martes, 10 de diciembre de 2013

LECTURA POSIBLE / 127

EL ESTAFADOR Y SUS DISFRACES, DE HERMAN MELVILLE

Quien fue autor de algunas de las narraciones más logradas acerca de arriesgados viajes por alta mar nos relata en El estafador y sus disfraces, su última novela, escrita cuando aún no había cumplido cuarenta años, un pacífico y rutinario viaje por el Mississippi. De este modo se cumple la máxima según la cual todo aventurado navegante acaba convirtiéndose con el tiempo en marinero de agua dulce. A bordo de este vapor, el “Fidèle”, que navega rumbo a Nueva Orleans, embarcados en alguna de sus numerosas escalas, viajan Emerson y su discípulo Thoreau, el novelista Hawthorne y Edgar Allan Poe. Es un primer día de abril de mediados del siglo XIX, y los viajeros mencionados, junto a una multitud anónima, vienen a componer un muy abigarrado microcosmos en movimiento, una representación a pequeña escala de aquellos Estados Unidos previos a su guerra civil. En realidad, como ocurrió con otro barco famoso, el “Cité de Montereau”, que unos años después protagonizaría La educación sentimental de Flaubert, también aquí es todo un mundo el que se pone en marcha.

La súbita muerte del padre, un comerciante arruinado, cuando nuestro autor contaba sólo doce años, había marcado el rumbo de la vida de Herman Melville, quien tras el desastre familiar se vio obligado a ejercer diversos oficios. La falta de expectativas le animó a seguir el ejemplo de muchos jóvenes de la época, embarcándose por primera vez en 1838. Más tarde, tras ser miembro de la tripulación de un ballenero, de la cual desertó, fue capturado por una tribu caníbal, vendido como esclavo y acusado de amotinamiento, por lo que fue recluido en una prisión de Tahití. Después vivió otras aventuras, hasta que en 1844 arribó a Boston. En total, Melville había pasado en alta mar algo menos de cuatro años, tiempo suficiente para que se formara su particular visión del mundo y de los hombres, y para que reuniera las experiencias con las que se hizo un sitio en la historia de la literatura.

Su obra iba a orientarse en dos direcciones: una, destinada a satisfacer la sed del público de novelas de aventuras y fácilmente asimilables, que le dio a conocer y que le permitió frecuentar los círculos literarios de Nueva York; y la otra, mucho más personal, que en vida del autor nunca fue bien recibida y que acabaría desterrándole del mundo literario. Así, el joven ex marino obtuvo un éxito inmediato con sus primeras narraciones, en las que, mezcladas con no poca fabulación novelesca, describió sus viajes a los Mares del Sur. Sin embargo, ya entonces cosechó un fracaso con la novela Mardi, primera obra puramente de ficción en la que, si bien su trama era nuevamente marina, introdujo una no pequeña dosis de reflexión filosófica. Y es que para entonces Melville había empezado a mostrar otras inquietudes más allá de la aventura, producto de una educación autodidacta que a su un poco asilvestrado conocimiento de la vida añadía el de la literatura, especialmente de Shakespeare, Cervantes y Milton, y el de la filosofía. El libro decepcionó a sus lectores tanto como a la crítica literaria (incluido Hawthorne), que vio en él algo así como la enfermedad juvenil de un escritor excesivamente ambicioso.

A la tarea de resolver esa al parecer incompatible dualidad entre el éxito y el rigor intelectual se puso Melville en los dos años que le llevó redactar Moby Dick, obra que a su juicio debía contentar por igual a los aficionados a la novela de aventuras y a otra clase de lector más exigente. No contentó a nadie. Escrita en una granja de Pittsfield (Massachusetts), sirvió para que su autor entablara amistad con su vecino Hawthorne, a quien admiraba, y para que cayera en una profunda depresión. En adelante, no volvería a intentar satisfacer los gustos ni del público ni de la crítica, aislándose cada vez más en su granja, en la que no dejó de escribir, hasta que se vio obligado a venderla y trasladarse a Nueva York. Allí ejerció de inspector de aduanas y murió, completamente olvidado, en 1891.

