martes, 25 de junio de 2013

LECTURA POSIBLE / 106

THOMAS HARDY, UNA REEDICIÓN Y ALGUNOS ESTRENOS

El folletín, esa sustancia adictiva que la prensa de mediados del siglo XIX discurrió para incrementar sus ventas, fue el resultado de un lugar y de una época, truco literario que no nació con el ánimo de perdurar sino todo lo contrario, pues su propia existencia estaba asociada a uno de los productos más efímeros de nuestra civilización: el periódico. Inimaginable era que este invento coetáneo de la máquina de vapor superase la prueba del tiempo mejor que ésta misma, y que entre la ingente producción que fomentó, gran parte de ella justamente olvidada, llegaran a figurar algunos de los hitos que hoy son imprescindibles para comprender, y disfrutar, la evolución de la novela. Así sucedió en Inglaterra, donde la era victoriana, que duró más que algunas dinastías a este lado del Canal de la Mancha, vio al folletín nacer y desarrollarse, escapar a su perecedero formato original y convertirse en libro, antes de que algunos de sus títulos devinieran en lo que hoy son: en clásicos.

Autores de folletín fueron Charles Dickens, George Eliot y Elizabeth Gaskell, entre muchos otros, y el género prosperó lo bastante como para subdividirse por lo menos en tres corrientes, si atendemos a sus temas: la novela romántica, la detectivesca y la gótica. Con el tiempo ésta última, con sus aparecidos, sus transmigraciones de almas y sus sangrientas metamorfosis, acabaría recluyéndose (o casi) en el ámbito del relato; no así las otras dos, que se emanciparon de su modesta genealogía para ocupar un lugar definitivo en la creación literaria. Y ahí siguen.

Fue Dickens el primero que dio al folletín un sentido social. Y es que el autor de Tiempos difíciles era un optimista reformador de las costumbres, el cual esperaba (con razón, según se vio) que su denuncia de las condiciones de vida de las clases humildes en las ciudades del naciente capitalismo industrial crease una conciencia que terminara por impregnar las leyes. Este híbrido del folletín, entre romántico y social, es el que inspiró una generación más tarde a Thomas Hardy, que con el mismo ánimo reformador puso su atención en una de las regiones más antiguas, nobles y atrasadas de la Inglaterra rural, región que el autor conocía muy bien y que dio lugar a esa colección de narraciones inolvidables que forman las “novelas de Wessex”, grupo al que pertenecen la reeditada Tess, la de los D’Urberville y la hasta ahora inédita en castellano Los habitantes del bosque, así como algunos de los relatos contenidos en sus Cuentos completos.

La obra de Hardy participa por entero del código genético del folletín, pero en ella se acentúan dos rasgos que le otorgan carácter y modernidad: su análisis a menudo casi sociológico, testimonial, siempre exacto, de las estructuras de dominación social y económica en la Inglaterra rural de finales del siglo XIX; y algo que anticipa a Henry James y que de manera aproximada podríamos llamar “el arte”.

De esto último es posible expurgar abundantes episodios que tal vez pasarán inadvertidos para un lector apresurado, pero que constituyen las bases de una novela moderna que ya pueden aventar libremente en las páginas de estas obras de Hardy, por ejemplo en Tess, la de los D’Urberville. Así presenta el narrador el encuentro entre la joven e inocente Tess y el que será su amor, Angel Clare: ambos se encuentran en la lechería a la que ella ha llegado huyendo de su condición de madre soltera y él en busca del aprendizaje de un oficio, pues su elevada moral le ha convertido en desclasado, fugitivo de la Iglesia y casi apátrida. En el comedor colectivo, Angel, en concepto de privilegio por su condición anterior, tiene una mesa aparte, separada de la comunitaria a la que se sientan los trabajadores. El joven, que es un poco músico, acaba de estudiar una partitura, y las armonías de ésta suenan en su imaginación mientras el papel que la contiene se quema en el hogar. Y entonces, añadiéndose a esa música imaginaria como una emanación circulante por el aire, escucha la voz de Tess, de lo que nace su primera fascinación hacia la muchacha. Esa misma noche es ella la que, dando un paseo, escucha las notas que proceden del desván que habita el joven, lo que tiene el efecto de perturbarla y da pie a la primera conversación entre ambos. Esta misma poesía “musical” (o por otra palabra: lirismo), que habría resultado extemporánea en la obra de Dickens, quien no perseguía otra cosa que la eficacia narrativa, está presente en el tratamiento que Hardy da no sólo a sus héroes y sobre todo a sus heroínas, sino también a ese paisaje a menudo desolado de los páramos de la región de Wessex, paisaje en el que sus mismas ruinas desempeñan una función protagonista, como sucederá con los monolitos de Stonehenge al final de la novela.

Pero el artista Hardy era también un minucioso observador y crítico de las costumbres de su tiempo, de lo que es prueba en la misma obra la descripción que hace de la vida trashumante de los braceros del campo, forzados según la estación a trasladarse junto a sus escasas posesiones en busca de trabajo, así como de la manera en que “los hijos de la naturaleza” se ven obligados a emigrar a la ciudad, lo que en sí no tiene nada de natural, pues es a fin de cuentas “la tendencia que muestra el agua a correr pendiente arriba cuando se la impele por medio de un mecanismo”, mecanismo que no es otro que la necesidad.

Y sin embargo, más que su arte o su predisposición para engarzar hábilmente sus narraciones con la realidad social del entorno, el asunto que más salta a la vista en las obras de Hardy es su denuncia de aquello que pertenece al ámbito de la cultura, una cultura heredada y cargada de prejuicios de los que son víctimas en primer lugar las mujeres, parte débil y siempre expuesta a la malhadada opinión general. Y no es extraño que dichos prejuicios sean señalados aquí en la esfera de lo que llamamos “clase media”, cosa esta que ya había anticipado Marx en sus artículos periodísticos, pues la clase media reproduce pasivamente la ideología de la aristocracia y del dinero, convirtiéndose en principal preservadora del orden social. De ello se desprende que no pocas veces sean las propias familias de las heroínas de Hardy las causantes de sus desdichas, como sucede con el descubrimiento del origen noble del padre de Tess o con la obsesión por el ascenso social que lleva al padre de Grace Melbury a casar a su hija con el doctor Fitzpiers en Los habitantes del bosque.

El mundo que recrea Hardy en su obra es grande, injusto, y sobre todo líquido, como diría el moderno Bauman. Pero líquido, y por lo mismo inestable, no sólo porque las condiciones de vida lo sean, o porque el simple hecho de ganarse el sustento obligue a los personajes a insertarse en el movedizo engranaje social, similar a esas primitivas maquinarias pioneras de la agricultura industrial que aparecen aquí y allá en estas páginas, sino además, y tal vez sobre todo, porque también son líquidos los sentimientos y las pasiones que actúan como fuerza vital de los héroes de Hardy, estos héroes cargados con sus amores de largo recorrido que, enfrentados a un obstáculo social, a un prejuicio, creen desenamorarse, o se emparejan con otro para volver al cabo del tiempo a estar desparejados. Así como de pronto el que era rústico se convierte en noble, o a la inversa, o como el humilde hombre del campo que desapareció hace cien páginas reaparece ahora bajo la forma de un magnate, o de alcalde, así también los apasionados amantes, tras largo noviazgo, se reconocen el uno al otro incompatibles en la misma y frustrada noche nupcial, y esto sólo tras un breve intercambio de secretos, lo que explica que no haya pareja en la obra de Hardy que no pase la mayor parte del tiempo separada, y que el precio que deben pagar estos personajes por las escasas horas de amor sea tan alto como la propia vida.

“El infierno son los otros”, escribió Sartre, pero parece que al menos en lo tocante a los personajes de Hardy se equivocó, ya que la condición necesaria para causar las calamidades de estos hombres y mujeres no es la opinión general, sino la parte de ésta que cada uno de ellos lleva en su interior, lo que les convierte en los principales enemigos y flagelos de sí mismos. Es esa falsa moralidad interiorizada y vivida trágicamemente la que los desgarra, transformando su drama personal en melodrama, el cual se desenvuelve con una precisión no exenta de inesperados golpes de efecto, vueltas de tuerca en las que ese infierno general profundiza en el particular de cada uno.

