martes, 28 de agosto de 2012

DISPARATES / 43


SEXO, MENTIRAS Y ASSANGE

La escena se lee en La familia de Pascual Duarte, de Cela: un gañán que maltrata a su mujer, además de embarazarla regularmente, sale los domingos del chamizo que habita junto a su prole y se sienta en una piedra, desde la que proclama: “Venid, familia, que os voy a leer el periódico”. A esta orden, la chiquillería medio famélica y medio desnuda peregrina hasta el lugar donde espera el padre, seguida por su madre, que lleva un ojo a la funerala. Todos se sientan en el suelo. A su alrededor, hacia cada uno de los puntos cardinales, no se ve más que una llanura polvorienta, seca e inhóspita. Y el padre, en medio de un silencio aterrador, empieza la lectura.

La situación tiene un claro carácter religioso. El patriarca, elevado a la categoría sacerdotal, consigue a través del periódico entrar en contacto con el más allá, es decir, con Dios, que mediante la letra impresa, convertida en tabla de la Ley, comunica a los feligreses la Verdad.

De manera apenas distinta, Dios vuelve a estar presente hoy en la mesa a la que se sientan los amigos y en la que se sirven las apetecibles viandas que ayudan a pasar el tórrido agosto. Entre un trago de cerveza y otro, alguien (siempre un hombre, nunca una mujer, no se sabe por qué) posa devotamente su mirada sobre el artefacto de fabricación japonesa que se encuentra a su diestra. Apoya el dedo índice en la iluminada pantalla y empieza a pasar páginas imaginarias. “A ver qué dice el periódico”, murmura en tono paternal y a la vez casi con ironía, como si hubiera dicho una gracia. Y acto seguido añade: “Escuchad lo que dice Fulano”. Y el sacerdote lee. La audiencia escucha la palabra de Dios con la reverencia que ésta exige. Alguien se queda absorto, con el vaso de cerveza suspendido en el aire, a medio camino de la boca. El compañero de mesa, ascendido en virtud de la moderna tecnología a la clarividente condición de patriarca de la noticia y poseedor de la información, desgrana con voz queda las palabras de la hoja parroquial. A su lado, alguien que ya ha alcanzado el éxtasis asiente con la cabeza. Igual habría podido santiguarse y decir: “Amén”.

La divinidad reviste de razón al propietario del artefacto japonés, como es natural, porque dicho artefacto es el compendio y la suma de nuestra civilización, pero no sólo por eso. Y es que el artefacto, en el fondo, no es más que la magia del hombre blanco, el conector, el ángel guardián que pone al sacerdote en contacto directo con la Palabra. Ésta es la verdadera esencia del acto religioso y la que otorga rango de privilegio al lector del periódico. Y no es para menos. Porque sucede que el periódico está respaldado, a priori, y sea lo que sea lo que se lee en él, por los poderes de este mundo y del otro. Ese respaldo es el que otorga la Verdad, y no el periódico propiamente dicho. Así sucede en España, en efecto. Como es sabido los periódicos de este hermoso y soleado país son todos ruinosos (a excepción del As y el Marca), lo que en puridad, y por respeto a las costumbres de la oferta y la demanda, debería haber enviado a dichos periódicos al carajo hace ya rato. Que la Verdad siga siendo transmitida por los mismos es sin duda un asombroso milagro atribuible a la publicidad de bancos y multinacionales empeñados en que España tenga periódicos, o al menos era así hasta no hace mucho. Ahora ya los bancos y las multinacionales son directamente dueños de la prensa. ¿Y qué es lo que dicen estos periódicos?

De la información internacional hay poco que comentar, ya que el reino de España carece de política internacional incluso respecto a una ex provincia española como es el Sahara, a la que ahora hemos abandonado gloriosamente por segunda vez. En este ámbito, todo lo que podemos leer son traducciones, mejores o peores, y todas del inglés. Pero es que también en lo que se refiere a las cuestiones de la política doméstica la mayor parte del material a nuestro alcance es pura traducción, o adaptación, de lo que dicen por ahí. El resto, que no es mucho, es la voz de los consejos de administración del Banco de Santander, el Banco de Bilbao, Repsol, Endesa y Telefónica. A lo que sólo cabe decir “Amén”.

