento nacionalista al que se llamó “Noucentisme” y que habría de tener un papel destacado en la renovación de la cultura catalana. Brazo político de esta corriente fue la Lliga Regionalista, en cuya publicación La Veu de Catalunya empezó a colaborar nuestro autor con poco más de veinte años. Más atraído por las letras que por la carrera de Derecho a la que le destinaba su padre, Calvet recibió una beca para ampliar sus estudios en París, en calidad de protegido y discípulo de Enric Prat de la Riba, en cuyo Institut d’Estudis Catalans había trabajado desde 1911.

La orden de movilización dictada por el gobierno francés el 1 de agosto de 1914 sorprende a Calvet en su pensión de la Rue Fustenberg, y desde ese mismo momento empieza a redactar en catalán un diario que no estaba destinado en absoluto a la publicación y que aspiraba a ser, a la vez que un ejercicio literario, una memoria personal de los primeros meses de la guerra. Sin embargo, regresado brevemente a Barcelona a instancias de su padre, estos textos caen en manos del bibliotecario del Ateneu, Miquel dels Sants Oliver, por cuyo intermedio empezarían a publicarse a principios de septiembre en La Vanguardia con el título de Diario de un estudiante en París. Dichos artículos, que han sido recopilados y publicados en forma de libro este año por la editorial Diëresis, aparecieron ya bajo el pseudónimo de Gaziel, que nuestro autor conservaría el resto de su vida.

La publicación por entregas del diario parisino de Gaziel fue todo un éxito. En un intento de explicar las razones del mismo, Dels Sants Oliver escribió que “el clásico corresponsal de guerra ha pasado a la historia. Ha surgido un nuevo tipo de cronista, el cronista espiritual de la guerra, que no actúa tanto sobre sus episodios concretos como sobre la repercusión social del conflicto, es decir, sobre el fondo humano en que se desenvuelve”. El artículo de La Vanguardia en el que Dels Sants Oliver hizo esta observación fue incluido como prólogo a los textos de Gaziel cuando aparecieron en forma de libro, que igualmente fue un éxito, alcanzando varias ediciones hasta 1916.

Concluida la publicación de las anotaciones parisinas en La Vanguardia, el periódico propuso a Gaziel una nueva tarea, esta vez en calidad de corresponsal de guerra. En aquellos meses el interés del frente francés había decaído, y en su lugar los rotativos se concentraban en la delicada situación política y diplomática de Grecia y en la invasión de Serbia por parte del Imperio Austro-Húngaro, al que se había aliado sorpresivamente Bulgaria. Así, el trayecto que se acordó para la corresponsalía de Gaziel incluyó Atenas y Salónica, teniendo por destino el último reducto que les quedaba a los serbios en desbandada: la ciudad de Monastir.

En octubre de 1915 Gaziel vuelve a encontrarse en París, en los inicios de una aventura que a este pacífico hombre de letras, doctor en filosofía, le llevará hasta la degollina que entonces, como tantas veces, se desarrollaba en los Balcanes. Mientras los artículos que redacta en hoteles y barcos se publican en La Vanguardia, nuestro autor realiza su particular viaje de iniciación a la guerra en tres partes: una primera a su paso por Italia y durante su navegación hasta El Pireo, formada por comentarios acerca del modo en que el conflicto afecta a las regiones y las gentes; una segunda ya en Grecia, referida a las cuestiones internas de esa nación que se debatía en una precaria neutralidad y a la que se añade una memorable descripción de la Salónica ocupada por los aliados; y la tercera: crónica emocionante y emocionada del viaje de Salónica a Monastir a través de las heladas cordilleras montañosas de Macedonia.

“Llamémosla inglesa, turca, serbia, italiana u holandesa, la turbamulta de los desheredados permanece siempre la misma, sumergida en la miseria, sujeta a todos los males y arrastrada, sin tener arte ni parte, a sufrir todas las calamidades de la vida”, escribe Gaziel en este viaje por el lado de atrás del decorado de la guerra, viaje novedoso entonces en el que los protagonistas no son los elegantes oficiales de los estados mayores de los ejércitos, sino las masas de hambrientos y desesperados que malviven en la retaguardia. Lo que suministra Gaziel en sus textos, lejos de ser los grandes hechos de la guerra y la descripción de sus héroes, son las miserias de ese lado de atrás del escenario. Por eso mismo, sus crónicas no pueden responder al modelo tradicional que sería propio de un reportero de guerra, y constituyen una narración más bien literaria y objetiva de lo visto y oído, así como de los sentimientos de solidaridad despertados en él. Una narración realista y objetiva, pues, hasta cierto punto, y que apenas disimula ni las simpatías franco-inglesas de su autor ni su desprecio de la guerra.

