martes, 29 de marzo de 2016

LECTURA POSIBLE / 206

LAS RIQUEZAS VERDADERAS, DE JEAN GIONO

El pastor de ovejas Elzéard Bouffier, habitante de una región árida entre los Alpes y la Provenza, plantó a lo largo de su vida cientos de miles de semillas que acabaron por convertir la suya, antes desolada, en una comarca nuevamente poblada y repleta de árboles. Los técnicos forestales se asombraron ante el surgimiento de este “bosque natural” formado principalmente por robles y abedules que se extendía por un territorio de once kilómetros de longitud por tres de ancho, ignorantes como eran de la paciente y callada abnegación con que Bouffier plantaba semillas mientras cuidaba de sus ovejas. Cuando esta región, que hacia 1910 era un desierto en el que sólo crecía la lavanda y en el que apenas quedaban algunos villorrios abandonados, fue visitada por un viajero anónimo a mediados de los años treinta, observó que lo que muchos creían un bosque natural brotado inexplicablemente había dado lugar a su vez a un renacimiento de la flora y la fauna, a la reaparición de viejas y poco antes secas corrientes de agua y, por último, al establecimiento de nuevas poblaciones humanas. Bouffier, totalmente anónimo, falleció en 1947 en el hospicio de Banon, a poca distancia del lugar adonde llevaba a apacentar sus ovejas y de sus árboles.

Poco importa si lo relatado hasta aquí fue ficción o realidad, ya que lo notable de esta alegoría es su turbadora y ejemplar sencillez, su condición de posibilidad, de acontecimiento tan fuera de lo común como, al mismo tiempo, verosímil. El cuento lo escribió Jean Giono en 1953 y se titula El hombre que plantaba árboles. Giono lo redactó en respuesta a una invitación de la revista norteamericana Reader’s Digest, la cual encargó a diversos autores de ambas orillas del océano que escribieran un texto sobre el tema de “la persona más extraordinaria que he conocido”. El propio Giono alimentó la leyenda y el equívoco acerca de la veracidad de la historia y de su personaje, quien, como sabemos ahora, realmente nunca existió. Este detalle ya fue sospechado por la revista Reader’s Digest, que hizo que se comprobara escrupulosamente el registro de defunciones del hospicio de Banon. Tras no encontrar en él el nombre de Elzéard Bouffier, el relato fue rechazado. Giono renunció entonces a sus derechos de autor, y finalmente El hombre que plantaba árboles se publicó en 1954 en la revista Vogue.

Giono nació en Manosque, en la misma región occitana en la que vivió su personaje Bouffier y en la que se desarrollan la mayor parte de sus narraciones. Hijo de un zapatero con ideas anarquistas y de una lavandera, Giono tuvo que abandonar los estudios de bachillerato para atender a las necesidades familiares, y en 1915 fue movilizado y enviado al frente de Verdún. Giono se crió en una casa paupérrima cuyo único lujo era un patio con un pozo. En una ocasión describió el momento más decisivo de su vida, que aconteció en la tarde del 20 de diciembre de 1911. Ese día pudo reunir suficientes ahorros para comprar un libro, “el más barato que pudiera encontrar”. Resultó ser un ejemplar de los poemas de Virgilio, cuya lectura le produjo una impresión que ya no le abandonaría: “El corazón me volaba”, escribió. Autodidacto, Giono pasó casi toda la vida en su natal Manosque, bajo el efecto de los libros y de la vida sencilla en el campo, a lo que hay que añadir otra impresión de consecuencias perdurables: la guerra.

La creativa y generosa actividad forestal de Bouffier, en efecto, se desarrolla mientras Francia y Europa se desangran. Hay que tener en cuenta este dato para comprender la obra entera de Giono, pues ciertamente es más que heroica la lucha de un paciente sembrador frente al poder destructivo de los obuses y de los gases venenosos, capaces de aniquilar toda forma de vida en segundos. Como Bouffier, los hombres que se matan unos a otros en el frente también podrían sembrar, lo que en el fondo resulta mucho más fácil y cómodo que matarse, así que la pregunta que Giono formula es: ¿Por qué no lo hacen? La cuestión moral que modestamente presenta Giono aboca a un cuestionamiento más general de la naturaleza humana y de nuestra sociedad contemporánea, sujeta a enrevesadas construcciones abstractas que poco o nada tienen que ver con la existencia y sus necesidades. La exigencia de sembrar, de hecho, forma parte de un elemental sentido común al que no pertenecen ni la competitividad, ni la productividad ni el rendimiento, y si ese virtuoso sentido común ha sido marginado de nuestras vidas es porque a éstas se ha sobrepuesto una ideología tan malsana como persuasiva, un enemigo interior que sin embargo, tan rápidamente como nos ha dominado, podría desterrarse. De ello trata Las riquezas verdaderas, libro que este sembrador que fue Giono escribió en 1937 y que ahora ha publicado entre nosotros la editorial Errata Naturae.

También Las riquezas verdaderas, como el libro mencionado más arriba, tuvo un origen peculiar. Ni novela ni ensayo, se trata más bien de un manifiesto concebido como parte de una insubordinación comunitaria que el propio Giono alentó entre sus amigos parisinos, con el propósito de abandonar para siempre la vida en la urbe y establecerse en un valle provenzal. El autor denuncia aquí, con la concisión, eficacia y belleza de la prosa de que era dueño, el absurdo de una civilización, la nuestra, que embauca los sentidos con la aberrante imagen de una superabundancia que sólo esconde miseria y frustración. Las verdaderas riquezas están en otra parte, nos recuerda Giono, parte que no es otra que el mundo tal como existía ya antes de nosotros, mundo que ha sido concienzudamente abolido de nuestras ciudades y nuestras mentes, y que sin embargo, aun herido, todavía existe y sigue poseyendo la generosidad que lo hace habitable.

