sábado, 31 de marzo de 2012

LECTURA POSIBLE / 51


UN CLÁSICO DEL VERISMO ITALIANO

Fue conocido en su Sicilia natal como “el poeta de los pobres”. A Benedetto Croce correspondió en 1903 fijar las líneas maestras, todavía válidas hoy mismo, de la crítica de su obra literaria. Al referirse a la conversión de Verga al verismo, aquél escribió que tal transformación supuso para el autor de Cavalleria rusticana un “impulso liberador”, y añadió: “Trabajaban en él impresiones y recuerdos vivos, directos, inmediatos, de su país natal, de su juventud y adolescencia; se agitaban en él figuras de hombres y mujeres del campo, de gente pobre, de atormentados y atormentadores; historias piadosas o trágicas, de pasiones súbitas y violentas, de luchas, angustias y estrecheces”.* Y también de algunos nobles (por lo raros) ejemplos de solidaridad, añadimos nosotros. Todo lo cual constituía ciertamente el trasfondo de lo que a finales del siglo XIX se entendía por verismo, y que no habría sido lo que fue sin ese caldo de cultivo en el que se mezclaban el fin del Risorgimento y la unificación de Italia, así como la conciencia que de dicho proceso histórico se formó a principios del siglo pasado, a la que contribuyó Croce (ya en aquellos años imbuido de pensamiento marxista), y la voluntad radical de algunos autores, de Verga especialmente, que había recibido la inspiración de su mentor Luigi Capuana, a quien cabe atribuir la primacía en la investigación de un lenguaje nuevo de fondo popular, el cual constituye la verdadera raíz del verismo y al que Giovanni Verga añadió “una dimensión social y moral”.**

Del ejercicio estético instigado por su mentor se desprende una lección que nadie como Verga llevó a la práctica, y que iba mucho más allá del realismo practicado por entonces en Italia, por ejemplo el de Alessandro Manzoni en Los novios, obra a la que sólo le llegó el éxito cuando su autor la tradujo del lombardo al cultivado italiano florentino que habría de servir de modelo para la normalización de la lengua. Una normalización que en el caso de Verga y sus personajes sicilianos habría sido casi una traición, y que se habría contradicho con el propósito de éste, que no era otro que el de alcanzar por fin la disolución del autor, reducido a la mera condición de oyente fiel y transcriptor del habla de la gente, en este caso los pescadores, mineros y campesinos de la olvidada Sicilia, una plebe que difícilmente podía tener sitio en los optimistas y exaltados discursos de la unificación garibaldina, ya que ni siquiera su lengua era comprendida, lo que fue causa de que las obras de Verga apenas merecieran atención en su época, pues para ésta las sempiternas miserias de Sicilia resultaban ser un baldón que era preferible ignorar. Cosa, por cierto, que no ha cambiado mucho desde entonces. De hecho, la tan celebrada unificación, que en la época en que Verga escribía era sólo formal, y en la que no había indicios de que llegara a cumplirse realmente, ni siquiera en el aspecto lingüístico, sólo repercutió entre los sicilianos de dos formas: con un aumento de los impuestos y con la implantación del servicio militar obligatorio, temas ambos que aparecen aquí y allá como hilos conductores de la obra de Verga, en sus relatos y también en esa novela excepcional, de gran influencia en la literatura posterior, que es Los Malavoglia.

Y es que pocas obras, nacidas de lo popular, han tenido tantos obstáculos para ser “populares”. Cosa de la que no hay que extrañarse cuando el autor une su suerte a la de una población de desarrapados que va a contramano de la historia y de la lengua. Así, las obras de Verga, en gran parte, deben su fama a inesperados y casuales acontecimientos, a menudo extraliterarios. En primer lugar, la adaptación teatral de Cavalleria, que fue estrenada por Eleonora Duse; a continuación, claro está, el éxito apabullante de la ópera de Pietro Mascagni, cuyos libretistas Giovanni Targioni-Tozzetti y Guido Menasci olvidaron pedir permiso a Verga para hacer uso de su obra (lo que dio lugar a que todos acabaran en los tribunales); más tarde por la atención que le prestaron estudiosos como Croce, y finalmente por algunas versiones debidas al cine, sobre todo la que de Los Malavoglia dirigió Luchino Visconti en 1948, que tituló La terra trema y que debió ser el primer episodio de una trilogía por desgracia frustrada.***

De este Giovanni Verga que merece un conocimiento que raramente ha tenido entre nosotros nos ha llegado Cavalleria rusticana y otros cuentos sicilianos en una cuidada publicación de Ediciones Traspiés, y que viene a sumarse a La vida en el campo, colección de relatos que editó Periférica en 2008 y con respecto a la cual aquélla tiene la ventaja de incluir algunas narraciones hasta ahora inéditas en castellano.

El pequeño volumen que comentamos incluye algunos de los relatos más logrados de su autor, entre ellos el celebérrimo que le da título. En ellos Verga realiza casi siempre de manera escrupulosa la función de un documentalista, casi de un etnógrafo, el cual nos traslada no sólo la lengua, sino también el carácter, las tradiciones y las creencias de los personajes. Unos personajes cargados de aquel primitivismo casi animalesco en el que Verga supo apreciar una de las formas más elevadas de la poesía, la misma que con mucho respeto y admiración hacia los más desheredados de Sicilia, que eran también los actores de su film, supo plasmar magistralmente Visconti. Cavalleria rusticana, como es bien sabido, describe los preliminares de un duelo a navaja; Malpelo el Pelirrojo (en otras ediciones llamado Malospelos) narra el destino de un joven en la mina, destino que fue también el de su padre; El reverendo nos muestra al arribista que en su escalada social se sirve del ilimitado poder de la Iglesia; Historia del asno San José cuenta de forma conmovedora la vida de un burro, humanizado aquí en virtud de una fatalidad no muy distinta a la de los hombres.

Aunque trufada del dialecto que todavía hoy se habla en Catania, la obra de Verga es ya un clásico de la literatura italiana, como en su momento reconocieron los también sicilianos Luigi Pirandello y Leonardo Sciascia, entre otros. Por estas páginas pululan muchachos y adultos movidos por un desesperado afán que no es otro que la supervivencia, mujeres cuya suerte es todavía peor ya que para ellas no hay más supervivencia posible que el matrimonio, el cual sólo puede verificarse si se dispone de la consabida dote, familias que oscilan entre un cristianismo cargado de supersticiones y un inquebrantable orgullo, el cual suele dar lugar a encendidas y a menudo mortales disputas de honor. Son breves relatos que algún crítico ha llamado “antiliterarios” y en los que el autor ha hecho abstracción de sí mismo, poniéndose por entero al servicio de los personajes y de sus desnudas historias, las cuales se presentan sin adornos ni juicios morales. Algunos de ellos traerán a la memoria del lector el recuerdo de una vida rural que para nosotros tampoco es lejana. Y es de esperar que este libro contribuya a la actual revalorización de la obra de Giovanni Verga, de quien todavía queda mucho por traducir. 
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* Benedetto Croce, Note sulla letteratura italiana nella seconda metà del secolo XIX, 1903, vol. I. pp. 248-249.
** Gino Raya, La lingua del Verga, 1962, pp. 17-18.
*** En 2010 se estrenó Malavoglia, nueva versión de la novela de Giovanni Verga dirigida por Pasquale Scimeca.

viernes, 30 de marzo de 2012

LECTURA POSIBLE / 50


INVENTANDO A BORIS VIAN

“Uno escribe para sí mismo, naturalmente; pero uno escribe sobre todo para obtener una sumisión temporal del lector, a la que éste se presta siempre desde el momento en que abre el libro, y que corresponde al autor llevar a su fin por medio de su arte”. Estas palabras las escribió Boris Vian en el texto preparatorio de una charla de 1948 y que es de los raros testimonios que nos han llegado de su faceta de conferenciante, pues como buen jazzman la mayoría de las que pronunció fueron producto de la  improvisación. Por cierto que dicha conferencia, que ha sido publicada entre nosotros y que responde al título de Utilidad de una literatura erótica (Rey Lear, 2008), puede ayudarnos a entender mejor a este hombre de talentos diversos, que él explotó con el solo afán de seducir y que lo tuvo todo a favor, hasta que todo se puso en su contra.

A este seductor que fue Boris Vian, y que era aficionado a esconderse detrás de diversos pseudónimos, lo conocemos peor de lo que nos gusta creer, quizá porque el campo en el que desplegó sus artes es inabarcable, pese a la brevedad de su vida, y quizá también porque la parte de su obra que más se ha divulgado en castellano (sus novelas) se presta fácilmente al equívoco, en concreto al de hallarnos ante un excéntrico, un simple cultivador del absurdo, un ingenioso inventor de palabras. Y no es que en su Francia natal le conozcan mucho mejor, pese a la popularidad que allí alcanzaron sus canciones, las cuales no han podido ser ignoradas por ningún chansonnier que se precie. Porque sucede que Vian pertenecía a ese selecto grupo de artistas que conformó la vanguardia, una vanguardia un poco tardía en su caso, y que en tiempos de aridez y raquitismo cultural como los nuestros tiende a ser tan enaltecida como adulterada, tan alabada por las mentes bien pensantes apegadas al orden y la moderación como finalmente, para mayor tranquilidad de las mismas, incomprendida.
   
Noël Arnaud, que fue escritor y editor, uno de los fundadores de la Internacional Situacionista, se preguntó si acaso Boris Vian no cesó de oscilar entre “la exaltación del amor puro y el odio al amor, a la pérdida de tiempo y de sustancia, a la destrucción, al desgaste del uno y del otro, y al final, deprisa, la muerte”. El mismo autor habló del deseo de Vian de “seres que fuesen al mismo tiempo amorosos, cálidos, delicados y tiernos, sueño de imposible amor que fundiría el sexo y el alma”, y nos recuerda una cita de La hierba roja: “Sexualmente, es decir, con el alma”. Frase ésta última que puede servir de preámbulo a todo verdadero acercamiento a la caleidoscópica obra de este autor nacido en una familia bien pero venida a menos, trompetista que tuvo amistad con Jean Paul Sartre y que publicó algunos de sus relatos en el sanctasanctórum filosófico de su época, Les Temps Modernes, intelectual que departió con celebridades como Charlie Parker, ingeniero, autor de novela negra bajo el alias de Vernon Sullivan, crítico de jazz en Combat, el periódico de Albert Camus, poeta y novelista que tuvo el honor de ver prohibidas varias de sus obras, autor de teatro y de comedias musicales, libretista de un par de óperas, guionista y actor cinematográfico, lista ya excesiva que sin embargo no agota el imposible universo de Vian, al que los dioses, tan roñosos a veces, concedieron una maltrecha salud (sobrevenida ya a la edad de doce años, cuando sufrió una fiebre reumática) y sólo treinta y nueve años de vida.

