martes, 31 de diciembre de 2013

LECTURA POSIBLE / 130

LA LEYENDA DE UNA CASA SOLARIEGA, DE SELMA LAGERLÖF

Sunne, en la provincia de Värmland, cerca de la frontera noruega, es hoy una pequeña población que por su fisonomía, su arquitectura y el ritmo de su vida nos recuerda que la moderna y avanzada Suecia fue hasta no hace tanto, y sigue siendo en parte, un país rural, país de dura climatología en el que además del hombre habitan los malignos trolls y las seductoras ninfas de los bosques, las huldras. A unos kilómetros de Sunne se encuentra Mårbacka, finca familiar en la que nació Selma Lagerlöf y que en la actualidad, totalmente reformada, sirve de albergue provisional a una nueva y fastidiosa especie habitante de los bosques: el turista.

Esta propiedad, y los terrenos que la rodean, son la causa de que Lagerlöf se dedicase a escribir, lo que le permitió ser la primera mujer que obtuvo el Premio Nobel de Literatura, y ello por partida doble, pues en efecto no es sólo que la autora sueca se inspirase en Mårbacka para redactar la mayor parte de su obra, en sus recuerdos de infancia y en las leyendas que configuran el folclore de la región, sino que además literalmente Lagerlöf se convirtió en escritora a fin de recuperar esta hacienda de la que su familia había tenido que desprenderse por motivos económicos. El éxito de sus libros, y en particular la jugosa dotación del Nobel, sirvieron para dar a la casa y los pequeños edificios adyacentes el aspecto neobarroco que tienen hoy, reconvertidos de sus originarios usos en activo centro cultural que acoge exposiciones y actos literarios.

Lagerlöf y August Strindberg constituyen la escueta nómina de autores suecos de finales del siglo XIX reconocidos fuera de su país, representantes ambos de una literatura que se desarrolló tardíamente. Strindberg es célebre entre nosotros sobre todo por su teatro, no así en Suecia, donde se admiran igualmente sus novelas, por algunas de las cuales debió responder ante los tribunales. La tendencia realista que había predominado en la literatura sueca desde mediados de ese siglo fue sustituida en los años noventa por un neorromanticismo que impuso el gusto por lo irracional y las leyendas populares, todo ello envuelto en un refinamiento del estilo y un lirismo de los que Lagerlöf sería máxima exponente, y que mantendría su vigencia hasta bien entrado el siglo XX. La fama de ésta se debe en especial a dos libros: La Saga de Gösta Berling, su primera novela, y El maravilloso viaje de Nils Holgersson a través de Suecia, que fue escrito como encargo del gobierno sueco para enseñar geografía en las escuelas, y que acabó siendo uno de los libros de viajes más fascinantes de la literatura europea.

Selma Lagerlöf nació en 1858. A la muerte de su padre, su hermano mayor, Johan, debió pedir un préstamo para que pudiera continuar sus estudios, por lo que siempre le estuvo agradecida, como demuestra el hecho de que unos años después, siendo ella maestra, le pagara el pasaje para Estados Unidos. Pero el emigrante Johan no fue de los favorecidos por el sueño americano, y ella tuvo que seguir ayudándole económicamente. Por entonces nuestra autora, maestra de una escuela primaria, escribía sonetos y poemas, y entabló amistad con Sophie Adlersparre, figura prominente del feminismo sueco. Animada por ésta, y enterada de la pérdida de la hacienda familiar, Lagerlöf presenta a un concurso literario los primeros capítulos de La Saga de Gösta Berling. Tras obtener el premio, concluye la novela y la publica en 1891, siendo recibida fríamente por público y crítica. De ello deduce la autora que su carrera literaria ha terminado, lo que aleja de su horizonte la posibilidad de recuperar la finca de Mårbacka. Es entonces cuando la novela llega a manos de un personaje que sería crucial en la carrera de Lagerlöf.

Al danés Georges Brandes se atribuye la introducción en los países escandinavos del naturalismo. Pero Brandes fue también un reformador político y social que adquiriría gran influencia en dichos países. La traducción danesa de este primerizo libro de Lagerlöf, cuyo hilo conductor sirve de guía a un recorrido por los cuentos populares de la región de Värmland, fue recibida con entusiasmo por el crítico danés, lo que, como ha sucedido tantas veces, bastó para que en su patria se reconsiderase la opinión general acerca de la obra. Aquí comienza, de hecho, la carrera literaria de Lagerlöf, que iba a ser extensa e incluiría novelas, relatos, memorias y libros de viajes. Uno de ellos iba a ser este La leyenda de una casa solariega, que en primera traducción ha publicado entre nosotros la editorial Funambulista.

La novela cuenta la historia de Gunnar Hede, joven vástago de una familia venida a menos que está a punto de perder su propiedad familiar, la finca de Munkhyttan, en Dalecarlia. El joven se evade de sus conflictos personales tocando el violín, y así es como conoce a Ingrid, una muchacha huérfana que acompaña por los caminos a una pareja de viejos saltimbanquis. Ingrid no está dotada para efectuar las acrobacias que sus padres adoptivos esperan de ella, lo que le reprochan duramente. Gunnar sale en defensa de la muchacha pronunciando un acalorado discurso, con lo que se gana el respeto de los viejos, pero también el amor de la joven. Tras esto, sus vidas se separan. Gunnar, acuciado por la necesidad, se convierte en vendedor ambulante, pero un hecho catastrófico le hace perder el juicio, y la chica pasa sus días soñando con reencontrarse con aquel guapo estudiante que salió en su defensa. Años después se encuentran de nuevo, pero las heridas que la vida ha causado en ellos les impiden reconocerse. Ingrid yace en un ataúd, enterrada pero viva, y el loco Gunnar, al que ahora todos llaman “el Chivo”, la resucitará con su violín. A partir de aquí la historia narra los trabajos de Ingrid para devolver la salud a su amado, cosa que deberá suceder, de nuevo, con la ayuda de la música.

Esta bella historia apenas disfraza las claves personales de las que se sirvió Lagerlöf en su redacción, pues si es cierto que toda la trama participa de la atmósfera que es propia de las sagas, con sus idealizaciones, sus hechicerías y sus entresijos de cuento de hadas, también lo es que las vicisitudes de Gunnar e Ingrid aluden indirectamente a la propia vida de la autora. Pues no es sólo que la causa de los desvelos de Gunnar sea la pérdida de la hacienda familiar, sino que además la naturaleza enfermiza, debilitada físicamente, de Ingrid tiene un paralelo con Lagerlöf, quien en su infancia sufrió una enfermedad que le dejó secuelas, entre ellas una acentuada cojera. Así, la autora reparte sus propios rasgos entre ambos personajes, los cuales vendrían a ser las piezas escindidas y descabaladas de un mismo cuerpo, cuya curación sólo será posible por medio del amor.

Se trata de un amor entendido aquí como reconocimiento mutuo, el cual exige no poco de una parte y de la otra. A esto se alude ya en el primer encuentro de la pareja, cuando a Gunnar le piden que toque ante los saltimbanquis y la joven el vals de El cazador furtivo, la ópera de Carl Maria von Weber. Recordemos que en ésta una joven debe salvar a su amado de un pacto con el diablo. Lo que, dicho sea de paso, viene a coincidir con el argumento de El holandés errante o el buque fantasma, la narración que escribió Heine y de la que se sirvió Wagner en otra ópera. Igualmente, la salvación de la muchacha por medio de la música del violín, que deberá tener su imagen refleja y simétrica (contrapuntística, por así decir) en la postrera salvación de Gunnar, apela a una tradición que se pierde en la noche de los tiempos, la del mito de Orfeo y Eurídice, con la trágica pérdida de ésta y el consiguiente descenso a los infiernos de aquél, lira en ristre, en pos de su amada.

Como puede apreciarse, las fuentes de las que se nutre Lagerlöf son variadas y no se agotan en lo aquí expuesto. Otro ejemplo podría ser el pasaje en el que Ingrid se presenta a la madre del loco Gunnar, la cual espera que la joven acabe reconociendo a su hijo como aquel estudiante que ama y le salve. A la señora no le agrada el nombre de Ingrid, y aquí Lagerlöf escribe: “Prefiero llamarte otra cosa. Desde que has traído aquí tus ojos de estrella, me ha parecido que tu nombre debe ser Mignon”. Como aquella Mignon de Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, con la que nuestra Ingrid está emparentada por diversas razones, y que en la obra de Goethe entonaba: “Quien nostalgia sintió / sabe que sufro”.

Lagerlöf da muestras en La leyenda de una casa solariega de su particular concepción del amor, muy acorde con las adelantadas ideas feministas de su tiempo, y de los círculos que frecuentó, así como con su propia relación íntima con la también escritora y feminista Sophie Elkan, relación que se inició en 1894 y que continuó hasta la muerte de ésta, en 1921. Ambas viajaron por Europa y el Medio Oriente, y de su amiga dejó Lagerlöf inconclusa una biografía, a la que se añade un volumen que recoge parte de su correspondencia y que, con el título de Tú me enseñas a ser libre, fue publicado en varios idiomas (no en castellano) en 1992.

“Aquel a quien nadie ama no tiene derecho a vivir”, se lee en esta novela que escapa a toda clasificación y que es buena muestra del arte de una autora de la que hay muy poco traducido, y cuya altura literaria y moral sigue considerándose como modelo no sólo en su país de origen. A ella se debe entre otras cosas que la poeta Nelly Sachs obtuviera un visado sueco que la permitió huir de los campos de exterminio nazis. Pues esta mujer que finalmente pudo recobrar su Mårbacka de la infancia logró aunar lo popular con un humanismo sin fisuras que no excluía un profundo conocimiento de las debilidades, angustias y esperanzas del hombre, todo lo cual pudo reunir en estos aparentemente modestos cuadros de la vida rural, verdaderos cuentos de hadas psicológicos en los que los personajes, guiados por un violín, son conducidos en un viaje a través de los años de la vida.

sábado, 28 de diciembre de 2013

CRÓNICAS TOLEDANAS / 10

RICHARD WAGNER EN TOLEDO

En 2009 la Residencia de Estudiantes publicó el libro de Pepín Bello La visita de Richard Wagner a Burgos, que además del célebre texto que narra los pormenores de los días que Wagner pasó en aquella ciudad, incluye una erudita introducción del musicólogo Andrés Ruiz Tarazona. No se nos ocurre nada más oportuno que el hecho de que tal institución publicara las anotaciones de quien tan ligado estuvo a ella. Pues José Bello, “Pepín”, como le llamaban sus amigos, fue en efecto uno de los animadores de la Residencia de Estudiantes en sus mejores años, lo que le permitió codearse con Giner de los Ríos, Pío Baroja, Manuel Bartolomé Cossío, García Lorca, Dalí, José Bergamín, Luis Buñuel y toda aquella generación que puso en marcha un proyecto cultural tan irrepetible como añorado.

El espíritu libre y aventurero que fue Pepín Bello es de los raros personajes que ocupa un sitio en nuestras letras sin haber escrito una línea, aparte de algunos artículos y de su correspondencia, pues siendo él gran conocedor de la literatura y del surrealismo no fue ni literato ni surrealista, y su talento floreció y se desplegó en su propia vida, en el cotidiano trato con los artistas de su tiempo, de los que fue amigo, consejero y compinche en frecuentes reuniones etílicas, de las que surgieron algunas de las ideas mejores de nuestra vanguardia.

