lunes, 23 de enero de 2012

MÚSICAS IMAGINARIAS / 7


HEINRICH HEINE

La amarga decepción que para la Alemania liberal, seguidora esperanzada de los acontecimientos parisinos de finales del siglo XVIII, supuso la Restauración (1815-1830) fue paralela a un retroceso en el terreno artístico que iba a dar lugar a la visión del mundo irónica, a veces sarcástica, que caracteriza la obra del exiliado Heinrich Heine. De éste, que es considerado el último heredero del romanticismo alemán, puede decirse que es uno de esos raros hombres de letras que ha dejado una duradera huella en la música, huella que puede rastrearse desde tres perspectivas: como renovador de la poesía alemana e inspirador de un corpus liederístico igualmente renovado; como melómano que incorporó sus opiniones y experiencias musicales a su obra literaria (con especial hincapié en las Noches florentinas); y, por último, como autor de una revisión narrativa de la leyenda del holandés errante, germen de la célebre ópera wagneriana.

Nacido en Düsseldorf en 1797, Heine pertenece a una época en la que, según palabras del príncipe Metternich, la vieja Europa se encontraba “al principio de su fin”, un momento de crisis en el que las aspiraciones de unidad nacional, y de una Constitución que pusiera fin al absolutismo, propiciando con ello la instauración de un Estado moderno, tenían que convivir con la cotidiana realidad de una Alemania dividida en treinta y nueve estados en los que la nobleza se aferraba a sus tradicionales privilegios, entre ellos los de dictar sus gustos en materia de poesía y música. Durante estos años el arte es aún un lujo aristocrático cuya función no es otra que la de mostrar la magnificencia de un príncipe y su corte, un arte, pues, decorativo, política y socialmente reaccionario, que se conciliaba mal con las inquietudes, revolucionarias en lo artístico y, en parte, también en lo político, de creadores como Beethoven, que iba a morir cuando todavía el fin de la Restauración parecía lejano, y del mismo Heine.

Como miembro de una burguesía ascendente que tropezaba con los viejos esquemas de la nobleza, y aún más: como judío que había disfrutado de la igualdad de derechos que, bajo la administración francesa, imperó en Renania hasta 1813, Heine tenía que encajar con dificultad en esa adusta sociedad Biedermeier fuertemente jerarquizada, y contraria a cualquier energía que despuntara en la línea del progreso, que dominaba en la Alemania de la época. Pero es que además Heine tampoco compartía el entusiasmo de su familia y de su clase por los negocios y por el establecerse socialmente a toda costa. Así, trasladado a Hamburgo, y bajo la tutela de su tío, el banquero Salomón Heine, el joven Heinrich aceptó sólo de mala gana el iniciar unos estudios de Derecho por los que no sentía el menor interés, pero que le sirvieron para introducirse en los salones literarios de Bonn, Göttingen y Berlín. En esa época empezó a publicar bajo seudónimo sus primeros poemas, que eran ya de tema amoroso y mostraban un rasgo que el poeta desarrollaría más tarde: su inspiración en las canciones populares, muy valoradas por los románticos de la Junges Deutschland (Joven Alemania). Fuera de esto, las expectativas que se abrían para Heine no pasaban de las de un gris doctor en jurisprudencia, con el obligado trámite del bautismo por medio, y por la necesidad de forjarse un lugar en la sociedad burguesa, una sociedad que ya entonces empezaba a detestar y de la que trataría de apartarse durante toda su vida.

En 1826 Heine, ya decidido a hacer una carrera literaria, inicia su relación con el que será su editor de siempre, Julius Campe, con el primer volumen de los Reisebilder (Cuadros de viaje), obra en prosa a la que sucederá un segundo volumen el año siguiente. Ya estos primeros libros alcanzaron gran éxito, aunque es sabido que la fama internacional de Heine se debe sobre todo a su poesía, y en concreto a Das Buch der Lieder (El libro de las canciones), que Campe publicó en 1827. Por la influencia que ejerció más allá del ámbito literario, y por el número de adaptaciones musicales que se hicieron de sus poemas, ya sólo este libro bastaría para otorgar a Heine un lugar en la historia de la música.

