martes, 30 de junio de 2015

LECTURA POSIBLE / 186

CLAVE K, DE MARGARITA RIVIÈRE. UNA SÁTIRA CATALANA

Diversos comentaristas han hecho notar que la última Feria del Libro de Madrid parece haber servido para poner de manifiesto el interés por la política que súbitamente, tras décadas de amaestrada indiferencia, ha pasado a caracterizar la actualidad española. Mientras no pocos se afanaban por atraer a su caseta al lector distraído y escapado al último chaparrón, las colas se concentraban frente a las casetas en las que firmaban ejemplares de sus libros Manuela Carmena, Íñigo Errejón y Juan Carlos Monedero. Es, naturalmente, un signo de los tiempos. Lo es también que la mayoría de los libros de tema político que han atraído a los visitantes de la Feria hayan sido publicados por editoriales independientes. Y es que, como cabía esperar, los grandes grupos editoriales siguen sin enterarse. No suelen ser el conservadurismo a ultranza y la visible vinculación al mundo de los negocios las premisas más adecuadas para estar al día, sobre todo cuando la edición es subsidiaria de complejos mediáticos más ocupados en crear opinión que en escuchar las que circulan en la sociedad. Las grandes editoriales son lentos dinosaurios rehenes de sus propias tradiciones, de sus amistades sospechosas, de sus vetustas ceremonias y de sus cuentas corrientes, y ahora, despertadas de su siesta y tras comprobar que, como dinosaurios que son, siguen ahí, andan desesperadamente a la busca y captura del pelotazo que les saque de la indigencia, el cual debería presentarse bajo la forma de un Mankell o un Márkaris español, poseedor del secreto del éxito en clave policíaco-social. No lo encuentran. Hasta ahí llega su capacidad para adaptarse a los nuevos tiempos y para dar al lector el texto político que reclama. Tampoco los autores “de la casa”, convocados a sumarse a lo que se considera una moda pasajera, aciertan a dar de sí lo que se les pide, y ello por dos razones: en primer lugar porque no dominan los entresijos del género, y en segundo porque padecen una justificada incertidumbre.

El conservadurismo y el miedo explican la casi inexistencia de una novela política española, durante la dictadura y después. Los dignos intentos realizados en la transición no pudieron crear escuela porque la novela política, por definición, es crítica, difícilmente sumisa a consensos que no otorgan a la cultura otra finalidad que la del aplauso agradecido. Aisladamente pervive algún autor que escribe sin tapujos sobre nuestro tiempo, pero parece que en general nuestra política de hoy, más propicia que ninguna a convertirse en ficción crítica, deberá esperar a ser materia de estudio para los historiadores.

Hace quince años una editorial encargó a la periodista Margarita Rivière la redacción de un ensayo sobre la transición desde la perspectiva catalana. Rivière, miembro de una profesión castigada y con poco o ningún margen para la crítica, escribió una novela de trescientas páginas en la que se concedió plena libertad para escribir lo que sabía y que no podía publicarse en forma de ensayo. De manera imprevista, escribió así una novela política referida al pasado inmediato de las altas esferas del poder en Cataluña, es decir, sobre el pujolismo. La rareza y la audacia del empeño obtuvieron la respuesta que podía esperarse, y el libro quedó inédito. Guardado en un cajón a la espera de tiempos mejores, ha podido publicarse finalmente este año, pocos días antes del fallecimiento de la autora.

Clave K (Icaria, 2015) es la única novela de Margarita Rivière, obra nacida de la necesidad de informar de lo que nadie quería enterarse, y que en medio del correspondiente festival democrático catalán y español tuvo que sufrir el silencio de la censura. Rivière ha sido colaboradora de diversos periódicos y directora en Cataluña de la Agencia EFE, siendo considerada durante décadas como una de las mejores conocedoras de los milagros y miserias de la política catalana, tanto de los que podían escribirse como de aquéllos que debían permanecer en los consejos de redacción en forma de rumor. Rivière es autora además de una extensa obra que incluye libros sobre tema feminista, sobre moda y comunicación de masas. De estos últimos destaca El malentendido. Cómo nos educan los medios de comunicación (Icaria, 2003), en el que escribió acerca del reduccionismo y la simplificación de los mensajes de la prensa, y de la manera en que ésta “ha convertido al receptor de la comunicación en un producto, una mercancía, con el consiguiente proceso de oligopolización de las empresas que operan en el ramo”. A esta mercantilización de los medios obedece el hecho de que los periodistas hayan devenido de informadores en educadores, dándose la paradoja de que con frecuencia deban callar la información en beneficio del objetivo de formar (o más bien deformar) a su audiencia.

Si una de las habilidades del periodista actual tiene que ser forzosamente la de autocensurarse, Clave K viene a significar por el contrario un espacio de libertad que la periodista se concedió a sí misma. Los protagonistas de la novela aparecen con nombres ficticios, lo que no impide que sean fácilmente reconocibles, insertos todos ellos en una “nación kaika” no menos reconocible, cuya capital se nos aparece adornada con una catedral tan monstruosa como de construcción inacabable y con un Gran Teatro de la Ópera lujoso y destartalado, verdadero centro de negocios de la burguesía kaika. Esta vieja capital con pretensiones de ciudad moderna y cosmopolita es en realidad un lugar rancio y provinciano en el que una población totalmente ajena a las intrigas de sus dirigentes es arrastrada por estos a un pedestre nacionalismo en el que desempeña un papel esencial la lengua, antes olvidada y perseguida y ahora transformada en herramienta para el arribismo y el acopio de poder: el kaiko.

