martes, 26 de junio de 2012

LECTURA POSIBLE / 64


CRUZ SIN AMOR, LA PRIMERA NOVELA DE HEINRICH BÖLL

Hoy Heinrich Böll no está de moda. Lo estuvo, y mucho, hace décadas, cuando esos actos paralelos que son la lectura y la escritura tenían un carácter político: carácter de descubrimiento y, por ello, carácter de reivindicación, de voluntad de conocer. Había dos razones para el éxito de Böll en la España de entonces. En primer lugar su catolicismo progresista, que le hacía familiar en virtud de la educación que habíamos recibido. Y, en segundo, su también familiar para nosotros denuncia solitaria del fascismo, el cual, contra todo pronóstico, había sobrevivido a su defunción, ampliamente proclamada por los libros de Historia. No conocíamos entre nosotros, o apenas, ese catolicismo rebelde, crítico, incómodo y subversivo que, salvando las distancias, el activista Böll compartía con Graham Greene, además de con su amigo Ernesto Cardenal, a quien dedicó un hermoso poema, y que contradecía la vetusta imagen que de tal religión imperaba en el sur de Europa. Una de las desgracias no menores de este tiempo, sobre todo en nuestro continente, es la casi total extinción de esa variante católica que lee las Escrituras como libro del amor universal, un sentido muy distinto al que las altas esferas han impuesto a las gentes religiosas como canónico.

La presencia de esa particular religión en la conciencia y en la obra de Böll constituyó un buen punto de partida para la recepción en España de novelas como Opiniones de un payaso, Retrato de grupo con señora, El honor perdido de Katharina Blum o Mujeres a la orilla del río. Al lector en castellano le costaba poco establecer una corriente de simpatía con el autor, una corriente subterránea de entendimiento basada en una experiencia, una mitología y una cultura comunes. Esa afinidad de sensibilidades, que explica la gran difusión alcanzada por la obra de Böll en los años 70 y 80, bastó afortunadamente para hacer de él un clásico cuya obra se sigue reeditando. E incluso para que no hace mucho se publicara esta Cruz sin amor, obra primeriza que no se editó en vida del autor y que ni siquiera figura en la nómina oficial de las obras de Böll.

En 1937 su autor trabajaba en una librería. Dos años después fue llamado a filas y enviado al frente del Este, en el que sería herido cuatro veces. En 1945 fue recluido en campos de prisioneros de Francia y Bélgica. En diciembre de ese año, con veintisiete de edad, Böll se reúne con su mujer en Colonia. Con ella se había casado unos años antes durante un permiso. Poco a poco empieza a reconstruir su casa, derruida por un bombardeo, y mientras tanto escribe una historia de dos hermanos, Christoph y Hans, hermanos de sangre pero enemigos en el mundo de las ideas, pues mientras uno, el primero, permanece fiel a la formación religiosa recibida y que encarna su madre, el segundo se ha dejado seducir por el nacionalsocialismo. Ambos pasarán los tormentos de las instrucción militar, la disciplina prusiana y el combate en los frentes, encontrándose finalmente en el fragor de la batalla para confrontar lo hecho y pensado por uno y otro.

Es preciso señalar que Böll escribe cuando los horrores de la guerra, más que en la memoria, están todavía vivos y a flor de piel. Son los años de las ruinas, que el escritor remueve en contra de la opinión general y en busca no ya de historias, ni de los restos del pasado, sino acaso de una modesta y desconocida verdad. “Pues para quien tenga ojos para ver, las cosas se vuelven trasparentes, y debería ser posible penetrarlas con la mirada, y puede intentarse penetrarlas, ver dentro de ellas por medio del lenguaje. El ojo del escritor tiene que ser humano e insobornable: no hace falta jugar a la gallina ciega, hay lentes de color de rosa, de color azul, lentes negros, que colorean la realidad según se necesite”, escribió Böll en 1952 en su Profesión de fe en la literatura de los escombros.

Cruz sin amor presenta ya esa dialéctica de guerra civil que dividía a la Alemania de la época y que, envuelta en oscuras complicidades, se prologaría durante la postguerra. Al desvelamiento de esas complicidades dedicaría Böll el resto de su obra. En efecto, como sucede con los protagonistas de esa excepcional novela ya de madurez que es Billar a las nueve y media, también los personajes principales de Cruz sin amor han comulgado con lo que allí se llama “el sacramento del cordero” y el “sacramento del búfalo”, y mientras Christoph, incluso como soldado, intenta mantener su oposición al nazismo y al militarismo dominantes, Hans se deja arrastrar ciegamente por ellos, cayendo en la “sangrienta soledad del Estado” que lo desmenuzará moralmente, haciendo realidad la predicción formulada por su hermano en vísperas del estallido de la guerra: “Pronto nos será revelado de qué es capaz la existencia del demonio”.

