sábado, 25 de febrero de 2012

LECTURA POSIBLE / 27



KARL KRAUS: LENGUAJE CONTRA BARBARIE

Muy raramente un hombre llega a erigirse en conciencia de su época. Más raro es que ese hombre consiga hacer oír su voz en medio del barullo del mundo, y que, habiéndose hecho oír, llegue a constituirse en referencia necesaria y aún más, indispensable hasta para quienes le odian. Si ese hombre que fue conciencia de su época y que no dejó indiferente a nadie consigue por fin vencer al paso del tiempo, conservando intacta su vigencia moral, exhibiendo una y otra vez su facultad para hablar a generaciones posteriores con la misma franqueza con que habló a la suya, entonces no hay duda: se trata de Karl Kraus.

Para el lector en castellano, Karl Kraus fue durante décadas algo así como el fantasma familiar que habitaba el viejo y encantado castillo de Centroeuropa, y en especial esa ciudad-castillo, tan católica y reaccionaria ella, rodeada por su Ring, el anillo de avenidas que se encuentra donde antes estuvo la muralla medieval, esa ciudad al borde del Danubio, que no es azul, sino marrón, y que es Viena. Ninguna ciudad debe tanto a sus enemigos interiores, pues se da la paradoja de que la presencia y el atractivo de Viena en la Historia obedecen casi en exclusividad a vieneses y foráneos que se alzaron contra ella: desde Beethoven hasta Bernhard pasando por Mahler; y sobre todo Kraus.

Desde hace unos veinte años Kraus ya no es un fantasma para los lectores españoles, quienes hasta entonces podían sólo tropezarse con él aquí y allá, entablar un modesto conocimiento, siempre indirecto, fragmentario. Aquellos que nos hablaban de él (Walter Benjamin, Elias Canetti, Theodor Adorno, la lista sería interminable) eran todos respetables y nos hacían pensar que ese Kraus debía ser “alguien”, pero ¿quién?, o mejor dicho: ¿qué? Incógnita que perduró hasta que Adan Kovacsics tradujo Los últimos días de la Humanidad (Tusquets, 1991), que resultó ser, como ya sabíamos de oídas, uno de los libros más importantes del siglo XX. Ahora el mismo traductor nos presenta una selección de los artículos escritos por Kraus para su revista Die Fackel (La Antorcha), publicación que, salvo alguna esporádica colaboración en sus inicios, fue íntegramente escrita, editada y distribuida por Kraus entre 1899 y 1936, el año de su muerte. De Die Fackel se publicaron más de novecientos números, y fue, como fácilmente puede deducirse, la obra monumental de toda una vida.

Sería erróneo, sin embargo, afirmar sin más que Kraus fue un testigo de su tiempo, el cual fue por otra parte de lo más convulso e incluyó una guerra mundial, el hundimiento de un imperio y la gestación del nazismo, engendro éste último de cuyos momentos de mayor gloria Kraus fue librado por una muerte prematura y a la vez benévola. Y no fue testigo porque sencillamente no quiso quedar reducido a esa contemplativa condición, sino que, despreciando toda razonable prudencia, se lanzó tempestuosamente, cuando otros se concentraban en hacerse una posición en la vida (ya se sabe: un futuro confortable que luego no lo fue para nadie), al mismo centro de la noche vienesa y europea, al término de la cual, si es que ha llegado a su término, ya nada sería como antes. Sin estar directamente involucrado en la política, sin ocupar un alto cargo en ninguna de las administraciones que vio elevarse y caer, y sin ni siquiera escribir una palabra en la prensa, menos que en ninguna en la todopoderosa Neue Freie Presse, a cuyo frente se encontraba la bestia parda de Moriz Benedikt, “el señor de las hienas”, Kraus consiguió participar de cuanto ocurría en el sagrado templo de la política, el periodismo y el arte. Desde su voluntaria marginación, que no era sino una independencia obstinada, se convirtió en protagonista; y su época se vio forzada a escucharle, a su pesar.

