sábado, 30 de marzo de 2013

DISPARATES / 66

Cristina Iglesias,
Pabellón suspendido
CRISTINA IGLESIAS: GORILAS EN LA ORILLA

De una forma concisa y un poco pedante podría decirse que el arte participa de dos esferas, a saber: la sensorial y la intelectual. La sensación puede ser descrita, pero su significado último se nos escapa; a través de ella se nos invita a (y se nos introduce en) la reflexión, que es siempre posterior a la sensación y que es producto de una tercera esfera en la que interviene el arte: la memoria; y es a esto a lo que llamamos “experiencia artística”. Hace tiempo que vengo encontrándome aquí y allá con obras de la donostiarra Cristina Iglesias, la penúltima vez en la exposición Locus Solus de la que ya he hablado aquí a propósito de Raymond Roussel, y que pudo verse hace ahora un año en el Museu Serralves de Oporto, la magnífica y casi invisible construcción de Álvaro Siza. Pero la dispersión de las obras vistas hasta ahora, y su ubicación en contextos dispares y a menudo ajenos a la autora no ayudaban, debo confesar, a comprender ni el sentido de las mismas ni su intención. Lo cual añade valor a la exposición antológica que reúne una parte importante de su obra, que puede verse hasta el 13 de mayo en el Museo Reina Sofía y que lleva el nombre de Metonimia.

Metonimia, así, en singular. La palabra es de origen griego y alude a un cambio semántico por el que se designa una cosa con el nombre de otra. El título nos advierte de que en estas piezas de Cristina Iglesias nos topamos de frente con la poesía. Las obras que se muestran son en general una fusión de arquitectura y escultura en las que por medio de celosías se crean espacios interiores, suspendidos en el aire, en los que podemos adentrarnos. Vale decir que el visitante se incorpora a las estructuras y, al mismo tiempo que ve, es visto. Estos interiores suelen ser laberínticos, están confeccionados con materiales diversos y a veces aparecen recubiertos de un entramado de hilos metálicos recubiertos de polvo de bronce. Con frecuencia en las celosías se incrustan partes de apariencia semiacabada que hacen alusión a los oficios de la construcción y a los materiales comunes en ella: hormigón, arcilla, y, sí, también agua.

Los interiores de Iglesias tienen como referencia la caverna y la cabaña, y cuando son verdes directamente la vegetación, la selva; o acaso el fondo marino. Pero una selva y un abismo en los que las celosías insinúan letras de un alfabeto que nos es familiar y a la vez desconocido, lo que sugiere que esta naturaleza artificial en la que nos hallamos insertos quiere decirnos algo, transmitirnos un mensaje que se complementa con los materiales de construcción, es decir, con la huella dejada allí por el hombre. A nosotros, que somos primates de orilla, nos encanta el agua porque nos proporciona confianza y seguridad, y por eso el rumor del agua está presente en todas partes, animándonos a sentirnos en estas cuevas y cabañas como en casa. Además, el agua es una presencia constante en todas las producciones de Iglesias, por ejemplo en la Deep Fountain frente al Museo de Bellas Artes de Amberes, o en las Estancias sumergidas que se encuentran en el parque marino de la isla de Espíritu Santo, en el Golfo de California. E igualmente hay agua en el proyecto que la artista ha concebido para la ciudad de Toledo, proyecto que también forma parte de la exposición y que a día de hoy parece lejos de ejecutarse. Y digo yo que si en la Luna hubiese agua también allí habría una obra de Cristina Iglesias.

La exposición incluye algunos documentales en los que se explica cómo fueron creados estos proyectos, de los que el más fascinante es quizá el que conforman las tres salas sumergidas en la Baja California, espacio habitado por la flora y la fauna marina y que en consecuencia representa un paso más allá en la obra de Iglesias y en la de todo el arte moderno, ya que es una arquitectura literalmente “viva”. La retrospectiva se completa con otras piezas de menor dimensión concebidas para ser expuestas en museos y galerías de arte, lo que finalmente viene a dar una impresión bastante completa de los originales intereses de la artista.

La reflexión, más lenta que la sensación, tiene a su favor la ventaja de poder prolongarse, cosa que de hacerse aquí jamás podría sustituir a la sensación, que es preciso experimentar in situ. Pues el recorrido que aquí se nos propone, y que cuestiona nuestra experiencia cotidiana, viene “a sugerir que nuestra comprensión del orden natural y de nuestro lugar dentro de él nunca es algo previsible”. Un orden natural del que los primates de orilla formamos parte, contribuyendo a estructurar, y ojalá no a destruir, nuestro mundo orgánico.

martes, 26 de marzo de 2013

LECTURA POSIBLE / 93


BURGUESÍA SOÑADORA, DE PIERRE DRIEU LA ROCHELLE: VIDA, APARIENCIA Y BANALIDAD DEL MAL

“Cada día esperaba que las locuras de la víspera se arreglaran como en la magia de los cuentos; no había podido renunciar al placer de confiar en el futuro, que es deleite propio de la juventud”. Así escribe Drieu La Rochelle acerca de Camille, el protagonista de esta turbadora novela que es quizá la más lograda de toda la producción de su autor, este hombre atormentado y sumido hoy, por razones extraliterarias, en un injusto olvido.

Drieu La Rochelle es de esos autores cuya biografía hace un flaco servicio a su obra, pues sucede que a la vida, en la que tan fácil es caer en el absurdo y equivocarse, no le está permitido ser o parecer enteramente un error. La suya fue un breve paréntesis de poco más de medio siglo que se abrió y cerró en París, paréntesis que él vivió con la intensidad del héroe que no llegó a ser y que en pocos años abarcó la crisis y el fin de una época, dos guerras mundiales y el presentimiento de una revolución, pero sobre todo la decadencia de una sociedad, la francesa de entreguerras caracterizada por una burguesía que constituyó su entorno familiar, familia que odió y de la que quiso huir por todos los medios, valiéndose en su escapada de un lento suicidio espiritual que, tras varios intentos, terminaría por convertirse en físico en 1945, cuando su colaboracionismo con el ocupante alemán, a la marcha de éste, le dejó solo y desnudo.

La vida de Drieu osciló entre los convencionalismos y falsas apariencias de una clase social que detestaba, que describió con cruel honestidad al mismo tiempo que se apartaba de ella, y una infructuosa persecución de algo que él consideraba trascendencia y que demasiadas veces adquirió la forma de vulgar banalidad, esa misma a la que se refirió Hannah Arendt al intentar comprender a otro fascista, compañero de armas de Drieu, aquel Eichmann que, como el protagonista de Burguesía soñadora, podía ponerse a la orden del mal sin dejar de ser en casa un buen padre de familia. Así el propio Drieu, tan reconocible en cada una de sus novelas, podía soñar con escapar de París, de las debilidades y limitaciones que asfixiaban sus exaltados delirios de conquista, entregarse a una imaginaria mística de la acción, el poder y la violencia, saborear el imaginariamente sublime honor de la guerra, y a la vez alimentar dichas añoranzas dándose en París la gran vida, alardeando de su proverbial pereza, haciendo el amor a mujeres ricas a las que utilizaba para trepar socialmente y, luego, sin descanso, engañándolas a todas para ir al encuentro de las únicas mujeres que de verdad amó: las putas.