A esta ciudad vuelve Santa, una joven que ha pasado la mayor parte de su vida en el extranjero y que se reencontrará aquí con sus tíos, prominentes kaikos poseedores de negocios en el sector de la construcción. La joven se verá involuntariamente envuelta en un turbio asunto en el que se combinan la especulación inmobiliaria, la explotación de petróleo en Rusia e incluso un posible asesinato, episodios en cuyo esclarecimiento contará como cómplice con el periodista Julián Guevara. Éste, trasunto de la autora, ya sólo puede contemplar su oficio con escepticismo, buen experto como es de los enredos de quienes mandan en la nación kaika, al frente de los cuales se halla su presidente, el inefable K.

Y es este K, a despecho de las aventuras de la pareja citada, el verdadero protagonista de la novela. Porque viene a ser él no sólo el prócer, sino también el compendio y la encarnación, física y psicológica, de la nación kaika. El ex banquero K, en efecto, es bajo, rechoncho y calvo, pero, aunque su aspecto resulta inofensivo, es “ un peligroso vampiro acaparador de poder, además de un iluminado mesías y un jugador tramposo en el mundo de los negocios subterráneos”. No podía ser de otro modo, ya que el grupo al que pertenece tiene como única pasión “manejar, decidir, prosperar”, a lo que hay que añadir el detalle de que en el país kaiko “todos los negocios importantes son ilegales”. A K, que acaba de resultar vencedor en unas elecciones, su grupo social le erige como cabeza de una completa remodelación de la ciudad que pondrá a ésta a la altura que le corresponde por su historia y por su destino nacional, y que servirá de paso para acumular enormes beneficios. Para la consumación de sus planes, la burguesía kaika cuenta con el aura de divina fascinación que sorprendentemente rodea a K, hombre que “hablaba con un lenguaje que rozaba lo sagrado: esa distancia entre la mística y la física era, en K, a la vez una disociación y una unión. Siempre era un espectáculo ver y escuchar a aquel hombre bajito y feo que hablaba como si fuera Gary Cooper”.

Pero he aquí que la información filtrada por un ex colaborador, que acto seguido desaparecerá en extrañas circunstancias, pone en alerta al fiscal del Estado, el cual acusará a K de delitos relacionados con la quiebra del que fue su banco. El proceso que se inicia entonces contra K se convierte en el acto en una agresión contra la totalidad de la nación kaika, la cual se echará fervorosamente a las calles para desagraviar a su presidente. Éste saldrá de la acusación fortalecido y elevado a héroe, pues no en balde afirmó la autora, ya enferma y en vísperas de la aparición de la novela, que Clave K no es sólo una sátira del poder, “sino también de nosotros mismos”.

Parte importante en este retrato de grupo es la tenebrosa sexualidad de los dirigentes de la burguesía kaika, la cual se corresponde con la oscuridad en la que perpetran sus delitos. Algunas de las mejores páginas del libro son las que describen los éxtasis de K junto a su exuberante secretaria, así como sus continuadas erecciones mientras pronuncia un discurso desde el balcón del Parlamento. Y también este rasgo forma parte de una ciudad que es descrita aquí como en permanente conflicto de símbolos y conductas, “entre la historia y la modernidad, entre las raíces y el futuro, entre la ortodoxia y la pluralidad”. Centro de este conflicto es el inflamable Gran Teatro de la Ópera, en cuyos antepalcos se cierran acuerdos económicos y pactos políticos, donde se celebran fantásticas cenas y se consuman decentes adulterios.

El lector, sin necesidad de ser gran conocedor de la política catalana, descubrirá en esta parada de monstruos a no pocos personajes del sainete que se vivió en nuestro país en los años ochenta. Entre ellos, y junto a los propietarios de apellidos de alcurnia, a otros que empezaron a medrar en aquellos tiempos, en especial arquitectos y gentes de la cultura, como cierta directora de un nombrado Museo Nacional de Arte Kaiko que exhibió como obra emblemática un calcetín de cinco metros. Y entre ellos un solo nombre real que aparece fugazmente y con pies ligeros no obstante su corpulencia: la diva de la ópera, Montse.

“¿Todos sabían pero todos callaban?”, se pregunta uno de los personajes de la novela, perplejo ante la complicidad de la prensa y su silencio, comprado con cantidades ingentes de publicidad institucional. Y más adelante otro personaje llega a la conclusión de que “la dictadura, de la que todos querían desmarcarse, había anidado en las almas, y todo lo que sucedía no era más que su continuación: la democracia apenas cubría las apariencias”. Frases que resumen el sentido de esta novela política escrita sin piedad, rareza de nuestras letras y producto de la audacia de su autora, que tardíamente pudo verla publicada y de cuyo saludable ejemplo haríamos bien en aprender.

jueves, 25 de junio de 2015

LECTURA POSIBLE / 185

KAFKA: TRANSFORMACIÓN O METAMORFOSIS

Acudir en nuestro tiempo a la obra de Kafka supone penetrar en el taller donde el autor reflexionaba, esbozaba y más que eso: donde vivía. Si un contemporáneo suyo, Thomas Mann, deja en el lector una imagen gigantesca y patriarcal de escritor burgués, en el doble sentido de hombre que discurrió acerca de su clase social y de autor en su larga vida de una obra cabalmente concluida, ordenada de arriba abajo, y fácilmente susceptible de convertirse en producto burgués en sí mismo, objeto atractivo y comercializable, fuente de pingües beneficios, nada de esto sucede en cambio con el pequeño Kafka, quien en su corta existencia escribió siempre desde la perspectiva del hijo que era, autor de una escritura inútilmente dirigida a ganarse el respeto del padre, y además una escritura inconclusa, desordenada y en gran parte frustrada que apenas le deparó algún mínimo ingreso. Pues carecía completamente Kafka de una estrategia de escritor profesional, y si escribía era literalmente porque no tenía más remedio, porque tal actividad se le presentaba como una imperiosa necesidad vital. Es a causa de ese carácter de necesidad inacabada, insatisfecha, por lo que la obra de Kafka no puede juzgarse convencionalmente, y por lo que su comprensión requiere, por así decirlo, un manual de instrucciones.