No es probable que ningún otro poeta, salvo Goethe, haya merecido tanto y tan continuamente el interés de los músicos. Casi todos los románticos, desde Schubert hasta Hugo Wolf, pasando por Schumann, Mendelssohn y Liszt, pusieron música a poemas de Heine; como también hicieron Richard Strauss, Reger, Rachmaninov, Grieg y Eisler, e incluso autores tan aparentemente alejados de la estética romántica alemana como Bridge, Ives y Castelnuovo-Tedesco. A este respecto, ha habido poemas especialmente afortunados cuyas distintas versiones bastarían para hacer una historia de la música (o al menos del lied) durante más de un siglo: del poema Schöne Wiege meiner Leiden hay contabilizadas veintisiete versiones; de Du bist wie eine Blume, treinta y dos; y de Die Bergstimme, ¡nada menos que cuarenta y tres!

Cabe preguntarse cuáles son los motivos de este interés tan general, que no sólo abarca al romanticismo, sino también a las escuelas nacionalistas y hasta a los rebeldes dodecafónicos, hacia la poesía de Heine. Hay que aclarar ante todo que para sus contemporáneos estas obras tenían un sentido diferente del que más tarde le adjudicó la crítica. Sus primeros lectores sólo vieron en ellas una continuación de la convencional estética romántica acerca de la que había teorizado August Wilhelm Schlegel, que fue profesor de Heine en la Universidad de Bonn. Se trataría, pues, de una nueva contribución a la muy extendida corriente en la que un poeta solitario expresa su melancolía y la añoranza de amores perdidos. Pero estas obras poseían disonancias que pasaron inadvertidas a sus contemporáneos, y no era sólo que Heine introdujera en ellas abundantes transgresiones a la estética tradicional, tales como la polirritmia, los extranjerismos y una gran variedad de elementos prosaicos y en apariencia antipoéticos, a lo que habría que añadir una lúcida autoironía, sino que además, y sobre todo, la melancolía a la que aluden es de una raíz muy diferente a la conocida hasta entonces. Estas poesías que se complacen en presentarse bajo formas sencillas, las cuales evocan a las canciones populares, utilizan los recursos que eran propios del lenguaje romántico, pero únicamente para trascenderlos, para ubicarse en un nuevo terreno en el que el verdadero protagonista es el Weltschmerz (el desgarro): “Querido lector, si quieres lamentarte del desgarro, harías bien en lamentarte de que el mundo se haya roto en dos partes. Y porque el corazón del poeta es el centro del mundo, se desgarra de modo lastimero en el momento presente. El que se vanagloria de tener el corazón intacto sólo admite tener un corazón provinciano y prosaico. Por el mío corrió el gran desgarro del mundo y por ello sé que los grandes dioses me han favorecido ante muchos otros, estimándome digno del martirio de ser poeta”. Un desgarro que no es otro que el que existe entre espíritu y materia, ideal y realidad; y también entre el individuo y una sociedad en permanente contradicción en la que lo viejo no acaba de desaparecer ni lo nuevo nace, y que muestra, por tanto, la decepción de un grupo social, pero sobre todo la del crítico. Un desgarro de carácter cosmopolita y universal que iba a abrir paso a una nueva idea de la poesía y que, precisamente por su carácter universal, tenía que reclamar la atención de la música. Un desgarro, en fin, “moderno” que ya empezaba a traspasar a los habitantes de las grandes ciudades cuyo yo íntimo debía ser una y otra vez sometido y aniquilado en razón de los intereses de la existencia burguesa, y el cual sólo podía expresarse “modernamente”, de un modo que, aun utilizando recursos de la más añeja literatura romántica, sigue siendo familiar para el lector (y el oyente) de hoy.