En medio de esto, lo que en otra existencia habría sido sustancial, adquirió en la suya, en esa ansia personal y devoradora de todas y de todo, y en especial de sí mismo, el modesto rango de anécdota decorativa. Mera anécdota fue que Drieu dirigiese durante la ocupación la Nouvelle Revue Française, convenientemente expurgada de elementos sospechosos; también anecdótico es que salvara la vida a Jean-Paul Sartre y a su primera mujer, la judía Colette Jéramec; que tuviera una estrecha relación con los surrealistas y los dadaístas y especialmente con Louis Aragon; que mantuviera una larga relación con André Malraux y que entre sus múltiples amantes, cuya nómina incluye a aristócratas como la condesa Isabel Dato y personajes de las altas esferas como la esposa del industrial Renault, figure también la argentina Victoria Ocampo, que por aquel entonces tenía treinta y pocos años y acababa de publicar su primer libro en la Revista de Occidente. Para Drieu, lo que ordinariamente llamamos vida no era sino un sucedáneo de la guerra, acontecimiento del que participó en su juventud y frente al que todo lo demás empalidecía y se despojaba de sentido. Un sinsentido que era la paz y sobre todo la paz en París, ese “teatro donde cinco millones de comediantes venidos de las provincias se aferran unos a otros desesperadamente”, y en el que se ignoraba que “existe otra raza de hombres que, atenta al más mínimo detalle y a lo inmediato, explota a la primera sin dejarse ablandar jamás por la curiosidad o la piedad”.

Pero también, al mismo tiempo que mediante el erotismo del dandi, hubo otro campo en el que Drieu pudo manifestar su furor hacia la época: la literatura, esa otra forma de hacer la guerra en la que él quiso estar a la altura del mencionado Malraux, de Montherlant y sobre todo de Céline, quien desde su Viaje al fin de la noche tuvo un sitio aparte en la consideración de nuestro autor. Diversos ensayos dan testimonio del socialismo fascista de Drieu, pero es sobre todo en sus novelas donde nos ha dejado una huella de su desgarro interior y de sus tribulaciones con el mundo. De ellas, las más conocidas entre nosotros son El fuego fatuo (1931), que mereció una adaptación fílmica de Louis Malle; Gilles (1939), que se publicó mutilada por la censura y cuya edición íntegra tendría que esperar unos años; y esta Burguesía soñadora que ahora comentamos y que ha publicado por primera vez en español la editorial Artime.

Escrita en 1937, es tan autobiográfica como las otras novelas de Drieu sin dejar de ser a la vez, en su provecho, la que menos le retrata, pues aquí Drieu por primera y única vez se ha alejado de sí mismo, aunque no mucho, pero sí lo suficiente como para que el libro no se convierta en la claudicante apología del suicidio que es El fuego fatuo ni en la interminable y detallada enumeración de amoríos, vividos todos como si fueran “el único”, que acaban siendo las más de quinientas páginas de Gilles. Burguesía soñadora, si hay que creer las ambiguas alusiones del propio Drieu, no trata en efecto de sí mismo, sino de sus padres, o lo que es igual: del origen de las truculencias de sus sentimientos, apareciendo él solamente como niño, personaje secundario y pasivo que en adelante, tras haber dejado constancia de su supuestamente terrible infancia, preferiría con razón hacerse pasar por huérfano. Pues terrible es, en efecto, lo que nos cuenta Drieu en esta novela cuyo modelo cercano no es ninguno de los mencionados hasta ahora, sino Balzac, Stendhal y Maupassant (lo que no es poco).

El libro, bajo la engañosa apariencia de un folletín decimonónico, nos cuenta la historia de Camille, hombre vacilante que representa todas las debilidades de la época, lo que le convierte en arquetipo de aquellos personajes, muy tratados por la novela francesa de esos años, que procediendo de la casi salvaje y saludable provincia, van a corromperse a la capital. Y es que el guapo y desarraigado Camille, joven prometedor en otro tiempo, se ha descarriado y convertido en un completo inútil en París, lo que le persuade de la conveniencia de resolver sus insufribles conflictos materiales con una buena boda. La elegida es la dulce, virginal e ignorante Agnès, a la que el narrador omnisciente nos presenta de inmediato como una víctima conducida al matadero de la mano de sus burgueses padres, encantados de emparentar con un apellido de remota nobleza, holocausto en el que representa un papel principal un intrigante y temible abate, acompañado en sus oficios por toda la buena sociedad. Ella, Agnès, educada ocho años en un convento, no sabe nada, excepto que siente algunos irreprimibles deseos, no se atreve a averiguar de qué; Camille, por su parte, no es un lince, pero sabe que necesita dinero. Esa buena sociedad dará finalmente el visto bueno al sacrificio de Agnès mediante el acuerdo matrimonial que se cerrará en un admirable capítulo. Porque sucede que Camille tiene ya una amante, Rose, por la que siente una pasión irrefrenable a la que la pobre Agnès, pese a sus eventuales arrebatos de rebeldía, tendrá que acostumbrarse. El aprendizaje, y la consiguiente desilusión de Agnès, llegarán rápidamente, convirtiéndose la pareja en una aceptable fachada apenas capaz de ocultar los horrores de su interior, un interior en el que todos los personajes, incluidos los hijos, se marchitarán ineludiblemente. Pues de eso trata finalmente la novela: de cómo consumir la propia vida y la de otros sin salir del propio matrimonio burgués, una institución definida aquí como un eficaz medio para la extinción.

“La vida en común de los dos sexos en el planeta no es más que apariencia”, dice el narrador. A lo que uno de los personajes añadirá más adelante: “Los padres son productores y vendedores de carne”. Por el camino, Drieu nos deja muestras de su repugnancia por esa corrompida burguesía soñadora dada a habitar en silencio sus propias pesadillas, así como de su violento anticlericalismo y de su pesimista opinión de la condición humana. Sorpresivamente, los dos últimos capítulos están narrados por Geneviève, la hija ya adulta convertida en actriz que ha sobrevivido a su infancia y que trata de curar su profunda herida por medio de otra apariencia: la interpretación. Por ella conocemos el destino de su hermano, el pequeño Yves que trató de buscar una huida propia marchando a ese matadero y refugio de inadaptados que es la guerra.
  
Burguesía soñadora, como las otras novelas de Drieu, está escrita en una especie de compulsivo perpetuum mobile, el cual parece avanzar como el correo neumático que utilizan con frecuencia los personajes. Aquí también son las bruscas sacudidas de aire comprimido las que lanzan una tras otra las frases del libro, que tienen un carácter apremiante que sólo se suaviza y se torna reflexivo en los capítulos finales narrados por Geneviève. “Mis libros tenían razón; la vida estaba lejos”, dice Camille, devenido de personaje odioso en conmovedor en las últimas páginas, como conmovedora es también la suerte de sus hijos, a los cuales les ha tocado vivir la infancia de los débiles, “la infancia limitada, la que queda marcada, esa infancia limitada que puede influir para siempre jamás en las demás edades”. Reflexión que tampoco dejará indiferente al lector de esta gran novela de un hombre cuya herida de nacimiento hizo de él un inadaptado para la vida y un maestro de la narración.

domingo, 24 de marzo de 2013

DISPARATES / 65


UN ANARQUISTA EN EL EXILIO

En la historia todavía por escribir de los actuales antagonismos sociales deberá figurar un capítulo al que, entre los apremios de la economía y el empeoramiento de las condiciones de vida, no parece que se esté prestando por ahora la atención debida. La cuestión generacional, en efecto, es un conflicto permanente del que poco se habla, soterrado como está por otros conflictos de mayor envergadura, al menos en apariencia. Así, de los autores más destacados que tratan en sus libros y artículos de nuestro oscuro presente, quizá sea Zygmunt Bauman, personaje él mismo representativo de la más veterana generación en activo, el único que ha reflexionado al respecto, y paradójicamente lo ha hecho como el joven recalcitrante que es este sociólogo de origen polaco, quien sabe mejor que nadie en la actualidad hablar “desde el lugar de los jóvenes”, rasgo más difícil de rastrear en autores de los que por su edad cabría esperar una reflexión semejante.