Disponemos, por fortuna, de dicho manual. La edición crítica y canónica de las obras completas de Kafka conocida como Kritische Ausgabe. Schriften, Tagebücher, Briefe fue publicada entre 1992 y 1996, fruto de una prolija investigación en la que se expurgó todo el material añadido o recompuesto por el albacea de Kafka, su amigo Max Brod, y que sirvió para poner en el legado póstumo de nuestro autor –conjunto muy heterogéneo de cuadernos, legajos y hojas sueltas– todo el orden que era posible. Dicha edición fue la empleada hace algunos años por Galaxia Gutenberg en su publicación en castellano de las obras completas de nuestro autor, notable empeño que fue dirigido por Jordi Llovet.

Kafka publicó unas pocas obras en vida que obtuvieron cierto reconocimiento, las cuales fueron reseñadas en la prensa por algunos de los personajes destacados de la literatura alemana: Robert Musil, Kurt Tucholsky, Ernst Weiss. A quien fue su editor le pidió Rainer Maria Rilke: “Por favor, notifíqueme muy en particular todo aquello que vaya apareciendo de Franz Kafka. Puedo asegurar que no soy el peor de sus lectores”. La buena acogida de las obras de Kafka entre sus colegas se extendió sólo relativamente al público lector. Aparecidas en pequeñas tiradas, las ventas estuvieron muy lejos de permitir a su autor vivir de la literatura, lo que le impidió siquiera plantearse la posibilidad de abandonar su trabajo en una compañía de seguros laborales. Por la misma razón no pudo independizarse de su familia, y salvo algunos breves períodos vivió siempre en la casa de sus padres. De todo ello nos ha quedado abundante testimonio en sus diarios y en su correspondencia. De ésta y de aquéllos se desprende que Kafka escribía por lo general sin un plan preciso, por pura necesidad, como se ha dicho, lo que explica la distinta suerte que corrieron sus múltiples anotaciones. Algunas no pasaron de ese estado y carecieron de continuación, y otras fueron reformuladas como fragmentos incluidos en alguna de sus obras publicadas en vida, por lo general escritas en sucesivas noches en vela. Uno de esos relatos es el que hemos conocido tradicionalmente con el nombre de La metamorfosis.

Gregor Samsa, viajante de comercio, se despierta una mañana en su cuarto, en la casa familiar, convertido en un monstruoso insecto. La metamorfosis fue escrita en un período de gran creatividad de nuestro autor, el cual duró unos pocos años y durante el que redactó diversos relatos que, como el que comentamos, llegaron a la imprenta, y otros que a la muerte de Kafka permanecían inéditos y fueron parte del legado que póstumamente, en contra del deseo del autor, editó Max Brod. El pasado año dimos cuenta aquí del centenario de la redacción de El proceso, una de las novelas inconclusas de Kafka, y el próximo noviembre se cumplirán los cien años de la publicación de La metamorfosis, que Kafka había escrito a finales de 1912. Es posible seguir paso a paso la gestación del relato mediante las cartas que el autor escribía a su prometida, Felice Bauer. En ellas se refiere a un cuento “que me ha venido a la mente en la cama, en plena aflicción”, una narración “un poco terrorífica [que] te dará un miedo espeluznante”. En otra carta de esos mismos años Kafka se dirige a Felice explicándole las condiciones que él cree necesarias para su oficio de escritor: “Tengo necesidad de aislamiento, pero no como un ermitaño, algo que no sería suficiente, sino como un muerto. El escribir, en este sentido, es un sueño más profundo, o sea, la muerte, y así como a un muerto no se le podrá sacar de su tumba, a mí tampoco se me podrá arrancar de mi escritorio por la noche”. Estas palabras de un hombre que creía vivir plenamente sólo durante el acto de la escritura, para cuya consumación debía lidiar cotidianamente con infinidad de obstáculos, vienen a ser el tema central del relato.

Como en otras narraciones de Kafka, la inquietante fascinación que experimenta el lector de La metamorfosis es producto de la tensión y el equilibrio entre un acontecimiento fantástico y su contexto, el cual no puede ser más realista ni estar más próximo a lo cotidiano. El bicho –un coleóptero, un sencillo escarabajo– en el que se ha transformado Gregor Samsa sigue pensando como Gregor Samsa, y una vez confirmada la pérdida del lenguaje, o al menos la capacidad de que su lenguaje sea entendido por los humanos, sus reflexiones continúan insertas en la conciencia de un modesto empleado. Su primera preocupación consiste, pues, en que ese día faltará al trabajo. Sucede que el sueldo de Samsa es esencial para la economía doméstica, y no sólo para el sostenimiento de la familia, sino también para la consecución de un proyecto cuyo cumplimiento el empleado confiaba en anunciar más tarde: el pago de los estudios de violín de su hermana, muchacha de diecisiete años que por el momento debe contentarse con cultivar la música como aficionada. Esta hermana, casi una niña que desconoce todavía las reglas del mundo del trabajo y de la economía, es el miembro familiar con el que Samsa ha tenido hasta ahora una relación más estrecha. El cariño y el sentimiento de un deber de protección hacia ella son recíprocos, y en los meses siguientes a la transformación, una vez aceptado el carácter irreversible de la misma, será la hermana la que atienda las ya muy reducidas necesidades del bicho. Ella le pone un plato con comida y se encarga de la limpieza de su cuarto, al cual evitan entrar el padre y la madre. Para estos, la transformación del hijo es una vergüenza familiar, la cual está asociada a la escasez económica y a su inevitable descenso social. Este es el nuevo orden en el que debe convivir la familia, cuyos conflictos se irán agudizando progresivamente hasta alcanzar la forma de una lucha que marca el clímax de la narración y el inicio de la decadencia del bicho, que le conducirá a la muerte.

