sábado, 10 de julio de 2010

LECTURA POSIBLE / 10


CLÁSICO Y ROMÁNTICO

Existe un bello y no muy conocido libro que se titula Conversaciones de emigrados alemanes. Goethe lo escribió en 1795, una época en que Alemania vivía grandes turbulencias a causa de los ejércitos napoleónicos. Hay una baronesa viuda que debe huir junto a sus hijos y algunos amigos, para al fin instalarse todos en una lejana propiedad que se considera segura. Las circunstancias de la guerra no tardan en hacerse presentes, provocando graves querellas entre los exiliados, algunos de ellos partidarios acérrimos del Antiguo Régimen; otros, por el contrario, exaltados librepensadores. Como la convivencia amenaza con hacerse imposible, la baronesa propone una solución imparcial: que cada uno de sus invitados cuente una historia, producto de sus propias experiencias o de algún otro conocimiento indirecto, a condición de que no guarde relación alguna con la desagradable situación que les aflige. El resultado, como cabe esperar, es un jugoso libro bocacciano lleno de ingenio y de enseñanza moral. Me parece inevitable evocar esta obra después de leer las novelas de Eduard von Keyserling.
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Sucede que, entre las lagunas inexplicables de nuestra literatura, tan fecunda por lo demás en libros superfluos, llamaba la atención hasta hace poco la de este autor nacido en Curlandia en 1855, cuyo nombre completo era Eduard Graf von Keyserling y cuya obra permanecía inédita en castellano. En primer lugar apareció Olas (Minúscula, 2004), novela que se anticipó dos décadas a Las olas de Virginia Woolf, y este mismo año Nocturna Ediciones, en su colección de título petersburgués “Noches blancas”, ha publicado dos más: Princesas y Un ardiente verano.
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Durante la Edad Media la presencia alemana en Curlandia había sido lo bastante relevante como para que allí se creara la Orden de los Caballeros Teutones. Pero la provincia pasó a ser polaca y, ya en época de Keyserling, rusa. Para entonces aquella en otro tiempo prominente colonia germánica no era más que un anacrónico residuo de la Historia, una comunidad de exiliados que físicamente estaban muy cerca de San Petersburgo, que vivían a orillas del Báltico en una región fría y húmeda en la que no es raro que en sus largos inviernos la temperatura llegue a cuarenta grados bajo cero, pero que culturalmente pertenecían por entero a Viena, Berlín y Munich. Esa pequeña colonia báltica dio gran cantidad de alemanes ilustres al mundo de las letras, las artes y las ciencias, entre ellos el filósofo Hermann Keyserling, primo de nuestro autor, quien visitó España en 1926 y 1930, donde causó sensación al afirmar que “España es África”, que Toledo es “un castillo en el desierto” y que “el primitivismo español es la esperanza de Europa”.