En España, las actuales convulsiones sociales, cuyo futuro imprevisible no invita precisamente a la calma, se producen en un marco intergeneracional en el que una juventud de dudoso porvenir se enfrenta casi en bloque a sus padres, a sus educadores y a la élite política y económica, miembros todos ellos de una generación madura que ya vivió su momento de rebelión, y que participó más o menos conscientemente en la conquista de derechos y libertades (no sólo en el ámbito político y económico, sino también por ejemplo en el de las relaciones sexuales) que hoy en parte están suprimidos o amenazados. Para esta comunidad madura, ahora cargada de responsabilidades, en especial con respecto a sus hijos, el proceso actual de rápida y eficaz involución adopta la forma de un asalto a una posición que se creía ya establecida y a unas prerrogativas cada vez más cuestionadas, por lo que su actitud hacia dicho asalto es el de defender lo que todavía queda y es defendible, o como se dice coloquialmente: “salvar los muebles”. Muy otra, como es natural, es la conducta que cabe esperar de los jóvenes, justamente porque no tienen nada que defender.

A la vista de lo anterior, conviene conocer experiencias en el campo de la transformación social en las que desempeñó un papel dominante el conflicto intergeneracional, de lo que en España tenemos notables ejemplos cercanos en el tiempo, con independencia de que nuestro deporte nacional, como es bien sabido, sea la desmemoria. Un caso bien ilustrativo de todo lo dicho es el libro Itinéraires Barcelone-Perpignan. Chroniques non misérabilistes d’un jeune libertaire en exil, obra del autor de origen catalán Jordi Gonzalbo que acaba de publicar en Francia la editorial de Lyon Atelier de Création Libertaire.

El libro es autobiográfico y en él su autor, nacido en 1930, nos describe, casi como si se tratase de una novela de aventuras, su trayectoria desde la Barcelona de la República derrotada hasta su exilio en Perpiñán. Jordi Gonzalbo ha recopilado gran cantidad de material que le ha permitido reconstruir las actividades de sus padres, como militantes de la CNT, cuando él se encontraba todavía en la primera infancia. Así ha podido saber que en 1933 su padre, José, era miembro de un Ateneo racionalista de Barcelona, y que su madre, Lucía, era muy conocida de la policía “por frecuentar asiduamente los centros libertarios, por su dedicación a actividades en favor de los presos y por la venta de periódicos anarquistas y sindicalistas”. En la primavera de 1938 Jordi y su madre abandonan Barcelona y cruzan la frontera. Son los días de la batalla del Ebro que culminará con la caída de Cataluña y el exilio masivo a través de los Pirineos en febrero de 1939. En Perpiñán, Gonzalbo asiste a la llegada de los refugiados y nos describe el agotador trabajo de la madre, así como el pequeño apartamento en el que ésta acogía y ocultaba combatientes, muchos de los cuales regresaban al “interior” porque se negaban a aceptar la derrota. Igualmente nos habla de la escuela donde a pesar de las dificultades se las arregló para obtener el «Certif», y de su decisión de abandonar los estudios ya que también él quería “trabajar y militar, es decir, vivir”. De este modo Gonzalbo se convierte en obrero de la construcción y rechaza convertirse en capataz, ya que él, libertario y anarquista, “no concibe ser jefe de nadie”. Por esos años se adhiere a la Federación Ibérica de Juventudes Libertarias, en el seno del llamado “Grupo de Perpiñán”, especializado, por así decirlo, en el paso tras los montes de activistas enviados en misiones al interior, así como en el transporte de propaganda y de armas.

Y es entonces cuando surge el conflicto generacional del autor, pues esta actividad ilegal le origina fuertes enfrentamientos con los miembros de la “vieja” CNT, el sector que participó en la guerra y la revolución de 1936, que solía reunirse en un apartamento de la calle Belfort, en Toulouse, y para quienes tales actividades no eran más que puro aventurerismo. Este enfrentamiento se desarrollaría durante toda la década de los ’60, que es también el período en el que los jóvenes de la FIJL cosechan sus mayores logros (el secuestro del obispo Ussía en Roma para exigir la liberación de los presos políticos en España) y sus peores reveses (la orden de ejecución dictada contra los militantes Francisco Granados y Joaquín Delgado el 17 de agosto 1963).

Pero el desencuentro entre los veteranos anarquistas y la joven generación alcanzaría su punto álgido en Mayo del 68. Y no es para menos, ya que en esas fechas se incorporan al pensamiento libertario ideas que, si por un lado contribuyen al reflorecimiento del mismo, por otro discuten algunas de sus premisas principales, empezando por la noción misma de poder. A ello se ha referido el articulista Néstor Romero en su reseña del libro que comentamos, en especial mediante la aportación efectuada al debate por Michel Foucault: “Porque, en efecto, nuestra propia emancipación, la de los hijos de la Columna Durruti, ¿no debe empezar con el ‘desaprendizaje’ del que hablaba Foucault y con el ‘pensamiento en contra de uno mismo’ de Sartre (y de los estoicos), es decir, con el cuestionamiento de nuestras propias determinaciones y nuestra propia historia familiar?”

Precisamente uno de los discípulos de Foucault, Tomás Ibáñez, autor de libros como Contra la dominación (Gedisa, 2005), supo captar la naturaleza del pensamiento de su maestro cuando escribió: “Foucault nos decía siempre que no había que dar nada por definitivo, que no había que dar nada por sentado y que, cuando nos empezábamos a instalar cómodamente en la seguridad de que algo estaba por fin claro, en la seguridad de que algo era evidente, ése era, justamente, el momento en que nuestra capacidad misma de pensar estaba corriendo el mayor peligro”. Y añade: “De alguna manera, Foucault nos obligaba a abandonar lo que habíamos constituido como una evidencia y no nos quedaba más remedio que volver una vez más a la incómoda tarea de pensar. Lo propio del pensamiento, del pensamiento vivo, productivo, es que después de ejercitarse cambia, necesariamente, a quien lo ha ejercitado. Es decir, pensar es cambiar de pensamiento”.*

Sólo con dificultad los veteranos de las luchas anarco-sindicalistas podían permitirse modificar hasta ese punto la totalidad de sus principios, lo que según parece es propio de toda generación madura que haya establecido su posición en el mundo, por precaria que ésta sea. Y es muy probable que los supervivientes entre dichos veteranos que pudieron regresar a España para tomar parte en los actos multitudinarios celebrados en Barcelona por la CNT y otras organizaciones afines descubrieran que tenían muy poco en común con aquella juvenil audiencia que, junto al suyo, había recibido también el legado de la cultura hippy norteamericana y norteeuropea.

Pues sucede que toda transformación social tiene una parte de rebelión contra las ideas y los actos de los padres, así como de autoafirmación y de cuestionamiento radical no sólo del orden, sino también del pensamiento que lo sustenta. Esos actos e ideas, que una vez sirvieron a otros, difícilmente allanarán el camino de los jóvenes para imaginar y construir sus vidas, lo que exige un cambio de pensamiento del que es buena muestra este itinerario personal de Jordi Gonzalbo, cuyo importante testimonio debería estar a disposición del lector en castellano.

Como bien afirma Néstor Romero, “tal vez convenga leer esta insurrección juvenil contra la ‘vieja’ CNT no tanto como una rebelión contra el padre, la madre, la familia (¿la organización?), sino como una interpelación de uno por uno mismo. Y es seguro, leyendo la hermosa historia de Jordi, que estas cuestiones no le son ajenas ni estorban a la verdad que se expresa a través de sus escritos, puede decirse que por su propia sintaxis, algo que es del orden de la alegría, es decir, del asentir a la vida”.
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* Tomás Ibáñez, Algunos comentarios en torno a Foucault. En Fluctuaciones conceptuales en torno a la postmodernidad y la psicología, Universidad Nacional Autónoma de México, 1996.

miércoles, 20 de marzo de 2013

DISPARATES / 64



LOS GULAGS DE LA DEMOCRACIA, DESCRITOS POR ANGELA DAVIS

Las prácticas inhumanas de las fuerzas armadas de Estados Unidos en la prisión de Abu Ghraib fueron noticia en los periódicos y son bien conocidas. Desde entonces subsiste un enconado debate ético acerca de este modelo carcelario que se ha encarnado en el mundo democrático y que pone en cuestión el límite tradicionalmente admitido entre lo aceptable y lo inaceptable. A esta política, y al papel desempeñado en la misma por los medios de comunicación, se ha referido en diversas ocasiones la activista Angela Davis, lo que le ha servido de excusa para desmontar algunos tabúes acerca de las nuevas formas de resistencia, el tratamiento de los reclusos en las grandes instituciones penitenciarias americanas y la lucha por la igualdad y la decencia. De Angela Davis se ha publicado en Francia Les goulags de la démocratie (Au Diable Vauvert), volumen que reúne cuatro entrevistas en las que Davis habla de su propio confinamiento a principios de los años ’70, cuando además fue privada de su cátedra universitaria por orden del entonces gobernador de California, Ronald Reagan, así como de su experiencia como una de las “criminales más buscadas” por el FBI en su condición de “enemiga del estado”.