Dicho clímax tiene lugar cuando la hermana, a fin de facilitar los movimientos del bicho por su cuarto, decide retirar los muebles de éste. Por un momento Samsa aprecia el esfuerzo y la comprensión de su hermana, lo que viene a significar por su parte una claudicación y el reconocimiento de su imposible retorno a la vida humana. En un último gesto de rebeldía contra su nueva naturaleza animal, Samsa empieza por sentirse molesto cuando el armario es empujado fuera de la habitación, pero lo que le llena de rabia es la pérdida de su mueble más querido, y para él, en realidad, indispensable, es decir, el escritorio.

Como sabemos, el espacio físico en el que tienen lugar los hechos es idéntico al real en el que vivían Kafka y su familia. Se trata de un apartamento común en aquel tiempo entre la clase media de Praga, el cual poseía una distribución peculiar. El cuarto de Kafka, en efecto, era de hecho una habitación “de paso”, cuyas tres puertas daban al cuarto de estar, a un pasillo y a la habitación de su hermana. En ese cuarto Kafka escribió gran parte de su obra, y algún otro perteneciente a un apartamento al que se mudó la familia no era muy distinto. Kafka escribió a menudo acerca de las molestias que le ocasionaba semejante espacio, y en alguna ocasión se refirió explícitamente a ellas, como sucede en su texto titulado Barullo. Esto, junto a su trabajo en la oficina y a los viajes que debía hacer con frecuencia –como Samsa– por motivos de trabajo, limitaba e impedía la concentración que requería su escritura, lo que a veces fue origen de disensiones en la casa. A ojos de su familia y de la sociedad burguesa, ya antes de redactar La metamorfosis, Kafka era lo que se llama “un bicho raro”.

A lo anterior se añade el intento de emancipación sexual, y no sólo sexual, implícito en su compromiso con Felice. Esta pretensión no dejaría de tener consecuencias para la familia, la cual contaba naturalmente con el sueldo de Kafka, si bien la anunciada emancipación implicaba otra clase de resistencias, complementarias en el caso del padre y de la madre y especialmente agudas en lo que atañe al primero. Se entiende así que el relato, pese a contener sólo una exigua cantidad de datos autobiográficos, se refiera enteramente a la situación de Kafka en su casa, y de un modo más amplio en la sociedad, en su calidad de bicho raro necesitado de aislarse, y de defender con ahínco su espacio, su tiempo y sus medios de vida.

Expulsado de golpe de la sociedad humana, Samsa realiza con su aislamiento un sueño que no se había atrevido a expresar, quedando así eximido por fin de sus penosos deberes hacia ella, al igual que de su condición de hijo, hermano y de individuo productivo, pero al mismo tiempo se le ha despojado de la libertad. Todo ello es mostrado mediante una prodigiosa gradación dramática que lo es a la vez psicológica, y que desde la retirada del escritorio del cuarto condena a Samsa a una espiral de acontecimientos que sólo puede llevarlo a la extinción. Ésta se produce cuando la familia recompone su economía prescindiendo totalmente del bicho. En efecto: el padre empieza a trabajar como ordenanza en un banco, la madre se dedica a hacer trabajos de costura, y la hermana, contratada como dependienta, emprende el estudio del francés a fin de mejorar su posición en un futuro. Además, ella ya es una mujer y pronto deberá casarse. En realidad todos los miembros de la familia han sufrido su propia transformación, siendo ésta especialmente visible en el caso de la hermana, quien, ingresada ya en el mundo del trabajo y de la economía, olvida cada vez más dispensar sus cuidados al bicho. Sobrante, transformada también su habitación (que ahora es un cuarto trastero), privado de medios de vida propios, la existencia del bicho resulta inviable.

Esta reflexión genial acerca de la soledad, la incomunicación, las relaciones familiares y los deberes del individuo en la sociedad capitalista, habría debido publicarse en un volumen que contendría además los relatos El fogonero (primer capítulo de la novela América) y La condena, y que tendría que titularse Los hijos. Pero este volumen nunca se publicó, y el relato que nos ocupa apareció por separado en la revista Die Weissen Blätter, y luego, a finales de 1915, ya como libro, en la editorial de Kurt Wolff.