Y es que la guerra que se desarrolla materialmente, de lo que Böll no nos ahorra detalles, también se despliega como lucha espiritual, constituyéndose así las conciencias de ambos hermanos en un campo de batalla en el que se enfrentan a vida o muerte Dios y el demonio. En este escenario trágico, y como ocurriría después en muchas obras de Böll, las mujeres (y lo que es más: “la mujer”, el ideal femenino transmutado en la figura de la madre) atesoran algo más que la infausta memoria de los hombres, padres, esposos, hermanos o hijos que murieron en la guerra, convirtiéndose también en depositaria del amor. A ella corresponde la forma más completa de resistencia y de esperanza. Pues la religión de Böll parece remontarse a algún lejano ancestro femenino contemporáneo del coro de la tragedia griega. Tal vez por eso en esta novela los retratos psicológicos de las mujeres están más logrados que los masculinos, cargados estos en exceso de ideología y, en el caso de Hans, de “lamentable sumisión alemana”. 

Böll escribió Cruz sin amor en 1946, año que para él fue de gran creatividad pero también de gran frustración, ya que no encontró editor para ninguna de sus obras, entre las que figuraba otra novela, El Ángel callaba (que no se publicaría hasta 1992), así como diversas narraciones breves y ensayos. “De ninguna de las maneras puedo justificar por más tiempo esta forma de vida ante mi familia”, escribió; “y a pesar de que a veces (por unos segundos) creo tener una misión que cumplir, a fin de cuentas la literatura no merece una sola hora de infelicidad de mi mujer o de mis hijos”. En 1949 la editorial Friedrich Middelhauve publica El tren llegó puntual, que hasta hace poco se ha considerado oficialmente su primera novela y que cuenta la historia de un soldado camino del frente. Era la primera de una extensa serie de narraciones por las que recibiría el Nobel en 1972. Mientras tanto, Cruz sin amor, rechazada por la revista Das Abendland, fue a parar a un cajón del que finalmente salió en 2002, formando parte del segundo volumen de sus obras completas editadas en Colonia.

Quizá sea superfluo aclarar que Cruz sin amor no es de las mejores novelas de Böll, a lo que enseguida hay que añadir que su gran interés hoy consiste en la veracidad exenta de artificios con que describe el conflicto que dividía a Alemania y a Europa en aquel tiempo, un conflicto que alcanzaría la dimensión de todos conocida, pero que ya se había mostrado sordamente en la penumbra de las calles y en la intimidad de la vida doméstica. Pues las guerras se gestan en la privacidad de una pérdida absoluta de valores morales. La actitud de quienes se niegan a participar de dicha pérdida cobra así rango de ejemplar, y su decisión de preservar su espíritu libre de tal depravación adquiere, por la presión insoportable a la que es sometida por el entorno, un tinte épico. “Nos avergonzábamos de haber sobrevivido”, escribió Böll en uno de sus ensayos sobre la guerra, supervivencia sin embargo necesaria que en él adoptó la forma del cumplimiento de una misión que no era sólo literaria, ya que de las ruinas morales del imperio que debió durar mil años tenía que surgir un nuevo país. Un país por cierto vendido al nuevo demonio del progreso técnico y en el que la desmemoria reina por decreto, como Böll no se cansó de denunciar en su obra de madurez. Nacido en 1917 con el final de una guerra y que debió servir, pese a sus múltiples intentos de evitarlo, en otra, Böll estaba curado de toda ingenuidad: “Esta tierra no es virginal ni, en modo alguno, inocente, y jamás ha llegado a lograr la paz”. Razón de más para volver a acercarse a este autor que, siempre lúcido y a contracorriente, supo reservar entre los escombros un lugar a la esperanza.

martes, 19 de junio de 2012

LECTURA POSIBLE / 63


CELEBRACIONES Y LECTURAS DE JUVENTUD, DOS LIBROS DE MICHEL TOURNIER

En algún lugar contaba Michel Tournier que sus alumnos de literatura le regalaron un atril para escribir de pie. Tal cosa dice mucho acerca de una relación entre maestro y discípulos, en especial en una época en la que lo corriente es escribir en un cómodo asiento, quizá subvencionado, por no hablar de quienes han hecho la elección de escribir directamente de rodillas, sometiéndose amargamente a lo que dicta la industria o el partido gobernante. Escribir de pie es molesto, y en el fondo implica una decisión de tipo moral. El que escribe de pie difícilmente será llamado a la próxima y glamurosa fiesta literaria, por la sencilla razón de que su manera de razonar, de opinar y de pensar no se ajusta a la exigencia de los tiempos, y porque de alguien así sólo puede esperarse, en el mejor de los casos, ironía y provocación; en el peor, cualquier disparate. Así es Michel Tournier, dinosaurio de las letras francesas, heredero de Sartre y, como él mismo dice, próximo ya a los noventa años de vida, hombre que desde la juventud fue reclamado por “la curiosidad, el apetito de descubrir, de ver y de saber”.