De este autor nos llega su segunda novela (no la primera, como afirma equivocadamente el editor), Vercoquin y el plancton, de la que ya existió hace décadas una edición en castellano hoy descatalogada. Escrita en los años en que Vian ejercía su oficio de ingeniero en la Association Française de Normalisation (AFNOR), además de actuar como trompetista en una big band de aficionados, no se publicaría hasta 1947, después de que su heterónimo Vernon Sullivan alcanzara un fulgurante éxito, no exento de algunos pleitos con la censura que le llevarían repetidamente a los tribunales, con Escupiré sobre vuestra tumba. Por la narración transitan algunos de los personajes que ya figuraban en su primera novela, A tiro limpio (Tusquets, 2009, titulada en otras ediciones Jaleosas andadas y Temblor en los Andes), tales como “el Mayor” y Antioche Tambretambre, los cuales vuelven a enfrascarse aquí en una aventura disparatada esta vez en torno a una surprise-party en la que se presenta la muy deseable Zizanie de la Houspignole, quien para disgusto de sus pretendientes aparece acompañada de un tal Fromental de Vercoquin. Abundan en la novela el alcohol, el jazz, los juegos verbales y las desmesuras amorosas. Las muy nobles aspiraciones matrimoniales de “el Mayor” le llevarán a enfrentarse al temible tío y tutor de Zizanie, lo que permite al narrador ridiculizar a fondo a los mandamases de la AFNOR. El libro no es del todo inofensivo, y contribuyó, todavía en los inicios de la carrera literaria de su autor, a cimentar su fama de inmoral y libertino.

En esos años, Vian ya es colaborador habitual de Jazz Hot, la revista que durante décadas fue una de las referencias obligadas para el género no sólo en Francia. Duke Ellington se había convertido en padrino de su hija Carole, y al propio Vian le habían nombrado presidente de la Subcomisión de las Soluciones Imaginarias del Colegio de Patafísica, al que también pertenecía su amigo Raymond Queneau. A partir de 1950, por prescripción médica, y a causa de su dolencia cardíaca, se le prohíbe tocar la trompeta, razón de más para que se entregue a la redacción de artículos musicales, de los que se publicó en castellano una amplia selección ahora descatalogada, algunos de los cuales han vuelto a editarse este año bajo el título de Escritos de jazz. Aquí, obviamente, entramos en otro terreno en el que no obstante el lector (melómano o no) volverá a disfrutar del humorismo y el ingenio verbal de Vian. Pero será el buen aficionado al jazz el que disfrute de lo lindo con estas páginas que contienen una valiosa información sobre la vida de los clubes parisinos y sobre el Festival de Niza, información, no lo olvidemos, facilitada por un músico que se ha visto obligado a colgar la trompeta, y que puede brindarnos de esta música tanta pasión como conocimiento. A la vista de estos artículos musicales, al lector, que reconoce en ellos la vibración, el chispeante humor y el ritmo sincopado de su frenética prosa, le asalta la sospecha de que toda la obra literaria de Vian, la poética y la narrativa, participa de ese mismo impulso de jam session, de ese aire improvisatorio en el que cabe la frase traída por asociación automática, como querían los surrealistas, y que constituye una verdadera poética que es cualquier cosa menos banal.

Y es que lo que en Vian llaman los remilgados “extravagancia” o “inmoralidad” es algo mucho más profundo en lo que conviene adentrarse si queremos apreciar debidamente el genio que de su obra, ya que no de su vida, nos ha legado. En efecto, Vian no dio la espalda ni por un instante a la conciencia de su mal ni a la casi certeza de una extinción prematura, lo que alimentó su ansia por la vida y una obra que es toda ella una afirmación del deseo de imponerse sobre la muerte, de lo que dejó sobrada constancia, por ejemplo, en su memorable poema No me gustaría palmarla. Bajo esta luz, la totalidad de su obra puede leerse como una celebración cotidiana del provisional triunfo de Eros sobre Thanatos, triunfo de un espíritu libre que para perpetuarse no requiere más que un infatigable amor. De ahí su necesidad de seducir, necesidad que Vian expresó en cada una de sus creaciones y que en su poema La misa en Jean Mineur, editado clandestinamente en 1957, resumió así: “Amigos, quiero eyacular / todo el viejo semen acumulado / en la botica de mis cojones”. He aquí la divisa de este bisonte aficionado a ultrajar costumbres.

jueves, 29 de marzo de 2012

LECTURA POSIBLE / 49


DE LA DIGNIDAD, LOS ELEFANTES Y LOS HOMBRES

En estos tiempos que corren tal vez no deje de ser una audacia sacar a relucir una novela de ideas (no se me ocurre de qué otra forma podría llamarla), cuyo autor, además, nunca muy conocido entre nosotros, tiene ya un pie en el silencioso y negro olvido. Precisamente por eso está hoy más indicado que nunca redescubrir Las raíces del cielo de Romain Gary, obra por la que éste, que fue autor de unas treinta novelas, al menos media docena de ellas consideradas con razón de las más prominentes de la literatura francesa del siglo pasado, recibió su primer premio Goncourt en 1956. Su primer Goncourt, en efecto, ya que Gary ha sido hasta la fecha el único autor en recibirlo en dos ocasiones, la segunda, bajo pseudónimo, en 1975 por La vida ante sí.

La calificación de “novela de ideas” puede tener ciertamente un efecto disuasorio en el lector, por lo que conviene aclarar enseguida que novela de ideas es también al fin y al cabo Los miserables, novela, igualmente, de personajes, y que se honra como pocas en realizar la función que se espera de toda novela, es decir, la de narrar una historia. Lo mismo puede decirse de Las raíces del cielo, en cuya amplia nómina de personajes (pues se trata de una obra coral) abundan los perfilados minuciosamente, y en la cual figura algo tan raro en la producción literaria moderna como un héroe, uno genuino, legendario, al estilo de los héroes conradianos, y que es portador del ideal humano que pone en movimiento a la historia y a los personajes que serán testigos, y que testificarán, sobre ella (a veces contra ella). El héroe y su idea hacen reflexionar a los otros personajes, modificando su punto de vista y forzándoles a actuar, a tomar partido. Y es posible que la propuesta de este héroe del que no sabemos gran cosa, aparte de que se apellida Morel, no deje indiferente tampoco al lector actual.

El francés Morel fue hecho prisionero por los alemanes en la II Guerra Mundial y enviado a un campo de trabajos forzados. Aquí empiezan y terminan los antecedentes que la novela nos proporciona del héroe. Años después Morel reaparece en los Montes Oulés, en el Chad, que entonces formaba parte del África Ecuatorial Francesa. Excepto por el detalle de que se trata de África, la vida en la colonia no se diferencia mucho de la que cabría esperarse de una apacible ciudad francesa de provincias. El centro social de la misma, que es casi también su centro administrativo, es el Chadien, un modesto hotel regido por un simpático traficante de armas libanés. Allí trabaja la rubia Minna, berlinesa y ex cabaretera. Entre los asiduos del hotel se encuentra el “mayor” Forsythe, ex oficial norteamericano que, como el resto de los habitantes de la colonia, arrastra una oscura y azarosa historia. Pues estos personajes secundarios que no parecen sino esperar la llegada del héroe, el cual dará un relieve inesperado a sus vidas, sí poseen una amplia y bien documentada vida anterior, de la que se deduce que todos ellos vienen a ser algo así como ruinas humanas, unas ruinas que, como tales, han sido enviadas a un basurero de la geografía y de la Historia y que son producto de la terrible primera mitad del siglo XX.

Morel se presenta con una cartera (que le acompañará hasta el fin de la novela) y un documento que somete al examen de los habitantes y transeúntes del Chadien, a fin de obtener de ellos el respaldo de su firma. El documento, que reclama de las autoridades la prohibición de la caza de elefantes, merecerá sólo la atención de la ex cabaretera y del ex oficial norteamericano, quienes finalmente acompañarán a Morel cuando éste, a la vista del escaso éxito obtenido, decida cambiar de estrategia y, como decimos entre nosotros, “se eche al monte”, a la cabeza de un maquis dispuesto a imponer por la fuerza la protección de la fauna africana.

Lo dicho hasta aquí bastaría para imaginar una predecible novela de aventuras en la que unos idealistas cargados de buena intención, pero también de misantropía y de hastío no sólo hacia su propia especie, sino también hacia la vida, deben enfrentarse a poderosas y desconocidas fuerzas que por todos los medios tratarán de hacerles fracasar. De hecho, la obstinada determinación de Morel, y la que muestran los otros en seguirle, recuerda de inmediato aquella aventura real de la zoóloga Dian Fossey, que se marchó a las montañas Virunga de Ruanda para proteger (cuando hizo falta también por la fuerza) a unos gorilas que acabarían haciéndose famosos gracias a su libro Gorilas en la niebla y a la película homónima. El libro de Gary, en efecto, se anticipó en un par de décadas a la guerrilla conservacionista de Fossey, empeño que a ésta última acabaría costándole la vida y que todavía hoy sirve de inspiración a los protectores del medio ambiente. Por otra parte, la novela de Gary fue publicada en un momento en el que, como su autor escribiría más tarde, sólo cuatro personas conocían en Europa el significado de la palabra “ecología”. Ya sólo esto basta para que consideremos a Gary un precursor y a su personaje Morel un iluminado, pero lo mejor es que después de las cien primeras páginas el lector ya es plenamente consciente de que la cosa no va de elefantes, o no sólo de eso.

Gary (o mejor dicho: el conjunto de los personajes de la novela, que toma la palabra en lugar de él) describe con morosa precisión las implicaciones políticas de los actos de Morel, implicaciones que alcanzan una dimensión mundial y en la que cada actor tiene su parte, la cual consiste en aprovecharse de Morel, en explotar sus éxitos y su popularidad en beneficio propio y, en algún caso, en traicionarle. Así, la narración se convierte por momentos en una novela política en la que polemizan y se combaten mutuamente los intereses que involuntariamente, con su acción, el propio héroe ha puesto en juego: los movimientos independentistas africanos, que empezaban a barruntar el final de la colonización; la prensa, ansiosa por mostrar a la opinión pública el auge y la decadencia de un mártir; y las propias autoridades coloniales, que se niegan a aceptar las proclamas conservacionistas de Morel y temen ver en él a un líder nacionalista al servicio del panarabismo de El Cairo o, lo que es peor, de Moscú. El interesante debate político que pone en escena la novela, y que no ha perdido vigencia, confluye en un cuestionamiento del progreso y de la capacidad de éste para armonizarse con la naturaleza.

Sin embargo, tampoco la política internacional es el verdadero tema de la novela, como el lector empieza a intuir hacia la mitad del libro. Morel insiste una y otra vez en que sus actos no tienen más sentido que la protección de los elefantes, esos magníficos y anacrónicos animales a los que el hombre debe dejar un margen, pero para entonces ya deja ver lo que se oculta en el fondo de su rebeldía, que no es otra cosa que una vindicación épica, bellísima, de las más fértiles que se han escrito, de la dignidad humana. Estos hombres, que son víctimas de una espantosa soledad, y que han dado la espalda al progreso material que a fin de cuentas ha resultado ser el vencedor de la última guerra, aspiran a restablecer mediante el deber moral que se han impuesto una dignidad que la especie humana ha perdido en los campos de batalla, en las ciudades arrasadas por los bombardeos y en las cámaras de gas. Un ideal limpio de todo interés, en lugar de la corrupción que domina la política y la ciencia, devolverá al hombre la confianza en el hombre y en su facultad para influir en la Historia, viene a decirnos Morel. Es aquí donde el libro alcanza una mayor y más rica densidad conceptual, aproximándose a un modelo de relato que trasciende todo lo dicho hasta el momento, que nos resulta familiar y que no es otro que el que nos han hecho de la vida de Cristo, ese otro rebelde que sabía que iba a ser traicionado, convertido aquí en un Cristo laico que participó en la guerra de España, que sufrió los campos de concentración nazis y al que se vio, siempre tozudo y optimista, en todas las causas perdidas.