Canta Giono, “como un auténtico poeta”, según dicen los editores en el prólogo a este volumen, “el flujo de la vida, la extraordinaria felicidad de existir, el goce que procuran las riquezas naturales en oposición a una moral del sacrificio y la renuncia que jamás lo influenció”. Es la fingida superabundancia de la ciudad moderna, generadora según Giono de corrupción y alienación, la expresión del mal, pues es la que ocasiona la guerra. Ciertamente en el tiempo en que escribió este libro nuestro autor era testigo de otra guerra que se avecinaba y que iba a ser aún más destructiva que la anterior. Aficionado poco antes a los clásicos de la colección Garnier, alcanzó a vislumbrar en ellos una celebración de la vida y de la unidad del hombre con el cosmos de la que él pudo participar más tarde al pie de los Alpes Marítimos, donde comprendió que su misión no era otra que la de volver a celebrar dicha unidad por medio de su arte de narrador, como en otro tiempo se hizo a través de la mitología. Así, a los libros que describen y ensalzan la naturaleza de su tierra, tales como Naissance de l'Odyssée, Colinne o Un de Baumugnes, suceden ya en los años treinta Que ma joie demeure y éste que ahora comentamos, libros críticos y afirmativos que con razón han sido considerados precursores del moderno ecologismo radical. Fue así como tuvo lugar en 1935 la primera de las llamadas “reuniones del Contadour”, de la que el propio Giono escribió: “No nos fuimos hasta que no hubimos comprado entre todos una casa, un aljibe y una hectárea de terreno. Allí radica desde entonces nuestra morada de esperanza”. Tras la Segunda Guerra Mundial, que dio al traste con el proyecto de vida comunitaria en la Provenza, Giono redactó un ciclo de novelas, el llamado “ciclo del Húsar”, escrito en gran parte bajo la influencia de Stendhal y cuyo protagonista, Angelo, ha sido considerado por la crítica como un hermano del Fabrizio del Dongo de La cartuja de Parma.

Un aspecto diferente, y complementario, del arte de Giono es el que nos aportan sus colaboraciones con el cine francés. Cuestión algo más que anecdótica es a este respecto otro proyecto frustrado: la versión fílmica de Platero y yo, el libro de Juan Ramón Jiménez, cuya adaptación le fue propuesta a nuestro autor por Edward Mann. El guión elaborado por Giono se conserva y recientemente ha sido motivo de estudio, habiendo dado lugar en octubre del año pasado a un seminario celebrado en Moguer.

Cuando en agosto de 1970 Norma L. Goodrich, profesora de literatura francesa en California, se presentó de improviso en Manosque, en la casa de Giono, encontró a un hombre gravemente enfermo del corazón (iba a morir dos meses más tarde), pero a pesar de todo “imponente, esbelto, de pelo cano, elegante, de rasgos delicados, las mejillas sonrosadas, los ojos azules”. Y añade: “Sin pensárselo dos veces me sumió en una deslumbrante conversación sobre libros, críticos, autores, la Provenza, su hogar, su vida, su creatividad. Rogó que me quedara y me hizo prometer que volvería. Aquel primer día me marché cargada de regalos: sus obras inéditas y las publicadas en privado”. En la semblanza que la profesora Goodrich hizo de aquellas visitas anotó que él “denominaba espérance, optimismo, a su confianza en el futuro; no espoir, que es el masculino de esperanza, sino espérance, el término femenino que designa el estado o condición permanente de vivir con esperanzada tranquilidad. ¿De dónde mana esta fuente de espérance?, se preguntaba Giono”.

Últimamente la casa de Jean Giono en Manosque ha sido amenazada de desahucio. Se ha emprendido en Francia, a iniciativa de la Association des Amis de Jean Giono, una colecta pública a fin de reunir fondos para salvar la biblioteca del escritor, la cual consta de ocho mil volúmenes, muchos de ellos anotados. Hasta la fecha se han recaudado noventa mil euros, faltando todavía más de cincuenta mil para que puedan completarse los gastos de adquisición de la biblioteca, según informó la asociación en un comunicado el 22 de marzo.