Sólo en Atenas el cronista observador que es Gaziel deja su sitio al periodista aficionado, y ello para dar un repaso a la política y la diplomacia griegas, divididas entre un rey abiertamente pro-germánico y un personaje público, en ese momento despojado de sus cargos pero que reunía la mayor parte de las simpatías de los griegos y del que muchos esperaban la proclamación de la república: Eleftherios Venizelos. Sucede que Grecia tenía un doble papel estratégico, en primer lugar como puerto indispensable para el control del Mediterráneo oriental, y en segundo, tras la entrada en la guerra de Bulgaria y la reactivación de los conflictos balcánicos, por su carácter de base militar desde la que acceder a Serbia. La fama y el prestigio de Venizelos obedecían a sus luchas con el Imperio Otomano y a la conquista de territorios arrebatados a éste. De hecho era un político de inspiración democrática y burguesa, para cuyos proyectos ulteriores de expansión griega contaba o creía contar con el auxilio de Francia. A tal fin, y también con el propósito de afianzar su posición política, Venizelos había solicitado y obtenido de los aliados la ocupación de Salónica, lo que en la práctica separaba a Grecia en dos territorios irreconciliables y, como llegó a decirse, en “una monarquía gobernada por un presidente de república”. Cuando Gaziel le entrevista, Venizelos ha sido destituido como primer ministro, lo que no impide que siga ostentando una gran influencia política, además de ser en Grecia el hombre de confianza de los aliados. También entrevistó Gaziel a un representante del gobierno provisional que había formado el rey Constantino, a fin de ilustrar a sus lectores con la opinión contraria.

De Atenas, Gaziel pasa a Salónica, lugar en el que se asentaba una antigua comunidad sefardí que en esos meses tenía que convivir con la dudosa marea humana que se había sentido llamada por la ocupación franco-inglesa. Junto a los soldados, y de ellos, espera vivir una masa mestiza de griegos, albaneses, turcos, búlgaros, serbios y macedonios. De manera insospechada, esquivando no se sabe cómo el bloqueo de la flota aliada que se encuentra en el puerto, accede a la ciudad un segundo ejército, el de las “aliadas”, otra mezcolanza internacional, ésta de mujeres, que confiaba en prestar sus servicios a la fuerza militar, contribuyendo a hacer de esta pequeña ciudad portuaria, que más tarde sería arrasada en la II Guerra Mundial, una nueva y pequeña Babilonia. Del desbarajuste y la picaresca resultantes son testimonio algunas de las mejores páginas redactadas por Gaziel en esta crónica de la trastienda de la guerra.

De la abigarrada Salónica el autor nos lleva a las ariscas soledades montañosas, pobladas por manadas de lobos y comitadjis búlgaros, de Macedonia. Este viaje en un estrambótico automóvil, propiedad en otro tiempo de un descendiente de Byron, conduce a nuestro autor al encuentro de los campesinos serbios que han sido desplazados de sus territorios y que ponen toda su esperanza en una salvadora intervención de las tropas aliadas. Ello da pie al autor a narrar una escena apocalíptica en una venta y a describir el desangramiento de Serbia, la cual ha sido olvidada por franceses e ingleses. Y azarosamente nuestro autor consigue llegar al término de su viaje, esa Monastir abandonada a cuyas puertas se encuentra la artillería enemiga.

El libro de Gaziel es sin duda la mayor aportación española a la literatura de la Gran Guerra, y sirve para iluminar abundantes hechos, sobre todo los de Salónica y la frontera serbia en noviembre de 1915, que sin él quedarían en la sombra. Es el libro de un amateur, y en eso reside su singularidad; pero es también el de un narrador que por la fuerza de las circunstancias se convirtió en periodista. Pues el éxito de sus crónicas hizo de él uno de los personajes más influyentes y señalados de la prensa española, representante de la opinión liberal y democrática desde las páginas de La Vanguardia, del que fue director entre 1920 y 1936. A la vuelta del exilio, se instaló en Madrid, donde dirigió la editorial Plus Ultra. La moderna recuperación de su obra ha puesto al conocimiento del lector la colección de artículos que componen sus Cuatro historias de la República, así como el volumen Tot s’ha perdut, que está considerado como uno de los libros más importantes escritos en catalán en el siglo XX. Buena introducción a esa obra que merecía ser rescatada son estos artículos, verdadera narración profundamente humana, a menudo épica, de los desastres y la aflicción de la guerra.