Las afrentas de Tournier a la sociedad bien pensante son tanto más graves cuanto que su obra ha huido siempre, por instinto, de la grandilocuencia. En efecto, ninguna palabra altisonante sobresale en esos textos suyos que son a la fuerza monólogos a la espera de réplica, reflexiones en apariencia caprichosas, a menudo llenas de ingenio, que parecen concebidas para estimular la reflexión del lector y para suscitar un imaginario diálogo, frecuentemente polémico, ya que Tournier dice lo que quiere y junto a su inagotable arsenal de erudición no tiene inconveniente en soltar aquí y allá alguna idea en forma de esbozo o de sugerencia, la cual casi siempre tiene un sentido más profundo de lo que parece.

A Tournier, maestro él, le gusta hablar de sus maestros y del modo, seguramente hoy inaceptable, en el que aquellos dejaron huella en él. De su profesor de filosofía Gaston Bachelard nos cuenta por ejemplo una clase que habría podido llamarse “elogio de la peonza” y de la que fue protagonista un ejemplar de ese humilde juguete, en ventajosa comparación con un moderno y esplendoroso objeto de celuloide, predecesor de los que hoy se utilizan para encandilar y distraer la curiosidad de la infancia, o quizá para anularla: “Exhibía con desprecio la indigencia del juguete de celuloide, y nos hacía admirar, en cambio, la textura compleja e inteligente de la peonza de madera. El grano, las líneas y los nudos contenían una lógica e incluso una moral muy provechosas para el niño, nos decía.” Y añade: “Es que el niño toca (incluso chupa) tanto como mira. Y sólo la madera se puede tocar. El juguete exige caricias, incluso caricias en la cama y en el sueño”. Porque una caricia “es un roce que toma posesión de la materia profunda”, y por tanto sólo es posible cuando la materia posee profundidad, lo que sucede con las materias vivas, por ejemplo la madera, pero no con los materiales sintéticos, que únicamente pueden dar lugar a objetos desechables, reacios a toda caricia, e igualmente inútiles para la moral y la memoria. En otro lugar Tournier nos habla de las raras habilidades de las vacas, los caballos y los erizos, seres que, como las malas hierbas, atesoran una persistencia biológica y una sabiduría a las que los humanos renunciaron hace siglos. Él, hombre de talante oceánico, ha escrito que si la metempsicosis le diera a elegir una probable reencarnación, quisiera ser un ánade real.

Creo que Tournier ha escrito cuatro novelas, de las que las más conocidas y traducidas son las primeras: Viernes o los limbos del Pacífico y El Rey de los alisos. Novelas que son como pájaros exóticos en las letras francesas del siglo XX, y que unidas a las otras dos, Los meteoros y Gaspar, Melchor y Baltasar, abarcan un período creativo que se abre en 1967 y se cierra en 1980. El resto de su amplia obra, que llega hasta hoy mismo, está compuesto por relatos, ensayos y un género novedoso, el de los “textículos”, al que corresponden los dos libros que comentamos aquí, y que han sido los últimos en traducirse al castellano.

Celebraciones está compuesta por ochenta y dos textículos, de los que el mayor no se extiende más de dos páginas y que, por decir algo, versan sobre los temas más diversos, de lo que dan fe los títulos de las secciones en que han sido agrupados: Naturalia, Cuerpos y bienes, Lugares, Las estaciones y los santos, Imágenes y Personalia. Sería inútil pretender explicar de qué tratan estos textículos en los que se mezcla el ya aludido elogio de la peonza con la narración del encuentro del autor con una “reina en el exilio, rubia sombría de una belleza extraordinaria, de una elegancia suprema, pero que está triste, alargada y silenciosa como un cirio”. A esta mujer, que es Lady Diana, le recita el autor las célebres palabras de Madame de Staël: “La gloria es el luto resplandeciente de la felicidad”. A lo que ella responde: “No sé, yo nunca he conocido la gloria”. Unas páginas antes nos hemos encontrado con una “coronación de la rodilla”, y otras más tarde con Marguerite Duras, así como con Charles Trenet, Georges Brassens y Léo Ferré, y hasta con un descolorido Michael Jackson, ese “muerto por la imagen, fenómeno semejante al disecado de un animal”. Conjunto indescriptible al que alude el autor con estas palabras: “curiosidad, apetito, admiración… Quien no es capaz de admiración es un miserable”. Y es que la admiración, sin la que no pueden existir ni la amistad ni el amor, es también la razón de ser de todo aprendizaje.

A esto último se refieren los textículos que componen Lecturas de juventud (o Las verdes lecturas, es decir, lecciones para los que aún están verdes) libro que reúne variedad de jugosas reflexiones acerca de Cervantes, Chamisso, Verne, London, Kipling y muchos otros, y que constituyen tal vez la más edificante, creativa y genial invitación a la lectura escrita en el último siglo. Pues no en balde Tournier sabe captar de estos autores y sus obras la imagen más evidente y a la vez menos visible. En sus manos, las obras de las que escribe parecen reescribirse de nuevo; éstas, iluminadas desde ángulos desconocidos, parecen haber sido leídas ahora por vez primera, o más bien transmitidas para que encuentren a su primer lector, el cual descubrirá en ellas una historia nunca antes leída. Concebidos para iniciar a los jóvenes en la lectura, estos textos tienen igualmente la virtud de devolver al lector adulto algo así como la mirada primigenia y fascinada que es propia de ese juvenil deslumbramiento de la literatura.