Mostrar agudamente los entresijos de la decadente sociedad victoriana, las hipocresías, las supersticiones, los convencionalismos, la absurda jerarquía imperante contraria a la naturaleza, mostrar, en fin, el completo cuadro de un mundo enfermo en el que lo acostumbrado es el penar y lo extraordinario la felicidad, lleva al autor a retratar crudamente el amplio repertorio de vilezas de que tal sociedad es capaz, dirigidas en su mayor parte, como queda dicho, a las mujeres. Así, entre las novelas y los relatos ambientados en Wessex es posible encontrar a la esposa que ha sido vendida por su marido, junto a su hija, en una feria; así como a la joven a la que una infundada mala reputación condena a perecer mediante un acto de brujería. Y es que a veces los tonos ácidos de Hardy le llevan a tocar los límites del realismo y le avecindan a ese exceso de crueldad que entre nosotros tiene amplia tradición y que llamamos esperpento.

De los tres libros de Hardy aparecidos este año uno era ya bien conocido, Tess, la de los D’Urberville, desde que Roman Polanski lo llevó al cine en 1979, siendo encarnado entonces el papel de la desgraciada heroína por Nastassja Kinski, y que en una traducción ya clásica ha sido reeditado por Alianza. Del todo incomprensible, en cambio, es que permaneciera inédito en castellano Los habitantes del bosque, uno de los mejores logros de la pluma hardyniana, que llega a nosotros un siglo y medio después por obra y gracia de Impedimenta, y que incluye un instructivo postfacio de quien es su traductor, Roberto Frías. Y no menos importante es el libro que nos propone Alba y que reúne los cuentos completos de nuestro autor, quien en vida los reunió en cuatro volúmenes, Cuentos de Wessex, Un grupo de nobles damas, Pequeñas ironías de la vida y Un hombre cambiado y otros relatos, a lo que hay que añadir diversos cuentos que se publicaron por separado y que también recoge el libro que comentamos. Toda una fiesta literaria en estos tiempos de autoayuda y escasez.

martes, 18 de junio de 2013

LECTURA POSIBLE / 105

EL ABRIGO DE PROUST, DE LORENZA FOSCHINI

Con razón nos recuerda Hugo Beccacece, el traductor de este libro, que Proust fue amigo de llevar su vida con discreción y de separar al yo profundo que es autor de la obra literaria de la persona en la que se encarna, persona, justo es decirlo, sometida a las comunes y poco memorables servidumbres cotidianas, a la incomprensión y hasta la inquina de desconocidos y parientes, y en fin a la sensatez, o el tedio, de toda vida doméstica. Literatos aventureros los ha habido, algunos de los cuales, en un ejercicio más o menos consciente de marketing, han creado de sí mismos un personaje, o una leyenda, al gusto del consumidor, a veces más atractiva que su propia obra. No es el caso de Proust, que si ha sufrido póstumamente una especie de culto a la personalidad ha sido a su pesar.

Las ediciones críticas empezaron a trasladar el foco de atención de la obra a la persona que la había creado, y si es cierto que todavía éstas pertenecen por entero a la esfera de los filólogos y estudiosos especializados, también lo es que de ahí a que el autor, que ya no puede defenderse y ha sido totalmente escindido de su obra, caiga en manos de los cronistas del corazón, de los curioseadores de rarezas humanas y de los amantes del morbo no hay más que un paso; a que por fin caiga también en las de fetichistas dispuestos a satisfacer alguna oscura patología, otro.

El libro que nos ocupa se salva de lo anterior por dos razones: en primer lugar porque es literario y verdaderamente ilustra algunos aspectos de la obra de Proust, y en segundo porque la historia que nos cuenta la autora tenía que ser ineludiblemente contada, pues es una de esas historias lo bastante inverosímiles como para que sólo haya podido suceder en la realidad (no en esa ficción de la que incluso con los argumentos más disparatados se espera que sea creíble), y en una realidad admirablemente humana, no obstante sus tintes detectivescos. Además, tiene final feliz.

El traductor, él mismo autor y buen entendido de la obra de Proust, escribió en su libro Pérfidas uñas de mujer (Edhasa, 2012): “Pasa algo con los admiradores de Proust, entusiasmados con su obra se abalanzan sobre su vida traicionando la estética proustiana”. Y eso precisamente es lo que relata Foschini: la historia de un hombre que se abalanzó sobre la vida, o más bien sobre los despojos del autor de En busca del tiempo perdido. Lo aquí narrado es realidad vivida y fielmente transcrita por la autora, periodista y traductora al italiano de algunos textos inéditos de Proust. Así, el presente libro es producto de la complicidad internacional de, además del editor, tres amantes proustianos: la autora italiana, el traductor argentino y cierto magnate de la perfumería y bibliófilo francés llamado Jacques Guérin.

Hay aún otros personajes secundarios que pululan por esta historia, por ejemplo Piero Tosi, el diseñador de vestuario de los films de Visconti; Jean Genet, al que la literatura había rehabilitado lo bastante como para que le consintieran ser un hombre libre (tan libre como es posible serlo); y el novelista americano Edmund White. En una entrevista concedida por éste a The Paris Review a propósito de la exposición organizada hace unos meses por la Morgan Library y la Biblioteca Nacional Francesa para conmemorar los cien años de Por el camino de Swan, comentó que “Guérin era un hombre terrible, la oveja negra de su familia”. Había acudido a él mientras investigaba la obra de Genet, de quien Guérin conservaba diversos manuscritos, sobre todo el del Diario del ladrón, así como una edición de poemas dedicados a Sartre. En dicha entrevista White suelta toda clase de lindezas acerca de Guérin, quien con diversos subterfugios impedía a los investigadores acceder a su fabulosa colección bibliográfica, y cuya forma de tratar estos asuntos “sólo puede calificarse de miserable”.

La imagen de Guérin que nos ofrece dicha entrevista contrasta  radicalmente con la que del mismo personaje nos ofrece Foschini en su libro. En éste, en efecto, Guérin viene a ser un héroe filantrópico que literalmente consiguió salvar los manuscritos de Proust y sus escasas posesiones de la hoguera a la que estaban destinados. Es verdad que Foschini no conoció a Guérin, pero ha dedicado tiempo y energía a su persona, en particular al episodio en el que ésta se cruza con, entre otras cosas, el abrigo de Proust. Sin embargo, más allá del carácter y la psicología del perfumista, el libro de Foschini es un relato de hechos comprobados, hechos narrados con habilidad de novelista y que constituyen una especie de intrigante arqueología literaria.

Foschini, nos cuenta, hizo una entrevista a Piero Tosi para la RAI. Por ella se enteró de que en 1970 Luchino Visconti tenía muy avanzado un proyecto de adaptación al cine de En busca del tiempo perdido, film para el que esperaba contar con Laurence Olivier, Dustin Hoffman y una ya para entonces venerable Greta Garbo (por otras fuentes sabemos que la lista de estrellas invitadas incluía a Marlon Brando). Falto de financiación, el proyecto quedó en nada, pero sirvió para poner en contacto a Tosi con Jacques Guérin, que en su casa de París guardaba como un tesoro los manuscritos de Proust. A partir de aquí Foschini se lanza a desentrañar a este Guérin, propietario de una fábrica de perfumes. “A primera vista”, le explicó Tosi, “me pareció un pajarraco nocturno, negro y fantástico. Hablaba un francés pasado de moda, maravilloso, sublime”. Guérin, devoto lector de Proust, contrajo en su juventud una enfermedad de la que fue tratado por el doctor Robert Proust, hermano de Marcel que a la muerte de éste había pasado a ser depositario de los manuscritos y otras propiedades del difunto. El joven Guérin se quedó pasmado ante aquellos originales repletos de tachaduras, adiciones y notas en los márgenes. Se hizo amigo de la familia, y adoptó la costumbre de presentarse en los funerales de los parientes de Proust, mezclándose con ellos para sonsacarles una información que al cabo de los años llegó a ser ingente. Cuando el doctor falleció, volvió a presentarse en su casa, a tiempo de comprobar que la viuda, Marthe, se disponía a quemar aquellos “papeluchos” y a malvender los enseres que pertenecieron a Proust. Esta señora, que procedía de una familia muy adinerada y que en su viudez había quedado en una situación económica poco menos que desesperada a causa de los excesos de su marido, que además tenía una amante, estaba decidida “a salvar las sagradas apariencias, en beneficio del buen nombre de la familia”. Marthe, que sin duda conocía la homosexualidad de su difunto cuñado, debía sentir en ese momento un profundo rencor (si no odio) hacia toda esa caterva de los Proust, por el que aquellas no del todo inocentes páginas iban a pagar con la extinción. De inmediato, el más que solvente Guérin decidió salvarlas.