Aunque conocido como La metamorfosis –y así ha aparecido en esta reseña– el título original, Die Verwandlung, significa literalmente “la transformación”. Existe en alemán la palabra de origen griego “metamorphose”, con el mismo significado que en castellano, y si el autor no la empleó es seguro que lo hizo por buenas razones. Transformación es palabra coloquial que muy bien puede aludir a los muchos cambios que por voluntad propia o en contra de ella se producen en el curso de una vida humana. Metamorfosis, sin embargo, es concepto que apela inmediatamente a lo divino o a lo semidivino, de lo que son buena muestra Las metamorfosis de Ovidio. Un año después de la muerte de Kafka apareció la primera traducción del relato en la Revista de Occidente, que lo publicó por cierto sin el nombre del traductor, debiéndose a esta edición el título por el que ha sido conocido mayormente. Traducido por José Ortega y Gasset o por su colaborador Fernando Vela, y publicado como La metamorfosis, fue este título el que adoptaron los sucesivos traductores a otras lenguas, con alguna rara excepción. En inglés existe una traducción de los años treinta titulada The transformation, y más modernamente una edición inglesa de diversos relatos kafkianos a cargo de Malcolm Pasley optó por llamar al volumen de ambas maneras: The transformation (Metamorphosis) and other stories (1995). The Metamorphosis es el título de la más reciente traducción en lengua inglesa, debida a Susan Bernofsky (2014). En castellano, además de la traducción de Juan José del Solar para las obras completas mencionadas más arriba, existe otra reciente con el título de La transformación, la aparecida en Cátedra el año pasado. Sin embargo, la última edición en castellano, bellamente ilustrada y publicada hace sólo tres meses por la editorial Nórdica, vuelve al título tradicional de La metamorfosis.

Con un título o con otro, la historia es retrato de Kafka y retrato a la vez del ser humano: un libro que siempre deslumbra, conmueve y provoca reflexión como si el lector lo descubriera por primera vez.

martes, 23 de junio de 2015

LECTURA POSIBLE / 184

LA BIBLIOTECA DEL CAPITÁN NEMO, DE PER OLOV ENQUIST

Con cuentagotas se va editando en España la obra de Per Olov Enquist, autor sueco que es considerado permanente candidato al Nobel y que a sus ochenta años viene a ser una institución en su país, donde reside actualmente tras una vida accidentada y viajera. De él ha aparecido recientemente entre nosotros una de sus obras más celebradas, La biblioteca del capitán Nemo, que ha sido publicada por la editorial Nórdica.

Enquist nació en una aldea de la provincia de Skellefteå, al norte de Suecia. Estudió Historia de la Literatura en la Universidad de Upsala y comenzó su fecunda carrera literaria a inicios de la década de los sesenta, habiendo sido columnista de prensa y moderador de un programa de televisión. Tras obtener una beca, pasó dos años en Berlín, y a continuación fue profesor de la Universidad de California en Los Ángeles. El resto de su errabunda trayectoria, hasta llegar a la isla de Vaxholm, cerca de Estocolmo, se pierde en vapores etílicos que le llevaron de París a diversas instituciones de desintoxicación de Islandia y Dinamarca. El alcohol, en efecto, ha sido uno de los capítulos mayores de la biografía de nuestro autor, el cual confiesa haber resucitado precisamente a consecuencia de la escritura de La biblioteca del capitán Nemo, libro que acaso sea el más duro y a la vez esperanzador que se ha escrito sobre la infancia.

Enquist es autor polifacético al que se deben abundantes novelas y obras de teatro, una de las cuales, La noche de las tríbadas, llegó a estrenarse en Broadway en 1977, y pudo verse en Figueres el año pasado y en Madrid, hasta hace unos días, en la Nave 73, bajo dirección de José Carlos Plaza. Su relación con la escena no termina aquí, y hace unos años otra de sus novelas, El libro de Blanche y María, fue convertida en ópera por el compositor Mats Larsson Gothe. No está de más señalar que este hombre de casi dos metros de altura que debió luchar durante años con su alcoholismo se ha declarado en sus memorias deudor de las enseñanzas de su madre y de sus juveniles lecturas de Marx. Socialdemócrata convencido, fue colaborador de Olof Palme en el Consejo de Cultura sueco, y antes de eso fue campeón en su país de salto de altura. Sus memorias, que publicó con el título de Otra vida (Destino, 2015), constituyeron un fenómeno extraliterario en Suecia, al ser la primera vez que nuestro autor hacía públicos sus problemas con el alcohol. Su obra reciente incluye algunas narraciones para niños, entre ellas La montaña de las tres cuevas, que escribió para sus nietos y que ha sido traducida al castellano (Siruela, 2013).

En Hjoggböle, la aldea natal de Enquist, y durante los años de la Segunda Guerra Mundial, se desarrolla esta historia protagonizada también por niños, pero unos niños desgraciados que han sido llevados aprisa y de mala manera a la vida adulta. Los acontecimientos, como se ha dicho más arriba, transcurren en plena guerra, si bien no hay la menor alusión a ésta entre sus páginas, tal es el grado de aislamiento de la aldea y de sus habitantes. La vida en esta región norteña tiene un carácter endogámico y favorable por ello a producir artistas y locos, como ha escrito nuestro autor en alguna ocasión. Esa vida está dominada por dos elementos: uno, la naturaleza salvaje, cruel y mayormente gélida, con inacabables períodos nocturnos y otros semidiurnos; y otro, la religión, o más bien una variante no menos salvaje del pietismo cristiano. En este pietismo en el que fue criado el autor están prohibidas no sólo las actividades que habitualmente prohíbe la religión, en especial las relacionadas con el sexo, sino también el deporte y la poesía. Los niños protagonistas de la novela son víctimas de una especie de matriarcado primitivo en el que ellos se consumen al mismo tiempo que los adultos, cuyas vidas transcurren entre las faenas relacionadas con la estación y la iglesia. Es del intento de comprender a los mayores, y de adaptarse a la hostilidad del entorno, de lo que se nutre este drama rural contemplado y sufrido desde la perspectiva de uno de los niños, el cual deberá hacerse adulto antes de tiempo, y ello mediante la brutal comprensión de que la humanidad está dividida en tres clases: la de los verdugos, la de las víctimas y la de los traidores.