La noticia de la visita de Richard Wagner a Burgos nos ha sido legada por la carta que Bello envió a su amigo Alfonso Buñuel, hermano menor del cineasta, que fue arquitecto y apasionado melómano. El viaje se debía a una invitación del propio Bello, quien explica a su amigo que Wagner, tras entrar en España, hizo parada primero en Barbastro, donde aprendió a hablar castellano con acento baturro, y después en Calanda, pues hacía “años que tenía la ilusión de ir a aquel pueblo en Semana Santa a tocar el tambor”. Tras esto, Wagner llega a Burgos “en el mixto de Miranda a las tres y media de la madrugada”. Recibido por Bello en la estación, éste le describe así: “Es bajo de estatura, pequeñísimo; le llevo yo –que no soy alto– más de la cabeza. Pero está bien proporcionado. Esa misma cabeza, grande y algo abultada, se siente firme sobre su menudo busto. Todos los movimientos y gestos (es muy gestero) son en él rápidos, nerviosos y muy graciosos. Lo más personal es su atuendo. Se tocaba con una gran boina de terciopelo negro, enriquecida con un precioso camafeo etrusco de lapislázuli. Luego, llevaba liada al cuello una enorme toquilla, más bien tapabocas, de cachemira, color corinto. El cuerpo se abrigaba dentro de un amplio, pero corto, abrigo o zamarra de martas cibelinas”. Un atuendo, según parece, al que el autor de Tristán e Isolda se mantenía fiel desde que lo adoptó en sus tiempos de estudiante revolucionario en Leipzig.

Inmediatamente Bello condujo al compositor a su casa de Castañares, donde ambos mantuvieron placenteras conversaciones acerca de los temas más variados. Y Bello añade: “Cuando anochecido regresábamos, la única que iba serena era la mula que tiraba de la tartana”. En esos días Wagner hace una excursión a Villafría montado en una bicicleta infantil (pues en una de adulto los pies no le llegaban a los pedales), lee el Diario de Burgos y se aficiona a entonar por los prados la canción Soy minero, de Daniel Montoro, su compositor español preferido. Otro día marchan a Burgos y visitan la catedral, la cual “le gustó, pese a que le opuso algunos atinados reparos: ‘En estos templos de la antigüedad faltan muchas comodidades’, dijo, ‘y en cambio sobran otras cosas. Mucho retablo, mucho retablo’”. Esto, junto a otras jugosas anécdotas, es lo que cuenta Bello en la carta a su amigo Alfonso. A lo que hay que añadir el homenaje que las autoridades burgalesas rindieron a Wagner la víspera de su partida.

Lo anterior, y muy poco más, era todo lo que se conocía hasta ahora de la presencia de Wagner en España. A ello, sin embargo, ha venido a añadirse este año la casual y afortunada aparición de una segunda carta de Pepín Bello a su amigo Alfonso (al parecer extraviada entre los papeles de su hermano Luis), la cual sirve para arrojar nueva luz sobre dicho viaje. Por esta carta, todavía inédita, hemos sabido que al día siguiente de su excursión a Burgos Bello y su invitado tomaron el Talgo con destino a la estación de Chamartín de Madrid, desde donde sin interrupción, pasando por la de Atocha, hicieron trasbordo al regional de Toledo, llegando a la ciudad un lunes a las cuatro y media. La carta, por desgracia, no explica los motivos del viaje a Toledo, que tuvo lugar el día del cumpleaños de Wagner, el 22 de mayo. Los viajeros se alojaron en la Posada del Arco de la Sangre, hoy desaparecida; disfrutaron de un baño en el Tajo y pasaron una noche de tertulia en la entonces llamada “Playa de Safont”, en la actualidad convertida en aparcamiento; acudieron a una sesión del Cine Moderno, hace tiempo demolido, en el que vieron la película ¡A mí la Legión!, con la que ya se habían reído mucho en Burgos; y a propuesta de Bello fueron a visitar al campanero de la catedral, “hombre de elevados pensamientos” con el que aquél “había mantenido una larga relación epistolar desde que ambos nos conocimos en la mili”. Este hombre obsequió a sus eximios visitantes con una olla de sus famosas “migas de campanero”, las cuales habrían de aparecer más tarde en una memorable secuencia de Tristana, en la que un campanero apócrifo se las sirve a la frígida Catherine Deneuve. Lo que, dicho sea de paso, prueba más allá de toda duda que Luis Buñuel conocía bien esta carta, la cual presumiblemente le fue entregada por su hermano como parte de la documentación requerida para su película de Toledo.

“A Wagner las migas le resultaron deliciosas”, escribe Bello, “y durante el resto de la tarde no dejó de dar vueltas a la idea de dejar a la ciudad, y al país que tan generosamente le había acogido, una muestra de gratitud digna de su genio”. Fue esa misma noche, mientras degustaban un “riquísimo vino de Méntrida” en la desaparecida taberna de Los Candiles, cuando Wagner tuvo la inspiración de dejar tras de sí, en reciprocidad a los desvelos de aquellas gentes sencillas, un recuerdo imborrable de su paso por estas tierras. “Dicho y hecho”, nos cuenta Bello. “Al día siguiente, que era el último de nuestra estancia toledana, fuimos temprano a visitar a un tonelero de la calle Santa Isabel al que Wagner, en un arrebato de creatividad, instruyó en pocos minutos, sirviéndose de un croquis. El admirable resultado estuvo listo en un par de horas, y afirma Bello que el autor de Tannhäuser escribió en él una dedicatoria de su puño y letra: “A Toledo y a España dejo en agradecimiento mi Wagnertrommelsymphonische. Firmado: Richard Wagner”.

Así concluye la carta de Pepín Bello que ha sido rescatada ahora por los profesores de semiótica comparada Aki Yanokiki y Peet O’Paussias, ambos de la Universidad Central de Sausalito, y que será publicada en breve a expensas de dicha prestigiosa institución, lo que servirá para culminar los fastos del actual bicentenario wagneriano. A nosotros nos queda el raro honor de haber contado con este gran artista entre nuestros visitantes, y el aún más raro de haber recibido en herencia este precioso invento wagneriano, cuyo original, el firmado por su propia mano, se encuentra actualmente en paradero desconocido.

Una joven virtuosa interpreta La
Cabalgata  de las Walkyrias
con el
Wagnertrommelsymphonische

martes, 24 de diciembre de 2013

LECTURA POSIBLE / 129

LUIS BUÑUEL, NOVELA, DE MAX AUB: LA BIOGRAFÍA INÉDITA DE UNA ÉPOCA

La editorial granadina Cuadernos del Vigía, que publicó en 2010 Juego de cartas, una de las obras más originales de Max Aub, presentó hace unas semanas la que desde ese momento puede considerarse como obra capital del autor del Laberinto mágico, culminación de toda una vida que no fue sólo literaria y verdadero testamento de Aub, que en este caso, por la ambición con que acometió esta monumental crónica, es también el testamento de su época.

A veces el camino que recorre un libro, desde que empieza a ser redactado, y hasta que llega al lector, es toda una novela, la cual se añade al contenido del libro. La más que azarosa gestación de éste se ha extendido durante casi medio siglo, desde que en 1968 Aub, en su exilio mexicano, recibió de la editorial Aguilar el encargo de una biografía de Luis Buñuel. A Aub este encargo le llega a la edad de sesenta y cinco años, cuando está dando conclusión a Campo de los almendros y mientras su salud se resiente de su paso por diversos campos de concentración después del término de la guerra civil. Nuestro autor, sin embargo, pudo entrever en la biografía de Buñuel la excusa para afrontar un proyecto de mayor dimensión que posiblemente acariciaba desde hacía tiempo: el de, según sus palabras, “intentar recordar lo mejor de mi pasado”, y ello a través de la puesta al día de su propia experiencia, la cual incluía desde luego su contacto con Buñuel, pero también de una memoria colectiva que ya había contribuido a la redacción de algunas de sus novelas. Esa memoria era la de las vanguardias de los años veinte, la generación de la República y el dolor compartido de la guerra y el exilio.

Conviene recordar que en la producción aubiana existe una vertiente autobiográfica al menos desde 1951 (desde que redacta los fragmentos de su volumen Yo vivo), la cual, más que un compendio de su propia trayectoria vital, aspira a ser el testimonio de unos años a los que con razón atribuía gran relevancia en todos los órdenes: el político, el literario, el artístico, y que no debían caer en el olvido. Así Aub, al recordar a Aub, no podía dejar de traer al presente el tiempo que vivió en España como promesa y como realización de unos ideales tocados por la vanguardia. A esa cosmovisión le correspondía la voluntad de “estar lo más cerca posible de la verdad”, ya que “las anécdotas, los cuentos, lo inventado acerca de un personaje o un hecho son mucho mejores para conocerlo que los documentos”. Es ahí donde Buñuel surge de entre los miles de personajes de esa memoria colectiva como protagonista e hilo conductor de una crónica que, por ser novela, había de ser verdadera.

A su muerte, en 1972, Aub dejó inacabada su obra, y de ella, más de una década después, Aguilar extrajo los materiales para un volumen que publicó con el título de Conversaciones con Luis Buñuel, que además de las entrevistas que mantuvo Aub con el cineasta, incluía otras muchas con sus familiares, amigos y colaboradores. Lo escrito y lo recopilado por Aub en torno a su libro excedía a lo allí publicado, y tales documentos, alrededor de cinco mil páginas entre folios, cuartillas, manuscritos y hojas mecanografiadas, más algunas cintas magnetofónicas, fueron a parar al archivo de la Fundación Max Aub, en Segorbe, donde han sido ordenados pacientemente durante varios años por Carmen Peire. Fruto de todo ello es este libro, que hoy se nos aparece en la mejor edición posible y que viene a hacer justicia, aunque sea tardíamente, al proyecto de Aub.

Buñuel formaba parte de ese período de “lo mejor de mi pasado” al que se refería nuestro autor. “Más que vidas paralelas”, escribió, “las nuestras fueron vidas cruzadas, tuvimos muchos amigos comunes, y los dos somos desterrados. (…) Si hago este libro tiene que ser algo importante, un poco como sus películas”. Ambos, pues, tenían ya no poco en común cuando Aub empezó a trabajar en su libro, relación que se afianzó durante el gran número de conversaciones que mantuvieron y que la edición que comentamos recoge en un más que interesante CD. Aub había participado en 1950 en la redacción de los diálogos de Los olvidados, y Buñuel, que como es bien sabido desdeñaba lo que se escribía acerca de su obra, mostraba en cambio un gran interés por el destino del libro de Aub y por su autor, como ha recordado hace poco Agustín Sánchez Vidal: “En El discreto encanto de la burguesía, que Buñuel se dispone a filmar en 1972, hay un jardinero moribundo que pide confesión. Acude un obispo y el agonizante le cuenta que muchos años atrás envenenó a sus amos, que resultan ser los padres del prelado. Éste lo escucha, lo absuelve muy cristianamente y, a renglón seguido, agarra una escopeta y lo deja seco. Pues bien, el director había asignado a Max Aub el papel del asesinado asesino moribundo. El escritor no pudo interpretarlo. Murió mientras se rodaba la película”.*

Aparte de esta relación, de ese pasado común del que fueron testigos y actores, y de la facultad que tenía el talento de cineasta de Buñuel para condensar y representar gran parte de la aventura moral y estética de la que ambos formaron parte, había un motivo más para que Aub viera en Buñuel el genuino producto de su época, y es que el campo de experimentación de éste era el cine, que por sí solo tanto contribuyó a reproducir las inquietudes de la vanguardia, y que tanto, también, había aportado a la transformación del oficio literario de Aub. Esa transformación había empezado a operarse ya hacia el final de la guerra civil, cuando Aub se convierte en el ayudante de André Malraux durante la filmación de su Sierra de Teruel, lo que iba a condicionar la forma en que se presentaron algunas de sus narraciones posteriores, en particular los Campos. Además, Aub ejerció de guionista para la industria cinematográfica mexicana y de profesor de la Escuela de Cine. Como ya comenté en otra ocasión, “el cine, en efecto, vino a ser un nuevo instrumento puesto a disposición de los novelistas que aspiraban a alcanzar en sus obras no sólo la apariencia de la vida moderna, sino también una percepción más completa que la lograda en el pasado de la experiencia humana”.** Así, es a sus propias novelas a las que se refiere Aub cuando escribe que “el cine se encuentra en la base misma de la obra de André Malraux. En sus novelas, más que de una sucesión de escenas significativas, se trata en el fondo de una corriente paralela a la estructura de un film”. Y añade: “No ha aparecido más que un nuevo arte: el cine. Y hemos nacido con él”.