Tras el éxito del Libro de las canciones Heine volvió a la prosa de los Cuadros de viaje, cuyos volúmenes tercero y cuarto, de nuevo en la editorial de Campe, se publicaron entre 1829 y 1831. Pero en Alemania, pese a que era un autor ya plenamente reconocido, el porvenir de Heine resultaba incierto: sus últimos libros tropezaron con la censura, y el cuarto volumen de sus Cuadros de viaje había sido prohibido por las autoridades prusianas. Mientras tanto, la revolución de julio de 1830 representaba para Heine un fuerte estímulo, que en su caso se añadía a la atracción que desde siempre sentía por Francia. En busca de mejores aires para sí mismo y para su obra, Heine marcha al exilio.

La experiencia del exilio iba a ser para Heine semejante a la de muchos otros: unos primeros años de deslumbramiento hacia el mundo artístico parisino en los que aún esperaba que las ideas revolucionarias se extenderían a Alemania; luego, un deseo creciente de volver a su origen, frustrado por la comprobación de que Alemania se resistía a todo cambio. En suma, Heine iba a permanecer en París veinticinco años; allí trabó relación con escritores como Victor Hugo y Balzac, y con músicos como Berlioz y Bellini, pero también realizó un importante papel de mediador entre culturas, dando a conocer en Francia la filosofía de Hegel y divulgando en Alemania, por medio de sus colaboraciones en la prensa, los debates políticos franceses. Más tarde retornaría a su actividad poética, que en los años cuarenta adquiriría un carácter satírico, pero antes, entre 1833 y 1840, aparecerían sus tres únicos intentos de ficción en prosa: De las memorias del señor Schnabelewopski, Noches florentinas y El rabino de Bacherach.

En cierto sentido, estos relatos pueden considerarse una continuación por otros medios de la prosa episódica, fragmentaria, en ocasiones paródica (llena de digresiones y pasajes oníricos) de esa mezcla de autobiografía, ensayo y ficción que constituyen los Cuadros de viaje, obra que con razón fue juzgada por un crítico contemporáneo como la “revolución de julio” de la literatura alemana. Al menos en los dos primeros relatos, el del noble polaco Schnabelewopski y sus andanzas por Europa, y en los episodios que componen las Noches florentinas, las experiencias de índole personal abundan lo bastante como para que puedan ser considerados como autobiográficos, a pesar de que la voz de Heine se oculte aquí, como haría en el futuro, tras una máscara. A este respecto, es paradigmático Maximilian, el protagonista y narrador de las Noches florentinas. Sobre este personaje ha recaido un encargo: el de entretener con el relato de historias fantásticas, al estilo del Decamerón, a la enferma y postrada María, a la que al parecer le unen unas no bien definidas relaciones amorosas. Pero los relatos de Maximilian, aunque de carácter sensual, no se parecen en nada a las gozosas narraciones de Boccaccio, y más bien pertenecen a un romanticismo negro y tenebroso cargado de un sentimentalismo enfermizo. En la primera de sus narraciones, Maximilian evoca su amor hacia una estatua de Venus; en la segunda, la amada resulta ser una bailarina que fue dada a luz en la tumba. En medio se intercala el relato de otros amoríos del narrador: hacia otra estatua (ésta de Miguel Ángel); hacia la Virgen de un cuadro; hacia una nueva estatua, esta vez de una ninfa griega; y, por último, hacia el retrato de una mujer muerta siete años antes. Amores todos ellos gratos para Maximilian, en comparación con los de las mujeres reales, que, según afirma, “saben una forma de hacernos felices, y treinta mil de hacernos desgraciados”. En la transición entre la primera y la segunda noche, sin embargo, Maximilian parece conceder una posibilidad a la humanización de la mujer, la cual se produciría mediante la música, lo que da pie a Heine a evocar algunos recuerdos de sus músicos favoritos en aquella época, es decir: Rossini, Bellini y Paganini.