Tournier es creador de una prosa cargada de precisión y claridad. Sus textos, por absurdos que sean en apariencia los temas a los que se refieren, suscitan siempre interés y algo que hoy es ya una rareza: pasión, y una pasión contagiosa que cada pocas páginas nos invita a cerrar el libro para escuchar, para dialogar o soñar. Es que Tournier, finalmente, viene a hablarnos de las cosas que de verdad importan, y a las que el ruido del entorno nos ha hecho sordos. Pues no es poco lo que de admirable hay en el mundo, cuya riqueza inagotable celebra de manera exultante este autor, redescubierto por él mismo como niño sediento de siempre renovadas perplejidades.

sábado, 16 de junio de 2012

DISPARATES / 42


CAÍDA Y PERSISTENCIA DEL RÉGIMEN

Nunca antes, desde que la Asamblea General de las Naciones Unidas reunida en San Francisco en 1946, rechazó el reconocimiento de España estuvo la imagen internacional de nuestro país tan dañada, ni su sistema político tan discutido como ahora. Conviene recordar lo que la ONU declaró entonces para justificar el rechazo de España entre los países civilizados, a lo que el primer ministro británico Winston Churchill se refirió como la Spanish Question: el gobierno español, “habiendo sido fundado con el apoyo de las potencias del Eje, no posee en vista de sus orígenes, su naturaleza, su historial y su íntima asociación con los estados agresores, las condiciones necesarias que permitan su admisión”. Además, el régimen había sido “impuesto por la fuerza”, por lo que “no representa al pueblo español”. Como es bien sabido, en primer lugar el Concordato con el Vaticano, firmado en agosto de 1953, y en segundo el llamado “pacto de Madrid”, acordado un mes más tarde entre los gobiernos de Estados Unidos y España, acabaron finalmente por propiciar el ingreso de ésta última, sin que el régimen cambiara sustancialmente, en la ONU, cosa que ocurrió a finales de 1955. Junto a España, fueron admitidos ese año los estados de Albania, Bulgaria, Camboya y Nepal, entre otros.

¿Qué pasó con aquello de la “íntima asociación de España con los estados agresores”, y con lo de que su gobierno había sido “impuesto por la fuerza” y no representaba “al pueblo español”? Se olvidó en beneficio de otros intereses, pues por entonces la Unión Soviética estaba en pleno auge, y Estados Unidos andaba en busca de aliados, entre los que habría podido figurar el mismo diablo. No obstante lo anterior, las reticencias hacia España continuaron, lo que impidió que fuera admitida en la OTAN, pese a su alianza militar con Estados Unidos, o que formara parte de los países fundadores del Mercado Común Europeo, origen y fundamento de la actual Unión Europea.
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El acto mágico que terminó con todas las dudas acerca de España, tras el fallecimiento de su anciano dictador, fue como es sabido la llamada “transición”, que fue apadrinada por las grandes potencias y que entonces se consideró modélica, e incluso exportable a otros estados que poco más de una década después tendrían su propia “transición”, como sucedió por ejemplo en el caso de Rusia, con el éxito (¿o no?) que todos conocemos. Se creyó entonces que la magia pondría fin a un largo historial de déficit democrático, a una estructura económica endémica basada en una oligarquía financiera, la construcción y el turismo, y que unos simples pactos negociados y firmados de espaldas a los ciudadanos, pero enseguida aclamados por estos, pondrían a España en camino del progreso y de un nuevo proyecto nacional, moderno y democrático.

Hoy, a casi cuarenta años de dichos pactos, tenemos la duda de si acabamos de despertar de un idílico sueño o si por el contrario acabamos de caer en la peor de las pesadillas. Un breve repaso al panorama general parece confirmar ambas cosas: la popularidad de nuestro actual, y también anciano, jefe del Estado (que fue designado por el anterior) ha caído en picado; los partidos a los que corresponde la administración del país, en virtud de aquellos acuerdos, carecen de la más mínima credibilidad entre una amplia mayoría de españoles; el sistema financiero ha entrado en una crisis que está muy lejos de haber dicho la última palabra; el número de parados se acerca a los seis millones, lo que equivale a la cuarta parte de la población activa; los servicios públicos básicos no dejan de ser desmantelados por el propio gobierno, el cual actúa como si fuera el gobierno de ocupación de una potencia extranjera en un país derrotado; y mientras tanto hoy, como hace seis décadas, lo único que parece unir e interesar a los españoles es el fútbol.