Esta misma presencia de lo cinematográfico determina el carácter del presente libro, el cual, sin dejar de ser “novela”, en el sentido de que en él se plasma lo que habría sido marginado en una biografía propiamente dicha o en una obra de investigación, viene a ser también un texto concebido a la manera de un film documental en el que la información, acotada sólo por mínimos comentarios, es expuesta al lector de manera objetiva, a fin de que sea éste quien en último término proceda a su interpretación. De este modo el libro participa de las premisas de las dos supuestas “biografías” que Aub había escrito anteriormente, Jusep Torres Campalans y Luis Álvarez Petreña, biografías de personajes de ficción que comparten con la novela sobre Buñuel ese ambiente de libre experimentación que fue propio de las vanguardias.

El libro se compone de dos partes. La primera reúne los textos que en los documentos de Aub aparecen como “prólogo” y “biografía”, siendo éste último una semblanza de la vida de Buñuel desde 1900; a ello se añaden las opiniones del cineasta aragonés con respecto a gran variedad de temas, como la religión, el cine o la política. En la segunda parte, de un carácter más ensayístico, Aub hace un amplio y documentado retrato de las vanguardias artísticas, no sólo españolas, de las primeras décadas del siglo, hasta la guerra civil. Esta estructura se combina con la transcripción de los diálogos conservados en cinta. Entre los datos recopilados de diversas fuentes, y los que suministra el propio Buñuel, figuran algunas observaciones realizadas por Aub acerca de su personaje, sobre el que escribe, en efecto, como el autor que define, para su uso personal, los rasgos de su protagonista. En una de esas anotaciones puede leerse: “Es un hombre más complicado de lo que creen los que le tienen por complicado, y más sencillo de los que creen que es una persona sencilla. Le molesta la gente, por eso se ha vuelto sordo”. Como es natural, por estas conversaciones asoman otros personajes que aquí son secundarios como Picasso, Lorca, Aragon y Dalí, entre otros muchos; e instituciones como la Residencia de Estudiantes y el grupo de los surrealistas, al que Buñuel se adhirió en 1929. Acerca de ello confiesa el autor de Un perro andaluz que “yo no era surrealista cuando llegué a París. Me parecía cosa de maricones. Leía sus cosas para reírme, igual que años atrás leía Ultra para divertirme en el tranvía, en Madrid. Y me sucedió lo mismo, acabó por metérseme dentro. (…) Sin embargo, cuando cierro los ojos, yo soy nihilista. De verdad, un nihilista total, un nihilista completo, sin reservas de ninguna clase”.

Las páginas en las que Aub habla de su conocimiento de las vanguardias constituyen una fuente privilegiada de información acerca de las mismas. Y es que no en vano Aub fue en su tiempo de los pocos intelectuales españoles que verdaderamente poseían una cultura internacional y de actualidad. De ello se desprende un profundo dominio del laberíntico itinerario de regeneracionistas, bohemios, ultraístas y demás tendencias, a través de las cuales guía al lector sin omitir opiniones a veces sorprendentes. Pero es que éstas no podían faltar en el legado de quien siempre fue contra la corriente establecida, cuyas independencia y originalidad fueron sólo comparables a la inmensa variedad de sus inquietudes y al rigor con que las afrontó. Un legado, como se ha dicho, que excede al de sus protagonistas, que constituye la suma total de la obra aubiana y que retrata eficazmente los esfuerzos, las ilusiones y los desengaños de una época, la cual este libro, tantos años después de que empezara a ser escrito, ayuda a rescatar.
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* El País, 2 de noviembre de 2013
** José Ramón Martín Largo, El escritor con la cámara. Max Aub, la novela moderna y el cine (Biblioteca Valenciana, 2003), pp. 85-86.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

DISPARATES / 91

FRANCIA: ATAQUE DEL ESTADO CONTRA LA PRENSA EN INTERNET

Edwy Plenel*

La Alta Dirección del Ministerio de Finanzas francés ha decidido aplicar a la prensa en internet un tipo del IVA del 19,6%, mientras que la prensa en papel tiene una tasa del 2,1%. Esta acción viola el principio de igualdad y neutralidad confirmado por los poderes públicos en 2009. Para los periódicos digitales, entre ellos Mediapart, que han rechazado toda dependencia de la publicidad, de las subvenciones públicas y la industria privada, esta decisión pone en peligro la independencia de la prensa que se sostiene sólo mediante la fidelidad de sus lectores.

Un año después de la aparición del “caso Cahuzac”, que condujo a la dimisión de un ministro estafador, ¿habrá querido el Ministerio vengarse en frío de una prensa demasiado independiente? Mediapart ha recibido, este martes 17 de diciembre, y de manera oficial, un aviso de inspección del IVA aplicado a nuestros abonados en concepto de suscripción. Avalado, según nuestras fuentes, por los más altos mandatarios del Ministerio de Finanzas, este control se ha puesto en marcha con urgencia por orden de los responsables de los inspectores del departamento, estableciendo una primera cita para poco antes de las fiestas de fin de año.

El lunes nuestros colegas de Indigo Publications habían recibido ya un idéntico “aviso de auditoría fiscal” según el mismo inhabitual procedimiento, consistente en la entrega del aviso en persona por medio de un oficial del Ministerio (por lo general, una simple carta certificada es suficiente). Las empresas afectadas, representantes ambas de la prensa independiente en línea, crearon hace cinco años el Syndicat de la presse indépendante d’information en ligne (SPIIL), interlocutor reconocido por los poderes públicos cuyo presidente es el director general de Indigo, Maurice Botbol, y del que yo soy secretario general en representación de Mediapart. Otros miembros fundadores de SPIIL, Terra Eco, dirigida por Walter Bouvais, y Arrêt sur images, creada por Daniel Schneidermann, ya están siendo objeto de controles fiscales, recientemente en el caso de la primera y desde hace tres años, en litigio permanente con la Administración, la segunda.

SPIIL afrontó una primera batalla por la nueva prensa en línea, pionera y exitosa, en 2008: el reconocimiento por derecho, a la vez jurídico y administrativo, de que la prensa no se limitaba a un soporte único, el papel, y el de que su naturaleza se vinculaba a un contenido editorial, para el que el digital en línea constituía un soporte legítimo. Este status de la prensa en línea entró en vigor en 2009 y se tradujo en un reconocimiento en el seno de la Commission paritaire des publications et agences de presse (CPPAP), lo que significaba, en adelante, que el Estado reconocía la igualdad de derechos entre la prensa de medios impresos y digitales, con igual compromiso en su defensa y promoción. Esto es lo que se determinó en nombre de la República por su entonces presidente, en el cierre del estado general de la prensa, el 23 de enero de 2009. “El status de editor de noticias online abre el derecho a un régimen fiscal de las corporaciones de medios”, declaró entonces Nicolas Sarkozy. “Francia”, añadió, “no puede seguir en esta situación, en esta duplicación estúpida en que la prensa digital es desfavorecida en relación a la prensa de papel, y en que la prensa digital rentable es desfavorecida en relación a la prensa gratuita. Esto no tiene sentido”.

Desde entonces, esta posición es de manera constante la de todos los actores directamente concernidos en el futuro de la prensa, en su transición digital y su ecosistema económico. Ya sea el gobierno –de izquierda o de derecha–, la Asamblea Nacional o el Senado, el Tribunal de Cuentas, todos los sindicatos del sector y todos los informes solicitados por el Ministerio de Cultura y Comunicación, el reconocimiento de la neutralidad de los medios, y por tanto la igualdad de derechos entre medios impresos y medios digitales, son unánimes.

Esta igualdad es la que viola de manera tan descarada como chocante, ilegítima y discriminatoria el ataque del Ministerio de Finanzas. La Alta Dirección de este Ministerio, que ha avalado esta medida contra nuestros intereses, nos ha oído solicitar desde 2011 la aplicación de la misma tasa de IVA (2,1%) que la prensa de papel. Esta tasa, llamada “superreducida”, es una ayuda indirecta a la prensa, que se añade a otras ayudas directas que han respaldado no pocos casos de mala gestión y opacidad, como se ha documentado ampliamente. La aplicación de esta tasa “superreducida” debería ser una ayuda a los lectores, no a los negocios. Para cumplir con el desafío democrático de la información y el pluralismo, el Estado debe asumir que el periódico no es una mercancía como cualquier otra, y que debe ser protegido de forma que no sea demasiado costoso y que sea accesible para el público más amplio. Así lo entienden en el Reino Unido, país que estuvo a la vanguardia de la invención de los medios de comunicación, y donde el IVA de la prensa es simplemente cero, lo que significa que el Estado se niega a imponer cualquier sobrecoste a los lectores.

En 2011 el SPIIL decidió de manera transparente, junto al gobierno, invitar a la prensa en línea independiente que vive sólo con la ayuda de sus lectores a aplicar el mismo IVA que la prensa de papel, evitando así que las nuevas y frágiles empresas siguieran siendo obstaculizadas en su desarrollo por un IVA discriminatorio. Esta decisión fue acompañada de una crítica sin ambigüedad de las ayudas públicas a la prensa, así como de la reclamación de que pudiera conocerse, con toda transparencia, el montante de dichas ayudas. De hecho, ni Indigo ni Mediapart reciben ayudas públicas, ni por medio de la publicidad ni de subvenciones. Es así como esta nueva prensa, más limpia, rechaza por principio los conflictos de intereses y existe sólo por sus lectores, única garantía de su independencia, la cual, en el presente, se ve amenazada.

Nuestra decisión de aplicar el IVA del 2,1% se basó en un consenso general, tanto profesional como político: en 2011, el Senado, con mayoría de izquierda, votó una enmienda al proyecto de ley de presupuestos de 2012 aplicando la tasa reducida de la prensa de papel a la prensa en línea, al mismo tiempo que ocho sindicatos de prensa, sin excepción, exigieron la aplicación de esta medida. Esta unanimidad legitimaba una moratoria de hecho, en lo concerniente a la administración tributaria, a fin de proteger el desarrollo de los nuevos medios digitales. Sin embargo, por razones tan misteriosas como incomprensibles, en las que se mezclan la irresponsabilidad, la incoherencia y la falta de previsión, el Estado no a dejado de vacilar y de dilatar, especialmente bajo la mayoría de izquierda actual, la aplicación de lo que se había comprometido a establecer rápidamente en nombre de la igualdad de la prensa, tanto la de papel como la digital.
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* Edwy Plenel es director de Mediapart
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Fuente: Mediapart

martes, 17 de diciembre de 2013

LECTURA POSIBLE / 128

LA OBRA RECUPERADA DE HEIMITO VON DODERER

Una detallada crónica vienesa hecha por un grupo de amigos y conocidos que se dan a sí mismos el nombre de “los nuestros”; un folletín con huérfana incluida, dueña legítima de una disputada herencia; y la descripción minuciosa, realizada por testigos directos, de unos acontecimientos históricos que culminaron con el incendio del Palacio de Justicia de la capital austríaca. Esto y mucho más es lo que relata en sus cerca de mil setecientas páginas la novela Los demonios, suficiente por sí sola para que el nombre de Heimito von Doderer ocupe un sitio no modesto en la memoria del lector.