Las raíces del cielo es una novela que crece y se ennoblece a cada página. Que los hechos sean narrados por un personaje a otro en una sola noche, como sucede también, dicho sea de paso, con el Lord Jim de Conrad, confiere a los mismos una distancia que es muy conveniente a su naturaleza épica. Se trata de una de esas novelas que escapan a cualquier género, que contienen todo un mundo, que perturban y nos llevan a creer justa la felicidad que sintió un hombre al culminarla. Una felicidad que en el caso de Gary no parece haberle reconciliado con esta especie humana que hasta ahora sólo ha sido capaz de utilizar un cuarto de su cerebro, lo que a él le hizo pensar que en las otras tres cuartas partes, vírgenes todavía, se encuentre tal vez el órgano de la dignidad. La novela fue llevada al cine por John Huston en 1958, y de nuevo este director aficionado a las adaptaciones imposibles (Moby Dick, Bajo el volcán) se quedó a medias. Romain Gary, que también dirigió dos películas y estuvo casado con la actriz Jean Seberg, se suicidó en 1980.

miércoles, 28 de marzo de 2012

DISPARATES / 37


50 AÑOS DE RUEDO IBÉRICO

“Radicalmente libre y radicalmente riguroso: nada más pero nada menos”. Con estas palabras se presentó en París en 1965 una revista nacida con la pretensión de aglutinar a los sectores de la izquierda del exilio español. Desde esta fecha, y hasta 1982, Cuadernos de Ruedo Ibérico se constituyó en un referente obligado para el pensamiento y la discusión política, económica, histórica y cultural, referente que no pudo ser ignorado ni siquiera por el régimen franquista, que debería haber servido de inspiración a una prensa democrática y abiertamente transformadora, la cual tendría que haber representado un papel relevante en la transición española y en los años posteriores (cosa que en parte nunca ocurrió) y por cuyas páginas pasó una nómina impresionante de autores que va desde Gabriel Celaya hasta Max Aub, desde José Ángel Valente hasta Juan Goytisolo. Nómina a la que habría que añadir un nutrido grupo de hispanistas que no podían publicar sus obras en la España franquista y que luego desempeñaron un papel más que destacado tras la muerte del dictador: Ian Gibson, Stanley Payne, Gabriel Jackson y Hugh Thomas, por citar sólo a cuatro. Y a los que aún habría que añadir gran cantidad de artistas gráficos, entre ellos Antonio Saura, Juan Genovés y Andrés Vázquez de Sola.

Pero los “Cuadernos” constituyeron sólo la parte más visible de un proyecto editorial que se había emprendido en la capital francesa en 1961 bajo el nombre de Éditions Ruedo Ibérico, creación de cinco exiliados españoles entre los que figuraban Nicolás Sánchez Albornoz y José Martínez, y que durante quince años publicó una serie de obras fundamentales para el conocimiento de la España del siglo XX. Como escribió Juan Goytisolo, estos libros “contribuirían de forma decisiva a la formación de dos generaciones de demócratas: son muchos, en efecto, los españoles que pudieron sobrevivir intelectual y moralmente al muermo reinante gracias a la lectura ávida de las publicaciones de Ruedo Ibérico adquiridas bajo mano en las trastiendas de las librerías de Madrid, Barcelona o Sevilla o en sus viajes en busca de ozono a Perpiñán, Biarritz o París”. Los nombres citados más arriba, y otros muchos que se omiten para no abrumar al lector, deben bastar para dar una idea de la dimensión del proyecto editorial que supuso Ruedo Ibérico, y, de paso, de la importancia y variedad de ese exilio español que, como tantas veces en la historia, tuvo que desarrollarse a duras penas y con frecuencia tan conectado a la vida intelectual francesa como desconectado de la que malamente, víctima de la falta de libertad de expresión, trataba de desenvolverse en España.

Decíamos que la actividad de Ruedo Ibérico no pudo ser ignorada ni siquiera por el régimen franquista, y, en efecto, el capitoste de la historiografía oficial Ricardo de la Cierva dedicó a la misma un artículo aparecido en ABC en 1974 en el que el autor no ocultaba su satisfacción por el cierre provisional de los “Cuadernos”, que, a su juicio, se cimentaban sobre una sola premisa: “la oposición total, obsesiva, al régimen español y al general Franco”, observación en la que no andaba descaminado. Hoy sabemos que el gobierno español de entonces seguía muy de cerca las publicaciones de Ruedo Ibérico, las cuales, una por una, merecieron una puntual recensión en los Boletines de Orientación Bibliográfica del Ministerio de Información y Turismo. Además, al año siguiente del artículo de de la Cierva en ABC, la reaparición de la revista fue saludada con una bomba que explotó causando daños en la librería de la editorial, en la Rue de Latran, acto que motivó una amplia campaña de solidaridad en Francia y en otros lugares de Europa.

Ruedo Ibérico realizó una tarea de valor incalculable: fue la contrainformación al franquismo, “una especie de antiministerio de información y turismo”, según su fundador José Martínez, y a través de sus publicaciones todavía hoy podemos comprender no pocos entresijos de este régimen que se perpetuó durante cuarenta años, por ejemplo el papel desempeñado en el mismo por el Opus Dei, las divisiones internas que pervivieron en él y que se manifestaron abruptamente en los últimos años de vida del dictador, o la variedad y profundidad del propio movimiento antifranquista (sin omitir sus debilidades) y de las propuestas que desde el exilio trataron de transmitirse a una ciudadanía que empezaba a despertar tras una siesta de décadas. A lo que hay que sumar los primeros intentos serios de abordar la guerra civil desde una perspectiva científica, a años luz de la propagandística versión oficial. Por último, a Éditions Ruedo Ibérico debemos las primeras ediciones en español de libros esenciales para el conocimiento de nuestro pasado reciente, libros como El laberinto español de Gerald Brenan o El mito de la cruzada de Franco, de Herbert R. Southworth.

Tristemente, la editorial Ruedo Ibérico no encontró su sitio en la España postfranquista, lo que provocó su desaparición forzosa en 1982. La misma suerte, por cierto, que corrieron otras empresas afines, tales como las editoras de Triunfo y Cuadernos para el Diálogo. Desapariciones que, a la vista del panorama actual que ofrece la prensa española, podrían dar pie a una nostálgica elegía sobre lo que pudo haber sido y no fue. Pero que también nos deberían ilustrar en nuestros empeños presentes y futuros. Pues esa radical lección de rigor y libertad sigue siendo hoy tan necesaria y continúa estando tan vigente como entonces.
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El interesante material gráfico y literario de Éditions Ruedo Ibérico, incluyendo artículos de los “Cuadernos”, vuelve a estár hoy disponible para el público lector.

martes, 27 de marzo de 2012

LECTURA POSIBLE / 48


ANGEL WAGENSTEIN, UN AUTOR ENTRE DOS MUNDOS

La historia de la literatura está repleta de autores que han unido su suerte, vital y artística, a una ciudad, a un país y a un momento que les marcó, que les sirvió de materia prima para su creación y del que se alimenta la totalidad de su obra. Otros, por la fuerza de las circunstancias, han visto adherida su vida y su obra no a un lugar, ni a un acontecimiento histórico, sino a un trayecto. Leídas sus obras por orden cronológico, incluso cuando no hay en ellas, o no explícitamente, un contenido autobiográfico, lo que nos proponen es compartir con sus autores un viaje. De estos últimos destaca el nutrido grupo de escritores judíos que vivieron los acontecimientos europeos de las primeras décadas del siglo pasado, cuyas biografías discurren entre el disparate y la tragedia, y cuya diáspora, que en el caso de Joseph Roth concluyó en París, en el de Zweig en Brasil, y en el de Singer en Florida, no es ni más ni menos que la diáspora de lo mejor de toda una cultura: la europea.

¿Qué trayecto literario puede unir Toledo con Shanghai? A esta pregunta responde la obra novelística, breve pero sustancial, de Angel Wagenstein, judío de Plovdiv que durante décadas vivió profesionalmente en el mundo del cine, en el de su natal Bulgaria y en el de la República Democrática Alemana, y que sólo tardíamente, con más de setenta años, se pasó al mundo de la novela, para el que ha dejado (hasta ahora, ya que este autor de edad bíblica aún se encuentra entre nosotros) tres obras magistrales que constituyen uno de los itinerarios narrativos más sólidos de los últimos años. Wagenstein realizó sus estudios de cine en el Instituto Gerásimov de Moscú, antes llamado Instituto Soviético de Cinematografía, y en su doble calidad de director y guionista participó en algunas de las películas más notables del cine del Este de postguerra, entre ellas Sterne (1959), producción de la DEFA que fue dirigida por Konrad Wolf y que recibió el premio especial del jurado en Cannes (otra película de los mismos autores, producida en 1971, sobre la vida de Goya, espera todavía su estreno español*). Y se diría que su experiencia cinematográfica, a diferencia de lo que sucede con otros escritores procedentes del cine, no ha perturbado, sino más bien enriquecido, su maestría como genuino autor literario, de lo que son buena prueba El Pentateuco de Isaac, Lejos de Toledo y Adiós, Shanghai.

La primera de ellas, publicada en 1998, ostenta un subtítulo ilustrativo acerca de las intenciones, el tono y el ámbito en el que se desenvuelve la narración: Sobre la vida de Isaac Jacob Blumenfeld durante dos guerras, en tres campos de concentración y en cinco patrias. Y es que en efecto el sastre que es protagonista de la novela, en la que describe su existencia a un amigo rabino o a algún otro cliente de su afamada sastrería de Kolodetz, en Galitzia, es uno de esos personajes que a causa de los imprevistos desmanes de la política mundial, y de sus consiguientes guerras, pasa de ser súbdito del Imperio Austro-Húngaro a ciudadano polaco, después soviético, de nuevo súbdito de otro imperio, el Reich alemán, y finalmente austríaco, pasmosa sucesión de metamorfosis que el sastre realiza, lo que es más admirable, sin moverse de su pueblo. El relato está efectuado con la sencillez y aparente ingenuidad que caben esperar en un sastre rural, lo que quiere decir que no faltan en él ni la ironía ni el humor. Lo que no resta dramatismo, sino todo lo contrario, al relato de los hechos vividos ni a la soledad final de este hombre que se interroga acerca de la conveniencia de reunirse con sus seres queridos.

Lejos de Toledo (2002) nos presenta al bizantinólogo Albert Cohen, emigrado en Israel, de vuelta a Plovdiv. La novela tiene un fuerte contenido autobiográfico que se muestra en dos direcciones: por una parte en el carácter sefardí del protagonista, cuyos antepasados eran originarios de Toledo, como los de Wagenstein; y por otra por la impronta que dejó en éste la multicultural Plovdiv de antes de la guerra, en la que habitaban armenios, otomanos, gitanos y judíos. Aquí reaparecen el humor y el espíritu de estoica ironía ante la vida en el personaje de Abraham el Borrachón, hojalatero y abuelo del protagonista. En este recorrido por la ciudad de su infancia, Cohen será guiado por el fotógrafo Kostaki el Eterno, el cual atesora la memoria de un mundo que ya ha pasado a la historia y que desaparecerá con él en una especie de auto de fe que nos recuerda a otro escritor nacido en tierras búlgaras e igualmente sefardí, Elias Canetti (cuya familia procedía de la villa de Cañete, en Cuenca). El retorno a Plovdiv permitirá al protagonista su reencuentro con Araxi Vartanian, su amor juvenil, cuya historia, oculta durante muchos años, podrá ahora descifrar, así como añadir al conocimiento anterior de su ciudad una visión nada complaciente de la Bulgaria actual.