miércoles, 23 de marzo de 2016

DISPARATES / 152

FANATISMO RELIGIOSO

“En la Santa Chiara, el arzobispo mostró al pueblo, en varios platos de oro, las reliquias de la iglesia, entre ellas un trozo de la corona de espinas, la esponja de vinagre y la cuerda utilizadas en la crucifixión de Cristo. Con la mano derecha agitó una redoma de oro en la que chapoteaba un octavo de litro de leche de la Virgen María. Los cardenales recién nombrados, que llevaban sotana de seda violeta y larga cola, y un roquete blanco de armiño en torno a los hombros, con el capelo en la mano, prestaron juramento ante el altar de la Capilla Sixtina en presencia de otros cinco cardenales. A ambos lados del trono papal estaban los dos grandes abanicos de plumas de pavo real. Después de haberle besado todos los cardenales presentes la mano, los tres nuevos se postraron a los pies del Papa y le besaron las zapatillas rojas. Una lagartija de doble cola, que al sacerdote que administraba los últimos sacramentos le recordó enseguida los dedos extendidos de la mano de un obispo al bendecir, salió de la boca abierta de la gitana de trece años muerta Monica Petrovič, asesinada por un muchacho romano de diecisiete años en el otoño de 1987, después de que en Roma miles de personas, durante semanas, bloquearan grandes arterias y paralizaran el tráfico día tras día, durante horas, en la ancha Via Nomentana, manifestándose así contra los dos mil gitanos que vivían en la periferia de Roma. Te ofrezco este sacrificio por todos los infinitos dolores de su cabeza, todos los pinchazos de las espinas, todos los tirones y desgarrones de sus nervios, toda su preciosa sangre, que manó de tantas heridas de su santa cabeza, todos sus suspiros y oraciones, todos los sacrificios que te hizo durante su coronación dolorosa. En Santa Maria Maggiore, el Papa levantó tres veces en alto, haciendo la señal de la cruz, el cordón umbilical de Cristo, antes de dejarlo sobre su cojín de seda roja y de que los fieles se precipitasen de rodillas para tocar el sagrado objeto con sus rosarios o con los huesos de sus difuntos”.

Josef Winkler, Cementerio de las naranjas amargas

martes, 22 de marzo de 2016

DISPARATES / 151

LOS ESPAÑOLES, DE GABRIEL MAGALHÃES

La joven editorial catalana Elba tiene en su haber una serie de títulos exquisitos entre los que figuran uno de Dalí sobre su relación con Picasso y otro, debido a Marcel Reich-Ranicki, sobre la crítica literaria. Entre sus proyectos inmediatos se anuncia un ensayo acerca de los alemanes vistos por un autor norteamericano, y es de esta idea original de donde procede la de un libro sobre los españoles cuya redacción fue audazmente encomendada a un observador portugués, Gabriel Magalhães. Éste, colaborador en La Vanguardia desde 2009, ha respondido al encargo recibido con un libro que es a la vez crítico y personal, y en el que se nos muestra una visión profunda de nosotros mismos, tan alejada de toda complacencia como afectuosa.

Gabriel Magalhães nació en Luanda (Angola). Hijo de retornados tras el fin de las colonias portuguesas, pasó su infancia en Beasain, en Guipúzcoa, cursó estudios en la Universidad de Lisboa y en la de Salamanca, y en la actualidad es profesor en la de Beira Interior, en Covilhã. Es autor de ensayos escritos en castellano, como Los secretos de Portugal. Peninsularidad e Iberismo (2012), y de otros redactados en su lengua natal: Como sobreviver a Portugal (2014) y O mapa do Tesouro (2015). Su novela Não tenhas medo do Escuro, publicada en 2009, recibió ese año el Premio Revelación que otorga la Asociación Portuguesa de Escritores.

Para este católico poco convencional que pasa su vida, en su calidad de agente doble, como confiesa él mismo, entre los dos estados de la Península, el reto que Occidente y en especial Europa debe afrontar en los próximos años es el de un “renacimiento de la espiritualidad que debe hacerse conservando todas las dimensiones de nuestra libertad política y cultural”. Para él, este regreso a las profundidades del alma es inseparable “de la garantía y de la autenticidad de estas libertades”, tarea colectiva en la que desempeña un papel protagonista la lectura en su calidad de transformadora de la realidad, pues “la lectura siempre es un gesto revolucionario, en la medida en que abre nuevos horizontes que primero surgen en nuestra mente, pero que después son proyectados a la esfera de lo que existe. El futuro”, añade Magalhães, “se construye con libros que han logrado infiltrarse en la realidad. Entre ellos y el mundo hay puentes, muchos quijotescos, pero también otros que permiten recorridos razonables, positivos, que hacen más felices a los hombres”. Es a este propósito al que obedece su obra, y también este Los españoles, ensayo que desde su aparición hace unas semanas ha tenido una notable recepción en Cataluña y casi ninguna en el resto de España.

Ya en la introducción de este libro que tiene por subtítulo Un viaje desde el pasado hacia el futuro de un país apasionante y problemático alude el autor en varias ocasiones a la historia y al presente de España como “laberinto”. Se inscribe así su reflexión en un noble trayecto literario al que pertenecen otros igualmente bellos libros que han tratado de abordar la complejidad y los disparates de nuestro país, desde aquel inolvidable El laberinto español de Gerald Brenan hasta los diversos textos que componen El laberinto mágico de nuestro Max Aub. Laberinto no es palabra que se preste con facilidad a la descripción de la mayoría de las naciones, y en cambio encaja a la perfección en el relato con el que intentamos describir la nuestra, de la que el propio Magalhães se siente parte, y cuyas lejanas sinuosidades en el tiempo alcanzan como estamos viendo a nuestro inmediato presente. En la tarea de desvelar dichas sinuosidades Magalhães parte con ventaja, beneficiándose de su naturaleza de agente doble que con la misma perspicacia dialéctica puede hablar de España desde dentro y desde fuera, buen conocedor, como denota su biografía, de estas interioridades nuestras con respecto a las cuales él puede acercarse y alejarse, a conveniencia, sucesiva y a veces también simultáneamente. Así, Magalhães se puede asombrar como portugués de lo que en España asombra a los extranjeros, por ejemplo de nuestros horarios y de nuestra facultad innata para festejarnos a nosotros mismos, y ello mediante la celebración de una identidad colectiva y callejera que adopta manifestaciones dispares, las cuales, al menos en lo que se refiere a Europa, son únicas de nuestra tierra, pudiendo oscilar entre el abigarramiento etílico de los Sanfermines y la indignación asamblearia del 15 M. Pero al mismo tiempo, como español en ciernes, el autor es capaz de adentrarse temerariamente en otras realidades intrínsecas de la cosa española y a las que alude ya sin rodeos desde el subtítulo de su ensayo: ese inacabable carácter problemático de España como país guerracivilista, portador de la tragedia de las machadianas dos Españas y, en particular, del problema de una territorialidad o plurinacionalidad que a día de hoy está todavía muy lejos de resolverse.

