martes, 26 de marzo de 2013

LECTURA POSIBLE / 93


BURGUESÍA SOÑADORA, DE PIERRE DRIEU LA ROCHELLE: VIDA, APARIENCIA Y BANALIDAD DEL MAL

“Cada día esperaba que las locuras de la víspera se arreglaran como en la magia de los cuentos; no había podido renunciar al placer de confiar en el futuro, que es deleite propio de la juventud”. Así escribe Drieu La Rochelle acerca de Camille, el protagonista de esta turbadora novela que es quizá la más lograda de toda la producción de su autor, este hombre atormentado y sumido hoy, por razones extraliterarias, en un injusto olvido.

Drieu La Rochelle es de esos autores cuya biografía hace un flaco servicio a su obra, pues sucede que a la vida, en la que tan fácil es caer en el absurdo y equivocarse, no le está permitido ser o parecer enteramente un error. La suya fue un breve paréntesis de poco más de medio siglo que se abrió y cerró en París, paréntesis que él vivió con la intensidad del héroe que no llegó a ser y que en pocos años abarcó la crisis y el fin de una época, dos guerras mundiales y el presentimiento de una revolución, pero sobre todo la decadencia de una sociedad, la francesa de entreguerras caracterizada por una burguesía que constituyó su entorno familiar, familia que odió y de la que quiso huir por todos los medios, valiéndose en su escapada de un lento suicidio espiritual que, tras varios intentos, terminaría por convertirse en físico en 1945, cuando su colaboracionismo con el ocupante alemán, a la marcha de éste, le dejó solo y desnudo.

La vida de Drieu osciló entre los convencionalismos y falsas apariencias de una clase social que detestaba, que describió con cruel honestidad al mismo tiempo que se apartaba de ella, y una infructuosa persecución de algo que él consideraba trascendencia y que demasiadas veces adquirió la forma de vulgar banalidad, esa misma a la que se refirió Hannah Arendt al intentar comprender a otro fascista, compañero de armas de Drieu, aquel Eichmann que, como el protagonista de Burguesía soñadora, podía ponerse a la orden del mal sin dejar de ser en casa un buen padre de familia. Así el propio Drieu, tan reconocible en cada una de sus novelas, podía soñar con escapar de París, de las debilidades y limitaciones que asfixiaban sus exaltados delirios de conquista, entregarse a una imaginaria mística de la acción, el poder y la violencia, saborear el imaginariamente sublime honor de la guerra, y a la vez alimentar dichas añoranzas dándose en París la gran vida, alardeando de su proverbial pereza, haciendo el amor a mujeres ricas a las que utilizaba para trepar socialmente y, luego, sin descanso, engañándolas a todas para ir al encuentro de las únicas mujeres que de verdad amó: las putas.

En medio de esto, lo que en otra existencia habría sido sustancial, adquirió en la suya, en esa ansia personal y devoradora de todas y de todo, y en especial de sí mismo, el modesto rango de anécdota decorativa. Mera anécdota fue que Drieu dirigiese durante la ocupación la Nouvelle Revue Française, convenientemente expurgada de elementos sospechosos; también anecdótico es que salvara la vida a Jean-Paul Sartre y a su primera mujer, la judía Colette Jéramec; que tuviera una estrecha relación con los surrealistas y los dadaístas y especialmente con Louis Aragon; que mantuviera una larga relación con André Malraux y que entre sus múltiples amantes, cuya nómina incluye a aristócratas como la condesa Isabel Dato y personajes de las altas esferas como la esposa del industrial Renault, figure también la argentina Victoria Ocampo, que por aquel entonces tenía treinta y pocos años y acababa de publicar su primer libro en la Revista de Occidente. Para Drieu, lo que ordinariamente llamamos vida no era sino un sucedáneo de la guerra, acontecimiento del que participó en su juventud y frente al que todo lo demás empalidecía y se despojaba de sentido. Un sinsentido que era la paz y sobre todo la paz en París, ese “teatro donde cinco millones de comediantes venidos de las provincias se aferran unos a otros desesperadamente”, y en el que se ignoraba que “existe otra raza de hombres que, atenta al más mínimo detalle y a lo inmediato, explota a la primera sin dejarse ablandar jamás por la curiosidad o la piedad”.

Pero también, al mismo tiempo que mediante el erotismo del dandi, hubo otro campo en el que Drieu pudo manifestar su furor hacia la época: la literatura, esa otra forma de hacer la guerra en la que él quiso estar a la altura del mencionado Malraux, de Montherlant y sobre todo de Céline, quien desde su Viaje al fin de la noche tuvo un sitio aparte en la consideración de nuestro autor. Diversos ensayos dan testimonio del socialismo fascista de Drieu, pero es sobre todo en sus novelas donde nos ha dejado una huella de su desgarro interior y de sus tribulaciones con el mundo. De ellas, las más conocidas entre nosotros son El fuego fatuo (1931), que mereció una adaptación fílmica de Louis Malle; Gilles (1939), que se publicó mutilada por la censura y cuya edición íntegra tendría que esperar unos años; y esta Burguesía soñadora que ahora comentamos y que ha publicado por primera vez en español la editorial Artime.