Los dogmas establecidos por la divinidad, que los agnósticos calificamos malévolamente de prejuicios, tienen la propiedad de impedir a sus fieles ver lo que tienen delante de las narices, de modo que sólo les es dado ver el prejuicio, el dogma, el mito, lo ultraterreno, o lo que ahora se llama “el icono”, que etimológicamente significa justo eso: “la verdadera imagen”. El dogma, como el catecismo, tiene la clave de su éxito en la simplicidad, o mejor dicho: en simples asociaciones de ideas, las cuales permiten que a una palabra suceda, inevitablemente, otra, o un pequeño grupo de ellas, lo que la prensa ha copiado del lenguaje publicitario. Por dicho procedimiento, el lector sabe que la palabra Venezuela se asocia a (y únicamente a) populismo, la palabra Irán a la bomba atómica, las palabras vasco de izquierdas a etarra, la palabra inmigración a “nos roban los puestos de trabajo”, la palabra emigración a “búsqueda de nuevos horizontes”, la palabra Islam a integrismo, y las palabras manifestación de estudiantes a actos vandálicos y antisistema. El método puede reproducirse hasta el infinito, y de hecho se reproduce, motivo por el que los turistas que vienen a España se marchan convencidos de haber visitado un divertido país, lleno de cerveza y de sol.

Es que como bien saben las gentes del oficio hace tiempo que las cadenas de televisión Fox, CBS y CNN establecieron que es preciso concebir y redactar la información como si fuera dirigida a un público de doce años. Admirable forma de comunicación ésta, que aunque no tiene la virtud de informar sí tiene, en cambio, la de devolver a la gente a la inocente, feliz y estúpida edad de Peter Pan.

En medio de esto aparece Julian Assange, a quien nos han condicionado ahora para que veamos como un delincuente sexual. Qué poca imaginación, por cierto, tienen los redactores de Dios y qué obsesión la suya con el sexo. El espectáculo organizado en torno a Assange, de seguro éxito en todas las televisiones, nos ha hecho olvidar de la noche a la mañana las razones de la persecución que padece, así como el contenido de los indiscretos documentos publicados por WikiLeaks, documentos oficiales, no hay que olvidarlo, por los que hemos sabido que los famosos “mercados” financieros que nos gobiernan no son en realidad sino un ecosistema de la corrupción, que los embajadores de Estados Unidos ejercían de espías en la ONU, que se ofrecieron prebendas a diversos países a cambio de que se quedaran con prisioneros de Guantánamo, que los helicópteros de la Air Force disparaban por deporte sobre civiles en Bagdad, que España permitió vuelos de la CIA en su espacio aéreo y sacrificó la legalidad a exigencias del Pentágono. Sucede que Estados Unidos, país en el que está admitida la pena de muerte por delitos políticos, opina con razón que la filtración de documentos secretos es un acto político, y punible en consecuencia. La administración del presidente Obama ha hecho lo posible y lo imposible para cerrar el sitio web de WikiLeaks, incluyendo coacciones a Amazon, Visa, Mastercard, Twitter y Facebook, además de la modificación de una ley, la llamada Acta SHIELD, o ley contra el espionaje. Con igual coherencia, la misma administración exige a ciertos estados latinoamericanos y asiáticos la adhesión a determinados protocolos internacionales de derechos humanos que los mismos Estados Unidos nunca han suscrito, lo que no les impide incumplirlos a diario. WikiLeaks, cuya continuidad es necesaria, constituye un gesto de dignidad y de esperanza en la hoy más arrastrada que nunca profesión periodística, y el asilo político concedido a su fundador por el gobierno de Rafael Correa es un envidiable acto de soberanía que confirma el hecho de que en el podrido Occidente hoy sólo se puede mirar con ilusión hacia Latinoamérica.

La festiva comunión de los creyentes es un acto social de primera magnitud: en su calidad de hijos del mismo Dios, todos están de acuerdo, todos tienen razón. Así, su consenso es la representación del Paraíso en la tierra. Qué molesto resulta entonces, ay, el agnóstico aguafiestas, cuyas afirmaciones son indemostrables ya que proceden de fuentes de información totalmente desconocidas y por eso mismo dudosas, es decir, sin credibilidad alguna. Y es que esas afirmaciones se han formado mayormente en su cabeza, en la del agnóstico, quien con ello, además de ser aguafiestas, es un pedante que se ufana de tener ideas propias. Unas ideas cuya transmisión requiere aburridas argumentaciones que pueden extenderse por tiempo indefinido, privado como está el agnóstico del contacto divino que comunica la Verdad en sólo dos segundos.