Esta parte del libro, a la que se dedica algunos capítulos, pero que actúa como hilo conductor del mismo, es el tema central de Los españoles, estos raros seres que como las personas de la Trinidad tienen la virtud de ser uno y varios, lo que les permite hablar todos a la vez sin escucharse, como sucede en las tertulias televisivas, otro rasgo por cierto genuino de la españolidad e incomprensible para el foráneo, tertulias en las que hablamos y gritamos, a veces sólo para comunicarnos unos a otros la necesidad de una cita en la que volveremos a hablarnos y gritarnos en un futuro próximo. Para añadir más dificultad a este diálogo que recuerda más bien al ancestral duelo a garrotazos de un cuadro de Goya, el mismo tiene lugar, como no podía ser de otra manera tratándose de España, en diversos idiomas, todos ellos lenguas oficiales del Estado según un artículo de la Constitución del que nunca se ha acordado nadie, y lenguas entre las que figura una, el catalán, que para enredar todavía más la madeja tiene a su vez la propiedad de ser trina, convirtiéndose en valenciano o mallorquín según donde se hable.

Según Magalhães, el español pontifica desde el palco de ópera particular que es la barra del bar, y se pasma y siente un dolor en el corazón cuando no encuentra tales barras al viajar al extranjero. Y es que al español le sorprende que más allá de las fronteras no exista ya España. Hay en los españoles una herencia y una añoranza imperial que para nuestro autor se remonta a la romanización, y que explica así: “El Estado siempre proyecta una sombra de la organización de Roma. Los peninsulares somos romanos, pero nuestra romanización no aniquiló nuestra diversidad. Nos dieron una lengua, y nuestra radical complejidad la multiplicó en muchos idiomas”. Y añade: “Uno de los trazos más romanos que conservamos es el de la esperanza en una gran unidad política redentora. La verdad es que los pueblos de aquí se abandonaron a sí mismos para integrarse en Roma: esa desmemoria de lo que eran se transformó en un intenso recuerdo de lo que pasaron a ser. Tenemos a Roma esculpida en nuestro ser”. Ello, a juicio del autor, explica el entusiasmo que despertó entre nosotros el proyecto de Europa. Si para las rubicundas gentes del norte Europa no pasaba de ser desde el principio un negocio, un acuerdo comercial destinado a crear un ambiente amable en el que pudieran evitarse las trifulcas del pasado, la misma Europa, por obra de un absurdo malentendido, se apareció en nuestro firmamento como una redención colectiva, una superación milagrosa de todas nuestras propias y antiguas diferencias, trifulcas y congojas: “Un nuevo imperio, pero mucho más avanzado, en el que los juegos circenses serían sustituidos por un espectáculo de todo tipo de innovadoras tecnologías”.

La lenta evaporación del malentendido europeo está en la raíz del renovado aflorar de otros firmamentos, ahora nacionales, que fueron aplacados por aquél y condenados en consecuencia a un transitorio adormecimiento. Magalhães, incluso en esos periódicos momentos de tregua, cree advertir los signos de una tensión española nunca resuelta que, apenas apaciguada, busca desesperadamente la manera de renacer. Para ilustrar tal tensión se sirve de la literatura, y en especial de ejemplos espigados de nuestro Siglo de Oro. Si Don Quijote y Fuenteovejuna son signos inefables del conflicto y de la tensión nacional, vendría a ser La vida es sueño un intento racional de relativización de los mismos, pero un intento que habría quedado para el español fosilizado en forma de horizonte utópico y por ello inalcanzable. Anota nuestro autor, al respecto de esta tensión, el porcentaje de parados que hoy presenta España, y que es también único en la Unión Europea. “Para el ciudadano de a pie”, escribe, “esto se transforma lógicamente en la evidencia de que vive en una nación fría, cruel, que escupe a las personas como si fueran huesos de aceituna”.

Nada de lo anterior sofoca el optimismo de Magalhães, para quien la problemática España posee hoy, en germen, los recursos requeridos para un futuro esperanzador que igualmente podrían ser útiles para la vieja Europa: “En parte considerable, lo que hemos comentado explica la epifanía de Podemos. Los españoles desean un país más inclusivo. No ignoro que, cuando escribo esto, muchos me leerán con un rictus sarcástico: si hay que tener parados para seguir tirando, así tendrá que ser, y no me venga usted con pamplinas. Éste es el pensamiento español de siempre: glacial, realista, práctico. Pero a una gran parte de España le gustaría cambiar estas reglas del juego”. Magalhães explica así, de paso, las razones de una curiosa conexión entre Cataluña y Portugal, pues la mera existencia de ésta última, en modo independiente, vendría a ser la garantía de que la unión política española, entendida en su versión más monolítica, “no representa una fatalidad ni una maldición de la historia”, sino que podría ser la puerta de entrada “a una España que quizá no sea esta España, sino otra, que todavía está un poco lejos de la actual”.

