sábado, 18 de septiembre de 2010

LECTURA POSIBLE / 12

EL PASEO

“Declaro que una hermosa mañana, ya no sé exactamente a qué hora, como me vino en gana dar un paseo, me planté el sombrero en la cabeza, abandoné el cuarto de los escritos o de los espíritus, y bajé la escalera para salir a buen paso a la calle.”
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Así empieza una de las narraciones más bellas e innovadoras del siglo XX, de segura actualidad hoy y no menos segura pervivencia en el futuro: El paseo, de Robert Walser, de la que el lector en castellano dispone de una excelente traducción debida a Carlos Fortea (Siruela, 1996). En las 79 magistrales páginas de este relato o novela corta, Walser consiguió un milagro de virtuosismo narrativo, de sencillez, de ironía, de profundidad psicológica y de humor, todo lo cual coloca a El paseo, sin exageración, a la altura de los mejores relatos con héroe andariego: el Quijote cervantino o el Ulises de Joyce.
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El mismo Walser, que en sus escritos recurrió a menudo a referencias y alusiones autobiográficas, es quien da este memorable paseo narrado en primera persona y quien, como en un viaje iniciático, debe recorrer una serie de estaciones que el paseante evoca más tarde con un estilo que es una exquisita parodia del lenguaje jurídico (de ahí el inicial “declaro”). Walser describe el encuentro con un profesor; visita una librería en la que pide que le muestren el “libro exitosísimo” del momento (que al final no compra); se presenta en un banco y se entera de que unas amables señoras han depositado cierta cantidad en su cuenta; se subleva ante el mal gusto con que anuncia su negocio un panadero; se encuentra con unos niños que juegan en la calle; lanza una diatriba contra los automóviles, ya que “es divinamente hermoso y bueno, sencillo y antiquísimo, ir a pie”; conoce a una mujer a la que atribuye, equivocadamente, el oficio de actriz y a la que dirige un largo discurso; tropieza con el gigante Tomzack, personaje “fúnebre y horripilante”; es seducido por el canto armonioso de una joven, a la que exhorta a perseverar en su afición cantarina; es invitado a almorzar por su amiga la señora Aebi; echa una carta al correo; acude a una sastrería donde le están haciendo un traje y discute acaloradamente con el sastre; se presenta en una oficina de Hacienda para comunicar al funcionario de turno que “como pobre escritor y plumífero disfruto de unos muy cuestionables ingresos”, y pedir que “estime mi capacidad de pago tan bajo como sea posible”; etc. Finalmente, el paseo de Walser se convierte en un paseo por la vida, o, como dijo Kafka refiriéndose a otro héroe walseriano: “¿Acaso Simon Tanner no vagabundea, nadando en la felicidad, para no producir nada, a no ser el goce del lector?” Y es que el vagabundear es caprichoso y a la vez inútil, benéfico para la salud, pero sobre todo libre. Pues sucede que estos caminantes incansables, siempre dispuestos a interpelar a todo lo que se encuentran, ya sean personas, animales o cosas, aman todo lo que ven y oyen, y, como caballeros andantes, no dudan en involucrarse en las aventuras que el paseo les ofrece.
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Si es cierto que Kafka, según escribió Hanna Arendt, es el autor del que no puede prescindir nadie que se llame moderno, también lo es que Kafka no habría sido él mismo sin Robert Walser. Pues este suizo nacido en 1878, que fue dueño de una escritura original e inconfundible, cuya vida de escritor en activo fue breve, es uno de los autores más influyentes en lengua alemana. Su obra, no obstante ser todo un monumento, es exigua, ya que fue víctima de un trastorno mental que empezó a manifestarse en 1925 y que pronto le inutilizó para la literatura, ingresando primero en el manicomio de Waldau y más tarde, en 1933, en el de Herisau, donde fallecería en 1956.
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El paseo se despliega ante el lector como una fantasía o improvisación musical, cuya compleja estructura sólo salta a la vista tras detenido examen. Los temas de la composición son apenas enunciados y a veces es preciso que pasen varias páginas hasta que llegan a desarrollarse. Del mismo modo, algunos temas ya expuestos tienen una ulterior reexposición en la que aparecen modificados, observados desde otro punto de vista. En este proceso musical hay gran variedad de registros, desde el épico hasta el humorístico, y el mismo se resuelve finalmente en un tono menor, lírico y melancólico. No creo que exista otra pieza literaria que haya sido escrita tan musicalmente. Por el mismo motivo, no hay otra narración tan decididamente vanguardista y a la vez de tan fácil, amena lectura; tan carente de pretensiones en apariencia y tan ambiciosa en el fondo. Rasgos, por otra parte, que son comunes a toda su obra, de la que al menos hay que mencionar algunas de sus novelas, todas ellas obras maestras: Los hermanos Tanner, Jakob von Gunten, El ayudante.
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Pero esta música apacible encierra también tonos sombríos. Y es que ¿cómo se pueden conservar la libertad y la dignidad en esta vida, siendo como es ésta la oportunidad que se nos ofrece de ver y conocer el mundo, pero que a la vez tiene sus frías exigencias? Porque si los personajes de Walser son diestros para errar sin rumbo, sin responsabilidades ni ataduras, también son ineptos a fin de cuentas para todo lo que socialmente se considera sensato y práctico. Por la misma razón, el paseo se convierte en una mirada crítica al entorno, y no me refiero aquí al omnipresente entorno natural, sino al social y económico. Así, la mirada lúcida y distanciada del paseante, como vemos en todas las novelas de Walser, termina siendo un eficaz instrumento para desentrañar las relaciones humanas, en las que siempre, en una variedad infinita de proporciones, se mezclan la dominación (y por tanto la humillación) y la servidumbre. El hecho de que sus héroes pertenezcan al grupo de los que sirven a otros, de lo que a veces extraen un inquietante placer, hace de ellos seres siempre en camino de realizarse, en proceso de llegar a una consumación que nunca es completa. Y este rasgo walseriano les confiere una naturaleza apátrida, marginal y hasta subversiva.
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Es muy difícil rastrear los antecedentes de la obra de Walser, que aparece ya madura y completa, sin los balbuceos que son propios de los autores en sus obras primerizas. Su mundo narrativo, pues, constituye una expresión propia en la que predomina la alegría de la vida, y que, si acaso, podría entroncar con los simpáticos holgazanes de nobles sentimientos esparcidos por el Wilhelm Meister y con el protagonista de Escenas de la vida de un tunante, de Eichendorff; o con el humorismo de Jean Paul. Tengo para mí que el mal que padeció no fue otro que un exceso de cordura, el cual tenía que resultar incompatible con cualquier sociedad humana. Así, el Robert Walser real, cual personaje ficticio de sí mismo, parecía llevar escrito ya su desenlace en este paseo por la vida: murió en la nieve un día de Navidad, en los alrededores del manicomio de Herisau, mientras paseaba.
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