Anotaba Karl Kraus en La tercera noche de Walpurgis, recién subidos los nacional-socialistas al poder, que la frase metafórica “poner vinagre en las heridas”, en su sentido de crueldad exagerada e inimaginable, perdía todo valor y significado cuando tal cosa se verificaba en la práctica. Ese poner literalmente vinagre en las heridas, a lo que los nazis eran aficionados, no solamente invalida el lenguaje, sino también la imaginación, pues no es posible concebir crueldad mayor. Con ello, el acto en sí quedaba situado en una esfera que escapaba a toda comprensión, a todo razonamiento y a toda crítica. Si hoy se pone vinagre en las heridas es algo de lo que sólo podemos enterarnos por WikiLeaks, ya que la prensa calla, y en consecuencia otorga. En eso consisten la libertad de expresión y la información. Quienes hoy ponen vinagre en las heridas quisieran que sus actos quedaran para siempre en ese limbo superior, inalcanzable a la comprensión, el razonamiento y la crítica, y cuentan para ello con la segura complicidad de la prensa. Frente a esto, nosotros, los agnósticos, debemos apagar el artefacto japonés, declararnos en guerra contra Dios y armarnos de paciencia. Paciencia, sí. Porque si es fácil amedrentar y catequizar a niños de doce años, tanto más difícil y tedioso, y sin embargo urgente, es invitarles modestamente a alimentar, mientras se pueda, el interés por una sana y crítica información.

martes, 21 de agosto de 2012

LECTURA POSIBLE / 71

CONCHA ALÓS EN EL OLVIDO

En una monografía publicada en 1985, cierto crítico literario anotó: “Escribir de este modo no procede tratándose de una mujer”. Las obras a las que se refería el crítico eran Los enanos y Las hogueras, y la mujer que escribía de manera improcedente era Concha Alós. Este agosto se ha cumplido un año de su fallecimiento, aniversario que ha pasado inadvertido para nuestra jet set literaria, la cual tampoco se inmutó cuando Alós, enferma desde hacía años de alzhéimer, fue enterrada en el cementerio de Montjuic. Y sin embargo Alós fue una de las autoras más leídas en la España de los años 60 y 70, además del único escritor que ha recibido dos veces el premio Planeta, en 1962 y 1964, al primero de los cuales tuvo que renunciar en beneficio del finalista Ángel Vázquez.

Nacida en Valencia en 1927, en una familia obrera y republicana, Alós pasó parte de su infancia en Castellón y en Lorca. Los recuerdos de esta última ciudad murciana, adonde se trasladaron sus padres huyendo de los bombardeos durante la Guerra Civil, los plasmaría más adelante en su novela El caballo rojo (1966). En 1943 se casó con el director del periódico Baleares, y se trasladó a Palma de Mallorca, donde estudió magisterio y ejerció de profesora. En aquel diario del Movimiento trabajaba por entonces, como corrector de pruebas, un muchacho de Andratx llamado Baltasar Porcel, once años más joven que la mujer del director, quien parecía destinada a la vida gris que correspondía a las personas de orden en provincias. Pero la relación entre Concha Alós y el joven corrector tipográfico alcanzó pronto una intimidad mucho más allá de lo permitido, fugándose finalmente ambos (el escándalo consiguiente fue la comidilla de Palma durante varias décadas) en 1959. Instalados en Barcelona, los fugados, que de paso se habían convertido en proscritos, empiezan a escribir, y Alós traduce al castellano algunas novelas de Porcel, quien con el tiempo se abriría un importante camino en las letras catalanas. Alós escribe también su primera novela, Cuando la luna cambia de color, que quedaría inédita.

