jueves, 2 de febrero de 2012

VARIACIONES / 3


BENJAMIN BRITTEN

Hace unos años, el tenor y ensayista Ian Bostridge se quejaba amargamente de la imposibilidad de compaginar su carrera musical con sus inquietudes literarias, propias de un intelectual doctorado en Oxford y Cambridge, autor ya de algunos estudios con intención académica, entre ellos uno sobre Handel y la Ilustración. Esas lamentaciones parecen ser una variación un poco esquizofrénica sobre el eterno tema de la primacía entre palabra y música que ya en el pasado dio lugar a célebres disputas: las muy enconadas de Verdi con sus libretistas, por ejemplo; y que también tuvo sus no menos célebres frutos musicales: la ópera Capriccio de Richard Strauss, en la que el músico Flamand y el poeta Olivier tratan de ganarse los favores de la Condesa de turno, esta vez en funciones de árbitro artístico.

El dilema de Bostridge es más común de lo que parece y no consiste propiamente en una falta de compatibilidad entre música y letra, ni en que una tenga que imponerse a toda costa sobre la otra, sino en algo mucho más prosaico que tiene que ver con las premuras de la vida moderna. Es fácil comprender que a alguien que da más de sesenta recitales al año, a lo que hay que añadir la preparación de al menos un par de óperas, la grabación de discos, los encuentros con la prensa y los viajes en avión, por fuerza debe quedarle poco tiempo para escribir (incluso tarjetas postales), un panorama éste poco propicio a la escritura y del que tuvieron la suerte de librarse otros que sin perjudicar a su dedicación musical escribieron lo suyo, y que aún tuvieron tiempo para disponer de su vida privada, tener líos amorosos y hasta para hacer política. Es el caso de Albert Lortzing, cantante y dramaturgo, además de compositor; de E.T.A. Hoffmann, cuyas obras literarias han eclipsado a las musicales; de Berlioz, autor de unas Memorias que se reeditan con frecuencia; y también el de Wagner (si bien la producción literaria de éste, no escasa, está a años luz de la musical).

Lo anterior da un relieve añadido a la obra de Benjamin Britten, de quien por cierto Bostridge se ha convertido en eximio intérprete. Más que raro, resulta excepcional el encontrar en el siglo XX, y en los anteriores, un ejemplo de mayor afinidad entre literatura y música, literatura adaptada, pero escogida con algo más que buen gusto, como demuestra la nómina de autores de los que Britten se sirvió para componer sus óperas: Auden, Maupassant, Melville, Henry James, Shakespeare y Thomas Mann, a los que aún hay que añadir Pushkin, Herrick, Rimbaud, Shelley, Victor Hugo, Hölderlin, Miguel Ángel, William Blake, John Donne, Thomas Hardy y de nuevo, en abundancia, Auden, todos ellos en su calidad de autores que prestaron sus textos a quien se ha llamado “el último liederista”.

A veces el arte tiene razones que la razón no entiende, y quizá la causa de que en la obra de Britten haya una especial atención al canto no sea otra que Peter Pears, su compañero de toda la vida y excelente tenor. Así, este músico que había tenido una formación ligeramente heterodoxa, que advertía un cierto provincianismo en la música inglesa y que se sintió atraído por la Viena de Alban Berg, pudo renovar casi por sí solo la tradición musical de las islas, bastante agostada desde los lejanos tiempos de Purcell a pesar del impulso experimentado unos años antes por la obra de Edward Elgar. Pero la resurrección musical auspiciada por éste era demasiado académica y poseía todavía ese regusto insular que a veces ha sido tan característico del arte inglés: una mezcla de conservadurismo diletante y de aislacionismo voluntario y orgulloso. Otro encuentro tan crucial como el de Pears permitió a Britten desviarse de ese camino trillado: el que tuvo en 1934 con W. H. Auden. Con él marcharon ambos a Estados Unidos en 1939, y allí, en los años inmediatos, nacieron algunas obras que ya perfilaron en su integridad la futura fisonomía de la producción de Britten: la Sinfonía da Requiem y Les Illuminations, primera gran obra con protagonismo de la voz que no tardaría en ser grabada por Peter Pears.

En 1942, de regreso a Inglaterra, Britten empezó a redactar Peter Grimes, que al estrenarse tres años después en el Sadler’s Wells Theatre de Londres restituyó a la música inglesa una tradición operística que había sido gloriosa pero que había muerto con Handel. Otra creación suya, no menor, fue el Festival de Aldeburgh, donde pudo dar a conocer su música a salvo de los inquisidores habituales. Después vinieron La violación de Lucrecia, Albert Herring, Billy Budd (en cuyo libreto intervino E. M. Forster), Otra vuelta de tuerca, El sueño de una noche de verano, Muerte en Venecia, y también la hoy menos conocida Owen Wingrave (¿por qué menos conocida?, ¿acaso por su argumento antibelicista?). A lo que se suma gran número de cantatas, obras corales y canciones.

La obra de Britten nos recuerda que el canto es universalmente la primera forma musical, a la que siempre se vuelve. Unida a la palabra, la música se constituye en portadora de ideas, juicios y anhelos referidos a nuestro ser y devenir, los cuales, en el caso de Britten, conforman un coherente y ejemplar humanismo. Igualmente Shostakovich sintió la necesidad de poner letra a algunas de sus últimas obras, como para aclarar y precisar lo que todavía su música no había dicho. Así, el pacifismo de muchos (de Inglaterra y de fuera de ella) no sería como es sin el Réquiem de Guerra que Britten estrenó en la reconstruida ciudad de Coventry en 1962. Al contrario que la Condesa de Strauss, impedida de hacer la misma elección a causa de la estrecha moralidad de su tiempo, en el momento de elegir entre palabra y música, Britten eligió a las dos. Por suerte para nosotros.

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