En 2009 la editorial Acantilado prometió traducir la obra completa de Doderer, promesa que lentamente se va haciendo realidad. Este tan sobresaliente como necesario empeño editorial, del que es protagonista un autor que hasta entonces era casi desconocido en España, coincidió con la publicación de la novela citada, obra de toda una vida alrededor de la cual gira el resto de su narrativa, una extensa producción de la que en 2011 apareció entre nosotros otra novela, Un asesinato que todos cometemos, y a la que este mismo año ha venido a añadirse el volumen Relatos breves y microrrelatos, título que nos ofrece un aspecto hasta ahora inédito en castellano de la producción de nuestro autor.

Lo que describe Doderer en sus colosales, prolijas novelas es la manera en que los destinos de sus personajes terminan por revelarse, o lo que es lo mismo: el camino a cuyo término se completa su transformación en seres humanos (menschenwerdung). Y lo hace mediante estructuras narrativas complejas, ricas en historias y perspectivas, sobre las que a menudo acabará imponiéndose, como una fuerza superior capaz de doblegar la voluntad de los personajes, el azar. Así ocurre con la historia de Conrad Castiletz, dodereriano hombre sin atributos que protagoniza Un asesinato que todos cometemos, y con los protagonistas de los relatos que componen la antología ahora publicada.

Heimito von Doderer paseó su peculiar nombre (Jaimito, convenientemente germanizado, fruto de un capricho de su madre durante un viaje a España cuando estaba embarazada de él) entre 1896 y 1966. O sea, nació en el apogeo del Imperio Austro-Húngaro y asistió a su caída, además de a dos guerras mundiales, así como a la transformación sufrida por esa Viena que protagoniza la mayor parte de su obra, centro en la época de su nacimiento de una monarquía y de un imperio y que al término de su vida no era más que la capital un poco provinciana de una pequeña y nostálgica república sin salida al mar. Por lo demás, Doderer fue todo un personaje: casado dos veces, nunca convivió con ninguna de sus mujeres bajo el mismo techo; fue prisionero de guerra en ambas contiendas mundiales, primero de los rusos y luego de los ingleses; se afilió brevemente al partido nazi, lo que le ocasionó no pocos problemas tras la victoria aliada; y sus obras, publicadas mayormente en los años cincuenta, resultaron ser, por temática, por estructura, e incluso por la calidad refinada y exquisita, aunque trasnochada, del alemán en el que escribía, lo más opuesto que podía concebirse a la literatura de su tiempo. Quizá por eso dichas obras, que obtuvieron gran éxito en los últimos años de la vida del autor, cayeron tras su muerte en un relativo olvido del que fueron rescatadas en la pasada década, de lo que es buena prueba el capítulo que le dedicó Martin Mosebach en su ensayo de 2006 Schöne Literatur, que acertadamente Acantilado publicó como prólogo a Los demonios.

Miembro de una familia acomodada, el joven Doderer abandonó sus estudios de Derecho para cursar Historia y Psicología en la Universidad de Viena. De la afición por la primera de ellas le quedó un gusto por la Edad Media que estaría presente en su obra, y de la segunda, en la que tuvo como profesor a Hermann Swoboda, cierta influencia de las teorías de éste acerca de los biorritmos humanos, ciclos de carácter físico y emocional responsables al parecer de las alteraciones de humor, de todo lo cual hay sobradas muestras en la obra de Doderer. Éste, por la naturaleza de sus inquietudes, aparece como una rara avis en la literatura alemana de postguerra, pues si bien algunos de sus títulos ya fueron publicados en los años veinte y treinta no es sino hasta la aparición, primero, de Las escaleras de Strudholf  (en 1951) y, después, de la ya citada Los demonios (1956) cuando se convierte en una de las referencias, en su siglo, de las letras germanas.

Por la dimensión de Los demonios, y por la casi extravagante ambición con que fue concebida por su autor, es inevitable que una reseña de lo traducido hasta ahora bajo su nombre deba remitir en particular a ella, novela que junto a Las escaleras de Strudholf, con la que comparte ambiente y temática, es la causa principal de la actual fama de Doderer.

Ante todo, cabría aclarar que pese a su dimensión Los demonios no es lo que los franceses llaman una roman-fleuve y nosotros novela-río. Pues el género así llamado suele caracterizarse por su carácter digresivo, en el que a menudo cabe todo lo imaginable, así como por una generosa variedad de temas e intrigas que suelen abarcar largos períodos temporales. Por el contrario, todos los acontecimientos de esta novela ocurren entre 1925 y 1927, en especial en este último año, pero es que además, a diferencia de la novela-río, y a diferencia sobre todo de la que se considera obra mayor del género, la Recherche de Proust, la novela de Doderer, por su precisión y economía estructural podría adscribirse más bien a ese tipo de relato autorreferencial y autosuficiente, en el que nada sobra ni falta, y que está dotado de una minuciosa ingeniería narrativa, que es propio de las historias de tema policíaco. La obra, por así decir, posee una forma que se aproxima más a concepciones extraliterarias: musicales, en concreto, así como a lo que en la plástica se llama el collage. Y es que su contenido, según el artificio literario al que recurre el autor, está compuesto por los testimonios que diferentes informadores, que al mismo tiempo son los protagonistas de la novela, han enviado al jefe de sección Geyrenhoff, el cual, a la manera de los cronistas medievales, actúa como recopilador y co-autor de la obra.

En lugar de merovingios y carolingios, cuyas andanzas el autor conocía bien, los protagonistas y a la vez narradores de esta crónica son, pues, vieneses de mediados de los años veinte del siglo pasado, hombres y mujeres que en su mayor parte pertenecen a la burguesía y a las clases acomodadas de aquella Viena que, sin saberlo, entonaba por entonces su último lied. Sería absurdo pretender dar aquí siquiera un pálido reflejo de lo que sucede en estas páginas por las que transitan cientos de personajes con sus vidas más o menos corrientes, sus ilusiones y desengaños. Baste decir (y en este apartado sí que nos encontramos ante uno de los rasgos de la novela-río) que toda esa ingente variedad de historias acaba desembocando en un mismo y único acontecimiento, el vivido en Viena el 15 de julio de 1927, cuando una huelga general acabó con un saldo de más de ochenta muertos y el incendio del Palacio de Justicia. Acerca de estos hechos han escrito extensamente, entre otros, Karl Kraus y Elias Canetti, el primero en su Die Fackel, y el segundo en Masa y poder, donde desarrolló sus reflexiones acerca del hombre-masa y de los conflictos que la aparición de éste iba a traer a la Historia inmediata. Y es que el trasfondo político de lo acontecido en Viena incluía ya a todos los que iban a ser actores principales en la tragedia europea que se hallaba a la vuelta de la esquina.

Si en la vida real la multiplicidad de identidades en un mismo individuo, cada una con su propia voz, constituye un estado psíquico indeseable, no ocurre lo mismo en la creación literaria, en la que una tal multiplicidad, cuando se articula coherentemente, viene a resultar en una expresión de genio e ingenio al alcance sólo de los más grandes. Lo mismo, por cierto, prueba por si hacía falta la vecindad de lo literario con la locura. La crónica de aquellas vidas y de la ciudad que habitaban quedó a medias, y fue sólo después de la guerra cuando el jefe de sección Geyrenhoff se decidió a culminarla. Para entonces, la mayoría de sus protagonistas estaban muertos o en el exilio, por lo que estos personajes, el escritor Kajetan Schlaggenberg y su falsa hermana, Renacuajo; la prostituta Anny Gräven; el bebedor maestre de caballería Eulenfeld; René y su novia Grete, y todos los demás, ya no eran sino los últimos testigos de un mundo perdido, los materiales de derribo que dan consistencia a esta novela épica: el producto sobrehumano de una mente privilegiada.

Como desgajados de esta sólida escritura se nos aparecen la novela “menor” que es Un asesinato que todos cometemos y los relatos de Doderer, los cuales sirven de demostración de que quien fue maestro del gran y el grandísimo formato también supo serlo del pequeño. Si aquélla trata del intento fallido de la construcción de una personalidad adulta, liberada de las irracionalidades de la infancia y primera juventud, éstos, divididos en dos colecciones, Nueve microrrelatos y Ocho ataques de ira, vuelven a confrontarnos con personajes en proceso, siempre sometidos a cambios impuestos por la realidad exterior. En ellos el amplio registro de Doderer nos lleva desde los personajes que pueblan las trincheras de la Gran Guerra hasta la turbia atmósfera del hampa, sin olvidar la escrupulosa reconstrucción literaria de hechos históricos, como ocurre en Decadencia de una familia de porteros en el año 1857 o en Un temporal de nieve, donde el autor recrea el último día de vida de Beethoven. Muchos de ellos, como los personajes de Los demonios, deberán sucumbir bajo los imperativos de su entorno, igual que sucumbe, transformada, cargada de oropeles, decadente y pretendidamente idéntica a sí misma la antigua Viena, con su Danubio, sus bosques y esa monumental arquitectura de la que parecen nutrirse las páginas de nuestro autor.

Claudio Magris ha reprochado a Doderer la ausencia en su novela más conocida de ese contenido demónico que anuncia el título. Posiblemente la explicación a dicha ausencia, que puede extenderse al resto de su producción, la haya dado el propio Doderer: “Una obra narrativa lo es tanto más cuando menos idea puede hacerse uno de ella por su contenido”. Pues el contenido, en efecto, es sólo la mínima parte visible de una realidad que permanece invisible: “Había querido narrar el tejido de la vida y ahora me daba cuenta de que me rebasaba”, dice el cronista en otra parte. La novela (toda novela) supone un cuestionamiento de sus propios límites formales y de su capacidad, o no, para representar la diversidad de la vida. Tampoco de ésta, si se piensa bien, podemos hacernos una idea sólo por su contenido, pues sobre todo está cargada de lo que no es y de lo que podría ser, de aquello que Doderer llama “un más allá dentro de este mundo”. En ese territorio más allá es donde habitan, ahora y por siempre, estos ángeles caídos.

martes, 10 de diciembre de 2013

LECTURA POSIBLE / 127

EL ESTAFADOR Y SUS DISFRACES, DE HERMAN MELVILLE

Quien fue autor de algunas de las narraciones más logradas acerca de arriesgados viajes por alta mar nos relata en El estafador y sus disfraces, su última novela, escrita cuando aún no había cumplido cuarenta años, un pacífico y rutinario viaje por el Mississippi. De este modo se cumple la máxima según la cual todo aventurado navegante acaba convirtiéndose con el tiempo en marinero de agua dulce. A bordo de este vapor, el “Fidèle”, que navega rumbo a Nueva Orleans, embarcados en alguna de sus numerosas escalas, viajan Emerson y su discípulo Thoreau, el novelista Hawthorne y Edgar Allan Poe. Es un primer día de abril de mediados del siglo XIX, y los viajeros mencionados, junto a una multitud anónima, vienen a componer un muy abigarrado microcosmos en movimiento, una representación a pequeña escala de aquellos Estados Unidos previos a su guerra civil. En realidad, como ocurrió con otro barco famoso, el “Cité de Montereau”, que unos años después protagonizaría La educación sentimental de Flaubert, también aquí es todo un mundo el que se pone en marcha.

