domingo, 11 de marzo de 2012

DISPARATES / 33


EL ANTISISTEMA

Los pueblos, las nacionalidades, las etnias que históricamente han sido objeto de persecución, como por ejemplo los gitanos, se han caracterizado durante siglos por manifestar una notoria desconfianza hacia el Estado y sus instituciones, las cuales se les aparecen sólo en su forma de instrumento censor, represivo. Y no es para menos. Pues el gitano, como cualquier ser marginal, acampa en lugares insospechados, rapta a los niños de tez blanca (odiosa actividad para la que dispone de un saco diseñado a tal efecto), es holgazán por naturaleza y además se complace en descuidar su persona de un modo muy poco higiénico, lo que le convierte en foco de desagradables infecciones, para muchas de las cuales aún no se ha inventado cura. En diferentes momentos y lugares tal individuo ha sido no sólo gitano, sino también moro o judío, o es chino, o rumano. También el español, por cierto, fue no hace mucho un ser marginal y sospechoso en Alemania, en Suiza. Estos seres, con sus primitivas vestimentas, sus pieles de peculiar tonalidad, sus velos, sus garrotes, sus incomprensibles jergas, constituyen desde hace miles de años un peligro, de hecho, una amenaza contra nuestra ordenada forma de vida.
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En las dictaduras, por ser naturalmente represivas y negar derechos a la mayoría, todos los administrados son libres de sentirse perseguidos, lo que les permite adoptar el punto de vista instintivo del gitano. Punto de vista que podría resumirse así: es preferible no tener relación alguna con el Estado, ni con sus dirigentes ni con sus policías ni con sus tribunales, ya que sólo con la mayor ingenuidad es posible esperar de ellos algo bueno. En la postguerra europea, cuando se instauraron los regímenes democráticos apadrinados por Estados Unidos, de la noche a la mañana se reconocieron amplios derechos y libertades a la mayoría, derechos y libertades que alcanzaron su esplendor en los países gobernados por la socialdemocracia, donde se estableció el así llamado «Estado del bienestar», al que, no obstante sus fallas, es imposible negar no pocos méritos, entre ellos la creación de una amplia red de servicios sociales que, como otras muchas cosas, fue posible gracias a un sistema tributario progresivo. Beneficiados por estas nuevas leyes universales, los gitanos y otras minorías se asimilaron, lo que equivale casi a decir que se extinguieron, absorbidos en una amorfa masa de ciudadanos. Mientras estos cuentos de hadas ocurrían en los verdes y boscosos países del norte, en España seguíamos siendo todos, más o menos, gitanos, privados como estábamos de los derechos más elementales. Pero por muy gitanos que fuésemos incluso hasta aquí llegaron los ecos de la prosperidad del lejano norte, ecos que tampoco se pueden negar y de los que mencionaré dos: la Seguridad Social y esas instituciones que recibieron el poético nombre de «cajas de ahorro y monte de piedad». Cierto es que ni una ni las otras fueron lo que debían ser, o sea, lo que sí eran en esos países del norte que les sirvieron de modelo, pero aun así, con todos sus defectos, existían, y contribuyeron a un también innegable desarrollo que entre otras cosas tuvo el efecto de hacer de España, antes un país rural, por primera vez uno urbano, que poco a poco dejó de ser terra incognita y empezó a incorporarse al mundo civilizado. Si a esto añadimos el hecho puramente biológico de la muerte del dictador, último obstáculo en el camino de nuestra adhesión a Europa, es obvio que dicha incorporación pudo finalmente producirse y además de manera festiva. Aparcado definitivamente el benemérito burro, imagen ancestral de España, empezamos a permitirnos ir de vacaciones al extranjero (y no en burro), aprobamos una Constitución y hasta organizamos unas Olimpiadas. Y es que ya no éramos gitanos, y apenas teníamos algún motivo serio para desconfiar del Estado. O eso parecía.