Insiste Magalhães en diversos pasajes de este libro en la importancia de la política lingüística y en el enorme y descuidado patrimonio que para los españoles representa la pluralidad de lenguas. Esa pluralidad que existe y que convive pacíficamente en la sociedad nunca ha sido suficientemente reconocida por las élites políticas que han gobernado en los últimos casi cuarenta años. Y concluye: “Los portugueses nos hemos esforzado locamente, de un modo insano, para tener el derecho de nacer, vivir y morir en el interior de nuestro idioma y en el modo de ver el universo que esa lengua representa. Acaso por ello nuestro gran arte ha sido siempre la literatura, con figuras como Camões y Pessoa. Inventar una nación con varios idiomas, sentidos por la gente como patrimonio de todos, sería abrir una vía maravillosa, un horizonte impensado: una nueva España. Y ése, creo, es el gran reto que los españoles tendrán ante sí en los próximos años. Si son capaces de lograrlo se habrán salvado a sí mismos, y muy posiblemente también a Europa”.

Ha escrito Enric Juliana, amigo y acompañante de nuestro autor en paseos por Lisboa y por Barcelona, que “cuando quedas con Magalhães hay que acudir a la cita con papel y lápiz. Siempre acabarás tomando nota”. De ello da fe el lector de este libro, cuyas audaces páginas sugieren un nuevo pacto de convivencia más allá del neoliberalismo y de la visión cerrada (y errada) de una España ajena a su propia diversidad nacional.

martes, 15 de marzo de 2016

DISPARATES / 150

IGNACIO RAMONET: SOBRE LA POLICÍA DEL PENSAMIENTO Y DE LA INFORMACIÓN

“La vigilancia no tiene que ver con la seguridad, tiene que ver con el poder”, decía hace unos días Edward Snowden en una entrevista publicada por Eldiario.es. Y en el mismo lugar el ex analista de la NSA y actual refugiado político, que se enfrenta en Estados Unidos a cargos de traición y espionaje, explicaba lo que las agencias de inteligencia norteamericanas entienden por “recolección a granel”, un bien conocido procedimiento de vigilancia masiva que se extiende a todo el mundo y por el que, sin necesidad de orden judicial, se interceptan y archivan secretamente nuestras actividades en el ámbito de las telecomunicaciones. A lo que Snowden añadía que vivimos en “un mundo en el que los gobiernos tienen tanta información sobre ti como sobre los terroristas más duros. Por si acaso”.

Snowden pertenece al club de activistas que han visto recompensada su divulgación de documentos oficiales con la persecución por parte del Estado más poderoso del planeta. Él, refugiado en Rusia, es de los afortunados que, como Julian Assange, asilado a su vez desde hace cuatro años en la embajada de Ecuador en Londres, ha podido eludir por el momento la condena y la prisión, a diferencia de Chelsea Manning, quien en la actualidad cumple una sentencia de treinta y cinco años, y de Jeremy Hammond, quien por su parte cumple otra de diez. Afirmaba Snowden en dicha entrevista que no se arrepiente de haber filtrado documentos, pero sí de no haberlo hecho mucho antes, ya que “cuanto más se permite que exista este espionaje masivo sin que la opinión pública se pueda resistir, más se enquista. Cuanto más poder consiguen los gobiernos, más rápidamente se acostumbran a ese poder. Cuanto más tiempo lo tienen, más difícil es quitárselo”. Se ha sabido entretanto que otros gobiernos, como el francés, llevan a cabo de manera ilegal los mismos procedimientos de vigilancia que la legalidad vigente ampara en Estados Unidos, como ha denunciado el diario Le Monde, según el cual la Dirección General de Seguridad Exterior intercepta y archiva la totalidad de las comunicaciones telefónicas, de internet y redes sociales que se realizan en Francia y entre Francia y el extranjero.

El libro L’Empire de la surveillance, que a finales del año pasado publicó la editorial Galilée, y del que es autor Ignacio Ramonet, describe una nueva vuelta de tuerca y un paso adelante en la espiral de la información, al mostrar el modo en que ésta, monopolizada en principio por los gobiernos y sus agencias de inteligencia, ha experimentado un rápido proceso de privatización del que se benefician diversas corporaciones, las cuales se encuentran en situación de hacer de la misma el uso que consideren oportuno. El libro ha sido publicado este año en castellano por Clave Intelectual.

Snowden y sus revelaciones acerca de la desprotección en que hoy se halla nuestra privacidad están en el origen de este libro del ex director de Le Monde Diplomatique, quien pone aquí su atención sobre esas herramientas maravillosas (smartphones, tablets y ordenadores) que iban a hacer nuestra vida más fácil y a ampliar nuestro espacio de autonomía, y que se han convertido en instrumentos de otros para someternos a un omnipresente espionaje. Para ello analiza Ramonet el papel de las cinco grandes empresas que dominan la web: Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft. Ellas explotan nuestros datos personales y los transfieren a la NSA y a otras agencias ultrasecretas, así como a grandes empresas privadas, señaladamente las de publicidad. El Gran Hermano de Orwell, concebido en su día como ficción que debía advertirnos del auge de poderes totalitarios, se ha convertido ya en cotidiana realidad, según documenta el autor mediante diversos ejemplos, entre ellos los referidos al modo en el que los gobiernos modifican las leyes a fin de facilitar el espionaje de los ciudadanos, ya sea por ellos mismos o por las corporaciones. Además, el libro se completa con reveladores comentarios de Julian Assange y Noam Chomsky.