El drama comienza en la enfermería local, donde dos mujeres dan a luz el mismo día y casi al mismo tiempo. La primera de ellas es Josefina, que pronto será viuda y en cuyo horizonte vital apenas cabe algo más que el fanatismo religioso. Es su supuesto hijo el que narra la historia, cosa que hace desde su perspectiva infantil, marcada por las parábolas de la Biblia y por el carácter vengador del Dios del Antiguo Testamento, cuyo Hijo, que debería ejercer la función de mediador y la de consolar a las gentes, parece encontrarse siempre en otra parte. A fin de llenar la ausencia de este benefactor, el niño imagina a otro, el cual resulta ser el capitán Nemo protagonista de La isla misteriosa. Este personaje, y la imaginaria biblioteca que contiene su Nautilus, será la guía moral del protagonista y narrador de la novela, una guía que éste recibe de su mejor amigo, Johannes. Ambos, nacidos el mismo día de madres diferentes, son almas gemelas cuya afinidad no se encuentra en sus semejanzas, sino todo lo contrario. Pues sucede que la segunda madre es Alfild, una mujer que no pertenece a Hjoggböle y sobre cuyo origen circulan diversos rumores, uno de los cuales le atribuye una ascendencia cíngara. Alfild, pues, es una extraña, y en consecuencia también debe serlo su hijo. Es en la iglesia donde una vecina observa con detenimiento a ambos chicos y llega a la conclusión de que “el guapo y querido por todos” Johannes no puede ser hijo de la cíngara. De ello se desprende un proceso judicial y por fin la consumación del intercambio, en virtud del cual cada uno de los niños será entregado a una nueva madre.

A Johannes se le dará más tarde una hermana, Eeva-Lisa, chica seis años mayor y de origen no menos oscuro que el de Alfild, convertida ahora en madre del narrador de la historia. Será esta muchacha la que involuntariamente hará que todos se confronten violentamente con la vida adulta.

En sus novelas, Enquist es autor de estructuras complejas, cerradas y autosuficientes, las cuales se desenvuelven hasta crear atmósferas creíbles y conmovedoras, de lo que es prodigiosa muestra este relato de iniciación a cuya barbarie no es ajeno un tan particular como refinado lirismo. Se aprecian aquí ecos de Strindberg y de Faulkner, lo que no impide que sea nuestro autor de los pocos hoy en activo a los que es sumamente difícil adjudicar unos precedentes literarios. La estremecedora historia contada aquí no era extraordinaria en los ámbitos rurales de hace setenta años o acaso de ahora mismo, pero sí lo es en la forma en que se nos presenta y sobre todo en lo que se refiere a la construcción de la subjetividad del protagonista y narrador, una subjetividad en la que el lector debe zambullirse desde las primeras páginas y por las que es arrastrado a una observación e interpretación fabulosa de los hechos. Fabulosa en cuanto fábula, la cual contiene toda una visión del mundo, de las relaciones humanas y de la naturaleza. Si no puede contarse en una reseña el acontecimiento central del libro, que literalmente mantiene en ascuas al lector en un memorable capítulo, sí puede en cambio apuntarse aquí su desenlace, o al menos el sentido del mismo. Pues sucede que si La biblioteca del capitán Nemo significó para su autor una resurrección, la del triunfo físico e intelectual sobre el alcohol, lo que cuenta la novela resulta ser finalmente también una resurrección, la cual no es operada aquí por la magia de Dios, sino por la del amor.

“Resucitar, eso es algo que sólo puede hacer uno mismo, y en esta vida terrenal. Eso era, supongo, lo que al final comprendí. Más sencillo imposible. ¿Pero quién ha dicho que deba ser sencillo?” El libro está escrito con frases breves, a veces telegráficas, que constituyen el flujo de conciencia por el que el narrador interpreta su propio devenir y el de los otros. Un devenir del que es parte el aura poética del exterior y de los sentimientos a él asociados. Sentimientos ricos, abruptos, experimentados con la intensidad propia de un niño que los conoce por primera vez.

Se refiere el narrador en el prólogo a la novela, figuradamente décadas después de los hechos, a los escalofriantes cuentos infantiles que tratan “del sueño de la lucha del ser humano contra Dios”. Las imágenes de esos cuentos se establecen en la memoria y forman un mundo, y “durante mucho tiempo estuve seguro”, escribe el narrador, “de cómo iba a terminar: me llevarían a la biblioteca definitiva, donde los mitos serían reemplazados por la claridad, la angustia por la explicación, y donde todo al final llegaría a tener sentido”. Entretanto esa percepción de la vida, de la historia, conforma el mundo del niño-narrador, cuyas claves requerirán un prolongado aprendizaje que culminará en el cráter de la isla misteriosa, donde se encuentra el Nautilus, esa embarcación submarina con su capitán Nemo –Nadie–, donde se guardan el registro de los hechos y la lista de los tesoros salvados del naufragio de la infancia. Porque, “¿quién puede hablar de cómo era ser niño? Nadie. Aunque hay que intentarlo. Porque si no, ¿qué sería de nosotros?”

martes, 2 de junio de 2015

LECTURA POSIBLE / 183

MEMORIA DE GUERRA Y LA OBRA RECUPERABLE DE GAYA NUÑO

Las muchas y accidentadas variantes del exilio español dejaron nuestro tiempo cargado de vacíos inconmensurables, herencias que por entero pasaron a manos eruditas y, raramente, obras que casi por milagro pudieron integrarse en la corriente general de la cultura. A un espacio intermedio entre los mencionados pertenece la variada producción de Juan Antonio Gaya Nuño, reconocido hoy como uno de los padres de nuestra moderna crítica e historia del arte, y desconocido todavía como autor de una importante obra literaria que espera pacientemente la divulgación que merece. A ello podría contribuir esta Memoria de guerra, libro que es esbozo de uno que nunca se escribió y que ha publicado la editorial Cálamo.