En el extranjero, después del éxito mediático internacional obtenido por nuestros indignados, no se entendió cómo en las elecciones generales subsiguientes los españoles concedieron una mayoría absoluta al partido que iba a profundizar y acentuar las causas de la indignación. No entendieron que no existía otra alternativa, pues España carece de soberanía para concebir un proyecto nacional propio. No entendieron que el movimiento de los indignados se nutría sobre todo de quienes, habiendo sido votantes acérrimos del PSOE, se sentían de pronto traicionados por este partido y por su gobierno. Y sobre todo no entendían la inmoralidad y el cinismo de una sociedad que no podía ignorar lo que sucedía con nuestra banca, y que sin embargo lo consentía y aun lo aplaudía, pues se beneficiaba de ello. Europa y el mundo también han despertado y ahora ven a España con otros ojos, de lo que dan fe los editoriales de la prensa internacional, desde París hasta Nueva York y desde Frankfurt hasta Lisboa. Ahora bien, si Europa y el mundo se escandalizaron cuando el gobierno griego falseó sus cuentas, la reacción hacia el gobierno español ha sido más benigna, pues al fin y al cabo éste sólo ha engañado, y engaña, a los españoles, lo que Europa y el mundo se toman a la manera de un chiste. El poder político y financiero que castigó severamente a los partidos dominantes en Grecia ha tenido ahora que dar marcha atrás, ya que en Grecia sí existe una alternativa política, lo que explica la terrorífica campaña internacional desatada estos días y que anuncia las peores calamidades para los griegos si la coalición izquierdista Syriza triunfa en las elecciones de mañana. En España no existe este riesgo.

Y es que por mucho que nuestra banca, nuestras instituciones y nuestros dos partidos hegemónicos susciten ahora las dudas del mundo entero, no parece que los poderes que les apadrinaron durante la “transición” vayan a dejar de hacerlo, aunque sea mirando a otra parte, y esto, como es natural, en provecho propio. Y sin embargo…

Y sin embargo, una victoria de Syriza en las elecciones de mañana traería a nuestras calles Génova y Ferraz otras incertidumbres además de las relacionadas con el euro. Pues en tales calles no ignoran que la persistencia de su administración sobre España depende de dos cosas: de que la situación económica no alcance el rango de catastrófica (lo que en América Latina se llevó por delante a diversos gobiernos del mismo cuño) y de que, a pesar de la tormenta, la confianza de los poderes políticos y financieros internacionales no se traslade a otra parte. ¿Adónde? ¿Qué partidos o movimientos hay en España que pudieran beneficiarse de un colapso económico y de un cambio de humor de las potencias, especialmente de Estados Unidos y Alemania?

Rosa Díez, que es en España la persona mejor situada para liderar a un partido de extrema derecha, hasta ahora se ha abstenido sabiamente de hacerlo porque es más rentable mantener las manos libres para pactar hoy con éste y mañana con aquél. Pero su opción es viable, y puede mantenerse en reserva a fin de presentarse ulteriormente como más convenga, desde el populismo puro y duro hasta el socorrido centro izquierda. Y hablando de manos, ¿no resulta sospechosa la incesante actividad que recientemente despliega la organización Manos Limpias, responsable de diversas querellas que no han respetado ni siquiera a la Casa Real?

En efecto, varias cosas pululan, reptan y serpentean por la derecha, pero ¿y en la izquierda? Aquí es donde no hay nada nuevo, pues Izquierda Unida sigue aquejada de ese particular alzheimer que la corroe y que la condena sin remedio a decir una cosa y hacer la contraria. ¿Puede considerarse alternativa política a una organización que al término de unas elecciones debe consultar a sus bases qué hacer con los votos obtenidos, resultando que se hace una cosa aquí y la opuesta allá?

Los españoles están masivamente indignados, los poderes políticos y económicos que tutelaron a nuestros partidos dominantes están por primera vez recelosos de ellos, las redes sociales hierven, y sin embargo…

Y sin embargo sigue sin vislumbrarse otra opción política más allá del silencio y la resignación. O alternativas peores todavía. Es que la Historia, de la que no nos queremos acordar, nos pesa demasiado. No es extraño que los europeos no nos entiendan. Ellos piensan que los ex votantes del PSOE volverán al redil de rodillas y con las orejas gachas, pidiendo perdón y arrepintiéndose de sus flaquezas, para que el régimen y la estafa continúen. Que pondrán una vela al candidato de turno, designado con el oscurantismo medieval que es propio de nuestra “democracia”, y que murmurarán aquello de “Fulano, que me quede como estoy”. Y tal vez tengan razón.

jueves, 14 de junio de 2012

DISPARATES / 41

RESCATE A LA BANCA ESPAÑOLA

Juan Torres López - ATTAC TV


martes, 12 de junio de 2012

LECTURA POSIBLE / 62


BRADBURY EN MARTE

Habíamos olvidado a Bradbury. Habíamos olvidado que este hombre de Illinois habitaba la misma nave que nosotros, lo que no es extraño, pues la obra de un escritor tiene vida propia y la suya se convirtió ya en clásica, volviéndose así independiente del hombre que la creó, hace más de medio siglo. Que la obra sobrevuele el aire marciano donde se encuentran los mitos y las referencias culturales de una civilización, más allá del bien y del mal, y que esto ocurra en vida de su autor, incluso en su juventud, nos disculpa de la desmemoria en que cayó el hombre, quien sin embargo, como saben bien sus lectores fieles, estuvo activo hasta hace muy poco. Lectores fieles no abundan, ni siquiera los de Bradbury, y a los demás es posible que les sorprenda descubrir ahora, con motivo de su muerte y de la renovada atención que tal episodio biológico suele suscitar en los clásicos, que este hombre apenas escribió ciencia-ficción, sino que fue un inmenso autor de novelas fantásticas, y sobre todo poeta.