Maximilian, que ha ido esa tarde a la Ópera (adonde, según confiesa, suele ir más para ver que para escuchar), describe a María los rostros de las mujeres italianas, que, bajo la influencia de la música, expresan “con sobrecogedora verdad el espíritu que las habita y sus escalofriantes y mudos secretos”. Por lo demás, la música no afecta sólo a los corazones femeninos, ya que a juicio del narrador ésta es el alma y el tema nacional de Italia, una música que se ha hecho pueblo, a diferencia de lo que ocurre en el norte de Europa, donde “la música se ha hecho hombre y se llama Mozart o Meyerbeer”, con independencia de que lo mejor de esta música del norte, otra vez según la opinión del narrador, provenga también del aliento italiano. Esto último, que es cosa sabida al respecto de las óperas del salzburgués, en especial las de la trilogía con libreto de Da Ponte, no lo es tanto, quizá, en lo que se refiere a Meyerbeer, que en efecto vivió en Italia casi diez años (entre 1816 y 1825), período en el que que dio a conocer óperas como Il Crociato in Egitto, que se estrenó en Venecia en 1824. Como se ve, Heine, que fue de los primeros en incorporar a su obra temas de su más estricta contemporaneidad, fusionando la pura creación literaria con el reporterismo, aquí no hace sino mostar un panorama bastante fiel de la realidad musical de las primeras décadas del siglo XIX.

Pero en el terreno de la composición los mayores exponentes de esa facultad para dirigirse al corazón del oyente no son otros que Rossini y Bellini, representantes ambos del genio tal como éste era concebido por la sociedad romántica. Para Maximilian, que aquí se limita a transmitir las ideas de Heine, la suprema expresión de ese genio sería Rossini, que tuvo el acierto de abandonar la composición una vez había cumplido “su misión” (Rossini escribió su última obra para la escena francesa, Guillaume Tell, en 1829, ocho años antes de la publicación del relato de Heine). Por su parte, la temprana muerte de Bellini, sólo dos años antes, en 1835, encajaba en la imagen ideal del genio romántico. El autor de Norma aparece en la narración de Maximilian como un joven saludable, apocado y supersticioso: “un suspiro en escarpines” cuyo éxito con las mujeres no se contradecía con su torpeza en sociedad, causada al parecer por su mal dominio de la lengua francesa.

Pero el colmo del romanticismo, a juicio de Maximilian-Heine, no sólo por su música, sino también por su vida, o al menos por lo que se contaba de él, era Paganini, de cuya falsa muerte se informó en los periódicos en los mismos días de la verdadera de Bellini. En comparación con las existencias sin misterios de éste, asiduo visitante de los salones parisinos, y de Rossini, dedicado en su retiro dorado a los paseos y a la gastronomía, el violinista aparece como un ser aureolado por la leyenda, un personaje fantástico de quien no se cuenta nada que no sea inquietante, una especie de precursor de Nosferatu que “si no la sangre del corazón, quiere al menos sacarnos el dinero de los bolsillos”. De Paganini, en efecto, se decía que había ido a parar a galeras tras asesinar a una amante infiel, cautiverio del que se libró por medio de un pacto con el diablo, el cual había adoptado la forma de un escritor de comedias que le acompañaba a todas partes y que le transmitía sus infernales poderes cuando salía al escenario. Heine se encontró con él, y con su diabólico acompañante, en Hamburgo, y, si nos atenemos a la descripción que Heine hace del concierto que ofreció esa noche, cabe imaginar cuál sería el efecto que su persona y su dominio del violín ejercían sobre el público de su tiempo.

Para Heine, pues, la superioridad del arte musical residía en el hecho de que aunaba la sensualidad italiana a su facultad para dirigirse al espíritu, con lo que, junto a la poesía, venía a ser el remedio a ese “desgarro” que aquejaba al mundo: el de la separación entre materia e ideal. Por ser la música italiana la que predominaba en Europa, y muy especialmente en París, cuyos ambientes musicales fueron frecuentados por Heine en la misma medida que los literarios, resultaba que el París de las transformaciones revolucionarias en lo político, y a la vez musicalmente italianizado, se constituía en el complemento del pensamiento idealista alemán, conformando así una visión del mundo que debía servir de inspiración a una futura (y nunca vista por Heine) revolución alemana.