Davis, que afirma identificarse con “la otra América”, alude en estas entrevistas a informes recientes de la Cruz Roja que revelan sistemáticas violaciones de los derechos humanos en Guantánamo, Afganistán e Irak, lo que le da pie a analizar la naturaleza de un gigantesco régimen penal, el estadounidense, construido sobre las ruinas de un pasado esclavista y colonial. En ese país hay en la actualidad una población reclusa de más de dos millones doscientas mil personas, de las cuales la mayoría son negros e hispanos. Varias organizaciones han denunciado la brutalidad policial y las duras condiciones de vida de los reclusos, víctimas de un racismo estructural. “Las prisiones”, afirma, “son el espejo de la gran desigualdad social, tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo democrático”.

Angela Davis, símbolo de los movimientos de protesta de los años ’60 y ‘70, portavoz de los Panteras Negras, y candidata del Partido Comunista americano a la vicepresidencia de Estados Unidos, es hoy de nuevo profesora universitaria, forma parte de diversas organizaciones de ayuda a las mujeres en prisión y de los Committees of Correspondence for Democracy and Socialism. Entre sus libros figuran Angela Davis: An Autobiography (1974), Blues Legacies and Black Feminism (1999) y Abolition Democracy: Beyond Prisons, Torture, and Empire (2005). El lector en castellano dispone de una sola de sus obras: Mujer, raza y clase, que fue editada por Akal en 2005.

Entrevista de Annette LEVY-WILLARD en LIBÉRATION

martes, 19 de marzo de 2013

LECTURA POSIBLE / 92


LA OTRA PARTE, DE ALFRED KUBIN. SÁTIRA Y HUMOR NEGRO PARA EL FIN DE LOS TIEMPOS

“El hombre no es sino una nada autoconsciente”, escribió el filósofo Julius Bahnsen; y con estas pesimistas palabras de un autor que creía que la moral no sirve para librar a la humanidad de sus males, ni del absurdo que es la ley suprema de la vida, se abre el epílogo de La otra parte, novela que fue escrita en 1909. Bahnsen había muerto en 1881 y era poco después, en el cambio de siglo, una de las fuentes de inspiración de los artistas de vanguardia, especialmente de los adscritos a cierta corriente que fue protagonista en la época, una corriente vecina de lo que en literatura se llama novela fantástica y que en pintura recibió el nombre de Simbolismo. A ambas, en su doble condición de novelista y artista plástico, perteneció el bohemio Alfred Kubin.

Todo tiempo de progreso técnico tiene como es sabido su reverso, su inquietante carga de horror y de presentido apocalipsis, lo que sucede en nuestra era nuclear y sucedió también hace cien años, de lo que se nutrió la obra literaria y pictórica de este autor que vivió los preliminares de aquella Gran Guerra en la que se puso en práctica por primera vez un ensayo de exterminio humano. Empezó su carrera como aprendiz de fotógrafo, aprendizaje del que obtuvo escaso provecho. A la edad de diecinueve años intentó suicidarse sobre la tumba de su madre, y su naturaleza hipersensible volvió a ser puesta a prueba poco tiempo más tarde, cuando fue admitido en el ejército austríaco, del que no tardaría en ser expulsado a causa al parecer de un ataque psicótico. En 1899 se trasladó a Munich, y allí descubrió que sus fantasmas interiores podían exteriorizarse artísticamente y hasta, acaso, permitir que se ganara la vida. Poco después empieza a colaborar en la revista satírica Simplicissimus. Eran los tiempos en que se estaban dando a conocer unos pintores a los que los académicos consideraban como la morralla del arte y que se llamaban James Ensor, Henry de Groux, Odilon Redon, Féliciene Rops, Edvard Munch y Max Klinger. A la vista de los cuadros de éste último, escribió: “He aquí que un arte nuevo se abrió para mí, un arte que ofrecía libertad de expresión a todos los mundos imaginables del sentimiento”. Por influencia de Klinger y de Goya se dedicó a los grabados al aguatinta, siempre para reproducir motivos fantásticos y macabros. Pintó, no obstante, algunos lienzos, y tomó parte en la primera exposición de Der Blaue Reiter en 1913. Ilustró obras de Balzac, E.T.A. Hoffmann y Poe, fue íntimo amigo de Kafka y escribió una extensa obra literaria que incluye novelas y una autobiografía, Mein Werk, Dämonen und Nachtgesichte (1931). Vivió durante más de cincuenta años en un pequeño y ruinoso castillo de la Alta Austria, y allí falleció en 1959.

La obra gráfica de Kubin desafía al espectador y al crítico por la incapacidad que les asalta de traducir sus imágenes a palabras comunes. Cierto que en ellas pueden apreciarse influencias, en particular las de Brueghel, Goya y los contemporáneos aludidos más arriba, así como su propia influencia sobre la pintura de otros, en especial los surrealistas, pero nada de eso sirve para explicar el misterio de sus obras, un misterio que es profundamente personal y quizá hermético, intransferible. Otro tanto, pues su obra literaria obedece a los mismos principios, sucede con esta La otra parte, que es considerada como una novela de culto por los aficionados al género fantástico y que es de esas obras literarias para las que cualquier tentativa de interpretación parece desde el principio abocada al fracaso.

Su argumento puede resumirse así: el protagonista y narrador, cuyo nombre ignoramos, recibe la visita de un enigmático desconocido, el cual es portador de un mensaje. Mediante éste, Claus Patera, antiguo compañero de estudios, invita al protagonista a visitar sus propiedades en una remota región de Asia. Según parece el ex condiscípulo ha fundado allí un estado al que llama el Reino de los Sueños, en cuya capital, Perla, ha invertido la totalidad de su inmensa fortuna. Para acceder a este lugar, que ha sido construido “contra todo lo que guarde relación con cualquier forma de progreso”, el viajero deberá disponer de un salvoconducto, que no es otro que un retrato del mismo Patera, al que el mensajero llama repetidas veces “el Amo”. Tras vencer su lógica desconfianza inicial, el narrador y su esposa aceptan la invitación y parten hacia el Reino de los Sueños.

Alfred Kubin, El último rey (1902)
Brevemente el narrador nos describe el fatigoso viaje hasta el reino de Patera. La primera visión de éste es una alta muralla en la que se abre un portón, el cual da paso a un lóbrego túnel. Y es aquí donde por primera vez lo que parecía ser un viaje de placer adquiere un significado diferente, cargado de oscuros presagios. “Nunca volveré a salir de aquí”, dice proféticamente la esposa del protagonista mientras se internan en el túnel que les conducirá a otro espacio-tiempo, un lugar en el que todos sus habitantes han sido reunidos por invitación expresa de Patera. Los componentes fantásticos del relato se acentúan en un lento crescendo en el que se irán insertando otros personajes, cada cual más disparatado, y en el que cobrarán intensidad los rasgos terroríficos del lugar (en el que nunca se ve el sol) y de sus habitantes. Más adelante sabremos que en los alrededores de Perla hay una colonia en la que subsiste una especie de raza ancestral de hombres con los ojos azules; conoceremos las veleidades y la infatigable actividad sexual de la esposa de uno de los hombres eminentes de Perla; así como las disquisiciones filosóficas de un barbero, el cual tiene como aprendiz un mono llamado Giovanni Battista. En el centro de la plaza mayor la torre del reloj ejerce un hechizo permanente sobre los personajes del Reino de los Sueños, y ante dicha torre se erige el inmenso palacio desde donde supuestamente “el Amo” rige los destinos de sus súbditos.