Borges contó alguna vez cómo fue la venida al mundo de Ray Bradbury. Éste era hijo de inmigrantes, pero sobre todo era hijo de la Gran Depresión. Su familia emigró por segunda vez, como tantas otras, a California, en busca de algún sueño dorado que no encontró, convirtiéndose por ello el jovencito Bradbury en un prematuro vendedor de periódicos. Lector tan desordenado como compulsivo, Bradbury empezó pronto a escribir relatos que publicaba aquí y allá en las revistas de la época, las cuales trataban de hacer olvidar al americano medio los horrores de la Guerra Mundial. Terminada ésta, se presentó en Nueva York con dos colecciones de relatos debajo del brazo, las cuales fueron rechazadas por un editor tras otro, pues sucedía que el cuento, como ha vuelto a repetirse desde entonces muchas otras veces, “había muerto”. Así conoció el escritor Ray Bradbury al editor Walter Bradbury, que dirigía Doubleday y que, en vista de que algunos de los relatos de aquél se desarrollaban en Marte, le sugirió que los reuniera bajo la forma de una novela. Según la leyenda, Bradbury (el autor) pasó esa noche en vela en la habitación de su hotel, tratando de dar unidad a los relatos dispersos de su colección. Al día siguiente volvió a reunirse con el otro Bradbury, quien, encantado, propuso un título para la novela que había sido reescrita la víspera.

“Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me llenen de terror y de soledad? ¿Cómo pueden tocarme estas fantasías, y de una manera tan íntima?”, escribió Borges en 1954. A lo que añadía que la lectura de Crónicas marcianas suscitó en él los mismos “deleitables terrores” que había experimentado a sus tiernos diez años con la de Los primeros hombres en la Luna, de H.G. Wells. Obras por lo demás “de concepción y ejecución muy diversa”, según nos dice Borges, lo que no impide que el nombre de Bradbury aparezca a menudo asociado al de Wells, pese a que ambos, añadimos nosotros, sólo tienen en común al ancestral y siempre infravalorado Verne, ese mismo que fue tan querido por los surrealistas, que dio tanto que pensar y que escribir y cuya obra ha sido enviada posteriormente al limbo de la literatura de entretenimiento, amenaza que siempre pesa, dicho sea de paso, también sobre la de Wells y, un poco menos, sobre la del propio Bradbury.

Y es que Wells, pese a lo mucho que hay de disparatado en esta nave terrenal, era optimista y tenía fe en el progreso de la humanidad, incluso en el sometimiento de la técnica. Bradbury ha sido un escéptico. De ahí el tono elegíaco de su obra y su nostalgia poética de no se sabe qué, tal vez de una vida más sencilla o más sencillamente humana. Nostalgia sin duda de esos marcianos que somos o éramos nosotros antes de ser conquistados por el hombre. Porque en esa confrontación entre colonizador y colonizado “los marcianos, que al principio del libro son espantosos, merecen su piedad [la de los hombres] cuando la aniquilación los alcanza. Vencen los hombres y el autor no se alegra de su victoria”, vuelve a decirnos Borges, evocando ese pasaje sobrecogedor del final del libro, cuando la última familia humana ve reflejadas en el agua del planeta rojo las caras de los últimos marcianos: “La Tierra ya no existe; ya no habrá viajes interplanetarios, durante muchos siglos, quizá nunca. Aquella manera de vivir fracasó, y se estranguló con sus propias manos. Sois jóvenes. Os repetiré estas palabras, todos los días, hasta que entren en vosotros”.

Al contrario que a otros autores que han situado sus narraciones en el futuro, a Bradbury le importaba poco la aparente falta de límites del progreso tecnológico, y en lugar de la máquina el protagonista de sus historias es siempre el hombre, o lo que de marciano o de natural queda en él, siendo importante la máquina sólo como parte de la aventura y la desventura humana. Pues Bradbury era un moralista en el mejor sentido de la palabra, lo que sitúa a su obra más allá de todo tiempo y todo espacio. No es extraño, por tanto, que sus temas recurrentes sean los del racismo y el miedo “al otro”, al diferente, y el odio a él asociado. Un odio que dicta los pasos seguidos por la destrucción y finalmente por la muerte, entendida ésta como extinción de lo que de humano queda en el hombre. Argumentos que si ya estaban presentes de manera admirable en su primer libro, también lo estuvieron en el resto de su obra, incluida la última, escrita casi sesenta años después: Ahora y siempre, volumen publicado en 2009 que incluye dos novelas cortas en las que aparecen algunos personajes que eran parte de su educación sentimental: Moby Dick y Katherine Hepburn.