Los llamados “objetos conectados” que hoy dominan el Internet of Things nos muestran casos notables que Ramonet sintetiza en estas páginas, como el protagonizado por la empresa californiana de electrónica Vizio, principal fabricante de televisores inteligentes conectados a internet, dueña en consecuencia de gran cantidad de información acerca de los hábitos, los horarios y las inclinaciones de sus clientes. Dicha empresa dio a conocer el año pasado la naturaleza y el funcionamiento de la tecnología con la que estaban equipados sus productos, la cual permitía ampliar y dotar de mayor eficiencia a las formas de espionaje sobre sus usuarios. Son ahora los televisores los que literalmente ven y escuchan a la gente, como puso de manifiesto también en California una denuncia del congresista Mike Gatto, presidente de la Comisión de Protección al Consumidor en dicho Estado. Gatto acusó a la multinacional Samsung de equipar sus televisores con micrófonos ocultos destinados a grabar las conversaciones de los televidentes sin el conocimiento de los mismos, y de transmitirlas a terceros. Tras la denuncia, Samsung anunció que en lo sucesivo los sistemas de grabación de sus aparatos sólo podrían activarse por voluntad del usuario. Sin embargo, el director del Centro de Estudios de Derecho y Tecnología de la Universidad de Berkeley, Jim Dempsey, ya ha afirmado que los televisores-chivatos están llamados a proliferar: “La tecnología permitirá analizar los comportamientos de la gente. Y esto no sólo interesará a los anunciantes. También permitirá la realización de evaluaciones psicológicas y culturales que, por ejemplo, interesarán a las aseguradoras”.

El uso de tarjetas de crédito, las llamadas y los mensajes a través del teléfono móvil y los programas de localización de GPS permiten hoy día a las empresas determinar dónde nos encontramos y qué hacemos, a lo que hay que añadir los nuevos chips de identificación por radiofrecuencia que incorporan las “tarjetas de fidelidad” de los supermercados y los centros comerciales, por medio de los cuales se accede automáticamente a nuestro perfil de consumidor. Capítulo aparte es el que merecen las cámaras digitales de vigilancia o de “vídeoprotección”. Sólo en Reino Unido hay más de cuatro millones de ellas (una por cada quince habitantes), y se calcula que un peatón londinense puede ser filmado sin su consentimiento hasta trescientas veces al día. Estas cámaras, a la manera de los sensores de voz, tienen la facultad de registrar nuestros movimientos y la de memorizar la impronta de nuestro rostro, convertido en un conjunto de caracteres biométricos susceptible de ser almacenado en una base de datos. Las ultramodernas cámaras Gigapan, con imágenes de más de mil millones de píxeles, permiten a su vez obtener la ficha biométrica de cualquiera de los asistentes a un acto político o deportivo.

El nuevo concepto del “chivato tecnológico” tiene además la particularidad de que es la propia víctima de espionaje la que adquiere la herramienta y se presta a ser vigilada libremente. El portal Yahoo! captura una media de dos mil quinientas rutinas de comportamiento al mes de cada uno de sus usuarios, una por cada clic. De este modo se decide qué publicidad vamos a ver en internet y qué ofertas pueden acceder a nuestro correo electrónico. Los diferentes servicios ofrecidos por Google recogen información referida a todos los aspectos de la vida de sus usuarios, incluidos el lugar donde se encuentra el internauta, lo que busca, con quién se comunica y en qué momento. Dicha información la provee el propio internauta, el cual sin embargo carece de control acerca del uso que se hará de ella, pudiendo ser transferida instantáneamente a una institución gubernativa o a una empresa comercial. “En nuestra vida cotidiana dejamos constantemente rastros que entregan nuestra identidad”, concluye Ramonet.

El imperio de la vigilancia, junto a multitud de datos referidos a la expropiación de nuestra vida privada, incorpora una necesaria reflexión acerca del modelo de sociedad hoy en vigor y de las nuevas formas de sometimiento a las que nos expone el desarrollo tecnológico. Evoca Ramonet, además de la orwelliana 1984, y del film a que dio lugar la novela y que dirigió Michael Radford, las consideraciones al respecto de la vigilancia y el control social que constituyeron una parte central del trabajo de Michel Foucault. En su libro Vigilar y castigar el filósofo francés se refirió al Panóptico como “un dispositivo arquitectónico que crea una sensación de omnisciencia invisible” que permite a los guardianes ver sin ser vistos dentro del recinto de una prisión. Del Panóptico (el ojo que todo lo ve) “podemos deducir que el principio organizador de una sociedad disciplinaria es el siguiente: bajo la presión de una vigilancia ininterrumpida, la gente acaba por modificar su comportamiento”. Y cita igualmente Ramonet a Glenn Greenwald, abogado constitucionalista y colaborador hasta hace unos años de la edición estadounidense de The Guardian, quien en su libro Sin un lugar donde esconderse, anotó: “Las experiencias históricas demuestran que la simple existencia de un sistema de vigilancia a gran escala, sea cual sea la manera en que se utilice, es suficiente por sí misma para reprimir a los disidentes. Una sociedad consciente de estar permanentemente vigilada se vuelve enseguida dócil y timorata”.