Además de los manuscritos, previo pago, llegaron a posesión de Guérin los diversos objetos que contenía una vieja sombrerera, entre ellos cartas firmadas por Proust dirigidas a Jean Cocteau, versos escritos para el gran amor de Proust, el compositor vasco-venezolano Reynaldo Hahn, otra carta que había enviado a su abuelo en la que se quejaba amargamente de su fracaso en un burdel, adonde había sido enviado por su padre “para que se le quitaran esas tonterías”, diversas fotografías de él y su hermano cuando eran niños y una de su amado Reynaldo, y lo mejor de todo: algunos cuadernos que contenían sustanciosas variaciones sobre la parte final de la Recherche y las primeras pruebas de imprenta de Por el camino de Swan. Por el mismo procedimiento llegaron a manos de Guérin diversos objetos de uso personal de Proust, entre ellos su cama, aquélla cama de latón con su colcha de satén azul en la que había dormido desde los dieciséis años, en la que, a causa de su maltrecha salud, había escrito la mayor parte de su obra y en la que falleció el 18 de noviembre de 1922. “En esa cama”, escribió Walter Benjamin, “yacía el escritor destrozado por la nostalgia de un mundo cambiado”. Junto a ella, Guérin pudo rescatar la biblioteca y el escritorio, unos candelabros, un retrato al óleo del padre de Proust, la cinta con la Legión de Honor, un alfiler de corbata de Cartier, un bastón de paseo y, por supuesto, el abrigo, un abrigo forrado con piel de nutria que Proust llevó muchos años y que ya estaba más que ajado cuando llegó a su poder.

“No puedo expresarle mejor mi gratitud que con la alegría que me produce conocer a un lector para el que el fetichismo es una religión”, escribió Genet en la dedicatoria a Guérin de su Querelle de Brest. Con ello Genet demostró haber captado al instante uno de los rasgos, quizá el principal, de este hombre poliédrico, protagonista de esta historia habitada por nombres ilustres y otros desconocidos, como Werner, el “hombre para todo” que consolaba al parecer a la viuda Marthe. Ocho años antes de morir, en 1992, el fabricante de perfumes decidió subastar su colección, la misma cuyo acceso denegó a Edmund White. Entonces se subastaron en el salón La Paix del Hotel Georges V de París, por un precio astronómico, diversos manuscritos y ediciones originales de Baudelaire, Picasso, Cocteau, Genet, Rimbaud y, naturalmente, los objetos contenidos en aquella vieja sombrerera de Marcel Proust. El resto, lo que incluye la cama y el abrigo, se encuentran en el Museo Carnavalet, donde el visitante puede apreciar una reconstrucción del dormitorio de la rue Hamelin donde en sus noches insomnes escribió Proust su obra, aquella que, tras ponerle la palabra “fin”, le persuadió de que, después de todo, su vida había sido suficiente. Un “fin” que no lo es tanto, como demuestra este libro que se halla entre la aventura y el fetichismo y que viene a añadirse a la ya extensa saga de la literatura de motivo proustiano.

Y en medio de eso ¿dónde queda Proust? La escritora Marthe Bibesco, que lo encontró cuando él se aproximaba a su final, lo describió así: “Marcel Proust se sentó ante mí, en una sillita dorada, como si acabara de surgir de un sueño, con su abrigo forrado de piel, su rostro cargado de tristeza y sus ojos que parecían capaces de ver en plena noche…” El resto es literatura, o lo que es lo mismo: tiempo recobrado.

lunes, 17 de junio de 2013

DISPARATES / 75

FASCISMO EN LA ESCUELA: UN EXPERIMENTO

Siempre surge la pregunta cuando se estudia o discute el origen del nacional-socialismo: ¿por qué el culto y civilizado pueblo alemán elevó al poder y siguió después a Hitler? A esto no hay una respuesta única, y si nos atenemos a los aspectos sociales y económicos del asunto deberemos referirnos a aquel infame Tratado de Paz de Versalles que puso término a la Primera Guerra Mundial, y que en realidad no fue otra cosa que una venganza de las potencias vencedoras, las cuales obligaban a Alemania a pagar unas indemnizaciones de guerra (una deuda pública) que condenaba a los vencidos a la miseria, y que, como sucede con las actuales deudas públicas de los países europeos del sur, era tan onerosa como, en la práctica, imposible de satisfacer. Otros explican el fenómeno por motivos históricos, de lo que es buena prueba la exposición De l’Allemagne, 1800-1939. De Friedrich à Beckmann, que todavía puede verse en el Louvre y a la que ya nos hemos referido aquí. Dicha exposición incurre en el tópico, a nuestro juicio interesadamente erróneo, de que el nazismo se hallaba ya en germen en el Romanticismo alemán, tanto en su filosofía como en su arte, de forma que supuestamente aquél no era más que un subproducto cuya aparición era cuestión de tiempo. Diversos historiadores, finalmente, justifican el surgimiento del nacional-socialismo por una combinación de ambos factores, en los que podrían tener participación otros que aquí resulta superfluo enumerar. Pero la cuestión es: ¿podrían existir otros factores, en general desatendidos?, o todavía mejor: ¿podría ser que el nazismo no estuviera sujeto a ninguno de ellos? Y todavía más: ¿sería posible que el nazismo fuera el resultado de un experimento aplicable, con los mismos resultados, en todo tiempo y lugar?

En 1967, al contrario que hoy, se vivían días en los que las llamadas fuerzas emancipatorias, en todos los órdenes, gozaban de buena salud. En Estados Unidos se protestaba contra la Guerra de Vietnam y se luchaba por los derechos civiles; el mayo francés estaba a la vuelta de la esquina; en el ambiente ya se olfateaban libros como Capitalismo y esquizofrenia, de Gilles Deleuze y Félix Guattari; se desarrollaban el estructuralismo y la antipsiquiatría; y poco antes Marcuse había escrito El hombre unidimensional. Por lógica, aquellas ideas se extendieron a todos los ámbitos de la sociedad, lo que incluía, naturalmente, la enseñanza. En Estados Unidos cobró fuerza una corriente que rechazaba el método didáctico de la enseñanza, y que aspiraba a suprimir la distancia entre profesor y alumno por medio de la llamada “enseñanza experiencial”, que tuvo gran influencia en diversas instituciones de tendencia muy liberal, por ejemplo en California. No es mucho lo que hoy queda de esto, y para encontrar algo parecido tal vez habría que acudir a la Universidad de la Tierra que se encuentra en Oaxaca, en Chiapas (México), donde se ponen en práctica las ideas del filósofo austríaco Ivan Illich. Dicha universidad no otorga titulaciones, y la enseñanza reviste la forma de una experiencia comunitaria, dirigida específicamente al campo social.

En 1967 una de las ciudades más pujantes de California era Palo Alto, que hoy es el foco central de la actividad de Silicon Valley y está volcada a la tecnología punta (allí tienen sus sedes Hewlett-Packard y Xerox), que en los años ’80 vio nacer (y morir) un mítico sello discográfico dedicado al jazz, y que entre sus centros educativos cuenta con la prestigiosa Universidad de Stanford. En el año mencionado más arriba la acomodada clase media de Palo Alto disponía para la educación de sus hijos de diversos establecimientos públicos y privados en los que con frecuencia se ponían en práctica las nuevas ideas en materia de enseñanza. Los padres de izquierdas que podían permitírselo enviaban a sus hijos a la Escuela Secundaria Cubberley, en la que daba clases de “mundo contemporáneo” el profesor de historia Ron Jones. Éste era un firme partidario de la enseñanza experiencial, y en abril de ese año realizó con sus alumnos un estudio sobre la Alemania nazi. A la inevitable pregunta de uno de sus alumnos (la que encabeza este artículo) Jones se declaró honestamente incapaz de responder, y en su lugar concibió un experimento que ha dado lugar a diversas publicaciones y películas, entre ellas la alemana Die Welle, (La ola) que con gran éxito de público dirigió en 2008 Dennis Gansel.