El Reino de los Sueños es un mundo cerrado y claustrofóbico, una utopía que se ha convertido en su contrario y cuya destrucción comenzará con la llegada al lugar de un millonario americano, el magnate de la charcutería Hércules Bell. En el camino, como puede deducirse de lo anterior, hay ecos del Infierno de Dante y del castillo que protagonizó una de las novelas de Kafka, pero tampoco faltan las alusiones a las historias de iniciación y a la tradicional novela de formación alemana. Las lecturas que permite el relato son múltiples y algunas de sus claves se encuentran diseminadas aquí y allá, lo que puede observarse ya en la información que el mensajero suministra al narrador en las primeras páginas: “Toda persona que se encuentra acogida entre nosotros está predestinada para ello”, le dice. “Como es sabido, una extrema agudeza en los órganos sensoriales permite a sus poseedores captar ciertas relaciones del mundo individual que no existen para el hombre común”, lo que da idea de que los elegidos para vivir en el Reino de los Sueños deben ser, pues, seres privilegiados de antemano (o acaso condenados) por su propia predisposición innata y por unas facultades psíquicas extraordinarias, las cuales a la vez tendrían la propiedad de incapacitarles para la vida corriente. No poco de este mundo psíquico reaparecería décadas después en la obra de uno de los mayores admiradores de esta novela: Hermann Hesse.

Por estar confeccionada con el material de los sueños, La otra parte es, más que una novela, una multiplicidad de ellas cuyo número se corresponde con el de los sueños que sugiere, es decir, con el de sus posibles lectores. Pero es también una novela crepuscular que no agota sus significados en lo meramente onírico, y que nos habla con ironía de la decadencia de la vida, de la extraña fascinación de la muerte y de la soledad. Autoridades todas ellas ante las que poco puede el hombre, reducido aquí a su mayor impotencia, lo que explica que toda acción individual sea estéril para salvar al Reino de los Sueños. En éste, en efecto, no hay héroes, ni siquiera conciencias particulares, sino sólo una superconsciencia colectiva, al modo de la que puede encontrarse en un hormiguero en el momento es que es aplastado por una fuerza tan sobrenatural como injustificada. ¿Por qué el hombre no duda en salir al encuenro de lo desconocido incluso cuando esto se presenta envuelto en niebla y en oscuros presagios? Que en medio de la irremediable destrucción sólo existe, tal vez, la voluntad del viaje, que es lo mismo que la de vivir, es algo a lo que se refiere el narrador con estas palabras: “Todos somos peregrinos. Nuestra vieja tierra nos ofrece el primer gran ejemplo. ¡Un instinto, una ley natural! Por más cansado que estés, tienes que seguir siempre adelante… La verdadera paz sólo se encuentra cuando se ha viajado de veras. Y todo el mundo se regocija de ello en secreto, aunque nadie se lo confiese a sí mismo. Hay muchos que ni siquiera lo saben. Los hay también que por haber corrido mucho mundo no desean seguir peregrinando, o que están en cama, enfermos, o que por cualquier razón no pueden viajar más. Estos son los que viajan en el interior de su mente, en su imaginación, y también suelen llegar lejos, muy lejos… pero permanecer inmóvil…, imposible. Es algo que no existe”.

jueves, 14 de marzo de 2013

DISPARATES / 63


LUISA PALLARÉS: CON LOS PIES EN EL CUADRO

La exposición actual de Luisa Pallarés, tercera de las que ha realizado en Madrid y que puede verse en la Galería Rina Bouwen hasta el 4 de abril, presenta con respecto a las anteriores algunas novedades que suponen a su manera una continuación, podríamos llamar progresiva, la cual viene a señalar como en un solo trazo el camino que ha recorrido la artista, un camino seguido pausadamente y marcado por la coherencia. Si la primera estaba compuesta por una arquitectura de interiores que terminaba por asomarse al exterior, y si en la segunda los temas eran ya propiamente paisajes de atmósfera nocturna, los asuntos de esta tercera se centran definitivamente en el exterior, un exterior visto a diferentes horas del día o de la noche y en el que aparece por primera vez la figura humana. Eso, y el reducido formato de los cuadros, en relación con las obras anteriores, constituyen las novedades que más saltan a la vista en esta nueva exposición.

A lo anterior, una observación más atenta añade dos factores que refuerzan la impresión de continuidad, factores que suelen constituir algo así como el carácter personal de un creador y que no son otros que la técnica y la atmósfera: técnica que Luisa Pallarés explora partiendo de nobles recursos consagrados por la historia; e impresión atmosférica creadora y abarcadora de espacios diríase infinitos, enmarcados sobre tramoyas arquitectónicas (algunas de ellas reconocibles) o vegetales, o bien abiertos, como en cierta pintura de vanguardia, por ejemplo en la simbolista, a abismos sin fondo que aquí sirven para sugerir dramáticamente el estado de ánimo de los personajes que deambulan por la escena.

Y si utilizo palabras como tramoya y escena es porque un rasgo común a la composición de estos cuadros es su teatralidad, un componente que ya estaba en la obra anterior, si bien allí se trataba de escenarios en los que se representaba el espacio antes o después de la acción, es decir, el vacío, lo que justificaba la aparente frialdad de una mirada que se complacía en registrar minuciosamente los objetos en el espacio, y esto sirviéndose de una óptica que podemos definir por medio de otro concepto tomado del drama: distanciamiento. Ahora los actores del drama están presentes, lo que provoca que la misma mirada desvele, con la minuciosidad que antes se aplicaba a la inmovilidad de los objetos, el dinamismo, el movimiento. Pero un movimiento que no está en la acción de los personajes, sino en la mente del espectador, el cual participa de la escena otorgando a ésta una dirección, un origen y un destino. Los encuadres pasan así a ser cinematográficos, y pese a la horizontalidad de los mismos (una especie de cinemascope que trata de representar la totalidad de la situación), nos resulta fácil adivinar que el escenario continúa fuera de los bordes del cuadro, a derecha e izquierda, pues como la misma artista dice se trata de “gente vista a derecha e izquierda, paseando, deambulando, yendo a ninguna parte, con intención de llegar, apurados por partir, sin demasiada prisa, pensativos, meditativos, hacia el amor, hacia el desasosiego…” Esos lugares de partida y llegada están aquí presentes por omisión, por lo que la literatura llama “elipsis”, lo que no impide que el fragmento de narración visible, la trama, se baste por sí sola como justificación del cuadro. Éste, en efecto, es el espacio en el que las figuras (“esa gente abrumadoramente inmóvil”) dialogan entre sí y también con el decorado, con cuyos colores parecen fundirse y del que es posible salir “para llegar a cualquier sitio, perderse en el espacio con un destino al final de la calle, a la entrada al museo, entre los manifestantes, corriendo hacia el autobús. El descanso al final del día”.

A ese dinamismo escenográfico, extensible lateralmente, contribuye el hecho de que los cuadros estén ordenados en secuencias de dos, a veces de tres, siendo poseedor cada grupo de una identidad única suministrada por el otro elemento constitutivo de la pintura no mencionado hasta ahora: la luz. Ésta, salvo en el caso de las mujeres que caminan junto a la laguna de Venecia, tiene un sentido que le es propio y que a la vez es extraño a los personajes, por lo que estos suelen aparecer más bien como figurantes, actores secundarios inscritos en un entorno cuyas reglas les son ajenas. En medio de estos comprimarios, las mujeres mencionadas (¿turistas?) reciben una luz casi cenital totalmente artificiosa, como si un iluminador hubiera querido dirigir sobre cada una de ellas su foco para convertirlas de pronto en lo que la Commedia dell’arte llamó primma donas. Ellas, con su paso decidido, son las únicas protagonistas, pues saben adónde van, a diferencia de lo que sucede con otros personajes de paso sinuoso, titubeante, de los que el caso más extremo es el paseante solitario que se aleja del grupo en el momento en que la manifestación se disgrega: indicio quizá, en su indeterminación, en la ausencia total de referencias en el espacio, de la falta de certezas de nuestro mundo actual.

