miércoles, 18 de enero de 2012

MÚSICAS IMAGINARIAS / 1


LA MÚSICA DE LAS PALABRAS

Los libros que, en la Antigüedad, relataban la vida de los dioses y los héroes eran libros de música, pero de una música que nunca se escribió y que apenas nos es conocida. Hoy ya no es posible hacerse una idea de cómo sonaba La Ilíada, una de las obras literarias que más vanidosamente creemos conocer, pero de cuya música sólo podemos constatar su ausencia, sin que realmente seamos conscientes de esa mutilación, y aunque ni siquiera seamos capaces de intuir que el conocimiento que tenemos de esa obra es definitivamente precario, limitado. Opina con razón Henri Michaux que en el Ramayana “casi todas sus partes son desmesuradas, excesivas, además de inútiles a la comprensión”. Y cuenta que un día entró en el patio de una casa en la que unos shivaístas entonaban unas canciones que le dejaron totalmente extasiado. Ese canto fascinante de afirmación psíquica no era otra cosa que el mismo Ramayana cuya lectura se le había antojado tan árida como incomprensible. ¿Qué nuevos significados advertiríamos en las aventuras de Aquiles si nos fuera dado escuchar su música?

Ya en la literatura bíblica, el relato de la vida de los profetas, y después de los santos, está privado de todo acompañamiento sonoro, a excepción de los Cantos del Rey Salomón, aunque también esta música nos es desconocida. La literatura sin música ha resultado ser la literatura moderna, que fía toda su capacidad de expresión a la palabra y a la música de la palabra. Así, en algún momento impreciso, los libros para ser entonados y compartidos con un auditorio se vuelven mudos, convirtiéndose en lecturas para uno mismo, alejándose de la expresión musical y de la experiencia comunitaria para acercarse a una nueva clase de actividad introspectiva, vecina del pensamiento. En esta nueva forma (y aquí reside la ventaja de la literatura moderna), cualquiera puede ser héroe, desde Job hasta el Quijote o el Ulises de Joyce.

Al iniciarse el siglo XVII los compositores que disfrutaban de la protección de poderosos mecenas en ciudades que se habían beneficiado del impulso del Renacimiento pudieron, a veces, hacer a un lado sus deberes para con la Iglesia (ya que eran maestros de capilla) para explorar las posibilidades del prometedor género de la ópera, experimentos dirigidos primero a la aristocracia y luego a los burgueses, y que con pocos cambios perviven hasta hoy. De esta forma los compositores, al poner música a los textos, restituyen a los héroes su antigua forma. En el siglo XIX no dejan de aparecer santos y héroes: Otelo y Desdémona, Rigoletto, Mimí... Más tarde vienen Wozzeck y Lulú, y también el San Francisco de Asís de Messiaen, único santo del repertorio operístico que además goza del beneplácito del santoral cristiano. En medio de ellos se encuentra la Walkyria, con su exaltación incestuosa y subversiva. De aquí viene el primer aliento de mi novela Campo de tiro, que no es otro que el de hacer un final lleno de pasión y utopía, un final romántico en el sentido preciso de la palabra. Cuando escribo, en mi fantasía siempre escucho músicas que acompañan, subrayan, matizan o acentúan las peripecias de mis personajes, y también desearía que esa música fuera audible en la imaginación y la memoria del lector.

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