De lo anterior se deduce que hay un período de extraordinaria fecundidad en la producción de Melville, desde que empieza a redactar Moby Dick hasta su última novela, breve período que incluye además dos obras maestras del género del relato: Bartleby, el escribiente y Benito Cereno, y el cual está separado de la fecha de su muerte por un silencio casi absoluto de más de treinta años. Ese tiempo el autor lo dedicó a la poesía y a otro de sus relatos magistrales, el inconcluso Billy Budd, cuyo manuscrito fue encontrado entre sus papeles y que se publicó en 1924. Punto casi final a su obra narrativa fue, pues, este El estafador y sus disfraces, que tampoco gozó de reconocimiento en vida de Melville y que todavía hoy pasa por ser uno de los productos más oscuros de su pluma.

Y no sin razón, pues dicho libro, por las circunstancias ya aludidas en que fue escrito, está necesitado de una edición crítica que en castellano, por ejemplo, nos falta, por lo que debemos conformarnos con la única traducción hoy existente (Veintisiete Letras, 2011). Ya de entrada la traducción de esta novela supone un notable desafío, consecuencia de la evolución que había experimentado la prosa de su autor y cuya complejidad, si todavía no suponía un gran obstáculo en su novela precedente, tras el fracaso de ésta alcanza ahora su apogeo. Pero es que además el autor se sirvió en su redacción de diversas claves sin cuyo conocimiento ciertos pasajes, si no la totalidad de la novela, como sus propios fines, pueden resultar incomprensibles.

Así, no es irrelevante que los hechos narrados sucedan un 1 de abril, que en medio mundo es el “Día de los Inocentes” (April fools’ day en Estados Unidos), como tampoco es irrelevante el género al que la historia se adscribe, y que no es otro que cierta forma satírica heredera de las llamadas moralities que surgieron en Inglaterra en el siglo XV, semejantes a nuestros autos sacramentales, que acabarían dando lugar entre otras cosas a los Cuentos de Canterbury, de los que esta novela es manifiesta deudora. Las moralities trataban en su origen temas religiosos por influencia de los “misterios” medievales. En ellas aparecían personajes alegóricos carentes de psicología pero que representaban, a la manera de las máscaras del teatro y del carnaval, a una figura abstracta, bien fuera un vicio o una virtud, todo ello a fin de mostrar al espectador los conflictos morales a los que el hombre se enfrenta en su vida cotidiana. Las moralities extraviaron por el camino su sentido religioso, y terminaron convirtiéndose en representaciones laicas de la vida social, cargadas de un sentido crítico y satírico. Si la tradición ha adjudicado al libro de Melville el calificativo de “oscuro” al menos habrá que reconocer al autor sus esfuerzos por hacer comprensible su obra, para lo que proporciona suficientes pistas al lector ya en su título: The Confidence-Man: His Masquerade. Porque mascarada es en efecto este libro que a mayor abundamiento, además de narrar los hechos de un primero de abril, fue publicado también ese día de 1857.

“A la salida del sol de un primer día de abril”, nos cuenta Melville, “apareció repentinamente, como Manco Capac en el lago Titicaca, un hombre vestido con un traje color crema a la orilla del río, en la ciudad de St. Louis”. El hombre no lleva equipaje, ni ninguna otra señal que lo haga reconocible, aparte de su traje color crema. Ya en la primera página se nos informa de que en la cubierta del barco, cerca del despacho del capitán, había clavado un cartel en el que se anunciaba “la recompensa ofrecida por la captura de un misterioso impostor, al que se suponía recién llegado del Este y del que podían esperarse las formas más hábiles e ingeniosas en su proceder, sin que se diera una descripción clara de la naturaleza de tales ingenios”. Acertadamente el lector sospecha que el pasajero desconocido es el propio impostor, el descubrimiento de cuyos “ingenios” será el tema del libro.