La idea de un mundo bajo vigilancia total, gracias al desarrollo tecnológico, ya no es hoy un delirio utópico o paranoico. Las razones que se alegan para justificar esta extremada vigilancia no son nuevas, y Ramonet nos recuerda oportunamente la afirmación hecha ya en el siglo XVIII por uno de los padres de la Constitución norteamericana, Benjamin Franklin, quien escribió: “Un pueblo dispuesto a sacrificar un poco de su libertad por un poco de seguridad no merece ni lo primero ni lo segundo. Y acaba perdiendo las dos”. Clarividencia que también tuvo Hanna Arendt cuando advirtió de los peligros para la democracia de una insuficiente distinción entre vida pública y privada, lo que para ella, buena conocedora de los mecanismos de vigilancia que puso en acción el nacional-socialismo, significaría el final del hombre libre. Reflexión, pues, que pese a no ser nueva no estuvo nunca, a una escala global, tan de actualidad como hoy.

martes, 1 de marzo de 2016

DISPARATES / 149

MAX AUB: ELEGÍA DE LAS PRISIONES Y LA MEMORIA

Tras una hora de espectáculo, y después de que la actriz pronuncie las últimas palabras de su monólogo, “cuando llegue la libertad”, se apagan las luces y se produce un silencio. La representación prosigue entonces, muda y a oscuras, pero sólo unos segundos, no muchos, porque lo visto y oído debe ser ahora absorbido por los espectadores, quienes en todo teatro que se precie son los encargados de poner punto final a la ficción con el aplauso, el cual llega tras esa pausa para ser gesto conclusivo de la dramaturgia, gesto de afirmación, de asentimiento. Se encienden las luces, el público se levanta y se encamina a la salida. Y el espectador, que tan pocas ocasiones tiene de ver representada una obra de Max Aub, vuelve a la calle con la misma convicción con la que salió en un lejano 1998 de otro teatro madrileño, después de asistir al estreno de Santa Cruz: la de que Max Aub es nuestro autor dramático más grande desde la guerra civil, y que si por convención no le llamamos el más grande es sólo porque hubo antes que él un Valle y un Lorca. Que también haya sido Aub nuestro mayor novelista de postguerra es otra larga y, aún, desconocida historia.

Max Aub escribió De algún tiempo a esta parte en París en 1939. Es, pues, obra primeriza de su exilio. En esos días llevaba en su equipaje la república derrotada y los rollos de la película Sierra de Teruel, cuyo rodaje en Cataluña había tenido que interrumpir André Malraux. La película iba a terminarse allí, de alguna manera, para servir de ilustración a Europa de lo que se avecinaba. Se creía aún en el viejo y adormecido continente que lo sucedido en España era cosa exótica, asunto tribal e inevitable de un país de pasado cainita, adornado por llanuras secas, gitanos sucios, pueblos blancos, Cármenes, bandidos y toreros. Unos meses antes se había producido el Anschluss, la Anexión de Austria al Reich, acontecimiento que todavía pudo presentarse con la decencia, el respeto a las tradiciones y la solemnidad que debían ser propias de la civilizada Europa. Faltaban un par de años para los campos de exterminio y las cámaras de gas. En medio de todo eso los exiliados españoles eran unos aventajados. Ellos sí sabían de dónde venían y adónde íbamos, y por eso tuvieron el raro honor y el privilegio de ser los primeros que fueron enviados a los campos de concentración. Aub fue recluido en uno cuyo nombre tiene hoy resonancia aristocrática y deportiva: el de Roland Garros, lugar de contrastada ironía aubiana en el que nuestro autor, que ya daba por hecho que su vida iba a tener algo que ver con los campos, continuó la redacción, apenas iniciada unas semanas antes, de su novela Campo cerrado. De allí lo enviaron al campo de internamiento de Vernet, y luego, desterrado, a Marsella. En 1941 el conocimiento de los campos que ya poseía Aub se perfeccionó en Argelia, en Djelfa, desde donde pudo llegar un año después a Casablanca, lugar de partida en el que se embarcó rumbo a Veracruz, en su calidad de beneficiario de la generosa política de acogida de exiliados españoles promovida por el presidente Cárdenas.

Durante este tránsito Max Aub, que antes de la guerra civil estuvo a punto de convertirse en escritor vanguardista a la sombra del gurú que pontificaba por entonces acerca del arte deshumanizado desde su cátedra en la Revista de Occidente, no dejó de escribir. La suya, sin embargo, era ahora una literatura diferente: la de un testigo. Pero un testigo peculiar, el cual atesoraba saberes en los que difícilmente podría coincidir con un compatriota o con otro autor de cualquier hemisferio que, como él, se expresara en castellano. Pues no en balde antes de este tránsito Aub ya había vivido otros, tanto personalmente como por vía de herencia que le dejaron sus ancestros. Judío, hijo de inmigrantes alemanes asentados en Francia, Aub fue criado en dos lenguas, el alemán y el francés, aunque finalmente la suya, no sólo la lingüística, iba a ser la patria de donde hizo el bachillerato, el Instituto Luis Vives de Valencia. En su vida, como en su literatura, las nacionalidades se solapan, se pelean, se comprenden, pues todas ellas tienen en común su fondo humano. Se solapan los intereses y las formas creativas: la pintura (Marc Chagall, Picasso, Remedios Varo), la tipografía. Y también se solapan las veleidades vanguardistas de su época juvenil con la más tardía necesidad de dejar testimonio de lo vivido, para lo que se servirá de la novela –una novela por la que ha pasado el viento arrasador del cine– y el teatro.