martes, 1 de abril de 2014

DISPARATES / 104


Algunos datos interesantes sobre Estados Unidos

SOBRE EL PODER Y LA IDEOLOGÍA, DE NOAM CHOMSKY. UNA VISIÓN CRÍTICA DE ESTADOS UNIDOS Y DEL NUEVO ORDEN GLOBAL

En diciembre de 1985 la respetable y conocida Unión Norteamericana de Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés) presentó al gobierno del presidente Reagan una oferta de compra del Departamento de Justicia. Para entonces hacía tiempo que esta organización privada, dedicada a la beneficencia, había tenido que asumir tareas relativas al derecho al voto, los derechos de la mujer, de la infancia, de los discapacitados, y otros que simplemente el gobierno había rehusado desempeñar. La justificación de su ofrecimiento constaba en un escrito público, según el cual, dado que el gobierno “estaba privatizando y vendiendo cosas a la empresa privada, y puesto que de todos modos el Departamento de Justicia no hacía cumplir las leyes, ¿por qué no dejar que lo compremos nosotros, dado que somos los que estamos tratando de hacer que en Estados Unidos se cumpla la ley?” El ofrecimiento de ACLU no obtuvo respuesta, y tampoco se publicó en la prensa.

La política de austeridad a la que hoy están sometidos muchos países de América y de Europa no es cosa nueva y no tiene nada que ver con ese mediático producto que venden los gobiernos y los medios de comunicación y que llaman “crisis”. La austeridad en los gastos sociales ya se inició mucho antes, en los años ochenta, en época de la revolución conservadora de Ronald Reagan y Margaret Tatcher. De hecho los recortes de entonces han continuado durante las administraciones de los Bush, padre e hijo, y también con Obama. Lo que sucede es que, en cambio, no han disminuido los gastos en otros sectores que son competencia del Estado, por ejemplo el militar. En época de Reagan se pusieron en marcha la llamada “guerra de las galaxias” y el “escudo antimisiles”. Estos conceptos no son producto del capricho de un perturbado cowboy. Se trata de programas militares que involucran a diversos departamentos del gobierno de Estados Unidos, no sólo el de Defensa, sino también el de Energía, encargado de la fabricación de armas nucleares; y a la NASA, de cuyas investigaciones en el campo de la tecnología de vanguardia dependen los avances aplicables a distintos usos, por ejemplo los drones. De que lo proyectado por Reagan no ha caído en el olvido es buena muestra el despliegue realizado hace unas semanas en la base naval de Rota, convertida en avanzada de una futura guerra nuclear. A la vez, el hecho de que tales operaciones involucren a diversos departamentos del gobierno estadounidense, por no hablar de la infinidad de agencias a su servicio, hace imposible calcular con exactitud el gasto en defensa y seguridad de dicho gobierno. Todo ello mientras la población de Estados Unidos se empobrece, y mientras la deuda nacional de ese país asciende hasta los dieciséis billones de dólares, más de cuarenta mil euros por habitante.*

El Departamento de Defensa radicado en el Pentágono es en realidad, según Noam Chomsky, “un mercado con la garantía del Estado, y el fruto de la lección de los principios económicos de Keynes: la intervención masiva del Estado puede superar la crisis profunda del capitalismo”. Además, “el papel del Pentágono en el desarrollo de nuevas tecnologías que hoy son de uso cotidiano implica gigantescas inversiones públicas (como parte del gasto militar) que producen igualmente gigantescas ganancias privadas”. En la práctica, y prescindiendo de su retórica neoliberal, afirma Chomsky, “el gobierno de Reagan se caracterizó por un keynesianismo fanático, el cual, a través del gasto militar, expandió el sector estatal de la economía más rápidamente que cualquier otro gobierno desde la Segunda Guerra Mundial (…), ocasionando con ello un déficit enorme que no preocupa en absoluto a los planificadores, pero sí a otros sectores corporativos y financieros que no comparten la mentalidad de después de mí, el diluvio”.