Es su segunda novela, Los enanos, la que de golpe eleva a Alós a la cumbre del éxito, en parte frustrado, pues el premio Planeta que se le concedió por la misma quedó sin validez por razones contractuales (previamente la autora había firmado la publicación del libro con Plaza & Janés). Es un libro con rasgos tremendistas y ambientado en la Barcelona de postguerra, concretamente en la pensión Eloísa, inmundo antro plagado de ratas en el que malviven multitud de oscuros personajes que reaparecerán más tarde en otras novelas de la autora: la prostituta, la joven seducida y abandonada, el señorito. Las anodinas existencias de estos personajes se intercalan en la novela con las anotaciones del diario de una habitante de la pensión, María, cuya voz en primera persona se armoniza con la del narrador, técnica que la autora emplearía a menudo en el resto de su obra. La profesora Lucía Montejo, a la que debemos un muy interesante estudio de las novelas de Alós vistas desde la perspectiva de la censura, reprodujo hace unos años el texto redactado por un eficiente funcionario de la Sección de Inspección del Ministerio de Información y Turismo sobre esta obra. En dicho texto se lee: “Por la novela desfilan la vida cotidiana, los afanes, las miserias y las virtudes de unos cuantos seres grises y vulgares. Estampas conocidas en el marco de la penuria económica o de la vida irregular que algunas veces ofrecen los realquileres o las pensiones modestas; cuadros inconexos y reales a los que presta cierta unidad el relato que va vertiendo la pupila María Robles, una desgraciada muchacha”.* Con menos melindres, y tras referirse a la crudeza de la trama de esta novela, con sus anécdotas espeluznantes y sus situaciones repulsivas, Lucía Montejo resume: “Una visión lúgubre, triste y despiadada de la sociedad de postguerra presidida por el hambre, el sexo y la apatía”.**

En el año siguiente (1963) Alós publica Los cien pájaros, novela ambientada en una ciudad mediterránea en la que su protagonista y narradora, Cristina, hija de una ex prostituta reconvertida al orden y al tradicionalismo, encuentra su primer empleo, en calidad de profesora de la hija de los Muñoz, próspera familia en la que no falta el atildado hijo mayor, José María. Éste último es el prototipo del señorito, el cual se sirve de su categoría social para seducir y embarazar a jóvenes ingenuas. La obra ilustra una corriente de naturaleza existencial que desde aquí será común en la obra de la autora y que se conjugará con la vertiente social de la misma.

Por Las hogueras Alós recibió de nuevo el premio del editor y futuro marqués José Manuel Lara, que esta vez no tuvo que devolver. La novela cuenta la historia de Sibila y Archibald, ex modelo la primera y estudioso de las religiones orientales el segundo. El matrimonio vegeta y naufraga en un lugar recóndito y miserable de la isla de Mallorca, habitado por sujetos primitivos como el Monegro. La trama gira en torno a los dos centros sociales del lugar: el hotel frecuentado por turistas alemanes y la taberna. Y vuelve a aparecer el personaje de la mujer con vocación de maestra y nobles ideales, pero ahora ya mayor y marchita, desengañada de todas sus esperanzas. Junto a este arquetipo femenino ya conocido en la obra de Alós surge aquí otro completamente distinto encarnado por la bella, sensual y ya no joven Sibila, quien obsesivamente evoca sus tiempos de modelo en París y que sueña con revivirlos. Quizá hoy lo más notable de esta novela sea la contraposición de estas dos figuras femeninas, la resignada y espiritual maestra y la muy material Sibila, plasmación literaria de la mujer que sueña con ser “comprada, mandada, enajenada”, cosas todas ellas que alcanzará con el Monegro, con quien planeará una tan absurda como incierta fuga. Al final también Sibila deberá resignarse, ya que, como dice el narrador: “No hay flores, no hay alegría. Dios ha muerto. Hay que darse porrazos en el pecho y llorar”.

De 1966 es la ya mencionada El caballo rojo, novela en la que Alós narra la huida de su familia de Castellón, durante la Guerra Civil, la vida de los refugiados en Lorca, en torno al café que da título al libro, y el retorno a Castellón una vez concluida la guerra. De una forma más acentuada que en sus obras anteriores, se advierte aquí la inclinación de la autora a la narración colectiva, es más: a la creación de un personaje y narrador colectivo que cuenta, charla y evoca episodios del pasado, a veces anteriores a la guerra. La novela constituye un importante documento de aquellos años de nuestra historia, que de algún modo siempre están presentes en la obra de Alós, y de las suyas es la primera que fue duramente juzgada por la censura, por lo que apareció mutilada.