Los breves viajes que en 1843 y 1844 Heine iba a hacer a Alemania le sirvieron para constatar la existencia de una agitación social que conduciría a la efímera revolución de marzo de 1848. Pero Heine, sobre el que pesaba una orden de detención del estado prusiano, a causa de una de sus colaboraciones en Deutsch-Französische Jahrbücher, la revista editada en París por Karl Marx y Arnold Ruge, ya no volvería a visitar Alemania, a pesar de que la tuviera presente en el resto de su obra, en especial en Deutschland. Ein Wintermärchen (Alemania. Un cuento de invierno), libro en el que recogió sus impresiones de esas últimas visitas a su país natal. En lo sucesivo, los temas de Heine serían, por una parte, un ahondamiento de su crítica radical de la política alemana, empleando para ello la sátira y, en algunos casos, el panfleto, y, por otra, una exaltación del amor sensual, como ya había hecho Goethe en sus últimos años.
Alemania, entretanto, mantenía una actitud ambivalente hacia el exiliado Heine, actitud que, dicho sea de paso, ha subsistido hasta no hace mucho: aunque se valoraban sus poemas románticos, que como hemos visto fueron puestos en música durante todo el siglo XIX, la totalidad de su obra polémica, filosófica, política, e incluso parte de su obra poética, fue continuamente ignorada y silenciada, y hasta prohibida en pleno siglo XX, durante los años del Tercer Reich. Todo esto puede aplicarse también a los tres intentos de ficción en prosa que fueron redactados por Heine entre 1833 y 1840, a pesar de que estos relatos contienen un episodio que, aún en vida de Heine, iba a ser de la mayor trascendencia en la evolución creativa de otro artista alemán.

Richard Wagner ya había compuesto Rienzi, que fue concebida para la Ópera de París y que contenía suficientes atractivos para el público francés: marchas, ballets, romanzas y un espectacular final, todo ello en el estilo de la grand-opéra. Sin embargo, París rechazó la obra, que debió esperar a 1843 para ser estrenada en Dresde. Unos años antes, en el verano de 1839, en la travesía desde Könisberg hasta Londres, el barco en el que viajaba Wagner se vio envuelto en una tormenta que dejó en el compositor una profunda impresión. Wagner conocía el relato que Heine había hecho de la leyenda del holandés errante en De las memorias del señor Schnabelewopski, y juzgó que el tema se prestaba para revivir el drama y el sentimiento de tragedia inminente que experimentó durante la tormenta. El propio Wagner escribió el libreto en París, en 1841, y compuso la música en poco más de seis semanas, en Meudon, al año siguiente. La ópera se estrenó en la Hofoper de Dresde en 1843 con un éxito que hoy pervive.

Die Fliegende Holländer (El holandés errante, o El buque fantasma) no es todavía una de las obras de madurez de su autor, pero sí supone una ruptura con respecto a la estética de la grand-opéra y un notable paso adelante en la búsqueda de lo que a la vuelta de unos años sería el sello inconfundible de la música wagneriana. Ya hay aquí una clara tendencia a la desaparición de ciertos artificios de la ópera francesa e italiana y a la construcción de un continuum dramático sustentado sobre un reducido número de leit-motive que, desde la obertura, prefiguran todo el desarrollo musical de la obra. Sin embargo, la resolución convencional de algunos pasajes revela el estado todavía balbuciente en el que se hallaba el nuevo lenguaje wagneriano.

El relato que, sin venir muy a cuento, inserta Heine en el capítulo siete de las memorias de Schnabelewopski, un poco a la manera de las digresiones que son frecuentes en sus Cuadros de viaje, se inspira en una leyenda que estaba muy extendida ya en el siglo XV entre las poblaciones marineras del norte de Europa, y que se inspiraba a su vez en la leyenda del judío errante y en el mito de Ulises. En la narración de Heine, el capitán del buque fantasma es un holandés que, en medio de una tormenta, juró doblar un cabo aunque tuviera que navegar hasta el Día del Juicio. El diablo le tomó la palabra, condenándole a navegar eternamente hasta que fuera rescatado por la fidelidad de una mujer. A fin de encontrar a la mujer redentora, el diablo permitió al holandés tocar puerto una sola vez cada siete años. En el momento en que se nos presenta la historia, hay que suponer que el holandés ya lleva siglos navegando sin descanso, y que en ese tiempo, cuando se le ha permitido descender a tierra, ha encontrado a muchas mujeres, ninguna de las cuales, sin embargo, ha logrado liberarle de su triste destino.