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Pero aquí empiezan las malas noticias. En primer lugar Europa ya no era lo que fue, o lo que nos dijeron que había sido. Después vino el fracaso de la unión política europea, en forma de Constitución rechazada en todas partes menos en la obediente España. Y ahora, encima, llega también el fracaso económico, que posiblemente, más pronto que tarde, se lleve consigo la política monetaria común y el dichoso euro. De repente ya no formamos parte de la primera Europa, sino sólo de la Europa de los PIGS, los alegres y dicharacheros cerditos amenazados por el lobo, que no es otro que el Libre Mercado. En todas partes se desmontan los logros socialdemócratas del Estado del Bienestar (donde tal cosa existió), y aquí, donde no había mucho que desmontar, ya que nunca hemos tenido una socialdemocracia, también estamos en ello, recortando de aquí y de allá, pues, como suele decirme un amigo, hace tiempo que nuestros dirigentes olvidaron la piedad y se echaron al monte. La Europa a la que acudimos en devota peregrinación ya no nos quiere, y es que ha resultado ser una mala madre adoptiva que después de mostrarnos su cautivadora y lozana figura ha sufrido una horrible transfiguración: ahora sólo nos deja ver sus aterradores colmillos, entre los que advertimos el resto sanguinolento de algún griego o de un portugués. Y el lobo es un animal hambriento por naturaleza: ya nos ha echado el ojo.
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Y henos ahora aquí, devueltos a nuestra proverbial gitanidad, desprovistos de representación en las instituciones y recibiendo algún porrazo de vez en cuando. ¿Volveremos a ver el burro de Juan Ramón Jiménez en los resecos campos españoles? El Estado, si es que alguna vez fue nuestro, ha dejado de serlo (por no ser, ya no es nuestra ni la Lotería), y es que de las instituciones se han apoderado las hordas neoliberales, estas gentes que odian el Estado pero que muestran una inexplicable y contradictoria inclinación a apoderarse de él, decididas como están a destruir el Sistema para instaurar el apocalíptico Antisistema, el monstruoso Leviatán que anuncia el final de los tiempos y que se nos aparecerá exactamente así: «Y fue lanzado fuera aquel gran dragón, la serpiente antigua, que se llama Diablo y Satanás, el cual engaña a todo el mundo; fue arrojado en tierra, y sus ángeles fueron arrojados con él». (Apocalipsis de San Juan, 12:9)
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Pero no todo son malas noticias, ya que el gitano moderno no es como el de antaño. La gitanería actual domina instrumentos del hombre blanco como el Facebook y Twitter, ha empezado a organizarse y a comunicarse y es de esperar que mantega abiertos sus canales e incluso que abra otros nuevos. El instinto de supervivencia, ejercitado en condiciones hostiles durante muchos siglos, no es ninguna broma, y de él queda testimonio en los lugares más insospechados, por ejemplo en Reacciona. Diez razones por las que debes actuar frente a la crisis económica, política y social (Aguilar), libro que viene a ser una secuela del ¡Indignaos! (Destino) de Stéphane Hessel, que aquí interviene como prologuista. Porque sucede que el gitano de hoy no es apolítico (¿pero es que existe acaso tal cosa?, ¿declararse apolítico no es una decisión política, y de las más significativas?), de la misma forma que las ruedas no hacen avanzar al carro en virtud de una imaginaria cuadratura del círculo. Y sucede además que en estos gitanos de ahora reside toda la responsabilidad cívica que puede y debe alejar de nuestro horizonte al Leviatán.
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El Sistema que con todas sus deficiencias creció en España al amparo de Europa se cae a pedazos, y lo más paradójico es que sus demoledores son los mismos que lo pusieron en pie. Estos de-constructores, me refiero a los dos partidos mayoritarios, saben a quién deben su posición y a quién deben rendir cuentas, y no es, precisamente, a los ciudadanos, meros espectadores hasta ahora de un retablo de las maravillas que ha degenerado en pesadilla institucional. Así las cosas, parece que la socialdemocracia española ha decidido acabar de suicidarse, renunciando a representar no ya sólo a los trabajadores, sino también a la clase media, todos arrojados de golpe al saco de la enojosa gitanería. ¿Asistimos al fin del bipartidismo? ¿Seguiremos considerando democrático a un régimen de partido único, llamado a administrar el Estado a perpetuidad? Y una última pregunta: la socialdemocracia española, ¿dejará de ser Antisistema algún día?

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