Es posible que al agudo observador no le pase inadvertido el detalle de que proyectos como el de “la guerra de las galaxias” y el “escudo antimisiles”, que fueron concebidos, según Reagan, por la existencia de una “ventana de vulnerabilidad” que exponía a Estados Unidos y a Europa a un inminente ataque nuclear de la Unión Soviética, siguen en marcha hoy, más de veinte años después de la desaparición de esa grave amenaza para la seguridad occidental. Ciertamente, la continuación de estos enormes desembolsos y del peligroso despliegue de armas nucleares no puede ser entendida en términos de seguridad después del fin de la guerra fría. Pero es que, como afirma Chomsky, el objetivo de tales programas, y otros semejantes, “no ha sido nunca la seguridad, sino el fortalecimiento de una industria militar que debe servir para impulsar al sector privado de la economía estadounidense y para mantener y extender su control sobre el enemigo principal, la población nativa que a menudo codicia lo que George Kennan, el inspirador de la Doctrina Truman y el Plan Marshall, llamó ‘nuestros recursos’, casualmente situados en sus tierras”. A ese control de los recursos globales y al derecho que los dirigentes de Estados Unidos creen tener sobre ellos se refiere Chomsky con las palabras “la quinta libertad”, en referencia a la declaración del presidente Roosevelt cuando formuló los objetivos de guerra de los aliados durante la Segunda Guerra Mundial: libertad de palabra, libertad de culto, liberación de la miseria y liberación del miedo. Enunciados propagandísticos a los que Chomsky añade un quinto: la libertad de “robar y saquear”.

Para la consecución de este último objetivo Estados Unidos se ha servido históricamente de dos medios: la violencia y la ideología. La combinación del recurso a la fuerza y la abrumadora capacidad de los dirigentes de Estados Unidos para imponer su discurso al resto del mundo “ha sido constante en la política de Washington, los rasgos de cuya acción en el exterior, persistentes y frecuentemente invariables, están muy arraigados en sus instituciones y en la distribución del poder en su sociedad”. Esas constantes de la política exterior de Estados Unidos reflejan “juicios tácticos y cálculos prácticos”, los cuales tienen su sede en el Pentágono y no son puestos en duda por los disciplinados medios de comunicación norteamericanos.

En términos políticos y económicos, la voluntad de Washington con respecto al resto del mundo se define bajo la fórmula de “sociedades abiertas”, lo que quiere decir abiertas a inversiones lucrativas, a la expansión de los mercados, a la penetración económica y al control político de Estados Unidos. “Preferentemente, dichas sociedades deben exhibir formas de democracia parlamentaria, pero éstas sólo son tolerables cuando las instituciones se mantienen firmemente en manos de grupos elitistas dispuestos a actuar de común acuerdo con los dueños y dirigentes de la sociedad estadounidense”. Cuando el control ejercido por la ideología falla, se recurre a la violencia, y esto último en diversos grados, desde el vandalismo, el terrorismo y el golpe de estado hasta la invasión directa. Chomsky cita diversos ejemplos de lo anterior, entre ellos las atrocidades cometidas en Centroamérica y el Caribe por los gobiernos amigos de Estados Unidos, como el de Trujillo en República Dominicana; los de los Duvalier, Papa Doc y Baby Doc, en Haití; las dictaduras en El Salvador y Guatemala; la “contra” nicaragüense y otros. De hecho, “en su uso real, el término ‘democracia’ en la retórica estadounidense se refiere a un sistema en el que algunos elementos privilegiados controlan el Estado”, sistema que, en situaciones de “crisis de la democracia”, es decir, cuando se forma o existe el peligro de que se forme un gobierno con base popular y con verdaderas aspiraciones democráticas, se convierte en inservible, dando paso a la acción de los “amigos interiores”, desestabilizadores y terroristas, o bien, cuando es necesario, a la intervención exterior.**

“Rara vez la cobardía y la hipocresía”, resume Chomsky, “han sido tan explícitas”. De hecho, tales rasgos vuelven a ser visibles hoy, mientras asistimos a un cambio en el orden mundial, o mejor dicho: a varios cambios simultáneos que Estados Unidos trata desesperadamente de encauzar en beneficio de su propia posición predominante. Pues sucede que su crisis capitalista interna exacerba la asociación entre la industria armamentista y la penetración de su discurso, entre poder e ideología. A tales fines sirven tanto sus fuerzas armadas y las de sus aliados como “la construcción de un sistema ideológico capaz de asegurar que la población global se mantenga pasiva, ignorante y apática, ejerciendo su control sobre el ‘proceso democrático’ por las élites a través del poder político, los medios de comunicación y el sistema educativo”.