La madama es la novela que cierra este período de la obra creativa de Alós. De 1969, viene a ser por su argumento una especie de continuación de la anterior, y si en aquélla se trataba de la guerra propiamente dicha, en ésta se narran sus consecuencias. El republicano Clemente Espín, en presidio, describe las condiciones de vida y las vejaciones a las que los presos políticos son sometidos en la cárcel. La Guerra Civil ha sumido a su acomodada familia en la miseria, por lo que su madre y su hermana Teresa, ahora viuda, dependen para su supervivencia de Aquiles, vástago podrido de los Espín, que va saliendo adelante con el estraperlo. Aquiles ha introducido también en su casa a una prostituta, la madama, que acabará por convertirse en la dueña de la misma. En contrapunto, la mujer de Clemente deberá prostituirse para dar de comer a sus hijos. Esta novela, que habría podido ser una de las más destacadas de esos años en la narrativa española, se beneficia de la influencia recibida de Tiempo de silencio, que Luis Martín-Santos había publicado en 1961. De ahí que el libro, sin abandonar el realismo que hasta ahora había dominado la obra de Alós, se enriquezca con nuevas técnicas y con una complejidad que permite a la autora pasar continuamente del presente al pasado y de la cárcel donde languidece Clemente al exterior. Es un libro que trata de la opresión, el hambre y la dignidad. Y si digo que “habría podido ser” es porque la censura, ya puesta en guardia por la novela previa, se cebó salvajemente con La madama, a la que calificó de “injuriosa” y que sólo pudo publicarse tras ser abundantemente expurgada (y así quedó, ya que nunca se ha hecho una edición con la integridad de su texto original).

Os habla Electra (1975), pertenece ya por entero a otro universo alejado del realismo social practicado por Alós hasta entonces. Un universo de menor interés al que regresaría la autora después de casi una década de silencio con Argeo ha muerto, supongo (1982) y El asesino de los sueños (1986). Acerca de su más fructífera época anterior la propia autora escribió: “Hasta el momento mi obra se hubiera podido encasillar, quizá, en lo social-realista, un realismo testimonial, poético y desgarrado”. Un desgarramiento que casi nunca fue bien acogido por la crítica y que ha impedido incluir a Concha Alós en la nómina de los grandes artífices del realismo social español, tales como Antonio Ferrés, Juan Marsé y Luis Goytisolo (a lo que habría que añadir las primeras tentativas literarias de su hermano Juan), por citar sólo a unos pocos.

Hoy las obras de Concha Alós, con la única excepción de Las hogueras, están descatalogadas, lo que constituye una muestra más, por si hacía falta, de nuestra consabida desidia cultural, paralela a la que aqueja a nuestra memoria. Triste presente para una valiente mujer que merecía otro trato y cuya obra, en los tiempos que corren, se debería rescatar y leer.
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* Lucía Montejo Gurruchaga, Anuario de Estudios Filológicos, vol. XXVII, 2004.
** Ibídem.

martes, 7 de agosto de 2012

LECTURA POSIBLE / 70


Una portada del San Francisco Examiner,
periódico propiedad de William
Randolph Hearst (1912)
HENRY JAMES, LA PRENSA Y LA LIBRE OPINIÓN

Henry James había pasado seis años en Europa cuando, a finales de octubre de 1881, llegó a Boston para visitar a sus padres y a su hermana Alice. En los meses siguientes, James pasará una temporada en casa de un amigo, en Nueva York, y hará una excursión en tren que le llevará hasta la capital del país, en la que curiosamente no había estado antes. Washington, y en especial el Capitolio, causaron en el escritor impresiones contradictorias. En principio la ciudad se le antojó deprimente y repulsiva, y concretamente el edificio principal de la Administración de Estados Unidos pareció encarnar durante algún tiempo los sentimientos encontrados que James tenía hacia su país natal. Más tarde escribiría acerca del carácter democrático de aquel blanco edificio neocolonial que no carecía de cierta grandeza; que, a diferencia de los aristocráticos palacios europeos, no daba la impresión de querer imponerse al visitante por medio de una especie de majestad administrativa y en el que en lugar de guardias con uniformes vistosos y criados con librea había (en todos los rincones) escupideras. La idea de poder que se advertía allí no resultaba amenazadora, o apenas, y en cambio se caracterizaba por una ingenua y casi candorosa vulgaridad. James se lamentó sin embargo de que la nueva, floreciente y democrática nación hubiera elegido para la sede de su gobierno y de su soberanía una arquitectura colonial que no sólo evocaba, sino que además mostraba una no disimulada nostalgia, de la rancia, corrupta y clasista Europa. Aparte de eso, en su diario y su correspondencia de esos meses James mostró su inquietud acerca del surgimiento en Estados Unidos de una oligarquía adinerada: “Para lo que no estaba preparado era para el considerable sentimiento aristocrático que repta bajo esta sencillez republicana”.