Como sus turistas venecianas también Luisa Pallarés ha dado aquí un decidido paso adelante, si no en las técnicas (pues las vanguardias ya nos enseñaron que el arte tiene que ser académico para poder ser libre), sí en los asuntos. En estos han entrado sin timidez hombres y mujeres, por lo que la creadora se ha convertido también en cronista. Así el hombre del paseo, solitario, inconformista, consumidor o rebelde, no es más que uno de nosotros, uno cuyo paseo, del que ahora somos privilegiados testigos, no es otro que la vida. Lo afirma Pedro Lucía en uno de los admirables poemas que incluye el catálogo de esta exposición: “pues qué hacer con lo imposible una vez visto / excepto seguir viviendo más y más días / hasta uno en que nos libere del ensueño o la verdad / una flecha roma disparada blandamente del revés”. Literatura que no constituye un abuso cuando se aplica a la pintura de Luisa, ella misma poeta enjundiosa que entre octosílabos y pinceles (formidable misterio) sabe cómo organizarse.

Que sigamos paseando.



                    

martes, 12 de marzo de 2013

LECTURA POSIBLE / 91


LA NIÑERA DE DICKENS

En 1850 Dickens fundó una revista semanal, Household Words, que tomaba su nombre del Enrique V de Shakespeare: “Familiar in his mouth as household words”. Estas palabras cotidianas se redactaban en una oficina instalada en el 16 de Wellington Street North, una calle pequeña y estrecha junto al Strand. “Era”, escribió, “un lugar muy bonito, con la parte delantera inclinada y un arco que arrojaba un torrente de luz”. El bajo precio de la revista (costaba dos peniques) la hacía apta para el gran público, y desde el principio se orientó hacia temas sociales. En ella escribió Dickens numerosos artículos sobre la vivienda, la salud, la educación y los accidentes laborales. Del optimismo que reinaba en aquellos duros tiempos, y que se basaba en las reformas entonces en curso de las que debían beneficiarse las clases humildes y trabajadoras, es testimonio el texto de presentación aparecido en el primer número de la revista, en el que se hablaba de la agitación de la época, de la creencia en el progreso de la humanidad y “del privilegio de vivir en este verano del amanecer de los tiempos”.

Household Words se editó hasta 1859, año en que Dickens fundó una nueva revista, All the Year Round, que tras su muerte en 1870 pasaría a ser dirigida por su hijo mayor, y que también tomaba su nombre de una cita shakesperiana, esta vez de Otelo: “The story of our lives, from year to year”. Ambas revistas venían a ser una especie de miscelánea en la que se publicaban artículos sobre asuntos de actualidad, frecuentemente sin firma, así como gran número de relatos (algunos de ellos del propio Dickens) y novelas por entregas. Entre éstas figuran algunas que hoy son clásicos de la literatura victoriana: Tiempos difíciles e Historia de dos ciudades, del propio Dickens, Norte y Sur, de Elizabeth Gaskell y La piedra lunar, de Wilkie Collins, por mencionar sólo algunas.

Gran parte, por no decir la totalidad, de la obra de Dickens es producto de la conciencia que tenía de “la necesidad de reformar una sociedad que hace de la infancia algo feo, atrofiado y lleno de dolor; que convierte a la edad madura en vejez y a ésta en imbecilidad; y que de la pobreza hace la desesperanza de todos los días”. Esta conciencia, en el caso de nuestro autor, se formó ya en la infancia, una edad que para Dickens estuvo lejos de ser feliz y que, en parte como exorcismo de sus propios fantasmas y en parte porque observaba que las condiciones en que la misma debía desenvolverse no habían mejorado mucho, llegó a ser uno de sus temas preferidos. Las revistas mencionadas más arriba, entre los relatos sobrenaturales a la moda y las narraciones de misterio que también eran del gusto de los lectores victorianos, muestran algunos ejemplos de creaciones de Dickens con tema infantil, especialmente un relato titulado El Capitán Asesino y el Pacto con el Diablo, en el que este autor poco dado a dejarse ver por sus lectores rememora sus primeros pasos en la literatura.

Sólo un escritor sabe lo mucho que su primer conocimiento de la ficción literaria determina su vida y su obra, un conocimiento que pertenece a la intimidad del autor, que se conserva pudorosamente y del que nunca se reniega. El recuerdo de las primeras lecturas de Dickens nos lleva a los únicos años de su infancia que vivió despreocupadamente, los que pasó en Chatham, en el condado de Kent, adonde su padre, empleado de una compañía naval, fue enviado desde Portsmouth en 1816. Allí el Dickens de cinco años pudo ejercer brevemente de niño. Aquella floreciente ciudad ribereña disponía de un importante astillero y otras instalaciones navales, hoy desaparecidas, además de vastas extensiones de campo en las márgenes del Medway, a lo que hay que añadir su proximidad a Rochester y a su imponente castillo, abierto a la exploración infantil. Unos años más tarde, instalados ya los Dickens en un suburbio de Londres, su padre iría a prisión por deudas, y a sus doce años Dickens debería abandonar los estudios para trabajar en una fábrica de betún. En la sórdida y hostil Londres, no es difícil imaginar el sentimiento que guardaría Dickens de su primera infancia, en especial de los años pasados en Chatham, donde conoció la literatura antes de empezar a leer.

“No existen muchos lugares que me guste tanto volver a visitar, cuando estoy ocioso, como aquellos en los que nunca he estado”, escribe Dickens en el relato El Capitán Asesino y el Pacto con el Diablo. A lo que sigue una enumeración de los lugares que frecuentó por medio de la lectura: la isla de Robinson, las montañas pirenaicas repletas de manadas de lobos, la cueva de los bandidos en la que vivió Gil Blas, la habitación en la que Don Quijote leía sus libros de caballerías, Damasco, Bagdad, Lilliput, Abisinia, el Ganges, el Polo Norte, “y muchos otros cientos de lugares en los que nunca estuve, aunque mi obligación sea mantenerlos intactos, y a los que siempre estoy volviendo”. Iniciadora en estos mundos de la fantasía, y anterior a ellos, pues Dickens era todavía iletrado, fue una joven, protagonista del recuerdo “de una vez que estuve en Dullborough, visitando a mis amigos de la infancia”. Por esta joven, de la que sólo conocemos su nombre, sospecha Dickens varias décadas más tarde “que, si todos pudiéramos controlar nuestras mentes, hallaríamos a las niñeras responsables de la mayor parte de los rincones oscuros a los que nos vemos forzados a volver contra nuestra voluntad”.

La joven niñera narra a Dickens el cuento del Capitán Asesino, una especie de Barba Azul que tenía como máxima aspiración el matrimonio, pero que también era secretamente aficionado a devorar a sus esposas en la misma noche de bodas. Solía cortejarlas en un coche de seis caballos, que cambiaba, el día de la boda, por un coche tirado por doce corceles de un blanco inmaculado, los cuales tenían una mancha roja en el lomo, mancha causada por la sangre de las jóvenes novias asesinadas. Y Dickens nos informa: “A este pasaje tan terrible debo mi primera experiencia personal de estremecimiento y sudor frío recorriéndome la frente”. Y añade: “La joven que me dio a conocer esta historia parecía sentir un disfrute perverso observando cómo me invadía el terror. Recuerdo que solía comenzar su relato con un rasgueo de garras en el aire con ambas manos, a modo de obertura introductoria, tras lo cual profería un prolongado y espeluznante alarido”.