La tercera y hasta ahora última novela de Wagenstein es Adiós, Shanghai (2004). Dividida en dos partes, la primera se desarrolla en 1938. El arranque de esta primera parte, excepcional, nos muestra a la Orquesta Filarmónica de Dresde interpretando la sinfonía Los Adioses de Haydn. Al término de la interpretación, los músicos apagan las velas de sus atriles y se retiran del escenario, siendo detenidos todos los de raza judía en el mismo teatro. Algunos supervivientes conseguirán llegar a la por entonces ciudad internacional de Shanghai, donde se desarrolla la segunda parte. La ciudad se encontraba por entonces envuelta en la guerra chino-japonesa, y compartimentada en sectores bajo administración de distintas potencias. En esa delirante y miserable Shanghai, y en condiciones penosas, los emigrados forzosos tratan de salir adelante mientras establecen sutiles y a menudo precarias relaciones entre ellos. Al final de la guerra, los supervivientes descubren con perplejidad que ésta ha trastornado definitivamente sus vidas, sin que exista en ellas reparación posible.

Tras semejante itinerario, al autor, como al lector, le quedan sólo un puñado de preguntas sin respuesta y una profunda incertidumbre acerca de la condición y el futuro del hombre. Estas tres novelas que ha editado Libros del Asteroide en excelentes traducciones nos descubren a un gran autor que es nuestro contemporáneo, que nos habla de un pasado que es necesario conocer, que no escatima sus dudas acerca del presente que vivimos y que nos devuelve esa épica dimensión humana que es propia de la mejor novela europea. Este autor cuya vida y obra aparecen divididas en dos mundos, el remoto hogar de sus antepasados y el Este de Europa, la novela y el cine, afirma que “la risa es la puerta que abre los muros que nos separan”. Pocas veces una producción literaria limitada a tres novelas dejará en el lector una impresión tan vasta y profunda como la que consigue transmitir Wagenstein, y esto sirviéndose de un lenguaje afín al de sus personajes, en el que eficazmente pueden mezclarse el ladino y el turco, y logrando hacer accesibles historias a menudo de gran complejidad estructural sin que esto llegue a lastrar la lectura. Esa aparente sencillez con la que están dispuestos los elementos que las componen, y de los que son portadores unos personajes cargados de humanidad y por ello inolvidables, es lo que identifica a los que son verdaderamente grandes en el arte de contar historias. Que en estos tiempos de devaluación de la literatura nos lleguen de primera mano obras así y de un autor vivo, es algo a lo que la palabra descubrimiento no hace justicia. Es, más bien, un milagro.
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* Goya, oder Der Weg der Erkenntnis arge (Goya, o por las malas a la Ilustración), 1971. Dirección de Konrad Wolf y guión de Angel Wagenstein sobre la novela de Lion Feuchtwanger.

lunes, 26 de marzo de 2012

LECTURA POSIBLE / 47


UNA TRAGEDIA NAPOLITANA

En su adaptación fílmica de La piel, la directora Liliana Cavani supo expresar con maestría el tema principal del libro de Malaparte. La aviadora y reportera norteamericana Deborah Wyatt, interpretada por Alexandra King, es una mujer atractiva, elegante, que se ha presentado en la vencida y miserable Nápoles de 1943 cargada con el idealismo y la inocencia de aquellos jóvenes norteamericanos que desembarcaron en Europa sin tener la más remota idea de lo que era una guerra. Allí observa horrorizada la degradación moral a la que han llegado los napolitanos después de veinte años de fascismo y muchos meses de bombardeos aliados. En una secuencia memorable, la aviadora confiesa sus dudas al propio Malaparte, interpretado por Marcello Mastroianni. Ante la ironía (o acaso sea cinismo) de éste, se produce en la joven una explosión de rabia, dirigiendo a continuación toda una retahíla de insultos a su interlocutor, insultos que éste soporta con sonriente estoicismo y de los que el peor es el último que le dedica: “Guappo!”. Pues guappo es en efecto el napolitano, el italiano y el europeo, y así es la antigua y civilizada Europa, capaz del mayor refinamiento, pero también, sin perder su respetable apostura, de la mayor depravación.

Como Kaputt, obra que la precede en la extensa producción de Malaparte, La piel no es propiamente una novela, sino una mezcla particular de fragmento autobiográfico y de reportaje periodístico, cosa esta última que no debe sorprender en quien fue corresponsal del Corriere della Sera en el frente del Este. Kaputt es producto de esta experiencia, como La piel lo es de los últimos años de la guerra, años que el autor pasó en la arrasada Nápoles como oficial adjunto del ejército aliado. La piel, que desde el momento mismo de su publicación pasó a formar parte del índice de libros prohibidos, se abre con una cita de Esquilo: “Si respetan los templos y los dioses de los vencidos, los vencedores se salvarán”, unos dioses que no son otros que el hambre, la miseria y la humillación, lo que desde el principio desvela el argumento de la obra, es decir, la odisea de los vencedores, o los que intentan ejercer de tales, sobre el telón de fondo de las calamidades de los vencidos, unos vencidos a los que aquéllos, recién llegados con sus flamantes uniformes, sus dólares, sus paquetes de chicle y de tabaco, no alcanzan a comprender. Y es que no son unos vencidos usuales. En ellos alienta el aire del Vesubio, como también toda una pesada y descompuesta Antigüedad que constituye nada menos que el origen de nuestra cultura, y un paisaje bello y salvaje en el que Andrómeda llora y el monstruo es aniquilado por Perseo. Difícil tarea para los vencedores la de hacerse cargo de semejante herencia. “Quizás estuviera escrito”, dice Malaparte, “que la libertad de Europa no había de nacer de la liberación, sino de la peste”.

La peste, precisamente, habría sido el título de este libro si Albert Camus no hubiera publicado su novela homónima en 1947, cuando Malaparte se hallaba todavía en plena redacción de su obra, que no vería la luz hasta dos años más tarde. Y no es casual que la idea de la peste, física y moral, se encontrara en la mente de dos autores tan distintos en aquella aciaga época. La peste a la que se refiere Malaparte es la de una ciudad, un país y todo un continente que no lucha ya por su alma ni por ningún otro ideal, noble o no, sino simplemente por salvar la piel. En esta lucha desesperada existe una variedad de registros morales que va desde la cobardía hasta la mezquindad, no más allá, pues ni siquiera los héroes, o los que serán tenidos por tales, pueden permitirse pensar en otra cosa que no sea su propia supervivencia. Objetivo de improbable consecución en esa maltratada Italia en la que la orden de detención de Mussolini (dictada por el rey únicamente para salvarse a sí mismo) ha traído como consecuencia que el aliado alemán de ayer, que todavía ocupa el norte del país, se haya convertido de pronto en enemigo, mientras que el enemigo de ayer, el que ha destruido Nápoles con sus bombardeos, es recibido como libertador. Pero libertador ¿de qué?, se pregunta Malaparte. “Ya no quedaba nada ni en Nápoles ni en Europa, todo estaba hecho añicos, destruido, arrasado: casas, iglesias, hospitales, madres, padres, hijos, tías, abuelas, primos, todo kaputt… Un montón de carne putrefacta, eso es lo que se encontrarán en Europa cuando la hayan liberado”.

De aquellos trágicos acontecimientos Malaparte fue un testigo excepcional, por una parte por su presencia en los primeros años de combates en el frente ruso, y por otra por haberse encontrado en la retaguardia napolitana cuando esta ciudad, tras el desembarco aliado, se convirtió en centro de operaciones de un nuevo y efímero frente, el cual estuvo abierto hasta el colapso alemán en Italia. Esa doble naturaleza de Nápoles en los meses de los que trata La piel hacen de ella un muestrario único de los horrores de la guerra, horrores que Malaparte anota con precisión no exenta de una fuerte emotividad, como sucede en el capítulo titulado El viento negro, en el que narra tres episodios a cual más sobrecogedor, episodios de una violencia delirante, grotesca en su exceso, que con razón traen a la memoria del autor al Goya de los Desastres de la guerra. Protagonizados por un grupo de judíos, un perro y un soldado norteamericano herido, estos breves relatos intercalados en la mitad de La piel nos descubren, por si hiciera falta, a un gran escritor, que aquí ha puesto su talento y sus recursos narrativos al servicio de unas historias de terror a la altura de las más célebres de Edgar Allan Poe, pero con la diferencia estremecedora de que lo descrito aquí es plasmación vívida de hechos reales.

Unos hechos que no dejan indiferente al lector, que son inseparables de la biografía de Malaparte y de su característico trayecto vital, que viene a ser igualmente, al nivel de un solo individuo, el trayecto mismo de Europa en un tiempo menos lejano de lo que nos gustaría. Si por sus orígenes familiares, por su formación, Malaparte no pudo dejar de ser en su juventud un fascista de primera hora, tampoco pudo dejar de ser uno de los primeros opositores al régimen en unos años en los que tal oposición requería mucho valor y era castigada duramente con la prisión y el destierro, cosas ambas que Malaparte sufrió en su piel y que le otorgaron, en sus breves períodos de libertad, el desprecio de unos y de otros, desprecio que sobrevivió al final de la guerra y que aún se incrementó cuando en los años 50 se adhirió al Partido Comunista, adoptando así lo que él consideraba el único proyecto digno que le quedaba a Europa y del que dejó constancia en diversos ensayos tras sus viajes a la Unión Soviética y a China.

La piel, no sé si hace falta decirlo, es un libro desagradable hasta la náusea, no sólo por la crueldad de los hechos que se describen, sino también (y quizá sobre todo) por el sentimiento de vergüenza y de humillación que lo impregna desde la primera página. Las mismas razones hacen de él un libro necesario. Resulta difícil imaginar a este hombre atormentado redactando semejantes páginas en su casa de Capri, la famosa Villa Malaparte que se encuentra encaramada en el promontorio de Masullo, próxima a las laderas del monte Tiberio, a las islas del mar de Positano, en el corazón de una Europa que ya lo ha visto todo y que parece permanecer ajena al sacrificio inútil del hombre. Conviene a nuestra memoria saber lo que éste puede hacerse a sí mismo, aunque sólo sea para ejercitar esa virtud de la que Malaparte, en medio de su cinismo, habría podido alardear y que también recorre las páginas de este libro: la compasión.

sábado, 24 de marzo de 2012

DISPARATES / 36


EL NEGOCIO DE LOS LIBROS O EL NEGOCIO DE LA CRISIS

La actual avalancha informativa acerca de la crisis económica, los cursillos acelerados de economía que proliferan en periódicos, canales de televisión y sitios de internet, deberían despertar la suspicacia de cualquier individuo o colectivo cuya actividad requiera una proyección pública, el cual sabe lo mucho que cuesta obtener un espacio, por reducido que sea, en la prensa, y no digamos ya un titular en primera página. “¿Cuándo va a salir lo mío?” es la pregunta recurrente que se formula miles de veces desde otros tantos gabinetes de prensa, a diario, en todas las redacciones de los medios, sin que muchas veces tal insistencia produzca fruto alguno. De ahí el resquemor que suscita nuestra mediática crisis, la cual no deja de proclamarse cansinamente a audiencias del mundo entero.