.Al novelista Keyserling le han colgado el sambenito de “autor impresionista”, concepto que si está sólidamente argumentado en la pintura y, un poco menos, en la música, no lo está en absoluto en la literatura. Por el contrario, junto a alguna veta naturalista propia de su época, lo que se advierte en sus novelas es, aparte de esa sensación opresiva de pequeño mundo en extinción, un continuo sentimiento de exilio y de conflicto entre el Antiguo Régimen (todavía) y una modernidad que apenas empieza a asomar y cuyo éxito se antoja incierto. En la prosa de Keyserling hay acontecimientos y sobre todo esperanza de acontecimientos, los cuales se expresan a menudo a través del mundo interior de los personajes (cosa que por cierto también fue propia de Virginia Woolf, a quien nadie que yo sepa ha llamado nunca impresionista). Con frecuencia esos acontecimientos ocurren sutilmente (como en la obra de Henry James, otro que tampoco ha sido nunca impresionista), y por lo general responden a eso que la literatura romántica, en particular la alemana, solía llamar “movimientos del alma”. Una literatura alemana de la que Keyserling es heredero y continuador natural, de lo que dieron buen testimonio autores como Hermann Hesse y Thomas Mann. Igual que Goethe cien años antes, Keyserling está a medio camino entre lo clásico y lo romántico, siempre y cuando se sustraiga de esta palabra todo lo que la mala literatura y el peor cine han arrojado sobre ella. Sí, las novelas de Keyserling son profundamente sentimentales, sensitivas, y están cargadas de esos paseos en barca, excursiones campestres y súbitos enamoramientos (como los que vemos en Las afinidades electivas) que conforman la peculiar melancolía de estirpe germánica.
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Por otra parte, los personajes de Keyserling están poseídos de una sed insaciable de libertad y hasta algunos consiguen ser realmente libertinos, por lo que es probable que en nuestra época no estén muy bien vistos; no es sólo que hablen frecuentemente del amor y que lo practiquen: lo peor es que además fuman. Por Keyserling sabemos, quizá demasiado tarde para nosotros, que no es conveniente dejar a una mujer sola con sus sueños. Estas mujeres sometidas, reducidas a la condición irrevocable de una permanente minoría de edad, expresan sus deseos ardientes a través de lo que llaman “necesidades poéticas”: el aire que las rodea, incluso en las situaciones en apariencia más inocentes y triviales, está cargado de fuego y tensión. La sangre ardiente circula por las venas de estos personajes, y por ello sufren; sin embargo, sufren más aquellos en cuyas venas el fuego se ha apagado.
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En las novelas de Keyserling hay, como cabe suponer, baronesas y condesas, gente vigilante del orden establecido y vigilante ante todo de que cada uno ocupe y conserve su sitio e interprete debidamente su papel. Pero todo ese mundo artificioso y por entonces ya crepuscular, por no decir decadente, constituye sólo el telón de fondo ante el que actúan sus protagonistas: personajes jóvenes y adultos infieles. Estos últimos vivían en una época en que la infidelidad implicaba fatalmente la pérdida de la posición social. A veces uno de esos espíritus atormentados se encarna en un hombre adulto, el cual puede ser un viejo consejero ya retirado y además contrahecho, otro ser marginal, pues, en cuyos labios el autor pone esta apasionada frase: “Lléveme a mí, maestro; mi alma hace juego con cualquier mar”. De otro, que a una edad avanzada ha soñado revivir con el amor de una muchacha, se dice que “no ha sabido adaptarse”. Pues estos protagonistas son seres que aún están por hacer o que ya han caído, lo que significa que ni ocupan su sitio ni se saben su papel. Vagabundos en una transición, se ven forzados a improvisar, a intentar construir pequeños e íntimos reductos de vida estable en un mundo que desconoce y rechaza todo experimento, mundo por lo demás en descomposición, y esto por partida doble, ya que lo que se estaba desmoronando mientras Keyserling escribía era, por supuesto, esa ínfima isla germánica y aristocrática a orillas del Báltico (en la actual Letonia), pero también, ciertamente, el cuerpo principal que era centro sostenedor de ese viejo mundo, al que aquél estaba unido por profundos y umbilicales vínculos de dependencia y que sería borrado completamente del mapa a la vuelta de unos años.
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Keyserling, por tanto, es otro cronista del desmoronamiento, igual que lo fueron Stefan Zweig y Joseph Roth. Al primero de ellos le une además una sensibilidad exquisita para desvelar la psicología femenina, lo que le convierte en autor de magníficos retratos de mujeres, como la Doralice de Olas o la joven Marie de Princesas. Este mundo, que también es musical, ha sido reflejado en dos óperas del compositor francés André Casanova: Dumala y Le murmure de la mer, basadas en novelas de Keyserling todavía inéditas en castellano. Y es que, por sorprendente que pueda parecer, queda todavía mucha obra de Keyserling por traducir, por no hablar de la adaptación televisiva de su novela Olas, que fue realizada en 2005 por Vivian Naefe y que se ha emitido en varios países.
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Algún lector, al coger entre sus manos un libro de Keyserling, podría tener la extraña y perturbadora sensación de encontrarse, de pronto, con un ser humano que tiene esperanzas y sufre. Sospecho que el von de su apellido, con su carga de Historia, de afectación, de buenas maneras, de paradójica servidumbre, le pesaba demasiado, quizá más que la sífilis que le consumió durante largos años. Pues Keyserling, como sus personajes, no se adaptó al papel que le impusieron y que esperaban de él. Su vida fue como una novela de formación frustrada, en la que él, igual que sus personajes, no llega realmente a formarse ni a integrarse, sino que se desvía. O como la mujer ya un poco ajada a la que alguien se acerca en una de sus novelas y le dice: “Me llama la atención, condesa, que ahora que todos están ya medio dormidos, sus ojos continúen tan despiertos; todavía esperan”.