Se cree que el profesor de historia carecía de un plan establecido cuando se lanzó a experimentar con sus alumnos, y que gran parte del mismo experimento fue fruto de la improvisación. Los conceptos generales eran los siguientes: la clase de historia se constituía en una organización llamada The Third Wave (la Tercera Ola), nombre tomado del Tercer Reich y de una leyenda que circulaba por entonces entre los surfistas californianos, según la cual “la tercera ola es siempre la más fuerte”. Los alumnos que decidieran permanecer en clase y que contribuyeran a hacer triunfar el ideario de la Tercera Ola obtendrían una nota colectiva de sobresaliente. En cambio, los que optaran por separarse del grupo deberían ingeniárselas “desde fuera” para hacer fracasar el movimiento, y esto por los procedimientos que consideraran oportunos. De lograrlo, serían los hipotéticos disidentes los que merecerían una buena nota, castigando en todo caso a los derrotados con el suspenso. Se observa de entrada una desproporción entre las posibilidades de éxito de los que permanecieran fieles al grupo y los autoexcluidos. Esto se explica fácilmente, ya que en cualquier terreno de la vida es más fácil lograr los objetivos dentro de un grupo que fuera de él. De esta forma la disidencia aparecía lastrada ya desde el inicio con una importante desventaja, la cual era de hecho una coacción que debía persuadir a los alumnos de mantenerse en el grupo.

El fin de éste era la eliminación de la democracia. La idea de que la democracia enfatiza la individualidad se consideró negativamente y en forma de obstáculo a un verdadero y eficiente orden social. El lema era: “Fuerza mediante la disciplina, fuerza mediante la comunidad, fuerza mediante la acción, fuerza mediante el orgullo”. El profesor Jones repartió entre sus alumnos unas tarjetas, de las que cierto número estaban marcadas, que se entregaron vueltas del revés y de manera aleatoria. Los receptores de una tarjeta marcada se convertían en el acto en “policía secreta”, destinada a denunciar los posibles comentarios y actos contrarios a la organización. A los alumnos les hacía preguntas que debían ser contestadas con un máximo de tres palabras, a las que había que añadir obligatoriamente la fórmula “señor Jones”. Además creó un saludo igualmente obligatorio parecido al hitleriano, el cual sus alumnos debían repetir incluso al encontrarse fuera de clase.

Según las anotaciones que Jones escribió unos años más tarde, hacia el tercer día del experimento el número de alumnos de su clase había aumentado de 30 a 43, y al final de ese mismo día los miembros de la Tercera Ola eran ya más de doscientos. Por varios procedimientos el profesor pudo constatar que después de sólo tres clases se había producido una mejora drástica en el rendimiento académico de sus alumnos, así como un aumento general de la motivación. Sin embargo, el propio Jones terminaría por reconocer (nueve años más tarde) que para entonces el experimento se le había ido de las manos. Sin explicar las razones, el cuarto día el profesor anunció a la clase el fin del experimento, pero sin éxito, a causa del rechazo de sus alumnos, fuertemente involucrados con el proyecto por medio de la lealtad y la disciplina. Entretanto, una estudiante, convertida en única disidente de la Tercera Ola, pasó a organizar la oposición a la misma por medio de carteles que colgó en los pasillos del instituto, y que alguien (nunca llegó a saberse quién) retiraba de inmediato. Tras varios días de tensiones que se extendieron por todo el centro educativo, Jones anunció a la clase que la organización era parte de un movimiento a escala nacional y que pronto, por medio de un mensaje televisivo, se daría a conocer al mundo la Tercera Ola y su candidato presidencial. El día señalado la mayoría de los estudiantes del Instituto Cubberley se concentró ante el televisor, que permaneció en negro. Jones explicó a los asistentes el sentido del experimento, que concluyó entonces con la proyección de una película sobre el nacional-socialismo.

Los psicólogos han estudiado a fondo la experiencia, encontrando en ella similitudes con el funcionamiento interno de las bandas que, agrupadas racialmente, constituyen un serio problema de la juventud americana. Igualmente se han señalado analogías con grupos terroristas y, lo que es acaso más inquietante, con asociaciones deportivas, partidos políticos, congregaciones religiosas y grupos empresariales. El experimento se inscribía en una corriente inaugurada en 1961 por el profesor de la Universidad de Yale Stanley Milgram, el cual demostró la disposición de un grupo de voluntarios a obedecer las instrucciones de una figura autoritaria aun cuando éstas entraran en conflicto con la conciencia de los participantes.

El experimento de Jones no dio ninguna respuesta, pero sí planteó nuevas y graves preguntas. Y de manera involuntaria demostró que el fascismo también era fácilmente reproducible, sin condicionantes históricos ni económicos, en la progresista y liberal California de los años ’60. ¿Cabe entender que el fascismo puede crearse en el vacío, partiendo de la más absoluta nada, igual que una rutinaria y trivial experiencia de laboratorio? ¿Es hoy la Europa del sur sujeto de una prueba de laboratorio, concebida improvisadamente y sin un fin preciso? ¿Y es que somos acaso alumnos aplicados? ¿Se han repartido ya las tarjetas y te ha tocado a ti, lector, la carta marcada?

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La Ola (en español), Dennis Gansel, 2008

domingo, 16 de junio de 2013

DISPARATES / 74

QUEREJETA EN EL JARDÍN DE LAS DELICIAS

Hace años, o mejor dicho: décadas, circulaba entre la llamada intelligentsia la opinión de que si en lugar de uno hubiera habido media docena de Querejetas habría podido vivirse en España un segundo siglo de oro. En torno a 1970 se encontraban en activo, y en plena posesión de sus recursos, Luis de Pablo y Cristóbal Halffter, los hermanos Saura, Antoni Tàpies y, lo que ya por sí solo era un escándalo, Luis Buñuel. Para esa joven generación (no la de Buñuel, sino la de los otros), que en parte vivía con un pie a cada lado de los Pirineos, existía un tema de reflexión, España, cuya expresión artística debía sortear una y otra vez los escollos de la censura, lo que no siempre era fácil, y que si logró constituirse como referencia de la cultura española fue en gran medida gracias al reconocimiento internacional. Pues sucedía que, dejando aparte la calidad de sus obras, más allá de nuestras fronteras toda reflexión española era por naturaleza reflexión antifranquista, y muestra de una oposición que pertenecía por derecho propio a las modernas corrientes de la cultura europea, la cual prometía tiempos más felices.

Elías Querejeta fue un mecenas que puso su dinero y su ingenio al servicio de un proyecto cultural que auguraba el cambio. Las películas que contribuyó a hacer posibles tenían desde sus inicios, desde que no eran más que una escaleta, un aire de desafío quijotesco que contrastaba con la oronda y autocomplaciente cultura oficial. De algún modo esas extrañas películas pudieron hacerse, y si sus censores no las entendieron no ocurrió así con sus espectadores de aquí y del extranjero, quienes supieron ver en ellas lo que pretendían ser: alegorías de un régimen que en la Europa de entonces equivalía a la pervivencia de un descoyuntado dinosaurio, una especie extinta en el mundo que por motivos inconfesables resollaba aún en la soleada y playera España. Hoy esos films pertenecen al orden de lo mítico, y sin ellos sería tan imposible entender al dinosaurio como a nosotros mismos.

De la actividad de este futbolista y productor guipuzcoano me referiré aquí solo a un episodio, el de su encuentro con Carlos Saura. Ocurrió a mediados de los ’60, y ya de entrada dio lugar a esa obra maestra que es La caza (1965). La década siguiente fue la más fructífera en la relación Saura-Querejeta, de lo que son testimonio las premiadas en Cannes La prima Angélica (1973) Cría cuervos (1975) y Elisa, vida mía (1977). El éxito de estas películas obedeció a la habilidad de sus autores para “hablar entre líneas”, como a menudo se hacía en el Barroco, lo que llegó a conformar una poética repleta de alusiones a la realidad española, sirviéndose para ello de la coartada de lo que entonces se llamaba “el cine de arte y ensayo”. Algunas veces el lenguaje empleado podía resultar del todo críptico, lo que permitía a los asistentes a los cine-clubs especular sesudamente acerca de la intención de sus autores. No hay duda de que esa atmósfera general de enigma –esas famosas patas de gallina en el frigorífico que como hoy sabemos no significaban nada, como los pájaros que no significan nada en la película de Hitchcock– contribuyó a elevar a sus autores a la categoría de oráculos cuyas palabras debían ser interpretadas debidamente, lo que, por suerte, era imposible. Y sin embargo, vistas ahora, tales películas tienen un poder de fascinación que no excluye el que sean a la vez documento imprescindible de una época y, a menudo, pura expresión de una lucidez rara en todos los tiempos que, en este caso, llega a convertirse no pocas veces en don profético.