La súbita muerte del padre, un comerciante arruinado, cuando nuestro autor contaba sólo doce años, había marcado el rumbo de la vida de Herman Melville, quien tras el desastre familiar se vio obligado a ejercer diversos oficios. La falta de expectativas le animó a seguir el ejemplo de muchos jóvenes de la época, embarcándose por primera vez en 1838. Más tarde, tras ser miembro de la tripulación de un ballenero, de la cual desertó, fue capturado por una tribu caníbal, vendido como esclavo y acusado de amotinamiento, por lo que fue recluido en una prisión de Tahití. Después vivió otras aventuras, hasta que en 1844 arribó a Boston. En total, Melville había pasado en alta mar algo menos de cuatro años, tiempo suficiente para que se formara su particular visión del mundo y de los hombres, y para que reuniera las experiencias con las que se hizo un sitio en la historia de la literatura.

Su obra iba a orientarse en dos direcciones: una, destinada a satisfacer la sed del público de novelas de aventuras y fácilmente asimilables, que le dio a conocer y que le permitió frecuentar los círculos literarios de Nueva York; y la otra, mucho más personal, que en vida del autor nunca fue bien recibida y que acabaría desterrándole del mundo literario. Así, el joven ex marino obtuvo un éxito inmediato con sus primeras narraciones, en las que, mezcladas con no poca fabulación novelesca, describió sus viajes a los Mares del Sur. Sin embargo, ya entonces cosechó un fracaso con la novela Mardi, primera obra puramente de ficción en la que, si bien su trama era nuevamente marina, introdujo una no pequeña dosis de reflexión filosófica. Y es que para entonces Melville había empezado a mostrar otras inquietudes más allá de la aventura, producto de una educación autodidacta que a su un poco asilvestrado conocimiento de la vida añadía el de la literatura, especialmente de Shakespeare, Cervantes y Milton, y el de la filosofía. El libro decepcionó a sus lectores tanto como a la crítica literaria (incluido Hawthorne), que vio en él algo así como la enfermedad juvenil de un escritor excesivamente ambicioso.

A la tarea de resolver esa al parecer incompatible dualidad entre el éxito y el rigor intelectual se puso Melville en los dos años que le llevó redactar Moby Dick, obra que a su juicio debía contentar por igual a los aficionados a la novela de aventuras y a otra clase de lector más exigente. No contentó a nadie. Escrita en una granja de Pittsfield (Massachusetts), sirvió para que su autor entablara amistad con su vecino Hawthorne, a quien admiraba, y para que cayera en una profunda depresión. En adelante, no volvería a intentar satisfacer los gustos ni del público ni de la crítica, aislándose cada vez más en su granja, en la que no dejó de escribir, hasta que se vio obligado a venderla y trasladarse a Nueva York. Allí ejerció de inspector de aduanas y murió, completamente olvidado, en 1891.

De lo anterior se deduce que hay un período de extraordinaria fecundidad en la producción de Melville, desde que empieza a redactar Moby Dick hasta su última novela, breve período que incluye además dos obras maestras del género del relato: Bartleby, el escribiente y Benito Cereno, y el cual está separado de la fecha de su muerte por un silencio casi absoluto de más de treinta años. Ese tiempo el autor lo dedicó a la poesía y a otro de sus relatos magistrales, el inconcluso Billy Budd, cuyo manuscrito fue encontrado entre sus papeles y que se publicó en 1924. Punto casi final a su obra narrativa fue, pues, este El estafador y sus disfraces, que tampoco gozó de reconocimiento en vida de Melville y que todavía hoy pasa por ser uno de los productos más oscuros de su pluma.

Y no sin razón, pues dicho libro, por las circunstancias ya aludidas en que fue escrito, está necesitado de una edición crítica que en castellano, por ejemplo, nos falta, por lo que debemos conformarnos con la única traducción hoy existente (Veintisiete Letras, 2011). Ya de entrada la traducción de esta novela supone un notable desafío, consecuencia de la evolución que había experimentado la prosa de su autor y cuya complejidad, si todavía no suponía un gran obstáculo en su novela precedente, tras el fracaso de ésta alcanza ahora su apogeo. Pero es que además el autor se sirvió en su redacción de diversas claves sin cuyo conocimiento ciertos pasajes, si no la totalidad de la novela, como sus propios fines, pueden resultar incomprensibles.

Así, no es irrelevante que los hechos narrados sucedan un 1 de abril, que en medio mundo es el “Día de los Inocentes” (April fools’ day en Estados Unidos), como tampoco es irrelevante el género al que la historia se adscribe, y que no es otro que cierta forma satírica heredera de las llamadas moralities que surgieron en Inglaterra en el siglo XV, semejantes a nuestros autos sacramentales, que acabarían dando lugar entre otras cosas a los Cuentos de Canterbury, de los que esta novela es manifiesta deudora. Las moralities trataban en su origen temas religiosos por influencia de los “misterios” medievales. En ellas aparecían personajes alegóricos carentes de psicología pero que representaban, a la manera de las máscaras del teatro y del carnaval, a una figura abstracta, bien fuera un vicio o una virtud, todo ello a fin de mostrar al espectador los conflictos morales a los que el hombre se enfrenta en su vida cotidiana. Las moralities extraviaron por el camino su sentido religioso, y terminaron convirtiéndose en representaciones laicas de la vida social, cargadas de un sentido crítico y satírico. Si la tradición ha adjudicado al libro de Melville el calificativo de “oscuro” al menos habrá que reconocer al autor sus esfuerzos por hacer comprensible su obra, para lo que proporciona suficientes pistas al lector ya en su título: The Confidence-Man: His Masquerade. Porque mascarada es en efecto este libro que a mayor abundamiento, además de narrar los hechos de un primero de abril, fue publicado también ese día de 1857.

“A la salida del sol de un primer día de abril”, nos cuenta Melville, “apareció repentinamente, como Manco Capac en el lago Titicaca, un hombre vestido con un traje color crema a la orilla del río, en la ciudad de St. Louis”. El hombre no lleva equipaje, ni ninguna otra señal que lo haga reconocible, aparte de su traje color crema. Ya en la primera página se nos informa de que en la cubierta del barco, cerca del despacho del capitán, había clavado un cartel en el que se anunciaba “la recompensa ofrecida por la captura de un misterioso impostor, al que se suponía recién llegado del Este y del que podían esperarse las formas más hábiles e ingeniosas en su proceder, sin que se diera una descripción clara de la naturaleza de tales ingenios”. Acertadamente el lector sospecha que el pasajero desconocido es el propio impostor, el descubrimiento de cuyos “ingenios” será el tema del libro.

Como en una de aquellas antiguas moralities, este personaje sin nombre (o por mejor decir: esta máscara) intentará poner a prueba al resto de los pasajeros del barco acerca de la cuestión moral de si es o no es posible confiar en el prójimo. O dicho de otro modo: ¿Puede hablarse de convivencia, o de lo que llamamos civilización, cuando, como ocurre en nuestro mundo capitalista, el único valor vigente, reconocido socialmente, es el beneficio propio? A partir de aquí se entrecruzan diversos personajes, todos ellos a su vez máscaras, que por distintos medios tratarán de aprovecharse de la buena fe de otros, los cuales a su vez se defenderán de tales intentos por medio de su desconfianza. Estos personajes son un charlatán vendedor de elixires maravillosos, el representante de un asilo de huérfanos, un traficante de esclavos, un banquero, un mendigo, un estudiante, un político, un agente de Bolsa, un periodista. Todos ellos ofrecen algo cuyo valor reside únicamente en la confianza que son capaces de suscitar en su interlocutor, lo que da lugar a la aparición de nuevas máscaras que dan su confianza, o más bien no, a los primeros: un misántropo, un cosmopolita, un filósofo, o el pupilo de éste. A menudo, en este mundo al revés, resulta difícil determinar cuál de ellos es el estafador que pretende por todos los medios ganarse la confianza del otro, y a veces sucede que ambos tratan de estafarse mutuamente. Ahí reside la idea central de Melville, que nos sugiere que en esta sociedad la estafa es la norma, y que quien es estafador por naturaleza difícilmente podrá confiar en la humanidad, pues siempre creerá que otros intentarán pagarle con la misma moneda.

Y es en medio de este baile de máscaras donde aparecen Emerson, en la figura del filósofo; Thoreau, en la de su pupilo; Hawthorne, en el papel de un tal Charlie Noble; y Poe, como mendigo. También ellos se tropezarán con el protagonista, ese “misterioso impostor” cuya impostura consiste en su honradez, lo que le enfrenta a la entera sociedad que puebla el barco de arriba abajo y de proa a popa: ese estafador colectivo que, cuando su honestidad es puesta en duda, dice: “No, yo no busco desagravios; la inocencia es mi consuelo. Pero si la cólera exacerbada de un caballero no me provoca indignación, ¿debería su sospecha diabólica haceros sospechar a vosotros? Espero devotamente que a pesar de este asalto cobarde que acabo de recibir, el Remedio Samaritano Contra los Dolores permanezca inamovible en la confianza de todo aquel que quiera oírme”. Otros discursos semejantes aluden a la venta de acciones de una ficticia Black Rapids Coal Company, a las maniobras de la Bolsa, a la adulteración del vino o a la corrupción de la prensa, y todos, en mayor o menor medida, a las técnicas publicitarias que ya entonces, al lado del culto al dinero, hacían estragos en la sociedad norteamericana. De ahí la sorprendente vigencia de este libro difícilmente clasificable que reúne erudición, ironía, conocimiento del ser humano y humor, todo ello presentado al lector por medio de una narración que, por sus antecedentes, es casi teatro, razón de más para que resulte inexplicable que sólo una vez haya sido adaptado para la escena. Fue en 1982 y en forma de ópera (que para seguir la costumbre también fue un fracaso), con música del compositor americano George Rochberg.

El estafador y sus disfraces, el libro peor comprendido de Melville y en apariencia el más modesto, pues aquí un apacible río, y no el turbulento y heroico océano, es testigo de la comedia humana, acaso sea de los suyos el que mejor ilustra el pensamiento de este hombre que, en especial tras el revés literario que para él supuso la mala recepción de Moby Dick, se alejó progresivamente de la pompa del mundo y de sus negocios. Convertido en crítico, se sirvió de esta obra para disparar sus satíricos dardos contra las costumbres, las convenciones y los prejuicios de su época, que al final ha resultado ser también la nuestra, una época que, con respecto a aquélla, tiene al menos el mérito de haberle otorgado a él la confianza que en vida se le negó.

martes, 3 de diciembre de 2013

LECTURA POSIBLE / 126

SAADAT HASAN MANTO Y LA NACIÓN DIVIDIDA

Cuando en 2005 se estrenó el cortometraje Toba Tek Singh, que fue premiado al año siguiente en el VC FilmFest de Los Angeles, se completó un ciclo narrativo y a la vez histórico cuyo precedente cercano era la partición de la India en 1947, aunque sus antecedentes más remotos podrían buscarse en el siglo XIII, en torno a Delhi, momento y lugar del nacimiento de la literatura urdu.