Como en una de aquellas antiguas moralities, este personaje sin nombre (o por mejor decir: esta máscara) intentará poner a prueba al resto de los pasajeros del barco acerca de la cuestión moral de si es o no es posible confiar en el prójimo. O dicho de otro modo: ¿Puede hablarse de convivencia, o de lo que llamamos civilización, cuando, como ocurre en nuestro mundo capitalista, el único valor vigente, reconocido socialmente, es el beneficio propio? A partir de aquí se entrecruzan diversos personajes, todos ellos a su vez máscaras, que por distintos medios tratarán de aprovecharse de la buena fe de otros, los cuales a su vez se defenderán de tales intentos por medio de su desconfianza. Estos personajes son un charlatán vendedor de elixires maravillosos, el representante de un asilo de huérfanos, un traficante de esclavos, un banquero, un mendigo, un estudiante, un político, un agente de Bolsa, un periodista. Todos ellos ofrecen algo cuyo valor reside únicamente en la confianza que son capaces de suscitar en su interlocutor, lo que da lugar a la aparición de nuevas máscaras que dan su confianza, o más bien no, a los primeros: un misántropo, un cosmopolita, un filósofo, o el pupilo de éste. A menudo, en este mundo al revés, resulta difícil determinar cuál de ellos es el estafador que pretende por todos los medios ganarse la confianza del otro, y a veces sucede que ambos tratan de estafarse mutuamente. Ahí reside la idea central de Melville, que nos sugiere que en esta sociedad la estafa es la norma, y que quien es estafador por naturaleza difícilmente podrá confiar en la humanidad, pues siempre creerá que otros intentarán pagarle con la misma moneda.

Y es en medio de este baile de máscaras donde aparecen Emerson, en la figura del filósofo; Thoreau, en la de su pupilo; Hawthorne, en el papel de un tal Charlie Noble; y Poe, como mendigo. También ellos se tropezarán con el protagonista, ese “misterioso impostor” cuya impostura consiste en su honradez, lo que le enfrenta a la entera sociedad que puebla el barco de arriba abajo y de proa a popa: ese estafador colectivo que, cuando su honestidad es puesta en duda, dice: “No, yo no busco desagravios; la inocencia es mi consuelo. Pero si la cólera exacerbada de un caballero no me provoca indignación, ¿debería su sospecha diabólica haceros sospechar a vosotros? Espero devotamente que a pesar de este asalto cobarde que acabo de recibir, el Remedio Samaritano Contra los Dolores permanezca inamovible en la confianza de todo aquel que quiera oírme”. Otros discursos semejantes aluden a la venta de acciones de una ficticia Black Rapids Coal Company, a las maniobras de la Bolsa, a la adulteración del vino o a la corrupción de la prensa, y todos, en mayor o menor medida, a las técnicas publicitarias que ya entonces, al lado del culto al dinero, hacían estragos en la sociedad norteamericana. De ahí la sorprendente vigencia de este libro difícilmente clasificable que reúne erudición, ironía, conocimiento del ser humano y humor, todo ello presentado al lector por medio de una narración que, por sus antecedentes, es casi teatro, razón de más para que resulte inexplicable que sólo una vez haya sido adaptado para la escena. Fue en 1982 y en forma de ópera (que para seguir la costumbre también fue un fracaso), con música del compositor americano George Rochberg.

El estafador y sus disfraces, el libro peor comprendido de Melville y en apariencia el más modesto, pues aquí un apacible río, y no el turbulento y heroico océano, es testigo de la comedia humana, acaso sea de los suyos el que mejor ilustra el pensamiento de este hombre que, en especial tras el revés literario que para él supuso la mala recepción de Moby Dick, se alejó progresivamente de la pompa del mundo y de sus negocios. Convertido en crítico, se sirvió de esta obra para disparar sus satíricos dardos contra las costumbres, las convenciones y los prejuicios de su época, que al final ha resultado ser también la nuestra, una época que, con respecto a aquélla, tiene al menos el mérito de haberle otorgado a él la confianza que en vida se le negó.

No hay comentarios:

Publicar un comentario