La segunda historia que le narró la niñera tenía como protagonista a Chips, carpintero de barcos. “Todos en la familia se llamaban Chips”, recuerda Dickens. “Chips el padre se había vendido al Diablo por una tetera de hierro, un puñado de clavos de a diez peniques, media tonelada de cobre y una rata que podía hablar”. También Chips hijo se vende al Diablo de la misma forma y por el mismo precio. Y un día que está colocando unas planchas de madera en un viejo barco, en sustitución de otras que se han comido las ratas, su nueva posesión, la rata que puede hablar, profetiza: “Volveremos a comérnoslas, y dejaremos que entre el agua y ahogaremos a toda la tripulación, y nos la comeremos también”. Más tarde las ratas parlanchinas se apoderan del dormitorio de Chips, se le meten dentro de la cama y anidan dentro de la tetera, dentro de la cerveza, y hasta en las botas. Enloquecido, el pobre Chips pierde el trabajo y debe embarcarse, lo que aún agrava su situación, ya que las ratas terminan por enviar la nave a pique.

“La misma muchacha que me contaba estos cuentos (posiblemente surgida de aquellas brasas que parecen existir con el único propósito de atribular las mentes de los hombres cuando empiezan a investigar los lenguajes) pretendía convencerme de que todas aquellas historias habían tenido como protagonistas a sus propios parientes”. Otros de sus cuentos trataban sobre un ser sobrenatural, un perro negrísimo que se le aparecía a una moza de servicio que iba a buscar cerveza; y sobre otra muchacha, una aparecida que surgía de una urna de cristal y reclamaba, a la propia niñera, que diese sepultura a sus restos…

Sin duda, el terror sufrido por el pequeño Dickens al escuchar estos relatos, hábilmente acompañados por su excelente narradora por gestos, cambios en el tono de voz, e interpolados además en la misma realidad, debió ejercer una poderosa fascinación en el oyente, como atestigua el hecho de que tales relatos quedaran grabados en su memoria, y tuvieron que predisponerle para su posterior formación, primero como lector y después ya como autor. Pues ciertamente nunca llegaremos a evaluar con justicia la función que el relato popular, la narración oral combinada con el juego, la mímica y otros rudimentos del teatro, han desempeñado en la formación de la cultura de los pueblos, de su literatura y de los maestros de la misma. Ni llegaremos quizá a comprender el valor que tuvieron nuestros primeros narradores, como estas niñeras hoy desaparecidas o como los padres y abuelos, los de hace décadas, ya que los de nuestro tiempo han dejado el arte de contar historias en manos de la televisión.

Su niñera enseñó a Dickens una lección que éste nunca olvidaría: la de la eficacia, la economía de medios y la verosimilitud que requiere un relato cuyo objetivo último no es otro que el de emocionar. Y si finge en su narración un rechazo de los métodos de la muchacha, inspirándose para ello en la moderna pedagogía y en sus convicciones reformadoras, tampoco puede ocultar su admiración por esa persona que le introdujo en el arte de conmover al lector. “Aquella narradora”, escribe Dickens, “reaparece en mi memoria transmutada. Su nombre era Piedad, aunque conmigo no tuvo ni la más mínima”.

martes, 5 de marzo de 2013

LECTURA POSIBLE / 90


EL LENGUAJE IMAGINARIO DE RAYMOND ROUSSEL

No es corriente que la obra de un autor literario protagonice una exposición museística, y menos aún que dicha exposición sea algo más que una mera reunión de manuscritos, artículos y primeras ediciones. Hace un año pudo verse en el Museo Nacional Reina Sofía una muestra llamada Locus Solus. Impresiones de Raymond Roussel, que la primavera siguiente se presentó también en el Museu Serralves de Oporto. Junto al amplio material literario allí mostrado, y que incluía diversos textos escritos por el propio Roussel y por sus comentaristas, aparecían obras hoy ya clásicas de Marcel Duchamp, Salvador Dalí y Francis Picabia, además de fotografías, instalaciones, vídeos y ready mades de diversos creadores contemporáneos, lo que venía a constituir una colección que ilustraba todo un siglo de la historia del arte y en especial de las vanguardias. Lo insólito de esta exposición no eran las piezas que en ella se exhibían, sino el hecho de que las mismas estuvieran enlazadas entre sí por la inspiración y el impulso de un hombre que nunca realizó ningún tipo de obra plástica y que se dedicó por completo a la literatura.

Roussel nació en París en 1877. A la edad de quince años fue admitido en el Conservatorio de su ciudad para estudiar piano, y al año siguiente la prematura muerte de su padre y una fabulosa herencia le convirtieron en dueño de un destino que siguió, sin cortapisas de ninguna clase, hasta su muerte en Palermo en 1933. Su dedicación de solo un año a la música no implica un menosprecio hacia la misma (en parte, iban a ser musicales los procedimientos que emplearía al escribir su obra), y su abandono de ella es consecuencia más bien de la verdadera pasión que ya sentía por entonces, una pasión literaria que no era producto del conocimiento que unía a su familia con la de Proust, de quien era vecino, sino del mundo de fantasía que despertó en él la lectura de los libros de Julio Verne. A la pasión lectora sucedió enseguida la de la escritura, en principio la de pequeños poemas destinados a acompañar algunas tentativas de composición musical, y más tarde, ya despojado de todo acompañamiento, escribe Mon Âme, extenso poema que el adolescente publicaría en Le Gaulois y al que seguiría poco después La doublure. A la redacción de esta obra juvenil escrita en alejandrinos y que consiste casi exclusivamente en una descripción del carnaval de Niza, está asociado el gran acontecimiento de la vida de Roussel, al que se refirió con estas palabras: “Estaba tocado por la gloria. Todo lo que escribía estaba rodeado de esplendor. Cerraba las cortinas por miedo a que cualquier fisura dejara escapar los rayos luminosos que salían de mi pluma; quería quitar de golpe la pantalla e iluminar el mundo. Dejar circular esos papeles hubiera producido unos rayos de luz que habrían llegado hasta la China, y la multitud enloquecida se habría abalanzado sobre mi casa”.

La sensación de “gloria universal” cesó abruptamente tras el fracaso absoluto del libro, que se publicó en 1897 y que nadie entendió. Roussel, perplejo ante la disparidad existente entre su propia impresión hacia lo que había escrito y la recepción de la obra, cayó en una profunda depresión de la que fue tratado por el famoso psicólogo Pierre Janet. En su libro De la angustia al éxtasis, el doctor describió con detalle el caso de su paciente, al que asignó el nombre de “Martial”. Éste “había conservado el deseo intenso, el deseo loco por recobrar, aunque fuera por cinco minutos, esa sensación”. Y pone estas palabras en boca de Martial: “Nunca he podido volver a experimentar esa sensación de sol moral, la busco y la buscaré siempre. Daría los años que me quedan por revivir esa gloria durante un instante”. La repetición de ese estado de la conciencia que experimentó durante la redacción de La doublure sería el tema único del resto de su vida, y la consecución del mismo llevó a Roussel a practicar una actividad literaria, poética, novelística y teatral, obsesiva, y finalmente al uso de las drogas.

En 1904 aparece La vue, obra en verso dividida en tres partes, siendo cada una de ellas la descripción pormenorizada de un objeto: una fotografía engarzada en el interior de un portaplumas, la etiqueta de una botella de agua mineral y una viñeta en el encabezamiento de una hoja de papel. A diferencia de lo que sucedía en su obra anterior, los centenares de versos que Roussel dedica a estos objetos no describen un acontecimiento físico ni dinámico, sino una imagen fija de reducidas dimensiones y ya preexistente, la cual ha sido producida industrialmente. Más tarde Roussel se liberaría por completo de estas referencias a modelos reales, pasando a ser sus descripciones únicamente producto de la fantasía.

