Los críticos musicales suelen hablar con
frecuencia de los silencios en las sinfonías de Bruckner o del susurro, tan
cercano al silencio, del final de la novena sinfonía de Mahler. “El silencio
invita a la reflexión y ésta a la melancolía”, decía Pascal, “y por eso hay
gente que se rodea de ruido”, añadimos nosotros. John Cage escribió aquella
célebre música que es un silencio. Hay en nuestros días un compositor que ha
hecho del silencio el centro, la raíz y el corazón de su música. ¡Sólo a
Sciarrino podía ocurrírsele reunir a un grupo de percusión, cien flautistas y
cien saxofonistas para crear una obra que se mueve entre el silencio y el
susurro casi inaudible!
El siciliano Salvatore
Sciarrino (1947) debe sin duda a su formación autodidacta el ser uno de los
compositores más originales y personales, de los más alejados de todo
academicismo y dogmatismo y de los más huérfanos de escuela (felizmente) de
nuestro atribulado tiempo. Responsable de una obra abundantísima que incluye
piezas para la escena, música para orquesta, para piano y para toda clase de
formaciones de cámara, el suyo es uno de los pocos estilos actuales reconocible
en el acto: estilo indescriptible, marcado por el silencio, por el uso
inhabitual de los instrumentos, por la repetición y por la referencia más o
menos explícita a músicas del pasado, desde Gesualdo hasta Cole Porter. Las
fuentes de las que se nutre su música son de una variedad desconcertante y en
apariencia ilimitada, e incluyen un episodio archiconocido de la vida de
Gesualdo (el asesinato de su esposa), que ha dado lugar a la ópera de cámara Luci mie traditrici (1998), que tuvo su secuela con Terribile e spaventosa storia del
Principe di Venosa e della bella Maria (1999), la composición de Duke
Ellington Sophisticated Lady (del mismo año), Macbeth (2002), y la
misma calle, en la que se mezclan graffitis, versos de Kavafis, de Rilke y de
Brecht, además de proverbios populares, como ocurre en Quaderno di strada (2003).
En las óperas mencionadas, y sobre todo en Luci mie traditrici, la representación se ha convertido en ceremonia, y el canto en un recitado continuo cuyo código, inspirándose en la tradición, explora nuevas posibilidades fonéticas, las cuales forman parte del acompañamiento instrumental. Sciarrino ha dado por
lo demás una nueva forma al arte de la variación. En su libro Le figure della musica da
Beethoven a oggi, publicado en 1998, introduce el concepto de la “mutación
cualitativa”, una parte importante de su teoría musical, ligada a la
transformación del sonido, a la
modulación y la repetición. De esta teoría se ha servido ampliamente en sus
reelaboraciones de lo que él llama “totalidades perdidas”, piezas que van más
allá de lo que tradicionalmente la música occidental ha definido como variación
o transcripción. La otra parte de su teoría formal se refiere al espacio, un
espacio exterior que por medio de la música y la imagen se convierte en espacio
mental, ya que según Sciarrino la percepción humana es una globalidad
perceptiva en la que los sentidos se influyen recíprocamente: lo visual y lo
auditivo confluyen en el espacio y el tiempo, en un proceso que se desenvuelve
en y por la memoria. A desbrozar este intrincado pensamiento ha dedicado la
autora Grazia Giacco un interesante libro, La
notion de “figure” chez Salvatore Sciarrino (L’Harmattan, París, 2001), todavía
sin traducción al castellano.
Las reelaboraciones
hechas por Sciarrino de músicas precedentes ponen de manifiesto, como ha dicho
algún crítico, las líneas y los nervios de las obras originales, las cuales son
desmontadas minuciosamente para ser servidas a continuación como si las
escucháramos por primera vez. La misma forma de tratar los instrumentos, ya sea
un cuarteto de saxofones, como ocurre en Pagine
& Canzoniere da Scarlatti, o en Musiche
per il Paradiso di Dante para
orquesta, la aplica Sciarrino a la voz humana, la cual procede a desmenuzar los
textos cantados y a veces susurrados en fonemas, de un modo que se inspira en
la magnífica tradición de la música barroca italiana. Y siempre, entre un
acontecer sonoro y otro, el silencio, la reflexión sobre lo ya escuchado y la
expectativa de lo que vendrá, una expectativa que acentúa ese futuro y nos
predispone a su audición, exactamente como ocurre con los acontecimientos que
esperamos y deseamos de la misma vida.