Afia Nathaniel, la joven directora de aquel cortometraje, ha escrito que “la gente común tiene historias extraordinarias que contar”, lo que a esta pakistaní formada en Lahore y Nueva York que ha creado en su país la productora Zambeel Films le sirve de inspiración para sus películas de temática social, entre ellas el documental Shame, que cuenta la sobrecogedora historia de la violación de Mukhtaran Bibi en 2002, cuyo empeño en obtener justicia la convirtió en una reconocida activista internacional de los derechos de las mujeres. Su historia, la de una mujer enfrentada en solitario a una vieja y carcomida sociedad dominada por clanes ancestrales y oscuros códigos de honor, no es ajena a una poderosa corriente social de la literatura en lengua urdu, corriente que engrandeció a mediados del siglo pasado el punjabi Saadat Hasan Manto.

Manto nació en 1912, miembro de una familia musulmana originaria de Cachemira. En contra de los deseos de su padre, abandonó los estudios de Derecho que cursaba en la Universidad de Amritsar, donde tuvo tiempo de introducirse en el movimiento estudiantil contra la ocupación británica. Allí conoció a Abdul Bari Alig, que por entonces era editor del diario Musawwat (“Igualdad”) y que le animó a familiarizarse con la literatura rusa y francesa. Entre 1933 y 1935, tras la muerte de su padre, Manto realiza diversas traducciones que se publican en Lahore, entre ellas la de El último día de un condenado a muerte, de Victor Hugo; Vera, de Oscar Wilde; y una colección de cuentos rusos que se publicó con el título de Russi Afsane. Más adelante Manto escribiría que “todo lo que he llegado a ser hoy se lo debo en primer lugar a Bari Alig, sin el cual hoy estaría transitando una senda bastante diversa”. Ya en 1936 publica su primera colección de relatos y se traslada a Bombay, donde empieza a escribir guiones para la industria cinematográfica, y después a Delhi. Es éste su período más prolífico, en el que escribe para la radio y luego, de vuelta en Bombay, se hace un nombre en la industria cinematográfica. Iba a ser aquí donde Manto viviera el acontecimiento que varió el rumbo de la existencia de millones de sus compatriotas, y también de la suya.

En agosto de 1947 la colonización británica de la India concluye con el establecimiento de dos estados soberanos. La partición afectaba a Bengala, convertido su territorio oriental en provincia de Pakistán (hoy Bangladés) y al Punjab, al tiempo que dejaba sin resolver la adscripción de Cachemira a uno de los nuevos estados, lo que daría lugar a un conflicto que hoy persiste. La gran fractura de la India se produce en un momento favorable de la carrera de Manto, cuando su obra obtiene reconocimiento y disfruta por primera vez de una economía boyante. En esos años es un miembro respetado de la Asociación de Escritores Progresistas, a la que pertenecía desde hacía tiempo; su trabajo como guionista le ofrece unas perspectivas prometedoras; y a pesar de que se enfrenta a diversas acusaciones de obscenidad por algunos de sus relatos, intuye que su futuro es inseparable del de Bombay, devenida en su patria de adopción y de la que sin embargo deberá separarse, como han hecho ya su mujer y sus hijas, a causa del incremento de los disturbios y la generalización de los asesinatos de musulmanes. “Durante tres meses fui incapaz de tomar ninguna decisión”, escribiría. “Me parecía como si tuviera un montón de películas proyectándose a la vez en la misma pantalla. Todas ellas se mezclaban: a veces eran los mercados de Bombay y sus calles; a veces los pequeños y veloces tranvías de Karachi, aquellos lentos carros de mulas, y a veces el vocerío monótono de los restaurantes de Lahore”. Finalmente Manto optaría por huir a ésta última, convertida ahora en ciudad fronteriza del nuevo estado de Pakistán.

La Lahore que encuentra Manto después de la partición es una ciudad bien distinta a la que él conocía. Superpoblada por cientos de miles de refugiados, su industria cinematográfica en cambio, a diferencia de la de Bombay, está en declive; la vida literaria apenas existe y entre los espacios que dejan la marginación y la picaresca empieza a abrirse camino el fanatismo religioso. Aquí firma el guión de un film que se estrena sin pena ni gloria, al tiempo que en la India la película Mirza Ghalib, con guión suyo, obtiene el premio nacional del cine. Colabora en la prensa y publica su relato Carne fría, a resultas del cual volverá a ser acusado de obscenidad. Desgarrado por la Historia, extraño en un país que ya no podía reconocer como propio, Manto murió alcoholizado en 1955, a la edad de cuarenta y dos años.

El relato fue para Manto la forma natural de expresarse. Su lengua, el urdu, en la que se mezclan las herencias del árabe y el persa, prosperó durante la dominación mogol, hasta 1857, y hoy es un signo identitario de los pakistaníes y de la minoría musulmana de India. Aparte de la poesía en urdu, que tiene justa fama, existe un género a medio camino entre la prosa y el verso, el dastaan, que viene a ser una especie de poema épico con gran influencia en la literatura popular, y algunos de cuyos rasgos acabarían por incorporarse a la novela. Sin embargo, es quizá la afsanah, o novela corta, la forma intrínseca de la prosa urdu, la cual ha alcanzado sus mayores logros en el último siglo. A este género pertenecen los relatos contenidos en el volumen Toba Tek Singh (Editorial Contraseña, 2012), único libro de Manto disponible en castellano.

La antología recoge los relatos que se consideran más representativos de toda su producción. Fueron escritos entre 1940 y 1954 y abarcan temas sociales, referidos particularmente a la condición de la mujer y a los distintos fanatismos religiosos, todo ello en el marco de la independencia y la partición de la India. Algunos de ellos contienen la huella de las formas poéticas tradicionales en urdu, sobre todo del ghazal, pequeño poema de tema amoroso.

El relato que da título al volumen (y también al cortometraje de Afia Nathaniel mencionado al principio) muestra con crudeza el absurdo y el dramatismo de la partición. Un grupo de enfermos mentales del manicomio de Lahore debe ser intercambiado por otro de la India, en consideración a las creencias que se les atribuyen. El anuncio del traslado causa estupor entre los locos, quienes aquí se convierten en razonables portavoces de la resistencia a una situación tan inapelable como arbitraria. “¿Por qué nos van a enviar a la India? ¡Si no sabemos hablar el idioma de allí!”, dice uno. Otro trepa a un árbol y se sienta en una rama. Cuando los guardas le ordenan bajar, exclama: “¡Yo no quiero vivir ni en la India ni en Pakistán, quiero quedarme en este árbol!” Un tercero no dejaba de “insultar a todos esos políticos hindúes y musulmanes que habían acordado dividir la India, ya que ahora su novia era india, y él, pakistaní”. La desproporción, aquí, entre los sencillos e ingenuos alegatos de los locos y la magnitud de la catástrofe que cayó sobre la nación hindú, con sus masacres de un lado y de otro y sus cientos de miles de asesinatos, provocan un contraste que termina por estremecer al lector. Cuentan que, hacia el final de su vida, Manto hizo una lectura pública de este relato en el YMCA Hall de Lahore, en la reunión anual del círculo literario Halqa-e Arbab-e Zauq. “Parecía mas viejo de lo que era”, escribió un cronista anónimo, “pero él leyó su historia en el estilo dramático de costumbre, y cuando acabó habría podido oírse la caída de un alfiler, tal era el silencio, y había lágrimas en los ojos de todos”.

Muchos de los relatos de Manto presentan un contenido erótico que no fue apreciado por la mayoría de sus contemporáneos, y no sólo entre los conservadores que le llevaron varias veces a los tribunales, sino también entre los laicos de izquierdas, por ejemplo sus colegas de la Asociación de Escritores Progresistas. A propósito del relato Olor, el escritor Sajjad Zahir escribió: “En una ocasión yo mismo le dije a Manto que su relato era una historia completamente desagradable y estúpida, porque el hecho de reflejar las perversiones sexuales de un miembro acomodado de la clase media resulta una pérdida de tiempo para el escritor y para el lector”. El relato en cuestión narra de manera bellísima una escena de amor entre Randhir, el protagonista, y una desconocida ghatan, una chica rústica y simple. Más tarde, ya casado, la refinada y perfumada esposa de Randhir no podrá despertar en él el deseo que le acució en aquel furtivo encuentro con “el olor del cuerpo sucio de aquella muchacha ghatan”. Y también el relato Humo, que narra de manera magistral el despertar del deseo de un adolescente, fue tachado de obsceno, por lo que Manto, de nuevo, fue requerido por los tribunales y condenado por sus colegas.

A otra forma de abordar la sexualidad, y por medio de ella de mostrar la violenta crudeza de la turbia relación entre proxenetas y prostitutas, pertenecen relatos como Khushia y La bombilla de cien vatios. Dichas historias, junto a su desnudo y a veces brutal realismo, poseen claves psicológicas en las que se sugieren los mecanismos de la dominación y la servidumbre, honesto y crítico reflejo de un marco social que, pese a situarse en otra cultura y otro tiempo, hoy no nos es desconocido.

Por estos relatos desfilan los tres grupos religiosos que tomaban parte por entonces en los acontecimientos de la India, ninguno de los cuales sale muy bien parado, y entre ellos tal vez sea el titulado Mozel el que más certeramente ilumina la época que a Manto le tocó vivir, quizá porque la protagonista no pertenece a ninguno de ellos. Así, como los locos de Toba Tek Singh, se sitúa al margen, en calidad de testigo de una espiral de fanatismo que acabará arrastrándola a ella al sacrificio. Pues Mozel es una judía cargada de sensualidad y de vida, minoría desplazada que se involucra, por el amor a un sij, en una guerra que no parece haber sido concebida para otra cosa que para servir de obstáculo al amor.

Lúcida y siempre vigente reflexión ésta, la de un gran autor al que caracterizó su independencia y que no debería estar en el olvido, que fue cronista de los desmanes de su tiempo y a su pesar también de los del nuestro. A él le sucedía que ignoraba si sus relatos eran mejores que los de la vida, de donde los tomaba, y a esa admiración por la vida como constructora de historias se refirió en las palabras que deberían haberse escrito en su epitafio: “Aquí yace Saadat Hasan Manto, y con él yacen enterrados todos los secretos y los misterios del relato breve. Reposa bajo toneladas de tierra, preguntándose aún quién de los dos es el mejor escritor de relatos, Dios o él”.

martes, 26 de noviembre de 2013

LECTURA POSIBLE / 125

CHRISTOPHER MORLEY Y SUS LOCOS LIBREROS

Hay una buena literatura ligera como también ocurre en otros ámbitos, por ejemplo en la música, y una parte importante de la misma se ha escrito en Estados Unidos. Mark Twain tiene algo de culpa en ello, aunque posiblemente las razones profundas sean más complejas. Muchos de los emigrantes que se establecieron en Norteamérica eran de origen protestante, y por tanto en gran medida lectores de la Biblia, lo que en los países donde predomina alguno de los cultos derivados de Lutero ha servido históricamente, a la gente sencilla, como iniciación a la lectura. Además, no pocos de estos emigrantes tuvieron que familiarizarse con la lengua inglesa a través de los libros. El espíritu democrático de los pioneros, como ilustró cumplidamente Willa Cather, resultó propicio a una literatura, e incluso a una filosofía, de carácter accesible y exenta de las clasistas complejidades al uso en Europa, donde mayormente se escribía para los ya iniciados. La literatura doméstica llegaba al lector generalmente por medio de las bibliotecas públicas y los periódicos, y más tarde de libros que debían exhibirse en las estanterías de los hogares, como signo de éxito social. Esta historia épica de la introducción de la literatura en Norteamérica es la que narra Christopher Morley en sus primeras obras, La librería ambulante y La librería encantada, dos clásicos de la novela ligera estadounidense que ha publicado entre nosotros la editorial Periférica.