Nacido en 1913 en Tardelcuende, provincia de Soria, hijo de un médico activo en los círculos republicanos, Gaya Nuño concluyó sus estudios de Filosofía y Letras en la Universidad Complutense en 1931, y se doctoró con El románico en la provincia de Soria, tesis que abriría el camino para el estudio de una parte de nuestro patrimonio artístico mayormente despreciada hasta entonces. Afiliado a las Juventudes Socialistas, y hallándose en Madrid, tiene noticia del golpe de estado del 18 de julio y del fusilamiento de su padre. Poco después se alista en el Batallón Numancia, cuyo objetivo era la reconquista de Soria. El Numancia nunca llegó a Soria, pero, asignado al IV Cuerpo de Ejército, defendió Guadalajara y tomó parte en la célebre batalla por dicha provincia, que, como es sabido, se saldó con la ominosa derrota de los fascistas italianos. Tras la guerra civil, Gaya Nuño sufrió cautiverio, y, liberado en 1943, aunque privado de rehabilitación, cerradas por tanto para él las puertas de la docencia, empezó a publicar textos de crítica e historia del arte, en forma de artículos en la prensa, guías de viaje y ensayos monográficos. La cantidad de estos llegaría a ser ingente, y si bien en sus inicios se centraron en el arte románico, la amplitud de los intereses del autor le llevó a tratar en profundidad la obra del Barroco, en especial la de Zurbarán y Velázquez, y más tarde la de las vanguardias del siglo XX. Miembro de la Spanish Society de Nueva York, Gaya se convirtió en efecto en uno de nuestros mayores especialistas en el ámbito del surrealismo y del cubismo, habiendo sido durante décadas el más lúcido intérprete en España de la obra de Picasso, Juan Gris y muchos otros.

En la España de la dictadura, la existencia de Gaya osciló entre un reconocimiento sobre todo internacional como estudioso del arte y el exilio interior. “Empecé a trabajar con mucho gusto en los libros de arte”, escribió. “Luego seguí con menos gusto y por fin quedé ahíto. Entonces comenzaron a salir mis libros de creación literaria. De todo lo que hago es lo que más me interesa”. Marginado de la vida académica, a causa de sus convicciones, Gaya exhibió en la medida en que se lo permitieron una voluntad de dejar testimonio de sus experiencias y de su concepción de la política y la sociedad de su país. Considerándose a sí mismo ante todo como escritor, quiso que fuera su faceta de autor de obra de ficción la que dejara constancia de los conflictos de la España de su tiempo. Sin embargo, dicha voluntad pudo realizarse sólo en parte. En otro lugar escribió: “No me parece imposible, dentro de mis alcances, lograr una soberbia novela, pero las circunstancias y los tiempos no son propicios a su consecución. No lo intentaré, pues. Será preferible hacer un nuevo libro estrafalario”.

Estos “libros estrafalarios” constituyeron en efecto la totalidad de la obra creativa de nuestro autor. Si éste renunció a dar a luz una producción literaria más ambiciosa que necesariamente habría chocado con la censura, ello no es razón para menospreciar la obra que sí escribió, aunque fuese “estrafalaria”, y que da muestras de un inconfundible talento para la narración. El primero de estos libros fue El santero de San Saturio, deliciosa colección de estampas referidas a su Soria natal, llena de ironía y de una intención satírica que no pasó inadvertida para cierto obispo, el cual le dedicó algunas zafias palabras en una de sus solemnes homilías. Tratado de mendicidad y la colección de cuentos Los gatos salvajes son otros de los títulos de esta producción “estrafalaria” que Gaya redactó entre 1951 y 1976. Pero el título más notable de este conjunto de obras es sin duda Historia del cautivo, que, redactada en 1962, pudo publicarse en México cuatro años después.

Historia del cautivo es lo que Gaya denomina “un episodio nacional”, cosa que obviamente sitúa la obra bajo la advocación de Galdós y que le permite recrear, en torno a los hechos que rodearon al Desastre de Annual en 1921, el estado de cosas socio-político de la España de la época, mostrando por una parte a una todopoderosa casta militar dedicada a sus propios fines, al margen (y a menudo en contra) de los intereses y las necesidades de la nación, y por otra a una débil camarilla liberal incapaz de hacer valer el poder civil. Si el libro hace el retrato individual de los grandes personajes del Desastre en un bando y otro, desde el general Silvestre hasta el líder rifeño Abd el-Krim, la mayor parte de sus páginas está dedicada a uno colectivo: el de los que fueron primero soldados y después supervivientes, prisioneros durante más de un año en el que se sucedieron la incompetencia, la corrupción y las maquinaciones político-militares en el seno del estado. La intención última de Gaya, en este libro, iba más allá del relato, mezcla de historia documentada y de ficción, de un episodio nacional, el cual ocupaba a juicio del autor un lugar prominente en nuestra historia, en su calidad de momento en el que empezó a crearse una conciencia de oposición que a la vuelta de unos años traería la República y, tras ella, el Frente Popular. Esa conciencia que hizo fracasar el golpe de estado de 1936 constituye la razón de ser de esta Memoria de guerra redactada en el frente de Guadalajara, como pequeña crónica del IV Cuerpo del Ejército republicano.