De lo anterior es buen ejemplo uno de los films que no son de los primeros que vienen a la memoria al referirse a ese par de delanteros centro llamados Saura y Querejeta: El jardín de las delicias, de 1970. Un film que se estrenó con cortes obligados por la censura, y del que sorprende que no fuera prohibido totalmente. Cuenta la historia de Antonio Cano (José Luis López Vázquez), hijo de un importante hombre de negocios. Al protagonista no le parece bastante que “los negocios vayan bien”, como podríamos decir hoy parafraseando a cierto sabio, y, en su calidad de emprendedor moderno y atrevido, reprocha a su padre en una memorable escena que sus caducos métodos, asentados por la costumbre, son manifiestamente mejorables. La escena concluye con una frase dirigida por el hijo al rancio padre: “Yo lo que quiero es sentarme ahí”, dice señalando el sillón desde el que el padre, como si se tratase de una reunión de gobierno, preside el consejo de administración.

Más tarde Antonio sufre un accidente de tráfico que le deja secuelas cerebrales. El empresario ha perdido la memoria y el habla, quedando además sin movilidad en las piernas, lo que le hace recluirse en una silla de ruedas. En este estado le envían a una propiedad familiar, la casa solariega en la que vivió su infancia, donde, con la ayuda de una enfermera, se confía en su recuperación. Esto da lugar a otra memorable escena en la que el séquito que siempre rodea al inválido pretende revivir en él el gusto por la caza. En una ilustración de esa frase española según la cual “así se las ponían a Felipe II”, un sirviente lanza al aire una paloma cuyas patas están sujetas por una cuerda. Tal expediente no es eficaz, y el empresario inválido yerra varios tiros hasta que uno de los miembros del séquito abate por sí mismo a la paloma, haciéndole creer que ha sido él el autor del disparo fatídico.

Más tarde el paciente recupera habla y memoria, al menos en apariencia. En realidad sólo es capaz de repetir un pequeño repertorio de discursos pronunciados por él mismo antes del accidente. El final de la película muestra al protagonista en el jardín de su infancia, sentado en su silla de ruedas y rodeado progresivamente por su familia, miembros del consejo de administración de la empresa y otros invitados, todos ellos sentados en sillas de ruedas, moviéndose en círculo en el más absoluto silencio.

Esta narración sobre la memoria y la impotencia apenas enmascara claves políticas acerca de la España de entonces que saltan a la vista a cualquier espectador avisado. Eran los tiempos de la “sucesión”, cuando la prensa del Movimiento intentaba popularizar la figura del príncipe Juan Carlos, a quien la mayoría de los españoles tenía por medio lelo, y en quien se reconocía por otra parte una tenaz ambición, que no era otra que la de sentarse en el trono del Caudillo. La historia subsiguiente es bien conocida, y consiste básicamente en una repetición de los discursos de siempre, aderezados durante la transición con una amplia campaña publicitaria que culminó el 23 F a fin de modificar la opinión de los españoles acerca de quien estaba llamado a ser eficiente cazador y Jefe de Estado.

Es posible que un espectador de menos de treinta años encuentre incomprensibles y aburridas las películas de Saura y Querejeta, pero puedo atestiguar que quienes peinamos canas no dejaremos de sorprendernos ahora (más que antes, quizá) ante estos films de circunstancias, producto de la lucidez y la audacia de unos pocos creadores cuyos méritos tal vez no hemos reconocido suficientemente. Sorprendernos, ¿por qué? Pues por su modernidad, por la precisión con que sus autores supieron ver la disyuntiva (o la falta de la misma) que se le presentaba a España, de lo que es buen ejemplo la feroz sátira política que he comentado. No sólo sátira, sino también profecía. Y es que no se me ocurre mejor imagen para resumir la España de los últimos cuarenta años, y la actual, que ese silencioso desfile de inválidos moviéndose torpemente en sus sillas de ruedas, girando sin parar y a la vez sin horizonte alguno, presos de su propio círculo vicioso.

Por causas desconocidas, he leído en alguna parte, murió hace unos días Elías Querejeta. Por causas desconocidas, también, sigue España en su círculo vicioso, movido entre bambalinas por ese delantero centro que perdió la Real Sociedad y que ganó la cultura. Sería un error olvidarle.

martes, 11 de junio de 2013

DISPARATES / 73

URGENTE: EL GOBIERNO GRIEGO CIERRA LA RADIOTELEVISIÓN PÚBLICA EN UN GOLPE DE ESTADO INSTITUCIONAL

11 DE JUNIO 2013, por MARIE LAURE VEILHAN

Hola a todos,

Estas son las últimas noticias, muy graves, de Grecia: el gobierno, en cumplimiento de las órdenes de la Troika, ha procedido sin previo aviso, por una simple decisión ministerial con fuerza de ley, al cierre de la radio y la televisión públicas de Grecia. Su objetivo oficial: de acuerdo con las instrucciones de la Troika, que señaló que la consolidación del sector público se estaba incumpliendo (2.000 despidos de los que aún algunos no se han aprobado), se procederá al despido de todos los periodistas y el resto de personal cuya situación era, hasta hoy, de funcionarios, así como los contratados. El despido tiene vigencia a partir de la publicación del decreto, es decir: inmediatamente.

En la práctica, se trata de un golpe de estado (ya que la decisión ministerial tiene fuerza de ley), que pone en peligro la libertad de información consagrada en la Constitución griega.

Cuatro ministros que debían firmar esta medida se han negado a hacerlo, pero la decisión ha sido ya anunciada de todas formas por el portavoz del gobierno.

Periodistas y demás personal de la radio y la televisión públicas, presentes en los locales de la Calle Messogeion, han anunciado su decisión de permanecer en las instalaciones, a fin de proseguir en antena. 

Muchas personas siguen llegando a los edificios de la Radio Televisión de Atenas, y también en las provincias, a pesar de que han sido acordonados por las fuerzas antidisturbios. 

Los periodistas de los medios privados se han declarado en huelga en solidaridad con sus compañeros. La dirección sindical de radio y televisión ha anunciado en todo el sector el estado de emergencia.

Se trata, como muchos nos temíamos, de un golpe de efecto del gobierno con un fuerte riesgo de degenerar, y con todos los signos de un verdadero golpe de estado.

Los edificios centrales de la radio y la televisión públicas de Grecia y todos sus equipamientos se confían según esta medida del gobierno al "Ministerio de Protección Ciudadana" (léase: el Ministerio del Interior). Esto sólo puede recordar los días oscuros de la historia, no tan lejanos en Grecia.

Actualización (21:50 hora griega)

El portavoz del PASOK ha declarado en televisión que su partido exige la retirada inmediata del decreto (que sólo ha sido firmado por los ministros de Nueva Democracia), a la vez que ha alertado de la gravedad de la situación.

Hay que tener en cuenta que las emisiones de ERT se siguen en todo el mundo y son vistas y escuchadas por millones de griegos de la diáspora, que se abalanzaron sobre sus teléfonos para protestar. Lo acontecido también es un ataque contra los griegos emigrados, cuyo número sobrepasa al de los que viven en suelo griego.