Así sucede en las novelas Impresiones de África (1910) y Locus Solus (1914), que más tarde se convertirían en obras de teatro y a las que obedece la mayor parte de la fama de Roussel. La primera no narra ningún viaje ni describe propiamente ninguna impresión. Trata de la fiesta de coronación de un rey, de la que forman parte diversas ejecuciones de condenados. En dicha fiesta participan unos europeos que tras sufrir un naufragio han sido retenidos por el rey Talou con la esperanza de obtener un rescate. La primera parte del libro describe los distintos episodios de la celebración, cuyo carácter absurdo queda minuciosamente explicado en la segunda. El libro incluye una advertencia del autor, el cual escribe que “los lectores que no estén iniciados en el arte de Raymond Roussel harán bien en leer este libro primero de la página 212 a la 455, y luego de la 1 a la 211”. Es decir, en primer lugar la explicación de los acontecimientos; y sólo después la narración de los mismos.

Locus Solus sigue un procedimiento semejante, aunque esta vez cada episodio va seguido de su correspondiente explicación. Estos episodios están formados por los alucinantes espectáculos que el científico e inventor Martial Canterel ha reunido en su finca a modo de parque de atracciones, y que muestra a un grupo de invitados: un vehículo aéreo que construye un mosaico de dientes; un recipiente con agua que contiene una bailarina, un gato sin pelo y la cabeza deshuesada de Danton; y una jaula de cristal en la que nos encontramos con una serie de cuadros vivientes que representan diversas escenas. Sus protagonistas, como sabremos después, son cadáveres que por medio de ciertas invenciones de Canterel, entre ellas un compuesto químico llamado resurrectina, reviven los momentos cruciales de su vida.

Pero explicar los argumentos de sus obras sirve de poco en el caso de Roussel, cuya excepcional originalidad, y de hecho lo que constituye el principal sentido y la razón de ser de su obra, reside en la técnica, o, por así llamarlo, en el método con que se ha escrito. A este método se refirió el autor en un texto que se publicó póstumamente, Cómo escribí algunos de mis libros (1935). Tal procedimiento consiste en generar dos frases idénticas en todas sus palabras excepto en una (en la práctica, algunas veces la variación consiste en una sola letra). A partir de la variación, se establece un juego de doble sentido con los sustantivos comunes a ambas frases, lo que implica que éstas, pese a su similitud fónetica, acaban por tener significados diferentes. “Una vez que hemos encontrado las dos frases”, escribe Roussel, “hay que escribir un cuento comenzando por la primera y terminando por la segunda”. Dicho de otro modo: gran parte de la obra de Roussel responde a una lógica motriz consistente en llegar, desde una frase dada al azar, a otra fonéticamente semejante y ya establecida desde el inicio.

Un procedimiento diferente, pero que también viene a ser una forma de rima o versificación, es el empleado en Nuevas impresiones de África (1932), donde el texto es ininterrumpidamente dislocado por medio de paréntesis que quedan abiertos de manera indefinida dentro de otros paréntesis, a la manera de cajas japonesas que se suceden una dentro de otra. 

Lo anterior no excluye que pueda apreciarse en estas obras un amplio repertorio de motivos que se repiten cíclicamente: las capacidades todopoderosas de la ciencia, la estrecha relación del microcosmos con el macrocosmos, el éxtasis, el edén, el tesoro por descubrir o el enigma por descifrar, la supervivencia artificial, las máscaras, el fetichismo y el sadomasoquismo, por citar sólo algunos. En última instancia, tales temas, que podrían constituir el verdadero argumento de estos libros, se resumen en tres, que en el fondo vendrían a ser uno solo: la búsqueda de la salvación, la curación y la liberación.

La obra de Roussel fascinó a los surrealistas, y tras caer en un relativo olvido volvió a ser descubierta, y ampliamente estudiada, por autores como Michel Foucault y Alain Robbe-Grillet, habiendo ejercido una importante influencia a mediados del siglo pasado sobre la filosofía estructuralista y sobre ese movimiento renovador de las letras francesas que fue la Nouveau Roman. Hoy la propuesta narrativa de Roussel continúa viva y casi virgen, abierta a infinitas posibilidades que ya supo ver el doctor Janet, quien escribió que “Martial tiene un concepto muy interesante de la belleza literaria. Para él, la obra no puede contener nada real, ninguna observación acerca del mundo o el espíritu, nada excepto combinaciones totalmente imaginarias; las suyas son ya ideas de un mundo extra-humano”. Un mundo que es precursor de realidades hoy cotidianas, como la electrónica, en el que los objetos metafóricos se crean a través de la reverberación semántica de las palabras y en el que la total libertad otorgada a la imaginación termina por componer una eficiente maquinaria lingüística que hace posible en la literatura lo que es imposible en la realidad.

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João Fernandes y François Piron hablan de la exposición Locus Solus. Impresiones de Raymond Roussel (MNCARS, 2012)


sábado, 2 de marzo de 2013

DISPARATES / 62

Otto Dix, El vendedor de cerillas,
1921
¿HA COMPRADO LA TROIKA EL RETORNO DEL DRACMA?

Philippe Légé

El ex primer ministro griego acaba de hacer duras acusaciones a la Troika. En agosto de 2011 los emisarios del BCE, el FMI y la Comisión Europea habrían sugerido al gobierno griego la aportación de “fondos para organizar una salida suave del euro”. Esta información, suministrada por el diario griego Ekathimerini, resulta muy embarazosa para la Troika, ya que contradice el discurso oficial que afirma que la salida de Grecia no sería deseable, y que Atenas tiene su lugar dentro de la zona euro.

Aunque aún no están justificadas, sin embargo estas acusaciones resultan plausibles. ¿Qué podría forzar a Evangelos Venizelos a revelar tales hechos? Es preciso poner las palabras en su contexto. La escena tuvo lugar ayer en el congreso del partido socialista griego, el PASOK. Venizelos, quien fue ministro de Defensa, Viceprimer Ministro, Ministro de Hacienda y Primer Ministro, apareció en su intervención muy molesto. En primer lugar, su partido, que compartía el poder con los conservadores desde 1974, se hundió en las últimas elecciones (12,2% de los votos). Y la caída continúa: según varias encuestas, sólo el 7-8% de los electores votaría hoy por el PASOK.

En segundo lugar, Evangelos Venizelos está directamente implicado en el maquillaje de las cuentas públicas griegas. No se trata ahora de la famosa subestimación del déficil que se realizó hace unos diez años a fin de facilitar la adhesión de Grecia a la zona euro. Los culpables son conocidos. No, esta vez se trata de la sobreestimación del déficit de 2009, que tuvo el efecto de precipitar la intervención del FMI y justificar la política de austeridad.

En tercer lugar, el predecesor de Venizelos prefirió dejarlo solo en la línea del frente y ni siquiera consideró necesario participar en el Congreso de su propio partido. George Papandreou, Presidente de la Internacional Socialista, puso en marcha las primeras medidas de austeridad. Él comparte con Venizelos la responsabilidad por la guerra declarada al pueblo griego. Y también la del colapso electoral del PASOK. Pero en un justo equilibrio de políticas, el señor Papandreou está ausente...

Por tanto, es comprensible el nerviosismo de Venizelos en su intervención del viernes. Y en tales circunstancias, sus palabras pueden parecer plausibles. También explicarían por qué los líderes europeos fingieron sorpresa en el otoño de 2011 con motivo del referéndum propuesto por Papandreou, del que éste les había informado.

Pero hay también una segunda posiblidad: estas declaraciones son quizá un esfuerzo desesperado de Venizelos, en una situación política muy difícil, para aparecer como lo que no es: un líder capaz de ponerse en pie y decir no a la Troika. “Llegamos a recibir propuestas de financiación para una salida de terciopelo del euro. Y las hemos rechazado”.

Por último, y esta es mi hipótesis preferida, las dos explicaciones no son necesariamente contradictorias…

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Philippe Légé es economista, profesor adjunto del Institut d'Administration des Entreprises d'Amiens (IAE) y de la UPJV (Université de Picardie Jules Verne).

Fuente: Mediapart