Resultan como mínimo curiosos los titulares que leemos estos días y que nos anuncian que tal país está al borde del abismo, o que la salvación de tal otro requiere medidas imposibles de adoptar por cualquier gobierno, al menos por uno que sea producto de unas elecciones y que tenga la pretensión de guardar unas formas democráticas, por modestas o rudimentarias que sean. Más bien parece que el discurso apocalíptico generalizado no aspira sino a tomar el control de la política, sometiendo ésta a unos intereses que se caracterizan por su enorme influencia en los medios de comunicación, lo que no es contradictorio con el hecho de que nunca den la cara. Dicho de otra forma: la crisis es un negocio redondo que presupone que los dineros públicos que el Estado debería devolver a los ciudadanos en forma de servicios irán por mandato divino “a otra parte”, para lo cual es imprescindible que estemos bien adoctrinados acerca de la gravedad de la situación económica, de la enormidad de la deuda pública y de la previsible perennidad de la situación presente.

El importante sector editorial (importante porque es uno de los cauces por los que se transmite nuestra cultura y porque es una de las principales industrias españolas) no es una excepción, y puede afirmarse sin exagerar que hace tiempo que de él se apoderó el pánico. Pánico, y esto vuelve a ser curioso, que no impide que en España se editen libros en cantidades hiperbólicas, difícilmente comprensibles en medio de una crisis como la actual, de cuyas proporciones se nos informa sin descanso. En efecto, según los datos oficiales, en 2010 se publicaron 132,1 millones de ejemplares, lo que ciertamente representa una sensible disminución con respecto al año anterior, aunque también es cierto que ese mismo 2010 apareció un 1,5% más de nuevas ediciones y 11,6 % más de reediciones. O sea, se editan cada vez más títulos, pero en tiradas menores. Con estos datos, ¿parece razonable el discurso apocalíptico según el cual la totalidad de las editoriales, las librerías y los mismos autores deberían ir pensando en reciclarse?

Si hay que atender a las propias editoriales, ya nadie lee libros en España, a lo que hay que añadir el detalle, nada insignificante sobre todo para las editoriales pequeñas, de que la mayor parte de las bibliotecas públicas ha dejado de adquirir nuevos títulos, y esto también al hilo de la cacareada crisis y de los recortes presupuestarios impuestos a la cultura. En estas circunstancias, cabría preguntarse qué sentido tiene un sector industrial que carece de clientes, lo que no le impide ser el tercero del país por volumen de negocio, y, lo que bien podría formar parte del argumento de una novela de Agatha Christie: ¿adónde van los libros?

La respuesta figura también en los datos estadísticos oficiales, los cuales, para no cansar al lector, resumiré así: el grueso de la minoría lectora española, que viene a tener una edad entre los 50 y los 60, compra libros y lee hoy más que nunca, a diferencia de lo que sucede en todo el resto de franjas de edad, en las que la adquisición de libros y el hábito de la lectura han disminuido, especialmente (y esto sí es grave) entre los jóvenes. Lo que sucede es que esta minoría lectora no lee los libros que debería, a juicio de los grandes grupos editoriales, pues dejando a un lado el par de bestsellers que surgen de la nada cada año y que alcanzan cifras de ventas astronómicas, los curtidos lectores, que ya se han formado una opinión propia y no se dejan engatusar fácilmente por las técnicas de marketing, prefieren unas lecturas del todo diferentes, lo que en España ha abierto en la última década un campo totalmente nuevo, campo que ha sido aprovechado por las editoriales pequeñas. Frente a los poderosos grupos editoriales, que no creen en la literatura, existe toda una nómina de editores modestos decididos a asumir riesgos, siendo estos y no los otros los que conectan hoy con el público lector. Que estos editores carezcan de medios para hacerse escuchar y que apenas estén reconocidos dentro de la propia industria editorial explica que su mensaje, que podría ser enriquecedor y desde luego crítico con el tono apocalíptico dominante, no llegue hasta nosotros.

Nada de lo anterior debería dar pie a hacerse excesivas ilusiones, y más bien podría decirse que nuestra industria editorial goza de una excelente mala salud. Una salud que no es muy distinta a aquélla en la que surgieron los pioneros proyectos editoriales del siglo pasado, como por ejemplo la aventura que inició en su momento Carlos Barral y que, mediante el amor a la literatura y a la edición de libros, dio los resultados que todos conocemos. Otra cosa muy diferente es lo que sucede con los jóvenes y con el fracaso de nuestras instituciones educativas en la promoción entre ellos de la lectura. Y es que aquí se tropieza con adversarios de envergadura, de los que el principal es el ordenador, junto a la no pequeña lista de artefactos electrónicos a él asociados. Estos no sólo suponen una forma particular de pasar en el mayor aislamiento las horas de ocio, sino que también implican una diferente relación con el mundo y con la cultura. El libro de papel e hilo requiere una lectura lineal y una dedicación que están ausentes de la electrónica. Ésta promueve una forma de relación dominada por impulsos de duración breve en los que la satisfacción deseada se obtiene automáticamente, favoreciendo hábitos que nada tienen que ver con la paciencia y la concentración asociados a la lectura. Maestros y editores esperan que los jóvenes acaben interesándose por los libros, quizá cuando dejen de serlo, pero también es posible que el uso irracional de los artefactos electrónicos modele sus mentes de un modo que les haga incapaces de soportar la letra impresa. 

Mientras tanto, los planes de las grandes corporaciones se nos aparecen cada vez de un modo más transparente, y desde luego no van encaminados hacia un fomento de la lectura de libros. El acuerdo alcanzado la primavera pasada entre Sony, Panasonic, Rakuten y Kinokuniya tiene todas las trazas de anunciar consecuencias para editores, libreros y lectores de todo el mundo. Tales compañías desearían eliminar toda competencia e intermediario por el simple procedimiento de unificar edición, distribución y venta en un solo punto, el cual será dependiente de ellas. Por supuesto en formato electrónico. Y es que la crisis, como decía al principio, es un negocio redondo para quienes de verdad ostentan el poder y aspiran a multiplicar su cuenta de beneficios. Esos poderosos son los que han puesto a la crisis de moda, la cual seguirá estándolo mientras quede un euro que en lugar de ir a la sanidad o a la educación públicas pueda ir “a otra parte”, por ejemplo a la sanidad y a la educación privadas. Así lo advierten los oráculos, a quienes poco importa que el color del gobierno sea rosa o verde. Sería aconsejable que la ciudadanía pusiera en cuestión y se desmarcara a ser posible de estos discursos apocalípticos interesados, para lo que se requiere una información que merezca tal nombre. A ella se accede, precisamente, con la lectura.

viernes, 23 de marzo de 2012

LECTURA POSIBLE / 46


JOSEPH ROTH Y EL LEVIATÁN. UNA LEYENDA DEL DESTIERRO

Dostoievski, visitante asiduo de regiones oscuras que antes que él ya había conocido, por ejemplo, Goya, escribió que el suicidio, idea con la que los hombres coquetean frívolamente en distintos períodos de su vida, acaba por imponerse, trascendiendo su anterior banalidad, cuando “ya no hay adónde ir”. Este lugar que es la negación de todos los lugares se encuentra según parece en Occidente, por donde se pone el sol. Y si tenemos testimonios de ese monstruoso hogar donde la razón sueña es porque unos pocos que se asomaron a él, los citados más arriba y algunos otros, pudieron volver para contarlo, pero no sin antes haber arrojado su luz sobre él, pues precisamente son quienes han llegado más lejos en esos andurriales los que mejor pueden traernos su imagen; son propiamente eso: portadores de luz.

Uno de ellos es Joseph Roth. La suya es la vida ejemplar de un suicida, pero de uno que detestaba el pesimismo y que podía ser a menudo risueño, el cual eligió como instrumento de su fin un arma modesta, silenciosa y de acción lenta: la botella. Quién sabe qué historias felices habría podido escribir Roth si su circunstancia hubiera sido otra, y qué uso tan diferente habría dado entonces al instrumento de su suicidio, el cual suele asociarse a las ocasiones festivas y a los momentos dichosos de la vida. Nacido en Brody, cuando esta aldea ucraniana era parte del Imperio Austro-Húngaro, Roth fue un desterrado desde ya casi su nacimiento, en su calidad de judío rural que pronto se trasladó a la ciudad, donde perdió rápidamente la conciencia de su judaísmo (un atributo accidental, escribió, “algo así como mi bigote rubio, que igualmente habría podido ser negro”), y cuya existencia fue un continuo deambular hacia Occidente, primero a Viena y Berlín, y luego, tras el ascenso de Hitler al poder, a París pasando por Amsterdam. Y no acaban ahí los destierros de Roth, quien siendo originario de Galitzia debió aprender sus primeras palabras en yiddish, pero que escribió siempre en alemán, y que además siendo un novelista nato debió dedicar gran parte de su tiempo al periodismo, a fin de ganarse un sustento que siempre fue escaso. Desterrado por partida doble, por tanto: de su tierra y de su lengua. En esos años su domicilio estaba en algún hotel o en algún café de Europa, con un botella siempre a mano y con la maleta hecha, ya que nunca se sabe dónde puede estar uno mañana. Y al fin y al cabo este transterramiento no fue tan grave mientras existió el Imperio, el cual estaba formado por súbditos que podían moverse sin pasaporte por media Europa, sin que ninguna institución, policía o frontera les hiciera sentirse extranjeros en ningún lugar. Como muy bien ha ilustrado en algunos de sus libros Claudio Magris, la vida de Roth no fue sino un desprenderse de su propia identidad, un desprendimiento que se aceleraba a medida que las exigencias de su época lo llevaban hacia ese no-lugar final situado a Occidente y a partir del cual ya no hay adónde ir, donde termina la tierra y empieza el reino del Leviatán.

Este enemigo de toda grandilocuencia indagó en el arte de decir cosas graves sin darse importancia, para lo que recurrió a la ironía y a veces, con un grado de refinamiento que raramente puede encontrarse antes o después, a la fábula, a la leyenda. Porque resulta que ese “dejar de ser uno mismo” que hizo de él un asimilado y un cosmopolita, autor de libros de éxito como La marcha Radetzky, en el caso de Roth tuvo el efecto de devolverle la memoria de su origen, pero a la manera en que en la vida adulta se cree recordar la infancia, lo que significa que no sabemos cuánto de ese recuerdo es puro ideal. Y es a ese mundo pacífico y seguro, que desaparecería totalmente unos años después, al que se aferra Roth para encontrar no sólo sus temas literarios, sino también el tono de los mismos, un tono que debe mucho a la tradición oral, a los relatos populares que, en su sencillez y concisión, incluso en su aparente ingenuidad, no se resisten a incluir una enseñanza moral.