Entre las herencias mayores y dispares que recibió nuestro autor figura la de Valle-Inclán. En 1945, hallándose en lo que iba a ser su permanente exilio mexicano, Aub publicó un ensayo titulado Discurso de la novela española contemporánea, el cual iba encabezado por una cita del autor gallego: “El furor ético es la característica de España”. Y cuando en 1971 publica su imaginario discurso de ingreso en una no menos imaginaria Academia Española de la Lengua, el sillón que se le adjudica es el “i” de su supuesto predecesor, el propio Valle. De “estrafalaria ventolera” ha sido calificado por la crítica este discurso imposible pronunciado en una Academia que no es Real porque es republicana, ante una audiencia de la que forman parte Bergamín, Alberti y un todavía vivo Lorca, en una ceremonia en la que Aub deviene académico sucesor del mayor enemigo que históricamente tuvo la Academia. Se trata de algo más que una broma, al estilo de los juegos de cartas aubianos o de la invención del artista plástico Jusep Torres Campalans. Pues literalmente Aub, como otros exiliados, tuvo que recomponer lejos de su país una biblioteca perdida, un ambiente de café y tertulia en el que tenía que haber sitio para la gravedad y la mofa, y sobre todo un espacio social, un imaginario colectivo aunque imaginado sólo por uno, en el que no habían existido ni guerra civil ni dictadura, reverso amable, si se quiere, de los trágicos accidentes de la historia que fatalmente daban preeminencia a ese aludido furor ético que, entre la fábula y la frustración, dominó nuestro exilio. No es casualidad que en dicho discurso Aub se presentara a sí mismo como director del Teatro Nacional desde 1940. Entre las de Aub prima por encima de todas la frustración escénica.

Aub fue un dramaturgo malogrado que escribió algunos de los mejores textos dramáticos en español del siglo XX, que nunca pudo ver representados. Cierto que a veces la materia prima escrita podía adoptar la forma de novela o de novela-cine, en especial como producto de su experiencia con Malraux y después en México, donde ejerció de guionista para la entonces boyante industria fílmica de ese país, pero el aliento de dicha materia, como ocurre en el discurso académico mencionado más arriba, es casi siempre el de una representación dramática. La misma prosa de Aub, que algunos encontraron descuidada, es en realidad gestual, y lleva implícito el movimiento, espiritual, intelectual y físico, del hablante. Ello se observa en los textos que componen Tres monólogos y uno solo verdadero, título genérico de las piezas De algún tiempo a esta parte, Monólogo del Papa y Discurso de la Plaza de la Concordia. El primero de ellos se publicó en forma de libro en México en 1949, y los otros dos aparecieron en las revistas Cuadernos Americanos y Sala de Espera entre 1950 y 1951.

Salvo error, la primera de las piezas que componen este tríptico se estrenó en Valencia en 1980, ocho años después de la muerte de Aub, en una producción del Teatro Estable del País Valenciano que tuvo lugar en el Teatro València-Cinema, siendo interpretada entonces por dos actrices: Anna Àngel y Pilar Librada. La segunda representación, también en Valencia, tuvo lugar en la Sala Moratín en 1995, esta vez en una versión fiel al original interpretada por Carmen Belloch. Con la misma precaución, se puede afirmar que las actuales representaciones de De algún tiempo a esta parte en el Teatro Español de Madrid, hasta el 6 de marzo, con dirección de Ignacio García e interpretación de Carmen Conesa, suponen la tercera producción de las que hasta ahora ha disfrutado la obra.

Emma es la protagonista. El autor indica que la escena transcurre en un “salón gótico” que puede ser el de un teatro, a juzgar por el movimiento de tramoyistas que se produce en escena. Pasan por allí los electricistas, el traspunte y el avisador. El técnico de iluminación ajusta los focos. Este movimiento, desaparecido en la función madrileña, parece tener por objeto cambiar el decorado para otra representación que se efectuará más tarde. Con ello se sugiere que lo que va a suceder ante el espectador no tiene el rango de lo que es representable a la vista de un público. Se trata de una pausa entre dos escenas, de un entremés, la humildad de cuyo único personaje queda establecida por el hecho de que la actriz, a la que vemos acurrucada en un sillón, enseguida se pone a fregar el suelo. Es una fregona, y es de noche, en Viena, en 1938.

Al personaje le cambian el decorado unos poderes que permanecen en la sombra, sin su intervención ni su consentimiento, y de repente, sin haber cambiado de lugar, está ya en otra parte. El monólogo de Emma es el testimonio de una persona corriente cargada de ese furor ético ya aludido que aquí ha devenido en internacional. Tan internacional, puede decirse, como lo era este autor español de Centroeuropa, o a la inversa, que nos ofrece aquí un texto –un grito– extraído de su propia realidad inmediata, texto que no desmerecería hoy en los mejores escenarios de París, Berlín o Viena. Sin embargo, antes de pensar en exportar a Aub, habría que empezar por recuperarle entre nosotros, cosa que por ahora sigue quedando muy lejos a juzgar por lo que nos presentan como la “marca España”. La obra trata de los horrores del siglo XX, del nazismo, de la persecución, de la guerra y del exilio; es decir, de nosotros mismos. Y trata en particular de la identidad y de su pérdida, la cual consiste en algo más que en el extravío de un documento. La mujer, la fregona, ha visto desaparecer a su hijo y asistido a la depuración de su marido, y desaparecida ella misma nos desvela sus recuerdos a fin de construir por medio de la memoria, ante el espectador, en forma de edificación aérea que una y otra vez se vuelve a derrumbar, la identidad perdida, la cual, sin embargo, sólo podrá recomponerse por entero en el porvenir, “cuando llegue la libertad”.