Gaya, oficial en el frente, trató de consignar ordenadamente los acontecimientos, tal como se sucedían, en una modesta libreta escolar, con el propósito de utilizar ulteriormente dichos materiales en la confección de un libro, cuya redacción se fue aplazando a medida que se incrementaban la longevidad del dictador y de su régimen. Ya enfermo Gaya, y muerto en 1976, sólo un año después que el general Franco, no tuvo tiempo de reordenar sus anotaciones, a las que probablemente habría querido dar la forma de un nuevo episodio nacional, en el estilo de su Historia del cautivo.

Cuando en 1999 la Fundación José Antonio de Castro publicó la obra narrativa completa, en dos volúmenes, de nuestro autor, el contenido de esta libreta quedó excluido. La misma es parte del “Legado de Gaya Nuño” que fue cedido por él y su esposa, Concha de Marco, a la extinta Caja de Ahorros de Soria, habiendo sido “una tarea procelosa y de larga duración” la de descifrar y transcribir su contenido, según informan los responsables de la edición: Margarita Caballero y Álvaro Sanz. Como estos últimos afirman, “la narración, a modo de crónica periodística, ceñida a la actualidad o vigencia del conflicto, aporta datos de gran interés y de primera mano para la comprensión y posterior interpretación del devenir de la contienda en uno de sus puntos decisivos”. Como cabe esperar de un texto de tales características, no es fácil encontrar aquí trazas del fino estilo de nuestro autor, pese a lo cual, “la textura discursiva de Gaya Nuño incluye diversas modalidades de narración que ya dejan entrever la magnífica prosa que exhibiría a lo largo de su vida”, como anotan los responsables de la edición. Temas constantes en estas páginas son las preocupaciones cotidianas y las necesidades vitales de los milicianos en el frente, junto a una crítica no siempre disimulada a quienes, desde la retaguardia, poseían autoridad pero no un conocimiento preciso de las circunstancias de la guerra. Como iba a apreciarse plenamente en la futura producción “estrafalaria” de Gaya, el texto, aun embrionario, denota las facultades innatas del autor para la observación y la descripción etnográfica y antropológica, así como su capacidad para retratar con concisión a los personajes de su crónica, aquí reales, tales como el brigadista Nino Nanetti, el coronel Francisco Jiménez Orge, bajo cuyo mando se produjo la pérdida de Sigüenza, o el también coronel Víctor Lacalle.

El espacio geográfico, y su clima extremado, es también protagonista del libro, en el que se enumeran con detalle las penalidades de los milicianos, que durante largos períodos, y más que por el enemigo, fueron causadas por la escasa alimentación y el frío. Este espacio está definido por las ofensivas y los repliegues que se sucedieron en el tríangulo formado por Atienza, Brihuega y Cifuentes, durante largos meses en los que esta comarca alcarreña tuvo un valor estratégico que después perdió, cuando el escenario de las campañas se trasladó al norte y al levante.

En otro contexto, comparando el sitio y la ruina de Troya y la fama literaria de tales hechos con el destino trágico de otra ciudad martirizada y no tan favorecida por la literatura, Gaya escribió: “Numancia es óptimo ejemplo para discurrir sobre las injusticias de la historia. Parece que no es buena recomendación para la severa musa la lucha por la libertad”. Texto que indirectamente sirve de elegía a la guerra civil perdida y a la suerte de los vencidos, y de preludio a ese exilio interior que, tras pasar por la cárcel, iniciaría el autor poco más tarde. A las ruinas de Numancia precisamente le acompañó en una ocasión Federico García Lorca, de lo que quedó un testimonio gráfico que figura en la edición que comentamos, junto a otro material fotográfico perteneciente al archivo personal de Gaya y Concha de Marco.

En su defensa de los valores del episodio nacional galdosiano, género al que acaso habría podido adscribirse el truncado libro sobre el frente de Guadalajara, Gaya escribió en 1962: “Lástima no haber pensado antes en ello. Y lástima, no la de que yo haya diferido la empresa, sino que no se le ocurriera a alguien capaz de emprenderla con, por lo menos, dignidad. Los novelistas de nuestro tiempo han desdeñado este género prestigioso, acaso por entender que su capacidad de fábula era pequeña, quizá por creer que una novela con fondo cierto y de historia próxima se parecería demasiado a un reportaje. No es lo último un grave obstáculo. Hay reportajes dotados de amplia calidad de creación literaria… Será necesario, si se escriben episodios nacionales en nuestros días, intercalar en sus esquemas no poco fondo de crónica periodística”. Frases que nos ilustran acerca del propósito que debiera haber guiado a estas notas al convertirse en libro y que son congruentes con el contenido de la maleta libresca que el santero de San Saturio –figuradamente el propio Gaya– llevó a su desvencijada ermita a orillas del Duero: Eça de Queiros, Sartre, Baroja, Antonio Machado, San Juan de la Cruz, Unamuno, Proust, Valle-Inclán y Dostoievski. Sin olvidar el libro sobre Picasso que el santero andaba escribiendo. De la lisa lámina de ese río distante de Guadalajara, azul en los días más fríos, verdoso cuando el estío, escribió Gaya: “Siempre silenciosa y tersa, no invita a viajar, sino a quedarse gozándola”.

Camón Aznar le llamó en su elogio fúnebre “lobo solitario”. Y en su libro Gaya Nuño y su tiempo José María Martínez Laseca e Ignacio del Río Chicote anotaron: “Sólo una cosa no hay, es el olvido”. Se leía allí que la guerra “que le plantó un fusil entre las manos y le robó el cariño de su padre, le quitó también un tiempo precioso para el amor”, tiempo del que, entre los vaivenes del frente, Gaya sacó de provecho esta memoria ahora recuperada de un hombre inquieto, escrita desde el interior de la guerra.