El Leviatán es un relato de poco más de setenta páginas que Roth escribió en 1934 y que se publicó póstumamente en 1940. Está ambientado en el terruño, o sea, en un lugar que para el Roth de esos últimos años de su vida era ya casi enteramente una fantasía. En la ciudad de Progrody vive el comerciante en corales Nissen Piczenik, casi analfabeto, virtualmente separado de su esposa, con la que no ha tenido descendencia. Este Piczenik, que tampoco tiene unas relaciones muy amistosas con sus vecinos, no pasaría de ser un hombre gris sobre fondo gris si no fuera por la dedicación con que se entrega al trabajo, producto de un ilimitado amor por los corales. Sucede que su cabello es rojo como el coral, lo que constituye una expresión de su verdadera identidad y casi un presentimiento de la aventura que le tocará vivir. El hombre siente una irresistible nostalgia del mar, que nunca ha visto, ese mar de donde viene el coral y cuyo nombre desconoce, pero que sin duda se encuentra “en Occidente”. Los corales viven allí protegidos por un monstruo marino llamado Leviatán, que es el mismo que aparece citado ya en el Génesis y del que existe una amplia tradición en la literatura judía. Por un marinero que está de permiso, Piczenik recibe diversas informaciones fantásticas acerca del mar, lo que le induce a ponerse en camino. Durante su peregrinación hacia Odesa conoce a un comerciante en perlas que se vanagloria de su éxito. Él no vive en ningún poblacho, sino en la gran San Petersburgo, y dispone de una distinguida clientela entre la que figuran algunos duques. Nada de eso, sin embargo, impresiona a Piczenik, quien pronuncia un exaltado discurso en el que demuestra la superioridad del coral sobre cualquier perla. Pero ya en Odesa Piczenik cae bajo algún oscuro influjo y mezcla en su mercancía el coral auténtico con otro de imitación, cosa poco antes inimaginable en este hombre honrado y que le acarreará la desgracia.

El Leviatán es una parábola acerca de la pérdida de identidad y acerca del modo en que la falta de ésta nos expone a caer bajo el predominio de potencias malignas, y es por tanto una parábola acerca del modo en que un hombre, un pueblo o un Estado pueden traicionarse a sí mismos. Pues Roth sabía que la identidad es lo que permite vivir a la conciencia, como también sabía que, cuando ésta se nubla, los hombres siempre están dispuestos a dejarse embaucar, y a embaucar a otros, por un brillante abalorio, sea una perla de imitación o la promesa de no se sabe qué glorias y riquezas. El relato está escrito un año después de la llegada de Hitler al poder, y poco antes de que los libros de Roth fueran arrojados a la pira en la que deberían arder durante los siguientes mil años. La memoria de este periodista y novelista de gran prestigio que había sido Roth iba a borrarse unos años más tarde, como también se borraría la de su amigo Stefan Zweig y la de muchos otros cuyas obras estamos recuperando de las cenizas de aquellas piras, afortunadamente extinguidas, aunque olvidadas durante demasiado tiempo. Si el lento suicidio de Roth no hubiera intervenido cuando lo hizo, seguramente él habría continuado su peregrinación todavía más hacia Occidente, más allá del mar donde vive el Leviatán. Que la salvación tampoco estaba en la otra orilla es algo que probó en Brasil el suicidio (éste más rápido) de su amigo. También el comerciante en corales Piczenik, después de su caída, quiso buscar la salvación en aquella lejana orilla. Que no la encontrara, que fuera a reunirse con sus corales en el lugar donde se retuerce el Leviatán, se nos antoja hoy casi como un acto de justicia. Y es que pocas veces, como aquí, tanta lucidez habrá hecho causa común con el alcohol; y muchas menos veces aún, en tan escasas páginas, podrá encontrarse tanta y tan inquietante verdad.

jueves, 22 de marzo de 2012

LECTURA POSIBLE / 45


GROSSMAN, TEXTOS DE GUERRA

Hasta no hace muchos años, sólo el lector aficionado a curiosear en los libros de historia moderna, en concreto acerca de la II Guerra Mundial, podía tener alguna vaga referencia acerca de un tal Vasili Grossman, cuya obra, en su calidad de reportero bélico, parecía ser una fuente de información obligada para quienes investigaban la llamada Gran Guerra Patriótica y en particular la batalla de Stalingrado. Que hoy no vivamos en un mundo nacional-socialista, según la opinión de muchos historiadores, es algo que debemos a esa batalla y al revés que en ella sufrieron los ejércitos de Hitler, pero si las descripciones de la misma hechas por los estudiosos pueden alardear de su fidelidad a lo allí ocurrido, de la minuciosa ilustración de las tácticas empleadas por los ejércitos en ella enfrentados, tales cosas, con ser útiles, dicen bien poco a nuestra sensibilidad, a eso que antes solía llamarse “espíritu”, acerca de la inmensa tragedia humana y del incierto destino que cayeron de pronto sobre todo un pueblo.

Aquel bien conocido reportero de guerra (lo hemos sabido en estos tres últimos años) fue un novelista excepcional que narró la contienda, y las vidas de las personas envueltas en ella, de un modo como no se había hecho desde los lejanos tiempos de Tolstoi, y que junto a una visión completa del curso de los meros acontecimientos militares, nos dejó un testimonio sobrecogedor de la humanidad sufriente, esa misma que desde hace miles de años es la causa de su propio dolor pero también la de su esperanza. Y a diferencia de lo que ocurre con no pocos libros en los que no es fácil introducirse, tal vez porque el autor ha querido poner algunos obstáculos a sus lectores, practicar sobre estos una especie de selección natural, de modo que sólo los más pacientes lleguen a disfrutar de los secretos de su obra, la dificultad con la de Grossman no reside en el acto de introducirse, sino justamente en el de escapar de ella, abandonar esa ciudad en la que permanentemente resuenan los cañonazos de la artillería, los bombardeos de la aviación, y junto a ellos los no menos angustiosos cañonazos del hambre, el odio, la mezquindad y la miseria. Pues en efecto al cerrar el libro el lector espera seguir oyendo los mismos cañonazos, ver surcados los cielos por otra cosa distinta que las pacíficas aves en formación, tan vívidamente nos ha sabido trasladar Grossman al centro mismo de la verdad de la guerra.

Vasili Grossman fue corresponsal del diario Krasnaya Zvezda desde 1941, cuando las tropas alemanas atacaron sin previo aviso los puestos avanzados en la frontera soviética, hasta la caída de Berlín en 1945. Antes de eso había sido ingeniero en Ucrania, profesión que abandonó para dedicarse a la literatura. Para entonces había publicado un par de volúmenes de relatos que pasaron sin pena ni gloria, pero que le permitieron acceder a la Unión de Escritores Soviéticos, primer paso necesario para un público reconocimiento que en el caso de Grossman tardaría en llegar, y cuya accidentada consecución no podía ser ajena a las revueltas aguas de la política del momento. Su experiencia directa en el frente, no menos que en la retaguardia, le proporcionó suficiente material no sólo para los artículos que enviaba regularmente a su periódico, algunos de los cuales, dicho sea de paso, sirvieron como prueba en los juicios de Núremberg, sino también para los miles de páginas que componen sus textos sobre la contienda bélica: Años de guerra (1946), Por una causa justa (1954) y Vida y destino, que fue escrita en 1959 pero que no pudo publicarse hasta 1980 en Suiza y 1988 en la Unión Soviética.

Años de guerra reúne algunos relatos escritos entre 1941 y 1945, y en los que el novelista Grossman convive todavía con el reportero, en lo que constituye la parte inicial de un proceso creativo que, ya liberado el novelista de la urgencia del estilo periodístico, daría sus frutos de madurez una década más tarde. Pero ya estos relatos primerizos presentan algunos de los rasgos que definirán la gran narrativa de Por una causa justa y Vida y destino: la inmediatez, la soltura en el paso de la épica colectiva a la individual, la humanísima verosimilitud de los personajes, detalle este último que entronca con la formidable tradición realista de la literatura rusa, lo que incluye desde luego al ya mencionado Tolstoi, pero también a Chéjov; y la precisión casi de documento gráfico con que el autor nos describe la vida cotidiana en tiempo de guerra, no sólo cuando esa cotidianidad, por la fuerza de la costumbre, adquiere una forma de expresión que parece banal, sino también cuando lo descrito son las atrocidades de la limpieza étnica en Ucrania o en Bielorrusia.

Con Por una causa justa nos introducimos ya en otro universo narrativo, a pesar de que los hechos que sirven de urdimbre a la novela no sean muy distintos. Novela coral, poblada por una extensa nómina de personajes de entre los que sobresalen algunos que actúan como hilo conductor, su estructura nos recuerda inmediatamente al John Dos Passos de Manhattan Transfer y al Max Aub del Laberinto mágico. Lo que no tiene nada de particular, pues las obras de estos autores participan del mismo aliento, tienen en común unos antecedentes que no invitan al optimismo y por último, aunque no en último lugar, son hijas de esa fecundación natural que recibió el realismo decimonónico cuando se mezcló con el cine. Grossman maneja con pasmosa habilidad los hilos de estos cientos de personajes entre los que, milagrosamente, no es posible perderse, a pesar de la dificultad que para el lector español supone retener los nombres rusos, todos ellos con su correspondiente patronímico y todos con sus correspondientes y a menudo numerosas familias. Muchos de estos personajes volverán a aparecer en Vida y destino, ya en otra fase de la guerra, habiendo sido rechazada la primera ofensiva contra Moscú y concentrándose todo el esfuerzo bélico sobre la ya para entonces devastada Stalingrado, ciudad de ruinas y de fantasmas bajo cuyos escombros la humanidad aún resuella, obstinada en una difícil y a menudo truncada supervivencia.

Pero es en la segunda parte, Vida y destino, donde la narrativa de Grossman alcanza su cima en el manejo de las situaciones y de la tensión dramática. A través de estas páginas nos familiarizamos con habitantes de la retaguardia, cuyas vidas están regidas por una azarosa provisionalidad y cuya suerte, en último término, estará siempre unida a la de los que se encuentran en el frente, personajes como el científico Víktor Shtrum; otros, colocados por las circunstancias en diferentes estamentos del ejército, ofrecen puntos de vista diferentes: el coronel Nóvikov desde su posición en el Estado Mayor, el comisario Krímov desde la primera línea en la que se encuentra su brigada. Como ocurre con los Campos de nuestro Max Aub, también aquí los personajes de ficción tropiezan con frecuencia con otros históricos, tanto en el bando ruso como en el alemán, y la narración incorpora, como en un documental cinematográfico, partes de guerra y discursos radiofónicos.