Escrita en 1937, es tan autobiográfica como las otras novelas de Drieu sin dejar de ser a la vez, en su provecho, la que menos le retrata, pues aquí Drieu por primera y única vez se ha alejado de sí mismo, aunque no mucho, pero sí lo suficiente como para que el libro no se convierta en la claudicante apología del suicidio que es El fuego fatuo ni en la interminable y detallada enumeración de amoríos, vividos todos como si fueran “el único”, que acaban siendo las más de quinientas páginas de Gilles. Burguesía soñadora, si hay que creer las ambiguas alusiones del propio Drieu, no trata en efecto de sí mismo, sino de sus padres, o lo que es igual: del origen de las truculencias de sus sentimientos, apareciendo él solamente como niño, personaje secundario y pasivo que en adelante, tras haber dejado constancia de su supuestamente terrible infancia, preferiría con razón hacerse pasar por huérfano. Pues terrible es, en efecto, lo que nos cuenta Drieu en esta novela cuyo modelo cercano no es ninguno de los mencionados hasta ahora, sino Balzac, Stendhal y Maupassant (lo que no es poco).

El libro, bajo la engañosa apariencia de un folletín decimonónico, nos cuenta la historia de Camille, hombre vacilante que representa todas las debilidades de la época, lo que le convierte en arquetipo de aquellos personajes, muy tratados por la novela francesa de esos años, que procediendo de la casi salvaje y saludable provincia, van a corromperse a la capital. Y es que el guapo y desarraigado Camille, joven prometedor en otro tiempo, se ha descarriado y convertido en un completo inútil en París, lo que le persuade de la conveniencia de resolver sus insufribles conflictos materiales con una buena boda. La elegida es la dulce, virginal e ignorante Agnès, a la que el narrador omnisciente nos presenta de inmediato como una víctima conducida al matadero de la mano de sus burgueses padres, encantados de emparentar con un apellido de remota nobleza, holocausto en el que representa un papel principal un intrigante y temible abate, acompañado en sus oficios por toda la buena sociedad. Ella, Agnès, educada ocho años en un convento, no sabe nada, excepto que siente algunos irreprimibles deseos, no se atreve a averiguar de qué; Camille, por su parte, no es un lince, pero sabe que necesita dinero. Esa buena sociedad dará finalmente el visto bueno al sacrificio de Agnès mediante el acuerdo matrimonial que se cerrará en un admirable capítulo. Porque sucede que Camille tiene ya una amante, Rose, por la que siente una pasión irrefrenable a la que la pobre Agnès, pese a sus eventuales arrebatos de rebeldía, tendrá que acostumbrarse. El aprendizaje, y la consiguiente desilusión de Agnès, llegarán rápidamente, convirtiéndose la pareja en una aceptable fachada apenas capaz de ocultar los horrores de su interior, un interior en el que todos los personajes, incluidos los hijos, se marchitarán ineludiblemente. Pues de eso trata finalmente la novela: de cómo consumir la propia vida y la de otros sin salir del propio matrimonio burgués, una institución definida aquí como un eficaz medio para la extinción.

“La vida en común de los dos sexos en el planeta no es más que apariencia”, dice el narrador. A lo que uno de los personajes añadirá más adelante: “Los padres son productores y vendedores de carne”. Por el camino, Drieu nos deja muestras de su repugnancia por esa corrompida burguesía soñadora dada a habitar en silencio sus propias pesadillas, así como de su violento anticlericalismo y de su pesimista opinión de la condición humana. Sorpresivamente, los dos últimos capítulos están narrados por Geneviève, la hija ya adulta convertida en actriz que ha sobrevivido a su infancia y que trata de curar su profunda herida por medio de otra apariencia: la interpretación. Por ella conocemos el destino de su hermano, el pequeño Yves que trató de buscar una huida propia marchando a ese matadero y refugio de inadaptados que es la guerra.
  
Burguesía soñadora, como las otras novelas de Drieu, está escrita en una especie de compulsivo perpetuum mobile, el cual parece avanzar como el correo neumático que utilizan con frecuencia los personajes. Aquí también son las bruscas sacudidas de aire comprimido las que lanzan una tras otra las frases del libro, que tienen un carácter apremiante que sólo se suaviza y se torna reflexivo en los capítulos finales narrados por Geneviève. “Mis libros tenían razón; la vida estaba lejos”, dice Camille, devenido de personaje odioso en conmovedor en las últimas páginas, como conmovedora es también la suerte de sus hijos, a los cuales les ha tocado vivir la infancia de los débiles, “la infancia limitada, la que queda marcada, esa infancia limitada que puede influir para siempre jamás en las demás edades”. Reflexión que tampoco dejará indiferente al lector de esta gran novela de un hombre cuya herida de nacimiento hizo de él un inadaptado para la vida y un maestro de la narración.

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