FUENTE: MEDIAPART

LECTURA POSIBLE / 104

FILIBUTH O EL RELOJ DE ORO, DE MAX JACOB

Poeta, dramaturgo, novelista, Max Jacob es quizá más conocido entre nosotros como pintor, además de por su privilegiada relación con Picasso, al que abrió las puertas de París y al que también, dato este menos conocido, introdujo en el consumo del opio. Sucede que Jacob fue sobre todo un hombre de la vanguardia, uno de aquéllos que tuvo a bien reconsiderar enteramente la función del arte y en particular sus fronteras, en persecución de una forma de expresión total que a él, igual que ocurrió con otros autores a los que ya nos hemos referido aquí, como Félix Valloton o Alfred Kubin, le dio pie a servirse indistintamente del pincel y la pluma, pluma de altos vuelos de la que es producto esta novela, Filibuth o el reloj de oro, que escribió en 1923 y que ha publicado en España la editorial Acantilado.

Max Jacob procede de una familia del Sarre afincada en Quimper, en Bretaña. Parece que a los Jacob, entre los que había un sastre y un anticuario, no les perjudicó en exceso su pertenencia por partida doble a una minoría, en su calidad de judíos y de alemanes, al contrario de lo que sucedió con otros que en distintos períodos de la turbulenta historia franco-alemana fueron considerados “extranjeros enemigos”. A finales del siglo XIX los Jacob aparecen ya como una familia asimilada, y únicamente el abuelo paterno, Samuel Alexandre, se ocupa de transmitir al pequeño Max los misterios de su religión ancestral, lo que a éste no le impide sentirse fascinado por la pompa y el boato de las ceremonias católicas que contempla a escondidas por la ventana de su habitación. A sus catorce años, Max se siente diferente y excluido, en especial en relación a su madre, Prudence, una señora “parisina”, coqueta y elegante que no debía de encajar muy bien en la atmósfera pueblerina de Quimper. El frágil y nervioso Max es enviado en 1890 al sanatorio del célebre neurólogo Charcot.

Fuera porque el adolescente estaba necesitado de los cuidados de la ciencia, o sencillamente de unas vacaciones, lo cierto es que a su regreso un año después Max se convierte en un estudiante ejemplar que además se dedica por su cuenta a la lectura, la música y la pintura. En 1894 le dan de baja del ejército por “insuficiencia pulmonar”, y poco después concluye los estudios de Derecho. Pero nadie en su familia comprende por qué este prometedor joven no consigue abrirse camino en París como respetable persona de orden, y él vuelve los veranos a Quimper como hijo obediente que es, conocedor de que es preciso hacer concesiones y dejar a un lado de vez en cuando las diferencias, entre ellas su homosexualidad. Estas salidas extemporáneas, estas escapadas de la gran urbe, serán una constante en la vida de Jacob, para quien el exilio, como escribió alguna vez, “es una condición de la existencia”.

Vive en Montmartre, en compañía de Braque, Matisse, Apollinaire y Modigliani, a los que no tarda en unirse ese malagueño de veinte años que habitará un vetusto inmueble al que Jacob pone nombre: “Le Bateau Lavoir”. Y es según la leyenda el mismo Picasso el que aclara las dudas de Jacob: “Tu es poète! Vis en poète!” En 1903 escribe su primera obra, un cuento para niños, al que seguirá una frenética actividad unos años más tarde: Saint-Matorel (1911), Œuvres burlesques et mystiques de Frère Matorel (1912), Le Siège de Jérusalem (1914) y Le Cornet à dés (1916), por citar sólo algunas de las obras que en ese período contribuyeron a cimentar su fama. Son historias entre burlescas y místicas en las que se mezclan el costumbrismo populachero y los ecos de las enseñanzas de su abuelo Samuel; y vienen a constituir una especie de literatura cubista marcada por la experiencia religiosa del autor, que en esa época se convirtió al catolicismo. Ilustrativo de lo anterior es sobre todo la trilogía dedicada al personaje de Matorel, trasunto del propio autor, cuyo primer volumen fue publicado por encargo del prestigioso marchante Henry Kahnweiler e incluía cuatro aguafuertes de Picasso.

Un poco posterior es este Filibuth o el reloj de oro, que viene a añadirse a la breve nómina de obras de su autor disponibles en castellano, de la que forman parte Los penitentes en camiseta rosa. Poemas escogidos (Museo Picasso de Málaga, 2012) y El cubilete de dados (Losada, 2006). Cuenta la historia de la portera Rose Lafleur, de su abundante prole y de su bulliciosa Rue Gabrielle, en Montmartre. Esta señora ha heredado el reloj de oro del abuelo Sébastien, único objeto de lujo en su casa y en el barrio, y que despertará la codicia de todo el mundo. Por alguna razón, el estrambótico reloj tiene tendencia a alejarse de su legítima propietaria por los medios más abstrusos, si bien sólo para acabar volviendo. Es de hecho un reloj viajero que se verá envuelto en distintas aventuras (entre ellas un turbio asunto de espionaje internacional), que llegará a Venecia e incluso a Japón, pero que siempre, después de cada uno de sus extravíos, reaparecerá como por arte de magia en la Rue Gabrielle, número 105, donde irá a descansar, hasta su próxima excursión, en el aparador de la portera. Ésta es, según la descripción que aporta un ciudadano anónimo, “una auténtica chabacana hipócrita, siempre medio borracha y medio muerta, y es un pendón que ni da de comer a sus hijos”. Propietaria transitoria (e ilegítima) de la preciada joya es la señora Burckardt, alias Lena Calvi, actriz de teatro, quien tiene a su servicio a un par de mangantes de medio pelo; y propietario del mismo es también el teniente Lemercier, que informará del paradero del reloj desaparecido desde el Hotel Imperial de Monju. En medio de estas idas y venidas se encuentran dos personajes: el tío Georges, tutor de los hijos de la señora Lafleur y empleado de la Compañía del Gas, y Odon-Cygne-Dur, el casero, que es el retrato viviente de la señora Lafleur y que a fin de escapar a su influencia se recluirá en un monasterio.

La lectura es vertiginosa y a veces el lector debe ir con la lengua fuera tras el dichoso reloj, lo que no impide que por el camino podamos familiarizarnos con el habla arrabalera de los personajes principales, los cuales acabarán reuniéndose, como era de esperar, en la comisaría. Mientras tanto los personajes no sólo se interpelan a sí mismos, sino también al autor, que siempre se las arregla para conducir el relato a su debido puerto. El conjunto evoca la atmósfera costumbrista y disparatada del sainete, pero de un sainete que aquí no tiene nada de rancio o de acartonado y que ha sido filtrado por el tamiz de la vanguardia. Quizá no sea preciso aclarar que estas páginas se leen con una sonrisa y que no faltan tampoco situaciones hilarantes, como es propio de unos seres que están tan cargados de esa cosa banal que es la existencia como de humanidad.

Max Jacob seguiría escribiendo y compaginando narraciones con su otra dedicación principal, la pintura, hasta los años ’30. De esos años son sus últimos libros de poemas, Ballades (1938) y Derniers Poèmes, que se publicaría póstumamente en 1945. Para entonces el mundo ya era otro, en el que no parecía haber sitio para ese clamor y esa efervescencia, a veces disparatada, que fue la vanguardia. Duros tiempos que habían dejado atrás la libertad desbordante en todas las formas de creación y también al propio Max Jacob, quien fue arrestado por la Gestapo a finales de febrero de 1944. Trasladado al Campo de Drancy, las gestiones realizadas por Sacha Guitry y Jean Cocteau para su liberación llegaron tarde. Murió de pulmonía en Drancy a primeros de marzo. Jean Moulin, uno de los mayores héroes de la Resistencia contra el ocupante nazi, adoptó como alias el nombre de Max en homenaje a su amigo. Y no deja de ser una paradoja que Max Jacob, “poeta muerto por Francia”, siga hablándonos hoy, a través de las peripecias de un reloj, de esa condición de la existencia que es el exilio.


jueves, 6 de junio de 2013

LECTURA POSIBLE / 103

MICHÈLE LESBRE Y LOS DESAPARECIDOS

Una mujer va a encontrarse con su amante en un hotel de un paseo marítimo. En el andén del metro, soñadora, fija brevemente la vista en un viajero anónimo, el cual, mientras el tren irrumpe en la estación, le devuelve una mirada a medias interrogadora, a medias serena. Después sonríe a la mujer y se lanza a la vía. El estado de la mente de la mujer, tras el acontecimiento, ya no es el mismo, y ella inicia un vagabundeo infinito por las calles de París en la noche de tormenta y de lluvia. Ensimismada en la interrogación silenciosa del suicida, ella vuelve sobre su propia historia, pero también sobre la del desconocido. ¿Por qué se cruzó en su camino? La mujer rastrea en su memoria, en nuestra memoria, para identificar los sucesos históricos e íntimos que influyeron en su existencia, que le llevaron a ese andén en un instante preciso. ¿Sabrá abandonar a ese hombre y librarse de ese encuentro? En un instante el amor y la muerte tropiezan, y la narradora (también ella desaparecida) hace balance de sus encuentros amorosos y de su historia. No podrá sin embargo encontrar las palabras para explicar a su amante las razones de su retraso, que finalmente será ausencia, pues no acudirá a la cita.