En 1986, cuando Chomsky redactó los textos que aquí comentamos, el presidente Reagan había refrendado el estado de emergencia nacional dictado el año anterior “por la amenaza que para la seguridad de Estados Unidos suponía el gobierno de Nicaragua”. Un gobierno, dicho sea de paso, que había logrado grandes avances en su lucha contra la pobreza y el analfabetismo, según diversas instituciones, y que en consecuencia se había convertido en lo que la organización internacional Oxfam llamó “la amenaza del buen ejemplo”. En esas mismas fechas, a fin de combatir a esa “manzana podrida”, y mientras muchos gobiernos amigos de Estados Unidos ejercían la barbarie sobre sus poblaciones, el informe del Departamento de Estado sobre derechos humanos en el continente dedicaba más de la mitad de sus páginas a “las violaciones de los derechos humanos” en la Nicaragua sandinista, violaciones que una a una fueron denunciadas por la organización independiente Americas Watch como “puras invenciones”.

Al examen de estas cuestiones, del papel de la guerra en la economía mundial, y del lugar ocupado en ella por Estados Unidos, están dedicadas las páginas de Sobre el poder y la ideología, el último libro de Chomsky publicado en España (Antonio Machado Libros, 2013), el cual reúne cinco conferencias pronunciadas por el autor en Managua en 1986, y que ya fueron publicadas en su día por Visor en su colección “Lingüística y conocimiento”.

Por una parte, quien es lector de Chomsky no ignora que los textos que comentamos, pese a datar ya de casi treinta años atrás, contienen dosis difíciles de asimilar (lo mismo por su precisión que por su crudeza) de una clarividente descripción del funcionamiento global de la economía y la política, lo que hace que sus textos mantengan una prolongada vigencia; por otra, el lector no habituado a las obras de Chomsky podría sentir desconfianza ante la solemnidad del título del volumen que comentamos, compuesto al fin y al cabo por una serie de modestas conferencias pronunciadas hace décadas, lo que no impedirá que tras la lectura del mismo pueda advertirse que el título en realidad se queda corto, pues, en sus menos de doscientas páginas, no es sólo un compendio del saber de su autor acerca del poder y la ideología, que es mucho, sino también sobre la historia contemporánea y los conflictos geoestratégicos presentes y futuros. Por algo estas Conferencias de Managua son hoy ya todo un clásico de la literatura crítica de nuestro tiempo.

Frente al designio del poder que “ejerce abiertamente el terrorismo”, Noam Chomsky apela “al valor ético de las acciones de cada uno”, y a la deseable propagación de la conciencia de que lo aquí comentado no es producto de que “estemos gobernados por bandidos, ya que es posible que las cosas no cambiaran mucho si los dirigentes actuales fueran reemplazados por ‘gente mejor’. Las razones son institucionales: debemos afrontar los problemas sin ilusiones, entendiendo las realidades sociales. Lo que tiene que hacerse es cambiar las instituciones. Es una tarea enorme”.
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* En 2003, la deuda pública por habitante ascendía en España a 9.022 euros, habiendo aumentado el año pasado hasta 20.383, después de que el Estado se hiciera cargo de la deuda privada de los bancos y otras entidades financieras. Por otro lado, el mayor poseedor en la actualidad de deuda pública de Estados Unidos en el extranjero es China, que ha pasado de tener un cuarto de billón de dólares en 2005 a los casi 600.000 millones que posee en la actualidad. Este incremento se debe en parte al deterioro de la economía japonesa, que hasta no hace mucho era la mayor poseedora de dólares fuera de Estados Unidos. Japón ha pasado de tener 700.000 millones de dólares en agosto de 2004 a los 570.000 que posee ahora. Fuentes: datosmacro.com y lacartadelabolsa.com

** Sobre el “matrimonio mixto” entre la Seguridad Nacional y los intereses de las grandes corporaciones, véase el artículo acerca del caso de Ucrania de J.P. Sottile: Ucrania, Chevron y Condi Rice... Atando cabos.