Que conozcamos de antemano el final de la historia, con sus luces y sus sombras, no nos exime de la lectura de estos libros, ya que lo que verdaderamente trasciende de la buena literatura no es el punto de llegada, sino el viaje. Una literatura, ésta de Grossman, que no sólo trata de la guerra, sino también de la revolución, igualmente ella con sus luces y sus sombras, sombras que impidieron que Vida y destino se publicara en vida de su autor. Éste, que para el lector desaparece desde la primera página, como si quisiera suprimir de antemano toda injerencia, todo residuo de una figura intermediaria, consigue ponernos en relación directa con los personajes, con sus pasiones y conflictos, con ese elemento único que hay en cada hombre y que se llama “rostro”. Y es que, como decía el cineasta Carl Theodor Dreyer, “nada en el mundo puede compararse con el rostro humano. Es una tierra que uno nunca se cansa de explorar”. 

miércoles, 21 de marzo de 2012

LECTURA POSIBLE / 44


PATRICK MODIANO: EN BUSCA DE LA IDENTIDAD PERDIDA

La obra de algunos autores es un reflejo no disimulado de su vida, o de una parte de ella. Por ceñirnos al ámbito francés y contemporáneo, y más concretamente al de autores felizmente vivos y en activo, podría mencionarse a Le Clézio, autor al que ya hemos hecho alusión aquí y que tras unos inicios en los que pareció encomendarse a la última vanguardia europea, encarrilado hacia una crítica formal de nuestra vida urbana y sedentaria, con su correspondiente soledad metafísica, dio un brusco giro a su obra, momento en el que el mismo autor se convirtió en un vagabundo global rastreador de historias, de hombres y de lugares. Un giro afortunado, sin duda, que nos ha dado al mejor Le Clézio y que supone un punto y aparte en lo literario y en lo personal, todo ello ilustrado en esa novela de verdad rupturista y por momentos escalofriante, casi un descenso a los infiernos, que es El diluvio.

Otro tanto sucede con Patrick Modiano. Pero con la importante diferencia de que en él la ruptura vital (el alejamiento de sus padres y el ingreso en la edad adulta) da origen a la totalidad de su obra, la cual adquiere desde su inicio el carácter de ilustración de un acontecimiento que divide en dos el itinerario del hombre, confiriéndole ese dramatismo que es propio de lo autobiográfico, esa certidumbre que invade al lector cuando lo que lee es realidad vivida. Una realidad que para Modiano es su infancia y juventud. Ambas suponen por sí mismas casi un descenso a los infiernos, y alimentan, como un hilo conductor, constante y renovado, toda su obra.

Modiano nació en Boulogne-Billancourt (Hauts-de-Seine) en 1945. Su padre, descendiente de judíos italianos, eterno aspirante a empresario dedicado a actividades no siempre lícitas en los tiempos de la postguerra, ejerció su paternidad de un modo poco ejemplar hasta la definitiva separación entre ambos. De él conserva Patrick escasos recuerdos: los sucesivos internados a los que fue enviado, los reiterados intentos de mantenerle a distancia y un par de cartas en absoluto amistosas. Su madre era una actriz belga de segunda fila que, al igual que el padre, solía estar ausente. Habían tenido otro hijo, Rudy, que murió a los diez años de edad (a la memoria de este hermano perdido ha dedicado Modiano la mayor parte de su obra). La turbulenta infancia del autor está marcada a fuego por estos padres que vivían separados y que ocasionalmente volvían a encontrarse, cada uno de ellos con su nueva pareja, por las privaciones que todos padecieron y por las peligrosas amistades que les rodeaban: colaboracionistas, gigolós, facinerosos que en no pocos casos perecieron de muerte violenta. Por medio de algunos de ellos, afines al bando vencedor en la Guerra Civil, el joven Modiano obtiene un conocimiento de nuestra España de postguerra. Estos datos no están extraídos de una biografía sensacionalista, sino de un libro de título sarcástico del propio Patrick Modiano, Un pedigrí (2005), libro que no es ni novela ni autobiografía, sino ambas cosas, y que, más que por los hechos que describe, conmueve por la frialdad y falta de sentimiento con que está escrito. Y es que, como el autor dice, pasado tanto tiempo, ya ni el odio tiene sentido.

Esta falta de sentido ilumina (u oscurece, según se mire) el conjunto de la obra de Modiano, que, por estar desprovista de sentimentalismo, por ser la más antirromántica de toda la literatura moderna, resulta ser también la más decididamente experimental, una literatura concisa, amante de la brevedad, ajena a toda pedantería intelectual y cargada, por todo ello, de un aura de inmediatez que parece más propio del cine. Por cierto que los cinéfilos que no hayan leído a Modiano le recordarán por ser el guionista de ese film extraordinario que se llama Lacombe Lucien, que fue dirigido por el añorado Louis Malle y que está ambientado en la Francia ocupada por los alemanes y en la que medraba toda una fauna silvestre de vividores y colaboracionistas, personajes tortuosos que son los mismos que deambulan por sus novelas y para los que el autor tomó como modelos a los que poblaron su infancia.

De Modiano se han reeditado hace poco en castellano dos de sus novelas más logradas: Calle de las tiendas oscuras y Dora Bruder. La primera, que fue Premio Goncourt, toma prestados algunos recursos del género policíaco para conducirnos por un viaje interior, el de un hombre sin memoria que trata de reconstruir su identidad, lo que le lleva a realizar una investigación en la que el investigado es él mismo, si bien, al final de la lectura, nos queda la duda de si la identidad que parece haber encontrado es la que en verdad le corresponde o si ha usurpado la de otro, o si sencillamente él mismo, o el azar, la ha inventado. Obra originalísima y de una aparente sencillez, Calle de las tiendas oscuras constituyó un acontecimiento en el momento de su publicación (1978) y releído hoy resulta ser uno de esos libros por los que el tiempo pasa ventajosamente. En esta admirable construcción literaria vuelve a resultar sorprendente la realidad con que está caracterizada la amplia nómina de personajes secundarios que guían, o entorpecen, la investigación del protagonista, la cual, como es frecuente en la obra de Modiano, le llevará hasta la época de la ocupación. Todo ello ambientado en una Francia no lejana a nosotros que no quiere saber nada de su propia identidad y que guarda silencio.

Dora Bruder es también una reconstrucción, la de un período en la vida de una adolescente, de cuya desaparición advirtieron sus padres en un anuncio publicado en la prensa en 1941. La siguiente, y ya última, noticia acerca de la joven es conocida pocos meses más tarde, cuando su nombre aparece en la lista de judíos deportados a Auschwitz. Aquí el objeto de la investigación no es la propia identidad, sino el “trámite” por el que pasaron muchos ciudadanos franceses y europeos en esos mismos años, la red de funcionarios civiles y militares, la maligna administración que eficientemente localizó, etiquetó y transportó a millones hasta un mismo destino. La crónica de la desaparición de Dora Bruder (una entre tantos) vuelve a realizarse de manera fría y minuciosa, en un intento no tanto de conmovernos como de mostrarnos los hechos desnudos, desvelando las secretas complicidades y la inhumana precisión de una maquinaria estatal consagrada al exterminio. Y también aquí volvemos a encontrar personajes secundarios, reales en su insignificancia, que con esa banalidad que es propia del mal, según escribió Hanna Arendt, cumplieron con inmoral obediencia de autómatas las órdenes que recibían de sus superiores.

Como en el caso de Guy Roland, el protagonista de Calle de las tiendas oscuras, esa ficción creada por los otros que es la identidad es la causa de la tragedia de Dora Bruder, la fatal identidad que viene a ser algo así como una tara de nacimiento, y de la que es imposible separarse incluso cuando la olvidamos. Lo que tienen en común ambos personajes es que sus respectivas identidades no pueden hallarse interrogándoles a ellos mismos, sino que deben buscarse interpelando a otros, lo que puede convertirse en una metáfora y casi una lección ética de este autor que huye de las metáforas y de la ética como de la peste: las huellas de nuestro paso por el mundo, o lo que es lo mismo, lo que fuimos, no es indiferente, pues nuestros actos afectan a otros. Precisamente que “somos los otros” es lo que puede deducirse de la existencia de estos personajes en tránsito, rastreados y rastreadores, y de los que a veces, a fin de cuentas, lo único cierto que conocemos son sus nombres. Revelar la historia que hay detrás de un nombre es el asunto de la narrativa de Modiano, también cuando la historia revelada (no puede ser de otra manera) es pura ficción.

martes, 20 de marzo de 2012

LECTURA POSIBLE / 43


LA PENÍNSULA, UNA NOVELA INÉDITA DE JULIEN GRACQ

“En mi vida no ha habido más que partidas. Nunca me ha gustado llegar”. Así reflexiona el protagonista de La península, novela de Julien Gracq que ha publicado Nocturna Ediciones y que viene a contribuir a la recuperación en castellano que de las obras nunca traducidas de este autor ya inició la misma editorial con El rey Cophetua.

Los relatos de Gracq suelen ser una variación sobre un tema previo; y si en la novela citada más arriba se trataba del mítico rey Cophetua, que desdeñaba a las mujeres y se creía inmune al amor, aquí el punto de partida es la leyenda de Tristán e Isolda, y más concretamente la ópera que Wagner escribió sobre el tema, a la que el narrador alude por partida doble. En primer lugar para recordar el motivo musical que abre el preludio del último acto (único momento en que Isolda está ausente), y cuya melodía pasa fugazmente por la cabeza del protagonista, una melodía que lleva el título de “La soledad”. La segunda cita wagneriana se produce ya al final de la novela, cuando el protagonista evoca el ritmo atropellado y desenfrenado de la orquesta en el pasaje llamado “La impaciencia del amor”.

Es bien sabido que Tristán e Isolda es la referencia romántica universalmente reconocida acerca del asunto del amor y la muerte, lo que puede resultar paradójico en este autor de apariencia fría y hasta misógina. Sin embargo aquí, como en El rey Cophetua, volvemos a encontrarnos con una historia de verdadera pasión, aunque expresada, eso sí, de una manera voluntariamente contenida, antirromántica, eludiendo los lugares comunes y las sensiblerías que son propios del género. En ambas novelas la referencia mítica o legendaria puede pasar no obstante totalmente inadvertida para el lector, actuando más bien como idea motriz que da a la narración su primer aliento o como clave que en general permanece oculta y muda, profundamente arraigada en los entresijos del texto.

El argumento de La península, como es corriente en la obra de Julien Gracq, es de una sencillez extrema, ya que también aquí lo memorable no es la anécdota en sí, sino aquello a lo que ésta, convertida en flujo de conciencia, da lugar. Simon, del que no sabemos otra cosa que su nombre, se encuentra en la estación ferroviaria de Brévenay, imaginaria población bretona, aguardando la llegada del tren que debe traer a su amante, de la que sólo sabemos que se llama Irmgard. Previamente ésta ha comunicado a Simon que podría perder el tren de la mañana, en cuyo caso llegaría a Brévenay en el siguiente, ya de noche. El primer tren, en efecto, no trae a Irmgard, por lo que el protagonista queda libre durante todo el día, ocasión que aprovechará para hacer un viaje en su automóvil hasta la costa, recorriendo la península bretona. El viaje llevará a Simon hasta Kergrit, en el extremo más occidental, donde tomará una habitación para él e Irmgard, frente al mar.

Como ocurre con otras narraciones de Gracq, La península se desenvuelve en el escenario físico y mental de la espera. Y como también sucede en otras de sus narraciones aquí de nuevo todo parece esperar. Los paisajes que varían según el protagonista se acerca a la costa, el ramo de rosas y el espejo que adornan la habitación en la que unas horas después debería estar él con Irmgard, el sol que lentamente desciende en el cielo y que nos proporciona una idea del paso del tiempo, todo se muestra a la conciencia del protagonista transido de esa palpitante inmovilidad que corresponde a la espera. Lo que no impedirá que a su regreso a Brévenay, donde debería reunirse con Irmgard, se apodere de él el desaliento ante la próxima consumación, momento en el que discernirá objetivamente: “No se espera a nadie. El mundo no espera nada”.