Lo anterior es el argumento de Écoute la pluie, que ha publicado recientemente Sabine Wespieser Éditeur y que constituye por el momento la última novela de Michèle Lesbre, autora fecunda que hasta el año pasado permanecía inédita en castellano. Lesbre no figura en la nómina de los autores de más éxito en Francia, donde posee en cambio un grupo de lectores fieles (esa inmensa minoría de la que hablaba Stendhal) que en estos meses ha visto reaparecer, también en la misma editorial, otra de sus obras, Victor Dojlida, una vie dans l’ombre, que ya se publicó en 2001.

Lesbre nació en 1939, y fue maestra y directora de un jardín de infancia antes de dedicarse a la escritura, a principios de los años ’90. Desde entonces ha publicado una quincena de novelas de las que la más recordada es Le canapé rouge, que fue finalista del premio Goncourt en 2007 y que se publicó en España con el título de El sofá rojo (RBA, 2012). En esta novela, la protagonista hacía un viaje en el Transiberiano repitiendo el itinerario de un viejo amor. Y es que todos los personajes de Lesbre están “en camino”, un camino que es un vagabundeo obsesivo, una reflexión sobre el tiempo que engulle los proyectos de vida, sobre el paso de una edad a otra, y a la vez sobre la renuncia a las utopías, quizá porque no se ha creído lo suficiente en ellas. Por lo mismo, los personajes de sus libros son todos desaparecidos, seres que, al emprender el camino que les sirve de argumento, han pasado a instalarse en un perpetuo paradero desconocido, un descarrío que deviene así en materia prima de una literatura precisa y envolvente, tan densa como sucinta y hasta minimalista, y en la que a ellos (y al lector) les es dado descubrir el mundo y a sí mismos.

De ello son buena muestra los dos libros aparecidos este año. El ahora reeditado Victor Dojlida, una vie dans l’ombre tiene más de reportaje que de ficción, pues es producto de los encuentros que la autora tuvo con su protagonista desde 1989, cuando salió de la cárcel, hasta su muerte, en 1997. Se trata aquí de la vida de Victor Dojlida, nacido en Bielorrusia, que fue héroe de la Resistencia francesa y que pasó cuarenta años en prisión. Un hombre fascinante cuyos carácter e historia nos son desvelados en este libro, para lo cual la autora debe descender a los infiernos del colaboracionismo durante la ocupación nazi: “Jamás olvidó ni renunció a encontrar a los colaboradores de la administración francesa, reintegrados a sus puestos después de la guerra”. A la negativa de Dojlida a sumarse a la desmemoria colectiva al término de aquélla alude la autora con estas palabras: “De tus viajes por la noche y la niebla volverás magullado y lleno de una inmensa rabia”. La historia de este hombre que siempre fue fiel a sus ideas, y que lo pagó caro, nos es presentada como un monólogo en segunda persona que la autora dirige al propio Dojlida. Así, escribe: “Cuanto más te conocía, más tu vida se me volvía familiar, más podía medir hasta qué punto ella ilustraba el patético anonimato de las vidas ordinarias y la forma en que otros se encargan de crear a los héroes simbólicos, cuyos nombres cargados de honor esmaltan nuestra historia. Una vida como la de otros miles, desconocidos, olvidados. Héroes muy discretos. Vidas desaparecidas”.

El segundo, el ya mencionado Écoute la pluie, reincide en ese cuestionamiento personal que, si en el libro anterior estaba motivado por el contacto con una persona real, aquí toma por pretexto un hecho ficticio. El gesto del desconocido en el andén del metro, que ocupa el tiempo de un relámpago, de una sonrisa, de un salto, hace que la vida de una mujer que se encontraba allí por casualidad cambie para siempre. Porque sucede que la violencia contenida en ese gesto de autodestrucción va a revolver todo en lo que ella creyó. Ella imagina a su amante, que la espera, con el que estaba a punto de reunirse, y de pronto es una extranjera con respecto a él, como también respecto a toda su vida anterior, que ahora vuelve a reconsiderar totalmente. “Esta risa loca e incongruente”, escribe, “era sin duda sólo el efecto de mi estupefacción ante la grieta que había abierto el hombre del metro. Intentaba encontrar una pasarela entre él y tú. Pensé, sin duda a causa de esta imagen recurrente de su caída, que también nosotros estábamos al borde de un andén y en peligro”.

Michèle Lesbre es una autora discreta, ajena a las modas y al bombo que aquejan al oficio literario. Con sutileza y sensibilidad, nos entrega en estos libros dos trayectos muy diferentes de vida, pero que sin embargo se reúnen en la rebelión, el deseo de cambio y la negativa a una vida ordinaria.

martes, 4 de junio de 2013

DISPARATES / 72

THOREAU Y LA DESOBEDIENCIA CIVIL: NOVEDADES EDITORIALES

Por una de esas cosas que tienen los libros, cuyas vidas son múltiples y a veces imprevistas, los de Henry David Thoreau han venido a adquirir un no pequeño protagonismo en la actual Feria madrileña, y esto a causa de diversas ediciones que en los últimos meses han servido para actualizar entre nosotros la obra de este autor profundamente americano, quizá no siempre bien entendido y cuya obra es inseparable de su contexto geográfico e histórico. Pero ¿qué tiene esta obra que fue escrita hace más de un siglo y medio para que se haya puesto hoy tan de actualidad y para que muchos busquen en sus páginas una guía de conducta ética y política practicable en nuestro desdichado tiempo?

De los muchos caminos posibles para llegar a Thoreau, podemos servirnos de uno en apariencia caprichoso y que acaso resulte tan inesperado como revelador: el musical. Pues son en efecto diversas las conexiones musicales de nuestro autor, de las que aquí, como introducción al mismo, nos ceñiremos a dos.

La Sonata para piano Nº 2, subtitulada Concord, Mass., 1840-1860, fue escrita por Charles Ives en 1915. En ella el compositor intentó hacer un retrato sonoro de los personajes principales del grupo de Concord, la pequeña población de Massachusetts en la que vivieron y escribieron Ralph Waldo Emerson, Nathaniel Hawtorne, Bronson y Louisa May Alcott y Thoreau, a todos los cuales más o menos peregrinamente se les ha englobado dentro de una corriente filosófica llamada “trascendentalismo”, y a la que diversos autores han asociado también la obra y el pensamiento del poeta Walt Whitman. Este así llamado trascendentalismo tiene su origen en la crisis que durante el primer tercio del siglo XIX experimentó la Iglesia Unitaria, y recogía varias ideas tomadas de la filosofía alemana y el hinduismo. Sus autores perseguían una relación original con el universo mediante la intuición y la conciencia individual, y al contrario que sus inspiradores del Romanticismo alemán tuvieron a bien expresar su pensamiento por medio de publicaciones breves y fácilmente accesibles a un público no iniciado en el lenguaje filosófico. Sus obras no pasan de la forma de folletos, y, más comúnmente, de la de panfletos. Uno de ellos, firmado por Emerson, alcanzó pronto un éxito que todavía continúa, que sirve de ayuda para comprender los escritos del resto del grupo y especialmente los de Thoreau y que entre nosotros ha sido editado con los títulos de Confía en ti mismo (Ediciones 29, 1996) y Confianza en uno mismo (Gadir, 2009). Más difícil, aunque no imposible, resulta rastrear las ideas trascendentalistas en la obra novelística de Hawthorne, por ejemplo en su celebérrima La letra escarlata, así como en la no menos célebre Mujercitas de la única autora femenina del grupo. El retrato de Thoreau, que es la última sección de la obra de Ives, tiene un carácter introspectivo, rasgo este que su autor atribuía al retratado, y contiene sorprendentemente un pastoril solo de flauta, instrumento del que Thoreau era al parecer un más que aceptable intérprete. Ives, cuya genialidad musical tuvo que convivir con la insípida existencia propia de un agente de seguros, tuvo la ocurrencia de citar en cada una de las cuatro secciones de la partitura la quinta sinfonía de Beethoven, en concreto los compases iniciales, aquellos a los que la tradición alude como “la llamada del destino”. Es lógico que sea así, pues el visionario Ives, buen conocedor de la literatura trascendentalista, identificaba a ésta con el, literalmente, “advenimiento de una nueva era”.