En la época de que hablamos Henry James ya era un escritor de cierta fama, alcanzada sobre todo por obras como Daisy Miller y Los europeos. Lo mejor de su producción, sin embargo, estaba por llegar, y de hecho estos años son de dudas y oscilaciones en la mente del autor neoyorkino. Dudas acerca de su propio estilo literario, que había empezado siendo realista por influencia de Balzac y en el que entonces empezaba a forjarse una nueva visión del mundo más psicológica e interiorizada, que exigiría nuevos procedimientos narrativos y que acabaría por hacer de él uno de los fundadores de la novela moderna. Pero también, y principalmente, dudas acerca de sí mismo, que se centraban en la cuestión de dónde establecerse. James, en efecto, se sentía atraído por la decadente Europa, tenía la sospecha de que el Viejo Continente le proporcionaría las experiencias que su obra literaria requería, y en algunos momentos de desánimo, durante el viaje por Estados Unidos que comentábamos más arriba, le asaltaba la convicción de que en su joven y pujante patria “no tenía nada que hacer”. Producto de las anotaciones hechas durante ese viaje es un relato que no alcanza las cien páginas y que pese a su brevedad y a la aparente modestia de sus intenciones anuncia ya el giro posterior de su obra.

El punto de vista, título del mismo, se publicó en 1882 en la Century Magazine. Pocas veces tan exiguas páginas habrán sido tan decisivas en la trayectoria de un escritor, ni habrán tenido consecuencias tan duraderas en la historia de la literatura. El librito, por lo demás, no responde a ningún modelo conocido, y ni siquiera llega a constituir un relato, siendo más bien el esbozo de una obra futura. Ésta vendría a ser nada menos que la totalidad de lo que a James le quedaba por escribir. Entre nosotros ha sido publicado por La Compañía (2010). La narración, por así llamarla, está redactada en forma epistolar y empieza a bordo del barco que lleva a Aurora Church a América. Aurora, que se ha educado en Francia, va a conocer por primera vez su país en compañía de su madre. La joven está en edad de casarse, lo que le resulta imposible en Europa ya que carece de dote. En la democrática América espera no tropezar con semejante impedimento, pero la verdad es que Aurora no tiene ninguna prisa por casarse (apenas hace caso a los dos pretendientes con los que se encuentra en el barco) y más bien se siente atraída por la perspectiva de vivir unos meses “a la americana”, es decir, más libremente que en Europa, aunque deba estar bajo la tutela de su madre, quien opina con razón que la muchacha es demasiado americana para los europeos y demasiado europea para los americanos. De este modo expresaba James sus dudas acerca de su propia situación personal. Lo que parece que va ser un relato de tipo romántico no exento de humorismo se convierte de pronto en algo totalmente distinto, y las otras cartas que componen la obra son mayormente de personajes que poco o nada tienen que ver con la historia de Aurora. La narración, una vez abortada, se convierte en una polémica acerca de las distintas identidades de Europa y Estados Unidos.