De la maestría narrativa de Bradbury han quedado huellas en virtualmente todos los géneros, más allá de los relatos ambientados en el futuro que le han dado fama, de lo que es buena prueba La muerte es un asunto solitario, que constituye toda ella un soberbio homenaje a la gran tradición americana de novela negra; o esa prodigiosa mezcla de fantasía y realidad que es El vino del estío, crónica de un verano hecha por el adolescente Douglas Spaulding, que ha merecido el honor de dar nombre a un cráter de la Luna y que tuvo su continuación en El verano de la despedida. Sin olvidar, claro está, Fahrenheit 451, única novela de Bradbury que puede adscribirse al género de la ciencia-ficción (o más bien de la política-ficción), y que sin embargo, como tantas otras grandes obras satíricas, alude directamente al momento en que Bradbury escribía, un momento marcado en Estados Unidos por el macarthismo y la censura. De absoluta modernidad es hoy este bombero Montag encargado de la quema de libros, así como su novia Clarisse, esa joven antisocial que “está loca porque piensa”, y aquel Granger llamado a la salvación de los libros y la memoria.

Algunos, ocupados en otros asuntos, pensábamos que Bradbury ya se había ido a Marte hace tiempo, con lo que ha venido a darse la paradoja de que haya sido su muerte la que nos lo ha acercado de nuevo. Al lector en español de este autor que por temperamento está más cerca de Kafka que de cualquiera de sus presuntos colegas de la ciencia-ficción, le conviene saber que casi toda su obra ha sido publicada entre nosotros por Ediciones Minotauro, nombre éste también mítico y marciano, a la que hay que agradecer que haya mantenido a nuestra disposición en su catálogo, en los muchos años de semiolvido, la obra de este contemporáneo imprescindible para entender nuestra modernidad.

martes, 5 de junio de 2012

LECTURA POSIBLE / 61


NARRADORES PORTUGUESES DE HOY

Eduardo Lourenço, un Don Juan de la lectura, según se define a sí mismo, ha escrito que “visto desde fuera (desde donde no se ve), ningún secreto o misterio humano tiene relevancia”. A lo que enseguida añade: “Desde dentro, adquiere la dimensión del mundo”. Lourenço, cuyas obras completas están siendo editadas por la Fundação Gulbenkian, es uno de los mayores especialistas en la obra de Pessoa, en el que ha buscado argumentos para uno de los temas obsesivos de sus ensayos, a saber, los mitos portugueses y su contradictoria relación con la Europa añorada por los intelectuales desde el siglo XVIII. Con razón se considera a este casi nonagenario autor, que ha pasado gran parte de su vida fuera de Portugal y del que es muy poco lo que puede leerse en castellano, como el decano de la crítica literaria de su país, a la que representó hace una década en el Liber barcelonés al frente de la penúltima hornada de novelistas y poetas portugueses.

La asimetría entre España y Portugal no es sólo geográfica, y se fundamenta en un recelo histórico que ha llevado a ambas naciones a vivir de espaldas, quizá porque se parecen demasiado. De la literatura reciente, dejando aparte a los desaparecidos Torga y Saramago, la memoria del lector español conserva los nombres de António Lobo Antunes, eterno candidato al Nobel, y del ahora también desaparecido Antonio Tabucchi, quien si no pudo elegir su lugar de nacimiento sí eligió, en cambio, el de su muerte, ocurrida hace poco más de dos meses en Lisboa, y que además redactó Réquiem, una de sus obras mayores, en portugués. Otra cosa muy diferente ocurre con la novelística más actual, lo que bien puede constatarse si comparamos la Feria del Libro de Lisboa, o la de Oporto, con la que se celebra en Madrid. Si en las primeras abundan las novedades de autores españoles, la asimetría mencionada más arriba queda patente en la madrileña, donde a los autores portugueses es preciso buscarlos con lupa.

Entre los que ven su obra regularmente publicada en España hay dos en los que al interés literario de la misma se suma el hecho de pertenecer a generaciones distintas y representativas, cada una a su manera, de la Portugal moderna. João de Melo nació en 1949 en las Azores. A él se debe una de las aventuras literarias más ambiciosas y sugerentes de las letras portuguesas en los últimos tiempos: la invención de Rozário, aldea imaginaria situada en una isla azoreña que apareció por primera vez en la novela Mi mundo no es de este reino, que en España publicó la orensana Ediciones Linteo en 2007. Las obras de la saga que Melo ha dedicado a Rozário son de un barroquismo desbordante, están emparentadas con el llamado realismo mágico y vienen a ser una especie de transposición a modo de fábula de la historia portuguesa con sus mitos, heroísmos y miserias. Y es que la reflexión sobre el ser y la naturaleza de los portugueses es el tema central que han tratado los autores de su generación, todos ellos marcados por la dictadura, la revolución del 25 de abril y la descolonización. De ésta última trata Autopsia de un mar de ruinas, novela de 1984 que ha sido editada ahora en castellano y que literariamente pertenece a un universo completamente distinto al de la saga épica sobre Rozário. Aquí Melo parece constituirse en heterónimo de sí mismo para narrarnos los horrores de la guerra colonial de manera cruda y directa. Horrores que tienen su contrapunto en las cartas que el soldado envía a su amada: “Y sin embargo, he aquí mis días serenos, parados e iguales: un exilio de hombre en la guerra”. Lirismo que surge como un bálsamo en el tono sombrío y desgarrado de esta importante novela.