Y es que la exquisita prosa de Gracq nos describe junto al viaje del protagonista la historia de su transformación. Conducido por esa prosa, por momentos luminosa, por momentos oscura y sombría, siempre exacta en la descripción de lo que se mueve en el alma humana, el lector se abisma en el viaje de Simon como en las impresiones recibidas a la vista de una sucesión de cuadros en los que las imágenes de la realidad adquieren la forma de continuas y audaces metáforas, a veces de estirpe surrealista (no en balde Gracq fue amigo de André Breton), entre las que suelen insertarse otras imágenes procedentes del mundo de la fantasía, en especial las de la ausente Irmgard-Isolda, constituida en presencia erótica y a la vez fantasmal. Esa transformación es la de “un viajero llegado a deshora”, y que por tanto ha sido puesto accidentalmente fuera de lugar. De ahí, de esa falta de concordancia entre el espacio y el tiempo, se desprende la espera, y sobre todo la mirada, mirada de voyeur que registra con devoradora atención la geografía física, sentimental, humana y onírica del entorno y de sí mismo, ambos tomados como unidad indisoluble.

Sucede además que el accidente de haber sido rechazado en el tiempo, puesto en un lugar marginal con tiempo de sobra para el vagabundeo y la reflexión, acaba creando en el protagonista un nuevo estado de conciencia en el que ya no hay sitio para Irmgard, y sobre el que ésta pesa como una amenaza. Pues Simon, que se ha anticipado a Irmgard, descubre en su improvisado viaje la región en la que solía pasar las vacaciones en su infancia, o donde se sitúa, como dice el narrador, la “reserva agridulce de su infancia”. Ese lugar forma parte de su intimidad y ya no precede al encuentro con Irmgard, sino que lo excluye. A pesar de lo cual seguirá realizando los preparativos para el encuentro: la habitación, el ramo de rosas, el regreso a Brévenay postergado hasta el último momento, pero ya sólo mecánicamente, como si allí el pretendido encuentro, la mera idea de la existencia de Irmgard, se antojaran inconcebibles.

Así, el recorrido por esta península, siempre hacia Occidente, hacia los acantilados de Bretaña y lo que el “Atlántico alcanza sólo en ciertos días privilegiados en las playas encaradas al oeste, aquel instante de júbilo apremiante y amenazado, tan hermoso, tan pasajero como el rayo verde que él llamaba la aureola de las playas”, hacia el finis terrae, tiene también un significado mítico: el del viaje hacia el fin, hacia la muerte. En el camino, Simon trata de discernir “la música que surge del ser humano”, y constata, en lo que concierne a Irmgard, cuyo tren imagina avanzando en la noche hacia la estación, su alejamiento.

La península es la obra magistral y perturbadora de un autor que prefirió la calidad (calidad quintaesenciada, elevada de principio a fin a las mayores alturas de la poesía) a la cantidad. La edición incluye un plano de Bretaña en el que puede seguirse el itinerario del protagonista, y donde figuran los topónimos reales junto a los imaginarios ideados por Gracq, todo lo cual permitirá al lector disfrutar más plenamente de este libro de un autor que, en la nómina de autores del siglo XX, destacándose sobre los estajanovistas y los cazadores de éxitos y premios, consiguió en todas sus obras ser un artista escritor, tal vez el último de ellos.

lunes, 19 de marzo de 2012

DISPARATES / 35


CHOMSKY O EL ENEMIGO INTERIOR

Uno de los acontecimientos más notables e influyentes de las últimas décadas ocurrió en los años 50 del siglo pasado, y a pesar de sus enormes consecuencias no figura en ningún libro de Historia. En esos años el gobierno de Estados Unidos desmanteló gran parte de la red ferroviaria, que por ejemplo en el estado de California estaba totalmente electrificada y constituía un medio de transporte no contaminante, eficaz y barato. En dicho estado la red ferroviaria fue adquirida, y acto seguido suprimida, por tres compañías: General Motors, Firestone y Standard Oil. Poco después, en nombre de la seguridad y de la defensa nacional, que requerían una red de comunicaciones que pudiera usarse para el transporte de tropas, el gobierno construyó una gran red de autopistas y de aeropuertos, que todavía existen. El resultado fue un sistema de transportes que no está basado en las necesidades de la población ni en la lógica del servicio público. Pero tal plan de ingeniería social, uno de los mayores de la historia, tuvo otras consecuencias: en primer lugar el deterioro de los centros históricos de las ciudades y el desplazamiento de sus habitantes a la periferia. A resultas de ello hoy la gente, obligada a moverse en vehículo propio, vive en las afueras, donde se construyen grandes superficies comerciales. Lo que a su vez ha tenido un enorme impacto en la sociedad, en los hábitos de consumo y en las relaciones personales. La descentralización de las ciudades ha traído consigo el aislamiento y la ruptura de las comunidades. Por último, la emisión de gases contaminantes se ha multiplicado hasta el punto de llegar a afectar a las condiciones climáticas del planeta. Y todo ello como resultado de una silenciosa operación realizada en beneficio de los fabricantes de automóviles, de neumáticos y de las petroleras.
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Lo anterior, que constituye un modelo de actuación que hace tiempo se exportó al resto del mundo, es uno de los episodios de enriquecimiento de lo privado, a costa de lo público, que ha ilustrado minuciosamente Noam Chomsky en algunas de sus obras. En una de ellas se lee: “El sector público asume colectivamente los gastos y los riesgos, [en beneficio de] un sector privado que está en manos de instituciones totalitarias”. La avidez de éstas últimas ha provocado el debilitamiento de los estados, a los que únicamente se atribuye la función de acudir en su ayuda en caso de quiebra. A su vez, la progresiva debilidad de los estados provoca “una decadencia de las funciones que antes estaban al servicio de los ciudadanos, a un estancamiento o a un descenso de los salarios, a una prolongación del horario laboral, a una degradación de las condiciones laborales, y, por fin, a un quebranto de la democracia…” En este proceso ha desempeñado un papel protagonista la liberalización de los mercados financieros, que en las Bolsas han sustituido casi completamente a los valores del sector productivo. Hoy la salud de la economía se mide por el alza o la baja en las Bolsas de los valores especulativos, los cuales, por miles de millones de dólares, cambian de mano a diario, pero esto dice realmente bien poco acerca del estado de una economía, si tenemos en cuenta que la mitad de las acciones está en poder de menos del uno por ciento de los accionistas. Por cierto que esa minoría todopoderosa que dicta sus órdenes al Fondo Monetario Internacional, a los gobiernos y a otras instituciones, en contra de lo que nos vienen diciendo, sí tiene nombres y apellidos: son los miembros del Grupo Bilderberg, la Comisión Trilateral y el Foro Económico de Davos. Este club elitista se ha constituido en el auténtico poder mundial, que hace tiempo reemplazó a los gobiernos y a los estados. Ante este panorama, Chomsky concluye: “No hay nada que garantice el futuro de la sociedad, excepto el control de la ciudadanía”.
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Chomsky niega que de sus escritos pueda deducirse alguna teoría y menos una ortodoxia, y afirma que aquellos son solamente un dictado del sentido común. Este descendiente de inmigrantes judeo-ucranianos es hoy un referente imprescindible para el activismo político, y su conciencia crítica de nuestra sociedad y nuestra economía han hecho de él una autoridad, la cual, si tiene el privilegio de poder expresarse (aunque lo haga casi siempre en medios más bien marginales), es a causa del prestigio que ha alcanzado como lingüista tras muchos años de ejercicio en su cátedra del Instituto Tecnológico de Massachusetts, del que en la actualidad, a sus 82 años, es profesor emérito.
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La literatura política de Chomsky, como él mismo afirma, es producto de su renuncia a dejarse embaucar por los corruptos medios de información dominantes, de su búsqueda de fuentes de información fiables y de su independencia de criterio. No por casualidad uno de sus libros más citados es el que escribió en colaboración con Edward S. Herman, Los guardianes de la libertad, que se publicó en inglés en 1988 y que es hoy una de las obras de referencia para la crítica de los medios de comunicación de masas. Aportando gran cantidad de datos extraídos del tratamiento informativo dado a diferentes acontecimientos, sus autores muestran la dependencia de los medios con respecto a las grandes corporaciones, lo que explica que la desinformación institucionalizada por los mismos sea un ingrediente capital en la construcción del consenso que debe instaurarse en la opinión pública, en interés de las élites económicas y los gobiernos a su servicio.
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Esto último, la servidumbre de los gobiernos, ha podido comprobarse una y otra vez en Estados Unidos, donde son conocidas las fuentes de financiación de los candidatos al Congreso. Chomsky llama la atención acerca del hecho de que en las últimas elecciones el noventa y cinco por ciento de los candidatos electos habían invertido en la campaña electoral más dinero que sus adversarios, dinero procedente de las multinacionales. De este asunto, como en general de la degradación de la democracia, trata en Estados fallidos, continuación del análisis de la sociedad norteamericana que ya había iniciado en su Hegemonía o supervivencia, obra esencial para comprender el papel que los poderes económicos asignan en el mundo a Estados Unidos. Entre ellos, y ante todo, la militarización del planeta, una vez superado el caduco prejuicio de las fronteras nacionales, como demostró el caso de Irak, y la necesidad de que a tal política exterior acompañe un profundo “déficit democrático” en el interior. Igualmente estos libros desvelan la preferencia que dichos poderes (que a veces han tenido que vencer la tímida oposición de los gobernantes) han mostrado históricamente por las aventuras militares, en perjuicio de la diplomacia.
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Semejante desvalorización de todos los valores no sería posible si, además de sobre el derecho internacional y la democracia, no se ejerciera una violencia radical sobre el individuo: “Hay que desviar a las masas hacia objetivos inofensivos, utilizando la gigantesca propaganda orquestada por el mundo empresarial, que destina unas sumas y una energía enorme a convertir a las personas en consumidores atomizados y en dóciles instrumentos de producción, eso cuando tienen la suerte de encontrar empleo. Básicamente, se trata de destruir los sentimientos humanos normales, ya que son incompatibles con una ideología al servicio de los privilegiados y del poder que eleva el interés individual a la categoría de valor supremo”.
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Y sin embargo es precisamente esa alienación del individuo el punto débil de esta forma moderna de servidumbre, lo que justifica el grado superlativo que alcanza la propaganda que continuamente se dirige contra él. Pues como dice Chomsky “hay motivos para pensar que las personas tienden instintivamente a la igualdad y a la libertad”. Al individuo le basta una cierta apertura de espíritu para pasar de ser un consumidor pasivo de desinformación a un activista de la crítica política: “Para que la gente reaccionara, tendría que disponer de información. Por eso soy un firme partidario de la educación popular, entendida como algo muy distinto de los medios de comunicación, la escuela o la cultura intelectual dominante”. Se comprende que sólo una información que merezca tal nombre puede preceder al ejercicio de la responsabilidad individual, en nuestro nombre y en el de otros, ya que de este drama contemporáneo siguen estando ausentes algunos personajes, en especial las generaciones futuras. “Y serán precisamente ellas las que deberán soportar las consecuencias de nuestras decisiones actuales”.