La otra referencia musical es más cercana en el tiempo y hace mención a otro visionario. John Cage escribió en 1968: “Leyendo el Diario de Thoreau descubro cualquier idea que yo haya podido tener digna de tal nombre”. Obsérvese la fecha. Ésta, en efecto, no es casual, pues sucede que tirando del hilo que Cage nos propone no es difícil llegar a las ideas (y las conductas) revolucionarias de aquel simbólico año. “En común con Karl Marx y Herbert Marcuse, Thoreau se preocupa por prevenirnos acerca de la unidimensionalidad humana”, se lee en un libro nunca traducido al castellano, Awe for the tiger, que en 2002 escribió el profesor de la Universidad de la Columbia Británica Rod Preece. Y otro libro de 2008, tampoco traducido, Concord in Massachusetts, Discord in the World, de Jannika Bock, ha explorado recientemente, por extenso, la relación intertextual entre las obras de Thoreau y las de Cage (las musicales y las literarias), poniendo de manifiesto la yuxtaposición de sus respectivas éticas y estéticas.

Veamos ahora los libros de (y sobre) Thoreau que sí pueden encontrarse en nuestras librerías y en la Feria madrileña. El primero de ellos no es una novedad, si bien su mención aquí resulta obligada. Hay varias ediciones de Desobediencia civil, Sobre la desobediencia civil y Sobre el deber de la desobediencia civil, que de todas estas formas puede llamarse el librito al que Thoreau debe la mayor parte de su fama. Este título, como toda su obra, es inseparable de la propia vida de Thoreau, por lo que será ilustrativo dar algunos datos acerca del personaje.

Nació en una granja de las afueras de Concord, a treinta kilómetros de Boston, vástago de una humilde familia que prosperó algo gracias a la fábrica de lápices que fundó su padre. Concord tenía sólo tres calles, pero, pese a la juventud de Estados Unidos, una gran historia ligada a la revolución americana. El padre de Henry David completaba los magros ingresos de la fábrica de lápices dando hospedaje en la casa familiar a viajeros, tías solteronas o viudas y otras gentes de paso. De carácter retraído, Thoreau se recluía en su cuarto o se escapaba a la naturaleza. Poco amigo de festejos y del bullicio de la casa, los otros chicos del pueblo le llamaban “el juez”. El chico triunfó en los estudios elementales, y su familia casi se arruina a fin de enviarle a Harvard, donde estudió desde 1833 hasta 1837. Thoreau pasó la mayor parte de este tiempo en la biblioteca de la Universidad, señalándose ya entonces como un rebelde que se presentaba en la capilla con capa verde, en lugar de con una negra, como era obligatorio. El prestigio de la Universidad de Harvard, la más antigua del país, le impresionó poco, y enseguida se mostró irónicamente crítico con el estilo de enseñanza que allí se impartía: “Aquí se dan todas las ramas del saber, sí, pero ninguna de las raíces”, le dijo una vez a su amigo Emerson. Su alto rendimiento académico le permitió obtener becas con las que culminar los estudios, y fue seleccionado para dar una conferencia en el rimbombante acto de graduación de su promoción: “El séptimo día debería ser el de labor”, dijo entonces, “y los otros seis deberían dedicarse al descanso del alma y los sentimientos, a fin de recorrer este amplio jardín, y beber de los sutiles influjos y las sublimes revelaciones de la Naturaleza”. El discurso no fue suficientemente apreciado por sus profesores, y Thoreau regresó a su pueblo.

Las ideas que iba a plasmar Thoreau en Desobediencia civil ya estaban formadas por esos años, de lo que es prueba su renuncia a ejercer de maestro en la escuela pública de Concord, motivada por su rechazo a la práctica, muy extendida en ese tiempo, de administrar castigos corporales a los alumnos. “No deseo pelearme con ningún hombre o nación. No deseo dividir a las personas por el color de su pelo, hacer distinciones sutiles o elevarme por encima de mis vecinos. Busco más bien, podría decir, una excusa para conformarme a las leyes del territorio”, escribió. Desobediencia civil es un texto que con acierto ha podido adscribirse a la tradición de la literatura libertaria y que muestra las razones en que se asienta el deber individual de resistir pacíficamente a las distintas modalidades que en la sociedad y el estado adquiere la fuerza bruta. Así el pensamiento de Thoreau alcanza una dimensión utópica: “¿Es una democracia como la que conocemos el último adelanto posible en gobiernos? ¿No es posible dar un paso más hacia el reconocimiento y la implantación de los derechos humanos? No habrá un estado realmente libre e ilustrado hasta que éste llegue a reconocer al individuo como un poder independiente y superior”. Es este libro el descendiente legítimo y más avanzado de lo que en términos de religión se conoce como “puritanismo”, en el que, como es sabido, desempeña un papel principalísimo la inalienable libertad de conciencia. En ella, afirma Thoreau, se asienta la resistencia al gobierno civil.

En 1844 Emerson adquirió un terreno en la orilla de la laguna Walden. Más tarde Thoreau se trasladó allí, construyó una cabaña y se dispuso a llevar a la práctica sus principios acerca de la vida en plena naturaleza. Resultado de los dos años y dos meses transcurridos en ese lugar es Walden, un clásico de la literatura universal que, en una nueva traducción, ha sido editado ahora por Errata Naturae. Esta aventura, que él vivió a la manera de un experimento, está unida en la biografía de Thoreau a su libro sobre la desobediencia, pues fue durante su estancia en Walden cuando se negó a pagar un impuesto del estado de Massachusetts, por lo que fue encarcelado. Walden, que lleva por subtítulo La vida en el bosque, se publicó en 1854. El autor comprime toda la experiencia en un solo año, y estructura el relato en cuatro partes que se corresponden con las estaciones, las cuales deberían marcar (y a la vez simbolizar) la totalidad del desarrollo de la existencia humana. Thoreau se propuso mostrar las virtudes de la autosuficiencia en condiciones de armonía y respeto hacia la naturaleza, componiendo con ello un bello texto cuya vigencia no cesa de acrecentarse con el tiempo.

No menos interesantes son los textos reunidos en El Diario (1837-1861), que ha publicado entre nosotros Capitán Swing. Thoreau empezó a redactar su diario a la edad de veinte años, y en él dejó constancia de su afición al naturalismo, así como de sus opiniones antiesclavistas, todo ello envuelto en una prosa que es de las mejores de toda la literatura norteamericana. Pero sobre todo es el valioso testimonio de un hombre al que importaba un bledo el éxito social y que aspiraba a regirse por sus propios principios. Esta selección de su inmenso diario, que en conjunto totaliza catorce cuadernos más un apéndice, constituye una de las mejores aproximaciones al pensamiento de Thoreau, y uno de los mayores descubrimientos literarios que ha podido ofrecerse al lector en castellano en los últimos años.

Y por último es preciso citar Thoreau. La vida sublime, novela gráfica que ha editado Impedimenta, una biografía de nuestro autor que ha sido escrita por Maximilien Le Roy e ilustrada por A. Dan. Otra excepcional iniciación a la vida y el pensamiento de Thoreau, apta para todas las edades y que resume de manera sencilla la admirable lección ética de este solitario cuya modernidad crece con los años, y cuyas propuestas, en los tiempos que corren, están muy lejos de agotarse. Martin Luther King escribió tras la lectura de su obra: “Quedé convencido de que la no cooperación con el mal es una obligación moral en la misma medida que lo es la cooperación con el bien. Como resultado de sus escritos y de su testimonio personal somos los herederos de un legado de protesta creativa”. Poderosa protesta que en este tiempo de escasas ideas adquiere nueva relevancia, tanto en el aspecto literario como directamente en el político.