Morley nació en 1890 en Pensilvania, hijo de un profesor de matemáticas y una violinista. Estudió historia moderna y después de graduarse empezó a trabajar como lector en la editorial Doubleday, que por aquel entonces publicaba en América los libros de Somerset Maugham y Joseph Conrad. Es en 1917 cuando inicia su carrera como periodista, primero en Nueva York y luego en Filadelfia, y publica su primera novela, cuyo éxito le animó a escribir una secuela que se publicó dos años más tarde. Hoy es recordado sobre todo por su novela Kitty Foyle, editada en 1939 y que dio lugar al año siguiente a una oscarizada adaptación cinematográfica (Espejismo de amor se tituló en España) protagonizada por Ginger Rogers.

Nuestro prolífico autor publicó más de cien títulos, entre novelas, ensayos y libros de poesía. Su veneración por la obra de Conan Doyle le llevó a fundar un club de lectura, “The Baker Street Irregulars”, fue productor de teatro y uno de los promotores del popular “Book of the Month Club”. Murió en 1957, en Nassau, donde unos años después se creó un parque que todavía hoy lleva su nombre. Tras su muerte, los periódicos de Nueva York publicaron el último mensaje que dirigió a sus amigos y lectores: “Leed, todos los días, algo que nadie más esté leyendo. Pensad, todos los días, algo que nadie más esté pensando. Haced, todos los días, algo que nadie más sería tan tonto como para hacerlo. Es malo para la mente ser continuamente parte de la mayoría”.

Las novelas de Morley no están muy alejadas del ambiente y las intenciones que en esos mismos años dieron celebridad a O. Henry y Noel Coward, quienes de hecho crearon un estilo que hasta hoy es propio de la literatura americana. De esta novelística urbana de la que no están excluidos el romance ni las cuestiones sociales, así como el humor y la crítica de costumbres, desentona en cambio la primera obra de Morley, La librería ambulante, pero sólo porque es la única de las suyas que transcurre en el ambiente ingenuo y rural de la vieja América.

Su protagonista es Helen McGill, que además es la narradora. Helen es la gorda y solterona hermana de Andrew, granjero que se ha convertido en hombre de letras y que ha obtenido cierto reconocimiento por un par de libros de asunto más bien moralista y pastoril, un poco a imitación de la vieja literatura de Nueva Inglaterra. Helen se queda en la granja zurciendo calcetines y criando gallinas mientras su hermano marcha a Nueva York para tratar con editores y gentes del mundo literario. Más tarde incluso deja desatendida la granja para recorrer la campiña, en la que espera encontrar inspiración para su obra. Helen, contrariada por la conducta de su hermano, se dedica a destruir la correspondencia que éste recibe sin siquiera leerla, hasta que un día aparece en la granja Roger Mifflin, librero ambulante. Éste lleva años recorriendo el país con su carromato cargado de libros y su perro. El hombre también ha sido víctima de la enfermedad libresca, y decidido a trasladarse a Brooklyn para escribir un libro ha resuelto vender su carromato con los volúmenes que contiene. Horrorizada por la idea de que Andrew se deje engatusar por el librero, ella misma compra el carromato con sus escasos ahorros y anuncia su decisión de convertirse en librera ambulante.

A partir de aquí Helen relata su aventura como vendedora de libros, acompañada por el caballo y el perro que pertenecieron a Mifflin, y a trechos también por éste, que durante el resto de la novela intentará tomar un tren con destino a Nueva York. Por el camino, esta rara especie de Quijote y Sancho trabarán amistad y algo más, convertidos en fugados a los que a todo trance persiguen el burlado hermano y las autoridades. No falta el encuentro con unos bandidos desalmados a los que el pequeño y arrojado Mifflin tratará de poner en su sitio, ni un segundo encuentro, esta vez con el ofendido hermano, que como es natural acabará con ambos hombres de letras enfrascados a puñetazos. No es necesario decir que la historia, que se lee con una sonrisa, tiene final feliz.

La secuela, La librería encantada, transcurre ya en Brooklyn, convertidos los locos libreros en marido y mujer. El Parnaso ambulante es ahora un Parnaso doméstico en el corazón de la gran ciudad, agudo contraste al que se añade el hecho de que nos encontramos al término de la Gran Guerra, un tiempo repleto de novedades técnicas y de mudanzas en las costumbres. Si Morley acertó plenamente en la primera novela de la saga en su descripción de la Norteamérica rural, aquí su mérito no es menor, lo que sirve para añadir a la trama y a las rocambolescas peripecias de los libreros la aparición de diversos personajes no menos estrambóticos, pobladores de ese Brooklyn que dejaba por entonces de ser una especie de pueblo añadido a la urbe para ser definitivamente engullido por ésta. El relato adquiere aquí la forma de lo que hoy en el medio televisivo se llama una sitcom por la que circulan disparatados personajes, entre ellos un libro de Carlyle que parece haber cobrado vida propia; así como Titania, la joven empleada, su excéntrico padre y su inefable pretendiente, el agente de publicidad Aubrey; sin olvidar a los miembros del “Club de la Mazorca”, verdadera asamblea de libreros en la que se discute sobre todo lo imaginable.

La desaparición del libro mencionado derivará en una intriga policíaca y política en la que estarán implicados diversos supuestos espías alemanes, aunque aquí lo sustancial, de nuevo, vuelve a ser la aventura de la pareja protagonista, una aventura que es ahora intelectual y que da pie a Mifflin para explayarse acerca de los temas más variados, en especial, claro está, los libros y los libreros: “Sólo compro libros que considero que tienen una razón suficiente para existir. Mientras el juicio humano sea capaz de discernir, intentaré mantener mis estanterías libres de basura”, dice este genuino librero, para quien “no hay nadie más agradecido que un hombre al que le has recomendado el libro que su alma necesitaba sin saberlo”. De su conversación se desprenden sugerentes ideas acerca de los libros, la guerra y la relación de ésta con aquéllos, y sobre todo acerca de la función del personaje del librero, que no es sólo un vendedor de libros: “Y déjeme decirle que el negocio de los libros es muy distinto a otros. La gente no sabe que quiere los libros. Usted, por ejemplo. Basta con mirarlo un instante para darse cuenta de que su mente padece una tremenda carencia de libros y, sin embargo, ahí sigue, dichosamente ignorante. La gente no va a ver a un librero hasta que un serio accidente mental o una enfermedad los hace tomar conciencia del peligro. Entonces vienen aquí”.

Al margen de la intriga en materia de espionaje, muy propia de la época en que Morley escribió su novela y de la paranoia reinante entonces en Estados Unidos con respecto a los ciudadanos de origen alemán, esta obra, como la anterior, constituye un sincero, a la vez que humorístico e incisivo homenaje a los libreros, ese gremio amenazado hoy por Amazon y similares al que tanto debemos autores y lectores. A ellos está dedicado este delicioso díptico, que hoy ha vuelto a ponerse de inesperada actualidad. Para decirlo con palabras de Morley: “Traedme aquí al gordo marroquinero para reencuadernar el volumen y ponerlo en su lugar de honor en mis estanterías: pues mi libro prestado me ha sido devuelto. Ahora, por tanto, tendré que devolver algunos de los libros que yo mismo he tomado prestados”. Frase que ilustra un modo de entender la cultura y la puesta en común de la misma, así como el sentido de estas páginas de amor, de amor a la literatura.

martes, 19 de noviembre de 2013

DISPARATES / 90

EL DISCURSO DE LA AUSTERIDAD DESDE UN TRONO DE ORO

Ruth Hardy*

En un banquete de Estado en honor del nuevo alcalde, David Cameron, primer ministro británico, pronunció este lunes un discurso que se centró en su compromiso con la causa de la austeridad permanente. Cuando le tocó hablar, se levantó de su trono de oro para leer sus notas, que se encontraban sobre un atril de oro.

Casualmente, resulta que yo también estaba presente en el banquete, así que pude oír por mí misma las noticias sobre la reducción permanente del gasto público. Por desgracia, no estaba en el banquete como un dignatario, un diplomático extranjero, un magnate de la industria, o como director de una empresa importante de la ciudad. Yo estaba allí para hacer un servicio. Inicialmente, el contraste entre el discurso y el lugar desde el que se pronunció casi parecía demasiado ridículo para emocionarme. Pero en realidad lo que refleja la actitud de Cameron hacia aquellos para los que afirma trabajar, es escalofriante.

Yo trabajo por la noche y los fines de semana para una “agencia de eventos”. La agencia es grande, y el horario es flexible, lo que me permite combinar este trabajo con mi ocupación principal como becaria en una empresa. Es difícil, y ya han pasado dos meses desde que estoy en un estado de semi-agotamiento. Dicho esto, en realidad los eventos para los que trabajo suelen ser interesantes, si bien en este caso el banquete en Guildhall lo fue aún más. Aunque, como ya dije a uno de mis colegas: “¡Solo porque Boris Johnson era el alcalde acepté trabajar!”.

Los invitados disfrutaron de una recepción con champán antes de que les sirviéramos los entremeses (hongos británicos), un plato de pescado y carne de lomo como plato principal, todo regado con vino, por supuesto. Durante la pausa que precede al postre, con el café, el oporto, el brandy y el whisky, Cameron hizo su discurso. Habíamos despejado el piso inferior de los vahos de la cocina, con el fin de pulir los cubiertos. En ese momento, la mayoría de nosotros estábamos agotados. Servir debidamente la mesa requiere fuerza física, y yo no soy la única que debe combinar dos o tres puestos de trabajo. El contraste entre los dos mundos era sorprendente, y algún compañero señaló que la situación recordaba una escena de Downtown Abbey [serie de moda en la televisión inglesa].

Tal vez Cameron no entendió la ironía, o quizá había olvidado al ejército de servidores, trabajadores de mantenimiento, cocineros, camareros y demás servidumbre que también estuvo presente en el banquete. Tal vez pensó que toda la gente rica que estaba en el comedor comprendía la necesidad de la austeridad. Tal vez no se le ocurrió que este mensaje probablemente no sería tan fácilmente comprendido por quienes no habíamos ido allí a disfrutar de una comida de cuatro platos. Tal vez se había olvidado de aquellos de nosotros, los discapacitados, los trabajadores, los parados, a los que la austeridad produce un efecto catastrófico.

En su discurso, Cameron habló de un “estado más ágil, más eficiente y menos costoso”. Dijo que la austeridad podría ser una política de Estado de carácter permanente, una manera de hacer recortes en los excesos administrativos de algunos servicios públicos. Todo ello se enmarca en el contexto de las difíciles condiciones de vida actuales –una reducción al mínimo de los gastos del Estado, justificada porque “ese gasto sale de los bolsillos de los mismos contribuyentes, cuyo nivel de vida queremos ver mejorar”.

En cambio, por supuesto, no dijo una palabra acerca de los cambios que afectarán al banquete pagado por el Estado en el que el primer ministro hablaba.  Tal vez el año que viene haya sólo tres platos, o se elimine el vino de postre sin piedad.

Me pregunto cómo Cameron y su gobierno pueden hacer estas cosas. Aparte de la estupidez de invocar los recortes mientras se lleva un lazo blanco, ¿es que no ven que los recortes sociales se hacen sólo contra los más vulnerables de la sociedad? Él disfruta de un banquete, mientras que el número de personas que utilizan los comedores sociales se ha triplicado en el último año. Como alguien de mi turno me comentó: “Le molesta que se sirva comida gratis a quien de verdad la necesita”.