De nuevo han vuelto a pasar siete años y el holandés hace amistad con un comerciante escocés al que vende diamantes y que, sugestionado por las riquezas del capitán fantasma, le ofrece su hija en matrimonio. La muchacha vive obsesionada por un retrato que representa al holandés errante: según la tradición, las mujeres de la familia deben guardarse del modelo, ya que el trato con él conduce a la muerte. Con el tiempo, esta prohibición ha despertado en la muchacha el deseo de ser ella quien libere de su maldición al holandés. Cuando éste aparece, preguntándole a la muchacha si le será fiel, ella, en efecto, responde: “Fiel hasta la muerte”. Más tarde, el hombre tratará de abandonar a la joven para evitar su sacrificio, pero ella se arroja al mar, con lo que cesa la maldición del holandés errante, hundiéndose su barco en los abismos del mar.

La ópera de Wagner es bastante fiel a la narración de Heine (aunque con una importante excepción), limitándose a poner nombre a cada uno de los personajes, no así al holandés, que, por ser un fantasma, carece de nombre: el comerciante escocés, transmutado por Wagner en noruego, es Daland; su hija, es Senta; y la nodriza de ésta, que le advierte del peligro de tratar con el holandés, es Mary. La excepción es la novedad de un personaje: Erik, el novio de Senta. Había dos razones para que Wagner introdujera a este personaje; una, de carácter dramático, ya que el amor de Erik acentúa el conflicto de Senta y hace que su decisión de entregarse al holandés sea más irracional; otra, de naturaleza exclusivamente musical, ya que en el esquema de Heine faltaba todo el aspecto lírico que correspondería a un tenor, como contrapunto a las voces oscuras de los otros personajes masculinos (de bajo en el caso de Daland y de bajo-barítono en el del holandés). Sin embargo, la inclusión de un tenor no deja de ser una concesión a los convencionalismos del género, y si es cierto que las páginas escritas por Wagner para Erik (los dos dúos con Senta y la cavatina) no desmerecen del resto de la obra, también lo es que precisamente esos pasajes permanecen anclados en una tradición de la que el autor se iría alejando progresivamente. Ante todo, El holandés errante viene a prefigurar el tema de la redención por medio del sacrificio, que sería recurrente en la obra futura de Wagner.

Pero El holandés no es la única ópera basada en un texto de Heine. Más tarde, la casi juvenil tragedia en un acto (la escribió con veinticinco años) William Ratcliff, una sangrienta historia romántica ambientada en Escocia, llena de duelos y locura, sería llevada a la ópera, sucesivamente, por Cesar Cui, Cornelis Dopper y Pietro Mascagni.

Eran los últimos años de Heine, que pasaría seis inmovilizado en la cama, paralítico y casi ciego. Con la ayuda de un secretario, sin embargo, escribiría aún algunas obras, entre ellas su Romancero, en el que reunió poemas escritos entre 1846 y 1851, y que conoció gran éxito antes de ser prohibido y quemado públicamente en Prusia. Pero la obra del moderno y cosmopolita Heine tendría una larga vigencia que alcanzaría a influir decisivamente sobre gran número de autores (entre ellos Bertolt Brecht) del siglo XX. Por lo demás, sus escritos en prosa, tanto los ensayísticos como los de ficción, han sido rescatados recientemente en Alemania, donde aún perdura la fascinación por esas imágenes “más incorruptibles y brillantes que las perlas”, según palabras de Hofmannsthal, de la poesía de Heine. El último poema del Romancero, Enfant perdu, concluye con estos versos: “Un puesto queda vacante. Las heridas se abren. / Si uno ha caído, los otros siguen avanzando. / Pero yo caigo sin ser vencido, y no se han roto / mis armas. Sólo mi corazón queda partido.” Heine murió en 1856 y fue enterrado en Montmartre.
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El holandés errante (Balada de Senta)
Nina Stemme

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