Cuando una manifestación de trabajadores, en Viena, acabó en masacre que fue alabada unánimemente por la prensa, Kraus redactó una protesta que hizo imprimir y que él mismo pegó en las farolas y paredes. Cuando los críticos musicales se escandalizaron por los experimentos de Arnold Schoenberg, fue de los pocos que salió en su defensa. También fue el único que reclamó derechos para las mujeres cuando en Centroeuropa tal cosa no pasaba de ser una ocurrencia excéntrica. Y sobre todo: al estallar la Gran Guerra, que despertó una oleada de entusiasmo militarista, solamente la voz de Kraus desentonó: su condena, que antes se había dirigido contra las podridas instituciones del imperio y contra la prensa, entonces fue total. Desde ese momento, y hasta el final de su vida, sería el aguafiestas de un tiempo que prefirió convertirse en una constante y cínica celebración; él sería el satírico que con su exquisito verbo, al ritmo de una opereta de Offenbach, anunciaba, como en las farsas carnavalescas de la Edad Media, el próximo triunfo de la muerte, el apocalipsis que se acercaba.

En una época de violencia que anunciaba nunca vistas violencias futuras, inimaginables para cualquiera, las armas de Kraus fueron la crítica y la sátira, o más bien: pura y simplemente el lenguaje. Y es que Kraus se percató antes que nadie del papel decisivo de la prensa (al mismo nivel que las grandes corporaciones industriales y los magnates del armamento) en la gestación y propagación de la guerra. De ahí que cada uno de sus textos, hasta los escritos en sus últimos años ya en forma aforística, se nos aparezcan en un estilo que es totalmente opuesto a la jerga periodística, ésta que nos adoctrina todavía hoy con consignas pueriles, conceptos elementales torpemente asociados entre sí, distorsiones amañadas mecánicamente por un aburrido redactor, interminables aberraciones de la lengua que no son más que una forma de degradar la verdad, eso por no hablar del zarrapastroso sensacionalismo, y que para Kraus constituían todo un insulto a la inteligencia humana, la cual no puede ser reflexiva sin ser crítica, y a la inversa. Y puesto que el ámbito de acción de la prensa convertida en institución es general, puesto que la imagen que nos ofrece del mundo es totalitaria, también la crítica tenía que serlo, razón por la cual en los libros de Kraus, y sobre todo en las miles de páginas que escribió en Die Fackel, tuvo la aspiración de tratar la totalidad de los temas abordables y hasta los inabordables, o que se habían tenido por tales hasta que él los acometió. Sólo una vez confesó haberse quedado sin palabras, cuando empezó el que iba a ser su último libro, La tercera noche de Walpurgis, con esta frase: “No se me ocurre nada sobre Hitler”, confesión a la que siguen más de trescientas páginas en las que Kraus, en los primeros años del nazismo en el poder, consigue hacer una autopsia exacta y profética de aquel cadáver viviente. Y es que propiamente el nazismo no inventó nada. Todo existía ya en aquella archidescompuesta sociedad austriaca que Kraus tan bien conocía, y en esa predisposición acrítica de los hombres, que él combatió con denuedo, a dejarse arrastrar por el ruido, la necedad y la barbarie.

La Antorcha, el libro que ahora edita Acantilado, nos propone una significativa selección de los textos escritos por Kraus para su revista. Este Karl Kraus (o K.K., como solía firmar, parodiando el emblema de la administración real e imperial, aquella Kakania de Robert Musil), él solo, fue un grupo parlamentario, una multinacional mediática y una escuela de pensamiento, siempre crítico y siempre en la oposición, pero fue sobre todo un educador. Educador del gusto, de la opinión y de la moral de una sociedad que había optado por carecer de toda moral, y que por eso abrazó la guerra. Leyéndole, asusta comprobar lo poco que ha cambiado el mundo, a pesar de las atrocidades sucedidas desde que él escribió, o quizá precisamente por eso. Y hasta parece que el tiempo, que pone a cada uno en su sitio, le ha otorgado, a falta de un equivalente en nuestra época, el cargo de ser la conciencia del mundo actual. 

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