No menos importante es la obra de José Luís Peixoto, que obtuvo el Premio José Saramago en 2001 por Nadie nos mira (Hiru, 2000), y del que se han traducido entre otras novelas Cementerio de pianos (El Aleph, 2007) y más recientemente Libro (El Aleph, 2011). Peixoto nació en 1974 en el Alentejo y es de los raros autores actuales que a una voz propia, inconfundible, suman una madurez que ya era notoria en sus obras escritas con poco más de veinte años, y que no ha hecho sino acrecentarse. Cementerio de pianos cuenta la historia real del atleta y carpintero Francisco Lázaro, que falleció tras disputar la maratón de los Juegos Olímpicos de Estocolmo en 1912. El inagotable poder de fabulación de Peixoto convierte al personaje en un símbolo trágico de su país, pero no sólo eso, ya que también lo es de las causas perdidas y de la renovación que, en tanto que propia de todo lo humano, va más allá de la misma muerte. En Libro, su novela más reciente, el autor vuelve a los personajes humildes de la Portugal rústica, esta vez para narrar los años de la emigración. Su protagonista, Ilídio, es un niño al que abandona su madre en la plaza del pueblo poco antes de emigrar a Francia. Aquí, como en la novela citada más arriba, Peixoto logra encarnarse en la piel de sus personajes, en su lenguaje, en sus sueños y en sus ausencias. Ambas novelas dejan traslucir un mundo íntimo que recuerda a Rulfo y a Faulkner, nombres que aquí se evocan justificadamente, sin que eso reste personalidad a la obra de este autor que es de los llamados a perdurar.

A la misma generación pertenece João Tordo, lisboeta que también recibió el premio José Saramago en 2009 por su novela As três vidas y que en los países lusófonos es conocido sobre todo por haber sido coguionista de Amália, la película de Carlos Coelho da Silva sobre la vida de Amália Rodrigues. La última novela de Tordo, Anatomia dos Mártires (Dom Quixote, 2011), es un acercamiento a otra mujer que también forma parte de la mitología portuguesa: Catarina Eufémia, jornalera que fue asesinada por la policía salazarista en 1954, y que se convirtió en símbolo de la resistencia a la dictadura. Del fin de ésta y de la descolonización trata O retorno (Edições Tinta da China, 2011) de Dulce Maria Cardoso, quien pasó su infancia en Angola. El relato se desarrolla en 1975, primero en Luanda y después en Lisboa. Su protagonista, el adolescente Rui, regresa a la metrópoli junto a su familia, como medio millón de portugueses. Huidos del odio y de la guerra, Rui y el resto de retornados son recibidos con desconfianza y hostilidad, lo que dará pie a que la adolescencia se vuelva “una espera asustada de la edad adulta”, espera en la que el protagonista debe “aprender la desesperación y la rabia, reaprender el amor, inventar la esperanza”. O retorno es de las novelas portuguesas de más éxito de los últimos años, y como Anatomia dos Mártires permanece a la espera de su traducción al castellano. Por último, y también pendiente de traducción, puede mencionarse la extraña y perturbadora A casa (Círculo de Leitores, 2008) del pintor y crítico de arte Rocha de Sousa, novela sobre la vejez y la soledad que bien puede ilustrar los variados caminos que recorre la novelística portuguesa contemporánea.

Obviamente, la breve nómina anterior no es exhaustiva ni pretende mostrar la totalidad de la rica narrativa portuguesa de hoy. Y sin embargo, por arbitraria que sea, tal nómina debe incluir los nombres de Lídia Jorge, Pedro Rosa Mendes y Luisa Costa Gomes, sin olvidar un caso aparte, el de Agustina Bessa Luís, autora convertida ella misma en mitología portuguesa y a la que estos días se homenajea por su noventa cumpleaños. Todos ellos, y sus obras, guardan esos secretos y misterios a los que se refiere Eduardo Lourenço, secretos y misterios de un país y una memoria que nos son afines y que constituyen una reflexión nacional, de la que acaso España carece, acerca de un pasado que entre nosotros siempre es presente. Pues Portugal, como España, es país de súbitas euforias y prolongados desengaños. Vistos desde dentro, los autores de la narrativa portuguesa, potenciales miembros de una república ibérica de las letras que por ahora no existe, constituyen un mundo que al lector, también al lector en español, corresponde desvelar.