Como es obvio, el contenido político del discurso de Cameron es más importante que el lugar donde lo pronuncia, pero yo no creo que esto último sea irrelevante. Tengo un problema irresoluble con un hombre sentado en un trono de oro que nos da una conferencia sobre la reducción del gasto, como una versión moderna del sheriff de Nottingham vestido de etiqueta. Mientras tanto, a su alrededor, la insidiosa austeridad se extiende por el país en diversas formas, tales como “el impuesto de habitación” [bedroom tax], el incremento de las tasas de matrícula o el cierre de servicios públicos de los que dependen los más vulnerables.

Cada uno de nosotros tiene una sola oportunidad de llevar una vida digna de ese nombre, y las vidas de muchas personas están siendo arruinadas por los recortes. Si esta es la cruel y dañina realidad de la austeridad permanente, es nuestro deber informar al señor Cameron que no la queremos.
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* Ruth Hardy es periodista freelance, graduada en Filosofía por el King’s College de Londres y camarera. Puedes seguir su cuenta de Twitter aquí.
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Fuente: The Guardian

LECTURA POSIBLE / 124

ALEKSANDR BELIÁIEV Y LOS PIONEROS DE LA CIENCIA FICCIÓN RUSA

Que el futuro ya estuvo aquí, por así decir, es la paradoja que resume algo más de un siglo de ciencia y de la literatura a ella asociada. Los más que variados e influyentes (algunos de ellos aterradoramente influyentes) avances científicos logrados a inicios del siglo XX dieron lugar a un optimismo que permitió a muchos concebir a la ciencia como la impulsora principal del progreso humano. Otros no pensaron lo mismo. Los autores de los descubrimientos científicos, pese a su apariencia de chiflados, podían confiar entonces en que sus hallazgos tuvieran eco en la prensa; los pioneros que se atrevían a hacer uso de ellos, a veces con riesgo de sus vidas, se convertían en héroes populares; y el público podía ver cómo algunos de aquellos avances terminaban por tener una aplicación práctica que transformaba su vida cotidiana. El campo de la experimentación no tenía límites y se situaba en el universo conocido de las necesidades y los caprichos materiales, en lo que solíamos llamar “realidad”, un ámbito no virtual en el que espacio y tiempo eran susceptibles de ser modificados por la voluntad humana. Junto a los descubrimientos que llegaban a tener una presencia palpable en las sociedades desarrolladas, había otros, en su inicio igual de magníficos, que no pasaron de engrosar las atracciones de una caseta de feria. Y ambos sirvieron de argumento primero a la literatura, y después al cine, de ciencia ficción.

No es mucho lo que se conoce de los logros de este género en los últimos años de la Rusia imperial y en los inicios de la Unión Soviética. De aquéllos ha publicado la editorial Alba el volumen Pioneros de la ciencia ficción rusa, que contiene una selección de relatos efectuada por quien es también su traductor, Alberto Pérez Vivas, y que incluye obras de autores, algunos ignotos, como Alekséi Apujtin, Porfiri Infántiev, Valeri Briúsov y Serguéi Mintslov. Son relatos de desbordante imaginación, como cabe suponer, algunos de los cuales (lo que no era tan previsible) tienen derecho a figurar entre lo mejor que nos ha dado el género, y que, en mayor o menor medida, pueden adscribirse a las tres grandes corrientes de la ciencia ficción: la literatura de artefactos con propiedades maravillosas; la que tiene por tema el desarrollo de las facultades de la mente y los viajes espaciales. En uno de los relatos contenidos en este volumen se lee una frase que es elocuente acerca del sentido de los mismos y a la vez de ese optimista estado de ánimo, predispuesto al cambio y a la experimentación, que era propio de la época: “Mis convicciones, que yo consideraba inamovibles, se vieron pulverizadas o fuertemente sacudidas en sus cimientos”. Unas convicciones que afectaban a todos los aspectos de la vida, y cuya desaparición anunciaba un mundo nuevo e inimaginable, tan cargado de bellas promesas como de amenazas.

Los cinco relatos que componen el volumen fueron escritos entre 1892 y 1906, y si la adscripción de algunos de ellos al género de la ciencia ficción está fuera de toda duda, no ocurre lo mismo con el que ocupa las primeras páginas, Entre la vida y la muerte, de Alekséi Apujtin, quien escribió este relato, a medio camino entre el simbolismo y el ocultismo, pocos meses antes de su fallecimiento. Apujtin fue ante todo poeta lírico, algunos de cuyos poemas fueron puestos en música por Piotr Illich Chaikovski, con el que tenía amistad. Su narración incluida aquí esta redactada en primera persona, cosa que resulta sumamente inquietante, ya que el protagonista es un muerto. El cadáver nos describe su propio entierro, la ambigua actitud de los vivos (incluida su esposa), y el sentimiento de añoranza hacia la vida, todo lo cual desemboca en un sorprendente final.

En otro planeta, relato de Porfiri Infántiev, sí pertenece por completo al género de la ciencia ficción, pues describe nada menos que un viaje a Marte, si bien es cierto que el viaje en sí no se realiza en alguna estrambótica nave de las que son habituales en el género, sino por medio de la mente: “Mi cuerpo”, explica el narrador, “permanece aquí en la Tierra, pero mi conciencia, lo que constituye mi propio yo, se transporta completamente al planeta Marte, y además no adoptando una forma tangible o inmaterial, sino que mi yo se traslada a otra forma corporal, al cuerpo de uno de los habitantes de aquel planeta”. El narrador transmutado en marciano describe el modo de vida de los habitantes de Marte, así como sus instituciones y los artefactos de los que allí se sirven para almacenar y reproducir imágenes y sonidos. Así, este relato de Infántiev, que era periodista, adquiere la forma de una utopía social y a la vez científica, en la que se anticipan instrumentos que sólo serían de uso común varias décadas más tarde.

Valeri Briúsov no es ningún desconocido en las letras rusas. A él se deben algunas célebres novelas históricas y otras de carácter fantástico, entre ellas La insurrección de los automóviles (1908). Uno de sus cuentos, El ángel de fuego, inspiró la ópera del mismo título de Serguéi Prokofiev. Fue traductor de Maurice Maeterlinck, Edgar Allan Poe, Romain Rolland y muchos otros, y está considerado como el fundador del simbolismo en Rusia. De Briúsov incluye el presente volumen dos relatos: La montaña de la Estrella y La República de la Cruz del Sur. El primero narra los orígenes y el apocalipsis de una civilización extraterrestre, y el segundo es el escalofriante relato de un país imaginario cuyos habitantes son víctimas de una extraña enfermedad. “Los afectados por ella continuamente actúan de forma contraria a sus propios deseos, queriendo una cosa pero diciendo y haciendo otra”. La historia admite múltiples lecturas, no muy complacientes con la condición humana. El dantesco final se nos aparece a la manera de un holocausto zombi, lo que inscribe de lleno a este excelente relato entre los títulos más logrados de la literatura de terror.

En la última narración de este volumen, El misterio de las paredes, de Serguéi Mintslov, el autor se sirve de la invención de un artefacto que, aplicado a las paredes de un edificio, permite revivir lo que sucedió en el pasado, pues “en sus piedras sin vida, en el cobre, la madera, el hierro, en todas partes habían quedado atrapados discursos y sombras de la gente que en un tiempo vivió allí”, un pasado que, al representarse en el momento actual, otorga a esta narración un tono íntimo y lírico, profundamente humano.

Como ilustración de los orígenes de la ciencia ficción, la mayor parte de estos relatos muestran, más que un género, un cruce de ellos, el lugar de intersección de todos los caminos literarios del siglo XIX, con exclusión del realismo, a los que todavía vendría a unirse algún otro al principio del nuevo siglo. De ello es buena prueba La cabeza del profesor Dowell, novela que junto al relato El día del juicio final ha publicado en un solo volumen la misma editorial.

Su autor, Aleksandr Beliáiev, de la generación siguiente a los pioneros mencionados más arriba, fue considerado en vida “el Julio Verne ruso”, toda su existencia estuvo marcada por la enfermedad y fue una de las víctimas del asedio nazi de Leningrado, donde un año antes de su muerte escribió su novela Ariel (1941). Este relato, el canto del cisne de su autor, narra la historia del personaje del mismo nombre, a quien se le ha concedido la facultad de volar. Y es que una parte de su obra sirve de ejemplo de cierta inclinación de la ciencia ficción soviética hacia lo fantástico y sobrenatural, lo que por otra parte es herencia de la rica tradición de las leyendas rusas, de las que también era deudor el ya citado Valeri Briúsov.

La cabeza del profesor Dowell, de 1925, está basada en los experimentos reales de los doctores Demikhov y Briujonenko, que investigaron en los años veinte las posibilidades del trasplante de órganos, y que, aunque parece que sus estudios no pasaron de los ensayos con animales, tenían la finalidad de revivir organismos muertos.

Así sucede en la novela con el cadáver de Dowell, cuya cabeza es revivida por quien había sido su subalterno, el ambicioso profesor Kern. La entrada en escena de la doctora Marie Laurane, en calidad de ayudante del malvado profesor, nos permite descubrir que la cabeza ha sido revivida contra la voluntad de su propietario, a fin de que Kern pueda servirse de ella para impresionar con sus descubrimientos al mundo científico. Kern se aprovecha de los conocimientos de la cabeza de Dowell y así consigue trasplantar una segunda cabeza, la de una cantante de cabaret, al cuerpo de una mujer fallecida en un accidente. El autor no explota la vertiente macabra de todo el asunto, y en su lugar prefiere mostrar, a veces de manera humorística, las paradojas de la situación creada, que se irá complicando a medida que avance la narración. Así, por ejemplo, a un personaje que estuvo enamorado de la difunta cuyo cuerpo pertenece ahora a la cabaretera se le plantea la duda: el renovado sentimiento hacia su amante, que ahora dispone de otra cabeza, ¿podría considerarse como una infidelidad? Y, en ese caso, ¿hacia cuál de las dos, hacia la que fue dueña de la cabeza o la del cuerpo? O lo que es lo mismo: ¿en qué órgano reside la identidad del ser vivo? ¿Cuál prevalece sobre la otra? La trama se enriquece con una sucesión de fugas y persecuciones, las cuales confieren a la historia un aire detectivesco, lo que no impide que siempre permanezcan como fondo los temas de la identidad, el doble, la dominación física y psíquica y, en último término, pero no en último lugar, la eterna cuestión de los límites éticos de la investigación científica.

La otra historia de Beliáiev incluida en el libro, El día del juicio final (1929), está inspirada en Einstein y su teoría de la relatividad. Un misterioso percance ha causado la ralentización de la velocidad de la luz, lo que provoca a su vez que la realidad sólo se haga visible tras unos minutos. De este modo, se instaura un lapso en el que los hechos físicos pasan a ser invisibles, “revelándose” después de que hayan sucedido. El mundo adopta la caótica forma de una película en la que la imagen no está sincronizada con su banda sonora, lo que da lugar a que los personajes del relato, un grupo de periodistas, vivan insólitas peripecias. Éstas girarán en torno a un grave asunto diplomático, un romance y unos documentos robados, lo que de nuevo da lugar a que el autor se luzca en su habilidad para encadenar situaciones anómalas pero provistas de su correspondiente lógica.

Ambos libros reúnen suficientes atractivos para los lectores de la literatura de anticipación y para quienes quieran conocer la genealogía, en los albores del siglo pasado, de la ciencia ficción, pero también para el lector que, más allá de los géneros, desee adentrarse en los perturbadores territorios de la fantasía, territorios en los que se cruzan todas las formas de la narración y en los que acaso predomine esa atmósfera de libertad creativa y de pensamiento que fue propia del vanguardismo y la experimentación (no sólo literaria) de aquel efervescente cambio de siglo.