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Escribió Henri Sauguet en su autobiografía que ser sencillo y usar un lenguaje complejo no es fácil, frase que muy bien podría adjudicarse a la música de Sciarrino, que, al contrario que otras músicas de vanguardia, no exige del oyente otra preparación que la de dejarse sorprender durante el tiempo que dura la audición, tan llena de inventiva como de rigurosa coherencia. Sciarrino es hoy, por fortuna, un compositor mundialmente admirado cuyas obras se interpretan con frecuencia en las salas de concierto y que cuenta ya con una nutrida discografía. Queda, tras escuchar sus obras, la sensación de que aquello es algo más que música: un relato hecho por alguien que no sabe, o no quiere ya, expresarse de otro modo, y que parece saber íntimamente que el lenguaje que emplea no es del todo extraño a nosotros, como si intuyera en el oyente una capacidad de comprensión que él mismo ignora y que sin embargo será despertada, sin esfuerzo, con la escucha de la primera nota. Esta música tiene virtudes benéficas para el oído, el cual no tiene costumbre de recibir semejantes caricias en una época en la que impera el decibelio en estado bruto. Los timbres, las armonías, los tiempos de su música parecen coincidir con los nuestros, descubriéndonos lados de nuestra conciencia, de nuestro ser y estar, que desconocíamos pero que nos resultan familiares. Nos parece que aquello es apenas música, sino más bien la escucha de otra música que alguien, al oírla, nos transmite simultáneamente. Y es posible que al sonar la última nota quedemos todavía a la espera, envueltos por ese largo silencio que es a veces el de la vida y del que surgen las palabras y la música.
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Escribió Henri Sauguet en su autobiografía que ser sencillo y usar un lenguaje complejo no es fácil, frase que muy bien podría adjudicarse a la música de Sciarrino, que, al contrario que otras músicas de vanguardia, no exige del oyente otra preparación que la de dejarse sorprender durante el tiempo que dura la audición, tan llena de inventiva como de rigurosa coherencia. Sciarrino es hoy, por fortuna, un compositor mundialmente admirado cuyas obras se interpretan con frecuencia en las salas de concierto y que cuenta ya con una nutrida discografía. Queda, tras escuchar sus obras, la sensación de que aquello es algo más que música: un relato hecho por alguien que no sabe, o no quiere ya, expresarse de otro modo, y que parece saber íntimamente que el lenguaje que emplea no es del todo extraño a nosotros, como si intuyera en el oyente una capacidad de comprensión que él mismo ignora y que sin embargo será despertada, sin esfuerzo, con la escucha de la primera nota. Esta música tiene virtudes benéficas para el oído, el cual no tiene costumbre de recibir semejantes caricias en una época en la que impera el decibelio en estado bruto. Los timbres, las armonías, los tiempos de su música parecen coincidir con los nuestros, descubriéndonos lados de nuestra conciencia, de nuestro ser y estar, que desconocíamos pero que nos resultan familiares. Nos parece que aquello es apenas música, sino más bien la escucha de otra música que alguien, al oírla, nos transmite simultáneamente. Y es posible que al sonar la última nota quedemos todavía a la espera, envueltos por ese largo silencio que es a veces el de la vida y del que surgen las palabras y la música.
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Unos fragmentos de Luci mie traditrici
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Nina Tarandek (la Malaspina) • Roland Schneider (el invitado)
Simon Bode (un siervo) • Christian Miedl (il Malaspina)
Ensemble Algoritmo, Marco Angius
Director: Giancarlo Matcovich
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Nina Tarandek (la Malaspina) • Roland Schneider (el invitado)
Simon Bode (un siervo) • Christian Miedl (il Malaspina)
Ensemble Algoritmo, Marco Angius
Director: Giancarlo Matcovich
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