Uno de los asuntos debatidos por los personajes es la diferente naturaleza de la prensa a uno y otro lado del océano, tema que por otra parte volvería a aparecer de manera recurrente en la obra futura de James, por ejemplo en su relato Los diarios. Es en el contexto de esta confrontación entre lo europeo y lo americano donde James fustiga a la prensa de su país, una prensa que ha creado la ilusión de que cualquier lector de periódicos puede formarse libremente un criterio propio sobre literalmente cualquier asunto. La libertad periodística daría pie a una sociedad de lectores bien informados y capaces de formar libremente su propia opinión. La realidad era algo diferente, y de hecho el acaparamiento de la propiedad de los periódicos por dos o tres magnates acarreaba lo contrario: la opinión desaparecía por completo, siendo sustituida por un extenso repertorio de ideas fijas, en su mayor parte tan pueriles como infundadas, que debían mantener al lector en la más profunda ignorancia acerca de los temas sobre los que se creía con derecho a opinar. “En América no hay conversación”, nos dice un personaje, lo que trae a nuestra memoria una frase escrita por Arthur Schnitzler en la misma época tras su accidental (e indignada) lectura de un catecismo cristiano: “Todo dogma de fe me impone rechazo, es más, me parece inopinable en el pleno sentido de la palabra”. En realidad, viene a decirnos James, lo que venden los periódicos es la falsa creencia de que el lector sabe algo, lo que puede servir para inflar un poco su ego, y para fortalecer una línea que no es de opinión, sino de dogma, y que ya ha sido prefigurada de antemano. La prensa no vende noticias, sino autoestima.

Junto a los graves temas de actualidad política y económica, nos advierte otro personaje, un francés, nos enteramos de golpe de que “Miss Susan Green tiene la nariz más larga del Oeste de Nueva York”. Y añade: “Los entretenimientos, las personalidades, las recriminaciones, son como otros tantos disparos de revólver. Encabezamientos de quince centímetros de alto, corresponsalías desde lugares ignotos, parrafitos sobre nada en absoluto: el menú de la cena del vecino, todos los chismes de la política local. Las desdichas conyugales del señor y la señora Equis (dan los nombres), con todos los detalles, no en seis líneas, sino con todos los hechos (o las ficciones), las cartas, las fechas, los lugares, los horarios”. Otro divertido personaje, la cincuentona señorita Sturdy, protesta: “A veces, es verdad, no pienso nada en absoluto. Aquí, eso no les gusta: quieren que una tenga impresiones. Que les guste que esas impresiones sean favorables me parece natural. Pero hay cosas sobre las cuales no tengo el menor deseo de expresar una opinión. El privilegio de la indiferencia es el más preciado que poseemos, y sostengo que reconocemos a las personas inteligentes por el uso que hacen de él. La vida está llena de basura, y aquí tenemos nuestra ración de ella”.

No sabemos qué fue de Aurora Church, pero parece que una vez concluido el período que su madre le había concedido para vivir “a la americana”, ambas se planteaban la posibilidad de ir a buscar novio al Oeste, es decir, al salvaje Oeste. Por lo demás, de aquel breve viaje de Henry James, y de las anotaciones que hizo durante el mismo, quedan en el relato variadas y jugosas observaciones acerca de los trenes americanos, la vida en sociedad y los modos peculiares adoptados en América por el cortejo amoroso. Tampoco es desdeñable la atención prestada por el autor a la condición femenina, y en especial a todas esas jovencitas de las clases altas que se beneficiaban de una esmerada educación que después les sería totalmente inútil, ya que el único horizonte que se les ofrecía en la vida era el de una buena boda. Las críticas a la cultura americana no sentaron bien a los lectores, y el librito fue muy mal recibido. Tras la muerte de su madre, James pasaría poco tiempo en Estados Unidos, y a finales de mayo se encontraba ya en Londres. “Mi elección es el Viejo Mundo. Mi elección, mi necesidad, mi vida”. Y aunque volvería a América en algunas ocasiones, lo haría ya sólo como turista. Finalmente, adoptó la nacionalidad británica en 1915, un año antes de su muerte.

Hoy las reflexiones de James acerca de la prensa de su tiempo han adquirido un nuevo valor: el de aquello que sólo unos pocos tuvieron la lucidez de apreciar cuando el carácter de dicha prensa empezaba a manifestarse, un carácter que hoy, más de cien años después, es ya universal. Pues la banalidad y la ética (o la ausencia de la misma) ya no son sólo problemas de los periódicos americanos, por mucho que ellos lleven la voz cantante y muy a menudo no leamos sino traducciones de lo que se escribe en los mismos. Frente a la mezcla de ficción, dogmatismo y bobería con que a diario nos castiga la prensa, tal vez vuelva a ser saludable el punto de vista manifestado en su carta por la señorita Sturdy: la indiferencia.